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ESPAÑOLES AL SERVICIO DE NAPOLEÓN

Historia 16 nº 20, diciembre de 1977

Por Jean-René Aymes

Profesor de la Universidad de Caen

 Las aventuras de unos centenares de soldados españoles en Rusia en el año 1812 pertenecen a la historia del Regimiento José Napoleón. Las andanzas de este cuerpo de voluntarios reclutado en Francia entre los prisioneros españoles quedan referidas en un libro todavía básico (1) del que extraemos gran parte de los datos ofrecidos en el presente artículo, sin que podamos brindar muchas informaciones inéditas porque ni las Memorias de los jefes imperiales ni los archivos militares parisienses aluden a las experiencias bélicas de esos españoles enrolados en el famoso Gran Ejército. Para explicarse esta sorprendente participación hispana en las guerras napoleónicas, hay que remontarse al año 1808 y seguir los pasos del general De la Romana en Dinamarca. El episodio, bien conocido en España por los esfuerzos de la historiografía nativa empeñada en elevarlo hasta la categoría de gesta, consistió en la hábil fuga de varios regimientos españoles enviados por Godoy a orillas del Mar Báltico para que se pusieran al servicio de los Estados Mayores Imperiales. El triple juego de las circunstancias, la distancia y la influencia de los oficiales determinó que no todos los Regimientos se embarcaran rumbo a Inglaterra en agosto de 1808 con el marqués De la Romana: los destacamentos de Asturias, Guadalajara y de Caballería de Algarve, bien porque se amotinasen o porque no lograran escapar, fueron desarmados por los franceses y considerados como prisioneros (2).

EL 18 de agosto, el mariscal Bernadotte escribe al príncipe Alejandro: «Pedí al rey de Dinamarca que dirigiera hacia el continente las tropas de Seeland bajo escolta y por destacamento de 200 hombres. Estas tropas, junto con las que nos quedan, pueden llegar a 5 ó 6.000 hombres. Deseo saber lo que Su Majestad quiere que haga con ellas. No puedo disimular que las considero incapaces de servir en el ejército francés a no ser que se reorganice la oficialidad, cambiándola toda». En suma, la traición hispana en Dinamarca provocó el castigo de hombres que no habían traicionado y, en el mes de octubre, Napoleón impuso un régimen de severa vigilancia sobre esos tres regimientos. Pero las apremiantes necesidades de la guerra marcarán una nueva política. Napoleón no olvidaba que los soldados españoles se habían portado como jabatos en el sitio de Stralsund en 1807, por lo que no descartó utilizarlos y aunque los castigó, la reprimenda fue lo suficientemente blanda como para que el general Fririon la denunciase: «No ocultaremos nuestra penosa impresión al observar cómo los amotinados de Seeland gozaron a su llegada al norte de Alemania de la impunidad que deseó para ellos el marqués De la Romana. Incluso en Francia, donde se estacionaron durante cierto tiempo, no podía comprender la gente qué crimen habían cometido.»

El término «estacionar» es un escandaloso eufemismo, ya que «los españoles desarmados en el norte», como se les llama en los documentos oficiales, se encuentran en situación de detenidos: los doscientos oficiales, repartidos en pequeños grupos, están encarcelados en una docena de fortalezas y los cinco mil soldados, en una quincena de depósitos y castillos donde se mezclarán con sus paisanos hechos prisioneros en la Península y deportados a Francia.

El regimiento José-Napoleón

A principios de 1809 y siguiendo la idea napoleónica. de servirse de los prisioneros, las autoridades militares someten a los españoles a una tentación que entrañaba —sin que los interesados se dieran perfecta cuenta de ello— una gravísima consecuencia: prestar juramento de fidelidad al nuevo rey de España, José Bonaparte. Los que accedían, bien por flaqueza de ánimo o por galofilia, podían militar bajo las banderas imperiales.

En febrero se constituyó el Regimiento José-Napoleón y los voluntarios alistados en él marcharon a Aviñón, donde el primer batallón se puso en septiembre en pie de guerra. De esta forma, una parte de «los desarmados del Norte», vestían el uniforme blanco del nuevo regimiento. Su destino estaba trazado. El Regimiento queda organizado en cuatro batallones en febrero de 1810

El Rey José habría querido utilizarlo en la Península: «Esta operación sería muy útil para destruir la creencia ampliamente difundida de que los regimientos españoles se destinan a servir más allá de los Pirineos.» Mas Napoleón piensa todo lo contrario, y a principios de agosto, los cuatro batallones de unos ochocientos hombres cada uno, reciben los siguientes destinos: el primero, a San Juan de Maurienne, en los Alpes franceses; el segundo, a Amberes; el tercero, a Lyon, y el cuarto, a Mónaco (3). Y aun así, escribe el emperador al ministro de la Guerra: «Mucho temo que el batallón que vais a establecer en Mónaco deserte. Prefiero que lo mandéis a Alejandría, destinándolo a los trabajos de la plaza. Encargaréis al comandante de Alejandría que procure no dejar al batallón en la ciudadela (...). Sacaréis a todos los españoles que se hallen en la Legión Portuguesa afincada en Metz y los dirigiréis al batallón del Regimiento español que está en Amberes.» (4) Esta última frase nos revela que entre los prisioneros españoles algunos, quizá sin haber jurado fidelidad a José, se habían enrolado en la Legión Portuguesa para poner término a su cautiverio y no ser llamados a pelear en su patria; consiguieron ambas cosas, pero no evitaron padecer el desastre de Rusia.

