La
polémica Renau-Gaya. La función social del cartel.
1) Josep Renau
Cartel comercial y cartel
político
El artista publicitario
de los países capitalistas ve circunscrito el campo de
su acción a un mero juego de ideas particulares, en el
cual es elemento capital esa especulación inteligente
que se desarrolló a expensas de la realidad,
convirtiéndolo paulatinamente en instrumento técnico de
toda falsificación, en ingenio de engañosos artificios.
Muchos profesionales
van notándose ya incómodos en el campo, cada vez más
estrecho, que las condiciones de su servidumbre le
imponen. La libertad de creación del artista está
condicionada a los intereses supremos del utilitarismo
capitalista. El acceso a las ideas superiores que emana
la realidad le está vedado. Y todo intento de creación,
en el sentido profundo de la palabra, queda truncado en
su base misma. La posibilidad de un realismo
publicitario de significación humana está en
contradicción con la práctica y fines de la "reclame"
burguesa.
Al utilizar aquí la
palabra realismo —cuyo sentido actual tendremos que
abordar más adelante- hacemos nuestra la consigna de
Daumier: "II faut étre de son temps", sintetizando en
ella la inquietud en potencia de toda la generación de
artistas que sienten hervir en su sangre los latidos de
los nuevos tiempos que comienzan.
Y es en esta
apreciación sobre el realismo donde se libra la
disyuntiva entre el cartel comercial y el cartel
político. Del uno al otro media un abismo. El viraje
realista en la publicidad no puede efectuarse con un
simple cambio en la servidumbre de las formas, sin que
esta afirmación excluya la necesidad de incorporar todos
los valores técnicos y funcionales de la experiencia
capitalista. El desarrollo del cartel político necesita
de circunstancias, más que distintas, diametralmente
opuestas. A más de ciertas condiciones generales en la
correlación y predominio de las clases sociales, cuyo
valor determinante es de orden capital, la posición del
cartelista, como artista y como hombre, ante la realidad
de los hechos sociales, el sentido de su apreciación del
fondo humano de la lucha de clases como motor dinámico
de todo cuanto acontece hoy en la tierra, es, a este
respecto, fundamental y decisivo.
Antes de Warhol, fue Renau
Pero la simple cuestión
de tomar partido, planteada en general, no puede
determinar de por sí la legitimidad de la función ni
dirigir por cauces positivos el impulso creador del
artista.
Si bien Moscú y Berlín
coinciden en el terreno común de atribuir una misión
política al cartel, la práctica publicitaria de ambos
países demuestra claramente aun prescindiendo de razones
ideológicas de valor incuestionable, la profunda
divergencia de sus caminos hacia un arte publicitario de
perfiles nuevos y personales.
El cartel político de
la Alemania fascista no es más que una avanzadilla del
cartel comercial, y no puede pretender otra cosa. La
ascensión del nacionalsocialismo al poder no ha
significado cambio alguno en la tradicional correlación
de los valores humanos y de las fuerzas sociales, sino
agudización extremada en los procedimientos capitalistas
de explotación del hombre por el hombre. En la Alemania
actual los Krupp, los Thyssen, etc., continúan la
sangrienta tradición de la hegemonía absoluta del
capital sobre los hombres...
El cartel político no
puede encontrar su pleno desarrollo, trazar las líneas
fundamentales de su personalidad en circunstancias
sociales donde el mayor volumen de la publicidad siga
correspondiendo a la iniciativa privada de las grandes y
pequeñas empresas capitalistas.
Cualquier excepción de
desarrollo del cartel político en semejantes
circunstancias, vivirá en sus líneas generales a
remolque de las formas predominantes. Porque la
coexistencia del cartel político y el cartel comercial
en pleno desarrollo, resulta un despropósito histórico,
una contradicción flagrante en la mecánica determinativa
del ambiente social sobre las formas de la cultura.
El cartel político en
los regímenes fascistas vive de precario, sin encontrar
el estímulo vital que independice sus formas del cuerpo
de la propaganda comercial.
Porque el propio
fascismo no es, en el fondo de su condición, más que un
gran cartel que pretende convencernos de las excelencias
de la mercancía averiada del capitalismo.
El cartel político
Cuando pensamos en el
cartel político, la imagen soviética aparece en nuestra
mente en un primer plano, que hace palidecer toda otra
categoría, antecedente o realización análoga.
El cartel soviético,
cualquiera que sea la apreciación estética que
individualmente nos merezca, es uno de los hechos más
prodigiosos y heroicos en la renovación de los valores
expresivos del arte.
En razonamientos
anteriores he intentado demostrar que el arte
especulativo es a la plástica publicitaria lo que la
investigación pura a las ciencias aplicadas; cómo las
formas y calidades abstractas del arte moderno son
absorbidas y transformadas, en la síntesis concreta de
su valor expresivo, al servicio de la función
representativa del cartel. Y en la última consecuencia
de este proceso dialéctico, hemos visto cómo el cartel
comercial ha apoyado su desarrollo sobre los valores más
inmediatos de la especulación plástica, cómo la fuerte
condición de la plástica francesa ha permitido la
universalización y popularización de sus valores a
través del cartel comercial.
Pero estos valores no
servían, como podrá fácilmente comprenderse, a los fines
del cartel soviético. De ahí que su evolución se haya
realizado con cierta independencia, en cuanto a sus
líneas generales.
La profunda voluntad de
renovación de los bolcheviques rusos, en la
circunstancia de su acceso al poder político, no contaba
con otra base inmediata en el terreno de la plástica que
la de ese academicismo decadente importado de Francia en
el siglo XIX por la sociedad zarista. Y como, por otra
parte, desde los tiempos hieráticos del arte bizantino,
la tradición rusa, en la gran plástica, quedó estancada,
al margen de las resonancias ulteriores de la evolución
artística universal, el cartel soviético, sin aliciente
histórico alguno, ha tenido que erigir sus valores sobre
la base inédita de su voluntad heroica, arrancando los
elementos de la realidad primaria e inmediata.
El cartel soviético,
expresión principal del arte en la URSS, es la
realización más seria hacia un arte público de masas,
sin demagogia plástica alguna en la sobriedad heroica de
sus formas. Su eficiencia social está informada por una
larga y dura experiencia de lucha.
En el terreno de la
función humana del arte, la Unión Soviética ha
reivindicado el papel subalterno del arte publicitario.
Porque en orden a los problemas que plantea la
construcción del socialismo, la necesidad social del
cartel es mucho más inmediata y urgente que la del arte
puramente emocional. El cartelista soviético comparte la
primera fila con el "Oudarnik", con el comisario, con el
ingeniero, en la tarea gigantesca de construir un mundo
nuevo.
Al margen de la pura
apreciación estética, el cartel soviético sólo puede ser
comprendido y valorado dentro de este ambiente épico que
reflejan e incitan sus imágenes, como ex-presión de la
voluntad de un pueblo, voluntad cuyo alcance humano
rebasa los límites de su propia significación nacional.
La Unión Soviética, que
ante el asombro mudo de Occidente ha puesto en pie el
valor decisivo de la voluntad humana arrollando los
mitos y fetichismos de una ideología senil, a través de
su cinema, de su teatro y de su cartel político, enseña
al universo los principios fundamentales del nuevo
realismo: "De todos los caudales preciosos que existen
en el mundo el más precioso y decisivo es el hombre" (Stalin).
Y, en efecto, a través del arte soviético el hombre es
redes-cubierto. Ya no se trata de ese hombre puro,
indeterminado, que vaga por el mundo sonámbulo de la
metafísica, sino el hombre real en su densidad concreta,
ese hombre nuevo que va por la calle ancha de la
historia abriendo paso a su propio destino...
