S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Historia 16 nº 105 enero de 1985 Hambre en Madrid Abastecimiento, mercado negro y picaresca durante la guerra civil Por Emilio de Diego, Isabel Bravo Luengo, María Teresa Iñiguez Moreno y María Teresa Vicente Zabala. Historiadores, Universidad Complutense. Madrid
La historiografía en torno a la guerra civil española, incluso la referente a la batalla de Madrid, al papel militar que la resistencia de la capital desempeña en la marcha de los acontecimientos, es muy abundante. Sin embargo, un capítulo clave para entender el comportamiento de la urbe ha sido bastante marginado; nos referimos al aprovisionamiento de la población civil a lo largo de los casi treinta meses que dura el cerco de las tropas de Franco. Con el inicio de las hostilidades, España se divide en dos zonas bastante diferentes desde el punto de vista económico. La llamada zona leal, republicana o roja, va a encontrar, desde el principio, mayores dificultades para procurarse alimentos, ya que las tierras ce-realistas de Castilla la Vieja, León, parte de Castilla la Nueva, grandes sectores de Extremadura y Andalucía quedan en poder de los rebeldes. El desarrollo de los sucesos militares condiciona, también negativamente, las posibilidades de abastecimiento de la España gubernamental, de un modo especial las grandes ciudades y, particularmente, Madrid. El rápido avance de las columnas de Franco por Extremadura y Toledo produce un desplazamiento importante de población hacia la capital, que agravará la subsistencia en ésta. Ante el derrumbe de las milicias republicanas, cunde el pánico en amplios sectores de la clase política y no se acierta a preparar un plan de las futuras necesidades de la ciudad. Cuando el 25 de octubre de 1936 las tropas de Franco cortan la línea férrea de comunicaciones con el sur, a la altura de Ciempozuelos, y en los días inmediatamente posteriores avanzan sobre Getafe y Leganés, la caída de Madrid parece inminente. El 6 de noviembre aprueba el Consejo de Ministros que el Gobierno salga para Valencia; la defensa de la capital se encomienda a una Junta de Defensa presidida por el general Miaja. El Gobierno no tiene mucha confianza en las posibilidades de defensa de Madrid. Pero la firme reacción de amplios sectores de la ciudad convertirán a ésta en lo que la prensa republicana calificó de símbolo de resistencia antifascista. Anarquía De julio a octubre de 1936 se hizo en la ciudad un derroche fabuloso de víveres; quemar gasolina y agotar almacenes resultaban hechos cotidianos; se trata de una reacción de psicología social motivada por las circunstancias del momento: de una parte, las posibilidades económicas de realizarlo (el estallido de la guerra puso fin al paro obrero y el sueldo de los milicianos era muy superior al de un peón), y de otra, la ignorancia sobre lo que habría de venir, sobre cuánto habría de durar la guerra. Previsión regular no hubo ninguna; se estaba preparando el hambre inmediatamente posterior. Hasta que en octubre quedó cortado el ferrocarril pudo haberse introducido en Madrid carbón y víveres suficientes para varios meses, pero nada se hizo; de un lado, estaban los delirantes —como recuerda Azaña en sus Memorías—, que llamaban a los desgraciados choques de Talavera nuestra batalla del Marne, y de otro, los que creían que Madrid estaba perdido y sólo pensaban en huir. Las milicias de la sierra, para aprovisionarse sobre el terreno, sacrificaron la mayor parte de las reses de la provincia, contribuyendo a hipotecar las posibilidades de su futuro ganadero. En estos meses, agrupaciones sindicales, partidos políticos y comités de la más variada índole tomaron la iniciativa de introducir en la ciudad, de una manera totalmente anárquica, víveres para sus asociados. Según noticias de la prensa, en estas primeras semanas se incrementó notablemente, con respecto a época normal, el consumo de carne. Los alimentos básicos no presentaron grandes dificultades de adquisición, excepto los que serán prácticamente inalcanzables en los tiempos siguientes: huevos, azúcar, leche, pescado y café. Derivado de la falta de previsión, la Junta de Defensa de Madrid se encontró con la necesidad de centralizar y unificar las vías de abastecimiento; habla que controlar la anárquica iniciativa particular anterior y, al mismo tiempo, racionar el