Al suspenderse los trabajos en la Isla Perrache, el tercer batallón destinado a Lyon fue enviado a Mastricht (Limburgo holandés), con lo que, desde el otoño de 1810, los cuatro batallones se reagruparon en dos: el primero y el cuarto, en Italia (Alejandría y Palma Nova); el segundo y tercero en Bélgica (Amberes) y sus confines (Mastricht). Nada dicen los archivos parisienses de las andanzas del primero y cuarto batallones. Mandados por el Mayor Doreille que, nacido en el sureste de Francia, no habla español ni francés, sólo provenzal, los hombres de estos batallones saldrán de Italia en la primavera de 1812 rumbo a Stettin, en la actual Polonia, y tras reunirse con los del segundo y tercero no lejos del río Niemen, en Lituania, participarán en la batalla de Vitebsk y llegarán a la capital de Rusia en octubre, dedicándose a proteger de los ataques cosacos los convoyes que circulan de Moscú a Smolensk. Un año después, los combates, el frío y el hambre, habrán acabado prácticamente con los componentes de estos dos batallones: de cada diez soldados morirán nueve y los ciento sesenta supervivientes de los más de 1.500 hombres enrolados se establecerán, en enero de 1813, en Glogau (Silesia polaca) de donde partirán hacia Francia cuando Napoleón abdique.

Los recelos de Napoleón

En mayo de 1810 decide el gobierno imperial que uno de esos cuatro batallones marche a Flessingue, puerto holandés en el estuario del Escalda, cumpliendo la terminante orden del Emperador: «Ocupar en cualquier parte a los prisioneros españoles de forma que no sean gravosos.» Efectivamente, se los destina a Flessingue, Mastricht, Juliers y Vanloo, pero poco después se los concentra en Amberes. El mariscal Kindelan, que ha dirigido la operación de reclutamiento, les pasa revista y envía un informe: los hombres del segundo batallón mantienen un aceptable estado de ánimo; quizá algunos tengan malas intenciones, pero saben disimularlas; lo peor, sin duda, es que los oficiales carecen de energía. Lo mismo observa en el tercer batallón: se ha encarcelado a un capitán negligente, y el comandante, demasiado viejo y de carácter débil, aunque honrado y bien dispuesto, no está a la altura de las circunstancias. En definitiva, estos prisioneros de guerra convertidos en trabajadores no rinden como debieran y como, por otra parte, se necesitan soldados para la próxima campaña de Alemania y Rusia, el gobierno decide enviarlos al combate, aun a riesgo de que se pasen al enemigo.

En la primavera de 1811, ambos batallones presentan buen aspecto, aunque Napoleón quiere cerciorarse de su fidelidad. Así, escribe al mariscal Davout: «Primo mío, os mando dos hermosos batallones españoles que constan de dos mil hombres con un general. Los soldados son buenos. Se han enrolado de buen grado y hace dos años que están con las armas. Pienso que lucharán como los portugueses y que tendrán pocos desertores si tomáis la precaución de no ponerlos en las avanzadas ni en las plazas fuertes de primera importancia. Es probable que les asedien reclutadores enemigos. Será preciso vigilar secretamente a estos batallones. La policía no ha de quitarles el ojo de encima; así cogerán muchos agentes ingleses.»

El mariscal Kindelan opina que sus paisanos pueden entrar en campaña sin desmandarse ni cometer atrocidades. No se tomará en cuenta una sugerencia del ministro de la Guerra, que sólo quería emplear a los españoles nacidos al Norte del Ebro, o sea, en las provincias anexionadas por Napoleón.

El segundo y tercer batallón son destinados al cuerpo de observación del Rin. En marzo de 1811, el segundo batallón, en Amberes, cuenta con 1390 hombres y el tercero, instalado en Mastricht, con 688, sin sumarle los 425 hombres del cuerpo de reserva. Una vez reunidos los dos batallones (así seguirán hasta el final), se trasladan a Nimega (Holanda) y a Utrecht, donde Napoleón les pasa revista al final del verano. Kindelan lo narra de la forma siguiente:

«El Emperador ha pasado revista ayer a las tropas de este campo del que forman parte los 2.° y 3.° batallones del Regimiento José-Napoleón. Tengo a mucha honra que S. M. haya alabado el buen estado de estos batallones (...). S. M. se fijó en todos ros detalles y con suma amabilidad hizo varias preguntas a algunos oficiales, suboficiales y soldados. Me preguntó en particular si veía yo algún peligro en hacerles volver a España. Le contesté que no me atrevería a garantizarlo por miedo a la seducción —o sea, las tentativas de los reclutadores— en cuanto se encontrasen en su Patria. (S. M. quiso saber) cuáles eran sus conversaciones. (Contesté que) hablaban mucho de su patria, de su familia, de la esperanza de volver allí pronto y de ver restablecidas la paz y la tranquilidad. (S. M. quiso saber) lo que pensaban de la conclusión de estos asuntos. Majestad, a este respecto, no hay más que una opinión en este regimiento, igual que no puede haber más que una en el mundo entero, a saber: que el genio y la fuerza de S. M. expulsarán de la Península a nuestros implacables enemigos y que S. M. someterá a todo el país asegurando su felicidad» (5).

