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Tiempo de Historia nº 25 diciembre de 1976 1876-1973 - Pau Casals. Un músico y una actitudJosé Ramón Rubio
ESCRIBIR sobre Casals es muy difícil. No sólo porque su existencia, tan larga y llena de acontecimientos, haga aparecer más falaz de lo que ya es ese sistema de condensar toda la vida de un personaje en una anécdota, un rasgo del carácter o, en suma, una circunstancia más o menos relevante pero circunstancia al fin y al cabo— que sitúe la multiplicidad de la vida de una persona en los marcos siempre estrechos de una biografía. Lo más importante que surge ante quien trata de escribir sobre Casals es que lo que ha de resumir es un hombre y más que un hombre. Pau Casals Defilló muere en 1973. Queda en la Historia de la Música y en la Historia. Pero queda también en sus familiares, en sus biógrafos, en sus amigos y colaboradores, en tantos y tantos allegados y favorecidos que vieron sus vidas afectadas decisivamente por el contacto con la personalidad única del autor de «El Pessebre»; queda en quienes formaron parte de esa realidad espléndida que se llamó Sociedad Obrera de Conciertos, en quienes le ovacionaron en el Palau al frente de su Orquesta, la Orquestra Pau Casals, y luego peregrinaron a Prades y Puerto Rico; queda en quienes le convirtieron en símbolo viviente de una Cataluña insumisa ... en fin: Pau Casals pervive en muchos, muchísimos seres que le sienten como algo inseparable de sí mismos. Hablar ante ellos de Casals es sin duda un atrevimiento: Casals les pertenece. Pero es que la figura de Pau Casals no acaba con eso. También confluyen en ella, aparte de muchas personas, muchos tiempos. Hablar de Casals es hablar de casi un siglo de existencia, inmerso en la época más apasionante y contradictoria que ha vivido la Humanidad. En esta época la Historia ha, experimentado cambios trascendentales: la propia noción de Historia ha cambiado, porque hombres como Bergson —que dirá a Casals: «Usted me ha enseñado muchas cosas»— y Einstein —que verá en el retiro de Prades el último refugio del humanismo— han transformado el concepto mismo de Tiempo. Nuestra perspectiva, hoy, dista de la de hace cien años mucho más de lo que la simple lejanía temporal puede hacer suponer. Sin salir de la Historia de la Música, pensemos que, cuando Casals nace, Brahms, una de las causas que siempre defenderá, tiene cuarenta y tres años y acaba de estrenar su Primera Sinfonía. Wagner, con sesenta y tres, ha visto, por fin, la primera representación de la Tetralogía en el Festpielhaus de Bayreuth, desde donde se constituye en centro de una devoción que excede lo artístico y marcará decisivamente el panorama cultural de finales del siglo: se hará sentir con intensidad en la Barcelona que Casals conocerá. Liszt, a quien ni la edad ni las órdenes menores apartan de lances sentimentales, nota sin duda el peso del tiempo al conocer la muerte de dos de las mujeres de su vida: George Sand y Mme. d'Agoult, madre de Cósima.
Figuras trascendentales como Mahler, Debussy y Schoenberg tienen respectivamente dieciséis, catorce y... dos años. Richard Strauss, que interpretando sus propias obras, revelará a Casals un mundo nuevo, produce precozmente sus primeras composiciones. Es todo un universo que, por el momento, parece muy alejado de la pequeña ciudad tarraconense de El Vendrell, donde Casals viene al mundo el 29 de diciembre de 1876. Su vocación por la música le llega muy pronto por determinación familiar. Su padre, Carles Casals, republicano partidario de Pí y Margall que, recién casado, no ha dudado en alistarse para defender la ciudad contra los carlistas, es organista de la parroquia, y se ayuda dando clases de solfeo y piano: en ellas ha conocido a la que es su mujer. Pilar Defilló, puertorriqueña, hija de un joyero catalán; para Pilar, casarse con un profesor de música ha supuesto abandonar un nivel de vida superior. En un ambiente presidido por la música, el pequeño Pau demuestra precozmente sus dotes: en seguida aprende a tocar el violín y el piano; a los cinco años entra de segundo soprano en el coro de la iglesia. Se aplica al órgano en cuanto puede llegar a los pedales, y colabora con su padre en pequeñas composiciones. Esta infancia, en la que aprende algo que ninguna escuela enseña y que constituye la base del genio, el enfoque correcto, determinará que Casals permanezca toda su vida fiel a su pueblo de El Vendrell.
