S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Historia 16 nº 101 septiembre de 1984 Madrid 1900. La ciudad de la miseria - Condiciones de vida en la capital de España a comienzos del siglo xx - Marianne Krause (historiadora) Los años que transcurren a caballo entre los siglos xix y xx representan para España un período de crisis: pérdida del imperio ultramarino en 1898 y su consiguiente repercusión negativa en la economía española; críticas al sistema político de la Restauración desde posturas regeneracionistas que plantean la inoperancia del parlamentarismo viciado con las prácticas caciquiles; agudización de los problemas sociales al no encontrarse una salida a la progresiva proletarización campesina y urbana, a su pauperización, en suma. El Madrid de principios de siglo participa lógicamente de las características mencionadas. Una rápida visión sobre la capital nos evidencia el hecho de que la ciudad tampoco cuenta con los mecanismos necesarios para solventar la crisis. Carece de una industria desarrollada y su estancamiento no deriva de la crisis, sino de los intereses que persigue la burguesía madrileña como rectora de la economía desde décadas anteriores: enriquecerse a base de unas inversiones especulativas —suelo urbano y Bolsa—en detrimento de la inversión industrial (1). Es decir, Madrid no oferta los necesarios puestos de trabajo para introducir a su población en el mundo laboral. Esto genera una situación de paro crónico y mendicidad lacerante, a la que se le añade el problema de que la ciudad tiene que hacer frente a una aran masa de inmigrantes que ven en la capital el último refugio a su pauperización. Las contrataciones temporales para obras públicas del Ayuntamiento y la potenciación de la caridad institucional serán, como veremos más adelante, las respuestas coyunturales de la burguesía madrileña a la crisis.
Mendigos madrileños esperando la sopa ante el comedor de caridad. (La ilustración Española y Americana. 1986) La población La población madrileña, en 1898, era de 512.596 (2). Si analizamos que de esta cifra sólo 255.437 individuos han nacido en Madrid y que del total de la población 20.448 son transeúntes, es decir, que no declaran ni residencia ni trabajo fijos, concluiremos que Madrid ha crecido gracias a los fuertes contingentes inmigratorios que recibe. Efectivamente, las cifras de mortalidad y natalidad denotan un crecimiento vegetativo en su total negativo en los últimos años del siglo, como ilustra el siguiente cuadro (3):
Las tasas de mortalidad y de natalidad de estos años son muy altas, situándose en torno al 32 por 100 y al 30 por 100, respectivamente. La mortalidad era más elevada que la de otras capitales europeas; tres años después, Madrid había descendido sus valores sólo al 29 por 100, mientras que París, por ejemplo, tenia una mortalidad del 19,80 por 100; Londres, del 19 por 100, y Bruselas, del 16 por 100. ¿Cuál es el motivo? Madrid sufrió un descenso progresivo de nacimientos en los últimos cuarenta años del siglo: las epidemias de cólera de 1854-1856, 1865 y 1885, unidas a las enfermedades endémicas de viruela sarampión, difteria y tifoidea, redujeron la población constantemente. Por ejemplo, la alta mortalidad de 1900 fue resultado de una aguda ola de gripe. Pero estos embates fisiológicos no eran únicamente la causa del escaso crecimiento interno de Madrid: el estado de pauperización que caracterizaba a las clases populares las hacía especialmente vulnerables a las enfermedades y a la muerte. Demuestra este hecho que los índices más altos de mortalidad se dieran en los barrios más pobres de la ciudad. Comparemos: los barrios de Hospital e Inclusa, tradicionalmente ocupados por la clase trabajadora, arrojan, en 1900, unos índices que se sitúan entre el 36 y el 40 por 100, frente a la media del 22 al 24 por 100 que resultaba en Centro y Congreso, con una población bien alimentada, vestida, calzada y protegida de los rigores del clima. De todo ello eran conscientes los contemporáneos. La Ciudad de la muerte es el título que recibe Madrid desde la prensa a lo largo de los primeros años del siglo. Triste título que resultaba de las condiciones en que debían desarrollar su vida los madrileños. No sufrían solamente problemas como la inexistencia de condiciones higiénicas en calles y casas de la capital, el abandono en que se encontraban numerosos servicios públicos y la falta de celo de los Gobiernos por mejorar la situación; también padecían una gran miseria y era la miseria lo que hacía merecer a Madrid tal sobrenombre.
