S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores

Cartelistas republicanos de la Guerra Civil española

CONSIDERACIONES SOBRE EL CARTEL DE LA GUERRA CIVIL

Carles Fontseré

      Carles Fontseré y su esposa Terry, en una reciente exposición sobre la GCE organizada por el Archivo de Salamanca.

Uno de los fenómenos intrínsecos de la Guerra Civil española que ha permanecido prácticamente inaveriguado, cuando no oculto, durante la cuarentena franquista, y que, incluso hoy, no ha sido valorado en su justa magnitud, es la explosión cartelista de julio del 36 en Barcelona, no obstante ser aquellos primeros carteles los que configuraron, en el exterior, la imagen heroica de la revolución española que, en la época, alumbró una gran esperanza en los corazones del proletariado internacional. Revolución roja y negra que se prolongó hasta las sangrientas jornadas de mayo del año siguiente en las que triunfó el gobierno de Negrín y se consolidó la influencia del partido comunista en toda la zona republicana. En el transcurrir de aquellos primeros días de lucha callejera, cuando las fuerzas militares sublevadas acechaban amenazadoras en Zaragoza y otras capitales de España, y la burguesía pudiente catalana imbuida de «noucentisme» y de «seny» juzgaba la victoria popular como la euforia desquiciada de una algarada pasajera, la iconografía revolucionaria de los carteles que con prontitud extraordinaria llenaron las paredes de la agitada Barcelona, apareció, a los ojos de todos, burgueses atemorizados y luchadores revolucionarios, como signo inequívoco de una mayoritaria voluntad popular de lucha antifascista.

     Así, aquellos primeros carteles fueron, en cierta manera, el «certificado» multicolor de la revolución en Cataluña. Los generalmente llamados «carteles de la Guerra Civil española» vinieron después. Carteles que yo califico de «institucionales», por decirlo de alguna manera, y ser obra de encargo de las oficinas de propaganda, en distinción de los carteles de las primeras semanas que fueron la obra espontánea y directa de los artistas que desde el primer momento quisieron participar con su labor en la lucha contra la reacción y el fascismo levantado en armas. Carteles que, «llameando desde las paredes», llamaron la atención del escritor británico trotskista, George Orwell, y del corresponsal de guerra soviético, llya Ehrenburg, e inflamaron la lírica del poeta catalán Agustí Bartra. Como afirma Eugenio de Bustos, «los carteles de los primeros meses de contienda revelan una mayor riqueza imaginativa en tanto que, a partir de la crisis política que llevó al gobierno Negrín sobre todo, se pone de manifiesto una mayor monotonía.» El Comisariado de Propaganda de la Generalidad de Cataluña, al frente del cual figuró durante toda la contienda Jaume Miravitles, nombrado por el entonces «Conseller» de Gobernación del gobierno catalán, Josep Tarradellas, fue organizado en los primeros días del mes de octubre, y dos meses más tarde, en el mismo año 36, el gobierno de Largo Caballero creó el Ministerio de Propaganda.

