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LA TRAGEDIA DE VITORIA

Historia 16 nº 2 junio de 1976

Por José Manuel Arija


La tragedia estalló en Vitoria a las cinco y cuarto de la tarde. La ciudad en huelga general, tras una tensión labora! creciente que persistía ya dos meses, estaba asombrada del camino adonde había conducido la «intransigencia de un puñado de empresarios», como decían los líderes obreros. A esa hora del día 3 de marzo, los transmisores de los vehículos de la policía armada eran un «bip-bip» constante de peticiones de comunicación, que muchos habitantes seguían desde sus casas a través de la frecuencia modulada de los transistores:

—«J-1 a Charli. Quería saber si estáis ya en la iglesia de San Francisco, que creo que hay una batalla campal.»

—«Charli para J-I. Sí, he estado hablando con un compañero y me ha dicho que hay heridos a manta. Pero no estoy aún allí porque me encuentro en la parte de atrás. Hay una barricada que me está obstruyendo.»

Por el otro lado de los protagonistas, un trabajador cuenta cómo ocurrió la muerte de Martínez Ocio, al salir precipitadamente de la iglesia de San Francisco para evitar la asfixia que producían los botes de humo lanzados a su interior por la policía:

—«Ocio estaba en la asamblea y salió corriendo delante de mí. Cayó de rodillas, intentó levantarse y volvió a caer. Cogí a Ocio por los sobacos pensando que las balas de goma le habían mareado. Le llamé. Contestó ¿qué? y se me cayó. Le metí de nuevo las manos por los sobacos. Le llevé a un banco. Se me volvió a caer. ¿Qué te pasa?, le dije. Se echó las manos al vientre, por el lado izquierdo, suspiró dos veces y murió sobre el banco. Yo grité ¡Que está muerto! Lo vi todo amarillo. Otro bote de humo cayó bajo el banco y acabó de marearme del todo.»

Los sesos

Romualdo Barroso también estuvo en la asamblea de la iglesia. Junto con sus amigos Paco y Juan, entró por la puerta de atrás y se sentó en el segundo banco. Cuando la iglesia se llenó de humo y gases, rompió los cristales: «salió por una ventana y fue entonces cuando lo ametrallaron» cuentan varios testigos. «Un chaval (Francisco Aznar) de unos 15 ó 18 años —testimonia otro trabajador— corría con un tiro en la cabeza, en la parte delantera, de la que brotaba mucha sangre. Fue herido antes y cerca de Ocio, pero corrió más y cayó muerto en lugar que llamamos ahora de los sesos.»

Otros dos obreros, que fallecieron días más tarde, elevarían a cinco el número total de muertos en la masacre del miércoles de Ceniza de 1976. En el funeral de los tres primeros, los sacerdotes decían en la homilía, que fue constantemente interrumpida por los aplausos de las cinco mil personas que llenaban el templo:

«No es lícito matar; no es lícito matar así. Lo dijo Dios: No matarás. Las muertes que hoy angustiosamente nos conmueven son, a nuestro entender, injustificadas, porque no existe para ellas objetivamente ninguna excusa.»

Y el trabajador Fernández Naves, uno de los líderes obreros más destacados de Vitoria, que tomó la palabra en el mismo templo de San Francisco, a continuación de la lectura de la homilía, dijo:

«Esos compañeros han muerto por lo mismo que nosotros hemos luchado y estamos luchando: por cinco mil pesetas de aumento igual para todos.»

Por cinco mil pesetas

Y, efectivamente, en morir por 5.000 pesetas reside gran parte de la explicación a los sucesos de Vitoria.

En diciembre de 1975, comenzaron las negociaciones para la renovación de los convenios colectivos, entre otras, en las dos empresas más importantes de la ciudad. Una, pertenece a una multinacional, Mevosa (Mercedes y Volskwagen SA), del grupo de Motor Ibérica; y la otra, es una empresa casera, Forjas Alavesas. Más adelante, también por razones de convenio o actualizaciones salariales, entraron en conflicto Aranzábal, Orbegozo, Areitio, Cablenor, Gabilondo, Apellániz, etc.

Los trabajadores de Mevosa abrieron las negociaciones pidiendo un 29% de aumento de la nómina global, a repartir linealmente para todos, un mes de vacaciones, 40 horas laborables a la semana, etc. El 18 de diciembre, la empresa contestó rebajando sensiblemente todas las peticiones y ofreciendo de incremento salarial el índice del coste de la vida más dos puntos. El personal no aceptó. Intentó iniciar una huelga legal y las autoridades laborales les dijeron que no era posible, ya que la plataforma reivindicativa no se ajustaba al decreto de congelación salarial. Los trabajadores, por indicación de la OS, redujeron al 20,5% la petición de aumento en las nóminas. La empresa, prometió estudiar la nueva formulación y dar una respuesta.