La historia del cartel
soviético relata las incidencias de la gesta más
emocionante y trascendental de los tiempos modernos: el
camino heroico y abnegado hacia una humanidad libre.
Quienes escudándose en
esa "imparcialidad", tan característica en los espíritus
desarraigados, acusan de estrechez plástica a la
producción soviética de carteles, deberán tener en
cuenta, a más de las fuertes razones apuntadas, el
complejo psicológico de legítima autodefensa del pueblo
ruso, de sus intelectuales y de sus artistas, ante la
actitud de la "inteligencia" europea que cerró el cerco
de fuego con que el capitalismo internacional quiso
aniquilar su gran gesta humana, negándole el acceso a la
comunión universal en los valores de la cultura.
Sin embargo la
repercusión de las nuevas formas soviéticas se ha dejado
sentir en el mundo de la publicidad. Cuando los artistas
publicitarios, empujados por la necesidad de su
servidumbre capitalista han tenido que renovar sus
formas en una expresión más severa, concreta y directa,
se han visto obligados a beber en el realismo soviético.
Aparte de otros muchos aspectos en que el arte
occidental acusa esta influencia (cinema, fotografía,
escenografía), el último renacimiento del cartel
europeo, sobre la base principal de la utilización de la
imagen fotográfica, no hubiera sido posible sin la
experiencia soviética. El cartel fotográfico es una pura
creación de la Rusia bolchevique. Pero la superioridad
técnica de los países capitalistas en el terreno de las
artes gráficas, han desarrollado a un nivel superior, si
no el sentido humano, los valores formales de esta
realización.
Además de esto, todo
intento de publicidad política de los fascismos alemán e
italiano —con las naturales restricciones impuestas por
una total contradicción en la situación histórica— se
basan en el modelo soviético de propaganda de masas.
...
Es conveniente no
olvidar, so pena de caer en una apreciación
antidialéctica y reaccionaria, que el desarrollo del
cartel político no niega los valores de la experiencia
técnica y psicotécnica del cartel comercial, cuyo valor
esencial debemos incorporar directamente a nuestra
experiencia.
Pero desde el punto de vista de la función social de las
formas de expresión del nuevo realismo publicitario, el
cartel comercial está demasiado imbuido por la
influencia del arte abstracto de los últimos tiempos
para que sobreestimemos su valor.
Incluso en la etapa en que la crisis económica del
capitalismo empuja las formas publicitarias hacia una
concreción más directa de la realidad, el cartel
desarrolla un sedicente realismo, pragmático y
unilateral, que se apoya fundamentalmente en los
conceptos y formas de la especulación abstracta.
En aquellos países
donde el cartel comercial alcanzó una plenitud histórica
y una madurez plástica, la inercia de las formas
publicitarias continuará durante mucho tiempo como un
lastre que lentifique el camino realista del cartel, en
su función ante las nuevas necesidades históricas. Pero
quizás esa misma falta de madurez del cartel comercial
en España favorezca, de momento, el desarrollo del
cartel político. El magnífico ejemplo de la Unión
Soviética nos demuestra cómo en un país sin tradición
publicitaria alguna, sobre la base de nuevas condiciones
sociales, es posible desarrollar con entera personalidad
un arte público de nuevo sentido humano.
En los años azarosos
que precedieron la actual situación de guerra, y a pesar
de que el advenimiento de la República española había
puesto ya en juego circunstancias sociales de
excepcional valor en la vida nacional, muy pocos eran
los artistas —y menos aún los publicitarios— que
sintieran las inquietudes de revolución, las condiciones
políticas y sociales que se iban gestando a su
alrededor, en el seno de las masas populares, y como
consecuencia de esto, la preocupación por la nueva
función que como artista le correspondería en esta
España que caminaba ya hacia su profunda renovación
histórica.
El 18 de julio de 1936
sorprendió a la mayoría de los artistas, como
vulgarmente suele decirse, en camiseta. El cartelista se
encuentra, de pronto, ante nuevos motivos, que rompiendo
la vacía rutina de la publicidad burguesa, trastornan
esencialmente su función profesional. Ya no se trata,
indudablemente, de anunciar un específico o un licor. La
guerra no es una marca de automóviles. Pero la demanda
de carteles aumenta considerablemente. Los cartelistas
se incorporan rápidamente a su nueva función y a los
ocho días de estallado el movimiento vibraban ya los
muros de las ciudades con los colores publicitarios. Las
fórmulas plásticas de la publicidad comercial al
servicio de las agencias y de las empresas, encontró una
fácil adaptación a los motivos de la revolución y de la
guerra.
El cartelista se
encuentra ante la complejidad gigantesca de la
inesperada situación que le plantea la guerra, la cual,
mediatizando su sensibilidad, le pone en la coyuntura de
integrar la nueva emoción en su arte a través de un
proceso lento, incrustado en la febril actividad
inmediata, sin pararse a renovar sus procedimientos y
formas de expresión, sobre la marcha de una situación
que le llama insistentemente, que necesita todas sus
horas.
Pero aun teniendo en
cuenta esta realidad elemental, el ritmo de liquidación
y de adaptación, ahora, a los diez meses de guerra, deja
mucho que desear en cuanto a la calidad y al sentido de
la producción de carteles.
Los carteles de hoy son
los mismos de hace ocho meses, de hace dos años, cuando
no peores en su volumen general, a causa de la
considerable afluencia de "espontáneos" y "amateurs" de
toda ley. Vemos cómo, de entre el montón de lo informe,
los mejores cartelistas siguen creando esos hermosos y
falsos carteles de feria, de exposición de bellas artes
o de perfumería, cuya inercia normativa pone de relieve
la desproporción inmensa entre la obra producida y la
realidad en cuyo nombre se pretende hablar. El juego de
los colores sigue el tópico decorativista de los mejores
tiempos de frivolidad.
Pero donde se acusa con
mayor evidencia el lastre de los viejos recursos de la
publicidad burguesa es en su impotencia expresiva para
la exaltación de los valores humanos. La condición y el
gesto del héroe antifascista, del campesino y de la
mujer del pueblo, pierden su calidad, su dramatismo
humano, estereotipados y yertos entre la barahúnda
anodina de tanto convencionalismo.
En el dominio de los
elementos expresivos, la plétora de simbolismos y de
representaciones genéricas ahoga la memoria de la
realidad viva, atrofia la eficacia popular de nuestro
cartel de guerra...
La grandiosidad humana
de nuestra causa espera aún, cuanto menos, el gesto de
voluntad de esa minoría que registre y recoja la emoción
profunda y patética de esta hora española.
Las condiciones
sociales del cartel comercial han sido ya superadas por
nuestro momento histórico. El viejo artilugio
capitalista ha sido descoyuntado por la victoria inicial
del pueblo contra el intento fascista. Las condiciones
positivas para una nueva era de creación artística están
ya planteadas con perspectivas sin límites. La necesidad
social del cartel se da y se justifica plenamente por
ese crecimiento prodigioso, sin antecedentes en
circunstancias semejantes.
El cartel, por su
naturaleza esencial y sobre la base de su liberación
definitiva de la esclavitud capitalista, puede y debe
ser la potente palanca del nuevo realismo en su misión
de transformar las condiciones, en el orden histórico y
social, para la creación de una nueva España. Su
objetivo fundamental e inmediato debe ser el incitar el
desarrollo de ese hombre nuevo que emerge ya de las
trincheras de la lucha antifascista, a través del
estímulo emocional de una plástica superior de contenido
humano.