Pero si la inclinación de Casals por la música es inicialmente obra del padre, será la madre la que determine su dedicación exclusiva a la misma y, además, su futuro corno intérprete de violoncello. Pilar Defilió es una mujer de carácter y proviene de una familia de carácter: en Puerto Rico, dos tíos suyos habían preferido el suicidio a ser humillados por la tortura. Pilar, que no ha dudado en privarse de muchas cosas por casarse con un músico de pueblo, va a abandonar casi todo por sus tres hijos, los tres que le sobreviven de un total de once. Toda su vida la ocuparán Pau, Lluís y Enric; su tenacidad presidirá los comienzos, decisivos, de la carrera musical del primero. La música como ambiente: esto caracterizará para siempre la actitud de Casals ante «su» arte. El concepto de la música como algo natural, semejante al aire que respiramos, le enfrenta desde el principio con unos absurdos y desfasados sistemas de enseñanza: desde ese concepto, reinventa un instrumento que ha intuido más que descubierto en una función de cómicos ambulantes, y que ha aprendido a tocar en un remedo construido con una calabaza. Cuando contempla un violoncello «de verdad» en manos de Josep García, excelente intérprete —para entonces—, que será su profesor en Barcelona, Casals «sabe» que ha de estar vinculado toda su vida a ese instrumento; lo que tal vez no sepa es que, no mucho tiempo después, su nombre será asociado indisolublemente al violoncello; lo que sin duda no sabe es que simplemente tocando con naturalidad, con libertad, creará una técnica de interpretación por la cual le serán deudores todos los violoncellistas posteriores a él. Con todo esto trato de decir que cuando Casals, a los once años, llega a Barcelona acompañado de su madre para dar clases de violoncello y armonía, y cuando, en los años difíciles de la adolescencia, toca en un café donde le escuchan un día Albéniz, Rubio y Fernández - Arbós... ya es grande: puede que más grande, incluso, que estos artistas consagrados que le admiran como genio precoz. Josep M. Corredor, biógrafo, colaborador y amigo íntimo, cita en sus «Converses amb Pau Casals» una frase de Péguy que se aviene perfectamente con esto: «Todo está decidido antes de que tengamos doce años». En Casals esta decisión se revela a veces en forma de intuiciones que parecen geniales y no son en realidad más que afirmaciones de sentido común que se oponen a los tópicos en vigor. Así, no tiene reparo en manifestar sus reservas ante los conceptos dominantes de virtuosismo, con ocasión de un concierto de Sarasate. Así, desde los trece años ha sabido captar todo el mundo que yace ignorado en seis Suites para violoncello, cuyas partituras ha encontrado casi por casualidad en una librería barcelonesa. Así, deja asombrado a Saint-Saéns cuando éste se aviene a acompañarle al piano su propio concierto para violoncello y orquesta. Podríamos seguir con multitud de anécdotas que ilustran la grandeza de este joven alumno de la Escuela Municipal. Pero hay que dejar paso a nuevos acontecimientos. 1893. En el comienzo de la temporada del Liceo, el anarquista Salvador arroja una bomba al patio de butacas. La agitación social reinante en Barcelona discurre paralela a una de las más graves crisis que ha de sufrir Casals. Solicitada una beca para ampliar estudios en París, se le ha denegado. Pilar torna de nuevo las riendas: hará valer una carta de recomendación que le dio Albéniz para el conde Morphy, secretario de la Reina. Con sus tres hijos, se dirige a Madrid. La estancia de Casals en la capital va a durar hasta 1895. Estará presidida por la figura de este conde Morphy, un aristócrata de formación cultural europea, apodado con despectiva plebeyez «el músico». En compañía de Morphy, Casals accede repetidas veces a la compañía de la Reina Regente, quien le ayudará económicamente y tendrá siempre trato de favor hacia él. Son años de estudio con Monasterio —«El mejor maestro que he tenido»— y Bretón: pero es el conde Morphy quien más influye en la formación de Pau, a quien abre todo un Jacques Thibaud, rodeado por Casals y Alfred Cortot. Ellos formaron