S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia número 62 de enero 1980 Ignacio Gallego: El papel del PCEMaría Ruipérez Ignacio Gallego, miembro del Comité Ejecutivo del PCE y vicepresidente del Congreso de Diputados, es además uno de los más caracterizados miembros de la «vieja guardia» del Partido. Militante ya durante la República, fue comandante de un cuerpo de ejército en Jaén nada más comenzar la guerra, y secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas durante el resto de la contienda. Testigo, por ello, de los principales acontecimientos políticos y militares del período bélico, su conocimiento de primera mano de los problemas más conflictivos de la zona republicana y de las posiciones de su Partido ante ellos queda reflejado en las opiniones que, como resumen de una larga charla, hemos recogido en esta entrevista. Tiempo de Historia. —Cual era la fuerza real del Partido Comunista de España en el periodo republicano? Ignacio Gallego. —En 1931, el PCE era un partido muy pequeño numéricamente, que se abría camino con dificultad; en mi opinión, se caracterizaba por su extrema combatividad, verdaderamente heroica, donde cada hombre y cada mujer estaban siempre muy dispuestos para el combate, pero al mismo tiempo por una visión muy estrecha, muy sectaria, de lo que había pasado en España. Podría sintetizarse en aquellos gritos de «¡Vivan los Soviets!», que nadie entendía. Hubo en aquellos momentos —como es sabido— gritos de «¡Abajo la República!», cuando la República era algo así como un sueño secular que se realizaba para muchísimas gentes. Porque no es que fueran republicanos por principio o dejaran de serlo; sencillamente querían algo más, querían el cambio, gritaban «Viva la República!»; y los comunistas tenían ya ciertas nociones de las cosas, y empezaban a ponerle peros a una República cuando apenas había nacido. El partido, pues, era un partido muy pequeño hasta que en 1932 van a subir a la dirección gentes con un horizonte más amplio, y lo van transformando en un partido con vocación de masas y con ideas mucho más claras. Sobre todo, ese cambio está ligado a José Díaz, a todo un equipo de dirigentes muy prestigiosos, y está ligado también a Dolores Ibárruri, que ya en ese momento tenía un papel muy activo. T. de H.— De todas formas, durante la República, el PCE sigue siendo un grupúsculo, pese a este cambio de 1932. I. G.—Durante la República, yo haría una diferencia. Ya a partir de 1932, aunque no acaba de despegar como un gran partido, sin embargo va creando organizaciones relativamente sólidas en una serie de puntos de España. Por eso, no se puede hablar de que el PCE fuera un grupúsculo, ni nada de eso. Es un partido relativamente pequeño en comparación con el Partido Socialista, o con los partidos obreros de Europa, pero es un partido que va tomando implantación; y cuando llegan las elecciones de febrero de 1936, no es por casualidad que el partido desempeña un gran papel en el Frente Popular y llega a ser presentado en una serie de lugares, y a tener 16 6 17 diputados. Es que ya no es un partido tan pequeño: su representación era ya la de un partido relativamente importante. Ahora, en comparación a lo que fue en la guerra, efectivamente era un partido pequeño. T. de H.—¿Por qué creció tanto en el período de la guerra? I. G.—En cuanto empieza la guerra, el partido muestra sus cualidades en cuanto a capacidad de organización, en cuanto a la comprensión de una serie de problemas nuevos. El primero de ellos era el carácter mismo de la guerra. Yo creo —sin hacer ninguna injusticia— que al comienzo de la guerra, el único partido que tiene una idea clara de que la guerra no es una sencilla sublevación, que va a terminar con la Sanjurjada, es el Partido Comunista. Otras fuerzas no vieron la inmensidad de lo que se nos echaba encima. En segundo lugar, yo creo que el partido es el que ve que aquella guerra toma un carácter nacional y un carácter civil, pero que al mismo tiempo es una guerra contra fuerzas considerables, no sólo interiores, sino también exteriores. En tercer lugar, el Partido Comunista creo que es el que tiene ideas más claras del contexto internacional, muy desfavorable para las fuerzas de la democracia, en que hay que librar aquella guerra civil, porque efectivamente la guerra civil la realizamos en medio del ascenso del fascismo, y luego con un conjunto de democracias que no perdieron ocasión para manifestar su «amor» por la democracia española, desviando barcos hacia el otro campo, negando el pan y la sal a la República; negando incluso el armamento pagado y bien pagado. Es decir, que en aquel contexto era muy difícil la guerra, y esto el partido lo comprendió muy pronto. El partido comprendió perfectamente, por el carácter que iba tomando la guerra, que había que unir a todo el pueblo en una unidad más amplia —si cabía— que el Frente Popular, mientras otras fuerzas tenían dificultades