Por fin, el 9 de enero contestó: no se acepta tampoco la nueva petición y, por el contrario, la dirección ratifica su propuesta del 18 de diciembre, declarándola definitiva. Al ver esta decisión unilateral y el desinterés por entrar en negociaciones, la indignación de los trabajadores no se hizo esperar y, al día siguiente, comienza la huelga. A los cuatro días la empresa cierra la fábrica.

En Forjas Alavesas, las negociaciones comenzaron ya mal, al plantear la empresa como condición indispensable para sentarse a negociar, la aceptación del plan de cuatro relevos ininterrumpidos. La contrapropuesta obrera rechazó rotundamente los cuatro turnos, alegando el perjuicio que causaría a la vida familiar y social el tener que trabajar muchos sábados y domingos. Por otra parte, solicitaron, entre otras reivindicaciones, seis mil pesetas de aumento lineal y 42 horas de jornada semanal. La empresa no aceptó y el día 9 de enero comenzó la huelga. El 13, la empresa cerró la fábrica y a los tres días mandó las primeras 22 cartas de despido.

A mediados de enero, los desacuerdos salariales entre patronos y obreros habían extendido la huelga a las factorías de Aranzábal, Olazábal, Ivarte y Gabilondo. En total, 3.600 huelguistas, que a final de mes ascendían ya a 5.500, pertenecientes a una docena de empresas, muchas de ellas cerradas. Desde el primer momento, las asambleas masivas en las iglesias se definen como el centro informativo y decisorio escogido por los trabajado-

res para llevar la huelga. La asamblea es soberana, discute todos los problemas y toma las decisiones a brazo alzado; los representantes elegidos, son meros portavoces que no pueden decidir sin la ratificación asamblearia. A lo largo de los dos meses de conflicto se celebraron 245 asambleas en diferentes iglesias. La asamblea tenía, a la vez, el valor de una nueva forma de instrumento sindical y, por contra, de rechazo de la Organización Sindical. Rechazo que iba en aumento y radicalización a medida que los trabajadores sentían la frustración del abandono por parte de su organismo legal. Esto llegó hasta el punto de votarse, en las primeras asambleas, la dimisión de los enlaces y jurados, no por razones personales sino porque formaban parte del aparato sindical.

El movimiento asambleario y la convicción de no poder confiar más que en sus propias fuerzas, dio un paso más el 23 de enero cuando se celebró la primera asamblea conjunta de todos los obreros en huelga de las diferentes fábricas, llegándose a buscar reivindicaciones y acciones comunes, a las que se sentían empujados no sólo por la solidaridad, sino también por la represión, los despidos y las detenciones. Así, por ejemplo, al comienzo de las asambleas leían las listas de los esquiroles que entraban al trabajo y los piquetes de huelguistas recorrían las fábricas para impedirles la entrada.

Por parte oficial, la UTT del Metal reunió el pleno, el día 21 de enero, y acordó reafirmar el carácter puramente laboral de las reivindicaciones, solicitar la reapertura de las fábricas, llamar a la normalidad, pedir a las empresas que no sancionaran y plena libertad en la negociación colectiva. Pero el llamamiento —al igual que otra posterior reunión del Consejo de Trabajadores—se perdió en el vacío, ya que los empresarios no ofrecieron ninguna salida satisfactoria. En el aspecto económico las dos empresas claves apenas si variaron de postura. Mevosa, se negó a declarar el coste global de la nómina, por lo cual los trabajadores cambiaron su oferta del 20,5% de aumento, por 5.000 pesetas para todos (la dirección, había subido su oferta hasta el 19,6%) y Forjas Alavesas elevó ligeramente la suya, que fue rechazada por los trabajadores.

En el mes de febrero fueron frecuentes las manifestaciones ante las fábricas o los sindicatos. El día 2 fue disuelta una marcha que, a los gritos de «diálogo con los obreros» y «queremos trabajar», acudió a la sede sindical para entregar a los empresarios una nota pidiendo «un salario justo, una jornada razonable y un derecho al puesto de trabajo», así como la eliminación de sanciones y detenciones como condición para solucionar el conflicto. Los patronos insistieron en no negociar con los delegados de las asambleas o cualesquiera otra representación que no fuera la legal de los jurados; la OS, continuaba debatiéndose estérilmente entre ofrecer ayudas y las vías legales: huelga por el cauce reglamentario, asambleas autorizadas, rechazo de las dimisiones de enlaces, etc. Hasta cuando recibían a las comisiones representativas de trabajadores, los sindicatos tenían buen cuidado en matizar que lo hacían en calidad de sindicados y no de delegados.