Las escasas condiciones sanitarias, las enfermedades y la ya endémica
plaga del hambre arrojan las cifras de mortalidad antes aludidas. Pero
es el hambre lo que cobra más importancia a la hora de estudiar el
estado de las clases populares y las consecuencias en la mendicidad,
delincuencia y prostitución. Comienza a dar sus horribles resultados la carestía de todos los artículos de primera necesidad que hace tiempo sufren los vecinos de Madrid (...), Nicasio Marino Blanco, de treinta años, era jornalero y hacía tiempo que no encontraba trabajo. Angustiado al ver que sus cinco hijos le pedían pan y no podía proporcionárselo, no pudiendo por más tiempo resistir tan desesperada situación, sin que su familia advirtiese en él nada anormal, salió de su habitación diciendo que ibá a buscar trabajo, y en vez de bajar la escalera subió hasta el último piso de la casa y encaramándose sobre una ventana se arrojó al patio. El desdichado quedó muerto en el acto.
Mendigos acampados en las afueras de Madrid. (La ilustración Española y Americana. 1903) O asimismo: En las primeras horas de la mañana, José Tablado, de oficio sereno (..), se metió en su cuarto, que cerró herméticamente, y encendiendo el brasero procuró dormirse para causarse la muerte por asfixia (..). Condújosele sin conocimiento a la casa de socorro (..). Cuando pudo hablar, declaró que tiene cuatro hijos y, por falta de recursos, quería matarse (4). Y también: Anoche, en la entrada de la calle de Preciados, un sujeto que llevaba un niño en brazos se arrojó ante el tranvía 213 que, a la sazón, pasaba. El conductor (...) paró inmediatamente el carruaje, evitando de tal suerte una terrible desgracia. El sujeto fue detenido y conducido a la delegación de vigilancia, en donde, interrogado acerca de su fatal propósito, contestó: La miseria y el hambre han sido mis móviles. Quería acabar de una vez (5). Igualmente, las muertes debidas a inanición se repiten casi a diario; en invierno, además, se dan los casos combinados de muerte por hambre y frío. La Epoca, el 12 de enero de 1900, publica la siguiente noticia: (...) Ha sido encontrada por la pareja de servicio una pobre mujer que aparentaba tener unos cincuenta años de edad, rígida, y que, al parecer, estaba muerta hace algún tiempo. Reconocida por los facultativos, pudo comprobarse que aquella infeliz había fallecido de frío y de hambre.
Reparto de sopa a los necesitados en Madrid. (La ilustración Española y Americana. 1902) Y en El Liberal, tres años más tarde, aparece otro caso: El Juzgado de Guardia tuvo que personarse ayer en el barrio de las Cambroneras para proceder al levantamiento del cadáver de una mujer, que había aparecido muerta en su habitación. El médico de la casa de socorro (.. ) certificó que la infeliz había muerto por inanición (6). Años 1900-1903, las fechas corren pero las causas estructurales del mal no dejan de tener las mismas consecuencias La miseria y el hambre son, en definitiva, los causantes de tantas muertes y el desgraciado móvil de tantos suicidios. Igualmente está en la causa de muchas enfermedades que llevan a los madrileños pobres a las casas de socorro. Allí se certifica invariablemente el mismo mal: el hambre. Pero no solamente sus consecuencias quedan ahí, un gran número de acciones delictivas tienen su origen en esta plaga. La vivienda popular en Madrid al empezar el siglo se caracteriza por su elevado precio en relación a los jornales del trabajador y por sus malísimas condiciones higiénicas, lo que da como resultado el hacinamiento y nefastas consecuencias para el que la habita.
