S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia número 62 de enero 1980 José Peirats: La CNT y la revolución socialMaría Ruipérez y Manuel Pérez Ledesma Aunque el movimiento anarcosindicalista ha contado con numerosos militantes que combinaron el trabajo manual, las actividades organizativas y las tareas intelectuales, pocos lo han hecho con tanta intensidad como José Peirats. Procedente de una familia de alpargateros, las difíciles circunstancias de su vida le llevaron a conocer los más diversos oficios: ladrillero en los años treinta, labrador en el exilio americano, sastre en los años del exilio francés... A la vez como miembro de la CNT desde los catorce años, desempeñó en la Confederación numerosos cargos: secretario de grupos de Barcelona de la FAI, y militante de las Juventudes Libertarias; delegado y secretario de actas en el Congreso de Zaragoza de 1936; redactor de Solidaridad Obrera, y en los años de la guerra director de Acracia, de Lérida; y más tarde, secretario de la CNT en Francia en los años 40, y promotor, junto a Gómez Casas y otros militantes, de la lucha clandestina de la CNT contra el franquismo. Por fin, en cuanto historiador de la organización, ha publicado obras como La CNT en la revolución española (como resultado de un encargo del Congreso de la CNT celebrado en Toulouse en 1947) o Los anarquistas en la crisis política española, que continúan la tradición de militantes historiadores, iniciada por Anselmo Lorenzo en la época de la Primera Internacional, y son referencia obligada para todo estudioso de la Confederación y del movimiento obrero español en nuestro siglo. En la actualidad, José Peirats, retirado ya de la actividad laboral y sin lazos orgánicos con la CNT, aprovecha su merecido descanso en un pueblecito del sudoeste de Francia, donde acudimos a entrevistarle, para preparar nuevas obras en esta ocasión, según nos confesó, un conjunto de novelas que reflejarán la actividad de los militantes cenetistas en los años 30.,Pese a la edad y los desengaños, pese a su participación en los debates internos de la organización y su enfrentamiento con algunas figuras preponderantes en la misma, su actitud ideológica no ha cambiado, y sus convicciones se mantienen incólumes, como pueden comprobar los lectores de esta entrevista. Tiempo de Historia.—¿Cuál era tu actividad dentro de la CNT-FAI en los momentos previos al levantamiento del 18 de julio? José Peirats.—El 18 de julio de 1936 yo estaba trabajando en mi oficio, un trabajo manual, y en las horas de asueto militaba en las Juventudes Libertarias. Porque yo, pese a ser un individuo que estaba muy metido en la lucha sindical, he tenido siempre la opinión de que lo importante en un movimiento es no solamente la lucha, sino la formación de nuevas promociones. En virtud de esto, yo militaba sobre todo en los Ateneos Libertarios y en las Juventudes Libertarias, porque entendía que allí era donde había que hacer un trabajo positivo, puesto que en los Sindicatos los militantes estaban absorbidos por las situaciones económicas y por los azares de la lucha. Allí me pilló el «movimiento». Las Juventudes Libertarias estaban muy vinculadas a los Ateneos Libertarios, donde los jóvenes procurábamos hacer una serie de actividades culturales, como teatro, excursiones o conferencias, que rebasaban el terreno puramente sindical, porque entendíamos que la cultura puramente sindical es pobre o, mejor dicho, demasiado especializada, y habíamos notado que los viejos militantes de la organización tenían una cultura adocenada. Es decir, que casi todos leían los mismos libros, y se inspiraban en los mismos autores. Por el contrario, nosotros tratábamos de tener una biblioteca en el Ateneo, donde no estuvieran sólo los clásicos del anarquismo —de los que a fin de cuentas nos reclamábamos—, sino que queríamos que la cultura no fuese ni comunista ni anarquista, porque la cultura es algo general de la humanidad. Y por eso tratábamos en nuestros cursos de conferencias de temas de cultura general, desde la astronomía a la química o a la pedagogía... También nos interesaban los temas sexuales, naturalmente, y los tratábamos a nuestra manera; hablábamos, entre otras cosas, del amor libre. Y a estas conferencias —que siempre iban acompañadas de debates— traíamos, más que a líderes libertarios, a profesores o intelectuales liberales, que tenían muchas cosas que decir en su especialidad. Nosotros queríamos que los jóvenes que se formaban con nosotros, y nosotros con ellos, tuvieran una visión de la cultura lo más amplia posible; que tuviesen una base cultural y no una cultura adocenada y clasista, saturada de temas obreristas. LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO EN 1936 T. de H.—¿Cómo definirías las posiciones ideológicas de la CNT en aquellos momentos? J. P.—Las concepciones que tenía la CNT de una vida libertaria están plasmadas en un documento bastante extenso o, mejor dicho, en un dictamen, que elaboró el Congreso de Zaragoza de 1936. Es un dictamen muy conocido, y que yo incluyo íntegramente en mi libro; en él se marca más bien una especie de programa a realizar, pero ya con vistas a una posibilidad comunista-libertaria. Es decir, que la CNT en aquel momento tenía una visión completamente aislada de lo que eran las in-quietudes de todos los partidos. Nosotros creíamos que el movimiento libertario era capaz de desencadenar una revolución social, y que teníamos el deber de llevarla lo más lejos posible. Es decir, nos inspirábamos en nuestros clásicos más clarividentes, que han afirmado siempre que la misión del anarquismo es intervenir en todos los movimientos populares, y procurar que vayan lo más lejos posible. Ahora ese documento puede parecer ingenuo o romántico, y hacer reír a muchos. En realidad, nosotros nos considerábamos los últimos románticos, y contra viento y marea, sin menospreciar, y sin dejar de tener en cuenta los inconvenientes que la sociedad opondría a la realización de nuestras aspiraciones, entendíamos que los caminos se hacen andando, y que era necesario, a pesar de todos los pesares, una fuerza que marcara ese Norte. T. de H.