S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores

El Cartel Político en España

La polémica Renau-Gaya. La función social del cartel.


1) Josep Renau

Cartel comercial y cartel político

El artista publicitario de los países capitalistas ve circunscrito el campo de su acción a un mero juego de ideas particulares, en el cual es elemento capital esa especulación inteligente que se desarrolló a expensas de la realidad, convirtiéndolo paulatinamente en instrumento técnico de toda falsificación, en ingenio de engañosos artificios.

Muchos profesionales van notándose ya incómodos en el campo, cada vez más estrecho, que las condiciones de su servidumbre le imponen. La libertad de creación del artista está condicionada a los intereses supremos del utilitarismo capitalista. El acceso a las ideas superiores que emana la realidad le está vedado. Y todo intento de creación, en el sentido profundo de la palabra, queda truncado en su base misma. La posibilidad de un realismo publicitario de significación humana está en contradicción con la práctica y fines de la "reclame" burguesa.

Al utilizar aquí la palabra realismo —cuyo sentido actual tendremos que abordar más adelante- hacemos nuestra la consigna de Daumier: "II faut étre de son temps", sintetizando en ella la inquietud en potencia de toda la generación de artistas que sienten hervir en su sangre los latidos de los nuevos tiempos que comienzan.

Y es en esta apreciación sobre el realismo donde se libra la disyuntiva entre el cartel comercial y el cartel político. Del uno al otro media un abismo. El viraje realista en la publicidad no puede efectuarse con un simple cambio en la servidumbre de las formas, sin que esta afirmación excluya la necesidad de incorporar todos los valores técnicos y funcionales de la experiencia capitalista. El desarrollo del cartel político necesita de circunstancias, más que distintas, diametralmente opuestas. A más de ciertas condiciones generales en la correlación y predominio de las clases sociales, cuyo valor determinante es de orden capital, la posición del cartelista, como artista y como hombre, ante la realidad de los hechos sociales, el sentido de su apreciación del fondo humano de la lucha de clases como motor dinámico de todo cuanto acontece hoy en la tierra, es, a este respecto, fundamental y decisivo.

Antes de Warhol, fue Renau

Pero la simple cuestión de tomar partido, planteada en general, no puede determinar de por sí la legitimidad de la función ni dirigir por cauces positivos el impulso creador del artista.

Si bien Moscú y Berlín coinciden en el terreno común de atribuir una misión política al cartel, la práctica publicitaria de ambos países demuestra claramente aun prescindiendo de razones ideológicas de valor incuestionable, la profunda divergencia de sus caminos hacia un arte publicitario de perfiles nuevos y personales.

El cartel político de la Alemania fascista no es más que una avanzadilla del cartel comercial, y no puede pretender otra cosa. La ascensión del nacionalsocialismo al poder no ha significado cambio alguno en la tradicional correlación de los valores humanos y de las fuerzas sociales, sino agudización extremada en los procedimientos capitalistas de explotación del hombre por el hombre. En la Alemania actual los Krupp, los Thyssen, etc., continúan la sangrienta tradición de la hegemonía absoluta del capital sobre los hombres...

El cartel político no puede encontrar su pleno desarrollo, trazar las líneas fundamentales de su personalidad en circunstancias sociales donde el mayor volumen de la publicidad siga correspondiendo a la iniciativa privada de las grandes y pequeñas empresas capitalistas.

Cualquier excepción de desarrollo del cartel político en semejantes circunstancias, vivirá en sus líneas generales a remolque de las formas predominantes. Porque la coexistencia del cartel político y el cartel comercial en pleno desarrollo, resulta un despropósito histórico, una contradicción flagrante en la mecánica determinativa del ambiente social sobre las formas de la cultura.

El cartel político en los regímenes fascistas vive de precario, sin encontrar el estímulo vital que independice sus formas del cuerpo de la propaganda comercial.

Porque el propio fascismo no es, en el fondo de su condición, más que un gran cartel que pretende convencernos de las excelencias de la mercancía averiada del capitalismo.

El cartel político

Cuando pensamos en el cartel político, la imagen soviética aparece en nuestra mente en un primer plano, que hace palidecer toda otra categoría, antecedente o realización análoga.

El cartel soviético, cualquiera que sea la apreciación estética que individualmente nos merezca, es uno de los hechos más prodigiosos y heroicos en la renovación de los valores expresivos del arte.

En razonamientos anteriores he intentado demostrar que el arte especulativo es a la plástica publicitaria lo que la investigación pura a las ciencias aplicadas; cómo las formas y calidades abstractas del arte moderno son absorbidas y transformadas, en la síntesis concreta de su valor expresivo, al servicio de la función representativa del cartel. Y en la última consecuencia de este proceso dialéctico, hemos visto cómo el cartel comercial ha apoyado su desarrollo sobre los valores más inmediatos de la especulación plástica, cómo la fuerte condición de la plástica francesa ha permitido la universalización y popularización de sus valores a través del cartel comercial.

Pero estos valores no servían, como podrá fácilmente comprenderse, a los fines del cartel soviético. De ahí que su evolución se haya realizado con cierta independencia, en cuanto a sus líneas generales.

La profunda voluntad de renovación de los bolcheviques rusos, en la circunstancia de su acceso al poder político, no contaba con otra base inmediata en el terreno de la plástica que la de ese academicismo decadente importado de Francia en el siglo XIX por la sociedad zarista. Y como, por otra parte, desde los tiempos hieráticos del arte bizantino, la tradición rusa, en la gran plástica, quedó estancada, al margen de las resonancias ulteriores de la evolución artística universal, el cartel soviético, sin aliciente histórico alguno, ha tenido que erigir sus valores sobre la base inédita de su voluntad heroica, arrancando los elementos de la realidad primaria e inmediata.

El cartel soviético, expresión principal del arte en la URSS, es la realización más seria hacia un arte público de masas, sin demagogia plástica alguna en la sobriedad heroica de sus formas. Su eficiencia social está informada por una larga y dura experiencia de lucha.

En el terreno de la función humana del arte, la Unión Soviética ha reivindicado el papel subalterno del arte publicitario. Porque en orden a los problemas que plantea la construcción del socialismo, la necesidad social del cartel es mucho más inmediata y urgente que la del arte puramente emocional. El cartelista soviético comparte la primera fila con el "Oudarnik", con el comisario, con el ingeniero, en la tarea gigantesca de construir un mundo nuevo.

Al margen de la pura apreciación estética, el cartel soviético sólo puede ser comprendido y valorado dentro de este ambiente épico que reflejan e incitan sus imágenes, como ex-presión de la voluntad de un pueblo, voluntad cuyo alcance humano rebasa los límites de su propia significación nacional.

La Unión Soviética, que ante el asombro mudo de Occidente ha puesto en pie el valor decisivo de la voluntad humana arrollando los mitos y fetichismos de una ideología senil, a través de su cinema, de su teatro y de su cartel político, enseña al universo los principios fundamentales del nuevo realismo: "De todos los caudales preciosos que existen en el mundo el más precioso y decisivo es el hombre" (Stalin). Y, en efecto, a través del arte soviético el hombre es redes-cubierto. Ya no se trata de ese hombre puro, indeterminado, que vaga por el mundo sonámbulo de la metafísica, sino el hombre real en su densidad concreta, ese hombre nuevo que va por la calle ancha de la historia abriendo paso a su propio destino...