Vivienda y alimentación Siguiendo a Hauser (7), existían en Madrid al empezar el siglo alrededor de 13.800 casas, con unas 100.000 habitaciones Tres quintas partes de este total, unas 62.000, eran ocupadas por trabajadores que, percibiendo un jornal entre 60 y 300 pesetas mensuales, abonaban de 3 a 30 pesetas al mes por el alquiler de la habitación. Pero hay que insistir en el hecho de que la mayor parte de las habitaciones mencionadas, en concreto unas 40.000 constituían la vivienda de jornaleros y empleados de bajo sueldo. De ello se traduce que casi el 50 por 100 de la vivienda madrileña era pobre. Un jornalero, que a la altura de los primeros años del siglo percibía un salario medio diario que oscilaba entre los 12 y los 16 reales —3 ó 4 pesetas—, ocupaba las viviendas más baratas, que importaba un alquiler de 3 a 5 pesetas al mes. El tipo de vivienda clásico de las capas populares madrileñas lo constituyen las casas de vecindad. Se contabilizan en Madrid, en esa época, 438 casas que cobijan a 52.521 individuos: jornaleros, empleados y cesantes. ¿Cómo se desarrollaba la vida en estas casas? Hay una constante en este tipo de vivienda: el hacinamiento. El escaso espacio de las habitaciones, la falta de luz y de ventilación, la convivencia directa con animales y la inexistencia de servicios higiénicos personales eran motivos que, asociados a la falta de alimentación mínima necesaria, predisponían a estos madrileños a la muerte. En El Socialista de 1903 encontramos la siguiente información: Si los concejales y los subordinados cumplieran las obligaciones que sus respectivos cargos les imponen, no se hubiera dado el caso de presentarse, entre otros. un foco de viruela en una casa de la calle de Segovia, donde en letal hacinamiento se albergan más de 700 personas en viviendas totalmente desprovistas de condiciones de habitabilidad. Por ello, los barrios populares eran presa fácil para la alta mortalidad. Analizando las tasas de mortalidad, resulta que de los cien barrios con que contaba Madrid en los primeros años de siglo, 45 arrojaban una mortalidad mayor del 28 por 100, llegando, como vimos, al 40 por 100 (8). Estos barrios eran muy insalubres y la vida se desarrollaba allí en condiciones deplorables. Pero los alquileres exigidos para pagar una habitación en esas condiciones, que representaban una merma considerable para el exiguo salario de un jornalero o para las pesetillas del mendigo profesional, no presuponían, por el contrario, la seguridad de la vivienda. En el año 1902 hubo 15.921 desahucios en Madrid, según El Socialista. La mayoría de inquilinos expulsados de sus habitaciones eran jornaleros y cesantes, pero también pertenecientes a las profesiones liberales, ya que los caseros entregaban sus casas al mejor postor. El siguiente caso ilustra claramente la situación de los jornaleros: Días pasados fue arrojada a la calle una familia por el delito de no tener dinero para abonar 13 pesetas que importaba el alquiler de una mísera buhardilla. Si las autoridades de todo orden estuvieran tan solícitas como para ayudar al honorable gremio de propietarios en sus peticiones de desahucio, en prohibir se habitasen buhardillas inhabitables —de cuya índole quizá fuera la de la infeliz familia desahuciada—, en procurar que las casas de Madrid tuvieran condiciones higiénicas y otras reformas por el estilo, no cabe duda que entonces la Corte quedaría europeizada en breve plazo y perdería el triste sobrenombre de Ciudad de la muerte (9). A la falta de condiciones mínimas de habitabilidad, hay que agregar el estado deplorable en que se encontraban los servicios en la ciudad, el total abandono por parte de las autoridades de una política sanitaria que tendiera a mejorar la vida de los madrileños y una gran desproporción entre los barrios populares y los acomodados en cuanto a la existencia de infraestructura sanitaria —en 1906 se contabilizaban aún 3.000 pozos negros en la capital, localizados en los barrios populares y en el extrarradio—; agua potable, alcantarillado, limpieza de vías públicas, alumbrado, etcétera, brillan por su ausencia en los barrios populares. Otro capítulo importante que define la vida madrileña a principios de siglo es el de la alimentación. La situación de elevación general de los precios operada a lo largo del último decenio del siglo XIX, que tuvo consecuencias claras en la subida de apartados como calzado, vestido y vivienda, fue agravada por las coyunturas de malas cosechas de los años 1902, 1904 y 1905, que incidieron en los precios de productos básicos de la alimentación popular (10).
