S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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La guerra de Cuba y los intelectuales Cuadernos historia 16 nº 30 de 1985 Por José Luis Abellán Catedrático de Historia del Pensamiento Político. Universidad Complutense de Madrid La guerra de Cuba representa por antonomasia la llamada crisis del 98. Aunque en aquella ocasión el Tratado de París. firmado por Montero Ríos el 12 de diciembre de 1898, concedía a los Estados Unidos las islas de Filipinas y Puerto Rico, la verdad es que ninguna pérdida tan dolorosa como la isla de Cuba, llamada -perla de las Antillas», y con la que los españoles manteníamos singulares lazos de afecto. Por otro lado, el peso económico de Cuba en el conjunto de nuestras relaciones coloniales era singularmente relevante, lo que traerá una serie de repercusiones muy profundas sobre la Península, algunas de las cuales pretendemos exhumar en estas líneas.
A la izquierda, Azorín y Gabriel Miró, a la derecha Pío Baroja Sin duda es ese volumen económico lo que había impedido a la oligarquía española enfrentarse al problema cubano con una dosis mínima de objetividad y de ecuanimidad. Quisieron conservarlo todo y mantener allí intocables sus privilegios seculares, y el resultado fue que acabaron perdiéndolo todo. Probablemente es esta misma actitud la que les llevó a una interpretación «nacionalista» de la crisis del 98. Identificaban sus intereses de clase con los de la nación en su conjunto, y el fracaso de aquéllos consideraban que era el derrumbe de toda la nación. «España se ha quedado sin pulso», escribía Francisco Silvela el 16 de agosto de 1898 en El Tiempo, y esas palabras resonaron ampliamente y por largo tiempo en todo el territorio nacional. Gabriel Maura —todavía diez años después— hablará de «la generación del desastre» para referirse a los intelectuales que surgieron en aquel momento y dieron la voz de alarma a los españoles (Faro, 23 de febrero de 1908). Y así ha quedado desde entonces para gran parte de la historiografía: «la generación del desastre» es la de 1898, y <,el desastre» es el desafortunado acontecimiento del mismo año. Mixtificación Es lo cierto que en esa interpretación «nacionalista» de la guerra de Cuba los intelectuales ejercieron una función decisiva. Los hombres de la generación del 98 eran intelectuales provincianos que habían venido a Madrid para conquistar la fama literaria. Azorín, del Levante; Valle-Inclán, de Galicia; Machado, de Andalucía; Baroja, de Guipúzcoa; Maeztu y Unamuno, de Vizcaya; todos ellos idealizaron el paisaje y la historia de Castilla, identificando a España con Castilla e inventándose una Castilla que no existía. Las mixtificaciones de estos escritores nos pueden dar una idea del poder del sentido estético cuando se ejerce de espaldas a la realidad. Los noventayochistas se inventaron una meseta castellana que no era tal, dando por sentado que la leonesa Tierra de Campos formaba parte de Castilla; identificaron también a Castilla con el imperio español, que había sido un producto histórico del reino asturleonés, impuesto al secular sentido democrático castellano. Esta inmensa mixtificación se extendió durante los cuarenta años de franco-falangismo, produciendo una identificación geográfica e histórica de Castilla y León que nunca ha existido y creando la falsa imagen de un imperialismo centralista castellano basado en pura demagogia. He tratado de precisar cronológicamente los años de la gigantesca mixtificación y creo que no puede haber duda de ninguna clase. Entre el En torno al casticismo, de Unamuno, en 1895, y los Campos de Castilla, de Machado, en 1912, ocurre este curioso fenómeno estético-histórico. Desde luego, en 1915 el lugar común ha adquirido carta de naturaleza; en ese año Julio Senador, famoso notario vallisoletano, escribe su libro Castilla en escombros. donde los tópicos están bien asentados. En el prólogo nos dice: «Al hablar de Castilla entiéndase que nos referimos a toda la región central, incluyendo León, Extremadura, gran parte de Aragón y otra mucho mayor de Andalucía» (1). El mito castellano está ya tan sólidamente establecido que cree que toda la regeneración española ha de empezar por Castilla; por eso dice de ésta que «es el regulador de la vida nacional; y no hay manera de que España renazca fuerte y grande mientras Castilla siga viviendo en la abyección. Sobre este solar debió construirse la nueva patria como se construyó la vieja» (2). Ramiro de Maeztu La tergiversación era tan honda que la moderna historiografía se ha visto obligada a empezar un proceso de desmitificación de profundas repercusiones. En esta línea hay que situar los esfuerzos de Anselmo Carretero en su libro Las nacionalidades españolas (3) y, sobre todo, La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos (4), donde desmonta pieza por pieza el mito castellano, tal como fue elaborado por los