S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia, números 80-81 de julio-agosto de 1981 La sublevación en Barcelona (19 y 20 de julio de 1936)Luís RomeroLas primeras horas después del anochecer del sábado 18 de julio fueron en Barcelona aparentemente normales. La gente asistía a los espectáculos, a los bailes, ocupaba las terrazas de bares y cafés, paseaba por calles y avenidas, bebía en las tabernas, apostaba en frontones y carreras de galgos... Se observaban precauciones, retenes de guardias, grupos de obreros, coches que circulaban a gran velocidad. La mayor parte de los habituales noctámbulos se recogieron temprano y en las primeras horas de la madrugada del 19 las calles quedaron casi desiertas; los piquetes se concentraban en determinados puntos, rodearon los cuarteles, se situaron en los alrededores de los centros políticos de izquierda o custodiaban los ateneos libertarios (los locales de derecha estaban clausurados), y los coches circulaban a mayor velocidad. De cuando en cuando se oía algún disparo pero los barceloneses estaban acostumbrados a los estampidos. Los edificios públicos aparecían cerrados, con vigilancia externa alguno de ellos. Frente a la Conserjería de Gobernación, situada en el edificio del antiguo Gobierno Civil, empezaron a concentrarse obreros; pedían armas, eran de la CNT. A diversos cuarteles conseguían acercarse otros jóvenes a quienes, mediante tres palabras pronunciadas ante la mirilla, les era franqueada la entrada: la consigna, circulada aquella misma tarde, era: Fernando Furriel Ferriol. Eran falangistas, requetés o monárquicos de Renovación Española; algunos, menos jóvenes, podían ser veteranos de los extinguidos Sindicatos Libres, o miembros de asociaciones que se autocalificaban de patrióticas. En los cuarteles no se dormía; si en alguno de ellos los soldados se acostaron, pronto les despertarían intempestivos toques de diana. La oficialidad permanecía en vela. Tampoco descansaban los guardias de Seguridad y Asalto: en las salas incautadas de algunos cines dormitaban incómodos con el correaje aflojado y la tercerola o el mosquetón entre las piernas; o trataban de dar unas cabezadas en las comisarías o lugares de concentración que les habían sido señalados. Muchos de ellos, a pie o a caballo, patrullaban o custodiaban edificios. La Guardia Civil permanecía acuartelada: la tensión entre oficiales, suboficiales y números, era al tiempo causa y reflejo de la que dominaba a los jefes. Pocos dirigentes políticos durmieron; y de los sindicales, ninguno. La guarnición de Barcelona iba a sublevarse de madrugada; no toda, como muchos creyeron, pero sí una parte considerable de ella. En algunos cuarteles los más decididos arrastrarían a los tibios; en otros, no. Los jefes y oficiales resueltos a apoyar al Gobierno, esperaban la ocasión propicia para hacerlo y entre tanto afectaban posturas inhibitorias. A los voluntarios de filiación derechista —o contrarrevolucionaria, que es complicado adjetivar a la ligera—, que iban presentándose en número muy inferior al prometido, se les hacía sentar plaza y en el almacén se les proveía de correaje, fusil con su dotación, de guerrera y de gorro o casco. Luego, se les encuadraba al mando de oficiales, cuya proporción era muy alta como reducido era el número de soldados. Estando dominadas las calles por guardias, policías y por los anarcosindicalistas de los comités de Defensa de barriada, llegara los cuarteles se hacía dificultoso y arriesgado para los voluntarios derechistas, cuyas organizaciones habían sido desbaratadas y muchos de cuyos miembros estaban encarcelados. Ocurría, asimismo, que la derecha conservadora, la más numerosa, no solía participar en esta clase de aventuras. Y algo semejante, aunque en medida inferior, le sucedía a la izquierda conservadora. En la Comisaría General de Orden Público, organismo dependiente de la Generalidad de Cataluña, el Comisario, Federico Escofet, capitán de Caballería, que estuvo condenado a muerte a raíz de los sucesos de octubre de 1934, y el Jefe de Servicios, comandante diplomado de Estado Mayor, Vicente Guarner, han permanecido en vela hasta muy tarde. Llevan varios días analizando la situación y están convencidos de que esta noche van a sublevarse los militares golpistas. De acuerdo con el «conseller» de Gobernación, José María España, y con el presidente de la Generalidad, Luis Companys, han tomado disposiciones para combatir —y vencer en lo posible— a los rebeldes. No confían en el jefe de la IV División Orgánica, general Llano de la Encomienda, quien no cree, guiado por equivocada intuición y las seguridades que le han dado los jefes de cuerpo, que la sublevación se produzca. De ocurrir, lo que considera improbable , que alguna unidad lo hiciera, se ha comprometido a someterla con sus propios medios. Federico Escofet ha sostenido diversas entrevistas con los jefes de la Guardia Civil: con el general José Aranguren, jefe de la 2ª Zona, con el coronel Antonio Escobar, que manda el 19 Tercio que, igual que la Comandancia de Caballería, está de guarnición en Barcelona, y con José Brotons, que tiene a sus órdenes el 3º Tercio, distribuido en el resto de Cataluña. La Guardia Civil, a la que pocos días después se rebautizaría con el nombre de Guardia Nacional Republicana y se le suprimiría el tricornio, era una fuerza numerosa (en Barcelona, catorce compañías y cuatro escuadrones), bien pertrechada y disciplinada, con oficiales, suboficiales y números entrenados y eficaces. La ideología predominante en sus filas y a cualquier nivel era más bien conservadora, pero su adhesión al poder constituido era tradicional y sólida, y privaba sobre las opiniones personales. Inspector General de la Guardia Civil lo era en Madrid el general Sebastián Pozas, procedente de Caballería, de formación africana, masón y muy afecto al Frente Popular, que además formaba parte, o estaba muy próximo, a la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista). Mantenía Pozas contacto continuo con los jefes de la Guardia Civil de toda España, la mayor parte de ellos nombrados a su instancia entre los que, por una u otra razón, le merecían mayor confianza. El Comisario General de Orden Público y quienes le rodean saben que entre los guardias civiles hay bastantes desafectos al régimen o por lo menos al Gobierno y aún conocen los nombres de los principales. La misma noche del 18 al 19, el general Aranguren constituirá su puesto de mando en la Consejería de Gobernación, después que durante la mañana los jefes han celebrado una reunión y acordado, por votación casi democrática, apoyar al poder constituido. Pero en la Comisaría de Orden Público aún se teme que la Guardia Civil adopte una actitud pasiva; que sin sublevarse tampoco se enfrenen a sus compañeros de armas; y hasta pudiera ocurrir que, por una vez, quebrantaran la disciplina. En la Comisaría se han reunido en los últimos tiempos un conjunto de informes bastante completos sobre el posible alcance de la rebelión. Basándose en estos informes, Escofet y Guarner han trazado un plan de defensa, suponiendo cuáles puedan ser las intenciones y objetivos de las fuerzas que se subleven. Confían en la Guardia de Seguridad y Asalto, que manda el comandante Alberto Arrando, quien esta noche se halla también presente en Comisaría. Están estas fuerzas compuestas de tres grupos, más tres escuadrones y nueve compañías urbanas de Seguridad. Mediante cambios en la oficialidad realizados en los