S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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6 de noviembre de 1936. Publicado en Tiempo de Historia nº 84 noviembre de 1981 |
La última defensa de Madrid Eduardo Haro Tecglen Era un día, recuerda Gregorio Gallego ("Madrid, corazón que se desangra'), "tristón y encapotado"; era plomizo y frío", era "triste, grisáceo y crudo" (Rafael Abella, "La vida cotidiana durante la guerra civil. La España republicana"). Yo tengo pequeños y bravucones recuerdos de infancia, casi físicos: las manos doloridas y despellejadas por los adoquines con que levantábamos las barricadas, el tacto de la arpillera de los sacos terreros; todo con urgencia, todo con prisa. El silbido de los proyectiles de obús —más tarde se aprendería que si el silbido era agudo, la bala iba lejos; que si era grave, podía caer sobre nosotros—, la consigna machacona del "No pasarán", el desfile de las brigadas internacionales, los poemas de Alberti y Luis de Tapia. Ya no se sabe, al cabo del tiempo, lo que se ha vivido, lo que se ha oído a otros, lo que se ha leído. "Tarde negra, lluvia, fango, — tranvías y milicianos..." (Moreno Villa). Todos tenemos la infancia hecha un misterio. Madrid estaba viviendo el 6, el 7 de noviembre, los días sucesivos, la que probablemente fue su última epopeya. Algo más grave: estaba viviendo sus últimos días como ciudad coherente, formada, adulta. Probablemente no lo sería nunca más. Había llegado a ser una ciudad un poco rara, muy peculiar, como consecuencia de una serie de superposiciones históricas, pero, sobre todo, de una doble personalidad que quedaba muy bien definida con la frase "villa y corte". Villa por un lado, corte por otro. Villa dudosa, de la que los monarcas desconfiaban: la idea de "capital" la llevaban ellos consigo y donde estuvieran: en Toledo o Valladolid, o en El Escorial o donde fuese. En los anales y las crónicas se separa bien la circunstancia. León Pinelo decía: "El rey Don Felipe II, habiendo elegido esta villa para residencia de su corte..." Carlos Cambronero recogió documentos municipales de los años 1561 y 1562 en los que se consideraba siempre como provisional la residencia de la corte en Madrid: ... por el tiempo que su Majestad estuviere en esta villa..."; "... durante el tiempo que estuviere en esta villa la corte de su Majestad...". Federico Carlos Sainz de Robles, el escritor vivo que mejor cuenta y mejor sabe la historia de Madrid, señala siempre que una cosa era la corte en el Alcázar y otra era Madrid, el lugarón de Isidro Labrador. "¿Capital Madrid para residencia de él (Felipe II)? No. Lugar Madrid propicio a sus deseos para dejar en él —como se deja el sombrero y cuanto estorba en una percha— la parte suntuosa y odiada de su corona..." ("Autobiografía de Madrid"). Esa especie de doble vida la ha tenido Madrid durante siglos. Con una natural interdependencia. Madrid, con la corte dentro, generaba oficios, empleos, aventuras, esperanzas, ilusiones. Venían, pues, a ella de todas partes; y la villa conservaba la misteriosa, nunca suficientemente explicada, capacidad de convertir en madrileños a los que llegaban y en mezclarlos, sin discriminación, con los que ya estaban. Quizá sea uno de esos fenómenos sociológicos que suelen explicar los filósofos de la moda: el que llegaba, llegaba a un prestigio conocido, a algo que no se define solamente con la palabra "capital" y desde luego no enteramente con la palabra corte; quizá Madrid ha sido durante siglos una moda, una manera de hacer y de vivir, una calidad de cultura o de civilización. Insistamos en que no era una manera cortesana de hacer, sino más bien un contraste con la corte, que siempre vio con desconfianza —con la desconfianza propia de los estados absolutos—ese crecimiento de la vida pública: desde la corte y todos sus estamentos se ha ejercido siempre esa clase de represión mezclada con tolerancia, con resignación, que han producido los grandes momentos de la cultura. La relación entre la villa y la corte era algo muy peculiar, y producía un estilo. Tenia, por tanto, el que llegaba algo que imitar: un habla, unos dichos, un acento; y una forma de vestir, de andar, de comportarse; y ese código de valores de las sociedades y de las modas que determina lo que es y lo que no es (una ciudad tan extraña como Madrid, aunque naturalmente incomparable, como es Nueva York, que no es ni siquiera capital de su estado