S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia nº 39, febrero de 1978. Prisionero de Abd-el-Krim, aviador republicano y guerrillero antinazi. Sol Aparicio un español de tres guerras. Álvaro Custodio
La savia de los conquistadores españoles, que parecía extinguida desde hace varios siglos, retoña de vez en cuando como un aislado y casi inexplicable salto atávico. Tal es él caso de Sol Aparicio Rodríguez, cuyas vicisitudes y hazañas parecer" emular las que nos cuentan otros dos improvisados soldados de temple como Bernal Díaz del Castillo, Cabeza de Vaca, quienes sirvieron con padecimientos a la gran causa del siglo XVI: descubrir, conquistar y alargar el brazo de España por nuevas y desconocidas tierras en las Indias Occidentales, cuya ruta acababa de abrir Cristóbal Colón. España dejó allí su idioma, «cristianizó» a los indios que no pudo extinguir (no dejó uno solo en todas las islas del Caribe), explotó a los que despojó de sus tierras sin sacar de su primitivismo a los que vivían en regiones inaccesibles o de pobre subsuelo y enteca vegetación, levantó hermosos y hasta suntuosos templos y fortalezas en regiones a veces miserables deslumbrando con la pompa de su religión y la solidez de sus defensas a los pueblos conquistados, y sólo exportó su cultura a muy determinados centros vitales de su imperio colonial. Todo acabó perdiéndose sin gloria ni generosidad. La Monarquía, encarnada entonces en Carlos IV, permitió la ocupación de la península por las tropas de Napoleón que la saquearon y esquilmaron durante cinco años, a lo que se opuso el pueblo llano, improvisado una vez más en soldado, como había de hacer en 1936, traicionado de nuevo por la oligarquía. Fue en esas dos ocasiones cuando volvieron a surgir esos héroes anónimos del pueblo que, como Sol Aparicio Rodríguez, reivindican con sus espontáneas proezas la turbia estampa histórica de España.
Conocí a Sol Aparicio en la ciudad mexicana de Monterrey cuando se acercó a felicitarme por mi versión al aire libre de «Medea», de Séneca, presentada en el Cerro del Obispado. No le volví a ver hasta que nos puso en contacto el fotógrafo Alfonso, ya que Sol Aparicio le visitó después de leer mi reportaje aparecido en TIEMPO DE HISTORIA (n.° 29, abril de 1977) como uno de los supervivientes entre los soldados hechos prisioneros por el caudillo rifeño Abd-el-Krim en 1921. Y en el propio despacho de Alfonso recogí la epopeya de su casi milagrosa existencia. —Nací en la aldea de Lorizán, situada en las márgenes de la ría Marín, a tres kilómetros de Pontevedra, la noche del 12 de diciembre de 1899. Mi padre era maquinista del ferrocarril de vía estrecha que enlazaba el puerto de Marín con la capital de esa provincia gallega. Mi madre era modista y en su taller se hacían los vestidos de la familia Montero Ríos, cacique de la región y jefe del Gobierno o ministro de la Monarquía alfonsina en distintas ocasiones. A don Eugenio Montero Ríos tocó el triste papel de firmar en nombre de España los tratados de París en 1898, por los que se cedían a los Estados Unidos las islas de Puerto Rico, Filipinas, las Carolinas, las Marianas y se renunciaba a la de Cuba. Me pusieron de nombre Sol como homenaje de mi padre al tribuno republicano federal Juan Sol y Ortega (1849-1913). Por cierto que, como no había santo de ese nombre, el cura exigió para bautizarme un nombre del santoral cristiano que nunca he usado. Aclaremos para aquellos lectores poco familiarizados con el momento político a principios de siglo, en que transcurre la niñez de Sol Aparicio, que en 1902 juró Alfonso XIII ante las Cortes la Constitución de 1876 al cumplir los dieciséis años de edad. Era presidente del Gobierno don Práxedes Mateo Sagasta, viejo jefe del Partido Liberal al que pertenecía José Canalejas, que le sucedió en dicha jefatura al morir aquél; el Conde de Romanones, Moret, etc. Cánovas del Castillo había sido asesinado por un anarquista en 1897, sucediéndole como jefe del Partido Conservador don Antonio Maura y, más tarde, Eduardo Dato. Los republicanos solían sacar de 20 a 30 diputados, siendo sus líderes don Nicolás Salmerón, ex-presidente de la I República, que sólo duró once meses (1873-74); Gumersindo Azcárate, Sol y Ortega, Alejandro Lerroux, etc. El fundador del Partido Socialista, Pablo Iglesias, obtuvo su primer acta de diputado en 1910. También figuró ese año entre los diputados republicanos el gran novelista don Benito Pérez Galdós. Los atentados anarquistas estaban en plena ebullición —los Reyes escaparon a una bomba en la calle Mayor el día de su boda en 1906 y el presidente del Gobierno, José Canalejas, fue asesinado en plena Puerta del Sol en 1912-, y el catalanismo luchaba por sus derechos representado entonces por Enrique Prat de la Riba y Francisco Cambó. —Hice los estudios necesarios para pertenecer al Cuerpo de Maquinistas de la Armada después de haber ejercido los oficios de cobrador de la Compañía Ybarra y aprendiz en una fundidora. Los escasos recursos familiares no me permitieron terminar los estudios de bachillerato debiendo aportar, cuando apenas tenía 14 años, lo imprescindible para nuestra subsistencia. En mis ratos libres estudiaba francés y tomaba cursos gratuitos en la Escuela de Artes y Oficios de Pontevedra, donde aprendí el de mecánico de automóviles. En el puerto de El Ferrol me incorporé como marino de la Armada para cumplir con el servicio militar obligatorio. Al terminar el período de instrucción a cargo de un maestre o cabo que nos pegaba con puños y pies y nos castigaba al menor descuido con «plantones» e «imaginarias» (obligación de hacer guardias más tiempo del establecido y sustituciones de centinelas en tiempo libre), se me destinó como agregado a los talleres de maquinistas del arsenal. Entre las reparaciones que hicimos figuró la de un submarino alemán refugiado allí al terminar la guerra mundial de 1914-18. Tenía que ser entregado por su tripulación a las autoridades inglesas, pero Alemania, de acuerdo con las autoridades españolas del puerto de El Ferrol lo hizo hundir. El jefe del arsenal, contralmirante Pedro Mercader, fue relevado del cargo. La mayoría de los altos cargos militares españoles habían sido germanófilos. Hice los exámenes de ingreso en la Academia de Maquinistas de la Armada, pero la Marina no me atraía y solicité participar en un curso para mecánicos de. Aviación, y así fui incorporado al aeródromo de Cuatro Vientos de Madrid. La aviación militar española empezó a organizarse en 1910, siendo los cinco primeros pilotos titulados Kindelán, Barrón, Ortiz Echagüe, Arillaga y Emilio Herrera. Este último fue además un gran científico, participando en diversos experimentos aeronáuticos. El