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Los fusilamientos de Mesas de Ibor

Historia 16, nº 251 febrero de 1997

Por Miguel López Corral

(Historiador)


Por lo abrupto de su terreno, la comarca cacereña de los Ibores era una de las más propicias para dar cobijo a los numerosos maquis que configuraban las 12, 13 y 14 Divisiones de Guerrilleros que actuaban por las sierras extremeñas. Al amparo de un paisaje sinuoso y de difícil acceso, donde la jara florece abundante y a la encina no le cuesta brotar, las partidas de los míticos El Francés, Chaquetalarga, Quincoces o El Jabato, malvivían gracias al inestimable apoyo que recibían de una parte de la población —era frecuente que en cada pueblo de esta zona hubiera más de una familia con algún miembro en el maquis— y con la vana esperanza de que la coyuntura internacional generada por la proximidad del final de la II Guerra Mundial ahogase al Régimen del general Franco y esto les permitiese un retorno a la vida normal. Para perseguirlos, la Guardia Civil había dispuesto un bloque de medidas de extraordinaria contundencia (1). Entre ellas había dos que aquí nos interesa resaltar. Una consistía en confiar el mando de la represión en aquellas provincias más castigadas por el fenómeno guerrillero a hombres curtidos en la crudeza de la guerra civil y por lo general con una hoja de servicios demostrativa de su lealtad incondicional al régimen surgido de la contienda civil; hombres capaces, en suma, de imprimir un estilo de dureza a la hora de actuar, que la propia Dirección General del Cuerpo alentaba, en la misma medida que les hacía abrigar la esperanza de que unos resultados eficaces en la represión contra el maquis podría catapultarlos hasta lo más alto del escalafón. La otra medida fue el concentrar hombres procedentes de unidades donde reinaba la tranquilidad para drenar con una tupida red de pequeños destacamentos las zonas donde el maquis proliferaba. Este fue el caso de Mesas de Ibor. En esta localidad estaba instalado un Destacamento perteneciente al puesto de Almaraz, y que en la primavera de 1945 estaba formado por él cabo Julián Jiménez Cebrián y los guardias Ti-moteo Pérez Cabrera, Sóstenes Romero Flores y Juan Martín González, a quienes el destino y las circunstancias de una época traumática convirtieron en desgraciados protagonistas de esta historia. Una historia contada sin apasionamiento y con el rigor que permiten los testimonios orales de testigos presenciales y el aval de fuentes documentales inéditas hasta ahora, pero que son de primerísima mano. Este relato es, pues y al margen de consideración alguna, la auténtica verdad de lo sucedido en Mesas de Ibor.

El destacamento de Mesas de Ibor

Juan Martín González, era uno de los muchos jóvenes españoles de su hábitat rural que tras la guerra civil buscaron en la Guardia Civil una salida a un futuro plagado de dificultades. Se trataba de una institución seria y, aunque pequeño, ofrecía un salario con el que poder sacar la familia adelante. Una vez en la Benemérita, el destino le llevó a Cuacos de Yuste, un pueblo rodeado de mucha historia. Allí la vida discurría serena y apacible, hasta que un día el súbito renacer de la actividad guerrillera en las franjas montañosas de la provincia donde prestaba servicio le llevó concentrado a Mesas de Ibor. Se trataba de una más de las muchas servidumbres que tenía la dura profesión que había elegido, y no quedaba más remedio que resignarse. Como la concentración era sólo por tres meses, al principio partió en solitario, a la espera de ver si el ambiente del nuevo destino reunía las condiciones de sosiego que deseaba para los suyos. Pronto comenzó a albergar esperanzas al respecto, porque cuando el mismo día de su incorporación se vio obligado (2) a recorrer a pie la distancia que separa Navalmoral de la Mata de su nuevo destino, pudo comprobar la afabilidad para con la Guardia Civil de las buenas gentes de Mesas de Ibor que le acompañaron durante el largo trayecto. Ya en el pueblo, comprobó la hospitalidad de los vecinos y terminó por convencerse de la conveniencia de llevarse a los suyos con él, y dado que la casita que hacía las veces de cuartel no poseía viviendas para la plantilla, hizo como sus demás compañeros y alquiló una vivienda pa- ra su familia. Al fin y al cabo, el nuevo destino no era tan malo como a simple vista se podía creer: el ser- vicio no exigía grandes esfuerzos (consistía en los típicos apostaderos y correrías por los alrededores y posibles puntos de paso de los maquis) y se daba una serie de elementos que contribuían a aumentar su atractivo: el figurar en calidad de concentrado permitía ver el sueldo duplicado (diez pesetas diarias adicionales que sumar a las 300 mensuales), la generosidad de los vecinos ayudaba a no tener la despensa vacía y por el momento los maquis buscaban más el resguardo de la sierra que el enfrentamiento con los guardias. Así las cosas, Juan Martín tuvo pocas dudas en prolongar el período de concentración por unos meses más. Las primeras semanas del invierno de 1944 transcurrieron tranquilas para él y su familia en Mesas de Ibor. Tanto, que era preciso buscarse alguna forma de evasión con la que vencer la monotonía de las horas francas del servicio. No existían muchas alternativas, ciertamente, pero para un hombre criado en el campo como él, resultaba agradable coger la nasa y bajar unas horas al río a pescar anguilas, o incluso, si se terciaba, salir a cazar tordos o cualquier otro ejemplar de las frugales especies cinegéticas de la comarca. En realidad, se preguntaría ¿qué otra cosa podía hacer un guardia civil en aquella España rural, desprovista de toda posibilidad de distracción?; o acaso, entretenerse como sus compañeros con los juegos de cartas, tan extendidos en los pueblos de aquella España; o tal vez, como hacía su compañero Sóstenes, arreglando botas en casa del zapatero del pueblo. Pero tampoco le servían, porque ni le gustaban las cartas ni tenía las necesidades de Sóstenes: cuatro hijos y otro en camino (3). Así que la familia constituía para Juan, como para tantos otros guardias civiles, el mejor de los refugios. Pero por entonces la penetración en España de guerrilleros por el valle de Arán estimuló la hasta entonces débil actividad de las partidas, y la relativa calma se vio de repente turbada por comentarios que hablaban de una feroz campaña propagandística de los maquis contra el régimen de Franco, a la vez que de una ola de hostigamientos contra las fuerzas de seguridad y otros objetivos. Como era previsible, los Ibores estuvieron lejos de ser una excepción a este despertar del maquis. De modo que al despuntar los primeros meses de 1945, las noticias de fallidos asaltos a cuarteles de la zona (4) hicieron sonar la alarma en la Jefatura de la Comandancia. Su jefe, el resuelto y condecorado teniente coronel Gómez Cantos, no vaciló en tomar las primeras medidas (5). Entre ellas figuraba la orden de que las familias de los guardias se retirasen hacia zonas más tranquilas y que la fuerza permaneciese acuartelada el mayor tiempo posible. La prudente medida no alteraría la rutina del servicio, pero sí la vida cotidiana de Juanito y de sus compañeros, que hubieron de cambiar el hogar familiar por la frialdad y limitaciones de la vida en el cuartel.

La casa utilizada como cuartel en Mesas de Ibor estaba situada en la esquina NO de la plaza del pueblo (denominada de Calvo Sotelo en aquellos tiempos y de la Constitución hoy). Se trataba de un edificio austero, de planta baja, en armonía con el resto de las casas que configuraban el entorno rectangular de la plaza y que apenas reunía condiciones para ser habitado. Sin embargo, era una orden y de nuevo había que resignarse. A falta de sus esposas y al objeto de estar mejor atendidos, los guardias convinieron en contratar los servicios de Petra Gómez Mateo, una mujer de 76 años, apodada La Castellana, cuya ancianidad y acusada sordera no le impedían encargarse de la cocina y cuidados domésticos del cuartel.

Los maquis en el pueblo

La tarde del 17 de abril, como otras muchas tardes, La Castellana se dirigió desde su casa al cuartel para cumplir con sus quehaceres. Durante el trayecto no advirtió nada raro. Todo parecía estar en orden. Pero en realidad no era así, porque aquella tarde Mesas de Ibor contaba con un visitante especial: Jerónimo Curiel El Gacho. Se trata de un vecino del pueblo, ex-recluso a causa de sus ideas izquierdistas, enrolado como jefe de guerrilla en la partida de Chaquetalarga y con estrechos vínculos familiares en la localidad (tenía dos hermanas y un hermano). Como buen conocedor de las polvorientas calles de Mesas, a El Gacho no le fue difícil pasar desapercibido, mientras comprobaba personalmente que las noticias recibidas de sus confidentes sobre la situación de los guardias del Destacamento eran en efecto correctas para el objetivo que se había propuesto. De modo que cuando llegó al cuartel, a Petra sólo le sorprendió hallar en su interior solamente a dos en lugar de los cuatro componentes de la plantilla. Uno era el guardia de puertas, Timoteo Pérez Cabrera. El otro era Juanito Martín.