La historia del cartel soviético relata las incidencias de la gesta más emocionante y trascendental de los tiempos modernos: el camino heroico y abnegado hacia una humanidad libre.

Quienes escudándose en esa "imparcialidad", tan característica en los espíritus desarraigados, acusan de estrechez plástica a la producción soviética de carteles, deberán tener en cuenta, a más de las fuertes razones apuntadas, el complejo psicológico de legítima autodefensa del pueblo ruso, de sus intelectuales y de sus artistas, ante la actitud de la "inteligencia" europea que cerró el cerco de fuego con que el capitalismo internacional quiso aniquilar su gran gesta humana, negándole el acceso a la comunión universal en los valores de la cultura.

Sin embargo la repercusión de las nuevas formas soviéticas se ha dejado sentir en el mundo de la publicidad. Cuando los artistas publicitarios, empujados por la necesidad de su servidumbre capitalista han tenido que renovar sus formas en una expresión más severa, concreta y directa, se han visto obligados a beber en el realismo soviético. Aparte de otros muchos aspectos en que el arte occidental acusa esta influencia (cinema, fotografía, escenografía), el último renacimiento del cartel europeo, sobre la base principal de la utilización de la imagen fotográfica, no hubiera sido posible sin la experiencia soviética. El cartel fotográfico es una pura creación de la Rusia bolchevique. Pero la superioridad técnica de los países capitalistas en el terreno de las artes gráficas, han desarrollado a un nivel superior, si no el sentido humano, los valores formales de esta realización.

Además de esto, todo intento de publicidad política de los fascismos alemán e italiano —con las naturales restricciones impuestas por una total contradicción en la situación histórica— se basan en el modelo soviético de propaganda de masas.

...

Es conveniente no olvidar, so pena de caer en una apreciación antidialéctica y reaccionaria, que el desarrollo del cartel político no niega los valores de la experiencia técnica y psicotécnica del cartel comercial, cuyo valor esencial debemos incorporar directamente a nuestra experiencia.

Pero desde el punto de vista de la función social de las formas de expresión del nuevo realismo publicitario, el cartel comercial está demasiado imbuido por la influencia del arte abstracto de los últimos tiempos para que sobreestimemos su valor.

Incluso en la etapa en que la crisis económica del capitalismo empuja las formas publicitarias hacia una concreción más directa de la realidad, el cartel desarrolla un sedicente realismo, pragmático y unilateral, que se apoya fundamentalmente en los conceptos y formas de la especulación abstracta.

En aquellos países donde el cartel comercial alcanzó una plenitud histórica y una madurez plástica, la inercia de las formas publicitarias continuará durante mucho tiempo como un lastre que lentifique el camino realista del cartel, en su función ante las nuevas necesidades históricas. Pero quizás esa misma falta de madurez del cartel comercial en España favorezca, de momento, el desarrollo del cartel político. El magnífico ejemplo de la Unión Soviética nos demuestra cómo en un país sin tradición publicitaria alguna, sobre la base de nuevas condiciones sociales, es posible desarrollar con entera personalidad un arte público de nuevo sentido humano.

En los años azarosos que precedieron la actual situación de guerra, y a pesar de que el advenimiento de la República española había puesto ya en juego circunstancias sociales de excepcional valor en la vida nacional, muy pocos eran los artistas —y menos aún los publicitarios— que sintieran las inquietudes de revolución, las condiciones políticas y sociales que se iban gestando a su alrededor, en el seno de las masas populares, y como consecuencia de esto, la preocupación por la nueva función que como artista le correspondería en esta España que caminaba ya hacia su profunda renovación histórica.

El 18 de julio de 1936 sorprendió a la mayoría de los artistas, como vulgarmente suele decirse, en camiseta. El cartelista se encuentra, de pronto, ante nuevos motivos, que rompiendo la vacía rutina de la publicidad burguesa, trastornan esencialmente su función profesional. Ya no se trata, indudablemente, de anunciar un específico o un licor. La guerra no es una marca de automóviles. Pero la demanda de carteles aumenta considerablemente. Los cartelistas se incorporan rápidamente a su nueva función y a los ocho días de estallado el movimiento vibraban ya los muros de las ciudades con los colores publicitarios. Las fórmulas plásticas de la publicidad comercial al servicio de las agencias y de las empresas, encontró una fácil adaptación a los motivos de la revolución y de la guerra.

El cartelista se encuentra ante la complejidad gigantesca de la inesperada situación que le plantea la guerra, la cual, mediatizando su sensibilidad, le pone en la coyuntura de integrar la nueva emoción en su arte a través de un proceso lento, incrustado en la febril actividad inmediata, sin pararse a renovar sus procedimientos y formas de expresión, sobre la marcha de una situación que le llama insistentemente, que necesita todas sus horas.

Pero aun teniendo en cuenta esta realidad elemental, el ritmo de liquidación y de adaptación, ahora, a los diez meses de guerra, deja mucho que desear en cuanto a la calidad y al sentido de la producción de carteles.

Los carteles de hoy son los mismos de hace ocho meses, de hace dos años, cuando no peores en su volumen general, a causa de la considerable afluencia de "espontáneos" y "amateurs" de toda ley. Vemos cómo, de entre el montón de lo informe, los mejores cartelistas siguen creando esos hermosos y falsos carteles de feria, de exposición de bellas artes o de perfumería, cuya inercia normativa pone de relieve la desproporción inmensa entre la obra producida y la realidad en cuyo nombre se pretende hablar. El juego de los colores sigue el tópico decorativista de los mejores tiempos de frivolidad.

Pero donde se acusa con mayor evidencia el lastre de los viejos recursos de la publicidad burguesa es en su impotencia expresiva para la exaltación de los valores humanos. La condición y el gesto del héroe antifascista, del campesino y de la mujer del pueblo, pierden su calidad, su dramatismo humano, estereotipados y yertos entre la barahúnda anodina de tanto convencionalismo.

En el dominio de los elementos expresivos, la plétora de simbolismos y de representaciones genéricas ahoga la memoria de la realidad viva, atrofia la eficacia popular de nuestro cartel de guerra...

La grandiosidad humana de nuestra causa espera aún, cuanto menos, el gesto de voluntad de esa minoría que registre y recoja la emoción profunda y patética de esta hora española.

Las condiciones sociales del cartel comercial han sido ya superadas por nuestro momento histórico. El viejo artilugio capitalista ha sido descoyuntado por la victoria inicial del pueblo contra el intento fascista. Las condiciones positivas para una nueva era de creación artística están ya planteadas con perspectivas sin límites. La necesidad social del cartel se da y se justifica plenamente por ese crecimiento prodigioso, sin antecedentes en circunstancias semejantes.

El cartel, por su naturaleza esencial y sobre la base de su liberación definitiva de la esclavitud capitalista, puede y debe ser la potente palanca del nuevo realismo en su misión de transformar las condiciones, en el orden histórico y social, para la creación de una nueva España. Su objetivo fundamental e inmediato debe ser el incitar el desarrollo de ese hombre nuevo que emerge ya de las trincheras de la lucha antifascista, a través del estímulo emocional de una plástica superior de contenido humano.