Gobierno de la República le nombró Mariscal del Aire. Murió exiliado en Francia, donde fue hasta el día de su muerte Presidente Honorario de la Asociación de Aviadores de la República, a la que pertenecen actualmente Sol Aparicio y el autor de este reportaje. En 1913 se trasladó a Marruecos la primera escuadrilla de aviación de guerra, tripulada por Kindelán, Vives, Barrón y el Infante don Alfonso dé Orleáns. En 1915 se instaló en Los Alcázares (Murcia) la primera escuadrilla de hidroplanos y el aeródromo de Tablada en Sevilla. En 1920 terminó Sol Aparicio el curso de mecánicos de aviación de Cuatro Vientos, y ese mismo año fue asesinado el presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato, en la Puerta de Alcalá por tres anarquistas catalanes —Casanenas, Nicolau y Mateu—, muriendo en la Plaza de Talavera de la Reina el más famoso torero de la época: José Gómez, «Gallito». —Fui destinado a una escuadrilla de la escuela de pilotaje, donde recibí mi bautismo del aire en un avión Havilland con motor Hispano-Suiza. Su piloto era el teniente Ignacio Hidalgo de Cisneros, que diecisiete años después sería jefe de la Aviación republicana durante la guerra antifascista. Por cierto que un repentino cambio de aire hizo capotar nuestro aparato, salvándonos nuestros cinturones de seguridad, aunque yo recibí una leve herida en la frente. Tuve ocasión de familiarizarme con todas las marcas de aviones entonces existentes en Europa: Maman, Cuadron, Deperdusin, Salson, Potez y Breguet XIX, francesas; Havilland y Avro; inglesas; Fiat y Ansaldo, italianas. Al considerarme suficientemente capacitado como técnico de aviación, solicité mi traslado a las escuadrillas de Marruecos. No lo hice porque me tentara la aventura bélica, sino por salir de la insoportable disciplina cuartelera y maltrato que recibíamos los mecánicos por parte de los sargentos de tropa y de un teniente de la reserva. No podíamos sospechar los cuatro voluntarios que salimos de Cuatro Vientos para Melilla en enero de 1921 lo que nos esperaba en aquellos desolados páramos: el desastre militar de Annual. PRISIONERO DE ABD-EL-KRIM El Ejército español ya había padecido, a finales y principios de siglo, dos grandes y estrepitosas derrotas frente a dos enemigos de escaso prestigio militar: los Estados Unidos de América y las tribus rifeñas del norte de Marruecos. Los Estados Unidos sólo habían participado hasta entonces en una guerra formal contra México en 1847, que resultó de rapiña puesto que le arrebataron más de la mitad de su territorio. Desde 1864 los norteamericanos se habían dedicado a restañar las heridas de su cruenta guerra civil y a poblar los enormes territorios de origen mexicano. Por su parte, las tribus rifeñas no eran ni siquiera un Ejército organizado, pero inflingieron a las tropas españolas el desastre del Barranco del Lobo en 1909. El Ejército hispano, pese a tan graves-contratiempos, no se cuidó de reforzar ni renovar su preparación técnica o su material bélico. Consecuencia de la guerra de Marruecos fue la Semana Trágica de Barcelona (1909), que costó la vida a numerosos obreros al protestar contra los embarques de reservistas a Melilla. Entre los dirigentes fusilados figuró el maestro de la Escuela Moderna (racionalista) Francisco Ferrer Guardia, a quien jamás pudo dernostrársele culpabilidad alguna. Europa entera se manifestó una vez más contra las represiones de los Gobiernos reaccionarios españoles, en esa ocasión presidido el Gabinete por el conservador Antonio Maura. La escasa capacidad técnica del Ejército español volvió a ponerse de manifiesto durante el verano de 1921. España y Francia se habían repartido Marruecos como Protectorado —fórmula imperialista— en proporción de 20 para Francia y uno para España.
—Los cuatro voluntarios de Cuatro Vientos, después de recorrer la ciudad de Melilla, convertida prácticamente , en un fuerte, emprendimos viaje en un ferrocarril de vía estrecha que llegaba hasta la posición de Tistutin pasando por Zeluán, donde estaba la escuadrilla a la que debíamos incorporarnos. Era su jefe el capitán Pío Fernández Mulero y estaba compuesta por seis aviones Havilland con motores Rolls-Royce y otro avión de reserva. A mí se me asignó como mecánico del jefe de escuadrilla y del avión de reserva. Los mecánicos estábamos en ocasiones obligados a volar para efectuar servicios de bombardeo. En junio de 1921 empezaron a realizarse numerosos vuelos de observación sobre la tribu de BeniUrriaguel, la más belicosa de aquellas montañas. Los guerrilleros de aquella cábila dominaban la bahía de Alhucemas, que se encuentra a una milla escasa del Peñón, y era posición española. Se preparaba una gran operación planeada por un mediocre estratega, el general Fernández Silvestre, que ya había sufrido algunos descalabros que le fueron compensados por la amistad personal del monarca, quien le nombró jefe de su Casa Militar. Su cargó de entonces era nada menos que Comandante General de Melilla, y como tal pidió a nuestra escuadrilla que le llevara y escoltara hasta los llanos de Udfd, donde se entrevistó con el mariscal del Ejército francés Lyautey. De esto, que nunca se publicó antes, yo fui testigo ocular. No puedo saber lo que se trató en dicha conferencia, pero todos dedujimos que le había pedido colaboración militar y que el mariscal francés se la negó. El general Fernández Silvestre tomó sin encontrar mucha resistencia la posición de Monte Abarrán, desde donde se divisa la bahía de Alhucemas. El general Dámaso Berenguer, Comisario General del Protectorado español, le había recomendado que detuviera su avance sobre Alhucemas hasta que él lograra dominar en la zona de Tetuán al peligroso jefe moro El Raisuli, pero Silvestre no le hizo caso ya que había prometido al rey tomar la bahía el 25 de julio, fiesta de Santiago Apóstol, patrón del Arma de Caballería. El 20 de julio volamos sobre las posiciones enemigas y pudimos observar que tenían bloqueadas a nuestras tropas. La posición del Monte Abarrán había sido atacada inopinadamente por harcas ocultas y por un Tabor de Regulares que se sublevó contra sus jefes, pasando a cuchillo a toda la oficialidad. Los moros tenían entonces a un gran jefe de operaciones, Abd-el-Krim, caíd de la tribu de Beni-Urriaguel, quien inflingió una completa y aplastante derrota a las tropas del general Fernández Silvestre, aunque éste contaba con 25.000 hombres y la aviación de la que carecían los rifeños, quienes apenas sumarían unos 10.000 guerrilleros.
—¿Cómo pudiste caer prisionero de Abd-el-Krim si la aviación estaba en la retaguardia y tenía la posibilidad de ser evacuada en caso de avance enemigo? ¿O es que fuiste derribado por fuego enemigo?
