S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores

Memoria Introducción Carteles Fuerzas Personajes Imágenes Bibliografía Relatos Victimas Textos Prensa Colaboraciones

Fuerzas Armadas de la República

Enlaces

Abandono y estafa de la Républica

EL PAÍS, 20 de enero de 2001

SANTOS JULIÁ

De los enemigos de la República, el peor es el Gobierno británico y la política franco-inglesa de no intervención, escribió Manuel Azaña a comienzos de 1937. Luego venían, por este orden, la intervención armada de Italia y Alemania; los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos que habían menoscabado la autoridad de la República, y, por último, las fuerzas propias de los rebeldes. Con ese elenco de enemigos exteriores e interiores, estaba claro que el resultado de la guerra iba a depender de lo que decidieran Gran Bretaña y Francia de una parte, Alemania e Italia de otra.

Como recuerda Gerald Howson, la responsabilidad exterior en la derrota de la República, que tan evidente pareció a los republicanos, fue discutida y rechazada por investigadores militares, especialmente los hermanos Salas Larrazábal, que lograron transmitir a un buen número de historiadores la idea de que los envíos de armas a las dos zonas habían sido en conjunto equilibrados. A esa tesis se añadió la escuela revisionista británica que trató de justificar las razones que asistieron al Reino Unido y a Francia para apaciguar a Hitler abandonando a la República española a su suerte. De esta manera, a finales de los años noventa el acuerdo general era exactamente el inverso de lo que pensaban los republicanos: el único responsable de la derrota de la República había sido el tercero de los enemigos censados por Azaña, la propia República.

Pero he aquí que el señor Howson se empeña en formular otra vez una pregunta aparentemente obsoleta: ¿por qué perdieron los republicanos? No la plantea ingenuamente, como si ignorara todo lo que se ha escrito de la materia, sino porque conociendo esa amplísima bibliografía, no le convence ni le satisface. De manera que, armado del tesón propio de cierta estirpe de hispanistas, Howson ha seguido durante años el rastro de todas las compras de aviones, tanques, ametralladoras, cañones, fusiles, municiones, que los republicanos realizaron en París, Praga, Bruselas, Varsovia, Moscú, Nueva York o México. Desde los aviones desarmados que vinieron en los primeros días de Francia hasta las últimas entregas soviéticas, cuando Stalin decidió que España había dejado de tener importancia, no ha dejado nada sin remover.

El resultado, salvadas las ocho primeras páginas del libro, es apabullante e interesará no sólo a los aficionados a los modelos de aviones, tipos de ametralladoras o marcas de fusiles, pues de todo hubo en la guerra de España, sino a los interesados en la sórdida historia del tráfico de armas, en manos de gentes más bien desalmadas, ayer como hoy. En efecto, el embargo y la prohibición de venta de armas a la República inherente a la política de no intervención obligó a los gobiernos republicanos a mirar a Rusia y a buscar material de guerra donde lo hubiera. El contraste entre los españoles que de manera harto improvisada debieron poner manos a la obra -De los Ríos, Jiménez de Asúa, Araquistain, Azcárate y otras gentes del mismo estilo y condición- y los intermediarios, aventureros, traficantes y gobernantes con quienes tuvieron que habérselas basta para entender el coste de las operaciones. Pues la urgencia en adquirir armas y la necesidad de entrar en tratos con empresas que servían de camuflaje se prestó a toda clase de chantajes, estafas, exigencias de comisiones abusivas, aplicación de tipos de cambio exorbitantes, siempre perjudicial para la República. Se prestó también a recibir cualquier tipo de material, lo que hubiera en el mercado o lo que los traficantes y los gobiernos quisieran enviar. España pagó malas compras a buen precio debido por una parte, a que el cambio de la moneda lo decidían los vendedores y, por otra, que la capacidad para verificar las condiciones del material o devolver el inservible era nula. Así llegaron aviones sin armar, cañones sin bombas, fusiles con munición de diferente calibre.

La conclusión de Howson devuelve la parte de razón que siempre asistió a lo republicados al creerse abandonados y estafados. Si británicos y franceses hubiera permitido la compra de armas para sofocar en las primeras semanas la rebelión militar, el curso de la guerra civil habría sido otro. Un sola compañía británica, la Soley Arms Company, disponía de mayor número de fusiles que el conseguido por los republicanos durante toda la guerra. Medios de pago, como se sabe bien, no faltaban. El oro depositado en el Banco de España, que tomó el camino de Moscú tras las primeras remesas enviadas a París, era más que suficiente par haber adquirido todas las armas necesaria a la defensa de la República.

Pero Gran Bretaña y Francia prohibieron la venta de armas. Howson concluye que esa prohibición y sus consecuencias determinaron un desequilibrio en contra de los republicanos que impone reescribir gran parte de lo que se ha publicado hasta la fecha acerca de la guerra civil y de su operaciones militares. Sin mayores aspavientos, su libro obliga a dar por erróneas las cifras hasta hoy manejadas y a poner e cuarentena la tesis de que la intervención exterior no tuvo un efecto determinante sobre el resultado final de la guerra civil.