para comprender a la unidad misma del Frente Popular. Y por último —pero no lo último en importancia, porque habría que colocarlo en primer lugar— el Partido Comunista fue el primero, sin ninguna duda, que comprendió que en una guerra en la que tienes enfrente a un Ejército, no está mal formar un Ejército nuevo para llevarla a cabo; aunque a los jóvenes les resulte casi cómico, nos hicieron falta algunos meses para que algunas gentes comprendieran que necesitábamos un Ejército para hacer la guerra, con un mando único y una disciplina. No se entendía, y por eso surgió el Quinto Regimiento, que fue un embrión de Ejército; pero de no haber estado el Partido el Partido Comunista, yo creo que terminamos con centurias y milicias. T. de H.—Sin embargo, algunos historiadores opinan que este crecimiento fue debido también a la ayuda soviética... E G.—Evidentemente, en esa lucha había un amigo de la República, que era la Unión Soviética. Hay otro Estado —también conviene recordarlo— que manifestaba una gran simpatía y ayudaba en lo que podía, y era México. Pero, claro, bastaba ver las cosas que llegaban para darse cuenta de que el gran amigo en ese momento era la Unión Soviética. A nadie que mire las cosas objetivamente puede extrañarle que aquí, en España, todo el que estaba en el Lado republicano —con excepciones de grupos, pero minoritarios— sentía un cariño inmenso hacia la Unión Soviética por esa ayuda. Pero esta ayuda no era una ayuda al partido —sería sacar las cosas de quicio—. Y yo quiero decir que, si se examinan los archivos, hay más cartas del Partido Socialista, e incluso de otros partidos, con los dirigentes soviéticos que del Partido Comunista. Por una razón muy simple: quienes estaban en el Gobierno eran los socialistas, y tenían unas relaciones intensas con la URSS; y la ayuda soviética nunca fue —repito— una ayuda canalizada hacia un partido, era la ayuda a la República. Yo creo que una serie de experiencias de hoy iluminan un poco lo que pasó entonces. Puede haber ayuda de la Unión Soviética a un país, y no tener influencia los comunistas en ese país. El mundo está lleno hoy día de casos como éste. Yo no creo que se pueda decir que el partido comunista, por ejemplo en Egipto, sea excesivamente boyante; y desde luego las cantidades de ayudas de la URSS han sido infinitamente mayores que las que nosotros recibimos. Digo esto para no establecer un vínculo mecánico entre el crecimiento del Partido Comunista y el hecho de que la Unión Soviética se situara al lado de la República, y que ayudara al pueblo español en aquella ocasión. Ahora, a mí me parece que un partido que ya había despegado, que ya tenía una fuerza y una madurez, y cuya orientación estaba bastante ajustada a las necesidades del país, si que podía en cierto modo usufructuar todo lo que fueran ayudas para la lucha. Lo mismo podía haber hecho el PS a condición de que hubiera acertado más que los comunistas en los planteamientos de los problemas que teníamos en nuestro país. T. de H.—Entonces, ¿piensa que la ayuda de la Unión Soviética no influyó para nada en el crecimiento del PCE, sino que más bien fue la estrategia llevada a cabo por el partido en aquellos momentos? I. G.—Bueno, quizá esto sería caer en el otro extremo. Yo creo que se juntaban dos elementos convergentes. Por un lado, una concepción correcta de lo que era aquella lucha (o, en todo caso, bastante correcta) por parte del Partido Comunista. Es cierto que esta convergencia no podía dejar de favorecer. Yo lo que no quiero es dejar las cosas en un solo lado. Yo creo que efectivamente la presencia de la Unión Soviética, su ayuda, era un factor favorable para el Partido Comunista; pero quiero decir que para todas las demás fuerzas que confluían en la democracia también podía serlo, en la medida en que las ayudaba en la lucha que librábamos. EL PARTIDO Y LA INTERNACIONAL COMUNISTA T. de H.—¿Cuál fue la influencia estalinista en España y en el PCE durante la guerra? I. G.—Muy grande, muy grande. Stalin tuvo mucha influencia en todos los partidos comunistas, como es natural; y aquí yo no diría ni mayor ni menor que en otros partidos. La Unión Soviética era el único país que había realizado el socialismo: la Revolución de Octubre y todo lo que se desprende de ella tenía un peso enorme en la formación de los comunistas en todas partes. Y luego, Stalin era el dirigente, el líder, el jefe de todo aquello. Lógicamente, Stalin eran queridísimo por todos los comunistas —yo me cuento entre ellos, por supuesto—. A mí me parece que en ese tiempo se consideraba, y pienso que con fundamento, que el estudio de lo que decía Stalin de lo que escribía, de cómo Stalin reflejaba las cosas de Lenin era signo de un proceso de maduración de los partidos comunistas. Al lado de esto, yo diría una cosa: hay algo que me parece un abuso y una caricatura, y es considerar poco menos que entonces todos funcionábamos, como robots, porque