En el profundo trance
de creación en que está colocado nuestro pueblo, y
teniendo en cuenta las condiciones especialísimas y casi
vírgenes de la tradición plástica española, estoy
plenamente convencido que quizás el cartel político
encuentre aquí la coyuntura más feliz para su
revalorización superlativa, dentro del cuadro universal
del nuevo realismo humano.
Nuestro cartel político debe
desarrollar la herencia del realismo español
Dentro del cuadro
universal del arte, considerado en su conjunto como un
complejo orgánico de valores que se influencian e
interfieren recíprocamente en juego dialéctico con los
acontecimientos históricos, las formas particulares o
nacionales del arte, contienen en su condición biológica
de desarrollo una cierta autonomía. A través de este
proceso orgánico las formas del arte crecen, se
transforman y envejecen.
La revolución plástica
del Renacimiento italiano nació como negación del
goticismo, con el impulso vivificador de liquidar el
peso muerto de un formalismo estático que asfixiaba el
desarrollo del arte. Pero a pesar de lo que significa la
experiencia renacentista en cuanto al enriquecimiento de
los valores plásticos y en cuanto a la liberación del
artista de la estrecha servidumbre feudal, el propósito
humano del primer impulso —estimulado por las corrientes
universalistas del humanismo y por el desarrollo
creciente de las ciencias naturales— apaga su ímpetu
inicial y naufraga en las aguas turbulentas de la época.
El Renacimiento vino a
morir en su antítesis misma. Canalizado su desarrollo
sobre una fuerte tendencia hacia una estética normativa,
fue desangrando los valores humanos que llevaba en
suspensión. Y el hombre se ahoga en esta idolatría
neopagana hacia la belleza absoluta, que, conduciendo al
arte a los terrenos preceptivos e idealistas, lo
desarraiga lentamente de la realidad humana.
Volviendo al ejemplo de
vitalidad más reciente y significativa, el arte
abstracto francés es el resultado típico de una forma
particular del arte en su etapa de madurez y
consecuencia última, producto de una accidentada
elaboración histórica, que arranca del realismo francés
del pasado siglo. (Chardin, Courbet, etc,...). A través
de este proceso de singular fecundidad creadora, el
realismo francés ha desangrado sus valores en una
prodigiosa in-quietud dialéctica hacia nuevas formas. Y
así en el arte abstracto de última hora se hallan
contenidos espigados y agotados ya los antecedentes del
realismo y del impresionismo francés.
Pero en España, nuestra
mejor tradición plástica está intacta aun, virgen en la
frescura de sus formas y en el sentido histórico de su
condición nacional. Si el sentido actualísimo que a la
palabra realismo confieren los nuevos tiempos tuviera
poder retroactivo, ninguna tendencia, dentro de la
evolución artística universal, tendría más legitimo
derecho a la palabra que esta pintura española del XVII.
El camino de la nueva
plástica realista debe apoyarse en el sentido
universalista y humano de su contenido, y, por otra
parte, en lo más genuinamente nacional y particular de
sus formas de expresión. Enrique Lafuente, en su
magistral estudio sobre la pintura española del XVII,
centra exactamente el valor universal y la profunda
raigambre española de nuestro realismo: "Situándose en
el polo opuesto del ideal clásico, la pintura española
del XVII se propone, como fin último, la exaltación del
valor "individuo". Si en-tendemos esto así y admitimos
la licitud de tal posición en el arte, veremos como
muchos de los reproches que se han hecho al arte español
por una crítica que ha estado hasta nuestros días más o
menos empapada de un fofo academicismo, no se refieren
sino al desenvolvimiento lógico de su inconsciente credo
estético. Para esto carecen de valor alguno las
distinciones entre agradable y des-agradable, bello o
feo. No quiere decir que puedan nunca desaparecer estos
valores como categorías estéticas relativas, sino que el
objeto y fin último del gran arte castizo español está
por encima de estas concesiones a una estética
normativa. En esta "salvación del individuo", supremo
fin que han propuesto a su arte los gran-des pinceles
españoles, nuestros pintores acogen con igual gesto —de
una democracia trascendental- a las pálidas reinas como
a los monstruosos enanos, a los mártires ensangrentados
como a los de-votos ascetas, a los bellos niños
sonrientes como a los monstruos teratológicos. No se
insiste quizás bastante en la trascendencia que tiene
como actitud vital ante el mundo esta aceptación libre y
plena de la autonomía de todos los seres, de su derecho
a la inmortalidad y a la perduración en la obra de arte.
Los mártires y
apóstoles de Ribera, los monjes de Zurbarán, los
cortesanos o los idiotas de Velázquez están en sus
lienzos para hacernos sentir su eternidad de criaturas,
su insobornable autonomía espiritual, el derecho perenne
a su propio yo y a su definitiva salvación personal.
Si comprendemos con qué
gran problema toparon inconscientemente nuestros más
grandes pintores, habremos de sonreía con toda autoridad
ante los que se lamentan de que los profetas de Ribera o
los bufones de Velázquez no sean demasiados bonitos.
Y hasta qué punto este
criterio es el decisivo para juzgar la pintura española
lo observamos viendo que en nuestra gran es-cuela del
XVII los valores absolutos y definitivos que atribuimos
a los diversos maestros tienen una correlación con la
distancia a que se encuentra su estática personal de
este principio estético de la escuela; los valores más
firmes, los que nos parecen más universales,
precisamente por más expresivos del credo nacional, son
aquellos en cuya obra se da con caracteres más claros
este realismo individualizador y, por el contrario,
aquellos cuya obra está más cerca de los ideales de
belleza, de arte grato o amable, del logro de tipos
definitivos quedan, sin duda, en un relativo segundo
plano para una estimación desapasionada". (Historia del
Arte, Labor, tomo XII).
Es en Velázquez donde
este realismo español alcanza la meta superior de su
expresión humana. La paleta del artista se deslíe con
emoción contenida en la realidad circundante. Velázquez
es el pintor más profundamente español, y a través de la
ambición cósmica que emana de su arte, el más universal
de su época. A través de su verbo espontáneo, la entraña
popular española que vibra como condición suprema en
toda nuestra plástica realista, se recrea al sentirse
reflejada. El profundo proceso de creación se realiza
sobre la base del aniquilamiento de todo
convencionalismo en los recursos de expresión, en la
superación de los pálidos reflejos de la preceptiva
renacentista importada de Italia, a través de un
acercamiento franco, audaz y emocionado hacia las
formas concretas de la realidad humana.
La copia que hizo Ramón
Gaya de un fragmento de Las Meninas
He aquí la
trascendental lección del realismo español, en su
heroísmo de pintar y vivir sin soñar, con los ojos
despiertos a la más leve palpitación, al más profundo
sentido de la realidad.
A pesar de que se haya
intentado valorar nuestra cultura realista como
expresión del movimiento de la Contrarreforma frente a
las corrientes humanistas que desarrolla la revolución
burguesa contra el poderío feudal de la Iglesia, el
movimiento plástico español desmiente brillantemente la
pretendida contra-dicción. La pintura realista española,
en la entraña misma de su valor humano, es el pie
desnudo con que el humanismo renacentista pisa el
terreno áspero y concreto de la realidad.
El valor humano de
nuestra plástica realista del XVII tiene tal
potencialidad, que su influjo rebasa la decadencia vital
de los siglos subsiguientes y resucita en nosotros,
artistas de una nueva historia, el atavismo ancestral de
nuestra propia condición redescubierta. Y en esta hora
de la verdad, en que los destinos de España están
gravemente amenazados los genios de nuestro realismo
emergen del pasado, y, como si quisieran estimular la
lucha en que también su destino se ventila, nos ofrecen
la cantera inmensa de nuestra tradición nacional.