Sin salida

Cada vez más, se iba claramente a un callejón sin salida, que indignaba a los obreros y les encerraba en sus propias posiciones. No podían volver a una legalidad sindical incapaz de arreglar sus problemas; no podían dialogar con unos empresarios que cerraron las fábricas, despidieron personal y se negaron a negociar; ni tampoco podían de buen grado someterse a unas autoridades que les habían multado, detenido y reprimido.

A mediados de febrero fracasó el primer intento de huelga general, «para que suelten a los detenidos y para que la patronal acepte a las comisiones de trabajadores». Autobuses y jeeps de la policía ocuparon el centro de la ciudad y la vida ciudadana siguió con normalidad, siendo puestos en libertad siete obreros detenidos. La radicalización hacía ver a los trabajadores que sólo a través de la fuerza obtendrían sus objetivos, como exponían en una asamblea el 17 de febrero: «Hemos conseguido la libertad de todos los encarcelados. Han tenido que aceptar las consignas que hemos gritado. De esta forma conseguiremos nuestros derechos y reivindicaciones. Hay que seguir luchando y mantener la unidad. De la misma forma que hemos conseguido la libertad, conseguiremos la readmisión». El mismo día en que así se hablaba en las asambleas el gobernador civil visitaba el acuartelamiento de la policía armada, pidiendo a sus unidades moderación y templanza en el cumplimiento de su deber.

Por estas fechas, no dejaron de aparecer métodos poco ortodoxos para acabar con la huelga: octavillas difamando a los líderes obreros, acusaciones de abuso en el dinero de las cajas de resistencia (que culminó con las cartas apócrifas leídas en televisión, acerca de unos miles de pesetas enviados por sindicatos extranjeros), rumores de sabotajes y las inevitables acusaciones de trasfondos políticos. Un representante de la dirección de Forjas leyó en una asamblea un comunicado en el que, entre otras cosas, se decía: «el actual problema de nuestra empresa Forjas Alavesas ha dejado de ser un problema económico-laboral para degenerar en un problema de índole política. En este terreno y aun lamentándolo mucho, no podemos negociar pues nuestra misión es fabricar acero y no discutir temas que afectan a otros organismos. Mucho se ha hablado de cargarse el sistema pero repetimos, nosotros fabricamos acero y procuramos ganar dinero para que todos, absolutamente todos, podamos vivir mejor».

En la segunda quincena de febrero, fueron frecuentes las manifestaciones al final de las asambleas. Se cumplían siete semanas de huelga y en muchas familias obreras se había acabado el dinero. La consigna era: «seguir la lucha para presionar la negociación». La tensión crecía por horas y el segundo intento de huelga general, el día 23, pese a que tampoco paralizó la ciudad, adquirió mayor envergadura que el primero.

Aumentó la dureza de la represión y los obreros, que hasta ese momento se habían manifestado pacíficamente, empezaron a responder con cortes de circulación, vuelcos de coches, etc. El 28 de febrero, se convocó una asamblea de «información al pueblo» en la iglesia de San Francisco. Y el día 1 de marzo este tipo de información se extendía a. los barrios. Con las iglesias llenas, se informó al pueblo, se hicieron llamamientos a la solidaridad... y se convocó la huelga general para el día 3 de marzo.

La huelga general

Desde las primeras horas de la mañana del día 3, los piquetes obreros recorren las fábricas llamando a la huelga general. Hacia las 9,30, otros piquetes de hombres y mujeres visitan establecimientos y tiendas incitando al cierre. Pronto el paro se extendió a más de 70 empresas y a unas 50.000 personas, prácticamente la totalidad de la población activa de Vitoria.