Stalin se levantaba de mal humor por la mañana, tocaba un timbre, y todos nos poníamos a actuar. Eso es una burda caricatura. La influencia del estalinismo entonces era una influencia moral, política, ideológica, pero raramente he visto yo un partido que en ese período de la guerra —e incluso un poco antes de la guerra, y después de la guerra— haya tomado iniciativas tan importantes como las que tomaba el Partido Comunista de España sin consultar, sin actuar mecánicamente, sino de verdad deduciéndolas del propio análisis que hacía de la realidad nacional. Eso ha ocurrido entonces, y yo soy no digo un testigo excepcional, pero sí un testigo que veía que nosotros tomábamos iniciativas con repercusiones muy positivas para el movimiento obrero. Y la verdad es que no nos parábamos a suponer qué pensaría de esto Stalin o el que está por debajo de él, o alguno que vaya en el centésimo lugar después de Stalin. No. Éramos un partido que iba creciendo, pero había una gran autoridad moral, política, y una verdadera admiración por Stalin. Para nosotros, entonces, el leninismo andaba casi siempre filtrado por Stalin; es decir, para nosotros el leninismo era el estalinismo en gran medida. Los más estudiosos se iban derechos a Lenin; pero en gran medida todo pasaba por la interpretación que Stalin tenía de su doctrina. T. de H.—¿En qué medida el PCE estaba do-minado por las directrices de la Tercera Internacional? I. G.—Claro, esa pregunta me la hace usted ahora y no me parece ofensiva; pero si me la hubiera hecho entonces, yo le hubiera respondido enseguida: «nosotros no estamos dominados por nadie, ni por la III Internacional, ni por nadie». Lo que ocurría sencillamente es que había una Tercera Internacional, y ésta era asumida voluntariamente por los Partidos Comunistas. Y un partido que no estaba en condiciones para estar en la Internacional Comunista, todavía no era un partido comunista. Entonces las relaciones dentro de la Internacional debían de tener de todo: habría sin duda tensiones, a veces presiones sobre tal o cual partido, y había una evidencia que algunos la descubren como algo terrorífico, y es que el partido más fuerte, el PCUS, era en definitiva el que desempeñaba el papel principal en la Internacional Comunista. Esa es una verdad de perogrullo, eso es evidente. Pero fuera de esto, yo diría que dominados no es el término más apropiado. El Partido Comunista de España era un partido que funcionaba dentro de la Internacional Comunista con alta dosis de entusiasmo, de adhesión, de orgullo de pertenecer a aquella Internacional Comunista, y en ese sentido tomaba con más pasión quizá que otros partidos lo bueno y lo malo. Lo bueno eran las experiencias, los conocimientos, las cosas a las que habían llegado ya los partidos más maduros; y lo malo muchas veces era trasladar mecánicamente a España consignas, ideas, cosas que no correspondían en ese momento a nuestro país. T. de H.—Pero entonces, ¿por qué aceptaban las consignas los dirigentes del PCE? I. G.—A mí me parece que nuestro partido tiene una historia muy heroica; pero que por su propia composición social, por el origen de sus dirigentes, ha seguido una trayectoria extremadamente laboriosa, y yo diría en muchos casos penosa, en cuanto a la asimilación de la teoría, a la asimilación del marxismo, del leninismo. Y entonces es claro que obreros salidos del taller, obreros muchas veces sin una instrucción, pusieran un interés extraordinario en aprender de aquellos otros partidos que ya tenían una composición distinta y unos dirigentes más hechos. No se puede olvidar que José Díaz era un pobre panadero; era un joven que tenía que resolver en un período corto de su vida problemas complejísimos; tenía que formarse, que educarse. No tiene absolutamente nada de extraño que ante figuras tan sugestivas, tan preparadas y tan llenas de conocimientos como Dimitrov y otros dirigentes, no sólo soviéticos, sino de otros países, pues claro nuestros dirigentes ponían un empeño extraordinario, no en seguir mecánica-mente las cosas, sino en aprender. Y esto lo ilustraría con el hecho siguiente: la idea del Frente Popular, con la formación de un Bloque Popular, la planteó José Diaz antes que en Francia y que en ningún otro país. No hay ninguna repetición mecánica de ninguna consigna que se haya dado en el centro; hay, evidentemente, que recoger un análisis que efectivamente es de la dirección de la Internacional Comunista, pero hay una creación y una aportación propia. Por eso, cuando se está ha-blando del planteamiento del Frente Popular, no tiene nada que ver con la caricatura del dirigente que obedece consignas mecánica-mente: se ve que está perfectamente entroncado con una realidad que teníamos aquí, que es un paso adelante en la unidad con los socia-listas, con demócratas de diversas tendencias, con republicanos, etc. T. de H.—¿Qué papel jugaron dentro del PCE Togliatti o Antonov Ovsenko, que han sido considerados los auténticos dirigentes del partido? I. G.