Por su parte, el cabo Jiménez Cebrián y el guardia Sóstenes Romero habían decidido acompañar al secretario del Ayuntamiento, el falangista y jefe local del Movimiento, Juan Soleto, al almacén de vinos que Eulalio Sánchez Fraile, un ex-huido y recién llegado de la toledana población de Valdeverdeja, había abierto en una calle próxima, a unos 40 metros del cuartel, y que tan solo siete días antes había decidido convertir en taberna, la cuarta del pueblo. Tal vez por ello, Jiménez deseaba saber quiénes frecuentaban el nuevo local con más asiduidad y de paso conversar con algunos conocidos (6). Como era de esperar, se encontraron con un ambiente animado y con algunos amigos del Cuerpo como Nicolás Sánchez Martín, un hacendado tratante del pueblo, a quien un mal día los maquis habían secuestrado y exigido un rescate de 55.000 ptas, al que a duras , penas pudo hacer frente, y por lo que había sido autorizado a portar arma particular. Para departir con mayor intimidad, los guardias y el secretario se apartaron a una estancia contigua al zaguán del almacén, en donde tomaron asiento. Allí, los minutos transcurrieron en relajada calma, a la espera del final de la jornada.

Mientras, en los arrabales de la zona norte del pueblo, aguardaban agazapados Jerónimo Curiel Gómez y treinta y siete hombres más reclutados para la ocasión de las partidas de El Francés y de Chaqueta larga. También estaban a la espera de que los últimos estertores del día llegaran a su fin y así, con la oscuridad como aliada, poder llevar a efecto su plan sin correr riesgos innecesarios. El Gacho era consciente de que si su presencia entre los componentes de la partida era detectada, sus tres hermanos podían pasarlo mal, en especial Bonifacio, cuyos problemas con la Guardia Civil habían ido en aumento en las últimas semanas, sobre todo a raíz de que le fuese retirada la escopeta y el hurón con los que se dedicaba al furtiveo y con los que se valía para ayudar a sacar adelante a su numerosa prole (7). De manera que, con todo bien tramado, sólo era cuestión de esperar la hora convenida. Esta era la de las nueve de la noche. A esa hora los maquis irrumpieron en las calles del pueblo. En una acción coordinada dividieron sus fuerzas en dos, grupos. Uno se dirigió al cuartel. El otro, a la taberna de Eulalio Sánchez. Suenan los primeros disparos y a partir de este momento todo sucede con gran rapidez. Los vecinos, aterrorizados, corren a resguardarse en sus casas. Nadie se atreve a preguntar quiénes son aquellos hombres que armados hasta los dientes y enfundados en monos azul oscuro —la mayoría— camisa caqui —unos pocos—, leguis, gorras de montaña y aire marcial, han irrumpido con violencia en el pueblo. Todo aquel que pretende asomarse a curiosear es advertido de que podría sufrir las consecuencias de semejante intrepidez... ¡Cierren puertas y ventanas o hacemos fuego contra ellas!, se oye decir a los maquis, mientras se producen algunos disparos al aire (8). Entretanto, en el cuartel, los guardias Timoteo Cabrera y Juan Martín apenas logran sobreponerse de la sorpresa y son inmediatamente reducidos. Allí, en la cocina, permanecen encañonados por dos maquis, con las manos arriba. Pero ahora Juan Martín se niega a resignarse. Su sentido del honor le incita a rebelarse. No se lo piensa dos veces y con gran arrojo se lanza a por uno de sus agresores, lo despoja del arma y lo derriba, pero no puede evitar que el otro maquis le dispare a quemarropa. El primer disparo sólo le roza el brazo, pero el segundo le atraviesa el vientre. Queda muy mal herido. La bala ha penetrado por la región epigástrica del hipocondrio derecho y presenta un orificio de salida por el crudal del lado izquierdo. Es visible la masa intestinal y pierde abundante sangre (9). Su estado es grave. Mientras esto acontece, La Castellana, logra alcanzar la calle y corre despavorida en ayuda de los otros guardias, pero sus gritos de ¡Que vienen los rojos! la delatan y es conminada por un grupo de guerrilleros a permanecer en silencio. Sus intenciones, sin embargo, sí se ven cumplidas, por cuanto dos chiquillos de apenas doce años, Lorenzo Romero y Serafín Miguel, consiguen abrir la puerta del establecimiento de bebidas y avisar de que los rojos han entrado en el pueblo. De nada sirve su temeridad, porque acto seguido penetran en el bar los primeros maquis al grito de ¡Manos arriba! y disparos intimidatorios. Son momentos de gran nerviosismo y tensión. El cabo, el guardia y el secretario tratan de protegerse en dos estancias contiguas y se hacen fuertes con sus armas. Hasta un total de doce disparos se producen, en un fuego cruzado que pronto tiene como consecuencia los primeros heridos entre los clientes del bar: se trata de Lucas Barquilla y de Francisco Sánchez. Lo mismo le ocurre a la cuñada del dueño cuando una bomba de mano es lanzada desde el exterior y cae a su lado, justo en el hueco de la chimenea donde se había parapetado. De repente, un gélido silencio recorre todo el edificio y da paso inmediato a los primeros gemidos de dolor por parte de los heridos. Los maquis aprovechan entonces para instar al cabo a la rendición . La situación es realmente difícil, pero alguien sugiere que siendo cuatro los defensores armados —Nicolás Sánchez también portaba arma— se puede resistir: todavía queda la baza de que se produzca una reacción desde el cuartel. Sin embargo, esta esperanza pronto se desvanece: los maquis anuncian la rendición del cuartel y la existencia de un guardia herido grave. Con las municiones casi agotadas, la situación se torna desesperada. Ni siquiera la falsa ventana por donde el dueño del bar había conseguido burlar el cerco es segura, al ser los maquis puestos sobre aviso de su existencia. El cabo, influenciado por los quejidos de dolor de los heridos, acepta dialogar. Los maquis exigen la entrega inmediata del armamento y de los uniformes de los guardias, a cambio de la firme promesa de que nada les ocurrirá si sus demandas se cumplen. El cabo Jiménez sólo acepta si la promesa incluye el absoluto respeto a la población civil. Los maquis asienten de buen grado. Jiménez sale entonces al encuentro de sus interlocutores, pero no así el guardia Sóstenes, que manifiesta su deseo de morir antes que entregarse. El cabo impone finalmente su autoridad y consigue que Sóstenes deponga sus armas. Atrás quedaban treinta intensos minutos, de lucha y angustia.