hombres del 98. Pero la desmitificación exigía llevarse más lejos. Una cosa es demostrar, con los datos en la mano, cómo se ha producido ese fenómeno de la «castellanización» de la historia de España y otra explicar por qué se ha producido y a qué causas obedece. Sólo si contestamos a estas últimas preguntas sabremos cómo se produjo la interpretación «nacionalista» de la guerra de Cuba. Antonio Maura A esta labor han contribuido Antonio Ramos-Oliveira, Manuel Tuñón de Lara y, modestamente, quien escribe estas líneas. Los dos autores mencionados en primer lugar nos hacen ver cómo «el detonador» del 98 no representa más que el momento culminante de una crisis del sistema colonial español que venía arrastrándose de muchos años atrás. Por eso dice Tuñón: «Lo que está en crisis es el Estado de la monarquía, el sistema colonial, todo el sistema canovista de los partidos de turno apoyados en una monstruosa falsificación del régimen parlamentario por medio del caciquismo y vicios anejos. Hay una crisis política evidente, una crisis del sistema imperial-colonial tal como los gobernantes y clases dominantes se habían empeñado en hacer prevalecer; y, consecuentemente, se produce una profunda crisis ideológica». Miguel de Unamuno Crisis de un sistema En la guerra de Cuba la crisis «estalla» con toda su violencia y pone de manifiesto la imposibilidad de seguir manteniendo el sistema de economía colonial, y la hegemonía ideológica de la oligarquía que vivía de él. Esta oligarquía identificaba sus intereses con los de la nación; por eso al producirse la derrota considera que aquello es el fin del imperio español, que es la cota más baja de la decadencia nacional, y se entrega a una retórica patriotera que tiene muy poco que ver con la situación real del país. No se dan cuenta de que el imperio cuando de verdad se perdió fue en 1824, y no ahora al final del siglo; no se dan cuenta de que, a pesar de todo, España está inserta en un lento proceso de recuperación económica, y que su crisis no es el desastre «nacional» que quieren pintarnos. Por eso dice con clarividencia Ramos-Oliveira que aquella crisis era «punto de partida, y no, como se cree, un eslabón más en la cadena de la decadencia de España. Es un error pensar que la pérdida de las Antillas constituye la cancelación de un proceso fatal de liquidación del imperio español».
De izquierda a derecha; Antonio machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala La guerra de Cuba y la crisis en que se insertaba no era, pues, el fin del imperio, sino la crisis de un sistema colonial de economía; no era la debacle de España como nación, sino el fin de una estructura económica determinada. Y a esa situación responde la reacción de los intelectuales del 98. Se ha dicho que este año significa «la ruptura de la hegemonía del bloque oligárquico y no la cota cronológica de una generación» Estamos de acuerdo y, sin embargo, creo que las transformaciones económico-sociales operadas a partir de ese año van a marcar algunas de las características más importantes de la generación del 98. En la primera década del siglo los cambios son tan importantes que por primera vez puede hablarse de un verdadero capitalismo español. La situación es descrita así por Tuñón de Lara: «En definitiva, si el primer decenio del siglo conoció un impulso de las inversiones como no se había producido hasta entonces, se debió en primer lugar a la repatriación de capitales; en segundo, a la necesidad de exportar capitales que tenían las grandes potencias extranjeras; en mucho menor grado, a la acumulación capitalista de los exportadores de minerales, empresarios de siderurgia y terratenientes que tomaban acciones de la banca. Por último, no es posible ignorar el caso de ciertos grupos capitalistas que hicieron pingües negocios con los suministros a ambos ejércitos durante la segunda guerra carlista... La suma de estos fenómenos produce la integración en las "grandes familias" del siglo XX de un grupo de jefes de empresa y grandes comerciantes (algunos especuladores) que se habían elevado verticalmente durante el siglo XIX» (8). Este capitalismo inicial, pero ya auténtico, pues era algo más que una oligarquía de terratenientes, promueve la creación de un importante proletariado urbano y los consiguientes enfrentamientos con la burguesía. Los intelectuales del 98, que habían surgido a la vida pública con ideologías radicales de izquierda, se ven abocados a tomar una postura definitiva; su situación es ambivalente: su sentido de la justicia les inclina al socialismo (Unamuno, Maeztu) o al anarquismo (Azorín, Baroja), pero la búsqueda de fama literaria les arrastra hacia la burguesía, donde está su público, el único con capacidad de compra para sus productos. En esta situación se lanzan hacia la poesía y la ensoñación, recreando los temas literarios que les van a dar fama: Castilla, don Quijote, don Juan, la España ideal (9).