—Bueno, a mí me parece que considerar los auténticos dirigentes del PCE a hombres eminentes, pero de fuera de España, es negar bastantes cosas de las que acabo de decir. Es no comprender que una cosa era la solidaridad, la ayuda, el consejo, que entonces se consideraba absolutamente normal entre partidos que formaban parte de la Internacional Comunista, y otra es establecer como afirmación el que los dirigentes fundamentales del PCE eran estas personas. No eran los principales dirigentes del PCE. Un hombre tan eminente como Togliatti desempeñó aquí un gran papel como educador, como consejero, como una persona que participó en montones de reuniones, etc. Pero yo mismo, que me formaba entonces como comunista, no tenía ni la menor idea de que Togliatti fuera un dirigente del PCE, y he estado con él, y le he visto. La idea que yo tenía de él y de otros era que eran hombres muy inteligentes, muy preparados, sabiendo muchísimas cosas, hombres de los que había que aprender y de los que estábamos aprendiendo; pero eso no rompía en absoluto, ni anulaba el hecho de que el PCE iba forjando en todo ese proceso sus propios dirigentes. Y que cuando estos otros hombres estaban aquí como consejeros de la Internacional, eran sólo consejeros, y el partido tenía ya sus propios dirigentes auténticos, que unas veces escuchaban y otras no. Para bien o para mal, no eran repetidores de lo que decían los otros. Yo creo que para bien, porque por mucho que supieran personas que venían de fuera, nunca podían medir el conjunto de circunstancias de aquí lo mismo que los dirigentes del PCE. Ahora bien, eran de una ayuda valiosísima hombres así, porque efectiva-mente permitían a los dirigentes de entonces tener un horizonte más amplio, y les ayudaban a hacer su propio análisis con muchos más elementos de juicio. LAS CLASES MEDIAS Y EL PCE T. de H.—Algunos historiadores afirman que el PCE dio cabida durante la guerra a algunos sectores contrarrevolucionarios al apoyar la política del Frente Popular. ¿Qué opina usted de esto? I. G.—Estoy absolutamente en contra de esa opinión. El PCE se caracterizó en todo ese período —yo creo que siempre— por mantener una pureza que no estaba en contradicción con la amplitud que tomaron sus filas, y con la masa de nuevos militantes que acudieron a él. Pero en el Partido Comunista nunca se han abierto las puertas en aquellos tiempos de par en par, sin discernimiento. El concepto de que en el PCE había que entrar con determinadas condiciones —de adhesión al comunismo, de mantenimiento de una ética comunista, de un comportamiento digno— eran reglas corrientísimas en nuestro partido. Yo no quiero herir a nadie, pero podría dar ejemplos de que esos conceptos de militancia, de lo que debe ser un partido político, e incluso un sindicato, etc., no eran tan rigurosos en otras esferas. Pero no estoy atacando a nadie. En nuestro partido, la acusación más leve de que una persona era desafecta al régimen bastaba para que esa persona no estuviera en nuestro partido. Ahora, si me dices: "Alguno se os escapó», eso es harina de otro costal. T. de H.—Sin embargo, los datos recogidos en historias recientes del Partido Comunista, por ejemplo el libro de Estruch, demuestran que el crecimiento del partido estuvo acompañado por un aumento en la afiliación de personas pertenecientes a la clase media, mientras no hubo un aumento de afiliados obreros y campesinos... ¿Por qué se afiliaban las clases medias en un momento de guerra al PCE? I. G.—En guerra nuestro partido —valga la redundancia— era un partido de guerra, y el partido más de guerra que había. También era un partido de orden —hay que decirlo— democrático y revolucionario. Y el término no es exagerado: era un partido severo, disciplinado, muy responsable, etc. Naturalmente, al PCE acuden, no tanto como hubiera sido de desear, sectores de capas medias; pero hay que comprender que en una democracia como la que se iba prefigurando en el curso de la guerra, era natural que masas campesinas, de pequeños artesanos y comerciantes e industriales identificados con la lucha entraran también en el Partido Comunista. Y digo también, porque desde luego donde entraron en masa fue en las corrientes anarquistas, e incluso en el Partido Socialista. Yo quiero decir a este respecto que una parte mayoritaria del Ejército republicano eran campesinos, hijos de campesinos; y claro, si los hijos de campesinos se batían en el frente —y nosotros llegamos a tener unos 200.000 miembros del partido en el frente, y las Juventudes Socialistas Unificadas unos 300.000 miembros— muchos se hacían comunistas. Yo no quiero decir que fueran comunistas formados, que habían llegado a través del estudio de El Capital; ellos llegaban al partido porque veían en él a la fuerza más eficaz en la guerra, en la fábrica, en el trabajo, en el campo... Porque, de verdad, el PCE fue un partido que desempeñó un papel enorme en la guerra. Lógicamente, en los pueblos, los padres y los familiares también venían al partido. De modo que, en ese momento, el PCE era un partido de masas, un partido de la clase obrera, pero ya con un componente que antes apenas había tenido, y que era la militancia procedente de las capas medias. Pero no se puede decir que el partido perdió su fisonomía de partido obrero en el curso de la guerra para transformarse en un partido de capas medias. No, lo que sucede es que el partido reforzó su militancia obrera, su componente obrero; pero al mismo tiempo, al incorporarse masas considerables de capas medias a la guerra, una buena parte de ellas se incorporaban al partido. T. de H.