últimos meses, se han conseguidos unos mandos en los que, salvo contadas excepciones, cabe confiar. Los guardias —y los suboficiales— son diestros en su oficio y se hallan en buena forma, más los de Asalto que los veteranos de Seguridad; disponen de buen armamento y organización y están motorizados. Aunque su armamento sea inferior al del Ejército, es adecuado a los combates callejeros. Para defender el edificio de la Generalidad de eventuales ataques cuentan con unos trescientos Mozos de Escuadra, también veteranos, mandados por un ex jefe de la Guardia Civil. De llegar a producirse la rebelión, están convencidos de que la aviación militar de la base del Prat estará activamente de su parte, de acuerdo con las garantías que les ha dado su jefe, el teniente coronel Díaz Sandino. Una amplia red de informadores ha desplegado intensa actividad: desde los servicios policíacos, los confidentes no siempre de fiar, hasta quienes por razones políticas colaboran en este terreno, han aportado noticias. Las principales proceden de la guarnición a través de oficiales afiliados a la UMRA, de suboficiales, cabos y sol-dados. Algunos de estos últimos —ordenanzas y demás— se encontraban ventajosamente situados dada la falta de precaución que caracterizaba a algunos de los comprometidos en sus conversaciones en los cuartos de banderas o estandartes. Otro buen medio de captación de datos procedía de las escuchas telefónicas a que tenían sometidos a los cuarteles y a numerosas personas significadas, militares o civiles, de las cuales se sospechaba. La necesidad entre los conspiradores de hallar adeptos o de neutralizar, por compañerismo o disciplina, a posibles enemigos, obligaba a cometer imprudencias, pues, salvo a aquellos que consideraban resueltamente contrarios (por ejemplo, los afiliados a la UMRA) se han visto obligados, con mayor o menor prudencia, a tantear a los demás. Y eso no sólo en Cataluña, sino en el conjunto de España y Marruecos. Se dieron no pocas sorpresas y se logró atraer al compromiso a jefes y oficiales en que no podía haberse pensado usando de la lógica; los tiempos andaban revueltos y las conciencias confusas; más aún dentro de las fuerzas armadas. Paralelamente se darían casos en orden inverso; oficiales monárquicos o fascistizantes sirvieron a la República y no por razones geográficas. Como consecuencia de esas gestiones de captación se practicó un registro en casa del capitán de Asalto, Pedro Valdés; la policía, que iba a tiro hecho, halló documentos comprometedores. Valdés, dos tenientes y un suboficial, ingresaron en prisiones militares. Entre los papeles hallados el principal era un bando, sin fecha, proclamando el estado de guerra y firmado por el general González Carrasco, que era a quien en el plan conspirativo se le había encargado de sublevar Cataluña. También había alguna proclama de la Unión Militar Española (UME). A Vicente Guarner, que era el delegado de la UMRA en Barcelona (en la IV División), los afiliados le habían entregado listas de los jefes y oficiales que se suponían comprometidos y se recomendaba su inmediata detención, a la cual se negó Llano de la Encomienda cuando le fue propuesto por Escofet. Desde la Comisaría General de Orden Público (que ocupaba el edificio de la antigua y actual Jefatura Superior de Policía), Escofet y Guarner con la colaboración de Arrando, establecieron un plan defensivo y situaron a las fuerzas de Seguridad y Asalto en los puntos clave, con preferencia en aquellos lugares en que tenían noticia en que iban a coincidir las unidades sublevadas; igualmente distribuyeron con acierto las reservas. La Comisaría fue aspillerada y se retuvieron fuerzas suficientes para su defensa, si llegaba el caso.
Hacia las cuatro y media de la mañana —del domingo 19— se recibió aviso telefónico de uno de los agentes que vigilaban los cuarteles: de los de Pedralbes habían salido tropas formadas del Regimiento de Infantería nº 13, presuntamente sublevadas. La primera medida que tomó Escofet fue telefonear al Jefe de la IV División para comunicárselo, y exigirle que actuara como tenía prometido: al declarar Llano, apesadumbrado, que no disponía de fuerzas para hacerlo, Escofet declaró que en adelante actuaría por su cuenta e iniciativa. Tras de alertar a todos y cambiar impresiones con Guarner, decidieron que la Comisaría era edificio más seguro que la Generalidad, y enviaron al hermano de Vicente, capitán José Guamer, quien se encargó con reducidísima escolta de trasladar al presidente Companys a través de las callejas del barrio antiguo, desiertas a aquella temprana hora, hasta la Comisaría, donde se instaló. A la misma hora aproximadamente, fuerzas sublevadas salían de otros cuarteles y las sirenas de los buques y las de las fábricas rompían el silencio del amanecer convocando al proletariado barcelonés al combate. Llano de la Encomienda, que tan desorientado se hallaba sobre el auténtico estado de ánimo de la mayoría de los oficiales de la guarnición, había recibido en las primeras horas de la noche una comunicación telefónica desde Pamplona. El general Emilio Mola, antiguo compañero de armas en Marruecos, le proponía que se sumara a un movimiento insurreccional que se había iniciado en Marruecos y que iba a extenderse por toda la Península. Como el Jefe de la IV División se negó a secundarlo, Mola le advirtió que se atuviera a las consecuencias. Encargó inmediatamente al general Sampedro, jefe de la 7ª Brigada de Infantería, que visitara los cuarteles de este arma, que observara el ambiente y que en caso necesario les redujera a la obediencia legal. El general Sampedro, persona apolítica, disciplinada y ponderada, alcanzó un cierto éxito en los cuarteles de Alcántara (Regimiento 14), donde la oficialidad se hallaba dividida y equilibrada, pero cuando llegó a Pedralbes encontró al Regimiento de Badajoz (nº 13) prácticamente sublevado. La oposición que halló a sus requerimientos fue tan violenta, que el capitán Mercader acabó disparando al aire —la bala pasó muy próxima a la gorra del general— y los oficiales arrestaron a Sampedro y lo encerraron en el mismo cuarto en que ya lo estaba el coronel del Regimiento, Fermín Espallargas, que también había tratado de oponerse a sus subordinados. Los líderes de la CNT habían hecho reiteradas gestiones para conseguir armas, en particular fusiles, perono las habían logrado. Durante muchos años se ha venido diciendo que Companys armó a la CNT, pero no es cierto; sólo les fueron entregadas un corto número de pistolas. Y ya avanzada la noche, en la Consejería de Gobernación, un oficial de la Base del Prat que actuaba de enlace, les proporcionó más armas cuya evaluación numérica y cualitativa se hace difícil de establecer porque circulan diversas versiones. En la «consellería» se guardaban bastantes fusiles requisados a los somatenes, pero no consta que fueran entregados, por lo menos todos. La actitud de las autoridades fue contraria a la entrega de armas a los anarcosindicalistas y sólo en el último momento se optó por hacer la vista gorda. Igual que el Gobierno en Madrid, y en provincias los gobernadores civiles, se temía tanto a las fuerzas revolucionarias como a la sublevación militar de carácter derechista. Y en Barcelona con mayor motivo, por cuanto se trataba de los anarcosindicalistas, cuyo revolucionarismo se expresaba bajo aspectos más radicales y violentos. Cierto es que en pocas horas todo iba a cambiar por influencia de la dinámica de los hechos.