El salario de un obrero se situaba en esta época en torno a un promedio de 12 a 16 reales diarios, cantidad con la que las familias populares tenían que hacer frente a los altos precios. En el año de 1901, año de una buena cosecha, los precios de los artículos básicos en la alimentación suponían un kilo de pan —mal pesado, pues el kilo fluctuaba alrededor de los 800 gramos— costaba 40 céntimos; uno de carne de carnero, 3,50 pesetas; uno de arroz, 80 céntimos; un litro de leche, entre 80 céntimos y una peseta... Comparativamente, los mismos productos en ciudades como Londres y París venían a representar las siguientes cantidades: el kilo de pan —bien pesado—, 20 y 30 céntimos, respectivamente; el arroz, 35 céntimos, en las dos ciudades; la leche, 30 céntimos, en Londres, y 40, en París. Y los salarios en dichas ciudades eran más altos. Difícil lo tenían las capas populares madrileñas para hacer frente a la situación económica. Tomemos dos casos prototípicos de familias madrileñas —padre, madre y dos hijos— al inaugurarse el siglo, que tuvieran como ingresos 106 y 56 pesetas al mes, para conocer sus gastos. La primera familia pagaba 20 pesetas de alquiler de vivienda; 26 pesetas eran invertidas en médico, botica, calzado, vestido, luz e imprevistos; quedaban dos pesetas para la alimentación diaria, que incluía: pan. café, azúcar, garbanzos, carne de falda y piltrafas, tocino y bacalao, productos repartidos en dos comidas calientes. La segunda familia pagaba cinco pesetas de alquiler al mes; ocho pesetas se reservaban para comprar y reponer ropa y calzado; 3.50, para luz, jabón y extras, quedando 1,30 pesetas para á alimentación diaria. Esta se componía, considerando que en este caso sólo se hacía una comida fuerte al día, de patatas, tocino, carne de baja calidad o zarbo —pescado ínfimo, sustitutivo de bacalao— y pan. Ante alguna contrariedad, enfermedad e imprevisto grave, las familias pobres no tenían más remedio que suprimir una comida, o la única, y sustituirla por mendrugos de pan comprados en las traperías, con los que se confeccionaba una sopa añadiéndole cinco céntimos de colas de bacalao. La necesidad era enorme y miles de familias vivían en tal situación. La alimentación, reducida a pan, tocino. legumbres y patatas, no preservaba la salud del obrero de los efectos de las malas condiciones laborales ni le preparaba para jornadas de diez y más horas de trabajo diario, como tampoco resguardaba al resto de los madrileños pobres de las enfermedades. Paralelamente al alza constante de precios, los acaparamientos de productos para la alimentación por parte de comerciantes con el fin de elevar su precio introducían nuevos factores de distorsión en el mercado. Las capas populares, ante la situación, no podían sino comprar productos de una calidad ínfima, sujetos a adulteraciones y fraudes habituales. Los análisis realizados por el Laboratorio Municipal durante el año 1902. como botón de muestra, arrojan los siguientes datos: de 344 muestras de leche analizadas, 305 eran malas; de 111 conservas, 63 resultaban nocivas para el consumo.