—Pero algunos historiadores han dicho que el Dictamen de Zaragoza sobre la organización de la sociedad sólo servía para organizar pequeñas localidades, pero no servía para organizar a una sociedad más amplia en un territorio más amplio, y que ésa era una limitación en el planteamiento anarquista. ¿Qué piensas de esta opinión? J. P.—Ya he dicho que el Dictamen del Congreso de Zaragoza, analizado hoy, parece una cosa infantil por dos motivos. En primer lugar, porque lo es, porque la sociedad ha dado un salto desde 1936, y lo ha dado la misma España. Y al mismo tiempo, la humanidad ha dado este salto en el sentido de una transformación total, aunque no es oro todo lo que reluce, y no se puede creer que esa transformación represente un progreso absoluto, porque tiene muchos aspectos negativos. Por eso, el dictamen sobre comunismo libertario hay que entenderlo en relación con una organización social como era la de España, de tipo semifeudal o subdesarrollada, que diríamos ahora. Pero, por otra parte, hay una pureza en ese dictamen, hay un sentimiento de la perfección, hay una fe todavía en los valores eternos de la humanidad, que es lo que estos críticos sarcásticos de hoy no tienen en cuenta. Como la hay en todo el movimiento libertario, aunque haya tenido sus defectos y tácticas equivocadas, que yo he señalado en muchas ocasiones. Pero me he dado cuenta de que, sin que este movimiento pueda tener la fórmula para resolver todos los problemas, es una inspiración que tiene mucho que decir al hombre que todavía no tenga sus facultades adormecidas, en cuanto a la necesidad de volver a las fuentes completamente olvidadas, y perfeccionar estas fuentes (el mismo movimiento libertario tendrá que perfeccionarlas). T. de H.—¿Y cuál era la situación en el terreno organizativo? ¿Qué diferencias existían entre el sector más radical y el más moderado o sindicalista? J. P.—En la organización, el punto de partida era el dictamen de Peiró en el Congreso de 1931, en el que la Comisión le encargó que hiciera una especie de estructuración de la Confederación Nacional del Trabajo, teniendo en cuenta la transformación del capitalismo en aquellos momentos. Y Peiró presentó un dictamen sobre las Federaciones Nacionales de Industria, en el que se echaba abajo la estructura que la organización había adoptado en el Congreso de Sants de 1918. Nosotros con esto tratábamos hasta cierto punto —y éste era el tendón de Aquiles que trataban de explotar los anti-industrialistas, como García Oliver y algunos jóvenes de hoy— de amoldarnos a las condiciones del capitalismo. Pero lo que nos interesaba era, al igual que en una partida de ajedrez, que cuando el capitalismo moviera una pieza, tener otra para ponerle delante. T. de H.—El dictamen de Peiró se aprobó en 1931, ¿pero se puso en práctica? J. P.—Eso de la práctica ya es otra cosa. No se puso en práctica, y ese fue el motivo de una grave escisión que sufrió el movimiento libertario. Porque los paladines de las Federaciones Nacionales de Industria eran los Pestaña o los Peiró, que eran militantes moderados, pero en el sentido de que eran prácticos, que no creían que la revolución social fuera como un calcetín que se puede volver del revés, sino que la organización, para realizar la revolución social, como pretendía, tenía que estructurarse primero para poder sustituir al capitalismo mañana, en el sentido de que organizada la CNT en Federaciones Nacionales de Industria, al hundirse el capitalismo no se llevaría consigo al resto de la sociedad, porque las Federaciones podían dirigir la economía, como en realidad ocurrió el 19 de julio de 1936. Aunque el Congreso del Conservatorio de Madrid de 1931 aprobó el dictamen de Peiró, se creó una especie de cisma. Unos creían que había que preparar primero a la clase obrera—no sólo en el sentido ideológico, sino práctico, desde el punto de vista económico—, formar a los comités de fábrica e imponerlos a la burguesía, para que estudiasen el desenvolvimiento de las fábricas y de la economía para poder dirigirlas tras la revolución. La otra tendencia se atribuyó a la FAI, pero que yo no creo que lo fuese, porque la FAI fue una bandera que cogió una tendencia y la agitó; y la FAI se dejó agitar, naturalmente. Los que cogieron esta bandera fueron García Oliver, Francisco Ascaso, la misma Federica. Y éstos creían que no era necesario preparar nada, que bastaba un golpe revolucionario y la sociedad se cambiaría automáticamente. Y esas dos tendencias chocaron, y eso frenó la campaña de reestructuración de la organización a base de Federaciones Nacionales de Industria. Y se produjo la escisión, las discusiones, las polémicas, los insultos y las expulsiones; la guerra, vamos. Y esta guerra se prolongó durante estos años hasta 1935, en que parece que las cosas fueron limándose, y así llegamos al Congreso de Zaragoza, donde los que se habían peleado e insultado, casi se abrazan y se llenan de mocos. Se hizo la unidad, pero ya era muy tarde para realizar esa labor, pese a que algunas industrias —como la de los ferroviarios— se habían organizado en Federaciones Nacionales. No se hicieron en su totalidad, porque uno de los argumentos más fuertes que presentaban los enemigos de esta renovación era que al fin y al cabo España no era un país industrial, sino genuinamente agrícola, y no teníamos industria. LEYENDA Y REALIDAD DE LA FAI T. de H.—¿Qué fuerza tenía la FAI en estos momentos? ¿No estaba un poco desacreditada después del fracaso de los diversos intentos revolucionarios del período republicano?