En 1936 la CNT estaba en gran parte dirigida por la minoría activista de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), y la organización catalana por un grupo de los llamados de afinidad, que operaba bajo el nombre de «Nosotros», cuyos componentes se habían constituido en Comité de Defensa Confederal, y organizaron, controlándoles, comités de Defensa de barriada, y dirigiendo también, aunque en menor medida, a las Juventudes Libertarias, la organización Mujeres Libres, y a los elementos más decididos de los distintos sindicatos cenetistas. Los miembros del Comité han acumulado por su parte confidencias procedentes de los cuarteles y han trazado sus propios planes. Lucharán por su cuenta, y cabe la posibilidad de que, aprovechando el choque que es inminente y la confusión que va a producirse, venga a realizarse lo que parecía hasta hoy quimérico: la revolución libertaria. Conocen la ciudad, son diestros en la pelea callejera, se saben respaldados por una muchedumbre proletaria y por probados hombres de acción resueltos a todo; tienen estudiadas las redes de distribución eléctrica y el alcantarillado, y cuentan con militantes que pueden controlar el total de las actividades ciudadanas; en los cuarteles tampoco carecen de relaciones entre suboficiales, clases y soldados. Si las reservas de que podrán disponer el Ejército y las fuerzas de Orden Público son limitadas, las de ellos son inagotables. Si las armas largas y las automáticas son escasas, confían apoderarse de muchas más en el tumulto de los combates. A través de las conexiones que mantienen con la Aviación Militar, les ha sido comunicado que desde el aire piensa atacarse la Maestranza de San Andrés, donde se guardan muchos millares de fusiles y otras armas y cantidades ingentes de munición. Y asimismo, hay armamento en los cuarteles y dependencias militares. En un piso de la barriada de Pueblo Nuevo, una vez tomadas las últimas disposiciones, se han reunido hacia las dos de la madrugada los miembros del Comité de Defensa Confederal: Francisco Ascaso, Buenaventura Durruti, Juan García Oliver, Gregorio Jover, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, Antonio Ortiz y Antonio Martínez, apodado «El Valencia». En diversas fábricas de los suburbios se han montado guardias encargadas de hacer sonar las sirenas tan pronto como tropas sublevadas salgan a a calle. De las sirenas de buques e industrias se espera un doble efecto: intimidación sobre el enemigo y convocatoria a los obreros barceloneses. Disponen de algunas armas, almacenadas en una alcoba: una ametralladora, que ha sido sacada pieza a pieza de Atarazanas, dos fusiles ametralladores checos, y un número elevado de rifles «Winchester»; pistolas y munición tampoco falta. Distribuidos por la ciudad hay más rifles; se apoderaron de ellos cuando los escamots los abandonaron en la mañana del 7 de octubre de 1934. Son armas aptas para la escaramuza en ciudad, tanto por lo terrible de las heridas que causan sus balas de plomo sin blindar, como por el estrépito atemorizador de sus disparos. Poco después de iniciada la lucha los confederales asaltarían las armerías, y en el cuartel de Asalto de la Barceloneta, y con garantía del carnet sindical, les fueron entregados algunos de los fusiles sobrantes.
Aquella madrugada también se aprestaban a la lucha otras fuerzas antifascistas; los hombres del POUM en primer lugar, un escaso número de socialistas y comunistas, pues en Barcelona no eran entonces muchos, y algunos catalanistas y republicanos de distintos partidos. Salvo el POUM, y algunos socialistas y comunistas, la contribución a la lucha armada no fue importante, pero esos paisanos contribuyeron con su presencia a dar ánimo a los que combatían y desmoralizar a los militares sublevados. Las unidades del Ejército —y las de Barcelona no eran excepción— se hallaban en cuadro, pues se habían prodigado los permisos veraniegos. Los efectivos que salieron a la calle fueron escasos, y los cañones en que tanto habían confiado se pusieron en juego en número muy reducido, con poco tino y escasa eficacia. Sin embargo, quienes paisanos o fuerzas de Orden Público, se disponían a afrontar el riesgo de combatirlos, ignoraban lo que iba a ocurrir y muchas de las circunstancias internas del enemigo; y lo hicieron con resolución. El gran porcentaje de oficiales, algunos retirados y otros de complemento, que mandaban —o acompañaban— las unidades sublevadas hizo que se establecieran números erróneos al calcular el número de los sublevados. El plan de operaciones se debía a la iniciativa de los jóvenes dirigentes de la UME; después ha sido criticado por ambos bandos, sin que pueda establecerse la proporción que en esas críticas tenga el hecho del fracaso. Las unidades militares salieron a la calle aisladas, la artillería sin protección. Se dejaron sorprender por el enemigo, los enlaces fueron escasos, y faltó un mando único y hasta fracasó la coordinación. Se incurrió en errores como confiar en la colaboración activa dentro de la Guardia de Seguridad y Asalto, y en general se pecó de exceso de confianza y menosprecio del enemigo. Con independencia de sus opiniones políticas, si las tenían, los soldados obedecieron y pelearon hasta el último momento, y las deserciones se produjeron cuando abandonar a sus jefes era el mejor procedimiento para salvarse del furor popular. Una de las omisiones que casi puede calificarse de decisiva, fue no haberse apoderado en anticipado golpe de mano de las emisoras de radio. Los micrófonos muy bien manejados por los hombres de la Generalidad fueron arma psicológica de la mayor importancia, y es evidente que contribuyeron al éxito. De los cuarteles de Pedralbes y al romper el alba salieron dos pequeñas columnas que luego se separarían por distintos trayectos. La primera, una compañía, reforzada por treinta paisanos; la mandaba el capitán López Belda. Había sido solicitada para reforzar el edificio de la División, conocido por su antiguo nombre de Capitanía General, situado en el paseo de Colón, paralelo a uno de los muelles. La columna principal, cuyo objetivo primero era la plaza de Cataluña, debía juntarse allí con otras fuerzas para atacar en el casco viejo a los edificios oficiales —Comisaría de Orden Público y Generalidad— y la mandaba el comandante López Amor, dirigente de la UME. Esta columna, la más importante de las que se formaron, estaba compuesta por una compañía de fusiles, otra de ametralladoras, dos piezas de acompañamiento, otra compañía de fusiles y una sección de morteros, un par de carros regimentales con la impedimenta, y una sección de paisanos uniformados, falangistas en su mayoría. lban las compañías con la oficialidad completa pero escasas de soldados. En la primera parte del trayecto no fue hostilizada; pasó por la plaza de la Universidad ya ocupada por la caballería de Montesa, y tras de sostener algunos cortos tiroteos con guardias de Asalto y paisanos, se apoderó de la plaza de Cataluña. Aprovechando la sorpresa llegaron algunos a penetrar en la Telefónica aunque el edificio no llegó a ser desamparado por los guardias que lo custodiaban. En otra ocasión, y sirviéndose de parecida confusión, unos oficiales de Asalto hicieron prisionero en las inmediaciones de la calle Fontanella al comandante López Amor y se lo llevaron detenido con tanta rapidez que los que lo presenciaron no se atrevieron a disparar por no herir a su propio comandante. Los tiroteos fueron continuos a lo largo de la mañana: el Ejército ocupó algunos edificios pero también guardias y paisanos les combatían desde otros situados en la parte baja de la plaza, la que da a las Ramblas y la linde del barrio antiguo. A la misma hora casi que los de Pedralbes, se echaron a la calle tropas a pie del Regimiento de Caballería nº 4 (Montesa), abandonando el cuartel de la calle de Tarragona que desemboca en la plaza de España frente a la montaña de Montjuic y el Paralelo. El general Alvaro Fernández Burriel, que mandaba la Brigada de Caballería, estaba comprometido con los conspiradores y, por ser el más antiguo, asumía el mando hasta la llegada del general Manuel Goded. El coronel Escalera, jefe del Regimiento, se hallaba igualmente de acuerdo. Se presentaron bastantes voluntarios, un grupo de ellos uniformados porque eran oficiales de complemento. Entre los paisanos predominaban los monárquicos, tradicionalistas y alfonsinos, y les sentó mal la arenga del coronel Escalera quien, de acuerdo con las instrucciones de Mola, dijo que iban a salir en defensa de la República. Algunos evidenciaron su desinterés. Al advertirlo, el general Burriel solucionó el conflicto a su manera dando un viva a España. Salieron a la calle tres escuadrones a pie; uno de ellos con el comandante Manuel Mejías ocupó la anchurosa plaza de España en donde había un cuartel de Guardias de Asalto, quienes, de momento, no se opusieron a los rebeldes y hasta parecía que quisieran colaborar con ellos, cacheando a los paisanos que merodeaban por la plaza.