consumo de acuerdo con las posibilidades de cada momento. Para contener la anarquía en el abastecimiento, varias disposiciones oficiales prohibieron entrar con víveres en Madrid a quien no contara con el permiso de la Comisión de Abastecimientos de la Junta de Defensa y con la guía de origen para la circulación de los mismos. Los intentos de la Junta de Defensa y del Ayuntamiento —que la sustituyó tras su disolución en abril de 1937— por convertir a la Comisión de Abastecimientos en el órgano monopolizador de la entrada de alimentos en la capital fracasaron, con lo que se autorizó la entrada de víveres en Madrid por un peso máximo de hasta 15 kilogramos por persona debidamente registrados, disposición que pese a quedar suprimida durante unas semanas volvió a hacerse necesaria. A este respecto es curioso notar la distinta postura de socialistas y comunistas en el Consejo Municipal en cuanto a la política de abastecimientos a seguir; si los primeros rechazaban cualquier iniciativa privada en el abastecimiento y distribución de víveres, los segundos la defendían como medio de aliviar el problema. En cuanto a la provisión, el problema de los transportes fue fundamental durante todo el período, de forma especial en los primeros meses de 1937, segunda fase de la batalla de Madrid, en que las tropas nacionales completaron el cerco de la capital, y después de la primavera de 1938, cuando la zona republicana quedó dividida en dos. El ferrocarril de Levante era el cordón umbilical de la ciudad, pero el material escaso y las necesidades apremiantes de logística del ejército del centro lo limitaron enormemente. Lo mismo puede decirse de las comunicaciones por carretera. Zonas de aprovisionamiento Ya en febrero de 1937, a impulso del presidente del Gobierno (Largo Caballero) y culminando múltiples gestiones iniciadas por las autoridades madrileñas, se intentó crear una Comisión Interministerial de Agricultura, Industria y Comercio, con la colaboración de Obras Públicas, para paliar el problema. En este apartado pueden incluirse los planes de construcción del ferrocarril transversal de Tarancón a San Fernando. Con posterioridad, hubo frecuentes disposiciones oficiales sobre el mismo punto, lo que indica que el problema se mantuvo. Las gestiones encaminadas a conseguir víveres para Madrid partieron de dos niveles: uno, el municipal y provincial; otro, el del Gobierno de Valencia, a veces, sobre todo al principio, descoordinados. Estos esfuerzos se dirigieron en el plano interior a todas las regiones de la zona leal que podían producir un excedente alimentario, Levante y Cataluña y las provincias próximas a Madrid, y en el plano internacional, a la importación de alimentos, sobre todo desde Francia y, más concretamente, desde el puerto de Marsella. La propaganda a través de todos los medios intentó despertar un sentimiento de cooperación con la ciudad sitiada, tanto en la España republicana como en el resto del mundo, que proporcionase por la vía de los donativos y de las ayudas de todo tipo un auxilio eficaz para subsistir. A este respecto, la reacción fue bastante positiva en los primeros momentos y la prensa lo refleja durante los meses de 1937; ciudades y pueblos en cantidades muy diversas enviaron alimentos. Entre los envíos de cierta importancia que llegaron a Madrid, la Federación Local de Sindicatos Unidos de Barcelona remitió el 18 de marzo dos vagones de huevos, 20.000 kilogramos de arroz, 10.000 kilogramos de lentejas, 9.000 kilogramos de alubias, 1.000 kilogramos de garbanzos, 1.000 kilogramos de azúcar, 1.825 botes de leche condensada, 7.000 kilogramos de sal, seis camiones de frutas y verduras, 5.000 kilogramos de jabón, 3.000 litros de ron, 50 barriles de vinos generosos y 200 kilogramos de café. Cabe señalar que también se recibieron donativos de carácter simbólico, como el mandado por el pueblo de Villagarcía del Llano, de la provincia de Cuenca, el 2 de marzo: 640 litros de vino, ocho sacos de harina, nueve sacos de lentejas y 200 litros de aceite. Este tipo de ayuda se realizaba a través de autoridades municipales o de agrupaciones sindicales y políticas locales. Castellón, Alicante, Albacete y Murcia, tanto capitales como provincias, jugaron un papel destacado. A medida que avanzó la guerra, este impulso perdió intensidad y desapareció al final de la contienda. Desde el