S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Contribución a la historia del Partido Socialista Español JUSTO MARTÍNEZ AMUTIO |
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Desde 1920 Justo Martínez Amutio militó en el Partido Socialista Obrero Español, dentro del que fue secretario general de la Federación Socialista Valenciana y miembro del Comité Nacional, ocupando también diversos cargos de Gobierno durante la guerra civil y actuando como compromisario por Valencia para la elección de presidente de la República en mayo de 1936. Se trata, pues, de un protagonista de los hechos acaecidos en España durante los años treinta y, más directamente, de todo lo relativo al Partido Socialista. En el escrito del señor Martínez Amutio que a continuación publicamos, él expresa sus opiniones personales en torno a una serie de puntos de la historia del Partido Socialista Español planteados en nuestro anterior número por el profesor Edward Malefakis a través de una amplia entrevista. Igual que entonces recogimos las palabras del historiador norteamericano, hacemos ahora con las del señor Martínez Amutio, sin que —insistimos-- nuestro papel vaya más allá de transmisores de los juicios individuales de un protagonista histórico. El profesor Malefakis ha publicado un trabajo, anticipo de una historia del Partido Socialista Obrero Español, que está escribiendo en el que, en base a unas cuantas preguntas, hace una serie de consideraciones y juicios sobre las circunstancias que se dieron, en hechos y actitudes en la etapa de 1931 a 1933 y desde estas fechas a 1936, actitudes que están casi centradas en las que adoptaron Largo Caballero y Prieto como líderes de las dos tendencias en que se dividió, a mediados de 1935, el P. S. O. E., consideraciones y juicios, que creo le hacen incurrir en error en algunos de ellos. Creemos que si el análisis de los hechos y actitudes que se enjuician no se hace guardando cierto orden cronológico se puede incurrir en deducciones confusas y arbitrarias con lo que resultaría deformada la Historia. Nuestro deseo es aclarar al profesor Malefakis algunos puntos, con el fin de que su propósito resulte más acertado. No dudamos de la objetividad de este historiador, por eso nuestro deseo de las aclaraciones que más adelante hacemos. La palabra «desencanto» que aplica a Largo Caballero y los socialistas al término de la etapa de colaboración con los republicanos, creo no es la adecuada. Estaría mejor calificar aquel estado de ánimo de frustración. El ritmo de las reformas durante los dos primeros años de la República no podía satisfacer a Largo Caballero ni a los trabajadores que nos habíamos forjado una esperanza el 14 de abril de 1931. Pero él y muchos socialistas ya habíamos advertido que en algún momento los republicanos «frenarían» nuestras aspiraciones. Porque pronto se puso de manifiesto lo que respecto al programa de reformas sociales pensaban aquellos aliados republicanos, durante la discusión del proyecto de Constitución y sus Leyes Fundamentales. Que las derechas y elementos conservadores manifestasen oposición a todo lo que Largo Caballero presentaba como base de legislación social para proteger y defender a la clase obrera, no podía extrañarnos, era natural en aquel sector de la sociedad. Lo que sí tenía que sorprender era que a esa oposición se sumasen los que tenían el compromiso de implantar dicha legislación, por tanto, el pensamiento de «desencanto» que le atribuye, se manifestó cuando adquirió el convencimiento de que no podía constituir esa sociedad nueva que usted señala como paso previo a una sociedad socialista. Pero en ese pensamiento no encaja el que le atribuye, la colaboración para gobernar con los anarcosindicalistas. Ignoro de dónde habrá sacado usted esa errónea deducción. Un simple estudio de la actitud en que se encontraba aquella fuerza obrera desde que se proclamó la República obliga a desechar lo que supone en la actitud de Largo Caballero. Se quería la unidad sindical y esto se sentía desde mucho antes. En 1916 se declaró una huelga general en toda España, en una unidad de acción entre la U. G. T. y la C. N. T., que fue un éxito, pero sorpresa y aviso para muchos. En 1917 se repetiría la unidad de acción para la huelga revolucionaria de agosto. En ambas ocasiones el negociador de aquella unidad fue Largo Caballero, que, además, firmó el pacto. Siempre estuvo en la mente de Largo Caballero y en la de sus compañeros que crear una sociedad socialista en la situación en que se encontraba España entonces, traería muchas dificultades. Éramos conscientes de la realidad