Cuando el espectáculo
de la defensa de nuestro tesoro artístico se multiplica
y extiende en la noche iluminada por el fulgor siniestro
de los incendiarios de la cultura, hasta convertirse en
movimiento y signo de todo un pueblo, la significación
humana del hecho desborda su importancia material y
política. La coincidencia del artista, del miliciano,
del trabajador, del campesino en un impulso espontáneo
por salvar los materiales de nuestra herencia, sella la
voluntad trascendental del pueblo español hacia un nuevo
destino de su vida y de su cultura.
Los valores de nuestro
pasado histórico no pueden continuar por más tiempo
condenados a la estrechez de los museos, entre las manos
del eruditismo profesional. El arte no es patrimonio
exclusivo de las ideologías muertas. Su dinamismo vital
no puede realizarse al margen de las relaciones
sociales, de las fuerzas productivas de la humanidad.
Considerado en su desarrollo histórico, el arte no puede
enriquecerse ni desarrollarse si no es continuamente
renovado y superado.
Por las razones que he
intentado desarrollar a través del presente ensayo y por
ciertas intuiciones y esperanzas en la singular
condición plástica del pueblo español, adivino las
circunstancias exactas para la incorporación de nuestro
cartel político, a pesar de su nada defendible situación
actual, al plano de la gran experiencia artística de
nuestro tiempo. El cartel de la nueva España, al
conquistar su herencia histórica y desarrollar los
valores tradicionales por los cauces del nuevo realismo,
alcanzará la categoría indiscutible de creación
artística con la dignidad que implica el pleno ejercicio
de una misión social e históricamente necesaria.
La servil frivolidad y
el frío utilitarismo, caracteres tan típicos en el arte
publicitario capitalista, no pueden representar para los
cartelistas españoles —voceros de una causa inédita en
su profundidad humana y grandeza histórica— precedente
genérico y desvalorizador, sino simple episodio
históricamente fatal en la fenomenología de los
caracteres sociales de un hecho artístico contemporáneo.
Y si concebimos el
cartel como posible recipiente de un impulso nuevo de
creación, nuestra voluntad debe enfrentarse audazmente,
con plena emoción de la necesidad humana y social de que
somos responsables, ante el caudal ingente del mundo que
se abre ante nosotros.
Valencia, 1937
2) Josep Renau
Función social del
cartel publicitario (fragmento). Hacia un nuevo realismo
(NUEVA CULTURA, n.° 3,
Valencia, mayo de 1937)
Al abordar la cuestión
del porvenir del cartel, debemos referir el razonamiento
o el presagio a las puras bases ideológicas que emanan
de la misión del arte en general en el cuadro de la
realidad social de nuestros días. Sería torpe llegar a
definiciones absolutas y rígidas, en un terreno concreto
cualquiera, sobre lo que podrá ser el nuevo realismo que
se presiente ya como inmanencia de una necesidad vital y
urgente.
El nuevo realismo no podrá referirse nunca a la
evocación de las escuelas o tendencias históricas que
ligaban al artista a una servidumbre epidérmica al
ambiente físico o anecdótico de la realidad exterior.
La significación actual de la palabra —excluyendo todo
extremo formalista o normativo— implica esencialmente
una posición nueva ante el mundo.
El impulso humano hacia el análisis de la realidad,
cuando penetra en áreas superiores en el conocimiento de
la misma, tiende como consecuencia natural a adoptar una
posición activa ante el mundo, a influir en la realidad
misma.
Y el complejo que produce esa potencia voluntaria a
modificar las cosas, influyendo conscientemente en su
proceso, forma el nervio vital del nuevo realismo, como
superación histórica de las viejas tendencias
humanistas.
El hombre en su presencia humana y activa, al margen de
toda mitología o metafísica, es el protagonista
absoluto, indiscutible y consciente de la nueva
historia.
En el terreno del arte, el realismo nos plantea
nuevamente el problema del hombre como problema central.
Digo nueva-mente, porque la cuestión de la
representación humana en el arte tiene, como es bien
sabido, amplios antecedentes. Pero la cuestión de ahora
rebasa en significación todos estos antecedentes
históricos.
La vieja polémica entre lo formal y lo anecdótico, entre
el arte de abstracción y el arte de representación, es
un círculo vicioso o un callejón sin salida posible que
no salva al hombre del estanque envenenado en que ha
caído, ni en el caso de los que defienden la plástica
representativa desde el punto de vista
histórico-especulativo.
Es corriente hoy denominar a las artes plásticas como
artes del espacio, y esta definición denuncia la
unilateralidad en la concepción y el enrarecimiento de
la ideología artística.
La fuerte tendencia hacia la abstracción en los últimos
tiempos de la historia artística ha tenido como
consecuencia el excluir el tiempo como elemento vital
del mundo ideológico del artista.
Pero el tiempo es para el hombre como el aire que
respira. El hombre, por más esfuerzos conceptuales que
se haga, no puede concebirse en el espacio puro. En este
ambiente es como la mariposa prendida con un alfiler,
que acaba en polvo y se desvanece.
En efecto, a partir de Cézanne la representación humana
va perdiendo sentido en el terreno de la expresión
artística. El hombre se va transformando paulatinamente
en materia y pretexto, para la simple meditación
analítica en las formas plásticas.
En el Cubismo, etapa en que la abstracción de las formas
alcanza el extremo máximo, el hombre se funde con las
cosas, y las cosas, a su vez, se desvanecen fuera del
tiempo, perdiendo su densidad concreta.
Con el Surrealismo la representación humana aparece.
Pero el espectáculo que ofrece tal intento de humanizar
el arte, es sumamente deprimente: el Surrealismo no
resucita al hombre, lo desentierra simplemente. El
hombre surrealista es el cadáver que pasea cínicamente
las lacras horrendas de su corrupción, con la insolencia
frenética de un mundo que se resiste a seguir el destino
implacable de su desaparición histórica.
En todo el arte contemporáneo no queda del hombre más
que un fantasma que no se resigna a morir
definitivamente.
La historia de la plástica moderna en esta etapa de la
deshumanización, es la historia de la derrota del hombre
sobre el intento de transmutar su condición humana en
valores abstractos.
El artista, sonámbulo de la libertad en un ambiente
cuajado de mitos y espejismos, quiso buscar de por sí y
para sí la piedra filosofal de la vida.
Pero esta posición del arte, que erige sus valores como
negación del propio mundo en que convive
—sobreentendiendo el drama subjetivo del artista como
coartada lógica para rehuir la convivencia con una
realidad social pervertida y falsa—, no puede mantenerse
por más tiempo, porque el subsuelo del ámbito social se
estremece ya con profundo dinamismo, que aflora a la
superficie, que resquebraja la superestructura yerta de
la sociedad capitalista.
El hombre alza de nuevo su voluntad de ser ante la
historia más potente y lleno de razón que nunca.
El canto épico resuena de nuevo en el pecho de los
pueblos que se alzan por su derecho a la vida y a la
libertad, frente a la mascarada trágica de los
imperialismos en agonía que oponen la fuerza bruta al
libre desarrollo de la humanidad y de la historia,
Los dolores del mundo han alumbrado a un hombre nuevo
que emerge con potencia geológica, cargado de destino en
su albur inmaculado. Y este hombre es el que nace cada
día en las trincheras de la lucha contra la antihistoria,
es el que cae desangrado sin más gloria ultraterrena que
la de haber sentido correr la historia viva por sus
venas.