A punto de estallar

Cuando fue levantado el Campo de Utrecht, ambos batallones se incorporaron a la división del general Friant, quien recibe una larga carta, desde Hamburgo, del mariscal Davout en la que se menciona al cuerpo español: «Ya ha salido para Rostock, donde llegará entre el 20 y el 25 de este mes. Deseo que lo establezcáis en Rostock para que quede bajo vuestra mirada. Unos emisarios intentarán corromper a esta tropa y la lograrán si no estáis atentos. Tomad medidas, en unión con los oficiales del Regimiento y si un emisario deslizase malos consejos ajusticiadlo prontamente (...). Cuando hayan llegado los españoles, convendrá organizar, los domingos y días festivos, una misa militar a la que asistan los franceses y

los españoles. De haber una iglesia católica en Rostack (lo que no sé), utilizadla; si no, tratad con las autoridades para que os pongan una a vuestra disposición los domingos y días festivos. Os encarezco, mi general, que guardéis secreta la llegada a Rostock de este regimiento español y sólo habléis de ella cuando os enteréis de que ha pasado el Elba» (6).

No se puede afirmar que las autoridades imperiales estén orgullosas de este destacamento. Antes bien, recelan de él como si fuese un petardo a punto de estallar El mariscal Kindelan, a quien habían confiado el mando de los batallones, declina esta responsabilidad con el pretexto de que un mariscal de campo español, asimilado a general en Francia,. no puede aceptar un empleo de coronel. Le sustituye el Mayor Tschudy, natural de Lorena.

En marzo de 1812, los dos batallones llegan a Stettin, y el 18 de junio vuelve a pasarles revista Napoleón. Pertenecen al primer cuerpo de Ejército, destinado a Rusia y formado por seis divisiones, unos 70.000 hombres en total.

Un episodio muy poco conocido ilustra de la mentalidad de estos españoles que mal de su grado recorren el territorio ruso, amargando la existencia a un inculto capitán de «grognards» (soldados de elite que integraban la Guardia Imperial). En sus memorias (7), impregnadas de involuntario pintoresquismo, cuenta el capitán Coignet que en Vilna, al oeste del Niemen, fue encargado de conducir tres batallones de soldados rezagados, entre los que figuran 130 españoles. Al ir a pasar lista, advierte Coignet que no tiene sargento que le auxilie y que los hombres

no saben maniobrar. El Emperador, allí presente, ordena repartir pan y carne entre los soldados, pero el estímulo no rinde frutos. Tras una breve caminata, los españoles empiezan a desertar cuando anochece. Mientras Coignet acompaña la retaguardia, a gran distancia de la cabeza de la columna, la vanguardia se detiene por propio impulso, enciende hogueras y se acomoda alrededor del fuego. Cuando Coignet se entera y se enfada, los españoles le replican: «Basta ya de andar, necesitamos descansar y dormir.» Cuando el Emperador llega a la altura del improvisado vivaque, pide explicaciones a Coignet: «¿Qué haces aquí?» «No soy yo el que manda, Majestad —responde Coignet—, son ellos (...). Muchos desertores ya han vuelto a Vilna.»

Reanudada la marcha al día siguiente, los españoles que aún siguen enrolados, al divisar un rebaño de vacas, abandonan la fila, cogen unos recipientes y las ordeñan: «Cada día acampaban antes del anochecer —dice Coignet— y en cuanto veían vacas había que detenerse.» Otro día, un grupo de soldados se aleja del camino, internándose en una selva incendiada. Coignet quiere hacerles volver, pero los recalcitrantes no sólo se niegan a obedecerle, sino que disparan contra él: «Era un complot de los soldados de José Napoleón», comenta el francés, que, para salvarse, ha de prescindir de recuperarlos hasta el día siguiente, en que envía a unos jinetes a detener a los fugados. Reducidos éstos y encaramados a unos carros llegan así a su destino. Coignet obliga a los reos a elegir su suerte: aquellos que saquen papelitos negros de una bolsa donde hay también papelitos blancos, serán acusados de robo, incendio y disparo contra un oficial, delitos merecedores de pena de muerte". Tras el sorteo, Coignet no vacila y manda fusilar a 62 españoles y poco falta para que sucumba la mitad restante si se llega a obedecer al coronel del destacamento, deseoso de acabar con estos soldados insufribles. Cínico y simplón, Coignet se muestra aliviado: ha rescatado de las garras de un coronel sin piedad a 60 españoles.

Diezmados

Cerca de la ciudad de Vitebsk que supone para Coignet el término de sus penalidades con los españoles, se libra una batalla en la que intervienen por vez primera los cuatro batallones, los dos que venían de los Países Bajos y los dos procedentes de Italia.

Tras alcanzar el río Dnieper", combaten los españoles en Smolensk y el Moscova, a principios de septiembre de 1812. Allí defienden valientemente un reducto, exponiéndose a la metralla para salvar a los soldados del 111 Regimiento de Línea acosados por la caballería. En memoria de tal gesta, el «obelisco del gran reducto» sobre la eminencia que corona el campo de batalla de Borodino ha grabado el nombre de España junto al de la veintena de naciones cuyos representantes lucharon en ella. Días después, son sometidos los españoles a una más dura prueba en Zelkovo, la de lanzarse por terreno descubierto bajo un nutrido fuego de artillería y sin la posible ayuda de la caballería imperial. Entre heridos y muertos se registran más de 350 bajas; 14 oficiales, 340 suboficiales y soldados. Según otra fuente, hubo 19 españoles muertos (el jefe de batallón Ramón Ducer, entre ellos) y 246 heridos.