En el profundo trance de creación en que está colocado nuestro pueblo, y teniendo en cuenta las condiciones especialísimas y casi vírgenes de la tradición plástica española, estoy plenamente convencido que quizás el cartel político encuentre aquí la coyuntura más feliz para su revalorización superlativa, dentro del cuadro universal del nuevo realismo humano.

Nuestro cartel político debe desarrollar la herencia del realismo español

Dentro del cuadro universal del arte, considerado en su conjunto como un complejo orgánico de valores que se influencian e interfieren recíprocamente en juego dialéctico con los acontecimientos históricos, las formas particulares o nacionales del arte, contienen en su condición biológica de desarrollo una cierta autonomía. A través de este proceso orgánico las formas del arte crecen, se transforman y envejecen.

La revolución plástica del Renacimiento italiano nació como negación del goticismo, con el impulso vivificador de liquidar el peso muerto de un formalismo estático que asfixiaba el desarrollo del arte. Pero a pesar de lo que significa la experiencia renacentista en cuanto al enriquecimiento de los valores plásticos y en cuanto a la liberación del artista de la estrecha servidumbre feudal, el propósito humano del primer impulso —estimulado por las corrientes universalistas del humanismo y por el desarrollo creciente de las ciencias naturales— apaga su ímpetu inicial y naufraga en las aguas turbulentas de la época.

El Renacimiento vino a morir en su antítesis misma. Canalizado su desarrollo sobre una fuerte tendencia hacia una estética normativa, fue desangrando los valores humanos que llevaba en suspensión. Y el hombre se ahoga en esta idolatría neopagana hacia la belleza absoluta, que, conduciendo al arte a los terrenos preceptivos e idealistas, lo desarraiga lentamente de la realidad humana.

Volviendo al ejemplo de vitalidad más reciente y significativa, el arte abstracto francés es el resultado típico de una forma particular del arte en su etapa de madurez y consecuencia última, producto de una accidentada elaboración histórica, que arranca del realismo francés del pasado siglo. (Chardin, Courbet, etc,...). A través de este proceso de singular fecundidad creadora, el realismo francés ha desangrado sus valores en una prodigiosa in-quietud dialéctica hacia nuevas formas. Y así en el arte abstracto de última hora se hallan contenidos espigados y agotados ya los antecedentes del realismo y del impresionismo francés.

Pero en España, nuestra mejor tradición plástica está intacta aun, virgen en la frescura de sus formas y en el sentido histórico de su condición nacional. Si el sentido actualísimo que a la palabra realismo confieren los nuevos tiempos tuviera poder retroactivo, ninguna tendencia, dentro de la evolución artística universal, tendría más legitimo derecho a la palabra que esta pintura española del XVII.

El camino de la nueva plástica realista debe apoyarse en el sentido universalista y humano de su contenido, y, por otra parte, en lo más genuinamente nacional y particular de sus formas de expresión. Enrique Lafuente, en su magistral estudio sobre la pintura española del XVII, centra exactamente el valor universal y la profunda raigambre española de nuestro realismo: "Situándose en el polo opuesto del ideal clásico, la pintura española del XVII se propone, como fin último, la exaltación del valor "individuo". Si en-tendemos esto así y admitimos la licitud de tal posición en el arte, veremos como muchos de los reproches que se han hecho al arte español por una crítica que ha estado hasta nuestros días más o menos empapada de un fofo academicismo, no se refieren sino al desenvolvimiento lógico de su inconsciente credo estético. Para esto carecen de valor alguno las distinciones entre agradable y des-agradable, bello o feo. No quiere decir que puedan nunca desaparecer estos valores como categorías estéticas relativas, sino que el objeto y fin último del gran arte castizo español está por encima de estas concesiones a una estética normativa. En esta "salvación del individuo", supremo fin que han propuesto a su arte los gran-des pinceles españoles, nuestros pintores acogen con igual gesto —de una democracia trascendental- a las pálidas reinas como a los monstruosos enanos, a los mártires ensangrentados como a los de-votos ascetas, a los bellos niños sonrientes como a los monstruos teratológicos. No se insiste quizás bastante en la trascendencia que tiene como actitud vital ante el mundo esta aceptación libre y plena de la autonomía de todos los seres, de su derecho a la inmortalidad y a la perduración en la obra de arte.

Los mártires y apóstoles de Ribera, los monjes de Zurbarán, los cortesanos o los idiotas de Velázquez están en sus lienzos para hacernos sentir su eternidad de criaturas, su insobornable autonomía espiritual, el derecho perenne a su propio yo y a su definitiva salvación personal.

Si comprendemos con qué gran problema toparon inconscientemente nuestros más grandes pintores, habremos de sonreía con toda autoridad ante los que se lamentan de que los profetas de Ribera o los bufones de Velázquez no sean demasiados bonitos.

Y hasta qué punto este criterio es el decisivo para juzgar la pintura española lo observamos viendo que en nuestra gran es-cuela del XVII los valores absolutos y definitivos que atribuimos a los diversos maestros tienen una correlación con la distancia a que se encuentra su estática personal de este principio estético de la escuela; los valores más firmes, los que nos parecen más universales, precisamente por más expresivos del credo nacional, son aquellos en cuya obra se da con caracteres más claros este realismo individualizador y, por el contrario, aquellos cuya obra está más cerca de los ideales de belleza, de arte grato o amable, del logro de tipos definitivos quedan, sin duda, en un relativo segundo plano para una estimación desapasionada". (Historia del Arte, Labor, tomo XII).

Es en Velázquez donde este realismo español alcanza la meta superior de su expresión humana. La paleta del artista se deslíe con emoción contenida en la realidad circundante. Velázquez es el pintor más profundamente español, y a través de la ambición cósmica que emana de su arte, el más universal de su época. A través de su verbo espontáneo, la entraña popular española que vibra como condición suprema en toda nuestra plástica realista, se recrea al sentirse reflejada. El profundo proceso de creación se realiza sobre la base del aniquilamiento de todo convencionalismo en los recursos de expresión, en la superación de los pálidos reflejos de la preceptiva renacentista importada de Italia, a través de un acercamiento franco, audaz y emocionado hacia las formas concretas de la realidad humana.

La copia que hizo Ramón Gaya de un fragmento de Las Meninas

He aquí la trascendental lección del realismo español, en su heroísmo de pintar y vivir sin soñar, con los ojos despiertos a la más leve palpitación, al más profundo sentido de la realidad.

A pesar de que se haya intentado valorar nuestra cultura realista como expresión del movimiento de la Contrarreforma frente a las corrientes humanistas que desarrolla la revolución burguesa contra el poderío feudal de la Iglesia, el movimiento plástico español desmiente brillantemente la pretendida contra-dicción. La pintura realista española, en la entraña misma de su valor humano, es el pie desnudo con que el humanismo renacentista pisa el terreno áspero y concreto de la realidad.

El valor humano de nuestra plástica realista del XVII tiene tal potencialidad, que su influjo rebasa la decadencia vital de los siglos subsiguientes y resucita en nosotros, artistas de una nueva historia, el atavismo ancestral de nuestra propia condición redescubierta. Y en esta hora de la verdad, en que los destinos de España están gravemente amenazados los genios de nuestro realismo emergen del pasado, y, como si quisieran estimular la lucha en que también su destino se ventila, nos ofrecen la cantera inmensa de nuestra tradición nacional.