Y caen verticalmente los mitos, las torres de marfil,
ante la magnificencia de este drama humano de amor y de
odio, de abnegación y menosprecio.
El artista queda perplejo ante la situación. El
desconcierto produce en su ánimo un primer impulso de
temor instintivo por la integridad de su individualidad,
por los destinos del arte mismo. Pero el individualismo
y el escepticismo están heridos de muerte, porque la
dura experiencia le ha convencido de que el problema de
la libertad es utópico e insoluble dentro del universo
individual, que su solución plena implica una finalidad
común y colectiva de todos quienes trabajan y luchan a
su alrededor. Y comienza a abandonar su enrarecido
reducto para incorporarse a la comunidad viril que le
ofrece una aurora esplendorosa de fertilidad.
A través de la expresión social de este hecho, la
posición nueva del intelectual, del artista, ante el
mundo y ante la sociedad; su impulso creciente de
solidaridad hacia sus semejantes explotados y oprimidos,
no puede considerarse. veleidad sentimental, sino
renacimiento que arranca de causas históricamente
objetivas, en que los hombres se incorporan a un plano
superior de convivencia y comunión en los valores
universales de humanidad.
En esta fértil encrucijada en que se encuentran los
hombres, llenos de experiencia y de impulso vital
nuevos, surge en potencia toda la posibilidad para la
aventura cósmica de una gran cultura que exprese al
mundo en su acepción más elevada y suprema. El nuevo
arte no puede cultivar lo que separa a los hombres, sino
lo que les une.
En la dura etapa de lucha que nos queda aun por vencer,
pintar, como escribir o pensar, debe ser ante todo un
medio de establecer y consolidar la consubstanciación
humana, la ligazón sanguínea y espiritual entre hermanos
en dignidad y ambición.
Porque es siempre por el fondo humano de la convivencia
social, a través del pueblo, por donde el arte renueva
sus fuer-zas y crea ante sí nuevas perspectivas de
desarrollo. Porque
lo individual no alumbra plenamente su sentido si no se
incorpora al plano de lo universal. 0 concretando el
concepto en su sentido activo: "Siendo lo más individual
posible es como mejor se sirve a la comunidad" (Gide).
Servidumbre del artista
La contemporaneidad de una obra de arte reside en su
sincrónica exactitud con el tiempo que transcurre, en
la coincidencia dialéctica entre la materialidad creada
y la necesidad inmanente del momento histórico.
Decía André Malraux en su discurso de clausura del
primer Congreso Internacional de la "Association des
Ecrivains pour la Défense de la Culture", celebrado en
París:
"Cuando un artista de la Edad Media esculpía un
crucifijo, cuando un escultor egipcio esculpía los
rostros de los dobles funerarios, creaban objetos que
podemos considerar como fetiches o figuras sagradas,
porque no pensaban en objetos de arte. No hubieran
podido concebir que se los tomara como tales. Un
crucifijo estaba allí representando a Cristo, el doble
representando a un muerto. Y la idea de que un día se
pudiera reunirlas en un mismo museo, para estudiar sus
volúmenes o sus líneas, la hubieran concebido únicamente
como una profanación.
Toda obra de arte se crea para satisfacer una necesidad,
una necesidad que es lo bastante apasionada para que le
demos nacimiento."
Renau. Mujer desnuda. 1929
La influencia impositiva de la necesidad social sobre el
artista se realiza fatalmente a través de los más
diversos procesos.
Sin caer en la apreciación elemental y esquemática de
atribuir a toda gran época del arte una función de pura
propaganda política, ¿es que podemos acaso negar la
servidumbre del artista asirio, helénico, medieval o
renacentista a unas necesidades religiosas o sociales
impuestas por el medio histórico? ¿O es que vamos a
sobreestimar como valor en el arte las condiciones de
aparente libertad de aquellas servidumbres que se
realizan a través de un proceso más complejo,
multilateral, indirecto o subrepticio a causa de la
falta de ideal común en las épocas de descomposición
histórica...?
La independencia incondicionada, la libertad absoluta de
creación del artista, no dejan de ser pura mitología de
teóricos idealistas.
El desarrollo de las pretendidas formas puras del arte
—que es donde se da con más fuerza esa apariencia de
libertad absoluta de creación— se realiza en detrimento
evidente de los valores positivos y humanos de una época,
sobre la base de un divorcio cada vez más profundo entre
el artista y la colectividad. Y es indudable que la
ausencia de paralelismo y armonía entre el arte y la
sociedad en que convive, el divorcio entre el artista y
el pueblo — elemento vital y primario de toda creación—
limitan su libertad, coartan su capacidad creativa. La
función del arte pierde su condición de universalidad y
su ejercicio degenera en puro diletantismo, en estrecha
servidumbre a un engranaje especial de minorías
selectas.
La conformidad con esta situación y la ausencia de
actividad defensiva, que se expresan en una actitud
contemplativa y desdeñosa de la realidad humana en el
artista puro, también es, en el fondo, una forma
indirecta de servidumbre.
Las contradicciones internas que arrastra el capitalismo
en su desarrollo, el desaforado individualismo en que
basa su dominio social, han condenado al artista a la
disyuntiva terrible —que niega automáticamente todo
principio de comunión humana en la libertad— de
someterse como esclavo incondicional o errar como perro
sin dueño en el río revuelto de la descomposición
histórica más profunda que conocieron los siglos.
Tal es la actual condición del artista publicitario y la
del paradójicamente llamado puro, encadenados en una
común, aunque distinta servidumbre, castrados de su
función humana, al margen del desarrollo vivo de la
sociedad.
Los artistas comienzan ya a meditar sobre este hecho
inquietante. Paul Valery, que a este respecto no puede
sernos sospechoso, defiende la legitimidad estética del
poema de encargo. Y aunque esta defensa se realiza en el
plano unilateral de la pura especulación idealista,
coincidiendo con la actual coyuntura de transmutación de
los valores para una nueva servidumbre humana del arte,
no deja de ser altamente significativa.
En el caso concreto de España, es curioso contemplar
cómo el hecho violento de la guerra despierta al artista
de su inerte letargo.
Pero el arte, en las líneas generales de su perfil
histórico, se debate aún, con el espejismo mental de su
libertad absoluta, en el sombrío laberinto, sin
encontrar la salida, la luz de su función humana.
Y es preciso que Heracles, el trabajador de innumerables
tareas, venga en su auxilio, venciendo al odioso Cervero
que guarda la salida.
La necesaria transformación de los valores, en el camino
del arte hacia el nuevo realismo, implica para el
artista, como individuo, además de su incorporación ala
sociedad, la conquista definitiva de su libertad sobre
un grado de conciencia en su misión social e histórica
jamás alcanzado ni previsto.
A través de esta valoración humana, el artista puede
entregarse al pleno ejercicio de una libertad de
creación que no tiene otros límites que los de la
servidumbre que esa conciencia histórica y social le
imponga.
De toda auténtica obra de arte emana algo superior que
va más allá, en su elocuencia cósmica, de la
satisfacción momentánea de una necesidad histórica
determinada. Y esto, que no puede ser objeto de una
definición concreta, abre la puerta grande a la nueva
servidumbre del artista y extiende hasta extremos
ilimitados el alcance de su misión.
...
Dentro de la dirección general, en la servidumbre a las
formas de la vida, la necesidad histórica influye con
diversa intensidad en las diferentes zonas o funciones
del arte.