Otro de los escuadrones, a las órdenes del capitán Santos Villalón, avanzó por el Paralelo, la popular vía que se dirige hacia el puerto y bordea barrios proletarios, y se detuvo en la llamada Brecha de San Pablo, en la confluencia de aquella vía y las Rondas. Allí se detuvieron, emplazaron ametralladoras y establecieron puestos de vigilancia en los alrededores; no tardarían en ser enérgicamente hostilizados por el paisanaje y tuvieron que asaltar el Sindicato de la Madera que se hallaba próximo. Una columna compuesta por un escuadrón y unos pelotones de voluntarios, que mandaba el comandante Gibert de la Cuesta, se dirigió a la plaza Universidad y la ocupó no sin sostener ambiguas escaramuzas con guardias y paisanos. Ocupada la plaza facilitó el paso de la Infantería de López Amor hacia la plaza Cataluña y ambas fuerzas quedaron precariamente enlazadas. Los de Caballería detuvieron a varias personas, muchas de ellas armadas de pistolas; uno de los detenidos era el diputado sindicalista Angel Pestaña. También hicieron prisioneros a los guardias de Asalto que transitaban en un camión, mientras que otros dos camiones lograron pasar no sin sostener tiroteos con los soldados y sufrir algunas bajas. Entre los paisanos que murieron en los combates de la plaza Universidad el más conocido era Germinal Vidal, secretario de la Juventud Comunista Ibérica, adherida al POUM. Los combates experimentaban alternativas de intensidad y apaciguamiento, pero este escuadron, igual que los otros dos, quedó frenado, sufrió bajas y tuvo que luchar a la defensiva. Uno de los golpes más fuertes que los sublevados tuvieron que encajar ya desde el inicio de la mañana, le tocó al Regimiento de Caballeria nº 3, llamado antes, de Santiago, en el cual se había producido casi unanimidad en favor de la sublevación. Por la calle Córcega marchaban a pie tres escuadrones y al frente de ellos el coronel Lacasa y su plana mayor; se dirigían a la Diagonal, donde se cruza con el paseo de Gracia, en el lugar llamado Cinco de Oros. Pensaban, no ha llegado a averiguarse con qué fundamento, que allí iba a sumársele una compañía de Seguridad. Ocurrió todo lo contrario; precisamente Escofet, Guarner y Arrando, habían concentrado en aquellas proximidades un núcleo importante de fuerzas: tres compañías de Seguridad, un escuadrón de Caballería y una cuarta compañía de Asalto de las llamadas de Especialistas (ametralladoras y morteros). Cuando las fuerzas de Caballería de Santiago. que llevaban las ametralladoras en coches particulares, avanzaban confiadas y les faltaba poco más de una manzana para alcanzar el Cinco de Oros, fueron recibidos con certeras descargas de los guardias apostados en azoteas, esquinas, tras los árboles y en los entrantes de los edificios y aún en balcones. Les apoyaban paisanos, que colaboraban con fuego más o menos vivo pero con resolución y eficacia. La columna de Santiago quedó maltrecha; los de cabeza no tuvieron ocasión de emplazar las máquinas y sufrieron bajas. Los escuadrones que venían detrás desplegaron y se dispusieron al combate castigados por un fuego intenso. En situación mala y detenidos en su avance, se vieron obligados a irse batiendo en retirada hasta refugiarse en el convento de los Carmelitas, situado a escasa distancia en la Diagonal, que presentaba buenas condiciones defensivas. Los pequeños piquetes que dejaron diseminados por los alrededores, resistieron algunas horas; pero poco a poco fueron batidos y oficiales y soldados no tardaron en caer muertos, heridos o prisioneros. Guardias y paisanos sufrieron asimismo bajas. El comandante de la Guardia Civil, Agustín Recas, miembro de la Junta Divisionaria de la UME, que fue enviado con un camión de guardias civiles a reducir a los insurrectos, se incorporó a ellos con algunos números porque los demás, que ocupaban un camión, bien por advertir lo comprometido de la situación, bien por acatar órdenes de los jefes, desaparecieron.
Simultáneamente al primer choque de la Caballería de Santiago con los guardias y paisanos, a menos de quinientos metros, éstos obtuvieron otro señalado éxito. Del cuartel del 7º Ligero de Artillería, situado en el barriod e San Andrés, había salido a primeras horas media batería sin piezas (unos cincuenta hombres) en dos camiones mandados por el capitán Dasi y tres tenientes. Guardias de la 7ª compañía de Seguridad, que conocían el itinerario de los camiones puesto que les esperaban apostados en terrados y puntos estratégicos, abrieron fuego sorprendiéndoles y causándoles bajas. Los camiones habían rodeado por la parte alta de la ciudad y descendían por la calle de Balmes en dirección a la plaza de Cataluña. En el primer choque, que tuvo lugar en la confluencia de Balmes y Diagonal, cayó herido el capitán Dasi y uno de los tenientes, si bien aquél aún telefoneó desde un portal para comunicar al cuartel la mala nueva. Los demás reaccionaron como pudieron y aguantaron el fuego durante un par de horas; tras de sufrir una elevada proporción de bajas, los supervivientes fueron hechos prisioneros. En este combate colaboraron igualmente los paisanos que se hicieron con fusiles, cartucheras y cascos de los artilleros. En la periferia de la ciudad, en San Andrés, y en edificios muy próximos, estaban el cuartel del 7º Ligero y la Maestranza de Artillería. Llegaron bastantes voluntarios, no tanto como los esperados, entre otras cosas porque los dirigentes anarcosindicalistas tenían los ojos puestos en el armamento que allí se almacenaba y recomendaron a los comités de San Andrés, Santa Coloma y San Adrián y demás barrios próximos, que se concentraran en aquella zona y mantuvieran vigilancia. Los voluntarios, casi todos monárquicos, recibieron mal los vivas a la República con que se arengó a las tropas formadas y evidenciaron su desacuerdo. (En los cuarteles a los cuales acudieron falangistas no hubo problema). Aparte de las dos secciones del capitán Dasi a las cuales acabamos de referirnos, sólo salieron de este cuartel una batería hipomóvil reforzada por una sección de ametralladoras. El mando estaba a cargo del capitán Montesinos, a quien acompañaba el también capitán Reilein, a quien por considerarle sus compañeros de ideas izquierdistas no le habían prevenido de lo que se tramaba hasta el día anterior. Mostrándose conforme Reilein con lo acordado por sus compañeros, salió al mando de la batería integrada por soldados de las quintas, mientras que