exterior, el Socorro Rojo Internacional fue el medio principal de canalizar los envíos a España y particularmente hacia Madrid; pero el destinatario de la ayuda extranjera, llegada por este medio, no fue casi nunca la población civil en general, sino las familias de los combatientes. También agrupaciones sindicales, Comités del Frente Popular de Exiliados Españoles y muy diversos tipos de asociaciones coadyuvaron a este auxilio desde el exterior. Asimismo, la Cruz Roja Internacional contribuyó a efectuar repartos de alimentos y vestidos, principalmente a niños y ancianos. Desde diciembre de 1936, aumentaron las disposiciones oficiales dirigidas a asegurar el abastecimiento. Hemos mencionado iniciativas para favorecer el transporte; pero además, a fin de hacer posible la adquisición de alimentos destinados a la ciudad, se intervino el trigo, se prohibió la venta libre de animales de carne y, sobre todo, se fijaron los precios con carácter oficial. También se centralizó la fabricación del pan en Madrid y se subvencionó durante muchos meses al Consorcio de Panadería para mantener los precios. Para afrontar los problemas financieros relacionados con la compra de los productos necesarios, la Junta Delegada y el Ayuntamiento solicitaron créditos especiales del Gobierno y acudieron a la emisión de deuda municipal. Las adquisiciones en el exterior hacían necesario disponer de las divisas suficientes, problema grave a medida que el desarrollo de la contienda provocó la devaluación de la moneda republicana. La disminución de aranceles de importación para productos muy escasos, por ejemplo el azúcar, intentó también facilitar los suministros. El Gobierno encontró otro medio de ayudar a Madrid a través de la Comisión Nacional de Abastecimiento. Racionamiento Una vez conseguidos los alimentos, había que repartirlos. Para ello se estableció un estricto racionamiento de los productos básicos: pan, carne, patatas, arroz, huevos, carbón, a partir de 1938 frutas y verduras, etcétera. Algunos productos de primera necesidad, como la leche, el pescado y el azúcar, por su escasez, se sometieron a medidas aún más restrictivas. La leche escaseó desde los primeros momentos y su consumo quedó reducido a los ancianos, enfermos agudos, niños y embarazadas en avanzado estado de gestación. En los momentos más graves, ni siquiera a los ancianos y los niños, salvo los de pocos meses y, de forma muy restringida, a embarazadas y enfermos. El reparto se hacía mediante recetas sometidas, al menos teóricamente, a fuertes controles. Privada la ciudad de sus focos de abastecimiento habituales del Cantábrico y Galicia, el pescado se constituyó en uno de los productos de más difícil adquisición, sobre todo tras la caída de Málaga en febrero de 1937. De los 70-80 camiones que componían el suministro habitual, se pasó a que muchos días no llegara pescado a Madrid y cuando lo hacía se reducía a menos de la décima parte de los tiempos normales. Levante y Cataluña proporcionaron este género. Frecuentemente una sola especie de pescado, chirlas durante 1937, hasta que la ironía popular sustituyó el habitual saludo de Salud y República por el más prosaico de Salud y chirlas. En 1938 le tocó el turno a los mejillones, enormes e insípidos, de la desembocadura del Ebro. El bacalao en salazón fue la variedad más frecuente al alcance del consumidor. El azúcar fue desapareciendo desde septiembre de 1936. Será otro de los alimentos sometidos al despacho por receta y a una sustitución por otros productos de diversa naturaleza como, por ejemplo, la miel. En cuanto a los productos sometidos a racionamiento normal, las autoridades pretendían conseguir el siguiente régimen alimentario (ver recuadro). CARTILLA DE RACIONAMIENTO PARA UNA PERSONA 9 de diciembre de 1936