Superado el dramatismo inicial, los maquis se esfuerzan por dispensar a los guardias un trato cortés, pero la carga emocional flota en el ambiente, a modo de tensa calma. Los maquis consideran llegado el momento de cobrar el botín que en apariencia habían ido a buscar, y acuden al cuartel haciéndose acompañar por el cabo Jiménez y el guardia Sóstenes. Registran todo y se llevan varias saharianas, documentación, municiones, pertenencias personales y el armamento (10). Hecha la requisa, consienten en que el guardia Sóstenes y dos de los suyos busquen al médico del pueblo, un hombre de 65 años llamado Salvador Esteban Gómez, y atienda en primera instancia al guardia Juan Martín y sólo después de que le ha hecho las primeras curas se desplace al ejido de las afueras del pueblo y haga lo mismo con el camarada que les espera con su rostro oculto tras una visera. Es el mismo que había resultado herido leve durante el forcejeo en el cuartel con Juan Martín (11). No transigen, sin embargo, con la recomendación del médico de que ante la gravedad de su herida el guardia sea conducido a un centro sanitario (12). Paralelamente, otros maquis acuden a casa del secretario, de donde se llevan armas, embutidos y cuatrocientas pesetas (13). Cumplidos estos trámites, ya no parecía existir impedimento para celebrar el éxito de su acción. Era hora de demostrar al pueblo sus bondades y para ello nada mejor que hacerse acompañar en todo momento por el cabo Jiménez y el guardia Sóstenes, de bar en bar, en plan amistoso. Incluso, existen testimonios que aseguran haber oído a los maquis aconsejar a los guardias que bien se uniesen a ellos, bien se marchasen a otra Comandancia, bien huyesen a Toledo. Cualquier decisión menos quedarse en Mesas... ¡Porque si lo hacéis, conociéndolo como lo conocemos, Gómez Cantos os fusila! Por su parte, el pueblo, todavía aturdido, asiste con estupor a las escenas de los maquis y los guardias departiendo amistosamente, tan sólo unos minutos después de haberse jugado la vida a balazos. Era, qué duda cabe, la cruda realidad de una España que dirimía sus miserias a hurtadillas, a modo de una tragicomedia que pronto, fatalmente, iba a convertirse en tragedia. Un primer síntoma lo hacía presagiar: Juan Martín yacía inerme en el cuartel, desangrándose sin remedio. El médico no ha conseguido frenar la hemorragia, y clama impotente el traslado urgente de su paciente a un centro hospitalario. Por fin, sobre las doce treinta de la madrugada, los maquis optan por abandonar Mesas de Ibor... Lo hicieron en perfecta formación —aseverarían varios testigos— con sus fusiles al hombro, cantando La Internacional, a las órdenes de los que denominaban El Coronel y El Lucas, y tras obligar al cabo y al guardia Cabrera a que los acompañase hasta las afueras del pueblo y los despidiesen con un saludo militar (14). A continuación, se perdieron en la noche. Unos, al amparo del monte. Otros, a su no lejano hogar en cualquier pueblo de la sierra. La mayoría, a un risco existente sobre el pantano de Valdecañas, donde permanecerán ocultos por espacio de dos noches y un día (15).

Gómez Cantos entra en escena

Ignorantes de que la pesadilla vivida distaba de haber llegado a su final, los guardias civiles de Mesas de Ibor obviaron los consejos de los maquis y se aprestaron a arrostrar su responsabilidad. Sin pérdida de tiempo, el cabo Jiménez redacta una escueta nota y la envía con dos jinetes a Navalmoral de la Mata, cabecera de la Compañía, con el encargo de que a su llegada pongan un tele-fonema a la Comandancia y avisen de la existencia de un herido al capitán de la unidad. Y es que a su compañero Juan Martín se le va la vida. Febril y casi inconsciente, su estado es crítico y se teme lo peor de un momento a otro. Por eso, antes de que sea tarde, don Felipe, el anciano sacerdote de la localidad que convalece enfermo en su domicilio, es avisado para que preste al herido los auxilios espirituales. Por fin, a las tres de la madrugada se produce la anhelada evacuación. Sin apenas sangre corriendo por sus venas, Juan Martín emprende el tortuoso camino que ha de llevarle a Cáceres. Antes, sin embargo, por si fuera poco el tiempo perdido, hubo de detenerse en Navalmoral (16). En esta localidad, a las cuatro treinta horas de la madrugada había sido remitido a la Jefatura de la Comandancia el texto del cabo Jiménez con la versión de los hechos. Su contenido, tal vez por un deseo de exculpación, tal vez por así haberlo acordado con los maquis (17), daba una versión sesgada de lo ocurrido: Jefe Destacamento Mesas de Ibor —decía el telefonema— a Primer Jefe 106 Comandancia Rural. Cáceres. Partida guerrilleros número de 20 a 25, asaltaron noche hoy Destacamento, resultando herido grave un guardia y varios paisanos tiroteo sostenido, igualmente heridos guerrilleros, que emprendieron huida dirección Fresnedoso (Dado Navalmoral y recibido en Cáceres 4,30 del 18-4-1945).

Por su parte, el capitán de la Compañía, José Novoa Oropesa, no reacciona y permanece en Navalmoral. Torpe de reflejos, el oficial dispone con acierto el desplazamiento de un vehículo con tres guardias para recoger al herido y trasladarlo a Cáceres, pero elude personarse con parte de sus veinticinco efectivos en el lugar de los hechos, decisión que terminará por acarrearle serios disgustos (véase anexo). Sin embargo, para él permanecer en su base tenía una explicación. Había arrancado de los propios enviados por el cabo una versión de los hechos plagada de notables contradicciones, y ésto le hizo sospechar. De manera que opta por interrogar al herido sobre lo sucedido, aprovechando su paso por Navalmoral de la Mata. Casi sin aliento, Juan Martín apenas consigue articular unas palabras en presencia de su capitán, pero sí las suficientes como para que, a las 5,55 horas de la madrugada, Novoa Oropesa remita un telefonema cifrado a su Jefe de Comandancia con el texto siguiente:

Capitán 4" Compañía a Primer Jefe 106a Comandancia.— Cáceres.— Texto.— Letra J.—Texto descifrado.— Fuerza esta Cabecera marcho Mesas de Ibor recoger Guardia herido para ingreso Hospital esa Capital. Manifiesta a su paso por esta que anochecer ayer estando mitad fuerza destacamento vigilando extramuros y el resto en cuartelillo, sostuvieron todos tiroteo con unos 40 huidos, los que se llevaron armamento y municiones de toda la fuerza. Sin más novedades y que desde madrugada última tienen conocimiento agresión Capitán 1 a Compañía Operante y Teniente Destacamento Castañar de lbor. (18).

En la Jefatura de Cáceres la confusión es total. Gómez Cantos no acaba de dar crédito a las noticias que le llegan y esto hace que afloren los rasgos de su compleja personalidad. Es verdad que el telefonema del cabo invitaba a sentirse satisfecho, y así lo había exteriorizado en un radiograma urgente enviado a las 5 de la madrugada a la Dirección General, dando cuenta de la versión del cabo e indicando haber ordenado la batida de la zona (19), pero el informe del capitán de Navalmoral da un vuelco a su estado de ánimo. Es entonces cuando, presa de cólera, decide asumir personalmente la dirección de las investigaciones. Rápidamente determina que el teniente destacado en Alía, Cipriano Sáenz, se desplace de inmediato a Mesas de Ibor e instruya diligencias; al mismo tiempo, desvela sus intenciones en un radiograma urgente, donde pone el hecho en conocimiento de Tercio, Zona y Dirección General:

Primer Jefe 106 Comandancia rural Guardia Civil a Dirección General Guardia Civil, Jefe Zona y Coronel Tercio. Madrid, Sevilla y Badajoz. TEXTO: A las primeras horas de hoy me participa Jefe Destacamento Mesas de Ibor que grupo numeroso de huidos intentaron y asaltaron local se aloja fuerza, sosteniendo tiroteo resultando heridos guerrilleros que emprendieron dirección Fresnedoso, por nuestra parte herido un Guardia.— Capitán Guadalupe y Teniente Villar Pedroso con órdenes concretas y severas se encuentran con fuerza actuando. Posterior recibo tele-fonema cifrado del Capitán Navalmoral que en términos de informes adquiridos me manifiesta negligencia sin límites en las fuerza y apatía incalificable que comprobaré urgente y personalmente y obraré con gran energía como requiera y exija el caso ocurrido quedando en ampliar informes cuando sean comprobados por esta Jefatura. Respetuosos saludos. (20).

Luego toca a rebato, y a las diez en punto de la mañana emprende viaje por carretera hacia el escenario de los acontecimientos. Lo hace como siempre, rodeado de su fiel escolta: una sección autodenominada de Seguridad, que manda el sargento Tapia y que se compone de unos veinticinco hombres, en su mayoría guardias jóvenes de entre dieciocho y diecinueve años procedentes del Colegio de Valdemoro, pero donde también figuran algunos veteranos de su confianza. Son los Rosario, Domingo Machacón, Avila Espadero, Constante Díaz, Ángel Borreguero, Luis Carabia, Cuadrado y el cabo conductor Juan Rodríguez Alvarez (21).

Mientras recorren los kilómetros que les separan de Mesas de Ibor, de la boca del teniente coronel apenas emana una palabra. Los que le conocen adivinan por su semblante frío y distante que la irritación invade su cuerpo. Bien es verdad que le preocupan los actos de sabotaje que los maquis puedan realizar con los uniformes sustraídos del Destacamento, y más si no consigue capturarlos pronto. Pero lo que en realidad absorbe su pensamiento es su obsesión, casi patológica, por resaltar ante los demás que está hecho de una pasta especial. Por eso, todos saben que desde el primer momento tiene muy claro lo que va a hacer anegar a Mesas de Ibor, y que nada ni nadie se podrá interponer en sus intenciones. Tan sólo hará falta constatar algunos extremos, más formulismos que otra cosa, para que pase a liquidar el asunto a su manera.