     En sus comienzos el Comisariado de la Generalidad limitó su actividad propagandística, en el campo del cartel, a reimprimir, en forma de postales, series de los carteles que habían sido editados al principio por las diversas organizaciones antifascistas. Series de postales que hoy constituyen un raro y valioso material muy buscado por los coleccionistas. Posteriormente el Comisariado editó sus propios carteles, siendo de notar que, a diferencia de los servicios de propaganda de los regímenes autoritarios, la Generalidad no hizo propaganda de su propia ideología política. Más que nada se limitó, como queda dicho, a organizar una amplia red de distribución que dio una mayor difusión, tanto en el interior de la zona republicana como en el exterior, a los materiales de propaganda antifascista de todo tipo. En la exposición de la Bienal de Venecia «España. Vanguardia artística y realidad social: 1936-1976», así como en las exposiciones celebradas posteriormente en Barcelona y Madrid, la primera en el Palacio de la Virreina, en mayo de 1977, y la segunda en el Centro Cultural de la Villa en octubre de 1978, los carteles de la Guerra Civil fueron presentados al azar, uno al lado de otro sin orden ni concierto, o ateniéndose a su valor estético, o simplemente anecdótico. Cuando se les ha clasificado, o se ha pretendido abordar su estudio, como en la muestra presentada en la Fundación Joan Miró de Barcelona, también en mayo de 1977, o en el libro «Carteles de la República y de la Guerra Civil» editado en Barcelona con ocasión de la exposición de Madrid, se ha seguido el método temático, que tiene la ventaja de ser cómodo y de fácil lectura, pero no desvela el genuino mensaje que hay oculto, a mi entender, detrás del lema de cada cartel y de su figuración gráfica. Desconozco el sistema de selección que se haya podido seguir en la exposición de carteles de Salamanca organizada por la Subdirección General de Archivos del Ministerio de Cultura y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Salamanca, en la Escuela de Nobles y Bellas Artes de San Eloy, en junio pasado, pero a juzgar por el catálogo, se me antoja que también en ella se ha seguido el orden temático que parece prevalecer pero que, como ya llevo apuntado, este sistema de clasificación tiene el inconveniente de enseñar los carteles desconectados de la situación histórica concreta en la cual, como muy bien observa Eugenio de Bustos en el prólogo del mencionado catálogo, deben de encuadrarse los textos y las figuras de los carteles para que, en su heterogeneidad y aun disparidad, adquieran sentido y coherencia. Así, por falta de dicho encuadre, los primeros gritos impresos que sueltan las paredes de la Barcelona en lucha: Libertad y Revolución, aparecen clasificados en séptimo lugar en el índice temático del catálogo y con numeraciones postreras en el orden de exposición, cuando según mi criterio selectivo los carteles agrupados en dicho capítulo deberían figurar, casi como preámbulo, en primerísimo lugar. El historiador Josep Termes, en el libro anteriormente mencionado «Carteles de la República y de la Guerra Civil», selecciona y comenta los carteles según su temática. Los capítulos tienen la virtud de seguir, básicamente, el orden cronológico de los acontecimientos: la revolución, las milicias, el esfuerzo de guerra, mando único y ejército popular, y así sucesivamente hasta el final de la contienda, que aprovecha para mostrar el cartelismo de los vencedores. No obstante, al presentar los carteles dentro de cada capítulo temático, Termes prescinde del orden cronológico de su publicación, con lo cual se da la paradoja que al lado de algunos carteles revolucionarios que aparecieron en las primeras semanas de la revolución triunfante, figuran otros que, aunque de temática revolucionaria, fueron editados años después con motivo de conmemoraciones y homenajes a figuras representativas que desaparecieron en la lucha armada, como por ejemplo el característico cartel del dibujante «andalán» Helios Gómez anunciando una exposición organizada por la 26 División en homenaje a Durruti, el líder anarquista muerto en el frente de Madrid en noviembre del 36, editado por la 26 División casi al final de la guerra, es decir, en noviembre de 1938. De lo anteriormente expuesto se deduce que una lectura estrictamente temática que prescinda del orden cronológico en que los carteles fueron publicados resulta confusa en gran manera. Con ella se pierde la dinámica interna que la propia Guerra Civil fue generando a través de las necesidades que la revolución y la contienda plantearon. Dinámica histórica que en una ordenación racional de los carteles quedaría reflejada. Pues, como sin duda se ha dicho ya en alguna otra parte, a través del universo expresivo de los carteles pueden seguirse las vicisitudes de la revolución y de la guerra. Cosa que hoy por hoy todavía no es posible.

Cartelistas trabajando en su estudio, en el Madrid sitiado.