Y el agua. El agua de Madrid resultaba un vehículo constante de
enfermedades. El mismo año de 1902, la capital disfrutó únicamente de 45
días de agua transparente procedente del Lozoya; el resto del año, las
aguas no reunieron las condiciones necesarias para considerarlas
potables. Y, sin embargo, eran bebidas. Las autoridades no controlaban la calidad de los productos, no ponían en práctica las ordenanzas municipales que existían para la cuestión sanitaria; sólo reaccionaban con severidad contra falsificadores y adulteradores cuando la situación se hacía evidente por el número de víctimas, pero una vez superada la crisis guardaban cuidadosamente su celo y olvidaban las medidas preventivas. En el mes de julio de 1903, sólo en tres días, se contabilizaron 187 casos de intoxicación por el consumo de leche expedida en estado de descomposición. Carne barnizada, tinte en las conservas, adición de sustancias nocivas en la leche..., forman parte de una lista extensa de alimentos adulterados. Otra constante en la vida madrileña lo constituye el elevadísimo porcentaje de gentes desempleadas y mendigos, marginados en suma de los roles económicos. El paro y la mendicidad son algo crónico en el Madrid de la Restauración, fruto del escaso desarrollo económico general que sufrió España hasta fechas muy avanzadas, y cuyas consecuencias, inevitablemente, se traducían en la incapacidad del sistema de generar puestos de trabajo. El caso de Madrid era especialmente crítico al no contar con la infraestructura industrial necesaria para ocupar a la gran masa de población activa con que contaba y que se acrecentaba en la medida en que afluyeran a la capital los pobres de otras regiones. De una población de más de 500.000 habitantes en los años de fines y principios de siglo, más de la mitad estuvo constituida por inmigrantes. Estos procedían de toda España en general, pero tenía mayor relevancia la inmigración desde las zonas limítrofes de Madrid —Segovia, Toledo, Guadalajara...— y curiosamente, a pesar de su lejanía, de ciudades como Oviedo y Lugo, de las que en 1898, como .ejemplo, emigraron hacia la capital cerca de 35.000 individuos (11). Debido al escaso desarrollo industrial, el sector terciario —servicio doméstico, dependientes de establecimientos, cocheros...— proporcionaba una importante ocupación a los madrileños y era en el sector en que más inmigrantes se integraban, sobre todo mujeres. Destaca el hecho de que el 12 por 100 de la población activa lo constituyesen sirvientas, cocineras, costureras, niñeras, nodrizas, peinadoras, lavanderas, planchadoras, etcétera, es decir, todos ellos oficios femeninos (12). No obstante el desarrollo del sector terciario, la pujanza de la industria editorial madrileña, el trabajo fabril y la ocupación estacional en los campos de labor cercanos a Madrid, el elevado número de población activa se traducía en un nivel de desempleo muy alto. Paro y mendicidad se presentan así como un binomio constante. Las soluciones que la burguesía madrileña planteó al problema de los parados y mendigos pasan necesariamente por la particular consideración que de ellos se tiene. Para Concepción Arenal, el pauperismo se compone de miles, de millones, de personas que carecen de lo necesario fisiológico, es decir, de miserables. Los miserables lo son: 1. Porque no pueden trabajar. (por) Falta de salud. (por) Falta de aptitud. 2. Porque no quieren trabajar. 3. Porque malgastan la retribución suficiente del trabajo. 4. Porque la retribución del trabajo es insuficiente (13). Es decir, no se contempla, en absoluto, el concepto del que no trabaja porque no tiene lugar donde ocuparse o del que es miserable porque no encuentra otra fuente de ingreso que la mendicidad. En la línea de la moral burguesa de la época, la existencia de sufrimiento en la colectividad es algo necesario: (...) Consideramos inevitable cierta cantidad de dolor en la colectividad como en el individuo, y contraproducente y peligroso pretender sustraerse a la ley del sufrimiento (...). Hay para el individuo una dosis de dolor no sólo inevitable por las vicisitudes de la suerte, los afectos de su alma y hasta el organismo de su cuerpo, sino necesaria a la perfección de su espíritu (14). De ahí que los intentos por mejorar las condiciones de vida de tantos miserables se centraran en la potenciación de la Beneficencia, como vehículo de administración de paños calientes al enfermo desahuciado que necesariamente tenía que morir sufriendo. No se acometen, en suma, las actividades tendentes a la eliminación del mal Igualmente, desde las esferas políticas las soluciones se plantean a partir del momento en que los jornaleros parados puedan suponer un peligro para el mantenimiento del orden público, hasta que no amenacen la tranquilidad burguesa. Y estas situaciones se plantean, en Madrid, en todo el período de la Restauración. El número de parados en Madrid se acrecentaba constantemente por la crisis económica general del país, que empujaba a los trabajadores sin empleo de otras provincias a probar suerte en la capital, y por las características del propio mercado de trabajo madrileño. A los que no encontraban empleo se les unían aquellos que lo habían perdido en virtud de las complicadas relaciones laborales que se planteaban entre patronos y obreros: luchas por la reducción de la jornada ---que sobrepasaba las diez horas por término medio— y por el aumento de los jornales —establecido entre 12 y 16 reales como promedio de los primeros años del siglo—, y los conflictos generados por las prohibiciones patronales al creciente asociacionismo obrero. Huelgas y despidos introdujeron un nuevo factor de inestabilidad laboral que arrojaba a los obreros al paro.