Quienes así piensan no se equivocan. No en vano son conocedores de que Gómez Cantos es, ante todo, un beneficiado de la guerra civil, a la que prácticamente debe todo lo que es, después de que hasta julio de 1936 su hoja de servicios fuese todo menos un ejemplo a seguir. Desde que en enero de 1920 ingresara en la Guardia Civil procedente del arma de Infantería, su trayectoria había estado salpicada de escándalos y muestras de indisciplina. Traicionado por un carácter arrogante, en su curriculum no faltan las correcciones de sus superiores por estafas, malos tratos, insubordinación, turbios negocios y, sobre todo, deudas injustificadas. En todo caso, siempre un denominador común: una inusual carencia de principios éticos (22). Sin embargo, este era el hombre en quien la Dirección General de la Guardia Civil había depositado la confianza para el mando de una provincia y otorgado plenos poderes en la lucha contra el maquis. La razón era obvia, y todos la conocían.

La guerra civil había dado un drástico giro a su vida. Y todo porque el destino había querido que la sublevación del 18 de julio le sorprendiese al mando de la compañía de Villanueva de la Serena. Allí, ya que valentía nunca le había faltado, no sólo se sumó a la rebelión, sino que con su arriesgada actuación consiguió librar a sus hombres de las iras milicianas, causar a éstas numerosas bajas y al frente de una columna de escasos efectivos frenar al enemigo en Miajadas, favoreciendo así el avance de las tropas africanistas en su camino hacia Madrid. Todo un alarde de audacia, sin duda, que no pasaría desapercibido para el mando y que le valdría la obtención de una de las dos más altas condecoraciones en tiempos de guerra: la medalla militar individual, auténtico trampolín para proyectarse. Y así sería, porque a partir de aquí todo le vendría de cara. Primero, se convertiría en el subordinado de confianza del general Urrutia, que supo ver en sus expeditivos métodos al hombre que exigían tiempos tan difíciles para nombrarlo jefe de Policía del 2° Cuerpo de Ejército. Luego, ya de comandante, fue nombrado gobernador civil de Pontevedra y más tarde le dieron el mando de la Comandancia de Cáceres, en plaza de superior categoría. Por último, tras su ascenso a teniente coronel, su contundencia (en sus enfrentamientos rara vez había detenidos ni heridos entre las filas enemigas, tan sólo muertos) en la lucha contra el maquis le dieron el mando del sector que operaba en las provincias de. Ciudad Real, Cáceres, Toledo y Badajoz. Así hasta que el cambio de política de la Dirección General le devolviera el mando de la Comandancia de Cáceres, donde llevaba cinco frenéticos años imponiendo su peculiar estilo de lucha contra el maquis. De modo que, ahora que le quedaba poco para el ansiado ascenso a coronel, no iba a tolerar que la tibieza de sus hombres entorpeciese su fulgurante carrera. Mas al contrario, en Madrid se confiaba en él y no podía defraudar con actos que ofreciesen la más mínima sombra de debilidad.

El largo 18 de abril en Mesas de Ibor

 Mientras tanto en Mesas de Ibor ya había amanecido. Muy pocos habían logrado conciliar el sueño. Algunos vecinos habían asistido, enmudecidos, a la escena reflejo de cómo la zozobra se había adueñado de los componentes del Destacamento, de cómo deambulan inquietos de un lado a otro de la plaza, con la mirada perdida y la mente en blanco, tratando de consolarse mutuamente, aguardando la llegada del primer contingente de compañeros procedentes de otras unidades, presumiblemente para darles ánimo, o al menos eso pensaban. Y aunque recelan del talante de su jefe de Comandancia, dejan entrever un moderado .optimismo sobre el desenlace final de la amarga experiencia vivida. Después de todo, lo peor que podía ocurrirles era que los expulsasen del Cuerpo, y hasta eso era improbable. Por fin, a media mañana, aparecen las primeras avanzadillas. Todo son muestras de comprensión y el tono es distendido. La plaza se torna bulliciosa, mientras adquiere una tonalidad cada vez más verde, a medida que llegan más y más guardias civiles.

El cabo Jiménez no puede ocultar su alegría por verse al fin rodeado de los suyos, e incluso bromea con el sargento Guerra... ¡Mi sargento, de buen follón nos libramos anoche. Se portaron muy bien con nosotros! (23). Sobre las catorce treinta horas aparece el capitán Emiliano Planchuelo, jefe de la Compañía de Trujillo, y encargado del grupo de operaciones en la sierra de Guadalupe. Su aspecto no invita al optimismo, pero tampoco logra romper la relajación existente. Sólo se interesa por la marcha del informe del teniente Cipriano Sáenz, encargado de las diligencias. Los vecinos, por su parte, asisten, entre escépticos e impasibles a tanto ajetreo. Son cerca de las tres y media de la tarde y muchos acaban de almorzar. Apenas unos minutos más y de repente la plaza del pueblo se queda en silencio: Gómez Cantos acaba de llegar a Mesas de Ibor.

Su llegada al pueblo permanece imborrable en la mente de Esperanza Fernández Ruíz, una vecina que vivió intensamente aquellos momentos, que ahora evoca ...El pueblo estaba lleno de guardias. Vinieron guardias de todos los pueblos de la zona, había decenas, estaban por todas partes, hablando entre ellos, en tono distendido. De repente apareció aquel señor, bajito y menudo, de porte arrogante y altivo, con un puro en la boca. Toda la plaza enmudeció y luego se oyó un gran estruendo de taconazos y reverencias... (24). Guardia Sóstenes Romero

Gómez Cantos no pierde ni un segundo. Desde el primer momento asume las riendas de la situación, orilla a todos sus subordinados y, desde luego, el rumbo de los acontecimientos adquiere una nueva dimensión para los componentes del Destacamento. Para empezar, se encuentra con el informe del teniente Cipriano Sáenz, que es demoledor para los guardias (25). Luego toma declaración a algunos vecinos, entre ellos al secretario Juan Soleto y al tabernero Eulalio Sánchez, decidiendo el inmediato encarcelamiento de ambos y la búsqueda y captura del alcalde, Laureano Sánchez Martín, ausente en aquellos momentos, y que también terminaría en la cárcel (26). Tras esto, apela a su sentido del honor y ordena el arresto fulminante del cabo y los dos guardias en el cuartel, sin antes tomarles declaración.

Como consecuencia, el pesimismo empieza a cundir entre ellos y del optimismo del amanecer se pasa, bruscamente, al desaliento más completo. El guardia Sóstenes, que horas antes había acudido a depositar una carta en un buzón (que reproducimos por su interés) y desoído los consejos de una vecina del pueblo animándole a que huyese con sus compañeros ante la posibilidad de ser fusilados, respondió en un tono que no deja lugar a dudas sobre su estado de ánimo... ¡Pero qué cosas dice, tía Urbana, cómo nos van a fusilar, no ve que son nuestros jefes...! Sin embargo, cuando a poco de llegar, Gómez Cantos le ordenara que fuese a por un botijo de agua para refrescarse del intenso calor, de su semblante afligido sale un hondo y entrecortado suspiro que dice... ¡Tía Urbana, no hay nada que hacer, nos van a matar! (27).

El fusilamiento

Como si de un sueño kafkiano se tratase, los tres componentes del Destacamento ven cómo lo que parecía una quimera se torna triste realidad: ¡Es imposible creerlo... Nos van a fusilar. Nuestros propios jefes nos van a fusilar, y sin opción a que tan siquiera podamos ser oídos o defendidos!, suspiran para sus adentros. Para mayor desolación, desde Cáceres llega la desgraciada noticia de que Juan Martín ha muerto. Después de cuatro horas en el hospital militar (había ingresado a las 12,30 horas), los esfuerzos por salvarle la vida han resultado estériles: las transfusiones no prendieron en su maltrecho cuerpo y a las cuatro y media de la tarde expiró. Ahora ya sí que nada detendrá a Gómez Cantos. Firmemente decidido a aplicar su peculiar interpretación del artículo 294 (cobardía ante el enemigo) del Código de Justicia Militar, en el interior del cuartel el teniente coronel da comienzo al ritual que para la ocasión contemplan las ordenanzas militares. Lo hace con una intachable perfección, que a muchos les parece extraída de un guión previamente ensayado. La secuencia es conmovedora. Primero arranca las botonaduras de las guerreras de sus víctimas; luego los despoja de ellas, ordena que sean quemadas en el corral contiguo al cuartel y que el sargento Adolfo García Guerra amplíe las diligencias del teniente Sáenz; por último, manda que cada uno de los reos redacte una nota que relacione, exclusivamente, las pertenencias oficiales que les fueron sustraídas por los maquis (27 bis).