El ensayo de Inma Julián, «El cartelismo y la gráfica en la guerra civil», publicado en el libro que sobre la Bienal de Venecia de 1976 publicó la editorial Gustavo Gili como un avance de su tesis doctoral para la Universidad Central de Barcelona (Departamento «Historia del Arte»), tiene el mérito de roturar el campo, en aquellas fechas incultivado, del cartelismo durante la Guerra Civil. Infortunadamente, sin embargo, Julián se adentra en el estudio de la materia con el pie zurdo de un cerrado dogmatismo; en su búsqueda en los archivos admite como documentos fidedignos, espúreos papeles de propaganda que hubieran tenido que ser, precisamente, objeto de análisis, de interpretación crítica en el contexto de la lucha de «su» partido para alcanzar la supremacía política en el período histórico de la Guerra Civil. Es de notar que mientras en el catálogo general del Sector de Arte Visual y Arquitectura, de la susodicha Bienal de Venecia de 1976, figuraba un índice onomástico de los autores de los carteles seleccionados, en las exposiciones que posteriormente se presentaron en Barcelona y Madrid, los carteles se exhibieron colocados anónimamente en masa; sólo el nombre de los coleccionistas fue considerado de suficiente importancia para ser mencionado. En los meses subsiguientes a dichas exposiciones el tema de los carteles de la Guerra Civil se convirtió en actualidad en las publicaciones de Barcelona. Con referencia al derecho de los artistas al reconocimiento de la paternidad de sus obras, José María Carandeli, en un artículo sobre los carteles de guerra publicado en «El Viejo Topo», en mayo de 1977, escribe: «Mi intención, aquí, no es proporcionar una nueva panorámica sobre los carteles, que seguiría siendo prematuramente generalizadora, sino centrar la atención en uno de los artistas más activos del cartelismo de entonces, Carles Fontseré, el cual, tras un largo exilio, vuelve a vivir en Cataluña. Destaco a, este cartelista, además, con el fin de contrarrestar la tendencia frecuente entre los divulgadores de este género, a dar el protagonismo a los coleccionistas de afiches y a pasar casi por alto a sus autores, tendencia quizá comprensible en un primer momento de recuperación del fenómeno cartelista, pero ahora ya carente de sentido. (...) es la primera llamada de atención al hecho de que los carteles tuvieron sus autores, con nombre propio, como protagonistas de un género tan nuevo como abierto al porvenir.» Esta llamada de atención de Carandell que presupone un ajustarse a las normas establecidas en la Convención Universal sobre Derechos de Autor de la UNESCO, que fue ratificada por la representación diplomática del Estado español en Ginebra en 1952 y revisada en París en 1971, no ha sido obstáculo para que las malas costumbres establecidas en nuestro país perduren en más de un editor. Se ha dado el caso de que grafistas editoriales echen mano de las figuras de los carteles de la década de los años treinta, parcialmente o en su totalidad, como elemento central en el diseño de portadas de libros, o como ilustración en el interior de ellos, sin pedir permiso ni mencionar el nombre de sus autores originales. Esta usual falta de consideración a los derechos de autor de los artistas se manifiesta también, desgraciadamente, en otros múltiples aspectos: así, un importante volumen dedicado especialmente al cartel, el anteriormente citado «Carteles de la República y de la Guerra Civil», no contiene índice onomástico de autores, a pesar de mi insistencia personal cerca de los editores -como autor que soy de una parte