Cuando el espectáculo de la defensa de nuestro tesoro artístico se multiplica y extiende en la noche iluminada por el fulgor siniestro de los incendiarios de la cultura, hasta convertirse en movimiento y signo de todo un pueblo, la significación humana del hecho desborda su importancia material y política. La coincidencia del artista, del miliciano, del trabajador, del campesino en un impulso espontáneo por salvar los materiales de nuestra herencia, sella la voluntad trascendental del pueblo español hacia un nuevo destino de su vida y de su cultura.

Los valores de nuestro pasado histórico no pueden continuar por más tiempo condenados a la estrechez de los museos, entre las manos del eruditismo profesional. El arte no es patrimonio exclusivo de las ideologías muertas. Su dinamismo vital no puede realizarse al margen de las relaciones sociales, de las fuerzas productivas de la humanidad. Considerado en su desarrollo histórico, el arte no puede enriquecerse ni desarrollarse si no es continuamente renovado y superado.

Por las razones que he intentado desarrollar a través del presente ensayo y por ciertas intuiciones y esperanzas en la singular condición plástica del pueblo español, adivino las circunstancias exactas para la incorporación de nuestro cartel político, a pesar de su nada defendible situación actual, al plano de la gran experiencia artística de nuestro tiempo. El cartel de la nueva España, al conquistar su herencia histórica y desarrollar los valores tradicionales por los cauces del nuevo realismo, alcanzará la categoría indiscutible de creación artística con la dignidad que implica el pleno ejercicio de una misión social e históricamente necesaria.

La servil frivolidad y el frío utilitarismo, caracteres tan típicos en el arte publicitario capitalista, no pueden representar para los cartelistas españoles —voceros de una causa inédita en su profundidad humana y grandeza histórica— precedente genérico y desvalorizador, sino simple episodio históricamente fatal en la fenomenología de los caracteres sociales de un hecho artístico contemporáneo.

Y si concebimos el cartel como posible recipiente de un impulso nuevo de creación, nuestra voluntad debe enfrentarse audazmente, con plena emoción de la necesidad humana y social de que somos responsables, ante el caudal ingente del mundo que se abre ante nosotros.

Valencia, 1937


2) Josep Renau

Función social del cartel publicitario (fragmento). Hacia un nuevo realismo

(NUEVA CULTURA, n.° 3, Valencia, mayo de 1937)

Al abordar la cuestión del porvenir del cartel, debemos referir el razonamiento o el presagio a las puras bases ideológicas que emanan de la misión del arte en general en el cuadro de la realidad social de nuestros días. Sería torpe llegar a definiciones absolutas y rígidas, en un terreno concreto cualquiera, sobre lo que podrá ser el nuevo realismo que se presiente ya como inmanencia de una necesidad vital y urgente.

El nuevo realismo no podrá referirse nunca a la evocación de las escuelas o tendencias históricas que ligaban al artista a una servidumbre epidérmica al ambiente físico o anecdótico de la realidad exterior.

La significación actual de la palabra —excluyendo todo extremo formalista o normativo— implica esencialmente una posición nueva ante el mundo.

El impulso humano hacia el análisis de la realidad, cuando penetra en áreas superiores en el conocimiento de la misma, tiende como consecuencia natural a adoptar una posición activa ante el mundo, a influir en la realidad misma.

Y el complejo que produce esa potencia voluntaria a modificar las cosas, influyendo conscientemente en su proceso, forma el nervio vital del nuevo realismo, como superación histórica de las viejas tendencias humanistas.

El hombre en su presencia humana y activa, al margen de toda mitología o metafísica, es el protagonista absoluto, indiscutible y consciente de la nueva historia.

En el terreno del arte, el realismo nos plantea nuevamente el problema del hombre como problema central. Digo nueva-mente, porque la cuestión de la representación humana en el arte tiene, como es bien sabido, amplios antecedentes. Pero la cuestión de ahora rebasa en significación todos estos antecedentes históricos.

La vieja polémica entre lo formal y lo anecdótico, entre el arte de abstracción y el arte de representación, es un círculo vicioso o un callejón sin salida posible que no salva al hombre del estanque envenenado en que ha caído, ni en el caso de los que defienden la plástica representativa desde el punto de vista histórico-especulativo.

Es corriente hoy denominar a las artes plásticas como artes del espacio, y esta definición denuncia la unilateralidad en la concepción y el enrarecimiento de la ideología artística.

La fuerte tendencia hacia la abstracción en los últimos tiempos de la historia artística ha tenido como consecuencia el excluir el tiempo como elemento vital del mundo ideológico del artista.

Pero el tiempo es para el hombre como el aire que respira. El hombre, por más esfuerzos conceptuales que se haga, no puede concebirse en el espacio puro. En este ambiente es como la mariposa prendida con un alfiler, que acaba en polvo y se desvanece.

En efecto, a partir de Cézanne la representación humana va perdiendo sentido en el terreno de la expresión artística. El hombre se va transformando paulatinamente en materia y pretexto, para la simple meditación analítica en las formas plásticas.

En el Cubismo, etapa en que la abstracción de las formas alcanza el extremo máximo, el hombre se funde con las cosas, y las cosas, a su vez, se desvanecen fuera del tiempo, perdiendo su densidad concreta.

Con el Surrealismo la representación humana aparece. Pero el espectáculo que ofrece tal intento de humanizar el arte, es sumamente deprimente: el Surrealismo no resucita al hombre, lo desentierra simplemente. El hombre surrealista es el cadáver que pasea cínicamente las lacras horrendas de su corrupción, con la insolencia frenética de un mundo que se resiste a seguir el destino implacable de su desaparición histórica.

En todo el arte contemporáneo no queda del hombre más que un fantasma que no se resigna a morir definitivamente.

La historia de la plástica moderna en esta etapa de la deshumanización, es la historia de la derrota del hombre sobre el intento de transmutar su condición humana en valores abstractos.

El artista, sonámbulo de la libertad en un ambiente cuajado de mitos y espejismos, quiso buscar de por sí y para sí la piedra filosofal de la vida.

Pero esta posición del arte, que erige sus valores como negación del propio mundo en que convive —sobreentendiendo el drama subjetivo del artista como coartada lógica para rehuir la convivencia con una realidad social pervertida y falsa—, no puede mantenerse por más tiempo, porque el subsuelo del ámbito social se estremece ya con profundo dinamismo, que aflora a la superficie, que resquebraja la superestructura yerta de la sociedad capitalista.

El hombre alza de nuevo su voluntad de ser ante la historia más potente y lleno de razón que nunca. El canto épico resuena de nuevo en el pecho de los pueblos que se alzan por su derecho a la vida y a la libertad, frente a la mascarada trágica de los imperialismos en agonía que oponen la fuerza bruta al libre desarrollo de la humanidad y de la historia, Los dolores del mundo han alumbrado a un hombre nuevo que emerge con potencia geológica, cargado de destino en su albur inmaculado. Y este hombre es el que nace cada día en las trincheras de la lucha contra la antihistoria, es el que cae desangrado sin más gloria ultraterrena que la de haber sentido correr la historia viva por sus venas.