—Fui en efecto derribado, ya que nuestros aviones volaban a baja altura para ametrallar con mayor precisión, pero el aparato pudo aterrizar en una posición llamada Tafersit que era nuestra. Ellos nos disparaban con sus máuseres y espingardas viejísimas. Sin embargo, fui hecho prisionero ponla falta de responsabilidad de mis superiores. El aeródromo de Zeluán, a 30 kilómetros de Melilla, fue atacado por el enemigo en su avance incontenible hacia la capital del Protectorado. El capitán Bada, jefe accidental de nuestra escuadrilla, no se decidió a ordenar en el momento preciso la evacuación de los aparatos, del personal y de la impedimenta hacia el aeródromo situado en el hipódromo de Melilla. El jefe efectivo de la escuadrilla, Fernández Mulero, estaba ausente de su base: había ido a Málaga a una corrida de toros. Por si esto fuera poco, el, piloto de guardia de Zeluán, teniente Ruano, abandonó su puesto subiéndose al último tren que se dirigía lleno de soldados hacia Melilla, dejándonos sin servicio alguno de urgencia. Fuimos rodeados por los rifeños y nos dispusimos a defender con las armas a nuestro alcance, pocas y de escaso radio, el aeródromo. Resistimos varios días: este fue mi bautismo de fuego. El día 26 nos quedamos sin víveres y sin agua, con municiones muy racionadas. Propuse a nuestro jefe, teniente Martínez Vivanco, que yo intentara escapar de aquel infierno para pedir ayuda a Nador. Fue enviado otro soldado a tan arriesgada misión: le vimos morir ante nuestros propios ojos. Por la noche se me autorizó a salir y me arrastré entre disparos, pero me salvaron la oscuridad y la suerte. Amanecía ya al divisar Nador a unos 15 kilómetros de nuestra base, cuando salieron unos perros de unos matorrales y tras ellos dos rifeños que me apuntaron con sus fusiles. Como me había vestido de paisano les dije que era ferroviario, porque si, hubiera llevado el uniforme de aviación me habrían fusilado sin titubear: éramos los más odiados - ante su impotencia contra los ataques aéreos. Tres días después pude enterarme de que, al caer el aeródromo de Zeluán, fueron asesinados todos sus defensores e incendiados los aviones y edificios. VEINTE MESES DE CAUTIVERIO EN AXDIR Las responsabilidades del desastre de Annual, en el que murieron el general Fernández Silvestre, otros jefes y oficiales y más de 10.000 soldados perdiéndose en beneficio de Abd-el-Krim todo el material bélico de las fuerzas españolas, fueron recogidas en el expediente instruido a petición de las Cortes por el general Picasso. En dichas responsabilidades estaban incursos treinta y nueve jefes, entre ellos los generales Berenguer, Fernández Silvestre, Navarro, etc., éste último en poder del cabecilla rifeño. El diario conservador y monárquico «ABC» publicó el 10 de noviembre de 1922 un editorial en el que decía: «España paga un presupuesto de guerra muy superior a sus recursos... No hay Ejército. De los 157 millones de 1906..., sin una sola pausa en la progresión, a los 581 millones de pesetas en 1920... Un aumento del 167 por ciento. ¡Y no hay Ejército!» En la Comandancia de Intendencia de Larache se descubrió un desfalco de 1.050.000 pesetas. El general Valeriano Weyler dimitió de la jefatura del Estado Mayor Central y el general Miguel Primo de Rivera propuso nada menos que el abandono de toda acción en Marruecos, lo que determinó su destitución inmediata como Capitán General de Castilla la Nueva. Toda la agitación quedó a la postre acallada y el expediente Picasso archivado cuando el rey Alfonso XIII dio su visto bueno al golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que instalaba la dictadura militar encabezada por el general Miguel Primo de Rivera, Capitán General de Cataluña.
—Cuando fui rescatado de mi cautiverio, me citaron para que compareciese ante el general Picasso sobre los sucesos acaecidos en el aeródromo de Zeluán donde aparecieron, según el general Cabanellas que lo reconquistó, quinientos cadáveres de oficiales y soldados. De poco sirvió mi declaración, ya que la dictadura impidió que se castigara a nadie. Sólo salió vivo de Zeluán el teniente Martínez Vivanco, gracias a un moro amigo que le puso encima una chilaba facilitándole la huida. Yo hube de pasar mes y medio hacinado con los demás prisioneros en la iglesia de Nador. Sólo nos hacían salir para enterrar cadáveres de soldados españoles. Los moros fusilaban a los heridos y enfermos. Nosotros tratábamos de salvar a los que no podían levantarse, sosteniéndolos por los hombros. Al fin nos condujeron a la posición de Axdir en las montañas, que sería después capital del Emirato del Rif fundado por Abd-el-Krim. La caravana de prisioneros iba encabezada por el general Navarro, barón de Casa-Davalillos, capturado en Monte Arruit y a quien se respetó la vida para poder obtener un alto rescate por su liberación. Otros jefes prisioneros fueron el coronel Araujo, el teniente coronel García Ortiz, el comandante Ozaeta, el comandante Analuche, el capitán Aguirre y muchos más. Llegamos derrengados al Zoco-el-Arbá en día de mercado, y sus pobladores quisieron lincharnos. Los moros decían que no odiaban a los españoles sino a los militares que ocupaban indebidamente lo que era suyo. Por fin, casi muertos, llegamos a Axdir encerrándonos en unas casas cercadas por murallas de 30 a 40 metros. Dormíamos en el suelo: los jefes y oficiales bajo techo; nosotros en el patio en tiendas de campaña. El encargado del campamento de prisioneros era un moro llamado «El Pajarito» y el segundo en el mando de los rifeños el hermano menor de Abd-el-Krim, Sidi Mohamet, quien había estudiado en la Escuela de Minas de Madrid. Comíamos poco y mal, se nos maltrataba de palabra y de hecho. Se fusilaba por cualquier fruslería. Aquellos veinte meses de cautividad fueron una dura prueba para el espíritu más entero. Aún no me explico cómo pudimos sobrevivir. SOL APARICIO INTENTA FUGARSE El 1.