uno de los tríos más celebres de la música contemporánea mundo de preocupaciones que juzga necesaria extensión cultural para que el talento se manifieste por completo. Sin embargo, Morphy no ve en Casals un violoncellista, sino un compositor, creador futuro de la auténtica «ópera española». Y, animado por esa esperanza, cuando considera cumplida su formación le envía a Bruselas a estudiar composición con Gevaert; puede, si quiere, seguir también estudios de violoncello con Jacobs. Pero al llegar aquí irrumpe el temperamento de Casals: rompe con Jacobs desde el primer día a causa de un famoso incidente, y contra las indicaciones de Morphy, que le retirará su ayuda, abandona Bruselas y marcha a París. Con tenacidad que ha heredado de su madre prefiere arrostrar las dificultades de un medio desconocido a abandonar su verdadera vocación. Esta etapa de París es dura para Casals y su familia. Pasan meses en una vivienda inhóspita, donde Pilar trabaja día y noche; Pau vuelve a tocar en orquestinas y consigue algo de dinero, pero cae enfermo. La realidad impone la vuelta a Barcelona, donde pasa a ocupar el lugar de su antiguo maestro Josep García. Desde los puestos de profesor del Conservatorio y primer violoncello de la Orquesta del Liceo, Casals preparará tenazmente su «conquista de París», punto en que confluyen todas las miras de una Barcelona pujante, surcada por ideas políticas renovadoras e invadida por un culto al progreso en todos los campos, incluyendo el del arte: se afirma el sentimiento nacional con hechos como la creación del Orfeó Catalá, mientras que en las exposiciones de Picasso y Nonell se saludan los vientos del siglo que está a punto de llegar. En este ambiente, dos ídolos nacionales pasan a presidir el panorama musical: Casals y Granados, un dúo que recorre triunfalmente los escenarios de la Península Ibérica. Es también por entonces cuando el joven Casals, a quien ya han comenzado a aclamar los públicos, presencia en el puerto de Barcelona un espectáculo que quedará grabado para siempre en su mente como «un desfile de espectros»: son soldados repatriados, que vienen de perder las colonias; la propaganda trata de ocultar la magnitud del suceso, que, sin embargo, va a constituir un golpe mortal en todos los ámbitos. En 1899, un año después de la muerte de una manera de entender España, Casals, con una recomendación del conde Morphy para Lamoureux, vuelve a París. Y de allí asciende a la cumbre. Poco tiempo va a transcurrir entre la irrupción ante un Lamoureux que en principio le acoge reticente, y la obtención unánime del calificativo de «máximo virtuoso mundial». Todo el universo musical que hasta hace poco le ha parecido alejado y fantástico es ahora cotidiano y le rodea. En un París en el que reina una actividad cultural sin precedentes, su nombre se baraja junto a los de Fauré, Dukas, D'Indy, Ravel, Saint-Sans...; en Amsterdam, ante Julius Róntgen —de una familia de intelectuales a la que pertenece también el inventor de los rayos X— y un compositor «de aspecto envejecido» que ha llegado desde las tierras del Norte, Edvard Grieg, toca por primera vez ante otros una de aquellas seis Suites, que practica todos los días desde que las descubriera hace años: con ellas conquistará Alemania, no sin antes vencer la resistencia de quienes no son capaces de aceptar que sea un músico extranjero quien les venga a enseñar cómo es Juan Sebastián Bach, compositor que ellos creen que les pertenece en exclusiva. En Estados Unidos lo normal es que los auditorios se colmen hasta más allá de su capacidad para asistir a los conciertos de Casals, quien, al morir Granados en el hundimiento del Sussex, dará en el Metropolitan, y nada menos que con Kreisler y Panderewski, un memorable recital a beneficio de los huérfanos del compañero desaparecido; en 1904 ha sido llamado para tocar en la Casa Blanca ante el Presidente Theodore Roosevelt: ese mismo año presenta en los Estados Unidos «Don Quijote», poema sinfónico para violoncello y orquesta que ha compuesto uno de sus ídolos juveniles, Richard Strauss; el propio autor dirige la orquesta.