Los salarios de los obreros apenas si alcanzaban para pagar el alquiler de una casa insalubre y comer mendrugos y piltrafas. En las fotos, trabajadores/as de la fábrica cerillas. (La ilustración Española y Americana. 1899)
El paro en la capital se manifestaba con mayor crudeza en los meses de
invierno, momento en que las esferas políticas hablaban de amenaza
obrera y de necesidad de conjurar la crisis, términos que, en
definitiva, no expresaban otra cuestión que el temor a que la situación
de demanda de empleo se trocara en revolucionaria. En los meses de
verano, las labores de recolección en los campos cercanos a Madrid
absorbían una cantidad considerable de mano de obra, a la vez que
desviaban temporalmente a los jornaleros de otras provincias que,
terminadas las faenas agrícolas, confluirían finalmente en la ciudad. La necesidad de mercados en mejores condiciones sanitarias, la mejora de la red de traída de aguas y su ampliación a barrios del extrarradio, la construcción de necrópolis, la apertura de nuevas vías de comunicación, el saneamiento y reforma de edificios públicos, cuarteles, asilos y un largo etcétera de posibilidades para proporcionar trabajo a los obreros no fueron, sin embargo, potenciadas. Las dificultades económicas del Ayuntamiento, que requería la aprobación de presupuestos especiales para acometer en su conjunto tales reformas, la utilización de sus fondos en conceptos algunas veces innecesarios y, en definitiva, el escaso interés de la burguesía madrileña representada en el gobierno de la ciudad por mejorar definitivamente el estado de las clases menesterosas están en el origen de la escasa respuesta al problema. Las contrataciones municipales se basaban en la confección de unas listas en las que los jornaleros en paro se inscribían y eran requeridos en su momento para el trabajo (15). Este duraba una semana como máximo y era retribuido a razón de seis reales al día, jornal de miseria, habida cuenta la situación de los precios en Madrid. Los registros se llevaban a cabo en todos los inviernos del periodo al que hacemos referencia, siendo unos años más eficaces que otros; como muestra, en dos meses del invierno de 1903 se dio trabajo a unos 1.500 jornaleros; pero, desde un punto de vista general, tuvieron estos registros escasa operatividad, pues las contrataciones no conseguían equilibrarse con las demandas. Por este motivo, las reuniones y mítines de obreros, las visitas a personalidades, las manifestaciones, etcétera, se hacían constantes; en ellas se ponía de manifiesto el lamentable estado de las clases populares y el abandono en que los gobernantes tenían a los obreros, actitud que contrastaba con la explotación a que se les sometía en los momentos de empleo La imprevisión y la falta de interés demostrada por las instituciones era constante La prensa de 1903 se hace eco de la siguiente información. Ahora resulta, según dicen en el Gobierno Civil, que, habiendo 20.000 pesetas para pago de jornales a los obreros hasta 31 de diciembre, no se aplicaban a esta necesidad apremiantísima ( .) Parece, en efecto, que el grave conflicto podría haberse resuelto hace días y podría haberse proporcionado el pan a centenares de familias que perecen de hambre, si un señor ingeniero de la provincia no hubiera estimado que el asunto no merecía la pena de echar unas cuentas. El aludido tenía a su disposición veinte mil pesetas para pago de los jornales en reconstrucción de carreteras y, en vez de hacer la inversión de esta cantidad, estimó que era preferible devolver dicha suma a la Hacienda, porque abrir las obras originaba una gran complicación de cuentas. Mientras tanto la única posibilidad de reproducir la fuerza de trabajo, de alimentar al jornalero parado, recaía en la Beneficencia. Su potenciación en momentos de crisis económica resultaba fundamental, pues era el único medio con que el parado contaba para no morir de hambre, pero su capacidad no resultaba suficiente La prensa nuevamente sirve de vehículo de expresión para testimonios como éste Una larga fila de pordioseros, en espera de que se abriera un grueso portón, me ha hecho fijar en un asilo. He recordado entonces que en un solo día han acudido a un refugio en demanda de mendrugos empapados en caldo más de 2 500 personas La caridad es ya insuficiente Quien reclama una taza de sopa no pide por vicio, sino por hambre Para que acuda tanta gente a un solo refugio hay que suponer que hay en la capital de España más de 100.000 infelices a quienes les falta lo más necesario (16).