española, en todos los aspectos, y no era Largo Caballero hombre dado a las aventuras. La decisión de cesar en la colaboración con los republicanos y presentar candidatura propia en las elecciones anunciadas, se llevó a cabo en un Comité Nacional después de la salida del Gobierno. Pero en esta decisión se advertía que deseábamos mantenernos dentro de la legalidad republicana y que las leyes promulgadas debían cumplirse rigurosamente. La radicalización que Malefakis señala se daría más adelante. Durante la colaboración se pudo comprobar que los republicanos obraban con mala fe ante la lealtad con que los socialistas cumplían sus compromisos. Los republicanos de izquierda hicieron mucha demagogia y escasa labor positiva: eso fue lo que en realidad le dio impopularidad al Gobierno de Azaña. Además, a esa demagogia se sumaba la mala fe de querer hacer ver que de todas las cosas malas que ocurrían, éramos culpables los socialistas. Hacia ellos se pretendió desviar —y se desvió— el rencor de los moderados y de las derechas. Los socialistas no hicieron política para «la guerra» durante las Constituyentes. Sin embargo, aquellos republicanos más o menos históricos y sus «jabalíes» amenizaron los debates sobre la Constitución y sus leyes, con una estúpida intransigencia y agresividad demagógica. ¿Qué tenía de contenido social y realista lo que presentaron como programa para el ordenamiento y base de la República aquellos radicales - socialistas, los de Acción Republicana de Azaña y otros grupos similares? Nada, absolutamente nada Habíamos comprobado claramente el comportamiento de aquella gente, entre los que hubo escasas pero honrosas excepciones. No acierta al considerar a Gordon Ordax y Sánchez Román como lo hace. El primero nunca fue el líder de los radical-socialistas; quiso serlo, que no es lo mismo. Con ideas a veces extravagantes y contradicciones frecuentes, nunca dominó aquella ficción de partido donde había infinidad de tendencias. En cuanto a Sánchez Román, me parece que padece usted espejismo ante la resonancia de su nombre como intelectual. Lo que él llamaba «su» partido, era también otra ficción. Unos cuantos intelectuales recelosos y enemigos de todo lo que significase un profundo avance social, carentes, en absoluto de fuerza política. El prestigio intelectual de muchos hombres como él que quiso poner en juego, sin tener una base política firme fue muy perjudicial para la República a la que debían su nombradía. Ejemplo: aquel desdichado grupo «Agrupación al Servicio de la República» repleto de talentos, que fue un verdadero desastre para la República. Fueron contadísimos los que justificaron la admiración que el pueblo sintió por ellos. Había razón para hablar de «traición». Nuestra radicalización al decidir no colaborar como antes, no favoreció a aquellos republicanos, como usted piensa. Estaban ya «quemados» y señalados aquellos demagogos, por su incapacidad y otras cualidades nada favorables. Ninguno consiguió acta de Diputado en las Cortes de 1933. ¿Le dice algo el que para lograr que Azaña tuviera acta en el nuevo Parlamento tendría que imponer Prieto su nombre en nuestra candidatura por Bilbao, desplazando al otro candidato nombrado por el Partido, Julián Zugazagoitia? El «clima» que habían dejado los republicanos de izquierda era desolador. No podíamos, ni queríamos, repetir el ensayo de las Constituyentes. Usted altera épocas, situaciones y actitudes. De esa forma, como le digo antes, no es posible hacer con exactitud un análisis histórico. La quiebra de confianza de los republicanos hacia nosotros, no se dio cuándo ni como dice. Estaban recelosos, como siempre, pero ¿cómo se explica la insistencia de ir unidos nuevamente a las elecciones y colaborar de nuevo en el Gobierno? En su apreciación se equivoca, amigo Malefakis. Fue a la inversa aquella quiebra: la relativa confianza de la clase obrera en ellos —nunca la tuvimos total— fue la que se quebró. Lo que Madariaga pueda decir, le recomiendo no le dé mucho crédito. Se ha creído ser el primer historiador de España y en lo que respecta a la política a partir de 1931 obra y escribe como un perfecto ignorante, como un resentido, como un fatuo oxforniano que cree que con esta condición puede apabullar a todo el mundo. Versátil y ambicioso ha navegado por todos los vientos. Defraudado en muchas ocasiones ante lo que ambicionaba, le quedó un rencor enfermizo hacia todos los que consideraba culpables del fracaso de sus ambiciones. Distinguía con este rencor a Largo Caballero, a Azaña, a Prieto, a Besteiro y a todo aquel que suponía le hacía sombra. Y