Rumbo a Moscú, los supervivientes del 2.° y 3.° batallón recorren a pie entre cinco y seis leguas diarias. Durante 48 horas acampan cerca de la capital, lo que permite a los rezagados reunirse con ellos. En conjunto, no pasan de trescientos hombres.

Un nuevo combate se registró el 4 de octubre. Pereció en él el teniente Vázquez. Hasta el 18, los españoles descansaron en una posición próxima al castillo del conde Rostopschine, gobernador de Moscú. El Emperador, al cartearse con sus oficiales, alude excepcionalmente a los españoles. En su carta al príncipe de Neuchatel y Wagram, fechada en Troiskoe el 20 de octubre, Napoleón encomienda a los soldados de la península y a los Bávaros una misión poco gloriosa: el duque de Treviso, en vísperas de emprender la retirada, quemará los carruajes y enterrará los cadáveres; «llegado al palacio Galitzine, tomará a su cargo a los españoles y bávaros que hallen allí y mandará pegar fuego a los cajones de municiones y a cuanto no se pueda transportar».

En los últimos días de este mes de octubre se inicia una interminable tragedia. El día 24, ante el arrollador ataque de seis mil cosacos en Malojaroslavec, se retiran hacia Smolensk. Los dos batallones españoles forman ahora la retaguardia del cuerpo de ejército mandado por el mariscal Ney. En Krasnoe, abandonan los españoles su posición, tras dejar a 76 compañeros muertos o heridos. Han perdido de pronto a dos jefes de batallón —Llanza y Herrera, sustituto de Ducer— y a varios oficiales —el ayudante mayor Abreu, el capitán González, los tenientes Canut, Zambrona, Oliver y el subteniente Chanzarel—. El coronel Tschudy elogia el comportamiento del 2.° y del 3.° batallón: «Sin hablar de la tarde del 5 de septiembre —alude a la batalla de Borodino—, en que nuestros dos batallones derrotaron a la caballería enemiga que había roto el frente del 111 de Línea, apoderándose de una parte de su artillería, me honro en recordar a Su Excelencia que, en lo de Krasnoe, el 18 de noviembre, bajo las órdenes de S. E. el príncipe del Moscova, el general de División Ricard, con los 35 hijos que me quedaban, quitó de nuevo dos cañones al enemigo.»

Después de Smolensk y camino de Orsa —a orillas del Dnieper— arrecia el frío sobre los hambrientos y cansados. Un oficial de la Legión Portuguesa —también al servicio del Imperio, como el Regimiento José-Napoleón— se conmueve al toparse con los españoles: son cuatro oficiales y 110 soldados.

Tras atravesar el Berezina, pasan por Vilna (Lituania), Torún (en el Vístula), Francfort-del-Oder, Erfurt y Coblenza. A principios de 1813 se sabe que han resistido esta ristra de penalidades 14 oficiales y una cincuentena de soldados. Un billete anónimo, encontrado en los archivos de Vincennes, arroja cifras parecidas: 13 oficiales, 18 suboficiales y 31 soldados.

Reorganizados y aniquilados

El Emperador decide reorganizar entonces el casi extinguido Regimiento José-Napoleón: sólo comprenderá un batallón de guerra y otro de reserva, o sea, ochocientos hombres en total, ninguno de ellos superviviente de la campaña de Rusia, sino sacados del cuerpo de Mastricht y de los depósitos de prisioneros de guerra en Francia.

Repentinamente, el 8 de febrero, Napoleón suspende la operación de reclutamiento llevado a cabo por Kindelan: «Señor duque de Feltre, poned fin, en el acto, al reclutamiento de los españoles; no quiero estos regimientos. Esto no sirve para nada, sobre todo ahora, que los rusos se han organizado para atraerlos. No creo que queden bastantes oficiales para formar más de un batallón y como el cuerpo de reserva del Regimiento José-Napoleón, que está en Mastricht, cuenta 1.200 hombres, esto basta y sobra (...). Completad cada una de las compañías, hasta 250 hombres y ordenan la salida de esos 750 con los 52 oficiales y suboficiales. Estos 802 hombres, a las órdenes de un jefe de batallón francés, se dirigirán a Erfurt; allí hallarán a los oficiales y se creará un batallón; no pienso que puedan crearse otros. Este batallón se reunirá con el 4.° Cuerpo e irá a Glogau, de forma que el Regimiento José-Napoleón, que tiene cinco batallones, se reducirá a un batallón de guerra y un batallón de reserva.»

En abril de 1813, el batallón, al mando del francés Dimpre, casado con una española a la que salvó la vida durante el sitio de Lérida, sale de Coblenza para ir a Maguncia y reunirse luego con la división del general Bonet en Fulda, provincia de Hesse Cassel. Esta división está encuadrada en el Cuerpo de Observación del Rin que manda el mariscal Marmont. Este recibe de Napoleón consignas de extrema prudencia: «Dad órdenes para que no se envíe en destacamento al batallón español y para que quede a alcance de la mano, protegido de la seducción. Hay que evitar emplearlo en el servicio de vanguardia y de escolta, es preciso mantenerlo siempre agrupado y en medio de los batallones franceses.» Como se observa, ninguna confianza alberga Napoleón en los súbditos del Rey José.