Está también Inglaterra. Casals llega allí cuando la sociedad victoriana, bajo una capa de esplendor, incuba una decadencia no lejana. En un hotel de poca categoría muere, escondido tras el seudónimo de Sebastián Melmoth, una de las víctimas de la intolerancia de ese mundo en apariencia amable. Pero esta Inglaterra sólo será para Casals un recorrido triunfal. Los éxitos de las primeras actuaciones le consiguen un concierto privado ante la propia Reina; muchos recitales públicos le seguirán. Casals volverá una y otra vez a Inglaterra, donde ha hecho amistades que le influirán para siempre; Speyer, Donald Tovey —a quien juzgará con apasionamiento «uno de los más grandes músicos de todos los tiempos»—.
Amistades: a través de ellas Casals enlaza con los grandes nombres del pasado. Hans Richter le recreará el estreno de la Tetralogía en Bavreuth; Speyer, brillante conversador, le trasladará a los años de su amistad con Joachim, Brahms y Clara Schumann; Siloti le hablará de su maestro Liszt. Es también Siloti quien le acoge en Rusia en plena huelga general de 1905 y le introduce en el mundo de Rimsky - Korsakov, Glazunov, Liadov, César Cui, Scriabin, Rachmaninov... la Rusia brillante y terrible en la que el Poder sostiene las más acentuadas diferencias sociales mediante un régimen despótico que está a punto de caer. En Hungría encuentra Casals a Bela Bartok, Kodaly, Szigeti v muchos otros. En la lista de amistades no se puede dejar de mencionar a Gertrude Stein, a Emmanuel Moór, a Ysaye, Enesco...; son cientos y cientos de nombres de políticos, intelectuales, artistas geniales, músicos que el espíritu exaltado de los melómanos de todo el mundo ha convertido en figuras legendarias. Cientos y cientos de actuaciones públicas memorables, que tienen eco a finales de temporada en los encuentros musicales que todos los grandes virtuosos celebran en casa del violinista Jacques Thibaud, que con Casals y Alfred Cortot, «sólo para divertirse», ha formado el trío más célebre del mundo.