del texto junto con Josep Termes y Jaume Miravitlles- para que figurara en él, seguido del número de orden de los carteles para facilitar su rápida identificación a los estudiosos interesados en el tema. Si a la falta de índice onomástico le añadimos cantidad de erratas en los nombres de autor o en los anónimos que figuran al pie de cada cartel, y otras aberraciones, el costoso libro resulta de limitada utilidad como instrumento de trabajo histórico. En este contexto, es de agradecer la preocupación del Subdirector General de Archivos del Ministerio de Cultura en orden a que se investigara al máximo la autoría de los carteles para reducir lo más posible el número de éstos que hubieran de figurar como anónimos en el índice onomástico del catálogo antes mencionado, de la pasada exposición de Salamanca. El pluralismo de ideas expresadas en los carteles, el amplio abanico de opiniones vertidas en los mismos, algunas de las cuales hoy nos sorprenden por su aparente intemporalidad, son, asimismo, la manifestación personal de un grupo generacional de artistas, cada uno con nombre propio, como dice Carandell, que no tuvieron tiempo suficiente para cortar el cordón umbilical que, en tanto que cartelistas de publicidad y dibujantes ilustradores, los unía a su reciente pasado de profesionales de la publicidad comercial al servicio de las agencias y las empresas. La mayor parte de aquellos artistas, no obstante, tenían una pertenencia política de izquierdas anterior al 19 de julio y habían forjado su estilo más o menos «revolucionario» en la experiencia de las campañas electorales de la República. Por ello, un estudio serio de los carteles, que nos conduciría al fondo de los componentes sociológicos de los partidos que se disputaban la retaguardia republicana, conlleva un estudio de los clanes y camarillas, como elementos últimos que son de las burocracias políticas, y un somero conocimiento biográfico-sociológico de los artistas que pintaron aquellos carteles, pues llegado el momento de la revolución y de las subsiguientes rivalidades y tensiones entre los partidos, fueron muy pocos los artistas que, salvo circunstancias muy especiales, trabajaron como robots a las órdenes de aquéllos, Al revés, la verdad fue que, como ya he dicho, aunque la mayor parte de los carteles de los primeros meses fueron la obra espontánea de un puñado de artistas, la mayor parte de ellos militantes independientes, jerarquizados los partidos, se aprovecharon de dicha obra para imprimir sobre cada cartel sus propias siglas que ahora, sin un conocimiento suficiente, sirven para desorientar su clasificación. Todas estas reflexiones vienen a cuento porque yo creo que si no se resuelve satisfactoriamente el problema del método que se aplique a la clasificación de los carteles, no podrá realizarse un efectivo estudio de los mismos. Investigación que no es tan superflua como a primera vista parece. Al ser el cartel, en el período trágico de la Guerra Civil, uno de los medios de expresión más vivos, el mensaje directo («consigna» como se llamaba entonces) que se lanzaba a la calle para conformar a la opinión pública -combatientes y población civil-, una aplicación crítica de su lectura podría ser hoy la llave que abriera el trasfondo sociológico en el que se movía el corpuscular mosaico de comités, partidos y organismos diversos, gubernamentales y militares, que en los primeros meses de la contienda se disputaban el poder: la dirección de la revolución, la guerra, y las relaciones de España con las demás naciones y con el proletariado internacional.