—¿No cree que esta afluencia de capas medias sería debida a la defensa que hacía el PCE de la propiedad privada, frente a otros grupos que pretendían hacer la revolución social? I. G.—Ahí hay dos cosas. La primera parte de la pregunta es exacta. Evidentemente el PCE tenía una política muy realista: por ejemplo, nosotros no decíamos colectivización a todo gas. Nosotros defendíamos el principio de que los campesinos que habían recibido la tierra tenían que trabajarla como ellos quisieran: en colectividad o individualmente. Y esto nos atraía el respeto de muchísimas gentes, porque es evidente que, entonces y ahora, si había un grupo de campesinos que eran capaces de trabajar la tierra colectivamente, una gran masa querían la tierra para trabajarla individualmente; y éstos se veían mejor interpretados por el PCE que por otros partidos que les ofrecían colectivización como fuera. Esto nos favoreció. Ahora, en cuanto a este giro que tú le das a la pregunta, al decir que eso nos daba más eco que aquellos otros partidos que consideraban que había que ir directamente a la revolución, yo no lo hago mío, porque para mí follón y revolución son dos cosas que conviene diferenciar siempre. Y a lo que llevaban aquéllos con la colectivización forzosa y liquidando el dinero, y recogiendo hasta el último conejo y el último pollo que había en las casas para mantenerlos en los grandes depósitos comunales, etc., lo que armaban con eso era un triste follón del que no salía ni comunismo libertario, ni del otro, sino que salía, como es natural, desmoralización, descontento, etc. Hay que decir que lo más revolucionario en aquel momento era precisamente convencer a las capas medias de que el desarrollo de la democracia en España no pasaba por la expropiación de las tierras. ESTRATEGIA Y TÁCTICA DEL PCE T. de H.—¿Cuál era la estrategia del PCE de' julio de 1936 a mayo de 1937? I. G.—La estrategia y la táctica —una cosa y otra andan, como siempre, estrechamente vinculadas en el partido— era la defensa de la democracia y la defensa de la independencia nacional. El partido no se planteó en ningún momento ni la toma del poder, ni ocupar posiciones determinantes en el Gobierno junto a otras fuerzas, ni llevar a España a través de la guerra aun sistema social diferente. Creo que en eso el Partido Comunista de España tenía la madurez suficiente para comprender que sólo podía triunfar la democracia con la unidad de todo el pueblo y de todas las fuerzas democráticas, y que esa unidad se rompería inmediatamente en cuanto un partido como el PCE planteara como objetivo la transformación socialista de la sociedad. Y por eso, las ilusiones que sin duda ha habido, y aquellos excesos verbales o prácticos de algunas fuerzas tendentes a quemar todas las etapas y a pasar directamente a un régimen obrero o a una dictadura del proletariado, al socialismo o incluso al comunismo libertario, no pasaban de ser experimentos que debilitaban la fuerza del pueblo, la unidad y la capacidad de resistencia del pueblo frente al enemigo. T. de H.—Cuáles fueron las causas del enfrentamiento del PCE con los anarquistas y con el POUM? I. G.—A este respecto, sería muy interesante releer las cartas de Trotski sobre la guerra de España en las que aconsejaba a sus amigos que lo fundamental en aquella guerra era acabar con el Gobierno burgués de la República. El POUM con esa postura de acabar con ese Gobierno burgués, era un partido objetivamente contrarrevolucionario (ya digo que dejo las intenciones de aquel momento absolutamente al margen). Y la sublevación y el golpe de mayo del 37 iban dirigidos contra el Gobierno: que yo sepa, en Barcelona no mandaba Franco, ni habían entrado sus tropas. Si aquella insurrección triunfaba, ¿contra quién triunfaba? Triunfaba, evidentemente, contra el Gobierno de la República. Pero si se acababa con este Gobierno, ¿qué Gobierno se ponía? ¿Uno del POUM? ¿Un consejo de la FAI? ¿Un Gobierno —si nosotros lo hubiéramos aceptado— de comunistas de todos los matices? Eso era el fin de la guerra. Y eso estuvo siempre latente. Con la FAI —no hablo de la CNT, que estaba muy influida por la FAI— la discrepancia iba también por ese lado. La FAI ejerció una influencia