desde luego los socialistas éramos los preferidos en sus aberrantes desprecios. Araquistain (1) y Alvarez del Vayo no ejercían la influencia que Madariaga dice sobre Largo Caballero. Inventó esa leyenda para mortificar a uno y otros. Era natural que los juicios y consejos que pudieran darle aquellos dos compañeros, destacados por su profesión y el conocimiento de la política nacional e internacional, serían muy tenidos en cuenta, pero no influían en sus decisiones más que cualquiera otro de los compañeros de dirección o colaboradores íntimos. No era hombre que se dejase «conducir» y manejar. Tenía criterio e ideas propias sobre todos los problemas que afectaban a la clase trabajadora y a la nación que las sometía al juicio de los compañeros. Y dice usted bien; la única influencia a que era sensible Largo Caballero era la que dimanaba de la clase trabajadora en general, no solamente de la de las filas socialistas. Sabía muy bien las posibilidades de la clase obrera española y no se dejaba llevar de ilusiones. Siempre estaba muy bien informado, pues tenía organizado un servicio de información y colaboradores confidenciales que le daban a conocer la situación real del país en todo momento. Era —no lo parecía como dice usted, Malefakis—consciente de todo lo que de bueno y de malo se daba en nuestro país. Es cierto que corrigió algunos decretos, pero no porque los encontrase injustos o inapropiados, sino para darles mayor flexibilidad en su aplicación. Comprendo su sorpresa ante la lectura de aquel Decreto de 1931 que señala y su preámbulo. Debe saber que, en la inmensa mayoría de los casos, los textos y preámbulos de todas las disposiciones que se decretaban, estaban redactados por él. Existía una leyenda estúpida y casi injuriosa sobre aquel hombre, al que muchos no le querían aceptar como hombre de gobierno y dirigente, ni reconocer su extraordinaria inteligencia porque nó podía exhibir ni un simple diploma de bachiller. Como Prieto y otros muchos de nuestro partido, era un formidable autodidacta. Cuando se organizó y fundó en Washington la Oficina Internacional del Trabajo, la Internacional Sindical Obrera y la U. G. T. lo designaron como Delegado a aquella Conferencia organizada por la Sociedad de las Naciones en 1919. De su pluma salieron algunos de los artículos básicos que aún rigen hoy en esa organización de cuyo Consejo directivo formaría parte hasta 1940. El amigo Malefakis debía haberse documentado mejor sobre lo que hicieron y fueron los hombres del P. S. O. E. en la época que enjuicia. Las consideraciones y juicios que hace, posiblemente serían distintos. Pasemos ahora a lo que Malefakis comenta sobre los «cambios» y radicalización del P. S. O. E. y las posiciones de cada líder, ya que personaliza en Largo Caballero y Prieto todo lo que se desarrolló en aquella época hasta 1936. Lo que yo considero primera etapa de no colaborar ni ir unidos con los republicanos, se decidió en C. N. con el voto afirmativo de Prieto. Cuando se vio la actuación de los primeros Gobiernos radicales y agrarios, ya con las Cortes del 33, por la que todas las leyes sociales promulgadas eran burladas descaradamente lo mismo que otras relacionadas con otros aspectos de la vida de la nación, la Comisión Ejecutiva convocó C. N. extraordinario para examinar la situación ya grave y ante los síntomas —que se confirmaron— de que el Presidente de la República, al reorganizar el Gobierno radical agrario fracasado, diese entrada a la C. E. D. A. Esta fuerza, heterogénea, ciertamente, nos preocupaba. Conocíamos muy bien todo lo que agrupaba. Como nos preocupaba lo ocurrido en Alemania con la implantación del nazismo, que con el golpe de Estado de Dolffus en Austria, había enfebrecido a las derechas españolas a las que sabíamos eran capaces de imitar y practicar aquí los métodos nazis y aun superarlos.
Es cierto que hubo algo de euforia en el período 31-32, pero en el Congreso Nacional del P. S. O. E. de octubre de 1932 se examinó bien el aluvión de ingresos que presentaban las Delegaciones. Se llegó a la conclusión de que había que seleccionar los ingresos. Las organizaciones aplicarían las normas de organización rigurosamente. No hubo victorias fáciles, amigo Malefakis; nunca fue fácil para nosotros la lucha. Lo del «desencanto» que cita nuevamente, no existió. Ante las elecciones del 33, conocíamos bien la situación del campesinado que fue donde se produjo la erosión. La ofensiva de las derechas —oligarquía, Iglesia y caciquismo— y su propaganda, adquirió caracteres delirantes. Una clase media, como siempre versátil y temerosa, inclinada al