J. P.—No creo que estuviera desacreditada. Al contrario, el español es un tipo tan sumamente místico que aun si se cae en el océano y se está ahogando, saca las manos y dice: ¡Piojoso, piojoso, piojoso! Lo que pasaba era que la FAI estaba como el guerrero, cubierta de heridas; los zamarrazos habían sido tan sumamente fuertes que nosotros, en 1936, en el Congreso de Zaragoza, no teníamos la fuerza colectiva de antes, precisamente por las heridas sufridas y por la inmensa cantidad de presos que teníamos en las cárceles. Porque estos movimientos revolucionarios, el de 1932 de Figols y los de enero y diciembre de 1933, nos habían cubierto de heridas. Y en algunas regiones, como en Asturias, también el movimiento estaba deshecho. Desde el punto de vista público, la FAI era una organización desacreditada, porque toda la prensa estaba en contra nuestra, sobre todo la prensa de los «pollos pera» de los catalanistas, que con sus periódicos dominaban toda Cataluña (EI Diluvio, La Publicidad, El Mirador, etc.). Y como necesitaban un fetiche para combatir a la CNT, entonces se pusieron de acuerdo para hacer creer a la gente que la CNT era una organización manejada por una especie de secta encapuchada, que llevaba a la CNT por donde la daba la gana, y era la FAI. A la FAI la hicieron cabeza de turco de la CNT. En realidad, yo podría decir muy bien —porque yo entonces actuaba en la FAI como secretario de grupos de Barcelona— que la Federación era muy modesta. En cambio, en todos los mitines se hablaba de la FAI; se gritaba: «¡Viva la FAI!», se hacía todo en nombre de la FAI, se agitaban sus banderas por hombres que no pertenecían a la FAI. Yo lo sé, porque los controlaba; por eso yo sabía que cuando García Oliver hablaba en nombre de la FAI era falso, porque no era de la Federación, como ahora ha confesado en sus Memorias. Federica también gritaba: «¡Viva la FAI!», pero no pertenecía a ella, y a la CNT sólo perteneció desde 1935. Pero, y sigo con la FAI, si nosotros en el secretariado contabilizábamos a 200 militantes pertenecientes a la FAI, ya era mucho. T. de H.—Muchos historiadores han acusado a la FAI de haber sido solamente un grupo de pistoleros. ¿Qué hay de verdad en esta afirmación? J. P.—Francamente, hoy esto es una cosa que hace reír, cuando las pistolas las llevan hasta los críos. Indudablemente los que estábamos en la FAI teníamos nuestra pistola, y los que la teníamos estábamos dispuestos a usarla y no a llevarla de adorno, y nos prestábamos a hacer lo que había que hacer. Por ejemplo, si había que proteger una manifestación, había siempre elementos que iban armados, para que cuando se producía el ataque de la policía, hacerla frente, y que el resto de la gente pudiera retirarse. Esto ocurrió en la celebración del primer Primero de Mayo de la República, en 1931, donde una gran manifestación terminó a tiros. Además, la organización, en tanto que organización de lucha, se ha encontrado en situaciones en las que no ha podido ir con guante blanco: ha tenido que hacer frente a los confidentes, a los pistoleros pagados por la burguesía, y a la fuerza pública. Naturalmente, esto obligaba a que la gente fuese armada, y a que respondiera en el terreno que pudiera. Siempre llevábamos las de perder, porque ellos trabajaban con impunidad, mientras nosotros no podíamos poner una pistola del 9 corto —eran las pistolas que teníamos— delante de un fusil de la guardia civil, que alcanzaba a 2.000 metros, mientras nuestras pistolas casi no llegaban a los 30 metros. Si a eso se llama pistoleros, efectivamente lo hemos sido. Yo he llevado mi pistola, pero no recuerdo haber disparado nunca contra nadie. T. de H.—Pasando ya a los momentos iniciales de la guerra: ¿Qué hizo la CNT al saber que se habían rebelado contra el Gobierno de la República un grupo de militares? J. P.—La CNT no esperó a enterarse de que se habían rebelado los militares. La CNT lo había pronosticado ya en mayo de 1936, y tal vez Antes; y en una de mis obras hay un documento, que es una denuncia pública de la CNT, en la que se dice ya más o menos lo que iba a ocurrir, y que efectivamente ocurrió. A nosotros no nos sorprendió el movimiento militar, sino que lo presumíamos, incluso sus alcances, y estábamos ya preparándonos para la respuesta. No fuimos sorprendidos; si hubiéramos sido sorprendidos en Barcelona, ésta habría caído inmediatamente. Y yo tengo la impresión, y lo he escrito muchas veces, de que si Barcelona hubiese perdido la batalla —y la ganó gracias precisamente a este sentido de anticipación de los anarquistas, a su mística de lucha, a que el problema se planteó en la ciudad, que era el terreno adecuado en el que nosotros estábamos entrenados para la Lucha— el «movimiento» habría triunfado en toda Cataluña; habría triunfado también en Valencia, donde los militares estuvieron una serie de días sin definirse en los cuarteles, y sólo lo hicieron cuando llegaron armas desde Barcelona para hacerlos salir como ratas de allí; y tal vez el pueblo madrileño no se habría decidido al asalto al cuartel de la Montaña. Yo pienso que Barcelona salvó a Cataluña, Cataluña a Valencia y, por consiguiente, salvó también a la España leal. No hablo del Norte, porque éste tiene otras características que no son las mismas. LAS COLECTIVIZACIONES INDUSTRIALES T. de H.—Una vez que la CNT sale a la calle y se adueña de Barcelona, y después de toda Cataluña, gracias a esta mística de lucha de la que hablas, Companys llamó a la Confederación para que entrara a formar parte del Gobierno de la Generalitat. ¿Por qué aceptó la CNT entrar en este Gobierno? J.P.