Para seguir los pasos de los españoles que, como sus hermanos del año anterior, se dirigen hacia el Este, utilizamos las Memorias del comandante español Gallardo de Mendoza, ya que los archivos militares de París no ofrecen ayuda. Según el observador, Napoleón pasa revista al batallón antes de que se ponga en marcha y mientras los soldados gritan: «¡Viva el Emperador!», los españoles permanecen callados.

No obstante esta frialdad, los españoles se comportan de modo intachable en las batallas de Lutzen y Bautzen y cinco de ellos reciben a mediados de julio la cruz de la Legión de Honor.

Después empiezan los reveses. Su desesperada resistencia, al oeste del Elba, frente a los rusos, austriacos y prusianos, les acarrea bajas sensibles. Sólo en la batalla del 18 de octubre mueren los oficiales Rivas, Reino, Aliste y el sargento Calleja. A estas alturas, resisten unos ciento cincuenta hombres que, al retirarse hacia Erfurt y Gotha comienzan a pasar hambre. Ya en Maguncia, no encuentran más que desorden y destrucciones.

El premio del azadón

Herido el mayor Gallardo de Mendoza, debe acudir a los depósitos de Namur y Sedan mientras que el Gobierno de París se preocupa de los diversos regimientos extranjeros a su servicio. Napoleón pasa de la desconfianza a la antipatía y el 15 de noviembre escribe al conde Daru: «Estamos en un momento en que tenemos la obligación de no contar con ningún extranjero. Ello sólo puede sernos sumamente peligroso». Todavía es posible fiarse de los suizos, no de los españoles, portugueses y croatas. «Hay que transformarlos en regimientos de zapadores y alejarlos de las fronteras. Conviene hacer lo mismo con los oficiales extranjeros.»

La metamorfosis de un infante en zapador (que no lleva arma de fuego sino una herramienta, un pico o un azadón), presenta la ventaja de poner los fusiles disponibles en las manos más seguras de los bisoños franceses. El proyecto napoleónico de licenciamiento se realiza a fines de noviembre. El batallón español se disuelve en Sedán, pero estos soldados no se resignan al cambio: «El general Tilly informa que el desarme se ha efectuado con facilidad (..), pero los antiguos granaderos y soldados, cubiertos de heridas recibidas en las últimas campañas, se quejaban de que se les diera ese nombre (zapadores) como premio por los servicios que habían prestado, diciendo en voz alta que no tomarían el azadón».

Los dos batallones de zapadores se establecen en Niort y Saint-Maixent, provincia del Poitu, donde permanecerán hasta la disolución de los cuerpos extranjeros, en agosto de 1814. Los oficiales se irán a Pau con la consideración de refugiados; los soldados tienen la posibilidad de volver a su patria. Ei general Rivaud de la Raffiniére, comandante de la 12.° División, dice de ellos: «Son unos valientes militares, heridos muchos y condecorados algunos con la orden de la Legión de Honor. Solicitan encarecidamente el permiso de seguir en Francia y deseo que V. E. se interese por ellos a fin de que se empleen en los regimientos que parezcan convenientes. Todos esos militares han servido en el ejército francés en Rusia, varios son mutilados y parecen merecedores de la atención del gobierno. No serían acogidos en España donde se les imputaría el crimen de haber servido a Francia durante la guerra con España. Están esperando en Niort, donde están formados en depósito».

Cuando, en febrero de 1813, dividió Napoleón el Regimiento José-Napoleón en dos batallones, uno de guerra y otro de reserva, no excluyó la posibilidad de organizar otro batallón de guerra. De hecho, el cuerpo de reserva de Mastricht permitía esta operación, que se verifica en Namur, en el verano de 1813. A las órdenes del ayudante mayor Villalba que había hecho la campaña de Rusia, poco después reemplazado por el capitán Ordóñez, este segundo batallón va a Magdeburgo (Prusia) donde permanecerá desde septiembre de 1813 hasta mayo de 1814. A mediados de junio, llega a Estrasburgo, envuelto en la retirada general de las tropas imperiales en Alemania. De su desamparo nos habla el general Désbureaux: «Los oficiales no han sido pagados desde hace seis meses; tres de ellos, franceses, no pueden ir a España y tampoco pueden hacerlo los oficiales españoles sin conocer qué piensa hacer con ellos su gobierno».

Reanudando la marcha, pasan varios días en Belfort, entre las montañas de los Volgos y las del Jura. Ordóñez lamenta esta parada, «que ha dado lugar a la deserción de gran parte del batallón creyendo que ,querían mantenerlo al servicio de Francia». El comandante de la plaza opta por la represión: en la mitad de la noche, desarma a los pocos españoles que no han huido, sólo 15 oficiales y 172 soldados llegan a Besancon. «Estos oficiales —escribe el conde de Bourmont— necesitan tanto más la benevolencia del Rey cuanto que los servicios prestados por ellos a Francia les exponen a ser desterrados de su patria y cuanto que parecen no poder esperar nada fuera de la protección que V. M. les conceda.» Se ignora dónde se produjo la disolución de este segundo batallón; ¿en Besancon? ¿En Niort y Saint-Maixent, donde habían ido a parar los dos batallones de zapadores?