Estas previsiones, desgraciadamente, no consiguieron alcanzarse nunca y los repartos semanales pasaron a ser quincenales o mensuales con harta frecuencia. El reparto de tan escasos bienes originó un fenómeno que confirió a la ciudad una nueva fisonomía: las colas. Aparecieron profesionales de las colas: estar a la cola se convertía en un quehacer que absorbía horas y horas, y se incorporó a la vida diaria, casi de la misma forma que el comer o el andar. Las filas interminables de personas ante los despachos no desaparecieron en toda la guerra. Al inicio de la guerra el Gobierno tendía a que cada madrileño recibiera medio kilogramo de pan. El trigo, pese a los esfuerzos de los dirigentes, no llegaba a la capital; fueron constantes a lo largo de la contienda los anuncios de disminución de peso en la ración. Ya en febrero de 1937 ésta había bajado a 300 gramos/persona; muy pronto el popular chusco osciló entre los 100 gramos —que será lo normal—y los 150 en casos excepcionales; por muy poco tiempo, a partir de mayo de 1937, no se produjo y la ciudad quedó en ayunas. La carne es otro producto significativo. De 100 gramos de vacuno se pasó en los mejores momentos a 100 gramos de carne de fiambre o congelados, siendo muchas veces de 75 gramos el racionamiento normal; se especificó claramente la parte que a cada comprador le correspondía: el 25 por 100 de carne magra, 25 por 100 de carne baja y 25 por 100 de hueso; como se puede apreciar, el índice energético es muy escaso. También aparecieron en la prensa anuncios de reparto con mayor cantidad en el peso, pero fueron muy esporádicos y muchas veces demagógicos. La carne de buey en lata, procedente de Suecia e Irlanda o el Comed Beef se reservaban en los repartos a más de dos personas. En consecuencia, el ideal para la dieta del madrileño, según las cartilla de racionamiento, no se llegó a cumplir desde el primer momento y el aporte calorífico de los alimentos que el comprador podía adquirir rayaba peligrosamente en la desnutrición, pues era muy inferior a las 1 000 calorías al día. En un estudio estimativo podríamos situarlas básicamente en 500 calorías/día (contando 100 gramos de pan, 75 de carne, 75 de jamón york y 250 de patatas, que son los productos que más asiduamente se repartían). En contraposición, la ración diaria de los milicianos fue: 630 gramos de pan, 200 de legumbres secas, 60 de grasa, 250 de embutido, 250 de carne, 20 de café, 50 de azúcar, 200 de arroz, 500 de patatas y 250 mililitros de vino, lo que hace un total aproximado de unas 4 937 calorías/día. La dieta anterior es la correspondiente a agosto de 1936, pero estas cantidades se mantendrían así durante gran parte de toda la contienda, sin muchas variaciones. La parte burocrática del racionamiento lo constituyeron las célebres cartillas. Comenzaron a repartirse en octubre de 1936 y entraron en vigor en noviembre del mismo año. Para conseguir un control de las mismas y una mejor distribución se renovaron los modelos varias veces a lo largo de la guerra. Una de las primeras medidas fue sustituir todos los vales ajenos a la Comisión de Abastecimiento y fijar las cartillas de acuerdo con los padrones municipales. A tal fin se requirió la colaboración de Tenencias de Alcaldía, de los Comités de Vecinos de Distrito y de los porteros de las fincas, jugando la información de estos últimos un importante papel. La población madrileña, sometida, por un lado, al incremento de los refugiados de otras regiones y, por otro, a la evacuación forzosa de los individuos no necesarios para el mantenimiento de la ciudad, fluctuaba grandemente, produciendo serias dificultades en cuanto a la efectividad de las cartillas, Algunos recién llegados no la tenían y otros desplazados fuera de Madrid cedían la suya a familiares o amigos que la utilizaban en su provecho, incluso las cartillas de personas ya fallecidas seguían siendo usadas por sus parientes. Precios y mercado negro El incremento de la demanda por los motivos psicológicos apuntados y por el aumento salarial, especialmente desde principios de 1937, coincidió con un brusco descenso de la oferta alimentaria. La inmediata consecuencia fue una elevación súbita de precios. La intervención oficial, fijando los precios por decreto, trató de evitar el caos; pero era tal la carencia de víveres y de los denominados bienes de vestido, beber y arder, que la capacidad adquisitiva de los madrileños estuvo muy por encima de aplicarse al consumo de alimentos y vestuario, y se dirigió a gastos superfluos. Cines y teatros absorbían buena parte del presupuesto de las gentes. Joyas u objetos de muy diversa índole se intentaron atesorar como valores sustitutivos de una masa dinerada abundante, artificialmente mantenida en su valor Otra salida fue el mercado negro. A pesar de las múltiples disposiciones gubernativas intentando mantener la normalidad en el mercado de abastecimiento madrileño, este objetivo no pudo conseguirse. Ni