° de febrero de 1922, Abd-el-Krim El Jatabí, caíd de la tribu de Ben-Urriaguel en las montañas del Rif (Marruecos), vencedor absoluto del Ejército español en Annual y Monte Arruit, se nombró a sí mismo Jefe del Emirato del Rif. ¿Por qué no? Bonaparte se había hecho coronar por el Papa —como Carlomagno— Emperador de Francia... Los dos guerreros acabaron exactamente igual su vertiginosa carrera militar y política: encerrados como reales prisioneros en una remota isla, por Inglaterra el primero y por Francia el segundo. La Prensa internacional había hecho del cabecilla moro un héroe popular ya que, sin quitarse sus babuchas, ni su chilaba y con unas cuantas espingardas, había destrozado a los tercios que desde Carlos V a Felipe IV hicieran temblar a toda Europa. El general Dámaso Berenguer, Alto Comisario del Protectorado español de Marruecos, telegrafió al Ministro de la Guerra que el enemigo había capturado durante el mes de julio de 1921 todo el material bélico del Ejército de ocupación. Más de 10.000 soldados perecieron en el desastre de Annual y el número de prisioneros, entre los que se encontraba el soldado y mecánico de aviación Sol Aparicio Rodríguez, sumó también varios miles. Abd-el-Krim, poseedor de numerosas piezas de artillería españolas, hostigaba con ellas constantemente a Melilla desde el Monte Gurugú —no tomó la ciudad por temor a una intervención internacional a favor de España, incapaz dé defenderse por sí sola— y al Peñón de Alhucemas desde la bahía de este nombre. Con ello pretendía acelerar las posibles gestiones del rescate de prisioneros, de lo que pensaba sacar pingüe ganancia. Sin embargo, cundió la voz por todo Marruecos de que el rey Alfonso XIII había exclamado cuando supo que el guerrillero rifeño pedía 4.000.000 de pesetas en monedas de plata: «¡Demasiado caro por una simple carne de gallina!» Ante el peligro que había corrido la capital del Protectorado, acudieron en su defensa las tropas de Ceuta al mando del general José Sanjurjo; las tropas Regulares (indígenas al servicio de España) mandadas por el coronel González Tablas; refuerzos peninsulares —que llegaron a sumar 50.000 nuevos soldados— bajo el mando del general Cabanellas; y una Bandera de la recién creada —a imitación de Francia— Legión Extranjera, cuyos jefes eran el teniente coronel Millán Astray y el comandante Francisco Franco. Cuando Berenguer dimitió de la Alta Comisaría de Marruecos, le sustituyó el general Sanjurjo, mientras el general Cavalcanti ocupaba la jefatura de la Comandancia Militar de Melilla. Todos estos jefes, bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera, dirigieron las operaciones de reconquista de las posiciones perdidas, con la decisiva ayuda del Ejército francés cuando éste consideró demasiado ambiciosas las pretensiones de Abd-el-Krim. He aquí lo que continuó diciéndome Sol Aparicio Rodríguez durante nuestra entrevista: —El general Navarro, barón de Casa-Davalillos, el prisionero de Abd-el-Krim con mayor rango, nos dijo cuando llegamos a nuestra prisión en Axdir que seríamos canjeados inmediatamente, pero aquello se prolongó más de año y medio. El Gobierno español no hacía nada positivo, preocupado por otros problemas que consideraba de mayor enjundia. Ello determinó que los prisioneros más audaces y jóvenes empezáramos a pensar en salir de aquel infierno mediante la huida. Desde Axdir se divisaba el Peñón de Alhucemas, posición española, pero llegar hasta allí, aunque era prácticamente imposible, no dejaba de tentarnos. Un capitán médico lo había conseguido, según oímos, atravesando el brazo de mar que separa al Peñón de la bahía con unos flotadores rudimetarios que él mismo se fabricó. Cierto día, aproveché el transporte de una carga de materiales hacia el interior camuflándome como pude. Me dirigí hacia la lejana zona francesa, logrando atravesar sin ser visto la Sierra Abduna, donde habitaba la cábila de Ketama; pernocté entre matorrales y en uno que otro calvero de los bosques cercanos. Mi ropa me denunciaba si era descubierto, lo que ocurrió cuando la sed y el hambre ya me resultaban insoportables. Fui devuelto al calabozo a culatazos y patadas, siendo después colocado junto a un paredón para ser fusilado. Me salvó de la muerte la ausencia de Abd-el-Krim: su hermano Mohamet, mucho más humano, se contentó con que me apalearan. Perdí el sentido y debieron quizá darme por muerto. Mis compañeros, obligados a presenciar mi castigo para servirles de ejemplo, me hicieron revivir. Tenía el cuerpo hecho una llaga y no podía mantenerme de pie ni tumbado más que boca abajo. Tardé poco más de un mes en restablecerme. Cuando los centinelas moros me reconocieron exclamaron: «¡Tú estar diablo!». Mis males se complicaron al coger el tifus. No había allí médico ni medicinas. Fui instalado en una especie de lazareto donde había otros prisioneros enfermos, algunos de ellos perturbados mentales. Tampoco me explico que fuese capaz de superar aquella desesperada situación, pero mi naturaleza se negaba a sucumbir. Mi familia me había dado por muerto y me hizo emocionados funerales en mi pueblo. Cuando volví sano y salvo, me prepararon un recibimiento como el de la ópera «Aida» a Radamés. Y lo que parecía imposible sucedió: las negociaciones para que Abd-el-Krim accediera a liberarnos, llegaron a feliz conclusión. No fue el Gobierno quien pagó los cuatro millones de pesetas del rescate, sino el filántropo vasco don Horacio Echevarrieta. (Sol Aparicio yerra en esta afirmación: el ministro de Estado, Santiago Alba, del Gobierno presidido por García Prieto, encargó de las gestiones con el cabecilla rifeño al republicano Echevarrieta después de fracasar las del fraile franciscano, padre Revilla.) Intervino como mediador entre el moro y el español un diplomático árabe que había sido condiscípulo del primero, Dris-ben-Said, mandado asesinar más tarde por el general Martínez Anido cuando éste fue nombrado Comandante General de Melilla. Debo decir que influyó decisivamente en nuestra salvación el sensacional reportaje del director del diario republicano «La Libertad», don Luis de Oteyza, con las fotografías increíbles de Alfonso cuando estos dos periodistas visitaron nuestro campamento en Axdir el verano de 1922.
El 28 de enero de 1923 tuvo lugar la liberación, con minucioso detallismo y nuevo chalaneo por los representantes de Abd-el-Krim que exigieron, cuando ya habían embarcado todos los prisioneros españoles en los vapores Antonio López, España n.° 5 y Vicente la Roda, menos el de más alta jerarquía militar, general Navarro, la entrega de un cuarto de millón más en monedas de plata como pago de la manutención de los prisioneros. Fueron minutos de expectación por la categoría del encartado, pero Echevarrieta accedió sin titubear al nuevo pago, según parece, de su propio bolsillo. A las cinco y media de la madrugada subió Sol Aparicio al «Antonio López», que le pareció el paraíso terrenal aunque era un viejo y derrengado barco de carga y pasajeros. La mayoría de los prisioneros que hizo Abd-el-Krim murieron en el cautiverio por enfermedad, mal trato o inanición. La pesadilla marroquí había terminado para Sol Aparicio, pero no para otros miles de soldados peninsulares, quienes pagaron con su sangre aquella inútil aventura bélica que se prolongó hasta bien entrado el año 1927. Abd-el-Krim fue el más inteligente y feroz guerrillero marroquí. Desterrado en la Isla de la Reunión, al Este de Madagascar, Francia le dio trato principesco con gran irritación de los generales españoles que vieron escapar su presa. La independencia de Marruecos no llegó hasta 1946, por decisión unilateral de Francia que España tuvo que aceptar. El Gobierno lo ejercía en aquella ocasión otra dictadura militar: la del general Francisco Franco, que así vio frustrados todos sus sueños africanistas.