La peripecia del capitán Gallardo

Parece que Gallardo de Mendoza no fue más allá de Vilna, en el sureste de Lituania. Además se agregó tardíamente a los restos de los batallones españoles al final de la desastrosa expedición a Rusia. Sus observaciones, sin embargo, explican perfectamente la situación de sus compatriotas y su presencia en campos de batalla tan distantes.

Prisionero de los franceses en Aragón, Gallardo no creía en la victoria de los insurrectos y tampoco amaba a Fernando, desprestigiado por su actitud ante su padre. Pero como no quiere luchar contra sus antiguos compañeros, este «josefista» amante del oficio militar no encuentra sino fuera de la Península la posibilidad de ejercer sus aptitudes. Por ello se junta al Regimiento de Guadalajara en el Norte de Europa.

En el verano de 1812, viajando solo, llega a Mastricht donde se halla el cuerpo de reserva del Regimiento José-Napoleón, mandado por Tschudy. Se siente feliz: joven capitán de 23 años, multiplica sus conquistas amorosas; viste un hermoso uniforme «blanco con solapas verdes, charreteras de oro; el shako, cargado de imponentes cordoncillos del mismo metal», Tras pasar por Munster, Hannover, Magdeburgo y Berlín, llega a Varsovia a mediados de septiembre. Las jóvenes polacas tienen tantos atractivos —«con las formas redondas y llenas»— como las alemanas, pero el pueblo polaco le inspira comentarios peyorativos: «Semejantes a los brutos, labra la tierra y se emborracha los domingos con un feo aguardiente; de ahí las riñas, los golpes y los crímenes. El comercio está totalmente en manos de los judíos, que son muchísimos».

Conforme el español se interna en Rusia, la nieve no para de caer, el frío se agudiza, el lodo invade los caminos, los convoyes estancan su marcha y hay síntomas de congelación entre los soldados. En el pueblo de Smorgony, Gallardo de Mendoza se cruza con los «restos desmoralizados del Berezina»: los cuarenta mil soldados presentan un aspecto desolador.

Los hombres de la tropa de Gallardo padecen hambre, saquean, se roban. Los jinetes cosacos les fuerzan a la retirada. En Vilna, vuelven a tropezarse con los supervivientes de la campaña rusa: «Hay tantos tullidos —escribe Gallardo— que da miedo». Evoca al teniente Corbalón, tan hambriento que en su primer desayuno después de un largo período de privaciones engulle doce panecillos de media libra cada uno. En Torún, el autor vuelve a encontrarse con el coronel Tschudy, al frente de una cincuentena de españoles (otros «restos desmoralizados del Berezina»). A finales de enero de 1813, entra en Prusia y, por Leipzig, Erfurt y Maguncia, llega a orillas del Rin. En Co-

blenza es incorporado al nuevo batallón español mandado por Dimpre. Antes, en una ciudad que no precisa, había estado con parte de los batallones que regresaban de Rusia: «De estos seis mil hombres —advierte Gallardo— un centenar apenas pudo volver a Francia». Luego, como ya dijimos, Gallardo y unos cuantos españoles pelearán en Alemania y Silesia. Al principio les sonríe la victoria, luego sufrirán descalabros.

Afrancesados a la fuerza

No podemos mencionar individualmente a los soldados españoles enrolados en el Ejército napoleónico porque los destinos de los soldados rasos nos son desconocidos. Los que escaparon a la matanza, pudieron regresar a España después de su recorrido por Europa. Peor suerte tuvieron los oficiales: Fernando VII no quiso perdonar su defección y transcurrieron muchos años antes de que se les permitiera volver. Veamos algunos ejemplos:

Manuel Ordóñez, andaluz de Córdoba, cadete del Regimiento de Infantería de Zamora en 1794, había combatido contra los ingleses en 1801. Se encontraba en Dinamarca cuando se sublevó parte de la división De la Romana para no prestar juramento de fidelidad a José I. Desarmado y llevado prisionero a Francia, se sometió ingresando en el Regimiento José Napoleón. Con él peleó en Rusia y fue herido en la batalla de Mojajsk. En Magdeburgo ascendió a jefe interino del segundo batallón, y en febrero de 1815 obtuvo la nacionalidad francesa y el título de jefe de batallón del Regimiento Colonial Extranjero. Alcanzó dos condecoraciones difíciles de simultanear: la Orden Real de España (también llamada "la berenjena" por los antijosefistas y la Orden de los Caballeros de San Luis (1819). Se jubiló en 1824.

Manuel López, gallego, nacido cerca de Arzúa en 1785, era soldado raso en el Regimiento de Asturias en los primeros años del siglo XIX. Pertenece a las tropas españolas enviadas a Dinamarca. Se honra de haber sido fiel a las águilas imperiales cuando sus camaradas estacionados en la isla de Seeland siguieron a De la Romana en su fuga. Después de someterse, ingresa en el Regimiento José-Napoleón y participa en las campañas de Rusia y Alemania. Recibe un bayonetazo en la batalla de Lutzen, una descarga de fusil en Leipzig y, por si fuera poco, un sablazo en la cabeza en Hanau (octubre de 1813). Tanto celo y tanto valor en la defensa de la causa napoleónica, le instan a quedarse en Francia en 1814. Cuatro años más tarde, cambia de nacionalidad, se casa y, sin abandonar la carrera militar, se pone a estudiar. López —se dice en su expediente personal— «se dedica al estudio de la historia. Tiene conocimientos militares profundos y ha ejecutado trabajos topográficos. Es autor de varios opúsculos que han gustado al ministro de la Guerra» (9) (se trata de la «Noticia histórica acerca de las gropas españolas enviadas a Etruria y a Francia durante los años 1806 y 1807, y también acerca del Regimiento José-Napoleón», obra que le mereció las felicitaciones de Soult, duque de Dalmacia, en 1841). Cuando se jubila, en 1855, López es jefe de escuadrón agregado al Cuerpo Real del Estado Mayor. Sin tener que justificar su cambio de opiniones políticas en 1814-1815, acaba haciéndose paladín del realismo sin dejar de seguir fascinado por el recuerdo de la epopeya napoleónica.