que creía más poderoso, se unió a aquella masa acobardada ante el trato duro y cruel que durante el Gobierno de Azaña había recibido. Cuando la reacción consiguió la mayoría en el Parlamento, se desató la furia y la ofensiva contra nosotros, contra la clase obrera. Nada detenía a los ansiosos de revancha. Nada de lo que dispuso y legislaron las Constituyentes fue respetado. El grupo de la C. E. D. A., que señala como el del «accidentalismo», quiso frenar un poco y ordenar algo positivo entre tanto atropello. Destacaron los que usted menciona, M. Jiménez Fernández y Luis Lucia, hombres capaces y responsables, dados al diálogo, constructivo como ahora se dice, pero eran minoría entre los que ya, francamente, querían la implantación de la dictadura fascista, como en Austria. El C. N. examinó serenamente la situación y por aclamación aprobó una nueva línea de actuación que dio a conocer. No fue programa, sólo unos puntos concretos como base de una actuación que se emprendería si no se rectificaba la actuación del Gobierno lerrouxista - agrario. El C. N. aprobaría también la declaración por la que se advertía al presidente de la República que si, como ya se proyectaba, entraba en el Gobierno la C. E. D. A., se declararía la huelga general revolucionaria en toda España. Este acuerdo fue aceptado por las Alianzas Obreras, constituidas ya en Valencia, Asturias, Galicia, Cataluña y otras zonas. Como en el del año anterior, votó afirmativamente Prieto. Y, además, debe tenerse en cuenta que consultadas las Federaciones Provinciales y ciertas organizaciones importantes, más de un 90 por 100 se mostraron de acuerdo con la decisión tomada. No fue decisión personal de nadie y menos de Largo Caballero, como se quiso dar a entender. El triunfo del nazismo en Alemania fue dado a conocer por los socialistas en lo que como peligro representaba para España. Antes de la subida de Hitler al poder, el entonces embajador de la República en Berlín, Luis Araquistain, envió un informe confidencial a la C. E. del P. S. O. E. Al retirarle el placet Hitler y dimitir del cargo, publicó un artículo en «El Socialista», alertando sobre el peligro que para los trabajadores españoles representaba el nazismo. Las derechas fascistas españolas ya habían establecido contacto con los jefes nazis. No se creó lo que usted llama voluntarismo en el socialismo español; tampoco, aunque existía una situación de creciente desengaño, nunca hubo desesperación, como apunta. No debe tomarlo a vanidad, Malefakis, pero debía saber, al haber investigado a fondo sobre nuestra historia, como supongo, que los socialistas españoles mantuvimos siempre la serenidad ante las situaciones más adversas y trágicas. Sabiendo calcular fríamente todas las posibilidades favorables o adversas que se presentaban en cada problema. Aunque no éramos insensibles y nos sentíamos a veces emocionados, esto no nos empujaba a desechar razones lógicas de los hechos. No existía ese voluntarismo ni las motivaciones emocionales decidían nuestras acciones. Esto quedó demostrado muchas veces a lo largo de nuestra Historia.
La ingenuidad de los republicanos y algunos socialistas —no hay por qué ocultarlo— adorando a la diosa «Legalidad» aun comprobando cómo era burlada, no era compartida por nosotros. Ante la amenaza de la C. E. D. A, influenciada ya por el fascismo y el nazismo, nos hicimos la misma pregunta que formula. Tomamos la decisión ya citada, utilizar la única arma que disponíamos, la huelga revolucionaria con todos sus riesgos y consecuencias. Puede admitirse eso del temor que señala en sus juicios, pero no lo de la extrema confianza en nuestras propias fuerzas. Era natural lo primero; sabíamos lo que el enemigo representaba y proyectaba. Nuestras razones defensivas eran, ante todo, las de nuestra propia organización y si para ello era necesario defender nuestra base operativa, hasta entonces la República, era natural que la defendiésemos, aunque ya, en junio del 34, esa defensa no era objetivo esencial nuestro. Habíamos luchado dentro de ella y defendido lealmente, pero habíamos sido defraudados y, en algunos aspectos, traicionados. Teníamos derecho a escoger otra vía de acción como medio para cumplir nuestro objetivo; era necesario cambiar la fisonomía de la República, aunque no rotundamente y de inmediato. El concepto «dictadura del proletariado» que se expondría más adelante, no para octubre —fíjese bien—, era alarmante para ciertas gentes. Pero sigamos con lo del 34. Malefakis ignora que entre el 20 de septiembre y el 3 de octubre del 34 se registraron ciertos hechos que pudieron evitar