Poco antes de las cinco y media, Gómez Cantos sale del cuartel a dar una última ojeada al escenario donde tiene previsto ejecutar su acción. Se hace acompañar en todo momento por el capitán Planchuelo. Observa a su alrededor, hasta que su mirada se detiene en un pequeño muro de adobe y piedra que cubre una huerta en la esquina del flanco Oeste de la plaza, al lado de una casita de aspecto humilde, muy próxima al cuartel. Parece el lugar idóneo para sus propósitos. Luego manda despejar la plaza de civiles y que en ella permanezca tan sólo su sección de seguridad. Después, recrea erguida su estampa lorquiana, mientras pasea su escasa estatura (1,60 mts) de una punta a otra de la plaza, siempre acompañado del capitán Planchuelo y siempre con su inseparable puro en la mano.

Entretanto, en el interior del cuartel los tres guardias terminan de redactar la nota que su jefe les había encomendado. Presintiendo cercano su final, el cabo suplica que al menos se le permita la última confesión, pero le es denegada. Impotente, mira a su alrededor y no ve más que rostros absortos, inexpresivos. Nadie se atreve a insinuar nada. Después, mira la mano donde porta su anillo matrimonial de oro; se lo quita y con la voz quebrada, pero firme, ruega al guardia conductor Ángel Borreguero que se lo entregue a su familia (28). Sóstenes Romero y Timoteo Cabrera nada dicen, pero sin duda no pueden apartar la mente de sus seres queridos, ajenos a la tragedia que en Mesas de Ibor se está gestando. Luego son obligados a salir a la plaza, los tres juntos, custodiados y esposados por sus verdugos.

La imagen es patética. Se les ve avanzar con el rostro afligido, con el torso tan sólo cubierto por una camiseta blanca, de tiras, desgarrados por la impotencia..., pero encarando con entereza el crucial instante. Son minutos intensos, dramáticos, que el pueblo presencia en sepulcral silencio, algunos desde las rendijas de sus casas, otros desde las diversas bocacalles que dan a la plaza, todas, en cualquier caso, rebosantes de gentío. Un gentío al que se unen los niños que en ese momento acaban de salir de la escuela. Antes, no pueden evitar detenerse a presenciar el espectáculo que les brinda una época que cincuenta años después recuerdan con vergüenza y dolor.

Son las cinco y media de la tarde. En la plaza ya sólo hay guardias civiles de la confianza del teniente coronel y, por supuesto, Jiménez, Sóstenes y Cabrera (29). Es Gómez Cantos quien dirige personalmente los preliminares de la ejecución. Selecciona un piquete de cinco jóvenes colegiales para que a su voz de mando disparen sobre los condenados. Pero no serán cinco, sino cuatro, porque uno de ellos no puede soportar la ten- Sión y se desploma desmayado. Sus compañeros se perciben y acuden veloces en su auxilio, a la vez que, por si acaso, se esmeran en ocultarlo de la vista del teniente coronel. Mientras tanto, Gómez Cantos completa el ceremonial ordenando a cada una de las víctimas a que lea en voz alta las cuartillas que habían sido obligados a redactar minutos antes. A continuación, su voz enérgica resuena en toda la plaza, mientras un escalofrío estremece a los perplejos testigos. Dos de ellos son Esperanza Fernández Ruíz y su cuñada Nicolasa Sánchez Ruíz. La primera vive precisamente en la casita contigua al muro donde Gómez Cantos está a punto de consumar el escarnio y es, pues, testigo privilegiado de todo lo que allí acontece. Por eso, cincuenta años después es capaz de reproducir con todo lujo de detalles aquel impresionante momento. En realidad no le resulta difícil, porque todavía hoy sufre frecuentes pesadillas de las que se despierta sobrecogida cuando recuerda aquellas palabras, perfectamente grabadas en su mente, de aquel militar enviando a sus hombres al patíbulo: ¡...Y por tanto, han demostrado ser ustedes unos cobardes, por dejarse desarmar por el enemigo. No quiero que haya un solo cobarde en mi Comandancia. Marchen de frente a aquella pared. Avance el pelotón y cinco que tiren bien! (30).

Los tres hombres obedecen y se encaminan hacia la pared, situada a escasos tres metros del piquete de ejecución. Van unidos por los grilletes, con el cabo Jiménez en medio. Gómez Cantos da las voces preventivas y las descargas de los cuatro polillas impactan en los cuerpos de sus compañeros, que se derrumban, boca arriba, agonizantes, pero todavía con un halo de vida. Es Sóstenes quien culmina la goyesca escena e implora que lo rematen de otro tiro más certero, mientras invoca el nombre de sus hijas. La compasión se apodera de un sargento y es este suboficial quien les propina el tiro de gracia. La tragedia se ha consumado.

Víctimas y verdugos

JUAN MARTIN GONZALEZ. Natural de Tremedal de la Sierra (Avila). Tenía 36 años. Dejó viuda y dos hijos. Fue enterrado con honores militares y los gastos del sepelio corrieron a cargo de la Guardia Civil. Su viuda recibió desde el primer momento la pensión equivalente al salario de su difunto esposo (333,33 Ptas. mensuales). Beneficiada de un trato de favor, fue empleada en el Centro de Instrucción del Cuerpo hasta su fallecimiento. Sus hijos ingresaron en el Colegio Infanta María Teresa, sin turno de espera, e incluso con fecha 4 de diciembre de 1953 su hijo Emilio pudo beneficiarse de las ventajas de ingreso y permanencia en la Academia General Militar.

 JUAN JIMÉNEZ CEBRIÁN. Era natural de Plasenzuela (Cáceres) y tenía 31 años. Dejó viuda y una hija. Había solicitado ser trasladado por gracia especial desde la Comandancia de San Sebastián a la de Cáceres, aludiendo motivos familiares derivados de la enfermedad grave de su madre. Era hijo del guardia civil retirado Agustín Jiménez Sánchez, en aquellos momentos guardia de prisiones en la Prisión Provincial de Cáceres. Este hombre clamó justicia para su hijo durante el resto de su vida. Entre otras acciones pidió la revisión de la causa y con fecha 7 de junio de 1950 se dirigió en nombre de todos los perjudicados para que se les concediese la pensión y beneficios que disfrutaba la viuda del guardia Juan Martín. Esto les fue denegado. Dieciocho años después, tras ser recibidas las viudas por Muñoz Grandes, consiguieron acceder por fin a la pensión y demás beneficios que les habrían correspondido en su tiempo. Natural de Arroyo de la Luz (Cáceres). Pertenecía al puesto de Moraleja y tenía 37 años. Dejó viuda, cuatro hijos y otro en camino, que nacería tres meses después de su muerte. Todos pasaron a ser mantenidos por su abuelo materno, un vigilante de arbitrios que hubo de repartir durante mucho tiempo los diez reales que ganaba diarios para poder sacar adelante a sus nietos. Sóstenes había ingresado en la Guardia Civil en 1940 después de haber servido como sargento de infantería durante la guerra. Estaba en posesión de la medalla de campaña, dos cruces rojas del mérito militar y una cruz de guerra.

TIMOTEO PÉREZ CABRERA. Natural de Villa del Rey (Cáceres). Pertenecía al Puesto de Alcántara y tenía 32 años. Dejó viuda y tres hijos; uno de ellos es en la actualidad guardia civil.

MANUEL GÓMEZ CANTOS. Respaldado por los informes que sobre los sucesos realizó el coronel de Estado Mayor de la Dirección General de la Guardia Civil, Luis Rute Villanova, continuó siendo el azote de los maquis hasta que las persistentes presiones del Obispado de Cáceres cerca del primado de España, Pla y Deniel, lograron finalmente que el 7 de junio de 1945 fuese procesado por los hechos de Mesas de Ibor. Una primera sentencia de 7 de diciembre de 1945, confirmada por otra de 12 de julio de 1946, le condenó a un año de prisión por Abuso de autoridad y a la accesoria de suspensión de empleo y la obligación de indemnizar con 10.000 ptas a cada uno de los herederos de sus víctimas. Ingresado en prisión en fecha 6 de enero de 19z su salida pidió la jubilación anticipada. Luego retornó a la Guardia Civil y ascendió coronel, siendo destinado al Centro de Instrucción, donde se retiraría. Hasta su muerte en el hospital de Carabanchel, el 29 de mayo de 1977, vivió afectado por el remordimiento de conciencia. Uno de sus hijos, que le había retirado la palabra a raíz de los sucesos de Mesas de Ibor, llegó a ser capitán de la Guardia Civil y hoy es recordado por sus compañeros como una persona esencialmente buena.