los jefes y oficiales más directamente comprometidos y los voluntarios quedaban en el cuartel para la defensa eventual en caso de que fueran atacados, que no lo eran por el momento. Las fuerzas de Montesinos y Reilein fueron poco hostilizadas y girando por una de las rectas vías que bajan hacia el mar, se adentró hacia el centro de la ciudad. Su misión consistía en unirse también a los sublevados de Infantería en la plaza de Cataluña, y una vez juntos atacar la Comisaría de Orden Público. En las calles de Lauria y Bruch, en los cruces con Diputación y Consejo de Ciento y en sus inmediaciones, fueron atacados y la marcha hacia Claris se hizo muy lenta. Se habían concentrado varias compañías de Asalto y los paisanos acudían al ruido de los disparos. Llegaron a emplazarse las piezas y a disparar, se ocuparon algunas azoteas, pero quedaron detenidos entre otras cosas porque los caballos que tiraban de piezas y armones cayeron muertos o heridos. La lucha fue violenta, tanto que llegó al cuerpo a cuerpo. Murió el capitán Montesinos y Reilein resultó herido; sufrieron muchas bajas. Ni llegaron a apoyar a la Infantería que se batía en la plaza de Cataluña tan próxima, ni la Infantería estaba en condiciones de acudir en su auxilio. No es posible narrar los hechos con la simultaneidad con que se producían; lo hasta ahora explicado sucedía entre las cuatro y media y las diez de la mañana, hora en la cual, al no haberse logrado ninguno de los objetivos, las posibilidades de éxito del golpe militar eran muy reducidas. Uno de los fracasos más decisivos del plan insurreccional ocurrió en la zona portuaria y marítima, en la Barceloneta en cuya periferia tenía su cuartel el Regimiento de Artillería de Montaña nº 1. El coronel Serra, ni colaboró ni se opuso abiertamente a la sublevación. Al amanecer estaban formadas en el patio tres baterías con sus mulos y fueron bombardeadas por un avión de la base del Prat, causando alguna baja y cierta desmoralización. Aquí como en otros sitios un corto número de voluntarios fueron encuadrados y salieron a la calle en vanguardia. Aunque los del cuartel lo ignoraban, estaban semirrodeados por guardias del 16 grupo de Asalto, que mandaba el comandante Gómez García, y por los obreros de la Barceloneta, la mayoría de la CNT.
En los momentos que anteceden al alba había salido del cuartel media batería —dos piezas— en camiones, mandada por el capitán Sancho Contreras. En conversación la noche anterior con otro capitán, enlace de la caballería de Montesa, se les ocurrió cambiar el itinerario y esa prevención permitió que las dos piezas y sus servidores llegaran a la plaza de España a la hora convenida y cooperaran con la Caballería. Un cañonazo disparado contra una barricada en la entrada del barrio de Sans, causó muchas víctimas entre los paisanos. La misión de tres baterías que salieron del Regimiento de Montaña, era atacar primero la Consejería de Gobernación —uno de los puestos de mando gubernamental— y seguir contra la Generalidad de manera análoga a como se hizo en octubre de 1934 con éxito. La que avanzaba en cabeza iba mandada por el capitán López Varela, secretario de la UME en la IV División, y las otras dos a las órdenes del comandante Fernández Unzúe, quien en 1934 disparó contra la Generalidad. La batería de López Varela fue duramente combatida por las ametralladoras y los tiradores que ocupaban lugares previamente elegidos por el mando del grupo y de las compañías.
Los artilleros consiguieron emplazar algunas piezas y hacer fuego, pero en condiciones desventajosas, casi al descubierto y batidos desde diversos puntos. Como las demás fuerzas sublevadas quedaron al primer encuentro aisladas, en situación precaria y sin haberse apenas aproximado a Gobernación. Los descargadores del muelle cerraron la avenida de Icaria, que era el camino de los sublevados hacia Gobernación, con una fuerte barricada que construyeron en un momento utilizando balas de papel de embalar y sirviéndose de carretillas mecánicas. Los hombres de la CNT estuvieron presentes y activos en aquel escenario, y también los hubo de otros partidos, tanto desde la barricada de papel, como desde el edificio portuario de los Docks, como de la desafectada plaza de toros de la Barceloneta, hombro a hombro con los de Asalto. Para preservar sus piezas y sus hombres, que habían caído en aquella encerrona, Fernández Unzúe se retiró al cuartel, y López Varela que quedó resistiendo, no tardaría en ser herido mientras caían sus hombres, artilleros y voluntarios, muertos y heridos. Después de unas horas de durísima lucha, guardias y paisanos se lanzaron al ataque y se apoderaron de las piezas y del armamento. Hicieron prisioneros a los supervivientes a costa de muchas bajas. Fue el primer éxito rotundo de las fuerzas de la Generalidad, que si importante fue en sí mismo, también lo fue por la moral que infundió en los combatientes, mientras que los cuarteles de Montaña se vieron pronto rodeados, acosados y la moral en su interior descendía a cotas bajas. A pesar de que los paisanos de la CNT luchaban a su manera, no conviene olvidar que la mayor parte habían hecho el servicio militar, y no eran pocos entre ellos, veteranos de la guerra de Marruecos. Había entre ellos quienes manejaban toda clase de armas, sin excluir los cañones. En la línea con la «Consellería de Governació», cuya fachada principal daba a la continuación del paseo de Colón, se alineaban tres importantes edificios militares: La Capitanía General, sede de la División Orgánica, las llamadas Dependencias Militares, en la esquina de la Rambla, donde estaban las oficinas, servicios y demás, y el antiguo cuartel de Atarazanas, derribado en parte, en donde quedaban escasos militares y pocos soldados, y los elementos del Parque de Artillería que aún no habían trasladado a San Andrés. En frente mismo de las Atarazanas y del actual edificio del Gobierno Militar, entonces Dependencias, se alzaba, dominándolos, el monumento a Colón, a la orilla misma del agua y en la vasta plaza denominada Puerta de la Paz, nombre que aquel día iba a resultar paradójico. La situación en la División Orgánica era anómala; parte del Estado Mayor, la compañía de guardia y casi toda la oficialidad estaban decididos a sublevarse; estaban sublevados. El general Llano de la Encomienda, apoyado por un corto número de jefes y oficiales, se oponía rotundamente. Según le había comunicado telefónicamente a Mola. Pero