Por otro lado, su origen social —la pequeña-burguesía provinciana— les conduce a posturas individualistas, de crítica acerba a la estructura dominante, pero sin integrarse claramente en la opuesta. Ahí está la clave de la literatura estetizante y evasiva de estos intelectuales, y en ella la mixtificación del tema castellano surge casi espontáneamente, pues a él tenía que ser sensible la nueva oligarquía en crisis, que identificaba sus intereses de clase con los de nación en su conjunto. Y esta era la crisis que provenía de la crisis del sistema colonial y de la ruptura del bloque ideológico dominante. Hay una frase en el libro de Julio Senador a que hice alusión antes en que parece tomarse conciencia del hecho; dice así: «Nuestra ruina es completa. La miseria cunde. Ya no tenemos colonias en que emplear a los que aquí no hallan trabajo. El mundo entero está sembrado de huesos de emigrantes españoles» (10). Cruce de biografías Al desarrollar estas ideas en mi libro Sociología del 98, algunas personas no vieron clara la identificación significativa del 98 con la crisis de la pequeña-burguesía durante los primeros años del siglo XX. Su desacuerdo provenía probablemente —y yo estaría de acuerdo en ello— de la falta de unidad ideológica entre los diversos miembros de la llamada generación del 98. ¿Qué tiene que ver —se me decía— un reaccionario como Maeztu con un progresista como Machado? ¿Cómo se explica las contradicciones de Unamuno? ¿Qué tiene que ver Valle-Inclán con Azorín? Estas interrogantes tienen su última razón de ser en la imagen pública que nos ha quedado de estos autores, pero dan por supuesto que no se ha tenido en cuenta le evolución ideológica de los mismos. Al hacer el análisis de dicha evolución comprendí que había un período —el que va de 1898 a 1912— en que se produce lo que llamé un «cruce de biografías», durante el cual estos hombres tan distintos, con trayectorias biográficas e ideológicas tan diversas, coinciden en un punto. En esa encrucijada unos vienen del modernismo estetizante y van hacia una literatura de compromiso social y político (Machado y Valle-Inclán), mientras otros vienen de ideologías radicales de izquierdas (anarquismo o socialismo) hacia una literatura estetizante y evasiva (Azorín, Baroja) o un compromiso político reaccionario (Maeztu), si no permanecen en una eterna contradicción, alimentada por la «paradoja» (caso de Unamuno). En cualquier modo, todos ellos coinciden durante esos años que hemos señalado en una rebeldía estética, que utiliza los mismos tópicos. Son los años que Baroja escribe Camino de perfección (1902) o El árbol de la ciencia (1911); Azorín publica La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903), Las confesiones de un pequeño filósofo (1904); Una-muno publica Vida de don Quijote y Sancho (1905) y el Sentimiento trágico de la vida (1913); por los mismos años Machado escribe los poemas de Campos de Castilla (1912) y Valle-Inclán pergeña sus Comedias bárbaras o la trilogía de La guerra carlista... Un análisis de todas estas obras y de su último contenido ideológico nos revelaría una actitud de rebeldía estética contra la situación dominante en el país, pero sin compromiso definitivo con nada y con nadie. Es fácil, tras lo dicho, manifestar un cierto desprecio por la generación del 98. Sin embargo, no debemos olvidar que es con ellos con quienes surge el término «intelectual» en España con clara conciencia de pertenecer a una «clase» nueva que tiene una función de carácter rector en la vanguardia política y social . A esta conciencia de su papel en la sociedad se une la utilización de un modo de expresión propio que les caracteriza. Aunque entre ellos hay poetas, novelistas y dramaturgos, lo que les caracteriza es el uso del «ensayo» con conciencia de tal. Recordemos que en 1900 todavía el término no tiene plena vigencia social; en ese año, cuando Clarín escribe una crítica al Ariel, de José Enrique Rodó, no sabe cómo clasificarlo; dice que «no es una novela ni un libro didáctico», sino de «ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses y que en España es casi desconocido». En 1914, cuando Ortega y Gasset publica sus Meditaciones del Quijote, no duda ya en llamarlo «ensayo», recabando para ese nuevo género literario una definición que no ha sido superada. «El ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita», nos dice. ¿Qué ha pasado entre 1900 y 1914? Sencillamente, que los nuevos intelectuales han hecho ya parte importante de su obra y han dado plena vigencia al nuevo género como forma de expresión literaria. Los hombres del 98 representan, pues, en nuestra historia cultural una cota difícilmente desdeñable. Son conscientes de su función socio-política como «intelectuales», cuyo término reivindican para su quehacer, e introducen definitivamente el «ensayo» como modo de expresión, dando así entrada a lo que caracteriza específicamente nuestra historia literaria del siglo XX. Pero no terminan ahí las consecuencias de la guerra de Cuba y sus repercusiones en el ámbito intelectual. Entre los representantes de esa supuesta generación del 98 hemos ya señalado la existencia de algunos miembros que expresaron con un compromiso más que literario, existencia, una verdadera conciencia intelectual progresista. Antonio Machado. convertido en poeta de la causa republicana durante los años de la guerra civil y fundido materialmente con el pueblo en la atropellada marcha hacia el exilio en el momento de atravesar la frohtera en enero de 1939, es el símbolo máximo de ese compromiso. Pero no hacía falta remontarse hasta la solidaridad total expresada por Machado para ver reflejadas en los hombres del 98 las contradicciones de una sociedad española que desde 1898 no ha remontado los planteamientos belicistas para resolver sus hondas diferencias de clase. En este sentido, nada más revelador que las numerosas páginas de Unamuno dedicadas a la guerra civil como medio de combate espiritual y sus temerarios juegos de palabras sobre la guerra civil-civil y la guerra civil-incivil, que acabaron literalmente quemándole el corazón.
NOTAS
Bibliografía |