tanto la entrada de la C. E. D. A. en el Gobierno, como la huelga general, pero todo aquello ni se pudo hacer público entonces ni comentarlo después y aunque hubo unas actas secretas, éstas desaparecerían ya en el 36 y no serían los «caballeristas» los que las hicieron desaparecer. Nos interesaba mucho conservarlas. La huelga fue declarada y la lucha adquirió caracteres nunca conocidos, a pesar de los antecedentes de 1917. El resultado ya es de sobra sabido: fracaso político y tragedia muy grande. Todas las directivas del P. S. O. E. y la U. G. T. en Madrid y en muchas provincias, pasaron a prisión, algunos al exilio. El balance de víctimas aterrador. Ya cerca de un mes más tarde se recibieron las primeras comunicaciones directas de muchos presos en Madrid. La C. E. las conocía todas inmediatamente. Entre ellas hubo dos cartas con intervalo de una semana de González Peña a Largo Caballero. La segunda la recogí yo personalmente en León de manos de un compañero asturiano y se la entregué, personalmente también, a Largo Caballero, que me dio a conocer el texto. Entonces, para G. Peña, Largo Caballero era el indiscutible y máximo dirigente del P. S. O. E. Pero a mediados de diciembre de 1934 la C. E. empezó a recibir, en oleada, cartas y visitas exigiendo responsabilidades. Y eran conocidos hechos lamentables, flaquezas y cosas peores. Una de las primeras cartas enviadas fue la de la Agrupación Socialista de Tarazona de la Mancha (Albacete). Actuaba en la clandestinidad por tener su Centro Obrero clausurado, más de cincuenta presos, de ellos seis indultados de pena de muerte más tarde, otros tantos confinados y la represión actuando directamente en el pueblo. Largo Caballero contestó a la carta, que llevé a los compañeros de Tarazona, en la que se manifestaba conforme con sus exigencias y deseos, y advertía que el primero que había de ser juzgado sería él. Esta situación y la tensión que se iba creando, no se dio a conocer ni se comentó en tanto estuviesen pendientes de ser juzgados muchos compañeros y esperando se indultasen a gran número sobre los que recayó la pena de muerte, uno de ellos González Peña. Pero una vez logrado esto, para algunos la exigencia de responsabilidades dentro del Partido les preocupaba mucho. Es cuando empezaría el «cambio» y decidieron que sólo se podría evitar esa nueva amenaza para algunos, haciéndose con el control del P. S. O. E. y el periódico «El Socialista». El profesor Malefakis debe tener en cuenta que esto fue el verdadero motivo del «cambio» que ante el fracaso de octubre experimentaron algunos. Los trabajos para desarrollar el «golpe» del C. N. de noviembre del 35, empezaron inmediatamente. Ninguna razón «legal» justificaba la reunión para tratar de lo que presentaban como punto para discusión; una cuestión de competencia entre la Minoría Parlamentaria y la C. E. que no tenía trascendencia ni importancia entonces. Tampoco se tuvo en cuenta que el C. N. sin la asistencia de la C. E. no cumplía las normas estatutarias, pues cuatro de los siete miembros estaban en prisión, uno en el exilio —Prieto— y dos en libertad; pero sin actuar, F. de los Ríos. Había, además, una cuestión de ética y delicadeza, pero nada de eso tuvieron en cuenta Prieto y los promotores del «golpe», porque precisamente sabían que contra los acuerdos que tomase aquel C. N. bastardo, se rebelaría Largo Caballero, y si no rectificaban, dimitiría. Esto era lo que se buscaba precisamente y fue un error en Largo Caballero, aunque su proceder fuese digno y leal a lo estatuido. Por otra parte, presentar el cambio como decisión de la dirección provisional del Partido no se hizo de forma oficial, pero se quería dar a entender que lo era y que la obstinación de Largo Caballero de permanecer leal a lo acordado en el 34, era una locura. Se entronizaría entonces en el P. S. O. E. el autoritarismo y la burla descarada de los derechos de los militantes y organizaciones, que ya no cesaría hasta la fecha. Se produciría, de hecho, la segunda escisión en el Partido con hechos y actitudes cada vez más vergonzosos e intolerables. Ni Prieto, ni González Peña, ni F. de los Ríos, ni ninguno de los que le secundaron tenía un adarme de razón para proceder como lo hicieron. Largo Caballero y los que secundábamos su actitud nos sometimos con la esperanza de que el Congreso que era obligado celebrar en el 36 daría al traste con toda aquella tramoya que estaban montando, pero las circunstancias y la guerra hicieron fallar nuestras esperanzas. Reducir al silencio todo lo ocurrido en octubre del 34, fue un proceder incalificable y aureolar y