—Se ha dicho que Cataluña era de la CNT, pero yo creo que Cataluña no era de la CNT. La CNT era la fuerza más potente en aquellos momentos. Pero si examinamos bien el panorama, enfrente de la CNT estaban muchos sectores; nosotros sólo contábamos con los trabajadores de la Confederación, y todos los partidos políticos estaban en contra nuestra. En el momento en que nosotros jugábamos el juego político, estábamos perdidos. Y si no lo jugábamos, teníamos otro peligro: debilitar al frente antifascista, porque había otro problema por encima de éste, que era el de la guerra civil. Y entonces existía un frente de guerra que, sin una retaguardia organizada, se habría desplomado completamente. Por eso, la CNT tuvo necesidad de hacer una serie de transacciones con los elementos políticos, no sólo en el plano local, sino en el plano nacional. T. de H.—¿Pensaba Companys que, al hacer participar a la CNT en el Gobierno, la tendría más controlada? J. P.—Eso es lo que no consiguió, porque la única cosa que se reservó la CNT —y que mantuvo durante toda la guerra— fue el terreno económico. La CNT hizo toda clase de concesiones en el terreno político, pero en el económico continuó siendo una potencia durante toda la guerra. T. de H.—Pero este control económico ha sido muy discutido, incluso entre los anarquistas. La misma Federica Montseny ha dicho que hay que distinguir entre las colectivizaciones industriales y las campesinas; y piensa que las colectivizaciones industriales se redujeron a cambiar un patrón por cinco o seis patrones, que eran los militantes de la CNT que colectivizaban las industrias. ¿Qué opinas tú de esta afirmaciones? J. P.—Estas manifestaciones —que yo reflejo en mi libro– las hizo Federica cuando era Ministro. Incluso llegó a hablar de la «juerga revolucionaria» que había en las colectivizaciones. En realidad, en las colectividades era necesario que hubiese una división del trabajo entre los que trabajaban, los que negociaban los productos y los técnicos que distribuían el trabajo, porque eran los más capaces. Mal que nos pese, había diferencias. Pero el salario era el mismo. Cuando Federica Montseny hizo estas declaraciones, las hizo como Ministro, porque estaba ligada por compromisos con los demás partidos políticos, que desde el primero hasta el último estaban en contra de las colectivizaciones. Nosotros, los revolucionarios de la CNT, sabíamos que era la única base que podíamos conservar en nuestras manos; porque en el momento en que entrábamos en el juego político eran 14 contra uno de nosotros, tanto en la Generalitat como en el Gobierno central, y allí teníamos todas las batallas perdidas. Por eso, nosotros conservábamos la otra base, la revolucionaria. Y ellos, los miembros de la CNT que fueron nombrados Ministros, tuvieron que hacer todas las concesiones que les impusieron los demás. Y para salvar la cara, tenían necesidad de presionar a la base. De modo que la «juerga revolucionaria,, no estaba abajo, estaba arriba. T. de H.—Se suele decir también que a la hora de colectivizar las industrias en Barcelona, la CNT no distinguía entre la gran industria, que había que colectivizar, y las pequeñas industrias de 5 ó 6 obreros, a las que también colectivizaba... J. P.—Nosotros lo hicimos mejor, y precisamente el ramo de la madera fue el que dio la pauta. Cogíamos todos los pequeños talleres de «traperos» —porque no eran más que traperos— donde sólo había uno o dos oficiales, y los concentrábamos en grandes talleres, en los que mecanizamos el oficio, y por tanto les dimos un rendimiento económico mayor del que habían tenido antes. Por ejemplo, el ramo de panadería —y hablo como panadero— estaba desperdigado en 200 ó 300 panaderías en todo Barcelona, con tres trabajadores en cada panadería: el maestro masa, el palero y el ayudante. La mayoría de estas panaderías estaban en sótanos llenos de ratas y de cucarachas, y si la gente que compraba el pan hubiera podido ver cómo lo hacíamos, con las ratas por debajo de las piernas y con las cucarachas volando, y que a veces se metían dentro de un pan, no lo habría comido. ¿Qué hizo la sección de panaderos? Crear la industria del pan, y aprovechando que la burguesía había instalado unos hornos en la parte alta de Barcelona, del último modelo y eléctricos, fuimos eliminando todas esas pequeñas panaderías y las concentramos en esas fábricas burguesas, y además creamos nuevas fábricas. Así constituimos fábricas de pan con muchos más obreros, que trabajaban de una forma mucho más higiénica. T. de H.—Otra acusación frecuente contra las colectivizaciones industriales es que al concentrar pequeñas industrias, creó un estado de opinión negativo entre la pequeña burguesía, que terminó por ponerse de acuerdo con el Gobierno para acabar con la CNT. J. P.—Esa es una acusación de la que yo me vanaglorio. Que un reaccionario se ponga de acuerdo con otro contra mí, que soy un revolucionario, es algo que no me humilla, ni mucho menos. Y LAS COLECTIVIZACIONES AGRICOLAS T. de H.—Si pasamos de la industria a la agricultura, se dice a veces que la CNT mandó a Aragón a la columna Durruti para colectivizar el campo a la fuerza, creando —según algunos historiadores— una dictadura férrea en el campo. ¿Qué hay de verdad en esta afirmación? J. P.