SOL APARICIO EN LA GUERRA DEL36 A los pocos meses del regreso a España de Sol Aparicio, se instaló en el poder el general Miguel Primo de Rivera con su Directorio castrense, uno de cuyos componentes era el general Navarro, Barón de Casa-Davalillos, compañero de cautiverio de Sol Aparicio. O sea que los perdedores en Marruecos eran ahora los salvadores de España. Tan de cabeza andaban los breves Gobiernos liberales o conservadores de la Monarquía y tan agitada Cataluña —con asesinatos continuos de sindicalistas por pistoleros del Gobernador Civil, general Martínez Anido, y de policías y patronos por sindicalistas—, que la mayor parte de la Prensa de izquierdas y algunos intelectuales de la categoría de Ortega y Gasset dieron el visto bueno al Directorio Militar. Sin embargo, pronto se le enfrentaron algunos de los espíritus más representativos: Unamuno, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán... El sindicato anarquista (CNT) fue perseguido con saña, mientras a la UGT (socialistas) les ofreció el dictador una «rama de olivo» que dicha central sindical aceptó, colaborando con su Gobierno en los Comités Paritarios que tenían la misión de resolver los conflictos de trabajo. El ex-condenado del penal de Cartagena, Francisco Largo Caballero, fue Consejero de Estado en dicha sección laboral. Después sería ministro de la República y presidente del Gobierno durante la guerra civil. En 1927 le fue concedida a Sol Aparicio la Medalla de Sufrímientos por la Patria por su cautiverio y heroísmo en Marruecos. Ese mismo año ganó una beca para perfeccionarse como mecánico de aeronáutica en París, donde vivió varios meses. A su regreso ingresó de nuevo como técnico en la aviación militar. La sublevación republicana de 1930 le sorprendió en el aeródromo de Cuatro Vientos, donde era jefe de Mecánicos. De allí salieron el comandante Ramón Franco y el general Queipo de Llano con el fin de bombardear desde el aire el Palacio de Oriente, residencia de la familia real. No parecían muy arraigadas en ellos las convicciones republicanas porque no arrojaron una sola bomba, aterrizando sanos y salvos en Lisboa. Al cabo de seis años se adhirieron a la sublevación contra la República que encabezaba el hermano del primero de ellos, general Franco. —En 1930 me casé con una madrileña, María Martín —me sigue diciendo Sol Aparicio—, asistiendo a mi boda un representante del Conde de Romanones y otro del general Navarro, mi compañero de cautiverio en Axdir, que era entonces jefe de la Casa Militar del rey. De nuestro matrimonio nacieron tres hijos, de los cuales viven José y Aquiles en Madrid, el primero como abogado y el segundo, dueño de una gasolinera. Mi mujer, de la que estuve separado desde el final de la guerra española, murió hace dos años, pocos días antes de regresar yo de mi exilio mexicano. Ese mismo año 1930, me nombraron sargento jefe de Mecánicos del aeródromo de Getafe. Mi conciencia política empezó a formarse por esa fecha y, después de los sucesos de octubre de 1934 que el Gobierno Lerroux-Gil Robles reprimió con verdadero sadismo, decidí ingresaren el Partido Comunista, al que sigo perteneciendo. En una foto de Alfonso que se ha reproducido en todos los periódicos del mundo, aparezco yo de espaldas levantando el puño durante el entierro del teniente de Asalto, Castillo, asesinado por pistoleros falangistas en julio de 1936. El levantamiento militar me sorprendió en mi puesto del aeródromo de Getafe. A las nueve de la mañana del día 18, se presentó allí el director general de Aviación, general Núñez del Prado, con su ayudante para que uno de nuestros aviones les trasladara a Zaragoza con el fin de convencer al general Cabanellas, Capitán General de aquella región, de que siguiera siendo fiel a la República. Les preparamos un avión Dragón y como los tres pilotos de guardia querían llevarles (Hernández Franch, después jefe inmediato de este cronista en el Estado Mayor de la Aviación Republicana, Pedro Mansilla y el subayudante Arcega), se hizo un sorteo. Le tocó a Mansilla. Todos los ocupantes del «Dragón» fueron fusilados en Zaragoza en cuanto tomaron tierra. Por orden del entonces comandante Hidalgo de Cisneros, aparecieron en Getafe unos aviones LAPE de pasajeros en los que cargamos bombas para ser arrojadas con las manos sobre Sevilla, donde el general Queipo de Llano también había traicionado a la República. El 19 de julio se formó un nuevo Gobierno presidido por el catedrático de la Facultad de Farmacia, don José Giral, del que era ministro de la Guerra el general Castelló. Ese mismo día habló desde el Ministerio de la Gobernación, por radio, Dolores Ibarruri «Pasionaria» haciendo famosa la frase: «¡No pasarán!». Tardaron dos años y medio en pasar porque los países que después lucharían cinco años contra las potencias fascistas, con excepción de la Unión Soviética y México, nos dejaron a merced de nuestra inexperiencia y de nuestros escasos recursos materiales. —¿Cuál fue tu primera acción de guerra en esta segunda aventura militar? —La más dramática para mí de toda la guerra: el asalto al cuartel de Artillería de Getafe, donde se habían parapetado los rebeldes. Fui yo quien dirigí ese asalto secundado por unos 60 obreros de la localidad, armados con fusiles que jamás habían manejado. Contábamos también con algunos aviones de los que arrojaban bombas con las manos. Una vez instruidos aquellos milicianos de primera hora por el sargento mecánico Matilde Borge y por mí, nos dispusimos a tomar el reducto enemigo. A las pocas horas de combate se unieron a nosotros refuerzos del aeródromo mandados por los tenientes Hernández Franch, J. M. del Valle y Zulueta. Al terminar el bombardeo aéreo, me lancé con mis improvisados soldados hacia la puerta delantera del cuartel, conminando al oficial de guardia a que la abriera en nombre del Gobierno de la República. Su respuesta fue un disparo a bocajarro en medio del pecho. Caí fulminado, siendo conducido al botiquín de urgencia del aeródromo. Cuando pude recuperarme de mi gravísima herida, supe que el cuartel había sido tomado y que sus jefes y oficiales no fueron asesinados como en el Cuartel de la Montaña, sino juzgadas en Consejo de Guerra. Ninguno fue condenado a muerte. La primera cura de mi herida me la hizo el doctor Joaquín D'Harcourt, un médico maravilloso que dejó después en México, donde murió exiliado, una estela interminable de gratitud y admiración por su labor científica y humanitaria. En el Hospital Militar me operó con gran pericia el doctor Gómez Ulla, que sería canjeado más tarde a petición propia a la zona franquista. No pudo extraerme una esquirla que aún sigue alojada entre las vértebras de mi espina dorsal. Puede decir que el Cuerpo de Aviación fue fiel a la República en un 75 por 100. Las necesidades de la guerra y los nuevos modelos rusos que nosotros llamamos Katiuskas de bombardeo, Chatos y Moscas de caza, requirieron la preparación de nuevos pilotos, al principio en la Unión Soviética y después en territorio republicano. La Asociación de Aviadores republicanos, constituida hace varios años en México, cuenta —ahora que trata de legalizarse en España— con más de mil miembros. JEFE DEL CAMPO AEREO DE LOS LLANOS Sol Aparicio tuvo que abandonar el hospital madrileño antes de ser dado de alta para acudir junto al lecho de su hija de pocos meses, que murió entre sus brazos. Cuando se repuso de sus dos trances, se presentó el coronel Hidalgo de Cisneros que, después de felicitarle por su valor, le ascendió a teniente mecánico, llegando a ser capitán cuando terminó la guerra. Hidalgo de Cisneros le puso al frente de un nuevo campo aéreo en construcción para aviones Katiuskas situado cerca del pueblo de Los Llanos en Albacete.