a pesar de su actitud de rebeldía, los presuntos sublevados mantenían una actitud respetuosa hacia su jefe natural. Y mientras unos se comunicaban con los insurgentes y recibían noticias y daban consignas, el general cursaba órdenes opuestas que sembraban confusión y disminuían los ánimos de los menos decididos. En Dependencias Militares había destinados numerosos oficiales con misiones burocráticas y administrativas y a los Juzgados militares. Soldados había pocos, escribientes y los que cubrían la guardia. Mandaba allí, como de mayor grado y antigüedad, el coronel Silverio Cañadas. El edificio, sólido, era de fácil defensa y la mayoría de los que estaban dentro, se mostraban de acuerdo con distintos grados de entusiasmo con la sublevación. Una contrasublevación tuvo lugar en Atarazanas y en las primeras horas. Dos sargentos muy ligados al Comité de Defensa Confederal y algunos cabos y soldados, hicieron prisioneros al sorprenderlos a tres oficiales y escaparon con ellos, llevándose dos ametralladoras y fusiles; se incorporaron a los combatientes de la CNT que asediaban a distancia aquella zona. El teniente de Artillería José María Colubi, logró zafarse y regresó al viejo edificio que puso en condiciones de defensa, pero era demasiado grande y destartalado y apenas disponía de hombres (1). La primera compañía que abandonó Pedralbes con destino a Capitanía fue tiroteada al final del Paralelo y en el corto trayecto que desde allí les separaba de la Puerta de la Paz donde arre-ció el tiroteo. Guardias de Asalto del 16 grupo se habían desplazado en tres camiones a lo largo del paseo de Colón. Esta compañía sufrió bajas, pero también los de Asalto, que perdieron al capitán Francisco Arrando que les mandaba y a dos guardias más, y tuvieron seis heridos, hasta que consiguieron parapetarse. Venciendo dificultades, la compañía de López Belda llegó al edificio de Capitanía, y una sección de falangistas, que llevaban un fusil ametrallador, se quedaron a reforzar la guardia de Dependencias Militares. Una compañía del cuartel de Ingenieros de Lepanto, llegó no sin dificultades a la misma zona. Cuando pasaban ante Atarazanas, el teniente Colubi les pidió que le cedieran algunos hombres para la defensa de Atarazanas, y el teniente Brusés, que mandaba a los zapadores, accedió; quedaron allí dieciocho soldados mientras los demás entraron en Dependencias. El general Burriel, desde el cuartel de la calle de Tarragona, llama por teléfono al general Goded en Palma de Mallorca, quien le pregunta cómo marchan las cosas en Barcelona. Son las diez de la mañana y un capitán que viene de la plaza de España, le ha dado en ese momento noticias optimistas referidas exclusivamente a aquel escenario de lucha; Burriel generaliza. Cuando Goded se entera de que Llano continúa en su despacho y que da órdenes por teléfono, se sorprende y manda a Burriel que se traslade a la División y le arreste. En un coche blindado de que disponen los militares, recorre de punta a punta el Paralelo, cruza la Puerta de la Paz y se presenta en Capitanía. Discuten ambos generales. Tercia indignado el capitán Lizcano de la Rosa, y cuando Llano de la Encomienda hace ademán de arrancarle una laureada que Lizcano Lleva en el pecho, éste quiere matarle, pero los compañeros se interponen y cortan el incidente. Arrestado o no, Llano sigue interviniendo en alguna medida. Los anarcosindicalistas han estudiado la situación: Ascaso, Durruti y García Oliver se han reunido en las Ramblas. Suponían que en Atarazanas y edificios próximos había un gran número de rebeldes. Ocupando ellos el casco antiguo les aislaban del Paralelo dominado por la Caballería, y de las plazas de Universidad y Cataluña y de las tropas que luchaban en las inmediaciones del Cinco de Oros. Durmti se quedó, pues, en la parte baja de las Ramblas, con las dos ametralladoras y hombres armados que pudieran, a través de las viejas calles, desplazarse a donde hicieran más falta. García Oliver, Francisco Ascaso, Jover, Ortiz y «El valencia», secundados por muchos militantes atacan por separado a los destacamentos del escuadrón de CabaIlería distribuidos por las inmediaciones de la Brecha de San Pablo. Los militares se ven constreñidos a replegarse y acaban refugiándose en edificios próximos al «Moulin Rouge». Los anarcosindicalistas darán el asalto final en colaboración con algunos guardias. Sólo unos pocos oficiales lograrán escabullirse, los demás serán muertos, heridos o aprisionados. El armamento, en su mayor parte, engrosará el de la CNT. Tenían los sublevados que comunicar con Goded a través de la Emisora «Radio Associació de Catalunya», pero no han llegado a la emisora y una compañía del Regimiento de Alcántara que tardíamente ha salido con ese objeto —y apoderarse también de «Radio Barcelona»— ha sido desbaratada por paisanos y guardias; sólo un corto número de soldados se han refugiado en el hotel Ritz, de donde acabarán siendo desalojados. Una vez sublevada la guarnición de Palma y asegurado el éxito, Goded está impaciente por trasladarse a Barcelona, pero los hidros que tienen que llegar de la base de Mahón están retrasándose. A despecho de la impresión optimista que le ha comunicado Burriel no se siente tranquilo. Sólo tres o cuatro días antes ha decidido sublevar la IV-División, Barcelona, cambiándola por la III, Valencia, que es la que se le había asignado. Lo ha hecho a petición de los conspiradores barceloneses. Por las radios catalanas se están oyendo de continuo noticias alentadoras para la Generalidad que hablan de derrotas de los militares sublevados; aunque se mezclen exageraciones e inexactitudes no todo puede ser mentira. La Generalidad domina las emisoras y eso, en sí mismo, ya es significativo. Goded, su ayudante, otro militar y su hijo, se trasladan en los cuatro hidroaviones. Antes de amerizar en el puerto de Barcelona hace que vuelen a poca altura sobre la ciudad: en diversas avenidas y plazas se combate, pero las fuerzas militarés que consigue distinguir están acorraladas, y en los edificios oficiales ondea la bandera cata-lana. Desembarcan en el muelle de la Aeronáutica Naval: marinos y una sección de Ingenieros, desplazada desde Capitanía, le rinden honores. De entre los varios oficiales que le esperan, el capitán que le da la novedad lleva la guerrera manchada de sangre, no está herido, la sangre es de un compañero. A lo lejos se oyen disparos y tableteo de ametralladoras.