—En esta afirmación hay parte de verdad, y hay también parte de mentira. La verdad es que no podíamos soñar con que todos los campesinos de Aragón fuesen revolucionarios, y que no hubiese campesinos reaccionarios como resultado de la herencia del caciquismo milenario en Aragón. Algunos campesinos no dijeron nada, pero llevaban dentro de ellos sus reservas, aunque la mayoría de los campesinos estaban a favor de las colectivizaciones, porque había una buena organización cenetista en Aragón. Sólo existió una minoría reacia. Naturalmente, lo que se impuso fue la mayoría, y los demás quedaron a la espera de que se produjera un acontecimiento como el de agosto de 1938 (1), cuando Líster entró en Aragón a sangre y fuego. La situación de Aragón la determinó mucho la presencia de la columna Durruti, pero hay que tener en cuenta que no sólo estaba esta columna, sino que allí estaban también las fuerzas del PSUC, y la que fue después la 29 División del POUM. La columna Durruti intervino en las colectivizaciones. A medida que avanzaba hacia Zaragoza, en los pueblos por donde pasaba ejercía su influencia. Pero nunca llegó a obligar a nadie por la fuerza a colectivizar sus tierras, sino al contrario. Los problemas vinieron después. Cuando en una revolución comienzan las dificultades es cuando se crean las fracciones. Cuando no hay resistencia, siempre hay armonía. Yo lo recuerdo muy bien, aunque no formé parte de la columna Durruti hasta septiembre-octubre de 1937. También existió otro factor, la formación del Consejo de Aragón, creado por los anarquistas de Aragón, que eran los elementos más revolucionarios y los únicos con fuerza en la zona, inmediatamente después de formarse el Consejo de la Generalitat de Cataluña. T. de H.—¿Podrías explicar cómo se creaba una colectivización en un pueblo? J P.—Cuando la CNT entraba en un pueblo, reunía a los campesinos, convocaba una asamblea, y allí se discutía si se colectivizaba o no el pueblo. Yo recuerdo que asistí a una asamblea en un pueblo por casualidad —porque yo estaba entonces en Lérida, dirigiendo Acracia— y allí se discutió si se iba a la colectivización o no; se discutieron sus pros y sus contras, y por mayoría se votó a favor de la colectivización. Entonces, se formaron enseguida los equipos de trabajo: el comité de la colectividad, formado por los más competentes técnicamente y de mayor solvencia ideológica, era el que distribuía los trabajos: unos se dedicaban al intercambio de productos con otros pueblos, otros al trabajo en el campo, etc. T. de H.—¿Se abolió el dinero? J. P.—Si. Se llegó a crear una moneda local, que servía solamente para el intercambio interno de cada pueblo. T. de H —¿Hubo problemas por falta de técnicos para la gestión de la economía? J. P.—En el campo no se planteó el problema de los técnicos: los técnicos eran los mismos campesinos. Donde se planteó el problema de falta de técnicos fue en la ciudad. Recuerdo que en La Vanguardia se estaba montando una rotativa nueva, y como los técnicos habían huido, la rotativa quedó allí medio desarticulada. El Sindicato de Artes Gráficas comenzó a tantear a los técnicos profesionales, pero se dio la paradoja de que los obreros fueron capaces de montar la rotativa. Lo sé porque entonces tirábamos allí Tierra y Libertad, y conocía bien el problema. Respecto a los demás profesionales, se daba categoría de técnicos, como una especie de invitación a la armonía, a los patronos. Al patrón no se le eliminaba por completo, sino que se le daba trabajo, porque la única condición que se le ponía para continuar en la fábrica era la de trabajar como los demás. En el campo no existió este problema, porque no se hicieron grandes planes quinquenales para hacer embalses, etc. Aunque se hicieron carreteras, se llegó a desviar ríos y a perforar montañas. Por ejemplo, el Sindicato de la Madera se surtía de la madera de los bosques del Valle de Arán, para lo cual tenía que atravesar una montaña, en la que ya en el siglo XIX se había planeado abrir un túnel, y desde entonces todos los politicos en época electoral, como es costumbre en ellos, prometían abrirlo, pero nunca lo hacían; pues bien, el Sindicato de la Madera perforó la montaña, y con ello consiguió llegar hasta la madera en condiciones rápidas y, además, seguras. T. de H.—¿Cómo se relacionaban unas colectividades con otras? J. P.—En Aragón y en Cataluña se fundó la Federación de Colectividades, que en Aragón estaba localizada en Caspe o Alcañiz. Y existían también las Comarcales de Colectividades, como las de Fraga y Alcañiz. Las colectividades, en un primer escalón, se debían a la Comarcal de Colectividades, que englobaba a todas; allí había un Comité de Colectividades que cuidaba del intercambio, unas veces con moneda y otras sin ella. La moneda se empleaba más bien cuando había que hacer intercambios industriales con la ciudad, y se empleaba la moneda oficial. Pero cuando se trataba de un intercambio de colectividad a colectividad, se hacía con el intercambio de productos o con la moneda que se creaba para estos fines. T. de H.—¿Entonces, la economía podía funcionar no sólo a nivel local, sino a niveles más generales? J. P.—Sí, comenzó a funcionar. El campo necesitaba de la ciudad, y ésta necesitaba del campo. Si el campo necesitaba tejidos, se desplazaba a Barcelona una comisión del Sindicato Textil, siempre a nivel confederal. Aparte de esto, funcionaba la economía —podríamos decir— de tipo burgués, porque no toda la economía se socializó en Cataluña, ni mucho menos. Funcionaba, de la misma manera que funcionaban dos Gobiernos, el de la Generalitat y el revolucionario. En la economía existió siempre esa dualidad: hubo comercio libre y comercio colectivizado, había tiendas que pertenecían a la colectividad, y otras que eran de mercado libre. T. de H.—Se suele considerar al proceso de colectivizaciones como una auténtica revolución social, totalmente distinta de las revoluciones comunistas de nuestro siglo. ¿A qué se debe la diferencia? J. P.—Aquí se partió de un factor organizado, mientras en Rusia se hizo la revolución a partir de la una debácle» militar, no de una organización concreta (la bolchevique tenía todavía muy poca fuerza, y no tenía un objetivo concreto). En España existía una organización con una ideología clara, tras 60 años de lucha, y con un programa concreto. La diferencia con la revolución rusa está en que los campesinos vivieron una vida Libre, eran dueños de los productos que cultivaban, y poseían una decisión libre en todos los sentidos. En las otras revoluciones, hay una autoridad. En España se produjo la primera gran revolución en el aspecto económico de la historia. Gracias a ella, se pudo tomar el poder económico con rapidez, y por tanto no hubo caos económico: la marcha de la economía siguió durante la guerra, mientras en Rusia se produjo el caos. La misma Emma Goldman, cuando vino a España, se quedó asombrada del orden con que se había producido la revolución, en comparación con la rusa (ella estuvo en Rusia de 1919 a 1922). Es decir, la gran ventaja de España fue la existencia de una organización con 60 años de existencia, con una militancia muy curtida y con unas ideas muy claras. LA CNT EN EL GOBIERNO T. de H.