El almeriense Gallardo de Mendoza —al que ya hemos evocado a través de su Memorias, publicadas en el siglo XIX— era ayudante mayor en las tropas españolas insurrectas cuando cayó prisionero en la batalla de Belchite. Distinguido por el general Suchet, acepta ponerse al servicio del ejército imperial que lucha en España. Incorporado luego al Regimiento José-Napoleón, hace las 'campañas de Rusia y Alemania. Recibe dos heridas y el grado de capitán. En 1816 Luis XVIII le autoriza a nacionalizarse francés aunque no lleva diez años residiendo en Francia. Caballero de San Luis, Caballero y luego Oficial de la Legión de Honor, combate a los liberales españoles en 1823 y remata su proceso de «deshispanización» casándose con una francesa noble en 1841.

La nostalgia de España

Aparte la arbitraria distinción de Fernando VII de permitir reintegrarse a los soldados en la comunidad nacional y no así a los oficiales, es cierto que existe —en reacciones, opiniones, filosofía de la vida y móviles de conducta— una frontera de separación entre la tropa y la oficialidad.

Como señalaba Kindelan en 1811, los soldados de tropa sienten nostalgia de España. Muchos, al ingresar en el Regimiento José-Napoleón, o bien esperaban acercarse a la frontera pirenaica, o bien terminar en la Península o jubilarse pronto. Las conversaciones que Kindelan sorprende en Utrecht, casi siempre en torno a España, le confirman que sus subordinados tienen mentalidad de inadaptados, ya sirvan como voluntarios o estén en batallones de prisioneros.

De los empleados en el Helder (Holanda), dice Kindelan que su cómoda situación les incita a seguir así: «Aun en estado de inactividad, reciben su ración de pan, carne y legumbres, y 15 céntimos de dinero en el bolsillo; conforme con su genio, la posibilidad de servir les deja sin cuidado». En sentido contrario, se infiere que una parte de los «voluntarios de Rusia» eran ex desarmados en Dinamarca y prisioneros en depósitos que, mal vestidos y peor alimentados, heridos o neuróticos de tanta inmovilidad e internamiento, se lanzaron desesperadamente a la aventura.

Algunos miembros de la expedición rusa, sin embargo, les gustaban tanto las armas que fueron llevados a Rusia a exponer sus vidas y ello en 1813, o sea, cuando declinaba el Imperio francés. Consta que muchos prisioneros del depósito de Philippeville (Ardennes) desertaron para ir a Namur (Bélgica) y enrolarse directamente en el Regimiento José-Napoleón. Otros, prefirieron los riesgos de la guerra a los del cautiverio. Que hayan muerto con las armas en la mano o a consecuencia de sus heridas, la falta de datos sobre estos españoles en los archivos franceses o en las Memorias de los soldados imperiales autoriza a pensar que su conducta no se singulariza ni por un heroísmo constante ni por cínica cobardía.

Los testimonios del comandante español López y del capitán francés Coignet no son exactamente contradictorios: en la lucha —según López—obedecen las órdenes, arrostran el peligro; en el intervalo entre los enfrentamientos (según Coignet) se muestran indóciles y con un agudo sentido de sus más elementales derechos —al descanso y a la comida—. Actúan como soldados profesionales, sin que apunte en ellos ninguna característica sui generis. En todo caso, queda bien claro que no son incondicionalmente adictos a Napoleón. Recordemos que cuando éste les pasa revista en 1813 se abstienen de aclamarlo. ¿Afrancesados? Sólo en la medida en que, para poner fin a su cautiverio en Francia, han prestado el juramento de fidelidad al hermano del Emperador, más por cálculo, según parece, que por francofilia o josefinismo.

Tras este paso en falso serán, has a el término de sus tribulaciones, víctimas de un encadenamiento de circunstancias. Cuando fueron a Aviñón para incorporarse al Regimiento José-Napoleón, no podían imaginar que se internarían uri día en Europa hasta alcanzar las orillas del Moscova; entreveían la posibilidad de volver a España —el mismo rey José fortificó esta esperanza—, es decir, la posibilidad de reunirse con su familia o con los patriotas insurrectos.

También los oficiales podían haber hecho este cálculo. Pero muchos se distinguen de los soldados. Los militares franceses, que elogian a los suboficiales españoles por «su valor y firmeza en medio de las fatigas y de las privaciones» —caso del sargento Laborde—, se complacen en subrayar el ímpetu entusiasta de algunos oficiales. Tenacidad ascética para los primeros, épicas proezas para los segundos. Y en efecto, los testigos observan en los oficiales españoles una propensión al heroísmo que no encuentran en los soldados.