En el corto trayecto que separa la Aeronáutica y el edificio de la División, el coche blindado que le ha ido a recoger y los camiones de la escolta son tiroteados. Es mediodía y lo primero que hace tras una corta y enérgica discusión con Llano de la Encomienda, es mandarle arrestar y aislar. Examina la situación; no se ha alcanzado ninguno de los objetivos y están siendo derrotados. El plan era malo y ha sido mal conducido. Va a esforzarse por enderezar la situación, pero comprende que como le ha dicho su ayudante al saltar al muelle, se han metido en una ratonera; tampoco podía hacer otra cosa, cumplía su compromiso. Telefonea al general Aranguren en un esfuerzo por conseguir que la Guardia Civil, que hasta ahora se ha mantenido inactiva y que está concentrándose desde el Parque de la Ciudadela y la estación de Francia hasta la Consejería de Gobernación, se ponga a sus órdenes. Aranguren no sólo se niega sino que le insta a que se rinda él y todas las fuerzas sublevadas. Se pone en comunicación telefónica con el teniente coronel Jacobo Roldán, que manda accidentalmente el Regimiento de Alcántara y es amigo suyo, y le manda que se ponga al frente de dos compañías y que se dirija al cuartel del 1º de Montaña, que no está demasiado distante, y que, protegiendo a las dos baterías de Fernández Unzúe, consigan los objetivos que esta mañana no alcanzaron. Sacará Roldán a la calle ambas baterías, pero el cuartel de Artillería se encuentra rodeado de paisanos ahora bien armados y de guardias que han quedado de retén; no logrará enlazar con los artilleros ni forzarla situación. Por medio de arriesgados enlaces o comunicaciones telófónicas van llegándole a Goded las malas noticias. El capitán Reilein y sus hombres, tras una larga y mortífera lucha, han sido aniquilados y rendidos, y él herido y hecho prisionero. Las piezas de artillería, las ametralladoras útiles y los fusiles han caído en poder del enemigo. Cada vez es mayor el número de paisanos armados y ellos y los guardias, que dominan las líneas interiores, acuden a los lugares en que se les manda o ellos mismos deciden. Envía un enlace en coche desde Capitanía a la Aeronáutica Naval con orden de que los hidros en que él se ha trasladado, bombardeen la base del Prat y destruyan los aparatos que estén allí. Oficiales que han permanecido leales, apoyados por cabos y marinería, dominan ahora la Aeronáutica; además, los pilotos de los hidros, en vista de la situación, han optado por regresar a Baleares. Cuando el mismo enlace intenta dirigirse a Mataró para que el regimiento de Artillería pesada se ponga en camino de Barcelona, apenas puede alejarse de Capitanía; están cercados. Por la mañana, terminada la lucha en la Barceloneta, fuerzas del 16 grupo de Asalto se dirigen a la Comisaría General de Orden Público. Escofet, Guarner y Arrando establecen un nuevo plan que el comandante Gómez García con sus oficiales y dos compañías van a poner en práctica. Siguiendo los túneles del metro con precauciones, llegan a la estación subterránea de «Aragón», y cambiando de línea, descienden a la de «Cataluña». Los militares que están siendo batidos, por imprevisión o falta de hombres, no vigilaron el subsuelo laberíntico de la plaza de Cataluña y ahora los guardias se asoman por las salidas del Metro; pero no pueden arriesgarse porque la plaza está batida por el fuego de los militares que ocupan el Hotel Colón, el Casino Militar y la «Maison Doré». Hacia las dos de la tarde una columna formada por guardias civiles del 19 Tercio —unos ochocientos hombres— a la cual se ha añadido una compañía de fusileros de Intendencia con su comandante Antonio Sanz Neira, se pone en marcha desde la Consejería de Gobernación; al frente de ella va el coronel Antonio Escobar. Ascienden por la Vía Layetana en dos largas hileras, con las armas dispuestas, y en cabeza y por el centro de la calzada, el coronel con su bastón de mando. El conseller España ha telefoneado comunicando que se dirigen a combatir a los sublevados, y el presidente Companys, Escofet, Guamer y el diputado Tarradellas que se presentó ya por la mañana, se asoman al balcón de la Comisaría. Mientras Escofet se muestra confiado, Companys no puede evitar el recuerdo del 6 de octubre. ¿Y si la Guardia Civil, resulta que está sublevada y les apresa a todos? La columna avanza a paso lento y cuando la cabeza llega ante el balcón, Companys vitorea a la República y a Cataluña. Escobar, que ha mandado alto, da media vuelta y se coloca de cara al balcón; lleva la mano al tricornio y dice en voz alta: «A sus órdenes, señor Presidente». La irrupción de los guardias civiles desconcierta a las tropas de Caballería que llevan diez horas en la plaza Universidad; no hacen fuego, dudan que vengan a combatir contra ellos... El comandante Gibert de la Cuesta da la novedad al coronel Aranguren pero éste le increpa y le hace detener por los guardias. La operación es rápida e inesperada: todos los de caballería son hechos prisioneros fuera o dentro de la Universidad. En la plaza de Cataluña se combate; los civiles avanzan hacia el Hotel Colón donde los de Infantería se han hecho fuertes, ponen rodilla en tierra, disparan, avanzan algunos pasos y vuelven a disparar; alguno de ellos al levantarse se sacude el polvo del pantalón. Los de Asalto surgen de diversos puntos y los paisanos que atacan son numerosos. La resistencia es corta; oficiales y soldados son hechos prisioneros. Más adelante los soldados en su casi totalidad, lo mismo los de aquí como los de otros puntos, serán puestos en libertad. Se decide atacar la División y contra ella se concentran importantes fuerzas. Piezas emplazadas en la plaza Antonio López, abren fuego y el capitán Medrano, dispara una batería desde el otro lado del puerto, junto a los baños de San Sebastián. El capitán Lizcano y el brigada Alvarez con ametralladoras mantienen a los atacantes a distancia, y otros oficiales, suboficiales y soldados han aspillerado las ventanas con legajos y se defienden. Pero las posibilidades de resistencia son pocas y las malas noticias que no pueden ocultarse por cuanto se les ataca con artillería y los paisanos van tocados con cascos y manejan armas del Ejército, socavan la moral de muchos. Algunos, por teléfono, pactan con el consejero José María España, pero Goded se niega a rendirse, y cuando al final hunden la puerta desde fuera o alguien la abre desde dentro, y penetran guardias y milicianos, intenta pegarse un tiro. Desde la Generalidad se ha enviado al comandante Pérez Farrás para que se haga cargo de Goded y le preserve de la furia popular; lo consigue. Prisionero, Goded es trasladado al palacio de la Generalidad, donde Luis Companys, que ya ha regresado de Comisaría, le recuerda que él en octubre del 34, se rindió ante el micrófono en evitación de mayores derramamientos de sangre y le insta para que haga lo mismo. Tras una corta resistencia, Goded opta por hacerlo; son poco más de las seis de la tarde. Sus palabras, que van a ser grabadas en un gramófono, las mide: «La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero; si queréis evitar el derramamiento de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais conmigo». A continuación pronuncia Companys en catalán una corta y entusiástica alocución y recomienda que todos se mantengan en la obediencia de la Generalidad. Lo cierto es que ya nadie obedece a nadie; la disciplina de las fuerzas de Orden Público andaba muy quebrantada y muchos guardias se habían despojado de la guerrera reglamentaria, andaban con el correaje sobre la camiseta, se anudaban al cuello pañuelos rojinegros, y confraternizaban con quienes hasta ayer eran sus enemigos: los anarcosindicalistas. En un intento de reconstruir la IV División, se nombra jefe de la misma al general Aranguren mientras que, por ignorar cuál ha sido su verdadera conducta, se arresta a Llano de la Encomienda. Se convoca por radio a los oficiales en activo, retirados o de complemento, que no se hayan sublevado, pero por el momento son pocos los que van presentándose, pues en toda la ciudad suenan disparos y una ola antimilitarista sacude a las masas que están armadas y a nadie obedecen. Desde varios cuarteles se ofrece la rendición, por lo general por jefes u oficiales que no se han comprometido, pero todos ellos declaran que sólo se entregarán a la Guardia Civil. Se alzan enormes humaredas; empiezan a arder iglesias, conventos y cualquier otro edificio religioso. Sólo en el Hospital Clínico, repleto de heridos y en algún otro centro hospitalario, se ven Hermanas de la Caridad con hábito; sus servicios son absolutamente necesarios. En el depósito judicial los cadáveres de uno y otro bando se amontonan y confunden, y aún hay que añadir los de aquellos hombres, mujeres y hasta niños, alcanzados por balas perdidas. El fuerte calor obliga a trasladar muchos cadáveres al cementerio y son muchos los que no han sido identificados. Al amanecer el día 20 quedan dos principales focos de resistencia en la parte baja de la ciudad, en la Puerta de la Paz, Atarazanas y Dependencias Militares; y en la Diagonal, el coronel Lacasa con algunos de sus hombres aún se resiste acorralado en el convento de los Carmelitas. Durante la noche muchos de los sublevados en los cuarteles de San Andrés y la Maestranza han conseguido huir. Por más que las autoridades se esfuercen en evitarlo y envíen guardias para hacerse cargo del edificio y de su contenido, unos veinticinco mil fusiles, municiones y otras armas caen en poder de los anarcosindicalistas. Barcelona ha vivido ensimismada este domingo 19 de julio; apenas nada se sabe de lo ocurrido en el resto de España y sólo a última hora de la tarde correrá el falso rumor de que el general Cabanellas avanza de Aragón hacia Barcelona. El disco con las palabras de Goded fue emitido por radio varias veces y Companys por la tarde del domingo comunicó a Madrid que la sublevación había sido dominada. Es la primera noticia verdaderamente optimista recibida por el Gobierno Giral que acababa de constituirse. Por el contrario, a Mola le causa hondo pesar la derrota en Barcelona. Pamplona se ha sublevado también, con pleno éxito en la mañana del domingo y lo mismo ha hecho el conjunto de la VI División Orgánica (Burgos). Mola negará por radio la veracidad de que en Barcelona la sublevación ha sido sofocada, y tardará en saber que su hermano Ramón, que dos días antes acudió a Pamplona a advertirle del fracaso a que se exponían, iba a suicidarse la noche del 19 al 20 en Dependencias Militares.