En los barrios comenzaron a agruparse los manifestantes que, poco a poco, fueron avanzando hacia el centro de la ciudad. En la zona de Adurza, varios millares de hombres y mujeres avanzaron pacíficamente por las calles H. Fournier, Nieves Cano, etc. En San Antonio, intervino la fuerza pública, disolviéndolos y persiguiéndolos por las calles. Después de la asamblea en la iglesia de Belén, los asistentes salieron en manifestación hacia la plaza de Bilbao y Reyes Católicos. Tras numerosos enfrentamientos y escaramuzas callejeras, la policía rompió la marcha. Comienzan las barricadas. Hacia el mediodía, unos dos mil manifestantes y las fuerzas especiales de la policía armada se enfrentaban en la Avenida del Generalísimo y calles laterales. Piedras, por un lado y bombas de humo y balas de goma, por otro, se cruzan en el aire. Se oyen las primeras ráfagas de metralleta. El resto de la mañana, hasta la hora de comer, transcurrió entre manifestaciones, carreras e intervenciones de la policía.

A las tres de la tarde, la ciudad ofrecía un aspecto desolador —con piedras, troncos, bidones, etcétera, esparcidos por las calzadas y numerosas barricadas que paralizaban el tráfico—, pero la situación parecía tranquila. Muchos ciudadanos creían que lo peor ya habría pasado y que durante la tarde disminuirían las manifestaciones, limitándose los obreros a ir a las asambleas.

En San Francisco estaba convocada una asamblea general abierta a todo el pueblo. Los vehículos policiales patrullaban toda la ciudad, comunicando constantemente, a través de sus transmisores.

—«Charli a J-1. Al parecer en la iglesia de San Francisco es donde más gente hay. ¿Qué hacemos?...»

—«Vamos a ver, Charli: en la puerta de la iglesia está la orden de desalojo. Si tú estás en condiciones, acércate con gente y desalojáis la iglesia primero.»

La iglesia está abarrotada de gente. Precipitadamente ha entrado un último y numeroso grupo antes de que la policía rodeara el edificio y cortase la entrada a los que aún esperaban fuera. Por los micrófonos se recomienda calma a los reunidos. Se oyen unos fuertes golpes en la puerta de la calle Fermín Lasuen. «Nos dicen por el micrófono —informa un testigo— que es la policía que tira piedras contra las puertas para provocarnos; que estemos tranquilos que no nos pueden hacer nada, porque no pueden entrar en la iglesia.» Aumenta el nerviosismo. Son las cinco menos cinco. De nuevo se vuelve a pedir calma, calma, a los cinco mil reunidos. «Estamos esperando que lleguen todos los miembros de las comisiones representativas para empezar», se dice a través de los altavoces.

Fuera, rodeando la iglesia, hay ya unos diez jeeps y dos autobuses de la policía; y, a unos cien metros, a la expectativa, muchas de las personas que no pudieron entrar. La fuerza pública que se encuentra así, con una masa de gente delante, recluida en la iglesia, y otra multitud hostil detrás, también comienza a sentirse nerviosa v a temer que nuevas barricadas les corten la retirada o la llegada de refuerzos.

—«J-1 a Charli. He mandado a J-3 al Gobierno a por los papeles y cuando los tenga irá a verse contigo. Dime en qué lugar te encuentras para no andar perdiendo el tiempo.»

Por la puerta suroeste, entran en la iglesia cinco policías armados con metralleta, cubriendo a un oficial que enarbola en su mano derecha un pañuelo blanco y un folio. Los reunidos empiezan a gritar «fuera, fuera» y ante la imposibilidad de poder parlamentar, se retiran. Según algunas informaciones, en ese momento no hay en toda Vitoria más allá de trescientos policías. Un grupo procedente de Valladolid se encuentra todavía a diez kilómetros de la entrada a la ciudad y, por el norte, dos autobuses vienen de San Sebastián.

La tragedia

—«J-1 a J-3. Procedan a desalojar la iglesia. Cambio.»

—«Vamos a proceder entre J-2 y J-3.»

—«Recibido. Cambio.»

En la iglesia de San Francisco, las fuerzas del orden han comenzado a actuar. Para desalojar el templo han roto los cristales de las ventanas y lanzado granadas de humo a su interior. El pánico y la asfixia se apoderan de los reunidos. Unos intentan salir atropelladamente y otros se tumban en el suelo para aguantar lo más posible.

Los trabajadores que esperaban fuera, al ver las condiciones en que salen sus compañeros, provocan a la fuerza pública para facilitar la huida a los de la iglesia. Un testigo: «Al ver que los policías lanzaban bombas al interior de la iglesia, me uní a los grupos cercanos en una operación de distracción, lanzando piedras a la policía con el fin de aligerar el fuego que hacían frente a la puerta, para que los compañeros del interior pudiesen evadirse con menos riesgo. Participé en cargas repetidas de este estilo, incluso poniéndome incitativamente frente a la policía para atraerla sobre mí».