—El jefe de aquella región aérea era el capitán Núñez Maza y el director de las obras del aeródromo, el ingeniero Arnal. Dispuse que los aviones fuesen concentrados en un campo fantasma para despistar a la aviación enemiga. Monté unas ametralladoras automáticas Oerlikon con un alcance de 3.000 metros para nuestra defensa antiaérea. El Estado Mayor del personal soviético que nos asesoraba, se instaló en la casa campestre y coto de caza del Marqués de Larios, magnífica finca de recreo que jamás fue bombardeada. Mucha debía ser la ascendencia de dicho marqués entre las autoridades franquistas. Cuando nuestras tropas derrotaron a las Divisiones blindadas del general italiano Bergonzzoli en las llanuras de Guadalajara, lo festejamos en aquella preciosa casa entonando canciones soviéticas y españolas. «Pasionaria» bailó con gran soltura unas jotas aragonesas. En la cárcel de Albacete se encontraban a punto de ser juzgados los aviadores de aquella base sublevados contra la República, entre ellos el comandante Pío Fernández Mulero, el que fuera jefe de la escuadrilla de Zeluán el año 1921 y que se fue a Málaga a ver una corrida de toros cuando los moros estaban a unos kilómetros del aeródromo. No cabe duda de que fue uno de los responsables del desastre de Annual. Todos los que allí se juzgaron, fueron condenados a muerte. Cuando el Gobierno Largo Caballero se trasladó a Valencia, se instaló en Los Llanos el Estado Mayor de nuestra Aviación, de la que era jefe el coronel y después general Hidalgo de Cisneros, quien procedía de una familia aristocrática, igual que su esposa, Constancia de la Mora, sobrinanieta de don Antonio Maura, que dirigió la propaganda republicana hacia el extranjero. Ambos se dieron de alta por aquellos días en el Partido Comunista. En octubre de 1937 fui trasladado a la escuadra de caza n.° 11, cuyo aeródromo estaba en Caspe, para actuar en el frente de Aragón bajó el mando del comandante Ramón Puparelli, quien murió exiliado en Buenos Aires. Los combates aéreos eran casi permanentes, muchas veces sobre nuestro propio campo. En uno de ellos fue derribado el «as» de la aviación franquista, capitán Haya de la Torre. Los Junkers y Heinkels alemanes nos bombardeaban con verdadera saña. Eran mucho más numerosos. Nuestro frente fue roto tras la ofensiva dirigida por el general Aranda, que contaba con una enormidad de material bélico, tres veces superior al nuestro. Tuvimos que llevarnos nuestros pocos Katiuskas a la otra orilla del Ebro, donde estaba el campo de Almenar —en Lérida— y poco después al de Bellpuig. Los cazas Moscas y Chatos se instalaron en el campo de Valls, y los Katiuskas, por fin, en Bañolas y Celrá (Gerona). La zona republicana fue cortada en dos: Cataluña y Centro-Sur. Ejercí numerosos servicios entre las dos zonas hasta la pérdida de Cataluña. Recibí la orden de cruzar la frontera francesa junto a los demás refugiados, entre los que había algunos jefes distinguidos de Aviación. Fui internado por las autoridades francesas en los campos de concentración de Le Boulou, Gours y St. Cyprien. Allí pasé cuatro horribles meses que me recordaron el cautiverio con Abd-el-Krim en Axdir, hasta que recibí un visado y un pasaje para Leningrado. Cuando subí al vapor soviético María Ulianova en el puerto del Havre, me pareció tan hermoso —y lo era— como el Antonio López que nos llevó desde la bahía de Alhucemas a Melilla en 1923. Las dos pesadillas guerreras habían acabado igual para mí. Lo que yo no podía sospechar es que la más bárbara y terrible de todas me esperaba en la patria del proletariado: la invasión y ocupación nazi. Sólo pude disfrutar un año y nueve meses de paz. Nadie suponía aquellos días que Stalin pudiera ser engañado por otro político. La avalancha nazi le cogió completamente desprevenido. Fue horrible, sencillamente espantoso, y al mismo tiempo extraordinario cuando el oso ruso pudo despertar de su letargo. Los españoles refugiados en la Unión Soviética contribuimos con nuestro granito de arena a la victoria final. SOL APARICIO COMBATE DE NUEVO En la primavera de 1939, cuando la República española había sido derrotada por la sublevación derechista, y el poderoso Ejército teutón se disponía a iniciar su cabalgata de Walkirias sobre el resto de Europa, el verdadero «coco» para las democracias no era Hitler sino Stalin, a quien creían más fuerte y mucho más peligroso que aquél por su «destructiva» ideología marxista-leninista. Al fin y al cabo el nazismo era un producto del gran capital germano, que lo había financiado y elevado al Poder por vía legal, sin romper con el pasado, mientras que Stalin había heredado un régimen surgido de una profunda revolución, según la anunciara Carlos Marx en el «Manifiesto Comunista» y en «El Capital». El capitalismo europeo pretendía enfrentar al fascismo (por eso lo cebó) con el comunismo. De ahí que Francia e Inglaterra, las dos máximas potencias coloniales y grandes vencedoras de Alemania junto con los Estados Unidos en la guerra de 1914-18, nada hicieran por impedir la ocupación militar de Renania por Hitler, lo que estaba prohibido por el Tratado de Versalles (1920), ni la de Austria en 1938 y Checoslovaquia en esa primavera de 1939. Francia e Inglaterra firmaron en 1938 el Pacto de Munich con Mussolini y Hitler, y cuando el primer ministro británico, Neville Chamberlain, bajó del avión en Londres, exclamó con la boca llena de nenúfares: «¡Traigo la paz para toda una generación!». Un año después, las tropas de Hitler ocupaban la ciudad libre de Dantzig y arremetían con sus panzerdivisionen contra una Polonia gobernada por un equipo inepto y filofascista de coroneles. Días antes, Hitler había firmado, ante el asombro inaudito de Francia e Inglaterra (los Estados Unidos practicaban la ciega política del avestruz y se mantenían al margen de los litigios europeos), el Pacto de No Agresión con Stalin, dándose el caso insólito de que los dos regímenes que más se habían insultado y combatido de lejos habían también firmado en cláusula secreta el reparto de Polonia (como Catalina de Rusia y Federico de Prusia en el siglo XVIII) y la devolución a la Unión Soviética de la Besarabia, entonces territorio rumano, y de las Repúblicas bálticas de Letonia, Estonia y Lituania. El triunfador aparente de aquella maniobra diplomática era Stalin, ya que obtuvo todo lo que quiso sin disparar un solo tiro, mientras Hitler, aunque acabó pronto con la resistencia polaca y en quince días con el que se suponía invencible Ejército francés, no pudo desintegrar al Ejército británico, que logró refugiarse en sus islas. La Luftwaffe bombardeó Londres brutalmente, perdiendo también numerosos aviones y parte de sus mejores pilotos. Sin embargo, Alemania era dueña prácticamente de todo el continente europeo y de sus formidables recursos, que acumuló sigilosamente para atacar, en la madrugada del 22 de junio de 1941 a su presunta amiga la URSS. Táctica semejante a la del Japón la mañana del 7 de diciembre del mismo año, al agredir por sorpresa y sin declaración de guerra a la Flota norteamericana concentrada en Pearl Harbour (Hawai). Tanto uno como otro país —hoy las mayores superpotencias del Globo— se creían al socaire de la guerra gracias a su «hábil» política neutralista pero, como ya había escrito Bertold Brecht en su «La resistible ascensión de Arturo Ui», quien pacta con gangsters o confía en sus promesas cava su propia tumba. A punto estuvieron también de cavarla Rusia y Estados Unidos.
Sol Aparicio, víctima y superviviente de dos guerras, la de Marruecos con su desastre de Annual, que le costó 22 meses de cautiverio; y la de España, donde fue gravemente herido en el pecho y padeció más de cien bombardeos y ametrallamientos de la Aviación franquista con su triste secuela en los campos de concentración franceses, pudo al fin refugiarse en la Unión Soviética y por sus conocimientos de mecánica, como técnico especializado, trabajó el año y medio de paz que pudo disfrutar en aquel país, junto con otros españoles, en la fábrica de metalurgia de Kramatorsk, en la región del Don Bas, en Ucrania.