—¿Cuál fue la actuación de la CNT en el Comité de Milicias Antifascistas? J. P.—Creo que ya se conocerá la formación del Comité de Milicias Antifascistas, que se produjo después de la lucha en las barricadas, cuando Companys suscitó la presencia de la CNT al lado de los demás partidos, a los que tenía escondidos en una sala. Nosotros, al verlo, dijimos que no nos comprometíamos a entrar en el Comité, porque teníamos que solicitar el permiso de la organización. Entonces se formó el Comité de Milicias Antifascistas a base de representaciones proporcionales a la fuerza de cada uno de los sectores. Se creó especialmente para tener competencia en la cuestión de orden público, y después para organizar a las milicias que iban al frente de Zaragoza. La CNT asumió la Comisaría de Defensa, y se formó la Columna Durruti, que es la primera que salió de Cataluña para el frente de Aragón. Pero el Comité se acabó al formarse el Gobierno de la Generalidad. T. de H. ¿Y en el Consejo de la Generalidad? J. P.—A partir del momento en que se produce el hecho revolucionario, hay dos tendencias: el Gobierno de la Generalidad que se siente postergado, porque se había quedado arrinconado; y las fuerzas revolucionarias que estaban en la calle. Por eso, los políticos de la Generalidad, que estaban acostumbrados a tener vara alta en Cataluña durante muchos años, quieren recuperar la revolución; pero tropiezan con la resistencia del sector revolucionario formado por la CNT, ayudada hasta cierto punto por el POUM, que tenía poca tuerza, pero hay que rendirse a la evidencia de que fue una organización revolucionaria. Estas dos tendencias irán perfilándose con el tiempo, con arreglo a las oscilaciones de la temperatura militar y política internacional. Por lo tanto, era inevitable que la CNT fuera dejando plumas. Una de las primeras plumas que dejó fue aceptar la participación en un Gobierno de la Generalidad, que se produjo en el mes de septiembre de 1936, aunque por pudor no le Llamaron Gobierno, sino Consejo. La CNT arranca por fin que no se llame Gobierno, como si fuera una cosa del otro mundo. T. de H.—¿Tuvo algún papel importante la CNT en el Consejo, o estaba marginada? Escofet, en la película "La Vieja Memoria", cuenta que los consejeros de la CNT, para arrancar decisiones a los demás, sacaban las pistolas y los amenazaban con darles un tiro si no hacían lo que quería la CNT. ¿Qué hay de verdad en esto? J. P.—¿Eso dice Escofet? No sé... El único rumor que he oído es que cuando se planteó el asunto de la legalización de las colectividades, hubo tal tensión en el seno del Consejo que hay quien dice que sacaron las pistolas y las pusieron encima de la mesa. Esto lo he oído, pero como yo no intervine en el Consejo, no lo puedo afirmar con absoluta certeza. Las colectividades no las creó la organización, sino los militantes; no hay una orden del Comité Regional de Cataluña, ni de la Federación Local, que diga: «Hay que colectivizar la economía». Se produjo automáticamente. Los trabajadores, en el momento que cesan los tiros y se les manda al trabajo, responden: «Al trabajo, sí, pero no en las mismas condiciones que antes», y es cuando se apoderan de la economía. Esto se hizo por la acción directa de la base. Yo no he podido detectar un solo comunicado oficial de la organización que ordene a sus afiliados que colectivicen la economía. Cuando la CNT se ocupó de la economía, la colectivización ya era un hecho consumado.
T. de H.—De todas formas, la participación más importante de la CNT en la política fue la entrada de tres ministros en el Gobierno de Largo Caballero, que provocó una dura polémica, y aún sigue dando lugar a intensas discusiones. En este debate, qué postura tenía la mayoría de la organización, y cuáles eran las razones de los que os oponíais a la entrada en el Gobierno? J. P.—Desde el punto de vista de las personas que figuraban al frente de la organización, yo creo que tenían mayoría los que eran partidarios de la entrada en el Gobierno. Y los que éramos adversos estábamos en minoria. Nosotros pensábamos que la CNT tenía muchas cartas que jugar, que tenía una trinchera muy fuerte en la economía, dominando los Sindicatos, las fábricas y las colectividades, y poseía desde aquí una fuerza mucho mayor de la que podía ejercer desde el Gobierno. Porque ir al Gobierno significaba todo lo contrario; era ir a hacer concesiones radicales y a convertirse en enemigos de la revolución, porque los propios ministros de la CNT hacían declaraciones adversas a la revolución. Porque ellos se encontraban con problemas dentro del Gabinete, y en esa situación no se sentían con las mismas agallas que antes del «movimiento». Y así hacían concesiones, y esas concesiones eran muchas veces contrarrevolucionarias. De ahí la célebre conferencia de Peiró —que yo reproduzco en mi libro—, donde afirmó: «0 sobran los Ministros, o sobran los Comités». Y de ahí también las declaraciones desgraciadas de Federica, cuando se refirió a la «juerga revolucionaria» de las colectividades, que ella no conoce ni ha conocido nunca. EL EJERCITO REPUBLICANO T. de H.—¿Cuál fue la actitud de la CNT ante la necesidad de organizar militarmente a las fuerzas republicanas? J. P.