El cartelista tiene en su función una finalidad distinta
a la puramente emocional del artista libre (*). El
cartelista es el artista de la libertad disciplinada, de
la libertad condicionada a exigencias objetivas, es
decir, exteriores a su voluntad individual. Tiene la
misión específica —frecuentemente fuera de su voluntad
electiva— de plantear o resolver en el ánimo de las
masas problemas de lógica concreta.
El cartel, considerado como tal, subsistirá mientras
existan hechos que justifiquen su necesidad y eficacia.
Y, con mucha más razón, mientras estos hechos vivos y
actuales respondan a necesidades sociales de
incuestionable urgencia, necesitarán siempre del artista
—artista especial si se quiere— para propagarlas y
reforzar su proceso de realización en la conciencia de
las masas.
Las circunstancias de guerra y revolución, aun en lo que
significan como causas de transformación humana del
cartelista y de su misión social, no cambian para nada
su condición funcional.
Por eso, en el artista que hace carteles, la simple
cuestión del desahogo de la propia sensibilidad y
emoción no es lícita ni prácticamente realizable, si no
es a través de esa servidumbre objetiva, de ese
movimiento continuamente reno-vado de la ósmosis
emocional entre el individuo creador y las masas, motivo
de su relación y función inmediatas.
(*) Acepto esta denominación convencional como medio de
diferenciar su función de la del artista publicitario,
más directa y concreta de las actuales circunstancias.
La determinación específica del artista libre no tiene
objeto alguno en este ensayo.
Este texto fue leído en diciembre de 1936 en la
Universitat de Valencia y dio origen a la polémica con
Ramón Gaya.
3) Ramón Gaya.
La polémica en Hora de España. Carta de un pintor a un
cartelista (*)
... Sí, le prometo ser breve, y para ello sólo necesito
que usted me entienda el lenguaje un poco... casero, con
que quiero escribirle, porque ya sabe que a cambio de no
ser siempre el más exacto y legal, es, sin duda alguna,
el más expresivo.
Nuestra Guerra Civil tuvo y tiene a prueba todavía, no
solamente al cartelista, sino al propio cartel. Y por
eso, por no consistir ya tan sólo la cuestión en la
calidad artística del cartel, sino por ser el cartel
mismo quien se ha vuelto cuestión, es por lo que nos
preocupa el problema tanto.
Desde hace varios meses asistimos a esa rápida aparición
y desaparición de innumerables carteles de guerra. Sin
embargo, nada hemos visto, o casi nada, es decir, nada.
¿Por qué? En España hay, había muy buenos pintores de
carteles. Todos recordamos carteles magníficos de
dibujantes vivos, actuales, jóvenes. Pero ahora, los
mismos cartelistas, con la guerra y en la guerra, no han
sabido acertar. No acertó nadie porque nadie supo
entrever que ahora no se trataba ya de anunciar nada. Y
eso es lo que han hecho los mejores: anuncios, puros
anuncios. Pero, ¿qué es lo que se anunciaba? ¿Un
batallón? Un batallón no es un específico ni un licor.
Un batallón no puede anunciarse; la guerra no es una
marca de automóvil. La misión del cartel dentro de la
guerra no es anunciar, sino decir, decir cosas, cosas
emocionadas, emocionadas más que emocionantes. Por eso
hasta los mejores cartelistas se han equivocado ahora;
se han equivocado por-que nunca se les pidió más que
eficacia, cálculo, inteligencia, hasta el punto de dejar
que olvidasen aquello que, en cambio, tanto se pide al
pintor, al músico, al poeta total, es decir, el alma, el
sentir. De tanto perfeccionarse en la frialdad y en la
sequedad, cuando los cartelistas necesitaron decir
cosas, es más decir cosas humanas, no les obedeció la
voz. Se les había condenado siempre al silencio, se les
tenía limitados a un silencio decorativo, a un silencio
con adornos y buen gusta, se les negó siempre el ímpetu,
el impulso, la expresión, es decir, se les tenía
prohibida la intimidad, la personalidad más profunda.
Por eso, ante un tema como la guerra es natural que se
encontraran desconcertados. La guerra no era ya una
marca sin interés para el cartelista, sino algo muy
próximo, algo que le rozaba en el cuerpo mismo, en la
misma vida, en las ideas, algo que llamaba furiosamente
a sus propios sentimientos de hombre. Los más
inteligentes y honrados tuvieron
que comprender que todo, absolutamente todo lo aprendido
de nada les servía. El cartel de la guerra y en la
guerra no puede estar hecho con fórmula y cálculo; por
eso yo me atrevería a defender —y hasta aconsejar— un
cartel que, necesitando aquí definirlo de algún modo
para poder nombrarlo, tendré que decir cartel-pintura.
No, no se alarme; me figuro su sobresalto al leer esas
dos palabras enlazadas, pero no; ya comprenderá usted
que no es un Ruano Llopis lo que yo defiendo, sino un
cartel en donde lo emocional pueda tener todo su
temblor. Y ese temblor ya usted mismo sabe que no habita
en la tinta plana, ni en el odioso sombreado mecánico,
ni en ninguno de los hábiles trucos de cartel, sino en
la mano, en la mano desnuda, en el brazo verdadero.
Nunca puede satisfacer el demasiado artificio; pero hay
momentos terribles, momentos descarnados, trágicos, en
que el artificio pierde ya totalmente sus derechos o su
disculpa. El artífice no es de ningún modo el artista,
como suelen creer algunos. Artista es lo contrario
precisamente; el artista desnuda, aclara, hace más
transparente la Historia, mientras el artífice cubre y
es-conde con adornos aquello que tratábamos de ver. Por
eso el artífice cubre y tiene gran mérito cuando vive
dentro de un instante hueco, porque entonces se le
agradece esa gracia en taponar el vacío.
No, no se precipite; le ruego que no vaya más allá de lo
que está leyendo. Piensa usted que yo quiero hacer aquí
una crítica del cartelista, pero se equivoca. Lo que
critico, o sea, lo que lamento en ese mundo sumamente
práctico y bruto que, escudándose en exigencias
comerciales o industriales —aunque sospecho que no
existen más exigencias que las de satisfacer un mal
gusto propio de esas gentes— les ha llevado hacia esa
perfección fría y parada que sufren ustedes. Pero el
pueblo y la guerra merecen —y piden, sin ellos mismos
saber que lo piden— otra manera de cartel. Si yo le
escribo es porque me parece haber encontrado esa
'manera", aunque esto no significa que disponga también
de la fórmula para conseguir buena calidad artística,
fórmula que todos ignoramos, entre otros muchos motivos,
créame usted, porque no existe.
A usted quizá le parezca extraño que no deje esta carta
para más tarde, cuando nuestro vivir tenga mayor paz. Y
no, no debo dejarlo para entonces, porque todos tenemos
la necesidad y la prisa de un cartel fuerte. Ha de salir
dentro de la guerra, aquí y ahora. El gran cuadro, la
gran novela, y has-ta quizá el gran poema de todo esto
surgirá después, mucho después, todos lo sabemos, pero
no puede suceder así con el cartel —como tampoco con el
romance, en el terreno poético—, ya que el cartel no
tiene nunca un tono de elegía, sino de presente, de
presente quemándose.
El cartel que yo pienso —dejando a un lado toda calidad
y refiriéndome aquí únicamente a la manera de hacer— lo
hubieran pintado, naturalmente, Goya en España, y
Delacroix o Daumier en Francia. No, Solana ya no, porque
Solana es Goya, sí, pero Goya inmóvil. En cuanto a Goya
mismo no tengo la menor duda y ya dije en otra parte que
"Los fusilamientos" no me parecían un cuadro, sino un
genial cartelón.