—El pueblo y las autoridades soviéticas nos recibieron como a auténticos héroes a los españoles que habíamos participado en la primera guerra contra el fascismo. Los demás países se habían plegado sin resistencia a Hitler, pero los milicianos españoles, como en tiempos de Napoleón, fueron los únicos (con los rusos) que dieron la batalla al mayor coloso militar de cada época. Fue una hermosa experiencia ponerme en contacto con los soviéticos, que construían una nueva y más justa sociedad, pero resultaba difícil entenderse con ellos porque su lengua es endemoniada de aprender. Recurrimos al método más acreditado: practicarlo con las ucranianas, que para mí son las mujeres más bellas del mundo. La fulminante invasión del Ejército alemán nos obligó a evacuar la fábrica y la ciudad de Kramatorsk. Nos dirigimos entonces hacia Siberia, en la otra punta de aquel inmenso territorio. Yo había logrado ser nombrado obrero stajanovista por la celeridad y calidad con que realizaba mi trabajo. Cuatro obreros españoles fuimos designados por la dirección de la fábrica para quedarnos allí hasta que el enemigo llegara a los suburbios de la ciudad, con la misión de cortar en nuestra retirada las vías de comunicación. Dos de ellos eran pilotos de nuestra Aviación y viven ahora en Barcelona: Constantino López y Jaime Villalomar; el tercero era un antiguo militante comunista andaluz, José González. Teníamos además que llevarnos el último escalón cargado en el ferrocarril con maquinaria de la fábrica. Conseguimos nuestro propósito en una acción llena de incidentes y teniendo que soportar tremendos bombardeos de la aviación nazi, que cubría el cielo con sus enormes aparatos. Al llegar a la estación de Kupiansk, dentro todavía de Ucrania, la encontramos congestionada de fugitivos y convoyes. Los Junkers y Heinkels causaron una pavorosa mortandad. Los trenes que lograban ponerse en marcha eran asaltados por una verdadera multitud que se golpeaba a fin de conseguir un puesto para ellos y sus hijos. Las nevadas invernales empeoraban la situación. Al llegar nuestro tren a Saratov, a la orilla del inmenso Volga, tuve que buscar algunas provisiones porque estábamos hambrientos. Cuando volví a la estación, el convoy había partido. Me subí a la plataforma del primer tren que vi arrancar, y al aire libre atravesé el Volga a más de 30 grados bajo cero. Cuando llegué a la estación de Yershov, estaba casi congelado. Los soldados y civiles rusos que me vieron en tal estado me hicieron entrar en calor y me alimentaron. Había llegado a sentirme como un cadáver. Después de otras mil vicisitudes logré llegar a la ciudad de Orks, en plena Siberia, con una temperatura de 42 grados bajo cero. Era nuestro punto de reunión. No encontré a ningún miembro de nuestro equipo: el tren que yo perdí en Saratov llegó a Orks un mes después con casi toda la maquinaria de la fábrica de Krakatorsk. Esto da idea de las interminables distancias en la URSS y de la tragedia de un país en guerra con un implacable invasor. Empezamos a montar la nueva fábrica, pero el clima era inhóspito para nosotros, los españoles. A petición del Comité Central del P.C.E., fuimos trasladados a Tashkent, capital de la República de Uzbekia, en un paralelo semejante al de España. Es una ciudad de pleno carácter musulmán, cuya religión practican la mayoría de sus habitantes. Allí viven uzbekos, mongoles, kajagos, kirguises y turkmenos, vistiendo floreadas y enlistadas batas con enormes gorros de pastor y casacas de piel de carnero que huelen a tasajo seco. Me nombraron brigadir de un grupo de mecánicos de la 4.a Sección de la fábrica para reparación y conservación de la maquinaria. En Tahskent se hallaban también los que habían sido altos jefes del Ejército popular de la República: Modesto, Líster, Tagüeña, Rodríguez Romero, Mateo Marino, Artemio Precioso, etc., quienes daban clases en la Academia Militar Frunze, evacuada allí desde Moscú. La guerra seguía un curso peligroso para las armas soviéticas y nosotros, a salvo de sus consecuencias en aquella lejana región, nos sentíamos incómodos al no poder participar más activamente en la lucha contra el feroz Ejército nazi. Había que intentar algo para lograrlo. GUERRILLERO DEL EJERCITO ROJO Lo que se juzgó en un principio jugada maestra de Stalin al pactar inopinadamente con Hitler, resultó a la postre un error fundamental que costó a su pueblo veinte millones de muertos y la destrucción de casi toda su infraestructura. No acaba de entenderse que la invasión nazi fuese una sorpresa para el Ejército Rojo. Por otra parte, el avance fulminante de la Reichswher en territorio ruso puso de manifiesto lo que ya se vio en la desproporcionada guerra de la URSS contra Finlandia (noviembre de 1939 a marzo de 1940); o sea, la escasa capacidad bélica de la maquinaria militar soviética. Por otra parte, las purgas stalinistas habían diezmado los altos mandos del Ejército, y entre ellos a su mejor estratega: el mariscal Tukachevsky. Los viejos mariscales incondicionales del dictador resultaron incompetentes para enfrentarse al material nazi y la capacidad de maniobra de los generales alemanes, que lograron llegar en pocas semanas a las puertas de Moscú y Leningrado. Sin embargo, entonces se produjo el mismo hecho insólito que ante las tropas franquistas cuando avanzaron aceleradamente hasta Madrid: la decisión del pueblo impidió que esas ciudades fueran tomadas por un enemigo muy superior. Los madrileños tuvieron como aliados a los primeros batallones, de las Brigadas Internacionales, y los rusos al mismo aliado que consumó la derrota napoleónica: el invierno con sus irresistibles temperaturas. La recuperación y reorganización del Ejército Rojo, con material en su mayor parte aliado que recibía por el puerto ártico de Murmansk, bañado por la corriente del Golfo; el heroísmo del pueblo soviético, y la proliferación de sus grupos guerrilleros —como en España en 1808 y en Rusia en 1812 contra Napoleón—, cambiaron radicalmente la trayectoriá de la guerra desde la batalla de Stalingrado (agosto de 1942 a enero de 1943), unida al desembarco norteamericano en el norte de Africa (noviembre de 1942) y en Italia (julio de 1943). Por su parte, los ingleses ganaban al casi invencible mariscal Rommel la batalla del Alamein en los desiertos de Egipto y Libia. —Aviadores y algunos voluntarios soviéticos del Ejército de tierra lucharon en España contra franquistas, alemanes e italianos —me dice Sol Aparicio con mal contenida emoción—, aunque también hubo alemanes e italianos antifascistas en las Brigadas Internacionales. Los españoles queríamos combatir en los frentes de batalla contra los soldados nazis. Bastante habíamos luchado en España, según ellos, pero ante el mal cariz que tomaba la guerra para la URSS y debido a nuestra insistencia, Nikita Jrushov, miembro del Consejo Militar del frente oriental —más tarde presidente del Gobierno soviético—, fue el primero en autorizar la participación española como soldados contra tan peligroso enemigo. Pronto se organizaron numerosos grupos de voluntarios entre los españoles. En Tashkent se constituyó un grupo de guerrilleros bajo el mando de Domingo Hungría, que ya había dirigido varios en España contra las