—En un primer momento se fundaron las milicias. Los soldados —recuerdo la célebre asamblea del Teatro Olimpia, a la que se habían convocado a todos los soldados que habíamos hecho prisioneros— no querían regresar a los cuarteles, y se negaban a estar al mando de jefes traidores o que podían traicionar. La CNT les apoyó: decidimos partir la pera por el medio, es decir, ni Ejército Popular, ni cada uno por su lado. Y formamos las milicias. Pero si en Barcelona el Ejército tenía este estilo revolucionario, en Madrid era todo lo contrario; estaba el Quinto Regimiento, donde, a golpe de tambor, de banderas y charangas, el PCE quería montar el antiguo Ejército. El tiempo, añadido a la presión del enemigo, tuvo forzosamente que producir mella en la convicción de los propios anarquistas, que terminaron aceptando la militarización T. de H.—¿Consideras acertada la opinión de muchos historiadores, de que los anarquistas sólo valían para presentar los pechos al enemigo, pero no tenían la suficiente disciplina para enfrentarse a una Lucha más continuada, para pegarse al terreno, y, por ello, no servían para la guerra? J. P.—Ni servían unos ni servían otros; lo demás son coplas. Indudablemente, hubo chaqueteos entre los milicianos; pero hubo también verdaderos heroísmos. Naturalmente, la guerra no podía hacerse en la forma que se concibió al principio; las sucesivas derrotas en los frentes demostraron que no podíamos enfrentamos con el Ejército formando otro Ejército. Unicamente, si la CNT hubiera tenido una posición mucho más acusada dentro del campo rural podríamos haber hecho la guerrilla. Pero aún así, la guerrilla se hizo. Tuvimos elementos infiltrados dentro del campo enemigo, que se dedicaron a volar puentes, a hacer actos de sabotaje... Pero la CNT no estaba preparada para mantener la guerrilla con fuerza, porque sus puntos de apoyo los tenía en las ciudades, y no en el campo; y una guerrilla sin apoyos en el campo no puede funcionar. T. de H.—¿Cuál fue la reacción de la CNT ante la militarización? J. P.—En el momento en que el enemigo formó una línea continua, la respuesta fue montar una línea continua delante del enemigo; y éste fue el fracaso, porque no contábamos con medios bélicos suficientes. La CNT aceptó la militarización, aunque costó mucho hacer comprender a los compañeros que había que aceptar la militarización, porque estaban acostumbrados a llamar a todo el mundo de tú, no había cargos, y en el momento en que se llevó a cabo la militarización, tenían que llamar de usted al teniente o al capitán, y esto a los compañeros les venía grande. Había toda una mentalidad libertaria que cambiar, y no era fácil cambiarla; no se cambió nunca. Al producirse la conversión al Ejército, los militantes anarquistas luchaban con menos interés, sobre todo cuando se enteraron o vieron las maniobras que los elementos comunistas hacían en el Ejército, donde se habían apoderado de todos los mandos. Mientras nosotros no los habíamos aceptado, ellos fueron corriendo a copar los Estados Mayores, crearon el Comisariado Político —la Compañía de Jesús roja—y estos elementos, los misioneros del partido (no del Gobierno, pese a que los comunistas lo crearon bajo el pretexto de que era la representación del Gobierno en los cuerpos armados) lograron hacerse con los mandos y no sirvieron más que para hacer labor de tipo proselitista. Sólo servían para bloquear las solicitudes a tenientes o sargentos de compañeros no comunistas: el propio Cordón pasaba las circulares a sus propios adherentes, de modo que cuando la circular llegaba a las unidades militares, y los compañeros anarquistas hacían sus instancias, ya estaban bloqueadas las listas por los comunistas. Con estos procedimientos, nosotros teníamos muy pocos representantes dentro de los puestos decisivos del Ejército. DECLIVE DE LA CONFEDERACION T. de H.—A partir de 1937, se produce un declive progresivo de la CNT, reflejado en su pérdida de posiciones tras los acontecimientos de mayo en Barcelona, o en la entrada de Líster en Aragón. ¿Cuál es tu opinión sobre estos hechos? J.P.—Los acontecimientos de mayo de 1937, o la entrada de Lister en agosto de 1938, corresponden a una política que van siguiendo los enemigos de la Revolución, no solamente el Partido Comunista, sino todos los elementos moderados y reaccionarios que éste tiene la facultad de agrupar en tomo a sí. Los hechos de mayo fueron una provocación para atacar el corazón de la CNT, porque los comunistas contaban con todas las fuerzas de orden público, factor muy importante, ya que la CNT no quiso ser guardia, y los guardias quedaron en manos de los elementos opuestos a la CNT; y esto produjo un Ejército de retaguardia enemigo de la CNT, o por lo menos capaz de responder a consignas en contra de la Confederación, como pasó en mayo de 1937. T. de H.—¿Por qué la CNT no salió en masa a defender al POUM? J. P.—Esto es una leyenda. La prueba de que la CNT se puso al lado del POUM es que en el juicio contra esta organización intervino la propia Federica Montseny. Además, Federica fue la primera que lanzó a la publicidad en un mitin el asesinato de Nin. Federica dijo en el Olimpia: «Se me ha asegurado que el cadáver de Nin ha sido encontrado en Alcalá de Henares... Yo puedo decir esto porque todavía me ampara la inmunidad parlamentaria». T. de H.—¿Desapareció la CNT después de mayo de 1937? J. P.