S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia número 17, abril de 1976. Victoria Kent:Una experiencia penitenciaria |
En el mes de mayo de 1931 fui requerida por el primer gobierno republicano para ocupar el cargo de Directora General de Prisiones. Mi conocida labor social, mis estudios y experiencias en cuestiones penales por mi profesión de abogado, movieron sin duda al Gobierno a ofrecerme el cargo. Lo acepté con la plena convicción de las dificultades que ]levaba aparejado semejante cargo, y principalmente por estimar que la reforma del régimen penitenciario en España era uno de los grandes problemas que se debían acometer. El presupuesto de que podía disponer para todos los servicios de cárceles y penales era el insuficiente que había señalado el gobierno monárquico anterior al advenimiento de la República. Con ese presupuesto, al que debía atenerme, aumenté la consignación establecida para la alimentación de los reclusos, sin necesidad de pedir suplemento de crédito; fueron reemplazados los camastros inmundos por nuevos jergones. Estas elementales medidas fueron las primeras que tomé. Conociendo como conocía por experiencia que toda la correspondencia de los reclusos debía ser entregada abierta a la dirección de la prisión, establecí buzones para las reclamaciones que la población reclusa tuviera que hacer a la Dirección General exclusivamente. Ateniéndome a los principios básicos de nuestro régimen republicano, establecí la libertad de cultos en las prisiones, haciendo voluntaria la asistencia de la población reclusa a la misa, que se seguía celebrando como siempre. En el sector cultural dispuse que se celebraran conferencias y conciertos a solicitud del director de cada prisión y permití la entrada, siempre autorizada por el director de la prisión, de la prensa para los reclusos, evitando así lo que venía sucediendo: la entrada clandestina de toda clase de periódicos. Tres reformas causaron sensación en la opinión pública: la recogida de cadenas y grilletes que existían en las celdas de castigo (de este asunto volveré a hablar más adelante); la supresión de 115 cárceles de partido, de pequeños pueblos cuyos locales eran inmundos, compartidos en muchos lugares con escuelas, con casas particulares y con albergues de caballerías, y cerré también aquellas otras prisiones que daban un promedio menor a seis detenidos mensuales. Cerré sólo un Penal: el de Chinchilla, en la provincia de Albacete. Estaba instalado en un viejo castillo que no disponía de agua en su interior y, ni qué decir tiene, sin posibilidad de calentar una pieza. Vi penados con las manos cubiertas de llagas por el intenso frío del invierno y la humedad.
El pueblo me recibió con grandes pancartas que decían: «¡Queremos el Penal!» Mi deber era explicar la situación al pueblo y así lo hice desde el balcón del Ayuntamiento. La multitud dio muestras de asentimiento a mis palabras y se disolvió pacíficamente. Estas medidas dieron origen a que, los opuestos a toda reforma en las prisiones, propalaran la especie de que las prisiones se iban a suprimir completamente. No causaron menor sensación los permisos de salida de los reclusos que concedí en casos especiales, permisos sujetos ala conducta del recluso y a sus circunstancias familiares. Ni uno de los reclusos que disfrutó de este permiso dejó de presentarse a la prisión en la fecha que le fue fijada. Por un decreto cuya fecha no me es posible señalar, pero que encontrará el curioso en la oficial Gaceta de Madrid de aquellos meses, quedó establecido que todo recluso, al cumplir los 70 años de edad, sería liberado fuera cual fuera el delito que hubiese cometido. En aquellas cárceles nuevas, de regiones excesivamente frías, hice instalar calefacción en las enfermerías y en el local dedicado a escuela. Estas reformas se llevaron a efecto sólo en la cárcel de Salamanca y en el Penal de Burgos, por no disponer el presupuesto de más amplitud. Visité cuantas cárceles pude, aprovechando los fines de semana que me dejaban libres las tareas de mi cargo y del Congreso de Diputados, del que formaba parte como diputada por la provincia de Madrid. Deseaba conocer, ver por mis propios ojos la situación de cárceles y presidios y apreciar la vida penitenciaria en su realidad. Visité las cárceles de Salamanca, Barcelona, Sevilla, Granada, Córdoba, Sanlúcar de Barrameda, y los Penales del Puerto de Santa María, Burgos, Chinchilla y El Dueso (Santoña). Las cárceles de Madrid, la de hombres y la de mujeres, fueron las primeras visitadas. A la cárcel de hombres se la llamaba «la cárcel Modelo» por haberse adoptado en su estructura interna una combinación de celdas y galerías, en abanico, de tipo nuevo en la época en que se construyó; pero disponía de celdas de castigo. La cárcel de mujeres estaba instalada en un antiguo convento. La impresión que me produjo aquel recinto y las condiciones de vida de las reclusas me llevó a poner en práctica, a toda marcha, la nueva cárcel de mujeres. Trabajé los planos con el arquitecto y tuve la satisfacción de colocar, en los cimientos de esta nueva cárcel, la primera piedra. El nuevo edificio comprendía: setenta y cinco dormitorios individuales, cuarenta y cinco cuartos de baño, una gran enfermería con calefacción, un adecuado salón de actos, talleres para el trabajo manual, un departamento para biblioteca y otro, en la parte alta del edificio, con sol y aire para las madres delincuentes que llevaban con ellas a sus hijos menores de tres años, medida legal ya establecida en el Reglamento de Prisiones. Faltaban las celdas de «castigo». La cárcel se terminó y allí sigue en el barrio de Ventas; pero la vida en el interior, según mis informes, nada tiene que ver con mi proyecto de vida penitenciaria para las mujeres; todo se ha modificado para unas reclusas sometidas a un régimen dictatorial. Debo señalar la buena impresión que tuve de la Cárcel de Mujeres de Alcalá de Henares. Prometí más arriba volver sobre la recogida de cadenas y grilletes instalados en las prisiones de hombres. Pues bien, esos hierros los mandé llevar a Madrid y fueron fundidos con otros metales en un busto de Concepción Arenal, insigne mujer española, de profundos estudios penales, nombrada oficialmente, a mediados del siglo XIX, Visitadora de Cárceles. El joven y entusiasta escultor Alfonso Palma realizó la obra, y allí, en el Paseo de Rosales, en Madrid, está el busto de la insigne gallega y mi homenaje fervoroso.