que yo considero profundamente negativa, en un movimiento cenetista, que era un movimiento de trabajadores, sindical-popular, con unas tradiciones de lucha muy sanas (independientemente de lo que yo piense de su ideología). Porque la CNT tenía en Barcelona y en Andalucía gentes buenísimas, cuyos hijos están ahora con nosotros. Yo he tenido muchos éxitos electorales en focos cenetistas como Castro del Río, Bujalance, Palma del Río, etc.,y ahora todo aquello es del Partido Comunista. Cuando allí tenemos sólo el 38 por 100 de los votos, ya nos pone tristes, porque en algunos pueblos hemos llegado a tener el 88 por 100 de los votos. Pero la FAI con sus ideas, ¿qué hace, por ejemplo, en un pueblo de Córdoba como Bujalance? Primera medida, suprimir el dinero. Se recoge el dinero a todos los campesinos. No utilizo a conciencia el término robar, porque no me gusta hacer juicios de intenciones, pero lo cierto es que se les recoge todo el dinero que tienen y se les dan papelitos, talones con un sello de cien pesetas, de veinte pesetas, etc.; es dinero, sólo que es falso. Tiene un cierto valor dentro del pueblo, pero hasta que se acaban los productos, y cuando hay que ir a otro pueblo, aquel los papelitos no valen. ¿Cómo hacer una guerra así, frente a un Ejército, con unas condiciones tan difíciles como las nuestras? Por supuesto, las contradicciones eran tremendas. Claro, ¿por qué ellos siempre se han quejado más de nosotros que del Partido Socialista o de los partidos republicanos? Por una razón muy fácil de comprender: porque el PCE se entregó a fondo a aquella lucha por la democracia. Para nosotros, todas aquellas teorías de la revolución pasaban por ganar la guerra. Sin ganar la guerra no había democracia, sin ganar la guerra no había libertad. ¿Quién tenía razón? Basta con leer ahora los documentos y ver quién tenía razón, si los que decian: Si perdemos la guerra, se nos ha acabado la libertad, se nos ha acabado todo, y tendremos dictadura para bastante rato», o quienes decían: «No, no, dejémonos de guerras, lo primero es la revolución». Y aquí hay un dilema, que semánticamente es muy bonito: nosotros poníamos ante todo la victoria en la guerra, ellos ponían ante todo la victoria en la revolución. Pero todo eso son frases, porque si no se ganaba la guerra, de seguro que teníamos la revolución que hemos tenido: la nacionalsindicalista, cuarenta años nada más. Nosotros lo sabíamos, y todo eso estaba en el fondo. ¿Por qué estaba eso en el fondo? Yo no iría más lejos en el análisis que decir que ahí había una cuestión ideológica, de fondo, que les impedía a todos —y a los anarquistas en gran medida— comprender una guerra como aquélla. Ellos sólo entendían eso de clase contra clase; eran, como dijo—me parece— Federico Engels, la expiación del pecado oportunista. Ellos habían tenido tanta influencia porque en España tenemos —y hemos tenido siempre— una clase obrera muy combativa, y un pueblo muy combativo; y entre quienes le decían que sólo con una papeleta se arregla el mundo, y quienes le decían que mejor se arregla con una pistola, no tenían razón ni unos ni otros. Arreglar el mundo quiere decir muchísimas cosas mucho más complejas: convencer a la clase obrera, convencer al pueblo desorganizado, etc. Pero bueno, ese anarquismo tenía ese pecado original, esa concepción, y cuando llegó la guerra se encontraron con situaciones tan aberrantes como que los ácratas tenían que transformarse en ministros. Y yo he tenido amigos anarquistas que después de decir: «Nosotros estamos contra toda autoridad, contra todo poder», sacaban del bolsillo las estrellas y se las ponían en el hombro, porque resulta que eran comandantes, capitanes o tenientes. Y la Montseny era Ministro. Y no basta ahora con decir: «Bueno, eso fue un error que cometimos, pero pasajero». No se trata de un error pasajero. Se trata de que ustedes o asumían responsabilidades, o la gente no les hacía ningún caso, les barría. Y eso quiere decir que su ideología fracasó completamente. Ellos no reconocieron el fracaso, pero el pueblo sí, y por eso estamos donde estamos, que de una fuerza tan enorme como la que ellos llegaron a tener, prácticamente se ha extinguido. Pero la gran lección fue en la guerra. La juventud ya no volvió a ese camino. Porque hoy si se le dice a un muchacho: «Nosotros somos partidarios de hacer la guerra sin armas, sin Ejército, sin nada», nos contesta: «Pero este tío está loco». T. de H.—Yo tengo dos preguntas respecto a lo que acaba de decir. Una de ellas es que ha aludido usted a las divergencias del PCE con el POUM por las consignas de Trotski a Nin. Pero aquí hay un error de fecha, porque Trotski había roto con Nin y con el POUM antes de febrero de 1936, precisamente porque el POUM se integró en la alianza electoral del resto de los partidos de izquierda. I. G.