Y caen verticalmente los mitos, las torres de marfil, ante la magnificencia de este drama humano de amor y de odio, de abnegación y menosprecio.

El artista queda perplejo ante la situación. El desconcierto produce en su ánimo un primer impulso de temor instintivo por la integridad de su individualidad, por los destinos del arte mismo. Pero el individualismo y el escepticismo están heridos de muerte, porque la dura experiencia le ha convencido de que el problema de la libertad es utópico e insoluble dentro del universo individual, que su solución plena implica una finalidad común y colectiva de todos quienes trabajan y luchan a su alrededor. Y comienza a abandonar su enrarecido reducto para incorporarse a la comunidad viril que le ofrece una aurora esplendorosa de fertilidad.

A través de la expresión social de este hecho, la posición nueva del intelectual, del artista, ante el mundo y ante la sociedad; su impulso creciente de solidaridad hacia sus semejantes explotados y oprimidos, no puede considerarse. veleidad sentimental, sino renacimiento que arranca de causas históricamente objetivas, en que los hombres se incorporan a un plano superior de convivencia y comunión en los valores universales de humanidad.

En esta fértil encrucijada en que se encuentran los hombres, llenos de experiencia y de impulso vital nuevos, surge en potencia toda la posibilidad para la aventura cósmica de una gran cultura que exprese al mundo en su acepción más elevada y suprema. El nuevo arte no puede cultivar lo que separa a los hombres, sino lo que les une.

En la dura etapa de lucha que nos queda aun por vencer, pintar, como escribir o pensar, debe ser ante todo un medio de establecer y consolidar la consubstanciación humana, la ligazón sanguínea y espiritual entre hermanos en dignidad y ambición.

Porque es siempre por el fondo humano de la convivencia social, a través del pueblo, por donde el arte renueva sus fuer-zas y crea ante sí nuevas perspectivas de desarrollo. Porque lo individual no alumbra plenamente su sentido si no se incorpora al plano de lo universal. 0 concretando el concepto en su sentido activo: "Siendo lo más individual posible es como mejor se sirve a la comunidad" (Gide).

Servidumbre del artista

La contemporaneidad de una obra de arte reside en su sincrónica exactitud con el tiempo que transcurre, en la coincidencia dialéctica entre la materialidad creada y la necesidad inmanente del momento histórico.

Decía André Malraux en su discurso de clausura del primer Congreso Internacional de la "Association des Ecrivains pour la Défense de la Culture", celebrado en París:

"Cuando un artista de la Edad Media esculpía un crucifijo, cuando un escultor egipcio esculpía los rostros de los dobles funerarios, creaban objetos que podemos considerar como fetiches o figuras sagradas, porque no pensaban en objetos de arte. No hubieran podido concebir que se los tomara como tales. Un crucifijo estaba allí representando a Cristo, el doble representando a un muerto. Y la idea de que un día se pudiera reunirlas en un mismo museo, para estudiar sus volúmenes o sus líneas, la hubieran concebido únicamente como una profanación.

Toda obra de arte se crea para satisfacer una necesidad, una necesidad que es lo bastante apasionada para que le demos nacimiento."

Renau. Mujer desnuda. 1929

La influencia impositiva de la necesidad social sobre el artista se realiza fatalmente a través de los más diversos procesos.

Sin caer en la apreciación elemental y esquemática de atribuir a toda gran época del arte una función de pura propaganda política, ¿es que podemos acaso negar la servidumbre del artista asirio, helénico, medieval o renacentista a unas necesidades religiosas o sociales impuestas por el medio histórico? ¿O es que vamos a sobreestimar como valor en el arte las condiciones de aparente libertad de aquellas servidumbres que se realizan a través de un proceso más complejo, multilateral, indirecto o subrepticio a causa de la falta de ideal común en las épocas de descomposición histórica...?

La independencia incondicionada, la libertad absoluta de creación del artista, no dejan de ser pura mitología de teóricos idealistas.

El desarrollo de las pretendidas formas puras del arte —que es donde se da con más fuerza esa apariencia de libertad absoluta de creación— se realiza en detrimento evidente de los valores positivos y humanos de una época, sobre la base de un divorcio cada vez más profundo entre el artista y la colectividad. Y es indudable que la ausencia de paralelismo y armonía entre el arte y la sociedad en que convive, el divorcio entre el artista y el pueblo — elemento vital y primario de toda creación— limitan su libertad, coartan su capacidad creativa. La función del arte pierde su condición de universalidad y su ejercicio degenera en puro diletantismo, en estrecha servidumbre a un engranaje especial de minorías selectas.

La conformidad con esta situación y la ausencia de actividad defensiva, que se expresan en una actitud contemplativa y desdeñosa de la realidad humana en el artista puro, también es, en el fondo, una forma indirecta de servidumbre.

Las contradicciones internas que arrastra el capitalismo en su desarrollo, el desaforado individualismo en que basa su dominio social, han condenado al artista a la disyuntiva terrible —que niega automáticamente todo principio de comunión humana en la libertad— de someterse como esclavo incondicional o errar como perro sin dueño en el río revuelto de la descomposición histórica más profunda que conocieron los siglos.

Tal es la actual condición del artista publicitario y la del paradójicamente llamado puro, encadenados en una común, aunque distinta servidumbre, castrados de su función humana, al margen del desarrollo vivo de la sociedad.

Los artistas comienzan ya a meditar sobre este hecho inquietante. Paul Valery, que a este respecto no puede sernos sospechoso, defiende la legitimidad estética del poema de encargo. Y aunque esta defensa se realiza en el plano unilateral de la pura especulación idealista, coincidiendo con la actual coyuntura de transmutación de los valores para una nueva servidumbre humana del arte, no deja de ser altamente significativa.

En el caso concreto de España, es curioso contemplar cómo el hecho violento de la guerra despierta al artista de su inerte letargo.

Pero el arte, en las líneas generales de su perfil histórico, se debate aún, con el espejismo mental de su libertad absoluta, en el sombrío laberinto, sin encontrar la salida, la luz de su función humana.

Y es preciso que Heracles, el trabajador de innumerables tareas, venga en su auxilio, venciendo al odioso Cervero que guarda la salida.

La necesaria transformación de los valores, en el camino del arte hacia el nuevo realismo, implica para el artista, como individuo, además de su incorporación ala sociedad, la conquista definitiva de su libertad sobre un grado de conciencia en su misión social e histórica jamás alcanzado ni previsto.

A través de esta valoración humana, el artista puede entregarse al pleno ejercicio de una libertad de creación que no tiene otros límites que los de la servidumbre que esa conciencia histórica y social le imponga.

De toda auténtica obra de arte emana algo superior que va más allá, en su elocuencia cósmica, de la satisfacción momentánea de una necesidad histórica determinada. Y esto, que no puede ser objeto de una definición concreta, abre la puerta grande a la nueva servidumbre del artista y extiende hasta extremos ilimitados el alcance de su misión.

...

Dentro de la dirección general, en la servidumbre a las formas de la vida, la necesidad histórica influye con diversa intensidad en las diferentes zonas o funciones del arte.