No puedo dejar de aludir a mi visita al Penal de El Dueso. Diputados de la provincia de Santander me habían puesto al corriente de la peligrosa situación del Penal, afirmándome que los reclusos estaban armados, es decir, llevaban ocultas armas blancas. Medité sobre esas noticias fidedignas y alarmantes y decidí mi viaje. Mi llegada era esperada y temida por varias razones. Después de hablar con los funcionarios del Cuerpo de Prisiones ordené formar la población reclusa en el gran patio. Desde una plataforma instalada allí dirigí la palabra a los reunidos. Primeramente dije que el gobierno se interesaba especialmente por la reforma del régimen de las cárceles y presidios, y que estaba dispuesta, por encargo del propio gobierno, a mejorar en todo lo posible la vida en el Penal. Pero teniendo noticias de que algunos reclusos estaban armados, la primera condición que imponía era el desarme inmediato —lo recuerdo como si lo hubiese vivido ayer—. El personal que estaba situado detrás de mí quedó sobrecogido, y según me dijeron más tarde los dos secretarios que me acompañaban, los rostros lucían una palidez cadavérica. Siguieron unos minutos de silencio e incertidumbre, cuando de un lejano rincón del patio, situado a la derecha, surgió un recluso joven, fuerte y decidido, y tomando el arma que llevaba en un bolsillo la tiró al otro extremo del patio. A continuación una lluvia de armas, más o menos pequeñas, fue dirigida al mismo rincón. El Penal quedó desarmado. Agradecí, no sin emoción, el rasgo viril y respetuoso y prometí lo que más tarde se fue realizando en el penal: el arreglo de un campo de deportes y la puesta en marcha de talleres de trabajo, abandonados hasta entonces. La emoción nos embargaba a todos.
Al día siguiente asistí a la comida en común y pude comprobar que reinaba paz y satisfacción: las caras me sonrerían y la comida tenía más alicientes que en días anteriores. Volví contenta y allí quedaron también algunas esperanzas de mejoras con el nuevo director que nombré. Este episodio constituye uno de los más fuertes recuerdos de mi vida, y he podido relatarlo con detalles porque está en mi espíritu tan vivo como el día que sucedió. Creé poco después nuevas instituciones: el Cuerpo Femenino de Prisiones, cuyo personal sustituyó a las religiosas que venían desempeñando esa misión con buena voluntad, sí, pero careciendo de los necesarios conocimientos penitenciarios. Este nuevo personal tuvo su preparación en cursos especiales. Con esta finalidad y otras más amplias creamos el Instituto de Estudios Penales, donde se organizaron cursos no sólo para el personal de Prisiones, hombres y mujeres, sino también para la preparación de jóvenes interesados en seguir la carrera judicial y para los jueces que lo desearan. Se nombró Director del Instituto al doctor don Luis Jiménez de Asúa, insigne penalista español, profesor de Derecho Penal de la Universidad de Madrid, y autoridad internacional de esa disciplina. De este gran profesor fui yo, años antes, la primera alumna, es decir, el primer alumno del sexo femenino que asistió a sus clases.
Presenté la dimisión de mi cargo de Directora General de Prisiones al oponerse el Gobierno a mi proyecto de la reforma que tenía proyectada del Cuerpo de Prisiones (masculino). Es posible que alguien se pregunte adónde pueden conducir las nuevas teorías penitenciarías. Muchos de los principios actuales se encuentran ya llevados a la práctica en varios países nórdicos, en Suecia y Noruega, por ejemplo. En Suecia se ensaya en las prisiones de corrección conocidas como Prisiones de Familia— un nuevo sistema, y éste es: la vida del delincuente en familia; fuera, pues, de la prisión. El director de esta prisión, señor Torsten Eriksson, ha declarado: «No creo en los castigos, ni en las prisiones. Es necesario encarcelar a ciertos hombres, claro está, para proteger la sociedad; pero una vez que hemos encarcelado al hombre, tenemos que trabajar contra la prisión; lo que quiere decir, proteger al prisionero contra la prisión».
Termino mi relato con esta afirmación: las cárceles, tal
como funcionan y están concebidas hoy —centros de
deformación humana—desaparecerán, serán sustituidas por
clínicas especializadas y talleres de formación
profesional. Evidentemente habrá siempre un cierto
número de delincuentes cuya especie criminológica
necesite un período de aislamiento más o menos
prolongado. Pero esas prisiones estarán en manos de un
personal técnico capaz de poner al recluso en camino de
reincorporarse en la sociedad. VICTORIA KENT |