La copia que hizo Ramón
Gaya de "Los fusilamientos del 3 de mayo"
También he pensado en el fotomontaje y en el cartel de
letras solas, pero me parecen dos falsas soluciones, ya
que eludir y esquivar un problema, para una conciencia
verdadera, no es resolverlo. Cuando más, el fotomontaje
—si está muy bien utilizado— creo que puede servir para
nuestra propaganda en el extranjero, porque allí lo que
necesitamos llevar son pruebas, testimonios. Dentro o
fuera de España nuestro trabajo es muy distinto; allí lo
que se necesita es convencer, o sea, vencer derrotar a
los que dudan, mientras que aquí lo que ha de lograrse
es expresar, decir, levantar, encender aquello que
habita ya de antemano en las gentes. Y esto sólo lo
puede conseguir—o intentar— el arte libre, auténtico y
espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación
de resultar práctico y eficaz, ya que el arte todo, no
solamente nos sirve —eficaz y práctico— para comprender
la Historia, sino el propio presente, puesto que todo,
absolutamente todo lo que no es el arte mismo —el
trabajo, el placer, la salud—, es, claro está, puro
vivir, mientras que el arte es el resultado de la vida,
es el resultado de ese vivir.
Y nada más. Dígame lo que piensa usted de mi hallazgo, y
escríbame, aunque yo preferiría encontrar su
contestación a mi carta en los muros mismos, en las
paredes, que es donde está planteado el problema.
Ramón Gaya.
4) Josep Renau
Contestación a Ramón Gaya
(**)
Escribió Ramón Gaya en estas mismas páginas una
emocionada carta de un pintor a un cartelista, que
suscribo en cuanto se refiere a la crítica de los
carteles de guerra que encienden de colores —quizás con
excesiva exuberancia— nuestras calles y plazas. Destaca
Gaya, con certero sentido crítico, la superficialidad y
bajo nivel de eficacia emotiva en nuestros carteles de
guerra. No responden éstos, ni mucho menos, a la
intensidad del momento que vivimos. De acuerdo con la
apreciación del hecho.
Pero comienzo a discrepar cuando, en el desarrollo del
razonamiento crítico, aborda Gaya el sentido causal de
estos hechos, y concreta, como consecuencia, una sutil
conclusión, cuyo alcance, dentro de la intención
práctica que encierra, llevaría a nuestros cartelistas a
un confusionismo peligroso.
Es indudable que la situación creada por la guerra, pone
al cartelista ante nuevos motivos que, rompiendo con la
vacía rutina de la publicidad burguesa, trastornan
esencialmente su función profesional. Ya no se trata de
anunciar un específico ni un licor: Ni la guerra es una
marca de automóviles. De acuerdo. Pero es sumamente
extraño que el compañero Gaya escamotee de pronto los
factores reales del problema planteado cuando insinúa
que el único medio de acabar con esa odiosa preocupación
por la eficacia, el cálculo, la frialdad mecánica en el
cartel, podría hallarse a través del ejercicio del "arte
libre, auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias,
sin preocupación de resultar práctico ni eficaz".
La contradicción es evidente, y la confusión entre la
función específica del artista libre y del cartelista,
punto de partida del error, destaca aquí netamente como
causa de la propia contradicción.
Desde el punto de vista de la pura apreciación estética,
cosa difícil es determinar el punto donde acaba el
cuadro y comienza el cartel. Pero enfocada la cuestión
desde ángulo distinto, tomando como base la función
social o finalidad que cada cual realiza, puede hallarse
la diferencia, si no el límite exacto. Debo señalar,
para no caer en el propio error que critico, que no es
mi intento sentar definiciones sobre la naturaleza del
arte, sobreentendiendo que el arte y la cultura en
general tienen en inmanencia y deben tener en conciencia
un contenido político y una función social, en el alto
sentido de la palabra.
Limito el alcance de estas breves líneas a dos
cuestiones capitales: asentar claramente, en cuanto a
sus derivaciones prácticas, la diferencia entre el
cartelista y el artista libre y a reivindicar ciertos
valores técnicos, con los cuales, no comprendo con qué
fin, ha hecho tabla rasa el compañero Gaya. El
cartelista tiene impuesta en su función social una
finalidad distinta a la puramente emocional del artista
libre. El cartelista es el artista de la libertad
disciplinaria, de la libertad condicionada a exigencias
objetivas, es decir, exteriores a su voluntad
individual. Tiene la misión específica —frecuentemente
fuera de su voluntad electiva— de plantear o resolver en
el ánimo de las masas problemas de lógica concreta. El
cartel de propaganda, considerado como tal, existirá y
subsistirá mientras existan hechos que justifiquen su
necesidad y eficacia. Y mientras estos hechos vivos y
actuales —necesidad de mando único en el ejército, de
respeto a la pequeña propiedad, de intensificar la
producción en el campo, etc.—, respondan a necesidades
sociales de incuestionable urgencia, necesitarán siempre
del artista —artista especial si se quiere— para
propagarlas y reforzar su proceso de realización en la
conciencia de las masas.
Las circunstancias de guerra o de revolución, aún en lo
que significan como causas de transformación humana del
cartelista y de su misión social, no cambian para nada
su condición funcional.
Por eso, en el artista que hace carteles, la simple
cuestión del desahogo de la propia sensibilidad y
emoción, no es lícita ni prácticamente realizable si no
es a través de esa servidumbre objetiva, de ese
movimiento continuamente reno-vado de la ósmosis
emocional entre el individuo creador y las masas, motivo
de su relación inmediata.
Por eso, el cartelista necesita de un concepto objetivo
sobre las cosas, calcular profundamente sobre la
eficacia de sus procedimientos expresivos y de una
continua comprobación de su capacidad psicotécnica con
relación a la naturaleza de las reacciones de la masa
ante su arte.
A este respecto, el temblor de esa "mano desnuda" o de
ese "brazo verdadero", cuya plena justificación y
condición es el libre albedrío, mal podrían cumplir con
la necesidad de servidumbre objetiva que se exige al
cartelista.
En esta horas, abiertas a toda fecundación, la idea, la
palabra pública, adquiere honda responsabilidad en el
momento de abordar la cuestión práctica a que induce el
razonamiento crítico. Porque hay ante nosotros extensos
núcleos profesionalmente incipientes que necesitan, si
no esperan —cuando nos oyen, cuando nos leen—, más que
nuestra reacción interior ante su obra, nuestro consejo.
Y en el terreno concreto de los problemas vivos como el
que nos ocupa, es hoy menos lícito que nunca hacer del
propio temperamento una teoría.
En estos momentos en que la guerra, lejos de
circunscribirse a las líneas de fuego, tiene su
repercusión dialéctica en el mundo subjetivo de tanto
hombre que lucha sinceramente contra la parte negativa
de su pasado, nadie tiene derecho a debilitar la
voluntad de lucha de los artistas de la propaganda,
subestimando la condición de su propia función social y
política, planteando alegremente, en tajante disyuntiva,
la necesidad de liquidar todo un pasado de experiencia
artística —aunque ésta sea puramente técnica— como
condición indispensable para incorporarse al nuevo orden
que amanece.
El cartelista se encuentra, de pronto, ante la
complejidad gigantesca de la inesperada situación que le
plantea la guerra, que mediatizando momentáneamente su
sensibilidad, le pone en la coyuntura de integrar la
nueva emoción en su arte a través de un proceso lento,
incrustado en la febril actividad inmediata, sin pararse
a renovar sus procedimientos y recursos de expresión, sobre la marcha de una situación que
le llama insistentemente, que necesita todas sus horas.