El cartelista tiene en su función una finalidad distinta a la puramente emocional del artista libre (*). El cartelista es el artista de la libertad disciplinada, de la libertad condicionada a exigencias objetivas, es decir, exteriores a su voluntad individual. Tiene la misión específica —frecuentemente fuera de su voluntad electiva— de plantear o resolver en el ánimo de las masas problemas de lógica concreta.

El cartel, considerado como tal, subsistirá mientras existan hechos que justifiquen su necesidad y eficacia. Y, con mucha más razón, mientras estos hechos vivos y actuales respondan a necesidades sociales de incuestionable urgencia, necesitarán siempre del artista —artista especial si se quiere— para propagarlas y reforzar su proceso de realización en la conciencia de las masas.

Las circunstancias de guerra y revolución, aun en lo que significan como causas de transformación humana del cartelista y de su misión social, no cambian para nada su condición funcional.

Por eso, en el artista que hace carteles, la simple cuestión del desahogo de la propia sensibilidad y emoción no es lícita ni prácticamente realizable, si no es a través de esa servidumbre objetiva, de ese movimiento continuamente reno-vado de la ósmosis emocional entre el individuo creador y las masas, motivo de su relación y función inmediatas.

(*) Acepto esta denominación convencional como medio de diferenciar su función de la del artista publicitario, más directa y concreta de las actuales circunstancias. La determinación específica del artista libre no tiene objeto alguno en este ensayo.

Este texto fue leído en diciembre de 1936 en la Universitat de Valencia y dio origen a la polémica con Ramón Gaya.


3) Ramón Gaya.

La polémica en Hora de España. Carta de un pintor a un cartelista (*)

  ... Sí, le prometo ser breve, y para ello sólo necesito que usted me entienda el lenguaje un poco... casero, con que quiero escribirle, porque ya sabe que a cambio de no ser siempre el más exacto y legal, es, sin duda alguna, el más expresivo.

Nuestra Guerra Civil tuvo y tiene a prueba todavía, no solamente al cartelista, sino al propio cartel. Y por eso, por no consistir ya tan sólo la cuestión en la calidad artística del cartel, sino por ser el cartel mismo quien se ha vuelto cuestión, es por lo que nos preocupa el problema tanto.

Desde hace varios meses asistimos a esa rápida aparición y desaparición de innumerables carteles de guerra. Sin embargo, nada hemos visto, o casi nada, es decir, nada. ¿Por qué? En España hay, había muy buenos pintores de carteles. Todos recordamos carteles magníficos de dibujantes vivos, actuales, jóvenes. Pero ahora, los mismos cartelistas, con la guerra y en la guerra, no han sabido acertar. No acertó nadie porque nadie supo entrever que ahora no se trataba ya de anunciar nada. Y eso es lo que han hecho los mejores: anuncios, puros anuncios. Pero, ¿qué es lo que se anunciaba? ¿Un batallón? Un batallón no es un específico ni un licor. Un batallón no puede anunciarse; la guerra no es una marca de automóvil. La misión del cartel dentro de la guerra no es anunciar, sino decir, decir cosas, cosas emocionadas, emocionadas más que emocionantes. Por eso hasta los mejores cartelistas se han equivocado ahora; se han equivocado por-que nunca se les pidió más que eficacia, cálculo, inteligencia, hasta el punto de dejar que olvidasen aquello que, en cambio, tanto se pide al pintor, al músico, al poeta total, es decir, el alma, el sentir. De tanto perfeccionarse en la frialdad y en la sequedad, cuando los cartelistas necesitaron decir cosas, es más decir cosas humanas, no les obedeció la voz. Se les había condenado siempre al silencio, se les tenía limitados a un silencio decorativo, a un silencio con adornos y buen gusta, se les negó siempre el ímpetu, el impulso, la expresión, es decir, se les tenía prohibida la intimidad, la personalidad más profunda. Por eso, ante un tema como la guerra es natural que se encontraran desconcertados. La guerra no era ya una marca sin interés para el cartelista, sino algo muy próximo, algo que le rozaba en el cuerpo mismo, en la misma vida, en las ideas, algo que llamaba furiosamente a sus propios sentimientos de hombre. Los más inteligentes y honrados tuvieron que comprender que todo, absolutamente todo lo aprendido de nada les servía. El cartel de la guerra y en la guerra no puede estar hecho con fórmula y cálculo; por eso yo me atrevería a defender —y hasta aconsejar— un cartel que, necesitando aquí definirlo de algún modo para poder nombrarlo, tendré que decir cartel-pintura. No, no se alarme; me figuro su sobresalto al leer esas dos palabras enlazadas, pero no; ya comprenderá usted que no es un Ruano Llopis lo que yo defiendo, sino un cartel en donde lo emocional pueda tener todo su temblor. Y ese temblor ya usted mismo sabe que no habita en la tinta plana, ni en el odioso sombreado mecánico, ni en ninguno de los hábiles trucos de cartel, sino en la mano, en la mano desnuda, en el brazo verdadero. Nunca puede satisfacer el demasiado artificio; pero hay momentos terribles, momentos descarnados, trágicos, en que el artificio pierde ya totalmente sus derechos o su disculpa. El artífice no es de ningún modo el artista, como suelen creer algunos. Artista es lo contrario precisamente; el artista desnuda, aclara, hace más transparente la Historia, mientras el artífice cubre y es-conde con adornos aquello que tratábamos de ver. Por eso el artífice cubre y tiene gran mérito cuando vive dentro de un instante hueco, porque entonces se le agradece esa gracia en taponar el vacío.

No, no se precipite; le ruego que no vaya más allá de lo que está leyendo. Piensa usted que yo quiero hacer aquí una crítica del cartelista, pero se equivoca. Lo que critico, o sea, lo que lamento en ese mundo sumamente práctico y bruto que, escudándose en exigencias comerciales o industriales —aunque sospecho que no existen más exigencias que las de satisfacer un mal gusto propio de esas gentes— les ha llevado hacia esa perfección fría y parada que sufren ustedes. Pero el pueblo y la guerra merecen —y piden, sin ellos mismos saber que lo piden— otra manera de cartel. Si yo le escribo es porque me parece haber encontrado esa 'manera", aunque esto no significa que disponga también de la fórmula para conseguir buena calidad artística, fórmula que todos ignoramos, entre otros muchos motivos, créame usted, porque no existe.

A usted quizá le parezca extraño que no deje esta carta para más tarde, cuando nuestro vivir tenga mayor paz. Y no, no debo dejarlo para entonces, porque todos tenemos la necesidad y la prisa de un cartel fuerte. Ha de salir dentro de la guerra, aquí y ahora. El gran cuadro, la gran novela, y has-ta quizá el gran poema de todo esto surgirá después, mucho después, todos lo sabemos, pero no puede suceder así con el cartel —como tampoco con el romance, en el terreno poético—, ya que el cartel no tiene nunca un tono de elegía, sino de presente, de presente quemándose.

El cartel que yo pienso —dejando a un lado toda calidad y refiriéndome aquí únicamente a la manera de hacer— lo hubieran pintado, naturalmente, Goya en España, y Delacroix o Daumier en Francia. No, Solana ya no, porque Solana es Goya, sí, pero Goya inmóvil. En cuanto a Goya mismo no tengo la menor duda y ya dije en otra parte que "Los fusilamientos" no me parecían un cuadro, sino un genial cartelón.