Damas de la alta sociedad madrileña reparten comida en los locales de la Asociación de Beneficencia Efectivamente, en diez días de enero de 1900, en el comedor municipal instalado en el Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, fueron repartidas 18 592 raciones, a lo largo de 1901 fueron atendidas 255.148 personas en el Comedor de la Caridad de los marqueses de Cubas; en los dos primeros meses de 1903 se socorrió con alimento a 91.599 pobres en otra institución municipal Las salidas alternativas a la crisis para el madrileño parado o marginado eran, pues, pocas, La sopa boba de los asilos, una; la limosna otra, y ya, las extremas de la delincuencia y, en el caso de las mujeres, la prostitución. En efecto, la prostitución clandestina alcanzó cotas elevadísimas en el Madrid de principios de siglo. Esta era considerada por la burguesía como una desviación de la moral, sin ver en su origen la única salida para muchas mujeres empobrecidas y muchas esposas que ante el paro crónico de sus maridos acudían a ella como última vía para alimentar a sus familias Más que vicio, habría que buscar en tantos casos pobreza. La legislación se hizo represiva contra todas estas soluciones alternativas En concreto, contra el mendigo y el vago, figura esta última asimilada a la del parado ya en las leyes de 1868, se dirigía a mantener limpias las calles de Madrid, a impedir que se acosara a los madrileños acomodados, a que se cometieran actos delictivos y, en última instancia, al mantenimiento del orden público.
La mortalidad infantil era elevadísima a causa de la subalimentación y la falta de higiene Este fue él primer consultorio pediátrico de Madrid, inaugurado en diciembre de 1903 (La Ilustración Española y Americana) Coincidiendo con las crisis de trabajo se recrudecía la persecución de todo aquel que no tenía ocupación, centrándose más la represión en contra del vago, bajo el cual no vemos en muchos casos más que jornaleros en paro. La recogida de mendigos tenía como resultado que aquellos que no podían acreditar su nacimiento en la Villa eran enviados nuevamente a sus lugares de origen, mientras a los madrileños se les internaba en asilos municipales, donde la estancia era lastimosa. Se denunciaban malos tratos, alimentación incalificable y condiciones higiénicas deplorables. Las soluciones coyunturales de la burguesía madrileña al problema del paro y la mendicidad se revelaban inoperantes. Cada año, cada invierno, se renovaban las crisis de trabajo y las medidas represivas, y cada año crecía aquello que precisamente se quería evitar, la conflictividad social. NOTAS (1) A Sahamonde Magro, J Toro Menda Burguesía, especulación y cuesten social en el Madrid del siglo XIX (2) Fuente: Estadística rectificada del empadronamiento general de habitantes de Madrid en diciembre de 1898 (3) Philiph Hauser Madrid bajo el punto de vista medico-social Madrid 1902 pág. 496 Utilizaremos en adelante la edición prologada por Carmen del Moral Madrid 1979 Hemos añadido el crecimiento de la población (4) El Liberal 27 de abril de 1901 (5) ídem (6) El Liberal 23 de abril ce 1903 (7) Hauser, op ott, pag 513 (8) Carmen del Moral, La sociedad madrileña, fin de siglo y Baroja, Madrid 1974, Pág.. 85 (9) El Socialista, 16 de ¡dio de 1903 (10) M Turión de Lara. E) movimiento obrero en la historia de España 1900-1923 Madrid-Barcelona 1977, Pág.. 35 (11) Estadística rectificada (12) Hauser, op cit Pág. 500 (13) Concepción Arenal, El pauperismo Madrid 1897 página 27 (14) ídem Pág.. 22 (15) Sobre el tema. ver Gloria Melte. El Registro de Trabajo del Ayuntamiento de Madrid y el problema social en los umbrales del siglo XX (1899-1900) Universidad Internacional Menéndez Pelayo Madrid 1981 (16) El Liberal, 17 de enero de 1903 (17) CPLSB |