Por la mañana del lunes se reanudó la lucha. En los Carmelitas, considerando inútil la resistencia y habiendo en el interior heridos, una propuesta de rendición a la que se habían negado fue aceptada por el coronel Lacasa después de parlamentar con el coronel Escobar. En cuanto abrieron las puertas una multitud enfurecida rebasó a los guardias civiles y mató a los oficiales y lo mismo hizo con los frailes, acusándoles, sin ser cierto, de haber disparado desde dentro. Al coronel Lacasa le cortaron la cabeza. Barcelona presentaba un aspecto siniestro; el cielo estaba oscurecido por el humo de numerosos incendios distribuidos por el conjunto de la ciudad y se oían disparos por doquier. Un reducido número de pacos, por sembrar alarma, por resistirse a la desesperada o por darle gusto al dedo, disparaban ocultándose en las azoteas. A cada uno de esos disparos respondían centenares de quienes, hallándose en posesión de un fusil, se complacían en hacerlo. Por las calles circulaban a gran velocidad multitud de coches con las siglas de CNT-FAI pintadas en grandes caracteres blancos; iban con colchones sobre el techo y las ventanillas erizadas de fusiles. No había pan ni la ciudad había sido abastecida. Las campanas de las ambulancias eran otra de las músicas de fondo. Caballos y mulos, muertos en los distintos combates, se corrompían al sol; a algunos se les roció con gasolina y se les prendió fuego, pero el hedor era todavía más insoportable. Quienes se resistían en Dependencias Militares y Atarazanas, cruzaban sus fuegos y dominaban la parte baja de la Rambla y una amplia zona desde el Paralelo al paseo de Colón, la Puerta de la Paz incluida. La CNT quiso hacer suya la empresa de conquistar las Atarazanas, que elevó a la categoría de una Bastilla barcelonesa. Creían que en su interior se defendía una fuerte guarnición, cuando en verdad eran sólo un puñado de hombres vencidos por la fatiga y el desaliento que se defendían a la desesperada. Sobre la cabina de una camioneta, Ricardo Sanz armó una ametralladora protegiéndola con colchones; le apoyaba Aurelio Fernández. Se improvisaron, con colchones y con las pacas de papel de la Barceloneta, barricadas móviles, y los atacantes fueron avanzando, no sin sufrir bajas, parapetándose también bajo los copudos árboles del paseo. Durruti . y Francisco Ascaso, con la élite de la militancia confederal, participaban en la empresa. Por la Puerta de la Paz también disparaban paisanos y guardias. El edificio había sido cañoneado y bombardeado desde el aire. Desde una de las garitas que daba a la Puerta de Santa Madrona, disparaba lo que alguien califica de ametralladora y sería, si acaso, fusil ametrallador. Lo cierto es que aquel tirador cortaba el avance y batía un amplio sector. Joaquín Ascaso, miembro destacadísimo del anarquismo barcelonés, que era muy diestro en el manejo de la pistola, se acercó tanto a la tronera con el designio de silenciar aquel arma, que en el momento de disparar rodilla en tierra recibió un disparo en la frente que le dejó muerto. La muerte de Ascaso causó gran consternación entre sus compañeros, que se lanzaron al asalto con renovadas energías. Primero fueron dominados quienes se hallaban en Dependencias Militares; en el momento de la rendición se les causaron algunos muertos. A partir de ese momento la defensa de Atarazanas, sin la cobertura de fuegos de Dependencias, se hacía casi imposible y por otra parte había perdido todo sentido. Por la parte del edificio que estaba a medio derribar irrumpieron combatientes de la CNT, obligando a los defensores a replegarse dentro de otras partes del edificio. Cuando el capitán Colubi, tras de pactar la rendición, hizo que se abrieran las puertas, dispararon contra él matándole; algunos otros corrieron la misma suerte, mientras que el resto se constituyeron prisioneros. Los de la CNT no comprendieron cómo la suma de muertos y prisioneros era era tan exigua. No era tiempo de reflexiones: habían triunfado. La batalla de Barcelona había terminado: los anarquistas en posesión de un crecido número de armas de todo tipo eran los amos de la ciudad. Barricadas alzadas en puntos estratégicos cortaban la circulación y podían impedir cualquier movimiento por ellos no autorizado. Los guardias, sin excluir los civiles, estaban fatigados y la disciplina se había relajado; carecían de reservas para cualquier intento de restablecer el orden. Los anarcosindicalistas, se habían apoderado de varios edificios y los fortificaron. El presidente Companys tuvo que pactar con los dirigentes del anarcosindicalismo que, tras algunas discusiones entre ellos, no se atrevieron a asumir el poder, cosa que hubiese entrañado una contradicción. El gobierno de la Generalidad no fue abolido pero su poder fue desplazado al Comité de Milicias Antifascistas, que se organizó con representantes de partidos y sindicales. En la calle el auténtico poderlo ejercían los anarcosindicalistas, a su manera, y lo aprovecharon para poner en marcha una revolución única en la Historia: un ensayo, que las circunstancias históricas no permitirían que se desarrollase. Nadie, durante bastantes meses, pudo oponérseles. CONCLUSIONES Cabe afirmar, sin temor a equivocarse, que:
L. R. (1) En lo alto del monumento a Colón no hubo nadie ni de uno ni del otro bando; en diversos libros afirman que hubo guardias de Asalto con una ametralladora, mientras otros aseguran que desde arriba disparaban militares. Quien esto escribe ha hablado con numerosas personas de cuya veracidad no hay razón para dudar, que afirman que a ellos les disparaban desde lo alto; ocurre que esas personas luchaban en bandos opuestos; imposible, pues, que dispararan contra todos. La parte alta del monumento, una plataforma bastante amplia, estaba acribillada a balazos; los militares debieron disparar desde abajo y pudieron producirse rebotes. El comandante Gómez García, una vez terminada la lucha y estando averiado el ascensor, consiguió que algunos de los suyos, emulando las hazañas del entonces popular «hombre mosca» subieran a plataforma. Ni muertos, ni heridos, ni casquillos; nada que denunciaras indicios de presencia humana. |