—Efectivamente, pero Trotski sigue ocupándose de la cuestión de España. Yo no lo tengo a mano, pero hay escritos suyos en el curso de la guerra en la misma línea que decía anteriormente. Y aunque enfrentados, siempre hubo una vinculación entre ambos, al menos política, ideológica o teórica; y las concepciones de lucha contra el Gobierno burgués las encuentra usted en toda la propaganda del POUM en el curso de la guerra. T. de H.—Por otro lado, ¿ese enfrentamiento del PCE con el POUM no se debería también a la persecución de los trotskistas por Stalin dentro de la Unión Soviética? I. G.—Bueno, hay una cosa, tampoco hablo yo aquí de traslación mecánica, pero yo creo que eso está relacionado, evidentemente. Es decir, nos llevábamos malísimamente trotskistas y, digamos, estalinistas o leninistas. Era la guerra en todo el mundo. En la medida en que el PCUS tenía una gran influencia en el resto de los partidos comunistas, pues es lógico que lo que pasaba allí influyera también en nosotros. Pero yo he querido dar nuestras razones intrínsecas. Aunque se nos pueda decir que estábamos influidos por el estalinismo, el comportamiento aquí ante una guerra como la de los años 36 al 39 tiene su propia autonomía. T. de H.—¿Tuvo algo que ver el PCE en el asesinato de Andreu Nin? Al abrir sus archivos, el PSUC ha reconocido que es un tema que se debía investigar más a fondo. I. G.—Bueno, a mi edad uno no tiene derecho a decir: no conozco bien el tema; pero soy sincero diciendo que conozco muy mal cómo transcurrió esto. De todas formas, algo puedo opinar. En el curso de la guerra, se fue configurando algo así como una división del trabajo y de las tareas, y el PCE, que era en el Ejército con mucho el partido más fuerte, luego en otros frentes no sólo no era muy fuerte, sino que era extremadamente débil. Por ejemplo, el partido descuidó mucho el frente sindical (es un inciso que hago para ir a lo de la justicia). Pero el partido tampoco atendió el frente de la justicia, que guardó una cierta profesionalidad, y con unos elementos propios o integrados por la situación en que vivía el país. Digamos que la vocación de los comunistas no estaba ahí, como no lo estaba en gobernar. Quizá porque para nosotros la guerra se ganaba fundamentalmente en el frente. Lo que es cierto a medias, porqué también se ganaba en la fábrica, en los Tribunales y en todas partes. Pero quiero decir que, sin saber exactamente qué pasó, a mí me tienen que demostrar que en Cataluña se daba la circunstancia original de que el PCE fuera la fuerza decisiva en los Tribunales, porque en el resto del país no lo era. Y yo puedo ir, provincia por provincia, Jaén, Murcia, Valencia, etc..., y demostrar que nosotros casi no estábamos en los Tribunales. Por eso tendrían que demostrarme que nosotros éramos allí los que decidíamos. No creo que fuera el partido. Ahora bien, que en sus declaraciones, que en sus actuaciones, que en sus presiones intentara obtener una condena en uno u otro sentido, sencillamente no lo sé. Pero es que nosotros creemos que no lo sabe nadie, porque nadie lo ha investigado. No se sabe. Entonces se hace propaganda de que la culpa la tuvieron los comunistas, como Nin era trotskista y fue condenado... No hombre, no, eso es olvidarse de todo los demás, y es que había una cantidad de cosas que se consideraban delictivas, y con razón. Claro, luego hay otras que no hay razón que las tape, ni con guerra ni sin guerra; porque, claro, si un tío desaparece y no se sabe dónde había sido juzgado, ni dónde ha ido a parar, etc., etc... Primero hay que llevarle delante de un Tribunal. Entonces, ¿qué participación puede haber ahí de los comunistas? Ya lo he dicho antes: no es que nos refugiemos, sino que realmente no tenemos otra cosa que ofrecer, y es decir: «Señores, ya hay libertades, ya hay archivos; pues que se investigue, que se vean». Porque los comunistas cuando hemos hecho algo mal, hemos rectificado y hemos cambiado, no por capricho, sino de verdad. Para tener credibilidad, hay que decir lo que hemos hecho mal y lo que hemos hecho bien. T. de H.—Entonces, en la hipótesis de que las fuentes del POUM fueran ciertas, y que el PCE fuera realmente el causante del asesinato de Nin, ¿el partido reconocería que era cierto? I. G.—Claro, eso es una hipótesis. Hoy día, decir que si nosotros hubiéramos tenido la culpa de algo que hubiera estado mal hecho lo reconoceríamos, eso ni siquiera hay que decirlo, porque ya está en la práctica, porque si está mal hecho lo decimos. No, eso sabe usted que es así. Pero, claro, es una simple hipótesis. Porque de lo que yo no estoy tan seguro es de que en la hipótesis de que nosotros no tuviéramos nada que ver en el asunto —o nada más que otro cualquiera— salieran los demás a decir: «Bueno, hemos estado durante cuarenta años fastidiando a los comunistas con que ellos eran los que hacían y deshacían... y resulta que no hacían ni deshacían tanto». EL PARTIDO Y LAS COLECTIVIZACIONES T. de H.