—A pesar de muchas opiniones en contrario, la CNT no se terminó en esa fecha; no porque no hubieran podido acabar con ella, sino porque había un imperativo superior a los deseos de los que querían liquidarla, y era el resultado adverso de la guerra. Porque se daba la siguiente situación: mientras los frentes se sostenían, había lucha de tendencias; pero en el momento en que se producía un desastre, se paraban todas las maniobras. Y como estas «debácles» se dieron hasta el final, los comunistas no tuvieron ocasión de terminar completamente con la CNT. Además, las colectividades llegaron hasta el final de la guerra. En el momento en que cayó Aragón en marzo de 1939 —yo soy testigo, porque me tocó vivir esta época— no sólo se retiró el Ejército republicano, sino que todo Aragón salía huyendo, los campesinos con sus rebaños, con sus enseres, con sus carros cargados de muebles... Era todo Aragón el que retrocedía con nosotros. Yo hice la retirada con las fuerzas de Zaragoza hasta el río Segre a pie, y muchas veces nos mezclábamos con los civiles; y sólo se quedaban en los pueblos los más reaccionarios, que se escondían donde podían a esperar a las tropas fascistas. Tanto es así, que la CNT de Francia tiene tal vez un 30 por 100 de aragoneses, un 40 por 100 de catalanes y el otro 30 por 100 de las demás regiones. T. de H.—Entonces, ¿la CNT siguió luchando después de mayo de 1937 también en el terreno económico? J. P.—Siguió luchando, pero interferida desde entonces por las leyes oficiales, de doble origen, las leyes que daba el Gobierno central, y las que promulgaba el Gobierno autónomo, que ya no era autónomo ni mucho menos, y ésta es la gran paradoja. Se dice que Franco abolió el Estatuto de Cataluña; no es cierto. Cuando Franco abolió el Estatuto de Cataluña, Cataluña ya no tenía Estatuto, porque se lo había merendado Negrin. T. de H.—Tras la derrota, ¿cómo continuó la CNT la lucha contra la dictadura franquista? J.P.—La Lucha continuó a través de la frontera con las guerrillas de los Pirineos, a partir de filtraciones de grupos cenetistas, como los de Sabater, Facerias o Massana. Con Massana fui yo en una de sus misiones. Massana tenía una zona alrededor de Verga, que aunque no la controlaba totalmente, sí era incontrolable para la guardia civil. El tenía contactos con los campesinos. En esta misión de la que os hablo, yo fui con él, porque tenía que ponerme en contacto con la resistencia del interior del país. Yo era entonces secretario de la CNT en Francia, y los compañeros de España me pusieron en un dilema: o venís vosotros, o vamos nosotros allí. Y yo, como secretario, pensé que también teníamos que mojamos nosotros, y me marché a España. Mi enlace fue Massana; por este episodio conozco muy bien la lucha que llevó a cabo en el Norte de Cataluña. Massana tenía contactos incluso en las fábricas catalanas, y llegó a entrar en una de ellas, cuando las mujeres tenían un trabajo muy duro, y trabajaban de noche. Massana las hizo dejar las máquinas, y subió a ver al patrón; como estaba durmiendo le despertó, le hizo bajar a los talleres tal como estaba —en calzoncillos—, lo paseó delante de las trabajadoras y le obligó a aceptar las reivindicaciones que pedían las mujeres. Massana me acompañó, y me permitió conocer todo su campo de operaciones. Era un hombre que se conducía de una manera muy original. Entrábamos, por ejemplo, en la casa de un payés, y él se dirigía al propietario, le preguntaba cómo marchaba la cosecha del trigo, y si todavía faltaba segarlo, él y sus hombres ayudaban al payés. Comíamos en su casa, y al final de la comida Massana pagaba con creces todo lo que habíamos comido; él no robaba a nadie. T. de H.—¿Cómo reorganizasteis la resistencia en el interior? J. P.—Resistencia en el sentido bélico no hubo, pero sí en el sentido general del término. No puedo hablar del Norte, pero conozco la resistencia en Cataluña y en otros puntos del país. Yo llegué de América en 1947, e inmediatamente me reincorporé al interior, pasé la frontera clandestinamente y llegué a Madrid. Allí conocí a Juanito (Juan Gómez Cesas) que era quien llevaba la lucha clandestina, y se encargaba de la organización. Tuvimos un pleno, en una calle que no recuerdo, que terminó mal, porque la policía nos cercó, y tuvimos que salir corriendo. En el pleno se trató de la reorganización de la CNT en el interior; es el eterno problema de la organización; una organización se está organizando toda su vida. Al pleno asistieron delegados de Valencia, de Andalucía y del Norte, y yo, que venía de Francia, en representación de la organización en el exterior. El primer pleno fue el de las Juventudes Libertarias, que se celebró en una ladrillería madrileña, allí estuvimos toda la noche hasta el amanecer, porque llegaban los trabajadores y no podíamos dejar huellas de nuestra presencia. Y a continuación celebramos el pleno de la FAI; yo iba de representante de la FAI, sin pertenecer a ella. Al terminar el pleno, nos avisaron que se acercaba la policía. T. de H.—¿En qué zonas tenía fuerza la CNT en ese momento en España? J. P.—La fuerza mayor estaba en Cataluña; había alguna fuerza en Valencia, y bastante en Madrid. Pero se dio la fatalidad de que en aquel momento la organización estaba escindida: yo representaba entonces a la parte más extremista; enfrente teníamos a la parte más contemporizadora con los aspectos políticos, que quería continuar con la misma organización que teníamos al finalizar la guerra. Esta división es algo muy complejo de explicar. En realidad, la escisión se produjo primero en Francia, entre los continuistas, y los que querían volver a las antiguas prácticas cenetistas de carácter apolítico. Esto repercutió en el interior, donde la gran mayoría quería continuar; nosotros éramos una minoría en interior, pero en el exterior éramos la mayoría. En este viaje mío a Madrid, yo tuve ocasión de consultar a ambas partes, y comprobar que los elementos continuistas tenían mayoría en el interior. Les favorecía, por ejemplo, el hecho de que nosotros en Francia estábamos libres, y ellos estaban bajo la bota del dictador; en Francia podíamos celebrar reuniones libremente, y en España los jefes eran quienes decidían, pero la base no intervenía, dadas las circunstancias. Eran siempre plenos de notables los que se reunían. (Declaraciones recogidas por Maria Ruipérez y Manuel Pérez Ledesma). (1) Nota Sbhac: en realidad fue en agosto de 1937. |