tropas franquistas. Nuestra misión era deslizarnos en territorio enemigo para realizar sabotajes, atacar por sorpresa, hacer prisioneros y traer la mayor información posible a nuestros mandos. Hungría y los soviéticos no quisieron aceptarme, por considerarme imprescindible en la retaguardia debido a mis conocimientos técnicos en mecánica, pero tanto supliqué que Enrique Líster pidió a Hungría que me incluyera en su grupo. Aquella misma noche nos despedimos de nuestras íntimas amistades femeninas y salimos directamente para el puerto de Krasnovodsk, en el Mar Caspio, situado en una región casi desértica donde hay constantes tormentas y ráfagas de arena, pero extraordinariamente rica en petróleo. Pertenece a la República de Turkmenia, donde se habla mas turco que ruso. Allí recibimos nuestra difícil instrucción militar, que suponía un riesgo casi permanente sin opción a ser hechos prisioneros. Cuando se nos consideró suficientemente capacitados para la misión encomendada, embarcamos para Bakú, capital de Azrbajzán, donde se concentran los mayores yacimientos petrolíferos de la URSS. Las autoridades de la ciudad dieron en nuestro honor una espléndida representación de «Carmen», de Bizet, por su tema español, aunque el matador Escamillo salía a escena con un hacha en la mano para acabar con su toro (...). Los nazis habían ocupado en agosto de 1942 el pico más alto del Cáucaso, el Monte Elbrus con sus 5.630 metros, donde según la leyenda encadenaron los dioses del Olimpo a Prometeo por haberles robado el fuego para hacer del hombre el rey de la creación. La svástica ondeaba en aquel pico amenazando con ocupar la región del petróleo, con lo que el Ejército soviético recibiría un golpe mortal. Se nos dio orden de introducirnos en la retaguardia enemiga para cortarle las comunicaciones con el puerto de Novorossysk, en el Mar Negro, por el que los alemanes abastecían a sus tropas. Tenían bloqueada a la Escuadra soviética en los puertos de Tuapsé y Batumi, en el Mar Negro. Por el interior habían llegado hasta Maykop, cerca de la cordillera del Cáucaso. Nuestra tarea consistió en aquel período en voladuras a base de trilita. La batalla por el puerto de Novorossisk duró 225 días, quedando la ciudad y las tierras circundantes completamente arrasadas. Allí comenzó el principio del fin (coincidiendo en la fecha con la batalla de Stalingrado) de la Wehrmacht hitleriana. Los avances continuos del Ejército Rojo nos llevaron hasta Rostov, junto al Mar de Azov, totalmente destruida y, por último, a Kursk, donde nuestra brigada sembró el campo de minas. Fue de las mayores y más enconadas batallas de la guerra en territorio soviético y en la que participamos directamente. Tuvimos que arrojar varias veces granadas y botellas de líquido inflamable contra los enormes tanques alemanes. Los soviéticos disponían ya de un material formidable en artillería y aviación. En una de las más duras fases del combate, tuve que refugiarme arrastrándome en el cráter que había hecho una bomba. Fue mi último acto de guerra, porque resulté seriamente herido por un casco de metralla. Permanecí varias horas desangrándome hasta que logré, durante la noche, llegar pegado a la tierra hasta nuestras líneas. Mis compañeros me habían dado por muerto. Fui rápidamente evacuado al Hospital Balsaya Kaluskaia, de Moscú. La ciudad de Kursk, o lo que quedaba de sus ruinas, fue ocupada por el Ejército Rojo el 8 de julio de 1943. Quizá fuera la mayor batalla de tanques y aviones de toda la contienda, en la que Alemania perdió 700.000 hombres, y ya no fue capaz de reponerse cediendo terreno cada día hasta que los soviéticos tomaron Berlín. La tercera guerra de Sol Aparicio había terminado para él con nuevas cicatrices. Esta asombrosa figura popular, surgida de una aldea gallega, había logrado sobrevivir a lo que parecía imposible: tres conflagraciones en las que fue terriblemente maltratado por el destino, estando varias veces a punto de sucumbir. Los aliados tomaron París en agosto de 1944, y los rusos entraron en Berlín el 1.° de mayo de 1945. De los máximos dirigentes nazis, Hitler, Goebbels y Goering se suicidaron; Ribbentrop y varios generales fueron ahorcados por los aliados como criminales de guerra. Martin Borman y Himmler desaparecieron. Las Conferencias de Yalta (febrero de 1945) entre Roosevelt, Churchill y Stalin, y la de Postdam (julio y agosto del mismo año) entre Truman, Attle —que sucedió a Churchill, derrotado en las elecciones inglesas— y Stalin, sellaron la suerte de los países vencidos en Europa: Alemania, Italia, Finlandia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Las bombas atómicas arrojadas por aviadores norteamericanos contra Hiroshima (agosto de 1945) y Nagashaki, forzaron la rendición del Japón (en septiembre del mismo año). Desde esa fecha se inició la «guerra fría» entre la URSS y sus antiguos aliados, de la que tanto se beneficiaría la dictadura franquista, que había enviado una División Azul (falangista) al frente ruso: los aliados acabaron por no tomárselo en cuenta. Sol Aparicio, al salir del hospital, fue destinado a la 4ª Compañía de Servicios Especiales, formada en los dramáticos días del cerco de Moscú, cuyo jefe era el capitán Peregrin Pérez, quien fuese Comisario Político del 14.° Cuerpo de Guerrilleros en la guerra de España y después Jefe de la 75 División. En Moscú pudo ya celebrarse con fuegos artificiales y salvas de artillería la toma de Belgorod y Oriol, a lo que asistió Sol Aparicio. Trabajó también como albañil y carpintero en la reconstrucción de todo lo destruido por los nazis. El coronel Orlov, jefe de la Otdlny Otriad (Guerrilleros), le concedió la Medalla de la Victoria sobre Alemania en la Guerra Patriótica. Por último, fue destinado a los talleres de reparación de automóviles del Comité Central del Partido Bolchevique, lo que ya era una misión de paz. El 9 de mayo de 1945 se celebró la grandiosa fiesta llamada Día de la Capitulación, en que los españoles fueron llevados en hombros por los rusos por su valiosa contribución a esa victoria. —En diciembre de 1946 me trasladé de la Unión Soviética a México. Yo tenía un hermano en St.Louis, Missouri, pero las autoridades norteamericanas no me concedieron el visado de entrada como consecuencia de la «guerra fría». Fue México quien me abrió las puertas y donde pude rehacer mi vida, aunque separado de mi familia, en la ciudad de Monterrey. Años más tarde, ya me fue permitido viajar a los Estados Unidos y abrazar a mi hermano y sobrinos. Permanecí en México hasta 1975, en que volví a España donde he cumplido los 78 años de edad. —¿Te han reconocido aquí tus grados militares o te pagan alguna pensión por ellos y por tu condecoración de Sufrimientos por la Patria? —No, todavía no, pero no pierdo las esperanzas. De Sol Aparicio cabría decir lo que Shakespeare escribe al final de su tragedia Julio César: «His life was gentle and the element so mix'd in him that nature might stand up and say to all the world: This was a man» («Su vida fue de una gran nobleza y los elementos que la componían de tal calidad que la Naturaleza podría erguirse para decir a todo el universo: ¡He aquí un hombre!») A. C.
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