La copia que hizo Ramón Gaya de "Los fusilamientos del 3 de mayo"

También he pensado en el fotomontaje y en el cartel de letras solas, pero me parecen dos falsas soluciones, ya que eludir y esquivar un problema, para una conciencia verdadera, no es resolverlo. Cuando más, el fotomontaje —si está muy bien utilizado— creo que puede servir para nuestra propaganda en el extranjero, porque allí lo que necesitamos llevar son pruebas, testimonios. Dentro o fuera de España nuestro trabajo es muy distinto; allí lo que se necesita es convencer, o sea, vencer derrotar a los que dudan, mientras que aquí lo que ha de lograrse es expresar, decir, levantar, encender aquello que habita ya de antemano en las gentes. Y esto sólo lo puede conseguir—o intentar— el arte libre, auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico y eficaz, ya que el arte todo, no solamente nos sirve —eficaz y práctico— para comprender la Historia, sino el propio presente, puesto que todo, absolutamente todo lo que no es el arte mismo —el trabajo, el placer, la salud—, es, claro está, puro vivir, mientras que el arte es el resultado de la vida, es el resultado de ese vivir.

Y nada más. Dígame lo que piensa usted de mi hallazgo, y escríbame, aunque yo preferiría encontrar su contestación a mi carta en los muros mismos, en las paredes, que es donde está planteado el problema.

Ramón Gaya.


4) Josep Renau

Contestación a Ramón Gaya (**)

Escribió Ramón Gaya en estas mismas páginas una emocionada carta de un pintor a un cartelista, que suscribo en cuanto se refiere a la crítica de los carteles de guerra que encienden de colores —quizás con excesiva exuberancia— nuestras calles y plazas. Destaca Gaya, con certero sentido crítico, la superficialidad y bajo nivel de eficacia emotiva en nuestros carteles de guerra. No responden éstos, ni mucho menos, a la intensidad del momento que vivimos. De acuerdo con la apreciación del hecho.

Pero comienzo a discrepar cuando, en el desarrollo del razonamiento crítico, aborda Gaya el sentido causal de estos hechos, y concreta, como consecuencia, una sutil conclusión, cuyo alcance, dentro de la intención práctica que encierra, llevaría a nuestros cartelistas a un confusionismo peligroso.

Es indudable que la situación creada por la guerra, pone al cartelista ante nuevos motivos que, rompiendo con la vacía rutina de la publicidad burguesa, trastornan esencialmente su función profesional. Ya no se trata de anunciar un específico ni un licor: Ni la guerra es una marca de automóviles. De acuerdo. Pero es sumamente extraño que el compañero Gaya escamotee de pronto los factores reales del problema planteado cuando insinúa que el único medio de acabar con esa odiosa preocupación por la eficacia, el cálculo, la frialdad mecánica en el cartel, podría hallarse a través del ejercicio del "arte libre, auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico ni eficaz".

La contradicción es evidente, y la confusión entre la función específica del artista libre y del cartelista, punto de partida del error, destaca aquí netamente como causa de la propia contradicción.

Desde el punto de vista de la pura apreciación estética, cosa difícil es determinar el punto donde acaba el cuadro y comienza el cartel. Pero enfocada la cuestión desde ángulo distinto, tomando como base la función social o finalidad que cada cual realiza, puede hallarse la diferencia, si no el límite exacto. Debo señalar, para no caer en el propio error que critico, que no es mi intento sentar definiciones sobre la naturaleza del arte, sobreentendiendo que el arte y la cultura en general tienen en inmanencia y deben tener en conciencia un contenido político y una función social, en el alto sentido de la palabra.

Limito el alcance de estas breves líneas a dos cuestiones capitales: asentar claramente, en cuanto a sus derivaciones prácticas, la diferencia entre el cartelista y el artista libre y a reivindicar ciertos valores técnicos, con los cuales, no comprendo con qué fin, ha hecho tabla rasa el compañero Gaya. El cartelista tiene impuesta en su función social una finalidad distinta a la puramente emocional del artista libre. El cartelista es el artista de la libertad disciplinaria, de la libertad condicionada a exigencias objetivas, es decir, exteriores a su voluntad individual. Tiene la misión específica —frecuentemente fuera de su voluntad electiva— de plantear o resolver en el ánimo de las masas problemas de lógica concreta. El cartel de propaganda, considerado como tal, existirá y subsistirá mientras existan hechos que justifiquen su necesidad y eficacia. Y mientras estos hechos vivos y actuales —necesidad de mando único en el ejército, de respeto a la pequeña propiedad, de intensificar la producción en el campo, etc.—, respondan a necesidades sociales de incuestionable urgencia, necesitarán siempre del artista —artista especial si se quiere— para propagarlas y reforzar su proceso de realización en la conciencia de las masas.

Las circunstancias de guerra o de revolución, aún en lo que significan como causas de transformación humana del cartelista y de su misión social, no cambian para nada su condición funcional.

Por eso, en el artista que hace carteles, la simple cuestión del desahogo de la propia sensibilidad y emoción, no es lícita ni prácticamente realizable si no es a través de esa servidumbre objetiva, de ese movimiento continuamente reno-vado de la ósmosis emocional entre el individuo creador y las masas, motivo de su relación inmediata.

Por eso, el cartelista necesita de un concepto objetivo sobre las cosas, calcular profundamente sobre la eficacia de sus procedimientos expresivos y de una continua comprobación de su capacidad psicotécnica con relación a la naturaleza de las reacciones de la masa ante su arte.

A este respecto, el temblor de esa "mano desnuda" o de ese "brazo verdadero", cuya plena justificación y condición es el libre albedrío, mal podrían cumplir con la necesidad de servidumbre objetiva que se exige al cartelista.

En esta horas, abiertas a toda fecundación, la idea, la palabra pública, adquiere honda responsabilidad en el momento de abordar la cuestión práctica a que induce el razonamiento crítico. Porque hay ante nosotros extensos núcleos profesionalmente incipientes que necesitan, si no esperan —cuando nos oyen, cuando nos leen—, más que nuestra reacción interior ante su obra, nuestro consejo. Y en el terreno concreto de los problemas vivos como el que nos ocupa, es hoy menos lícito que nunca hacer del propio temperamento una teoría.

En estos momentos en que la guerra, lejos de circunscribirse a las líneas de fuego, tiene su repercusión dialéctica en el mundo subjetivo de tanto hombre que lucha sinceramente contra la parte negativa de su pasado, nadie tiene derecho a debilitar la voluntad de lucha de los artistas de la propaganda, subestimando la condición de su propia función social y política, planteando alegremente, en tajante disyuntiva, la necesidad de liquidar todo un pasado de experiencia artística —aunque ésta sea puramente técnica— como condición indispensable para incorporarse al nuevo orden que amanece.

El cartelista se encuentra, de pronto, ante la complejidad gigantesca de la inesperada situación que le plantea la guerra, que mediatizando momentáneamente su sensibilidad, le pone en la coyuntura de integrar la nueva emoción en su arte a través de un proceso lento, incrustado en la febril actividad inmediata, sin pararse a renovar sus procedimientos y recursos de expresión, sobre la marcha de una situación que le llama insistentemente, que necesita todas sus horas.