ensalzar a algunos de los responsables del fracaso, peor aún. Con nuestra obstinación en mantenernos en la misma posición, aunque no lo comprenda Malefakis, honrábamos a los que sucumbieron en la lucha y a los que sufrían prisión y persecuciones. Además, la lucha seguía y nosotros, con Largo Caballero como dirigente, la manteníamos. Detallar lo que siguió a aquello, la elección de la nueva C. E., la firma del pacto del Frente Popular y todo lo que sucedió hasta que la guerra se declaró ocuparía mucho espacio. Sólo he de aclarar que Prieto no convenció a Largo Caballero para variar en nada de la posición que había adoptado la U. G. T. ante las elecciones. Fue decisión tomada por la C. E. de la Unión; no firmar dicho pacto, aunque sí acudir a las elecciones, apoyando las candidaturas. Pero en éstas también se dieron casos y circunstancias vergonzosas. El papel del P. S. O. E. estuvo sometido a lo que los republicanos y comunistas creyeron más conveniente para ellos. El Partido Comunista quería 28 actas de Diputado, a sabiendas de que fuerza real no tenía más que para tres o cuatro a lo sumo. Tuvo que contentarse con 16, pero a costa de los socialistas, no de los republicanos. Estuvo a punto de haber serios conflictos entre las Federaciones Socialistas y la C. E. por esta cuestión, pero al fin pudo evitarse. De las cinco Federaciones de la región de Levante que yo representaba, en cuyas circunscripciones exigían siete puestos, tuvieron que contentarse con UNO en la de Valencia. También trata del «atentado contra Prieto en Ecija» por los «caballeristas». O no conoce la realidad de aquello o no ha querido enterarse de la verdad. Lamentable y censurable el hecho, desde luego, pero pudo evitarse. Era Ecija cabeza de una zona de raíz socialista, veterana de más de medio siglo en la lucha. Fue de los puntos más quebrantados por la represión en octubre del 34, después de luchas violentas. Más de trescientos presos y otros tantos confinados. Los Centros Obreros, escuelas, cooperativas y hasta un centro sanitario clausurados y las bibliotecas destrozadas. Las cotizaciones a la C. E. del 34 y 35 no se habían hecho. No podía efectuarse el pago porque la miseria en dichas fechas era espantosa. Eran cerca de dos mil votos para la elección de nueva Ejecutiva, pero cuando ya recuperados los centros obreros y empezado a desarrollar su vida normal, las actas que enviaron a Madrid votando a la antigua Ejecutiva de Largo Caballero, excepto a Prieto y F. de los Ríos, fueron rechazadas por la C. E. provisional que había nombrado aquel C. N. bastardo. Una argucia burocrática sólo aplicada a las Agrupaciones que no votaban a los del «cambio». El efecto que esto produjo en aquellos magníficos luchadores fue de indignación y furor. A los malos tratos de que habían sido víctimas por parte del poder que ejerció la represión se unió el desvergonzado comportamiento de unas gentes que ya no soltarían, de ninguna forma, el poder y control del P.S.O.E. conseguido con malas artes. Presentarse allí para hacer propaganda a favor de la Ejecutiva que tan mal estaba procediendo y que añadía un atropello a los muchos que estaban sufriendo, era una provocación y llevar consigo una cuadrilla de hampones como guardias de corps luciendo ostentosamente armas modernas era una insensatez. Hubo quien viendo el peligro que aquella actitud provocativa podía ocasionar, intentó convencerles para que no se celebrase el acto, pero no fue atendido. No se puede culpar a los «caballeristas» de Ecija de lo que pudo haber sido una tragedia. En los escasísimos discursos que pronunciarán González Peña y Prieto, porque en todas partes se encontraron un ambiente de hostilidad contra ellos, no pudieron dar razones convincentes del «cambio» en su posición. No podían darla, porque carecían de ella. Usted considera acertado el «cambio» de Prieto y carga el acento en esto, así como en la obstinación de Largo Caballero de no cambiar su posición basada en el acuerdo del C. N. y considera que la línea de Prieto fue más positiva para el P. S. O. E. O bien no conoce exactamente la verdad de nuestra historia o padece reflejos y espejismos por la resonancia que llegó a adquirir la personalidad de aquel hombre, que era verdaderamente inteligente y batallador, pero a su aire y empleando esa inteligencia en forma distinta a como lo hacía Largo Caballero. Según su opinión, profesor Malefakis, la posición de Prieto no llegó a ser «frenética», mientras considera que la de Largo Caballero lo era, y agresiva. Comete un error. Exponer la verdad de las cosas no es actuar frenética ni agresivamente. El