No es justo, para dar salida a un juicio crítico
cualquiera, negar categoría humana a ciertos valores de
la técnica, apenas vislumbrados aún por nosotros en su
madurez conseguida a través de una larga evolución de la
experiencia plástica en la historia. El profundo valor
expresivo de la tinta plana ya se hizo patente a través
de las realizaciones plásticas de Picasso y los
cubistas, y en cuanto a la utilización del elemento
fotográfico, la práctica del Dadaísmo y de ciertos
surrealistas se encarga-ron de afirmar —a más de esa "utilitariedad
fría y documental para la propaganda en el extranjero",
a que lo reduce Gaya—su valor emocional y dramático
hasta extremos quizás no igualados por los medios
tradicionales de la expresión.
Con poco que se extreme esta tendencia puede caerse en
peligrosa analogía con las tesis, bien caracterizadas
políticamente, de ciertos "intelectuales" que luchan
contra el maquinismo, contra el desarrollo de la
técnica, para remediar los males que bajo el régimen
capitalista siembra toda super-producción.
Jamás hay que confundir el valor de los medios técnicos
con la equivocada —o nociva— utilización que de ellos
pueda hacerse.
Ayer Goya, hoy John Heartfield. Aquél con su mano
desnuda y éste con el pleno dominio de la complicada
técnica del fotomontaje y hasta del "odioso" sombreado
mecánico, son los dos artistas revolucionarios que han
sabido llevar el hecho trágico de la guerra a la más
alta expresión de la emotividad plástica.
Decir que el pueblo y la guerra merecen otra manera,
in-tentando, además, definirla, me parece excesivo.
Quizás más justo fuese decir: otro cartel. Y para
conseguir lo que en el ánimo de todos es necesario, sólo
a través de la depuración o purificación, y yo diría que
hasta del perfeccionamiento de los medios técnicos más
modernos, puede conseguirse.
Confiemos en la juventud de nuestra nueva España.
Confiemos en que la sangre española, tan pródigamente
derramada, ahogará todo el barroquismo superfluo y
odioso, todo cartón o frivolidad en nuestro arte.
Confiemos en que el fulgor ardiente de nuestra causa lo
purificará todo. Y la guerra contra el fascismo tendrá
sus carteles, como tiene sus héroes.
Esperémoslo y cooperemos con nuestro esfuerzo a que sea
cuanto antes.
José Renau
5) Ramón Gaya
Contestación a José Renau
(***)
Aunque me resulta un poco artificioso ahora, después de
haber hablado largamente contigo, contestarte aquí,
pienso que es necesario si nos atrevemos a suponer que
ya tenemos un público en espera de desenlace.
Empezaré diciendo que tu carta me parece tan lejos de
ser contestación a la publicada por mí en el primer
número de esta revista, que quizá mi contestación más
verdadera fuese publicar de nuevo la que publiqué. Sí,
porque no le encuentro a tu carta relación profunda con
la mía. Creo que estamos hablando de cosas diferentes.
Pero seguiremos, porque este fenómeno parece ser que es
fatal en cuanto dos personas pretenden discutir.
Creo que todo el mal consiste en que tú no contestas a
lo que yo claramente decía, sino a lo que pensabas que
no decía, que no llegaba a decir, o sea, pensaste que mi
carta era un disimulado ataque a quien hace carteles, y
nada tan lejos de mis intenciones, ya que en este caso
—si este caso era posible en mí—, esa carta la hubiera
dirigido, no a un cartelista, sino a otro pintor.
Dices tú: "El cartelista tiene impuesta en su función
social una finalidad distinta a la puramente emocional
del artista libre". Sí, es cierto, o mejor dicho, era y
será cierto, porque mientras dure la guerra nadie me
podrá convencer de esas "imposiciones". No, esa
"servidumbre objetiva" del cartelista, que supones no
entiendo ni comprendo, me es, por el contrario,
completamente familiar, y hasta tal extremo, que gran
parte de mi vida la he gastado —gastar no es de ningún
modo perder—haciendo bocetos para una litografía de
donde salen gran cantidad de etiquetas para los botes de
tomate y melocotón. No, no se me ocultan los rigurosos
compromisos, deberes, exigencias, obligaciones, a que
está sometido un dibujante o cartelista. Pero yo
pensaba, yo pienso que, precisamente, la guerra, eso que
atañe a todos, había de levantar esas condenas. Sobre
todo cuando la guerra era todavía Guerra Civil.
Tampoco ignoro que el cartelista trabaja, tiene que
trabajar casi al dictado, pero eso sucede mayormente en
lo que yo llamaría vida menor de la guerra, es decir,
precisamente en esos temas que tú precisas —mando único,
respeto a la pequeña propiedad, intensificación de los
productos del campo—, o sea, en la parte práctica. Parte
importantísima, claro, pero que no es la aludida por mí
en la carta primera. Y al decir esto, no quiero que me
confundas con un... idealista —por lo menos a la manera
que esta palabra se suele entender—, ya que las
realidades no solamente me
son conocidas sino amadas. Lo que me pasa es que no
sufro esa confusión y trabucación de esos tipos de
gentes —intelectuales— que tanto se destacan por ahí, y
que consisten sus dos corrientes distintas en pretender
los unos que el espíritu puede resolver problemas
prácticos, y los otros que lo práctico tiene mucho que
hacer en el espíritu. No, no soy de los unos ni de los
otros. El idealismo para el ideal, lo práctico para la
práctica. Ni se puede ganar la guerra con un poema
—porque el arte no es ni una herramienta, ni una
ametralladora—, ni se puede, en vista de esto,
inyectarle al arte un contenido político. Y fíjate que
sólo digo político, ya que el social lo tuvo siempre, lo
tiene siempre fatalmente, aunque sin él mismo saberlo,
que es como debe tener el arte sus valores:
ignorándolos.
El cartel de llamada a la lucha, que sepa inflamar la
conciencia, la íntima responsabilidad de cada uno, es
el que yo digo no haber visto. En mi carta sólo aludía a
un cartel que hablase, no de la pequeña propiedad de
este o aquel huertano, sino de la gran propiedad humana.
Y nada más, aunque sean muchos los puntos de
disconformidad con tu carta, ya que para no enmarañarnos
sólo quiera tratar aquí el tema de nuestro tropiezo en
lo que tiene de más simple, desnudándolo de sus
numerosas, sutiles complicaciones y derivaciones. Por
ejemplo, sobre "El profundo valor expresivo de la tinta
plana" en Picasso y los cubistas mucho me gustaría
hablar— demostrando, claro es, lo que de camelo
inteligente y divertido tuvo todo eso—, pero creo muy
poco propicio el instante ya que me llevaría todo un
ensayo, es decir, robaría demasiado tiempo presente. Y
quiero terminar asegurándote que estás equivocado cuando
dices, a propósito de mi carta, que "hoy es menos lícito
que nunca hacer del propio temperamento una teoría", ya
que el cartel que yo pido no es, de ningún modo, el que
yo más puedo hacer, siendo suficiente recordar algunas
cosas mías para saber que si algo caracteriza mis
acuarelas y cuadros no es nunca el dramatismo y la
exaltación.
En fin, pienso, a pesar de todo, mi buen compañero, que
venimos a estar conformes, o casi conformes, aunque no
nos podamos entender.
Ramón Gaya
(*)
En HORA DE ESPAÑA, Año 1, N° 1, Valencia, enero, 1937.
(**) En HORA DE ESPAÑA,
Año 1, N° 2, Valencia, febrero, 1937.
(***) En HORA DE
ESPAÑA, Año 1, N° 3, Valencia, marzo, 1937.
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