JOSÉ NOVOA OROPESA. Capitán de la Guardia Civil. Se vio obligado a pedir el retiro voluntario en 1947, después de que, desde el 27 de abril de 1945, en que Camilo Alonso Vega le impuso un arresto de dos meses por tibieza en el servicio por su actuación en los sucesos de Mesas de Ibor, sufriera una atroz persecución por parte de sus mandos, entre ellos el célebre Rigoberto Díaz, coronel del Tercio de Badajoz. Hasta un total de cuatro correctivos más le fueron impuestos en el estrecho margen de un año. Cansado, optó por marcharse y hacerse cargo de la Policía Municipal de Navalmoral de la Mata, donde sus roces con la Guardia Civil serían continuos. Falleció el 7 de octubre de 1969 en Carabanchel (Madrid).

 EMILIANO PLANCHUELO CORTIJO. Capitán de la Guardia Civil. Su informe sobre los sucesos resultó muy negativo para los miembros del Destacamento. Su hoja de servicios, inmaculada hasta los acontecimientos de Mesas de Ibor, se vio de repente manchada por varios arrestos consecutivos, la separación del servicio y el traslado forzoso a la Comandancia de Córdoba. Con fecha 10 de marzo de 1946 pidió prematuramente su pase a la situación de retirado alegando miopía fuerte. Falleció el 30 de julio de 1979 Figueras (Gerona). . Teniente de la Guardia Civil. El 7 de abril de 1945 se había hecho cargo del 2° sector de la Comandancia, con sede en Guadalupe pero con residencia en Alía. poseedor de una brillante hoja de servicios por los sucesos de 1934 en Asturias y luego en la Guerra Civil, no se libro, sin embargo, de sufrir tres arrestos entre octubre de 1945 y febrero de 1946, los primeros de su carrera militar. Ascendió a capitán con fecha 31 de julio de 1949. En este empleo se le impuso un arresto de seis meses por falta grave, lo que tuvo como consecuencia la pérdida de 19 puestos en el escalafón. Retirado, falleció el 15 de octubre de 1967 en Sevilla.

JERONIMO CURIEL GÓMEZ, EL GACHO. Fue abatido por las fuerzas del orden el 6 de marzo de 1946 en una choza de una pedrera situada en el Coto Valero (Cáceres). Un sobrino suyo, hijo de su hermano Bonifacio, llamado Román El Coriano, también integrante de la partida, había caído meses antes. La mayoría de los maquis que participaron en el asalto al Destacamento de Mesas de Ibor terminarían con parecido final.

EULALIO SÁNCHEZ FRAILE. Según informes recabados por Gómez Cantos del comandante del puesto de Valdeverdeja, de donde el tabernero era natural, se había instalado en el pueblo para servir de enlace a los guerrilleros. El mismo informe indicaba que su local servía de lugar de reunión a las gentes de izquierdas del pueblo y que se había fugado del campo de concentración de Peñarroya (Córdoba). Luego había permanecido durante un año en la sierra, en calidad de huido. Después su encarcelamiento por los sucesos de Mesas de Ibor, en este pueblo no se volvieron a tener noticias de su paradero.

Epílogo

Los cadáveres de los infortunados Jiménez, Sóstenes y Cabrera fueron luego subidos a un camión para proceder a su entierro. Un reguero de sangre dejó su estela a lo largo del camino que separa la plaza del cementerio del pueblo. Una vez en él, fueron arrojados a una fosa común, unos encima de los otros, amontonados y todavía calientes. Allí estuvieron hasta que ocho meses después sus familias fueron autorizadas a retirarlos. Alguien, en el pueblo, quiso mantener viva su memoria y depositó una corona en el lugar donde habían dejado sus vidas. La corona fue repetidamente repuesta durante muchos años, hasta que el muro dio paso a una casa de nueva construcción.

Gómez Cantos abandonó Mesas de Ibor sobre las seis de la tarde. Atrás dejó un rastro de dolor para viudas y huérfanos. Dejó también un pueblo conmocionado y marcado para siempre por la terrible experiencia. Algunos vecinos cuentan que los guardias civiles que allí permanecieron tras la marcha de su jefe estaban completamente abatidos. Aún hoy Nicolasa Sánchez recuerda cómo se acercó a uno, le preguntó de dónde era y cómo su respuesta fue de consternación... ¡Judíos somos, señora, judíos! En la misma plaza donde ocurrieron los hechos vive hoy un matrimonio cuyo varón era guardia civil en 1945. El suceso aterró tanto a su familia que el hombre se vio obligado a pedir la baja en el Cuerpo por temor a que pudiese ocurrirle lo mismo que a sus compañeros. No era para menos, porque tan sólo una semana después, Gómez Cantos hizo circular entre sus subordinados una orden reservada que no dejaba lugar a dudas sobre cual sería su conducta si hechos análogos volvían a repetirse.

Orden reservada de la Comandancia del 23 de abril de 1945. En Cáceres. Por primera vez desde que fui designado para el mando de esta Comandancia, fuerza de la misma destinada al fin primordial que nos encomendó la superioridad persecución y exterminio de huidos, ha tenido ante una partida una actuación cobarde precedida de entrega de armamento, municiones, correajes, uniformes y el tricornio que tanto nos caracteriza, manteniéndose desarmados en su destacamento, carentes de valor para iniciar la persecución de aquella que tanto mancilló su honor, con la agravante de que un compañero, herido mortalmente, por su heroísmo, pedía auxilio en estado preagónico. Hecho tan bochornoso y de desprestigio máximo para nuestro uniforme que tantos y tantos otros conscientes de sus deberes militares supieron rendir culto a la profesión, merecen mi repulsa, pues abrigaba la confianza de que mandaba fuerza que en todo momento respondería sin regatear sacrificios en defender los intereses patrios, prestigio del uniforme y del honor que llevamos por fama.— Como el delito cometido por estos ex-beneméritos tiene marcada taxativamente pena en el Código de Justicia Militar, con ejemplar castigo en el acto, a dicho Texto legal me ajusté y ante todas las fuerzas formadas en el lugar que se consumaron los hechos y bajo mi mando directo y personal, hube de cumplir con rigor los mandatos de dicho Código para castigo de los culpables y ejemplo de las fuerzas que lo presenciaban en formación propia del caso.— Comprenderéis que no puede servir de satisfacción a un mando, el poner en práctica medidas extremas de la índole del caso que tratamos, pero el deber cumplido en cada uno, con serenidad y comprobada culpabilidad, sin apreciación de una sola atenuante, para los auto- res, produce una interior satisfacción que se llama tranquilidad de con- ciencia. Este es el credo de todos los que abrazamos la carrera de las armas, y que en nuestro Cuerpo por su carácter de voluntario, exige un cumplimiento sin límites.— El Destacamento que manchó el nombre de esta Comandancia y echó un borrón en los anales de nuestro Instituto, lo fue el de Mesas de Ibor, compuesto por el Cabo 1° JUAN JIMÉNEZ CEBRIÁN y los guardias 2° SOSTENES ROMERO FLORES Y TIMOTEO PÉREZ CABRERA, alcanzando imperecedera gloria, con su muerte el Guardia JUAN MARTÍN GONZÁLEZ, asesinado por los guerrilleros.— Al comunicar a todos los que me están subordinados es te hecho, que no espero se repita, es mi deber ineludible de advertir que pondré en práctica en casos análogos los procedimientos inexorables que me autoricen las disposiciones legales, sin admitir la menor atenuante cuando se rebaje nuestro prestigio y principio de autoridad, hoy restablecido de manera ejemplar.— Para borrar esta mancha que sobre la Comandancia pesa, exhorto a todos en general y dispongo que sin reparar fatigas y sacrificios, con exposición de la vida en cuantas ocasiones se presenten, se emprenda una campaña eficaz, que permita en corto espacio de tiempo aminorar y exterminar en todo caso a los guerrilleros que merodeen por la provincia o acampen en la misma.— En cuantos casos de negligencia se sucedan faltas que menoscaben nuestro honor, tened presente que aplicaré a los culpables el máximo de castigo para el que estoy autorizado, proponiendo en todo hecho aun siendo falta leve, el traslado de Comandancia para el corregido, si lo es en el servicio especial, pues no tienen cabida en mi Comandancia los que olviden el concepto del deber, demuestren tibieza en el servicio o negligencia de cualquier clase, que rápidamente sancionaré, como antes dejé expuesto. Reitero una vez más la prohibición terminante de penetrar en Establecimientos de bebidas, estrechar amistades con el vecindario de cualquier orden que fueren, pues si nuestro Reglamento y Cartilla prohíben lo primero y aconsejan el reunirse con personas de reconocida honorabilidad, en tanto se preste el servicio de persecución de huí-dos o guerrilleros, se procurará fomentar el compañerismo y convivencia entre fuerzas solamente en los destacamentos a las horas francas de servicio.— Me propongo a partir de esta fecha efectuar una profunda investigación a las fuerzas en general para comprobar en todo momento su labor tanto en poblado como en despoblado, y de vuestro comportamiento dependerá mi actuación en futuro que si hasta hoy conocéis fue enérgica, pero agraciable, en adelante será extremando toda medida disciplinaria y de mayor severidad cuanto más elevada sea la categoría del mando del que cometa la falta.—Acuse recibo directamente el más caracterizado de cada localidad o destacamento, y por el mismo a hora de lista se dará lectura de la presente durante diez días consecutivos.— El Teniente Coronel Primer Jefe.— Manuel Gómez Cantos.— Rubricado.— (31).