Por encima de diferencias ideológicas que surgirían más tarde, Casals recordará siempre a estas personas y esta época con simpatía. Pero ante la cantidad de acontecimientos que llenan estos años, no hay más remedio que detenerse o llenar páginas y páginas. Todas las anécdotas revelan algún rasgo de la personalidad de este artista increíble: cada concierto es otro paso adelante en una progresión que nunca llegará al fin. Y no hay nada de énfasis en esta última frase, sino simple reconocimiento de una realidad que nos descubre uno de los rasgos fundamentales del carácter de Pau Casals: su ajenidad al divismo. Una oposición que trasciende a su aspecto físico, al que respondieron en principio con incredulidad unos públicos acostumbrados al espectáculo romántico del virtuoso de ojos alucinados y cabellera leonina. Nada hay que destruya más una hipotética imagen de Casals divo que esas fotografías que nos lo muestran, ya mayor, tocando el violoncello con indumentaria «de andar por casa». Transmiten a quien las contempla la misma sensación de confianza que las de otro gran artista, Pablo Picasso, pintando en pantalones cortos: el genio siempre tiene algo de íntimo. Quizá sea por este rasgo de su carácter por lo que Casals jamás llegó a amanerarse ni aun detenerse en un estilo, permaneciendo fiel a sus ejercicios y métodos de estudio mientras su resistencia física se lo permitió. Creo que ni siquiera se puede decir que haya existido un «estilo Casals» como algo consolidado, estático: el estilo en Casals fue un problema continuo, una actividad diaria. En cada una de sus interpretaciones de las Suites de Bach descubría algo nuevo: todas las veces que las tocó fueron la primera vez. La música, pues, sigue siendo ambiente que rodea a Pau Casals cuando éste se ha transformado ya en ciudadano del mundo. Pero, como ya hemos dicho, es también ese medio natural que le remite a la Cataluña de su infancia y juventud. Una Cataluña que permanece en su mente no como imagen arcádica, sino como presencia inmediata de algo por lo que tiene que luchar. Años más tarde reconocerá como sus únicas armas «el violoncello y la batuta», olvidando otras dos mucho más importantes: su enorme tenacidad y el indudable poder de convocatoria de su nombre. Con estas últimas, en 1920, crea la Orquestra Pau Casals que, tras nada fáciles comienzos, y luchando contra adversidades como el cierre del Palau por Primo de Rivera durante dos años, se mantiene hasta 1936. Wanda Landows ka, Kreisler, Prokofiev, Ysaye, Piatigorsky, Casella, Schónberg, Webern, Falla, Richard Strauss, Honegger, Stravinsky, Klemperer y muchos otros actúan con ella, convirtiendo Barcelona en uno de los centros musicales del mundo. Una ciudad que también promueve sus propios valores: Conchita Badía, Mompou, Gerhard, Lamote de Grignon. Y que desde 1925 extiende su vocación musical a todas las clases sociales, gracias a la Associació Obrera de Concerts, creada por Casals y formada, mantenida y dirigida por obreros. La Associació, con tres mil socios, locales y medios de expresión propios, y desde 1934 con una orquesta propia. también formada por obreros, cumplió una importantísima función de animación cultural dentro de una ciudad reunida en torno a la música en gran parte por impulso de un músico, Pau Casals, que afirma aún más su posición con el advenimiento de la República, al ser nombrado por la Generalitat Presidente de la Junta de Música de Cataluña. ... Hasta que, un día de julio de 1936, mientras Casals ensaya con su orquesta la Novena Sinfonía de Beethoven, que se va a interpretar —paradojas— en la Semana contra la Guerra, llega la noticia de un alzamiento militar. Se decide terminar el ensayo: en esas condiciones, la «Oda a la alegría» cobra un valor simbólico inmediato muy acorde con la sensibilidad de Casals. Este, al final de la sesión, hace la firme promesa de volver a interpretar la Novena en Madrid y Barcelona... cuando todo acabe.