—«J-3 para J-1. Tenemos heridos y estamos acorralados por todos los lados. Los de la iglesia (...) y por todos los lados nos tienen acorralados.»

Otro testigo: «Fuimos a casa de un amigo, donde conseguimos sintonizar con la emisora de la policía, donde escuchamos que iban a desalojar la iglesia e incluso con armas de fuego. Salimos por el barrio a dar el aviso y al separarnos me junté con alrededor de un centenar de personas en una de las calles que da a la iglesia, con el propósito de incordiar a la policía para que el desalojo fuera menos brutal. Así estuvimos cinco minutos hasta que, cuando la gente empezaba a desalojar la iglesia viéndose obligada a salir para evitar la asfixia, vimos que eran brutalmente apaleados y comenzamos a avanzar poco a poco hacia ellos. Ahora seríamos ya unos trescientos».

—«Charli-3 a J-1. Esto es una guerra en pleno. Se nos están acabando las municiones y se están liando a pedradas que no hay quien pueda con ellos. Estamos aquí, en San Francisco.»

—«De acuerdo. Llega allí otra sección de Valladolid. Creo que Charli-1 y Charli-2 también van para allá.»

Cuenta otro testigo, que acababa de salir de la iglesia con su mujer, siendo ambos golpeados por la policía: «Dejé a mi mujer reponiéndose en un rincón de la calle. Entonces, entre los que estábamos allí, decidimos tratar de alejar a la policía de la entrada. Agarramos piedras del suelo y todos a una nos lanzamos contra ellos que, efectivamente, se montaron en los jeeps y autobuses».

Son las cinco y cuarto cuando se oyen las primeras ráfagas de metralleta. Hay sangre en el suelo, heridos de bala y rumores de obreros muertos. La indignación crece. Algunos efectivos de las fuerzas del orden han tenido que replegarse a sus vehículos.

—«Adelante Charli para J-1.»

—«Tengo a la compañía parada delante de la vieja iglesia de San Francisco sin una gota de munición. Cambio.»

—«Vamos a ver, Charli. Dime qué tipo de munición necesitas. Cambio.»

—«Pues necesito cartuchos, necesito botes y necesito pelotas. Cambio.»

—«De acuerdo. Lo que pasa es que toda tu munición la tienen los de Valladolid que ni siquiera han pasado por aquí. Yo, si te mando botes y te mando pelotas, te lo mando sin cartuchos. Cambio.»

—«No. Eso es como si me enviaras una flauta y no sé tocar, ¿sabes? O sea, que tengo dos secciones y media paralizadas. La otra media todavía tiene unos poquitos. Por cierto, que aquí ha habido una masacre. Cambio.»

El luto

Los disparos de bala han arrojado tres muertos y 45 heridos (dos de ellos fallecerían días más tarde). En los hospitales hay otros muchos heridos por golpes.

A partir de las cinco y media, la ciudad entera comienza a enterarse, horrorizada y estupefacta, de la tragedia de San Francisco. Millares de personas se lanzan a la calle. Barricadas, coches volcados y destrucción de farolas y señalizaciones, que hasta entonces se habían respetado, impiden el tránsito. Muchas personas acuden a los hospitales para identificar muertos y heridos.

«Me lancé a un árbol. Lo rompí e hice tres cachos. Me lancé sobre otro y también lo rompí. El tercero no pude romperlo. Era más gordo y no tenía ya fuerza para nada. Un señor me llamó salvaje. Yo le contesté lo que fuera, pero cuando vio de lo que se trataba, comprendió y me ayudó. Hice dos cruces con los palos y las coloqué sobre la sangre en el lugar de los sesos. Decidí quedarme allí toda la noche, velando a mi compañero muerto. Recogí unas piedras, cerqué el lugar y con un pañuelo até los dos palos que formaban la cruz. Un señor me dijó que tenía los zapatos del difunto y si quería que los trajese. Le dije que sí, y los trajo. Acerqué una caja de papelera para proteger el sitio. Alguien trajo una vela. Después un bote de leche Sam y una botella de aceite y se preparó una lamparilla. Luego, trajeron más velas y las encendimos...» Otros, con la sangre fresca de los muertos, escribieron sobre el empedrado una palabra; «Justicia».

Dentro de la iglesia de San Francisco, el cura, llorando, depositaba en el altar mayor un centenar de casquillos y cápsulas de armas de fuego que había recogido entre los bancos.

(1) CPLSB