Gómez Cantos dejaba de este modo zanjado el asalto de los maquis al destacamento de Mesas de Ibor. Ignoraba que tan sólo un mes después su rutilante carrera también quedaría truncada. Había topado con la Iglesia.

M.L.C.


(1) Las demás medidas eran de índole diversa. Entre ellas destacaron la creación de contrapartidas; el selectivo peinado de zonas; la puesta en práctica de los grupos volantes: sistema consistente en un servicio de hasta ocho días consecutivos con patrullas integradas por hombres de varios puestos y alguno más de escaso alcance.

(2) Este modo de trasladarse de un punto a otro era normal en la España de la época. Así está constatado por la historia y así lo corroboran hoy las gentes de Mesas de Ibor, que con frecuencia recorrían a pie los más de treinta kilómetros que separan su pueblo de Navalmoral de la Mata, a donde acudían de compras y a sus ferias. Testimonio recogido en Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(3) El guardia Sóstenes tenía cuatro hijas menores de doce años. Su mujer, Amelia Salomón, estaba en avanzado estado de gestación en abril de 1945. Fruto de ese embarazo nacería, el 20 de julio, el único varón del matrimonio, Lorenzo-Eduardo, que pudo educarse en los colegios de la Guardia Civil. Expediente personal del citado guardia. Archivo Central Dirección General de la Guardia Civil.

(4) El más destacado fue el intento de asalto al cuartel de Castañar de Ibor, abortado tras una oportuna confidencia. Los pueblos que sufrieron ataques de los maquis en los primeros meses de 1945 fueron los de Talavera la Vieja, Cañamero y Campillo de Deleitosa. Véase la versión que ofrece Julián Chaves Palacios, en su obra Huidos y maquis. La actividad guerrillera en la provincia de Cáceres, 1936-1950". Salamanca, 1994. Aunque de menor interés, consúltese también la obra de Justo Vila Izquierdo, La guerrilla antifranquista en Extremadura. Badajoz, 1986.

(5) Estas medidas consistieron en reforzar la acción de las contrapartidas y los sectores operativos. Guadalupe, Alía y Villar del Pedroso vieron de esta forma incrementados sus efectivos en la zona de los Ibores. Otra medida fue la orden tajante de retirar las escopetas a muchos paisanos. Concretamente, días antes de los sucesos, la Guardia Civil de Almaraz, puesto al que pertenecía Mesas de Ibor, ordenó la retirada de veinticinco escopetas a diversos vecinos de la esta última localidad. Datos extraídos de la causa núm. 131.089, de 1945. Voz "Gómez Cantos". Tribunal Territorial Primero. Madrid.

(6) Según la declaración que sobre los hechos hizo el secretario Juan Soleto al instructor de las diligencias y luego de la causa abierta para depurar responsabilidades, el guardia Sóstenes acababa de regresar de un servicio de correrías, procedente de Fresnedoso. En esta localidad, el cabo comandante de puesto le había entregado una copia de una curiosa nota que le habían hecho llegar los maquis, cuyo contenido figura en la causa citada y que ahora reproducimos: Al Comandante del puesto de Fresnedoso.- Respetado patriota.-Habiendo recibido la contestación del Teniente Coronel Gómez Cantos, lo que demuestra que el patriota Jacinto Curiel ha cumplido con su misión, es mi mayor deseo el que se le deje vivir con toda tranquilidad.- El día que una guerrilla se acerque a V. tenga la seguridad de que no va buscando combate, sino una conversación amistosa.- Tenga presente que el Ejército Nacional guerrillero no se constituye para luchar en contra de la Guardia Civil, ni ninguna otra fuerza armada de la Nación; la República tuvo Guardia Civil y Ejército Nacional.- Todos los que desde hoy sientan la llamada de la Patria y se dispongan a sabotear las órdenes del estado criminal de Franco Falangista puede cobrar un puesto a nuestro lado E.N.G. en Campaña- El Jefe de la 174. Todrau...'1 Según Soleto, el cabo Jiménez leyó esta nota en su presencia y la de Sóstenes y no le dio importancia. Luego se encaminaron hacia la taberna de Eulalio Sánchez, con la intención -siempre según la versión de Soleto- de preguntar quiénes del pueblo hacían más gasto en la taberna. Véase la causa citada, núm. 131.089 (en lo sucesivo Causa).

(7) Bonifacio Curiel, hermano de El Gacho, era un vecino del pueblo que para sacar a sus nueve hijos adelante se dedicaba a la práctica del furtiveo y a servir de enlace a los maquis, en donde además de su hermano Jerónimo tenía a un hijo llamado Román El Coriano. En los últimos meses sus roces con los guardias habían sido frecuentes, hasta el punto de ser advertido varias veces de que como continuara con sus prácticas furtivas le retirarían el arma. Esto se produjo cuando desde Almaraz se recibió la orden de retirar las escopetas a aquellas personas que no ofreciesen confianza. Bonifacio Curiel se irritó por ello y a partir de entonces no ocultó sus veladas amenazas hacia la Guardia Civil, invocando el nombre de su hermano con frecuencia. Versión recogida de los testimonios de Severiano Manglano y Fulgencio Gómez González, vecinos de Mesas de Ibor, el 28 de febrero de 1996. Es posible que la persona a quien se solicita dejen tranquila en el mensaje enviado al comandante del Destacamento de Fresnedoso fuese Bonifacio Curiel, pero este dato no ha podido ser constatado.

(8) Versión recogida del testimonio de Esperanza Fernández Ruíz y Nicolasa Sánchez Ruíz, vecinas del pueblo que contaban entonces 21 años y fueron testigos presenciales de los hechos. Mesas de lbor, 28 de febrero de 1996.

(9) Parte médico que figura en la "Causa..:'

(10) Entre las pertenencias personales, figuraban 300 pesetas del guardia Cabrera. También objetos de todo tipo. Posteriormente algunas de estas pertenencias serían recuperadas, a medida que los maquis fueron cayendo, y entregadas a las viudas de los guardias.

(11) La herida consistía en una erosión en la pierna izquierda, sin importancia alguna. De la versión dada en la "Causa" por el médico Salvador Esteban. Vecinos de Mesas de Ibor señalan que este maquis permaneció en todo momento con el rostro cubierto y que el médico comentó que tenía la convicción de que era porque lo conocía. Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(12) No hemos podido constatar la versión que insinúa que uno de los maquis comentó a propósito del traslado del herido a un hospital, la frase de iA ese dejadle, que ya bastante tiene con haber cumplido con su deber!

(13) De la "Causa..:'. En el caso de las armas se trataba de una pistola y una escopeta.

(14) Versiones dadas por numerosos testigos, y recogidas en la "Causa..: Véase también a Chaves Palacios, op. cit.; pág 108.