suave intento de «penetrar» Prieto y los suyos en la U. G. T., resultó un estrepitoso fracaso. La Unión tenía estructuras diferentes a las del P.S.O.E. Su C. E. seguía dirigiéndola Largo Caballero, pero, además, el 90 por 100 de las Federaciones de Industria que formaban el C. N. repudiaban a Prieto y a los «prietistas». Solamente tres Federaciones, la de Trabajadores de la Tierra, la de la Metalurgia y la del Transporte, sumaban más del 55 por 100 de los afiliados. Los delegados en el C. N. votaban por afiliados que representaban, no lo hacían nominalmente como en el Partido. En la U. G. T., las maniobras y trucos no era posible hacerlos. De hecho se habían formado dos partidos: la mayoría de los socialistas —un 65 al 70 por 100— seguían en la lucha, las orientaciones de la U. G. T. La C. E. «prietista» no daba ninguna, estaba aislada de la masa activa del Partido. Esto, amigo Malefakis, es fácil comprobarlo, pero relatar una serie de hechos que se sucedieron ocuparía mucho espacio. En un libro que estoy escribiendo sobre mis memorias y días de lucha en el P. S. O. E. y la U. G. T. daré detalles sobre muchas cosas que es seguro desconoce usted. No todo se podía dar a la publicidad en la prensa ni redactar actas o cartas para conocerlos más tarde, pero aún vivimos algunos de los que podemos testimoniar todo aquello. Más tarde se demostraría que ese juicio suyo creyendo que de las dos líneas políticas del P. S. O. E., la de Prieto era la más positiva, es erróneo. Son los hechos los que valen en la historia, amigo Malefakis, no las opiniones. Porque lo que dice sobre programas rechazados o admitidos por la C. E., ya le digo antes que no los hubo. Prieto no presentó ninguno, pues sus «Posiciones Socialistas» expuestas en «El Liberal», de Bilbao, periódico de su propiedad, no tenían nada de programa. Además, la C. E. los conoció por haber llegado dicho periódico a la prisión, no porque las enviase Prieto como vocal de ella.
Trata usted de Besteiro y su grupo y en esto creo acierta, pero el enfrentamiento de aquel compañero con Largo Caballero se produciría mucho antes. Venía, en forma suave, desde antes de la Dictadura; durante ésta, años 26 al 28, se mostraría ya agudizada y sería ya ostensiva en el año 30, en ocasión de la fracasada huelga revolucionaria de diciembre, pero se manifestaría abiertamente cuando el Congreso Nacional de octubre de 1932, examinó en apasionado debate, las causas de aquel fracaso y se determinaron claramente las responsabilidades. En aquellos debates el grupo Besteiro salió malparado de tal forma que se temió una sanción grave que alcanzaría al propio Besteiro, ante lo cual y para evitar lo que hubiera supuesto una catástrofe, presentamos una proposición urgente Ricardo Zabalza, Miguel Ranchal, José Otero, Asturiano y yo pidiendo que cesase el debate y que las responsabilidades que hubiese las liquidasen las Agrupaciones. Cuando antes de presentar en la mesa la citada proposición le comunicamos a Largo Caballero nuestro propósito, nos dijo que le diésemos carácter de urgencia. Apenas abierta la sesión. E. de Francisco, que presidía, ordenó la lectura y Ricardo Zabalza la defendió breve, pero brillantemente. Se aprobó por aclamación. Este grupo no influiría en nada en la política del P. S. O. E. a partir del año 1928. Lo que Besteiro propugnaba y presentaba como táctica y programa para una actuación socialista, no calaba en la masa obrera. Alrededor de aquel hombre, sin perderle el respeto, se hizo el vacío. Sus aduladores lo quisieron convertir en víctima por incomprensión de la masa del P. S. O. E., que no sabía valorar lo que en sus extrañas líneas socialistas planteaba. Eso no era cierto, estaba cada vez más marginado por su empecinamiento en mantenerse en lo que decían era su doctrina, cosa que en verdad no existió nunca. Su conducta a partir de 1931, pasando por el bienio 1933-1935, era cada vez más extraña, pero ya en 1936 y a partir de la guerra se hizo francamente incomprensible y, además, inaceptable. Lo que sobre este hombre, honesto, austero y digno, a su aire y manera, puede decirse, es muy amplio y, desde luego interesante. Nadie puede asegurar que no era socialista; no pudo discutirse esto ante sus acciones o posiciones en una Asamblea o Congreso, que era donde únicamente podía determinarse su condición. Pero la verdad era, repito, que no influyó para nada en la vida del P. S. O. E. ni en la de la U. G. T., en las que fue cinco años presidente. Se le respetó en todo momento, como digo antes, pero esa especie de mito que sobre él se ha querido y quiere formar, carece de consistencia, no hay base para nada de eso, ni doctrinalmente ni por su comportamiento, extraño, para no meternos a calificarlo de otra forma y muy difícil de analizar. Yo trataré de hacerlo en mi libro. Al final trata de la táctica comunista y la compara con la «caballerista-C.N.T.-F. A. I.» Sólo puede hacerse eso a partir de la guerra. Todo lo que ocurrió con este Partido a partir de la República y especialmente en octubre de 1934 y ya en 1936 hasta la sublevación, debe ser tratado con detalle y amplitud. Se inclinaban hacia los republicanos, a veces haciendo un doble juego en su propaganda y actuación, cosa muy natural en ellos, como naturales fueron los zig-zags que daban.