Otro tipo de actitudes prueba que los oficiales se empeñan en defender sus privilegios de casta. El capitán Bataller encarna al militar del Antiguo Régimen; fue acusado de «haber dicho durante una parada, en presencia de todos los oficiales, que le hería mucho, siendo gentilhombre, verse a las órdenes de un jefe que quizá no era más que un zapatero». Si recordamos que la mayor parte de los historiadores han atribuido al Ejército Imperial una función de crisol social extensible al ejército español de la Guerra de Independencia, nos parecen mucho más protegidas de lo que suele creerse las jerarquías tradicionales: la tropa frente a la oficialidad y, dentro de ésta, los oficiales del Antiguo Régimen frente a los nuevos oficiales de origen popular.

Excepto aquellos momentos en el transcurso de la lucha en que los valientes se elevan a la categoría de héroes, los oficiales suelen manifestar claramente su deseo de medrar. Las cartas que envían a sus superiores son, por lo común, solicitudes de ascenso, de condecoraciones o de ventajas materiales. Resulta evidente que los oficiales no pelean en Rusia o en cualquier otra parte de la Europa continental por idealismo. Así y todo, no debe identificárseles con los mercenarios ni con los soldados rasos políticamente indiferentes. Contrastando con el mutismo de la tropa en este campo, los oficiales dejan su actitud reservada cuando es preciso, para firme y solemnemente proclamar su adhesión al régimen político del que en ese momento dependen.

Profesiones de fe

Lo singular es que, dado lo perecedero de los regímenes políticos de entonces, estas profesiones de fe se suceden mecánicamente unas a otras, sin que la última sea forzosamente una ratificación de la anterior. Es decir, la doctrina o credo político de estos oficiales es flexible o, por mejor expresarlo, inexistente. No sabemos si responde a hipocresía, cinismo o ingenuidad. En cualquier caso, resulta patente que estos oficiales poseen una concepción muy estricta de su papel de soldados.

Evitan abrir debate sobre la legitirhidad o ilegitimidad de las posturas políticas; piensan que su suerte personal está ligada a la del soberano que se ha instalado en el Palacio Real de Madrid, independientemente de cuál sea su identidad o la naturaleza del sistema político. Ni la mutación inesperada ni la disparidad de los diversos regímenes que se suceden en el mando les desconcierta. Para ellos, traicionar sería tan sólo jurar fidelidad simultánea a dos pretendientes a la Corona. Pero abandonar al que acaba de ser derrotado no les parece inmoral sino natural.

Si se tiene en cuenta esta postura —elemental y confortable— frente a los vaivenes de la historia, se comprenderá cómo, una vez caído Bona-parte, los veinte oficiales que se habían lucido en la campaña de Rusia no sienten el menor empacho en enviar desde Niort, en mayo de 1814, un documento firmado por el que «dan su adhesión a todas las decisiones del Senado con fecha de los días 1, 2 y 3 de abril, como a todas las del gobierno provisional, prestando juramento de fidelidad a S. M. el Rey Luis XVIII». Los antiguos —nada antiguos— servidores del Gran Emperador, tienen una gran habilidad para practicar el borrón y cuenta nueva...

Como no saben otro oficio, continúan en el servicio militar y —señal de que su «napoleísmo» no era ideológico— la mayoría pasa al servicio de Luis XVIII. Para sorpresa del observador, algunos intervendrán en España en 1823, con «Los Cien Mil Hijos de San Luis» para restablecer en su poder despótico al Rey Fernando, el rencoroso monarca que se había negado a absolver a los antiguos partidarios del «Rey intruso».

Perfil ideológico desconcertante, por tanto, el de estos españoles descarriados. Algunos habían luchado en la Península contra las huestes invasoras antes de caer prisioneros de los franceses; después, combaten en Europa bajo bandera imperial y luego, de nuevo en España, luchan contra los liberales, que mantenían en sus filas a antiguos insurrectos antinapoleónicos de tiempos de la Francesada.

No intentamos disculpar a estos soldados con alma de mercenarios que, a nuestro entender, son más juguetes del azar que dueños de su destino. Tampoco pretendimos explicar lo inaudito de su existencia por alguna fatalidad externa. No olvidemos que el sinfín de pruebas a que fueron sometidos —sobre todo, en Rusia y Alemania—, fue provocado por una decisión voluntaria y eludible: la sumisión a José I mediante la forma, nada ambigua, de un juramento de fidelidad. La mayoría de los prisioneros españoles en Francia fueron lo bastante resueltos o astutos para no prestarlo. Esta abstención, de índole patriótica, les salvó del interminable recorrido erizado de peligros que llevó a sus compañeros a Moscú.


NOTAS

(1) B. Boppe, Les Espagnols á la Grande Armée, Paris, 1899.

(2) Cf. Coronel Godchot, Les Espagnols du de la Romana, París, 1924.

(3) Archivo Nacional de París (ANP), legajo AF IV 1108.

(4) Los extractos de las cartas de Bonaparte están sacados de la Correspondance de Napoleón 1.°, París, 1867 (T. XXI a XXVI).

(5) Archivo de la Guerra de Vincennes (AGV), legajo XL 44.

(6) Correspondance du meré chal Davout, Once d'Eckmühl, París, 1885, carta núm. 998.

(7) Les cahiers du capitaine Coignet (1799-1815), París, 1883, págs. 300-309.

(8) Memoires du major Gallardo de Mendoza, in Alberto Lumbroso, Miscellanea Napoleonica, serie seconda, Roma, 1896.

(9) CPLSB