federal, pero que tiene unos resortes inmensos de poder y que representa una misma dialéctica con la corte, con la capitalidad de Washington, ha inventado lo in y lo out, lo de dentro y lo de fuera, como código); y esa necesidad de imitar —para ser admitido, para ser confundido— podía llegar a generar una superación, un supermadrileñismo. Este fenómeno ha durado hasta entrado el siglo XX (el ejemplo más obvio. el que siempre se recuerda: Arniches). Quizá haya que insistir mucho en todo este conjunto de conceptos: lo que iba generando Madrid como villa, como logaron, era lo que han desarrollado por otras razones históricas otras muchas ciudades españolas: una determinada coherencia, una determinada personalidad. Hay un estilo, una personalidad, una cultura, una civilización sevillana, barcelonesa, cordobesa, burgalesa... Y son ciudades citadas casi al azar de entre todas como las que podrían citarse. Había una personalidad madrileña. Una construcción, un trazado de barrios y calles; una subdivisión en personalidades menores, que incluso dejaban huella en la literatura, en la investigación de los escritores (podía haber una novela que se llamase "Chamberi", y otra que se titulase "Del Rastro a Maravillas", por ejemplo); se formaban por las agrupaciones de gremios, por las clases sociales, por las circunstancias históricas. Había pintores y dibujantes madrileños, poetas madrileños, escritores madrileños; menores unos, superiores otros, pero todos fijados en este fenómeno de una coherencia. Todo ello funcionó una última vea en el Madrid del b de noviembre de 1936; "¡Madrid, Madrid! qué bien tu nombre suena, — rompeolas de todas las Españas. — La tierra se desangra, el cielo truena — y tú sonríes con plomo en las entrañas" (Machado). Quizá Madrid no sabia en aquel momento que estaba defendiendo su manera de ser. Creía que estaba defendiendo una opción colectiva de vida frente a otra que se le venía encima en la guerra civil; y ese era en efecto la cuestión esencial de la defensa de Madrid. Pero la resistencia, las barricadas, las canciones, iba a pagarlas caras. Cuando perdió la guerra, Madrid perdió su fisonomía. Otras ciudades españolas han sabido o han podido conservarla mejor: a pesar de que los nuevos modos de vida tienen todavía sus características más y mejor conservadas. Sobre Madrid cayó el alud. Los nuevos dueños de Madrid venían a utilizar la ciudad: a derribar sus viejas casas, a imponer otra forma de cultura y de civilización, a especular con sus terrenos, sus transportes, sus suministros; los que se instalaban no traían ya aquella antigua necesidad de imitación o de asimilación de los que llegaban antes, porque no aceptaron nunca la esencia de Madrid. Era una ciudad enemiga que se ocupaba. Alguno de los vencedores —Giménez Caballero— llegó a proponer que se castigase a Madrid privándola de su carácter de capital. Ojala hubiese sido así: Madrid se hubiera salvado. Porque lo peor de esta aventura fue que terminó para siempre la dialéctica entre villa y corte: fue de una vez la capital central —centralista—de un Estado que no solamente era unitario por vocación patriótica o españolista, sino porque imponía un estilo de vida, una manera de ser y una cultura; y lo imponía desde Madrid y con todos los resortes centrados en Madrid. De esta forma el nombre de la ciudad se convirtió en un sinónimo del franquismo; y el nombre de Madrid empezó a ser considerado desde lo que se llamaba la periferia como el centro de la prohibición, de la imposición, de la dictadura. Se ha hablado de "la bota de Madrid" sin distinguir que la bota llegó a Madrid y aplastó Madrid en primer lugar; en nombre de otros valores que no eran los suyos. La destruyó para siempre. Ahora cada ciudad, cada región, cada provincia o cada nacionalidad, como se quieran llamar, puede emerger de la dictadura superpuesta, recuperar sus hablas no perdidas, pero restringidas o maltratadas; rehacer su cultura, su personalidad. Se va viendo que la dictadura no penetró profundamente en esas esencias; que sus resistencias interiorizadas, largas y dolorosas, pudieron ser mucho mas eficaces porque pudieron conservarse. A Madrid no le queda ya ese recurso. Ni siquiera el de la comprensión. Madrid se pierde. Quedan ciertos islotes, como quedan las reservas de los pieles rojas en el territorio de los Estados Unidos; quedan ciertos intentos de recuperación. Pero probablemente es demasiado tarde. |