No es justo, para dar salida a un juicio crítico cualquiera, negar categoría humana a ciertos valores de la técnica, apenas vislumbrados aún por nosotros en su madurez conseguida a través de una larga evolución de la experiencia plástica en la historia. El profundo valor expresivo de la tinta plana ya se hizo patente a través de las realizaciones plásticas de Picasso y los cubistas, y en cuanto a la utilización del elemento fotográfico, la práctica del Dadaísmo y de ciertos surrealistas se encarga-ron de afirmar —a más de esa "utilitariedad fría y documental para la propaganda en el extranjero", a que lo reduce Gaya—su valor emocional y dramático hasta extremos quizás no igualados por los medios tradicionales de la expresión.

Con poco que se extreme esta tendencia puede caerse en peligrosa analogía con las tesis, bien caracterizadas políticamente, de ciertos "intelectuales" que luchan contra el maquinismo, contra el desarrollo de la técnica, para remediar los males que bajo el régimen capitalista siembra toda super-producción.

Jamás hay que confundir el valor de los medios técnicos con la equivocada —o nociva— utilización que de ellos pueda hacerse.

Ayer Goya, hoy John Heartfield. Aquél con su mano desnuda y éste con el pleno dominio de la complicada técnica del fotomontaje y hasta del "odioso" sombreado mecánico, son los dos artistas revolucionarios que han sabido llevar el hecho trágico de la guerra a la más alta expresión de la emotividad plástica.

Decir que el pueblo y la guerra merecen otra manera, in-tentando, además, definirla, me parece excesivo. Quizás más justo fuese decir: otro cartel. Y para conseguir lo que en el ánimo de todos es necesario, sólo a través de la depuración o purificación, y yo diría que hasta del perfeccionamiento de los medios técnicos más modernos, puede conseguirse.

Confiemos en la juventud de nuestra nueva España. Confiemos en que la sangre española, tan pródigamente derramada, ahogará todo el barroquismo superfluo y odioso, todo cartón o frivolidad en nuestro arte. Confiemos en que el fulgor ardiente de nuestra causa lo purificará todo. Y la guerra contra el fascismo tendrá sus carteles, como tiene sus héroes.

Esperémoslo y cooperemos con nuestro esfuerzo a que sea cuanto antes.

José Renau


5) Ramón Gaya

Contestación a José Renau (***)

Aunque me resulta un poco artificioso ahora, después de haber hablado largamente contigo, contestarte aquí, pienso que es necesario si nos atrevemos a suponer que ya tenemos un público en espera de desenlace.

Empezaré diciendo que tu carta me parece tan lejos de ser contestación a la publicada por mí en el primer número de esta revista, que quizá mi contestación más verdadera fuese publicar de nuevo la que publiqué. Sí, porque no le encuentro a tu carta relación profunda con la mía. Creo que estamos hablando de cosas diferentes. Pero seguiremos, porque este fenómeno parece ser que es fatal en cuanto dos personas pretenden discutir.

Creo que todo el mal consiste en que tú no contestas a lo que yo claramente decía, sino a lo que pensabas que no decía, que no llegaba a decir, o sea, pensaste que mi carta era un disimulado ataque a quien hace carteles, y nada tan lejos de mis intenciones, ya que en este caso —si este caso era posible en mí—, esa carta la hubiera dirigido, no a un cartelista, sino a otro pintor.

Dices tú: "El cartelista tiene impuesta en su función social una finalidad distinta a la puramente emocional del artista libre". Sí, es cierto, o mejor dicho, era y será cierto, porque mientras dure la guerra nadie me podrá convencer de esas "imposiciones". No, esa "servidumbre objetiva" del cartelista, que supones no entiendo ni comprendo, me es, por el contrario, completamente familiar, y hasta tal extremo, que gran parte de mi vida la he gastado —gastar no es de ningún modo perder—haciendo bocetos para una litografía de donde salen gran cantidad de etiquetas para los botes de tomate y melocotón. No, no se me ocultan los rigurosos compromisos, deberes, exigencias, obligaciones, a que está sometido un dibujante o cartelista. Pero yo pensaba, yo pienso que, precisamente, la guerra, eso que atañe a todos, había de levantar esas condenas. Sobre todo cuando la guerra era todavía Guerra Civil.

Tampoco ignoro que el cartelista trabaja, tiene que trabajar casi al dictado, pero eso sucede mayormente en lo que yo llamaría vida menor de la guerra, es decir, precisamente en esos temas que tú precisas —mando único, respeto a la pequeña propiedad, intensificación de los productos del campo—, o sea, en la parte práctica. Parte importantísima, claro, pero que no es la aludida por mí en la carta primera. Y al decir esto, no quiero que me confundas con un... idealista —por lo menos a la manera que esta palabra se suele entender—, ya que las realidades no solamente me son conocidas sino amadas. Lo que me pasa es que no sufro esa confusión y trabucación de esos tipos de gentes —intelectuales— que tanto se destacan por ahí, y que consisten sus dos corrientes distintas en pretender los unos que el espíritu puede resolver problemas prácticos, y los otros que lo práctico tiene mucho que hacer en el espíritu. No, no soy de los unos ni de los otros. El idealismo para el ideal, lo práctico para la práctica. Ni se puede ganar la guerra con un poema —porque el arte no es ni una herramienta, ni una ametralladora—, ni se puede, en vista de esto, inyectarle al arte un contenido político. Y fíjate que sólo digo político, ya que el social lo tuvo siempre, lo tiene siempre fatalmente, aunque sin él mismo saberlo, que es como debe tener el arte sus valores: ignorándolos.

El cartel de llamada a la lucha, que sepa inflamar la conciencia, la íntima responsabilidad de cada uno, es el que yo digo no haber visto. En mi carta sólo aludía a un cartel que hablase, no de la pequeña propiedad de este o aquel huertano, sino de la gran propiedad humana.

Y nada más, aunque sean muchos los puntos de disconformidad con tu carta, ya que para no enmarañarnos sólo quiera tratar aquí el tema de nuestro tropiezo en lo que tiene de más simple, desnudándolo de sus numerosas, sutiles complicaciones y derivaciones. Por ejemplo, sobre "El profundo valor expresivo de la tinta plana" en Picasso y los cubistas mucho me gustaría hablar— demostrando, claro es, lo que de camelo inteligente y divertido tuvo todo eso—, pero creo muy poco propicio el instante ya que me llevaría todo un ensayo, es decir, robaría demasiado tiempo presente. Y quiero terminar asegurándote que estás equivocado cuando dices, a propósito de mi carta, que "hoy es menos lícito que nunca hacer del propio temperamento una teoría", ya que el cartel que yo pido no es, de ningún modo, el que yo más puedo hacer, siendo suficiente recordar algunas cosas mías para saber que si algo caracteriza mis acuarelas y cuadros no es nunca el dramatismo y la exaltación.

En fin, pienso, a pesar de todo, mi buen compañero, que venimos a estar conformes, o casi conformes, aunque no nos podamos entender.

Ramón Gaya


(*) En HORA DE ESPAÑA, Año 1, N° 1, Valencia, enero, 1937.

(**) En HORA DE ESPAÑA, Año 1, N° 2, Valencia, febrero, 1937.

(***)  En HORA DE ESPAÑA, Año 1, N° 3, Valencia, marzo, 1937.