las medidas coercitivas contra vendedores y, por qué no, compradores desaprensivos, ni las dirigidas al control de precios produjeron resultados favorables. El mercado negro, el fraude por todas las vías que la imaginación es capaz de poner al servicio del lucro y del hambre, fue una constante del Madrid cercado, en proceso creciente a medida que las dificultades de aprovisionamiento aumentaban y las perspectivas militares se deterioraban. El atesoramiento de moneda con un valor intrínseco apreciable fue una de las primeras manifestaciones del desajuste económico, pronto, a pesar de las denuncias que llovían desde todos los ángulos, siguieron las irregularidades en el comercio de artículos de primera necesidad. El pan sufrió manipulaciones en el peso o se hurtó al reparto obligatorio para venderse fuera de los precios establecidos; 20 pesetas llegaron a pedirse por una barra de pan que debía venderse a 12 céntimos. El cierre de despachos y otras sanciones impuestas con mucha frecuencia, señalaban la gravedad de la actuación de los mercachifles sin escrúpulos, de aquellos que los diarios acusaban de comerciar con el heroísmo y el hambre de Madrid. Los intentos de adquirir leche muestran hasta qué punto podía llegar a constituirse un mercado adulterado. Sanciones por añadir agua a la leche, aparecían reflejadas en los periódicos. La picaresca para conseguirse la escasa leche existente se agudizó al máximo, así el madrileño que apremiado por el hambre se hizo pasar por embarazada en noveno mes de gestación, o el de fértiles madres con tres partos mensuales. Los mataderos clandestinos fueron el principal foco de abastecimiento del mercado negro de la carne —a veces no en demasiadas buenas condiciones—; cualquier clase de animales fueron sacrificados en los lugares más insospechados; esta carne se vendió siempre al margen del racionamiento oficial. En cuanto al pescado fresco, mucho más escaso, tuvo su comercialización fraudulenta desde el mercado central, donde los descargadores contribuían enormemente a la elevación de los precios; percibían su alto sueldo, parte en especie y parte en dinero, y el número de empleados siguió igual ahora que entraba un camión, como en los tiempos, que llegaban 70 u 80 a la plaza. Hay que añadir que muchos de estos trabajadores se dedicaban a vender particularmente pescado y marisco a ciertos bares y cafeterías, donde alcanzaban cotizaciones astronómicas. Una vez más los titulares de la prensa son expresivos; así, el aparecido en La Libertad, en 1937, Quien come marisco, come oro. La relación de estos alimentos sería interminable, pues casi todos los productos de uso cotidiano en otros tiempos, eran objeto ahora de especulación: el carbón, la leña, los textiles o el calzado. Por ejemplo, la zapatería Orts Miralles vendía zapatos y alpargatas clandestinamente, encontrándose en sus almacenes un total de 23.864 pares de calzado. Productos mucho más sencillos como las cerillas o el bicarbonato fueron igualmente causa de manipulaciones fraudulentas. Las multas de hasta 100.000 pesetas y las condenas a trabajos forzados constituían el principal medio coactivo del Gobierno contra tales actividades. Un bando del general Miaja (16-6-37) equipara a los contraventores de las disposiciones del mercado con los sediciosos y desafectos al régimen. En el mismo sentido se pronuncia la Gaceta de Valencia. La prensa clama continuamente contra los desaprensivos, ladrones, piratas, esa sexta columna al servicio de Mola, pero sin mucho éxito. Este medio de comunicación es la antorcha de la resistencia y la caja de resonancia de las necesidades y esperanzas de un pueblo martirizado que, con ironía que encubre tremendos sufrimientos, soportaba una situación extremadamente dura. Las expresiones pero ¿vamos a comer?, madrileños a la mesa, el estómago de Madrid, llenan las páginas de unos diarios que con mucha frecuencia no tenían ni papel para salir a la calle, de unos diarios que hablan de una guerra a ganar, de una batalla definitiva por la libertad. Hasta se permiten polemizar con la prensa de la zona nacional, sobre la bondad de la situación alimenticia en sus respectivos espacios y llegarán a proponer a los madrileños, como ejemplo del desbarajuste, el que en Burgos cueste la docena de huevos diez duros, cuando los madrileños veían un huevo cada quince días. (1) CPLSB |