En esta escuela republicana de un pueblo recién conquistado, un cartel de Ballester decora la pared.

En los años de la República y de la Guerra Civil el procedimiento de la fotolitografía tal como hoy se conoce no había alcanzado todavía su perfeccionamiento actual. Un cartel para ser impreso, antes tenía que ser copiado a mano por un diestro y experimentado especialista, el dibujante litógrafo -oficio artístico manual actualmente desaparecido a causa de la lenta dificultad de su aprendizaje- sobre unas planchas de zinc, color por color, separadamente; una plancha para cada color, tantos colores tantas planchas y cada una de ellas impresa por separado. La relativa lentitud de este procedimiento de estampación limitaba el número de colores con el que se imprimían los carteles. Tres o cuatro colores como máximo, a base de tintas planas, era la norma. De esta suerte, la técnica de la impresión condicionaba la técnica del pintor de carteles de aquel entonces, de la misma manera como al diseñador gráfico de ahora le han condicionado los modernos sistemas de reproducción. Si por un lado éstos le permiten un uso cromático ilimitado, por el otro, la ausencia de tintas planas, aplicadas directamente sobre la plancha, sustraen vivacidad al color. De tal forma que los carteles de hoy, a pesar de su colorido y de la superior calidad de las tintas de impresión, debido además a la regularidad mecánica de las tramas que no admiten el contraste, aparecen como apagados y sin lustre cuando se les compara con los carteles de ayer. Hacer un cartel, en aquella época, representaba para el artista un trabajo ciertamente complejo, se pintaba sobre papel que, previamente humedecido, era montado en un bastidor de madera como si fuera una tela de pintar y, al secarse, quedaba tenso y sin arrugas igual que un panel. Se pintaba a la aguada, pintura que difícilmente admite el retoque y el repintado y con la cual la manipulación de tonos claros sobre superficies ya pintadas de tonos oscuros es prácticamente imposible. De este modo, el blanco del papel se convertía a menudo en un elemento esencial de la composición, mismamente como las letras. El estilo de éstas se lo inventaba para cada cartel el propio artista que, además, se veía precisado a pintarlas a mano personalmente. Ello explica que la variedad de estilos tipográficos de los carteles de la época sea hoy difícil de homologar a un tipo determinado. En aquella década de los treinta la industria de las artes gráficas de Barcelona ocupaba un primerísimo lugar en el complejo industrial de la península -por su volumen económico era una de las primeras industrias de la ciudad-, seguida de las de Valencia y Madrid. No fue, pues, casualidad que en estas tres capitales, llegado el trágico período histórico de la Guerra Civil, se editara una cantidad ingente de carteles. Existían los medios materiales y culturales necesarios para ello: una maquinaria moderna de imprimir a gran formato -generalmente los carteles medían 100 x 70 cm., y cuando impresos en dos pedazos 140 x 100 cm-, una pléyade de dibujantes litógrafos de gran calidad, y una tradición cartelista que, en Barcelona, tenía sus raíces en unos representantes ilustres del Modernismo catalán: Ramón Casas, Santiago Russiñol, Utrillo, Alexandre de Riquer, Adriá Gual y el propio Picasso, que a finales del siglo pasado se manifestaron de forma excepcional en Cataluña.      También Valencia y Madrid contaban con una notable tradición de pintores de carteles que, en la primera de dichas capitales, se manifestaron tempranamente con el cartel de toros, el cual, con su colorido a lo Sorolla, ha devenido un clásico y ha perdurado hasta nuestros días, gracias, también, al apoyo de una excelente industria de artes gráficas.

     Con el Quinto Regimiento, en las jornadas heroicas de la defensa de Madrid, nació en la capital de España un cierto estilo de cartel, hierático, vigoroso y solemne, que marcó la pauta a la mayor parte de los carteles de guerra posteriores, eminentemente «institucionales». En las dos zonas geográficas en que quedó dividida España con el enfrentamiento guerrero, le correspondió a la franquista la parte más tradicionalmente agraria y ganadera, que no contaba con una industria gráfica comparable por su importancia con la que existía en la zona republicana. Tampoco disponía de una praxis cartelista valiosa, ni era el Ejército español un cuerpo que se hubiese distinguido por sus inquietudes estéticas, ni que sintiese la necesidad de apoyar la disciplina militar por medio de campañas de propaganda gráfica. No de otra forma se explica que el Departamento de Plástica del Servicio Nacional de Propaganda franquista, como subraya Josep Termes en su "Aproximación histórica al Grafismo de 1931-1939", « ... consigue mejorar los mediocres carteles anteriores contando con los dibujos de Carlos Sáenz de Tejada, y los de Pruna y Cabanas, que procedían de la zona republicana, a la que habían abandonado». En el mismo contexto resulta curioso registrar que los carteles franquistas más vistosos y de más calidad artística salieron de las prensas de los talleres gráficos de la Barcelona recién conquistada por los ejércitos de Franco, y pertenecen a los primeros años de la victoria. Debelación que representó la fortuna indisputable, aunque momentánea, del cartel franquista; y que fue magistralmente sintetizada en un cartel que pintó Josep Morell -el número uno de los cartelistas de Barcelona en la etapa de la Generalidad de Cataluña, de antes de la guerra-, impreso en la más acreditada casa editorial de la Ciudad Condal, y cuyo lema rezaba: HA LLEGADO ESPAÑA. De esta suerte, el cartel político español de izquierdas dejó de existir en el mismo lugar donde, en la primavera republicana y en los años tempestuosos de la Guerra Civil, se había multiplicado ostensiblemente. Sin embargo, en pocos años, y paradójicamente, también el cartel político de derechas, sumergido en la «Verdad» indiscutible del Régimen, expiró el último suspiro. Y, con él, se cierra el postrer capítulo de uno de los más interesantes períodos del cartel político español.