Pero esto tampoco debía extrañar a nadie porque era bien sabido y probado que su táctica era dictada rigurosamente por la Komintern y los delegados permanentes que tenía en España. La política del Partido Comunista no tenía en cuenta nada más que lo que interesaba a la Internacional Comunista y a los dirigentes del Kremlin. Los dirigentes de aquí eran meros instrumentos y ejecutores de esa política. Ellos, juntamente con los soviéticos, han historiado su actuación y la política de guerra que desarrollaron con la complicidad de algunos socialistas, que incluso se habían manifestado ostentosamente anticomunistas, como mejor les ha parecido, sin que a todas sus grandes mentiras se les haya opuesto algo bien ordenado y con pruebas. En este aspecto, cuando pude, me decidí a dar las réplicas sobre dos temas concretos en mi libro «Chantaje a un pueblo». Nadie me ha podido probar, en ningún aspecto, que lo que expongo y acuso no es verdad. Pero este tema necesita mucha mayor amplitud. Es verdaderamente interesante para los españoles de ahora y no hay razón alguna para que se silencie todo lo ocurrido, que fue de dimensiones más que extraordinarias. Es otro aspecto de nuestra historia que usted, amigo Malefakis, ni debe ignorar ni tratar de eludirlo. Desde el Congreso llamado de la «escisión», el año 1921, se sucedieron muchas cosas y hechos que deben figurar en nuestra historia. Ninguna consideración debe ser tenida en cuenta para eludir esto. Yo, al menos, desecho todas las que se quieran hacer. Sin revanchismo ni escándalo, simplemente para dejarla bien establecida. Recientemente y sobre lo que usted trata en su escrito, se ha publicado en Francia un libro que debe ser replicado por nosotros, los socialistas, en toda su extensión. Se nos atribuyen actitudes y hechos totalmente falsos y en esto sí que hay esa falta de literatura sobre nuestra vida política, falta que ha sido perniciosa para el socialismo español. J. M. A. (1) En su prólogo a Discursos a los trabajadores (Gráficas Socialistas. Madrid, junio de 1934), Luis Araquistain escribió sobre la figura de Largo Caballero: «Como Pablo Iglesias, como todos los temperamentos con misión de fundadores, de creadores de cosas, para quienes las ideas no son simples juegos mentales, sino fuerzas en movimiento, o no son nada, lo característico de Largo Caballero es la pasión ética, la acción por la justicia, por el bien de los demás. No conozco un hombre en quien se equilibren tan prodigiosamente un auténtico temperamento revolucionario y un profundo sentimiento de derecho positivo. Gran intuitivo de la Historia, él sabe que el progreso no es uniforme, sino que su dialéctica vital va unas veces por la revolución al derecho, y otras, por el derecho a la revolución. Muchos no comprenden su complejidad psicológica, se lo figuran lleno de contradicciones íntimas cuando, creyéndole nada más que un oportunista, le ven tomar una actitud revolucionaria, como recientemente al anunciar la guerra civil si se disolvían las Cortes Constituyentes antes de cumplir el destino que les impone la Constitución; o cuando, creyéndole un revolucionario, se erige en defensor inexorable de la ley vigente. No hay contradicción en estas actitudes. Simplemente responden a dos momentos distintos, v son las dos mitades integrantes del verdadero político. Revolucionario por todos los medios cuando hay que conquistar un derecho legítimo, y hombre de gobierno, legalista a ultranza, por todos los medios también, cuando hay que defender y desarrollar un derecho conquistado. Dramática paradoja la de este hombre singular, que, siendo uno de los temperamentos más revolucionarios que ha producido España, ha tenido el destino histórico de ser la fuerza que más ha hecho por conservar y consolidar la República, precisamente por su imparcialidad en la ejecución de las leyes, por su acrisolada lealtad a un deber de hombre de Estado, de español.» J.M.A. |