Ya sabernos que Casals murió sin cumplir su promesa; que hasta su resistencia física, que dio para hablar de un «milagro Casals», acabó antes de que todo acabara. En realidad, ya sabemos muchas cosas sobre algo que se nos quiso hurtar, y oírnos las voces que se quisieron esconder tras una barrera de silencio. No dudo en creer que Casals tenía razón al afirmar que su postura hacia el régimen establecido con la guerra era más moral que política. Tanto más cuanto, si ya resulta un tópico que todo comportamiento corre el albur de ser político, al menos en su repercusión —cosa evidente en el caso del de Casals en cuanto ejemplo para una mayoría de intelectuales—, hay una cuestión mucho más inmediata que todo eso: que la mayor politización del problema de Casals, incluso la misma problematización de una toma de postura por demás clara y coherente (¿quién habló de obstinación?) viene determinada desde fuera, desde un sucio juego que trata de impedir que haya realidades ajenas a él para así encubrir su propia y radical deshonestidad. Ha sido penoso asistir a postreros esfuerzos de recuperación de Pau Casals —y de tantos otros— por parte de quienes antes se encargaron de fomentar malas conciencias, perplejidades e incomprensiones presentándole como el diablo y prohibiendo hasta su nombre. Repetir ahora los acontecimientos que siguieron a aquel ensayo de la Novena me parece pueril. De hecho, a muchos les habrá parecido ya pueril toda la primera parte de este trabajo, mero recuento de hechos que gozan de amplio conocimiento. Ahora es más importante plantear el significado de la actitud de Casals que, corno he dicho antes, fue principalmente moral y nada sorprendente, dada su trayectoria. El Casals que colabora cuanto le es posible en la resistencia de Barcelona, el Casals exiliado en Prades que en la Guerra Mundial apoya a los aliados es el mismo que ya en la época gloriosa de París ha tomado postura en favor de Dreyfus; el mismo que, pese a lamentar la opresión sufrida por el pueblo ruso, se aparta de la Revolución de Octubre —«A Siloti se lo quitaron todo»—; el mismo que se niega a actuaren la Alemania nazi y la Italia fascista. El mismo también que dará la espalda a los triunfadores de la Guerra Mundial al darse cuenta de que son capaces de transigir. Las actitudes de Casals son inseparables de sus experiencias personales: si se hacen más radicales que nunca tras la guerra española es porque ésta alcanza más de lleno que ningún otro conflicto sus más firmes convicciones: su fe en Cataluña, su adhesión a las instituciones dimanadas del sufragio —adhesión que ratifica en su célebre discurso de 1935 en Madrid, al tiempo que testimonia su gratitud a la familia real.
Es más difícil hablar de la repercusión política de esta postura en principio moral. Cuando Casals insiste en que él no entiende de política desde su posición, lo que hace es darnos una definición de política que es al mismo tiempo una constatación personal —y, de nuevo, moral— de lo que no debe ser la política. Efectivamente, Casals no entiende de una política hecha de transacciones con la injusticia, de una política cuyo contenido lo constituyen pactos y compromisos con aquello con lo que se está —o se ha manifestado estar—en desacuerdo. No entiende de política, porque sabe que existe o debería existir otra política, que es la que él personalmente mantiene, a costa de apartarse del mundo aun en la faceta aparentemente inocua de concertista. La repercusión política de la postura de Pau Casals deviene así de su intrínseca apoliticidad, y se plasmó en las reacciones de los intelectuales de su tiempo, obligados por ella a una torna de conciencia o, cuando menos, a una justificación. Y, en todo caso, a testimoniar la lucidez de quien, según Einstein, «ha sabido comprender que el mundo corre más peligro por causa de quienes toleran o fomentan el mal que por causa de quienes lo cometen» (1).
Esta peculiar manera de «no entender de política» fue lo que llevó a Casals a abandonar de modo radical toda actividad pública que no fuera el auxilio a los compatriotas caídos en desgracia. Cuando el entorno de la música se vuelve hacia él con ocasión del bicentenario de la muerte de Juan Sebastián Bach, cuando llegan los años del Festival de Prades, los de Puerto Rico —la tierra materna, a la que le lleva Martita Montáñez, alumna, protectora, esposa y única mujer capaz de reemplazara Pilar Defilló— y los de la Peregrinación de la Paz; cuando Casals vuelve a actuar en la Casa Blanca —América ha cambiado; Theodore Roosevelt es ahora un gigantesco rostro de piedra que saluda a los turistas desde las alturas de Mount Rushmore—, se extiende por todo el mundo una palabra: «milagro». Pero el milagro Casals no ha surgido de la nada, sino que es el resultado de muchas cosas: principalmente de esos años en que Pau Casals, descubridor de las Suites para violoncello solo de Juan Sebastián Bach, intérprete genial, autor de «El Pessebre», fue el ermitaño de Prades, la conciencia viva del mundo intelectual v artístico ante el espectáculo de la barbarie. J. R. R. 1) Citado en pág. 17 de «Converses amb Pan Casals,,, de J. M. Corredor. Biblioteca Selecta, vol. 399. Barcelona, 1967. |