(15) Este último dato ha sido extraído de la versión dada por Fulgencio Gómez González. Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(16) Algunas fuentes consultadas por este autor aseguran que también el Servicio de información de la Comandancia interceptó el vehículo del herido en Trujillo y que en esta población Gómez Cantos se entrevistó personalmente con Juan Martín, pero este término ni figura en la causa abierta ni ha podido ser contrastado con otras fuentes diferentes a las orales.

(17) En la "Causa...", figura que los maquis se alejaron del pueblo en dirección a Valdecañas, lo que en efecto así fue, y no en la totalmente opuesta de Fresnedoso, lo que fue considerado por Gómez Cantos como una tergiversación intencionada de los hechos por parte del cabo Jiménez. Véase "Causa..."

(18) Ibídem.

(19) El texto del escrito urgente era el siguiente: Excmo. Señor.- A las cuatro horas de hoy me participan que grupo de huidos intentaron internarse en interior pueblo de Mesas de lbor, enfrentándose con Destacamento eventual (1 cabo y cuatro guardias).- entablándose intenso fuego que según noticias hasta momento actual 5 de la mañana, resultó uno de los guardias heridos y dos paisanos, por haber reaccionado enérgicamente la población civil, consiguiendo evitar los desmanes a realizar (según ampliación); en los huidos resultaron vados heridos.- Ordené a las 4 y 15 la salida inmediata del Capitán de la Compañía de Guadalupe con fuerzas, objeto poder cortar retirada Toledo caso infiltración, igualmente a Teniente Villar del Pedroso, efectuar batida y reconocimiento, dejando reforzado destacamento; por apreciar puede ser represalia por la detención del individuo que tenía que regresar de Avila fuera de Fresnedoso de Ibor.- Espero conferencia Capitán fuerzas para tomar punto de referencia itinerario, y efectuar movimientos con dirección mando y castigo ejemplar.- He facilitado fuerzas y lo efectúen igualmente población civil.- Telegrafiado igualmente a Valdeverdeja (Toledo) límite provincia por haber podido existir infiltración río lbor.- Ampliaré noticias terminación servicio. Cáceres 18 de abril 1945... Véase "Causa...".

(20) Ibidem.

(21) Ibídem. Algunas versiones, no contrastadas, aseguran que muchos de estos guardias se sintieron identificados con la indignación de Gómez Cantos e incluso llegaron a ofrecerse voluntarios para disparar contra sus compañeros si finalmente eso determinaba su jefe.

(22) Dado el elevado número de expedientes abiertos, sobre todo por deudas injustificadas, es imposible hacerse eco de todos. No obstante, elegimos tres que consideramos representativos de lo afirmado. En marzo de 1925 recién incorporado como teniente jefe de Línea a La Rambla (Córdoba), fue invitado por un ex-compañero de estudios, un oficial de Carabineros y varios amigos de éstos a tomar una copas de bienvenida. Tras visitar varios prostíbulos del pueblo y ya en estado ebrio, empezó a proferir palabras malsonantes, lo que le valió una amistosa reprensión por parte del oficial de Carabineros, teniente Osuna. Esto hirió el amor propio de Gómez Cantos, que al día siguiente mandó llamar al cuartel a su ex-compañero de estudios y amenazó con hacerle la vida imposible. Como quiera que éste se asustase por la actitud del guardia civil, dio cuenta del hecho al jefe de la Comandancia. Enterado de esto Gómez Cantos, propinó una paliza en público a su denunciante y ordenó el ingreso en prisión de sus acompañantes. En otra ocasión, diciembre de 1927, ya siendo capitán, apalabró la compra de un automóvil a un concesionario de San Fernando (Cádiz) e hizo que se lo llevasen a Sevilla, valiéndose de todo tipo de engaños. Transcurrido el tiempo, al ver que el importe del vehículo no le era abonado, el vendedor dio cuenta del oficial de la Guardia Civil. Y, lo que es la vida, Gómez Cantos se apresuró entonces a escribir al concesionario, rogándole árnica. La carta adquiere hoy un ácido surrealismo... Querido Paco: perdona a un padre de siete chiquillos, ahora pienso cobrar unas pesetas y te giraré si no todo, lo que pueda. Perdón. He ascendido a Capitán V tengo probable cojer (sic) Lora, pues ese Capitán pasa a Utrera... En otra ocasión, cuando corría mediado el mes de marzo de 1932, siendo capitán en Puente Genil (Córdoba) avistó a un anciano campesino cuyo pecado era recolectar aceitunas del suelo de su finca. Lo detuvo y en su coche oficial lo condujo sin ningún tipo de explicaciones hasta la puerta del ayuntamiento. Una vez allí, delante de un centenar aproximado de personas y sin motivo aparente, lo abofeteó reiteradas veces. El daño a la Guardia Civil por hechos similares sería colosal, como certificaron muchos sucesos a lo largo de la II República y luego la Guerra Civil. De su expediente personal. Archivo Central Dirección General de la Guardia Civil.

(23) "Causa...".

(24) Confesión de Elisa Fernández a este autor. Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(25) "Causa.:'.

(26) El alcalde, Laureano Sánchez, fue detenido por la Guardia Civil dos días después en Castañar de Ibor. La acusación que pesaba sobre él y el secretario fue la de no haber movilizado al pueblo y reaccionar contra los maquis. Esta medida de Gómez Cantos le valió una llamada de atención del gobernador civil de la Provincia... Con las jerarquías del Movimiento -indicaba esta autoridad en un escrito de fecha 3 de mayo de 1945- existe una Ley de Fueros a la que es preciso atenerse y por lo que respecta a las autoridades locales, como la del Alcalde, también es preciso sujetarse a los procedimientos legales que no en este caso empleados por el teniente instructor designado por V.S. para la práctica de unas diligencias. La respuesta de Gómez Cantos no se hizo esperar. Un día después respondía... Por ser secreto lo actuado por el juez y no creo por ello procedente se mi Autoridad la llamada a interpretar la Ley de Fueros ni lo legislado sobre autoridades locales en el caso presente, ya que el juez es autónomo y en nada depende de esta Jefatura ni de VE... Recogido por Chaves Palacios en su op.cit; pág. 109.

(27) Versión de Elisa Fernández y Nicolasa Sánchez a este autor, luego ratificada por otros vecinos. Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(27bis) En ningún momento, ni en las diligencias del teniente Sáenz, ni luego en las del sargento Guerra, figura declaración alguna de los tres miembros del Destacamento. Esto demuestra que el apartado de la sentencia a Gómez Cantos donde se le acusa de no haber tomado declaración del cabo y los dos guardias vulnera varios principios del Derecho.

(28) El asunto del anillo derivó en una acción judicial del padre del cabo, Agustín Jiménez Sánchez, que con fecha 19 de mayo denunció que el anillo le había sido entregado después de haber tenido que seguirle la pista, pero no así el dinero y varios objetos que sabía poseía su hijo. De la investigación seguida por el Juez Instructor se desprende que el guardia Borreguero hizo entrega del anillo al cabo Juan Rodríguez en presencia del capitán Planchuelo; y fue este cabo quien a su vez se lo hizo llegar a Agustín JiMénez, después de que éste se lo hubiese exigido. Las viudas de los demás guardias también denunciaron la desaparición de parte del dinero de sus fallecidos esposos. Véase "Causa.:'.

(29) Muchas versiones habían asegurado a este autor que el cura del pueblo se hallaba en la plaza en el momento del fusilamiento, y que cuando intentó impedir la ejecución Gómez Cantos amenazó con fusilarlo a él también. Es radicalmente falso. El cura, Felipe Ballesteros Nuevo, no estuvo presente en ningún momento. Sólo aceptó acudir a prestar los auxilios espirituales a Juan Martín, luego volvió a recluirse en su domicilio, al parecer por sentirse indispuesto. A última hora de la tarde apareció en el pueblo el joven sacerdote de Bohonal de Ibor, don Angel, pero ya todo había finalizado. "Causa..:' y testimonio dado a este autor por Reyes Curiel, testigo del fusilamiento, y Santiago Fernández Fernández, dado en Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996. También incurre en un error Eduardo Pons Prades, Guerrillas españolas, 1936-1960, cuando afirma que Gómez Cantos había convocado al pueblo a la plaza tras ordenar al pregonero del pueblo que lo hiciese, lo cual no responde a la realidad. Véase pág. 340, de la op. cit. Barcelona, 1977.

(30) Elisa Fernández a este autor. Mesas de Ibor, 28 de febrero de 1996.

(31) "Causa..:

(32) CPLSB