—Pasando ahora a los anarquistas, nos gustaría que precisamente sus criticas a las colectivizaciones anarquistas, a las que se ha referido hace un momento, y que para muchos representaron una auténtica revolución social. I. G.—El intento de los anarquistas de sustituir el altísimo grado de organización que refleja el dinero, de suplirle de la noche a la mañana parcialmente por el papel, y manteniendo luego el dinero para determinadas operaciones, no interestatales, sino interpueblo, interprovinciales, interregionales, es una pura utopía, un desmadre descomunal. Yo he utilizado los tickets como todo el mundo, y puedo decir que aquello era una cosa tremendamente desorganizada. Por otro lado, ellos aplicaron esto más ampliamente en Aragón, y tuvo unas repercusiones muy negativas. ¿Cómo se defendían los campesinos de aquello? Volviendo a una economía rigurosamente natural, y al trueque de productos. Nada de dinero: yo te doy medio kilo de tocino, y tú me das un trozo de tela. Era desorganizar toda la economía. Eso no se tenía en pie en ninguna parte. Lo que sucede es que ésa fue una de las cosas que mejor entendió la gente. Es decir, la gente que se había quedado sin dinero, y que luego para cada cosa, para lo más elemental, necesitaba volverse loco para ver dónde le daban un papel; y para ir a ver al hijo al pueblo de al lado, no sabían cómo hacerlo, porque allí no querían coger los papeles. Y hay que decir que las gentes, a pesar de todo, no reaccionaban contra la República ni contra la democracia: eran cosas que se les venían encima, y que aceptaban con un carácter fatalista, si era necesario y tenían que ser así... Pero no tenía que ser así, porque ni en Madrid ni en ninguna parte se suprimió el dinero. T. de H.—¿Cuál fue el papel de Líster en Aragón? I. G.—A él le dieron una misión, que era ir, no a disolver las colectividades, que andaban ya bastante disueltas, tan disueltas que los campesinos estaban tremendamente disgustados; y no sabían qué hacer para vivir. El Consejo de Aragón no podía dirigir aquello con sus métodos propios, autónomos; y allí había cosas que no funcionaban. Por eso, el Gobierno dio la orden a Lister de imponer el orden en Aragón. Efectivamente, sus tropas, que eran de las más disciplinadas del Ejército Popular (yo creo que eso lo reconoce todo el mundo) fueron allí, y los campesinos —esta es la convicción que yo tengo— respiraron, porque se vieron ya al amparo de un poder, que era el que tenían todos los países; y vieron que estos «caciquillos» no podían jugar como querían. Y si al comienzo pensaron que aquello se iba a volver contra ellos, pronto vieron que se les devolvían los jamones, los productos que se les habían tomado, y todas sus cosas. Y esto fue como un desahogo, coma un respiro para aquellas gentes, porque el poder que había allí era en algunos casos voluntariamente arbitrario y, en otros, involuntariamente arbitrario. Porque cuando no se tiene una buena concepción de cómo hacer las cosas, se pueden hacer barbaridades. Un manazas tratando una computadora la puede romper honradamente en cuanto toca un tornillo. Bueno, pues allí pasaba un poco eso. Había muchas gentes que por ignorancia establecían ese sistema colectivista integral en Aragón, porque allí las prácticas que yo citaba de algunos pueblos de Andalucía eran prácticas generalizadas. Frente a esa situación, yo no me imagino que Lister, que nunca se puso guante blanco, se los pusiera en aquella ocasión. Pero sí creo que su comportamiento allí fue disciplinado en relación con el Gobierno. Si se mira de cerca lo que pasó a partir de la llegada de Líster, se verá que en cuanto a atentados contra la propiedad de los campesinos, a allanamientos de hogares, se encontrarán rarísimos casos. Yo creo que no se encuentra nada de eso, nada. Los que mandaban en un plan muy absolutista, desaparecieron. No, no habían muerto, gozaban de buena salud, y, además, nos los hemos encontrado a lo largo de la emigración. Pero, claro, ellos mismos pusieron tierra por medio. Si no la hubieran puesto, no sé lo que hubiera pasado; posiblemente, un mal rato para ellos, porque era la guerra, yo lo reconozco. Realmente, lo que fue aquello, en mi opinión, fue un restablecimiento del orden democrático y revolucionario que existía en el conjunto del país. Hubiera podido ser más violento, si los que estaban dirigiendo Aragón hubieran contado de verdad con la confianza del pueblo. A quienes se preguntan: ¿Pero qué pasó allí?, yo les diría: «Señores, si tenían el pueblo con ellos, si las gentes estaban entusiasmadas con sus cooperativas, ¿cómo es posible que unas unidades que llegan en menos de una semana están tranquilamente por allí, sin que haya habido ni un muerto por eso (en la guerra y en el frente sí, pero por eso no)?». Se explica, a mi modo de ver, porque la gente estaba harta, los de abajo, los del medio y no sé si hasta alguno de arriba. Y por eso la operación resultó relativamente fácil. LARGO CABALLERO Y NEGRIN T. de H.—Largo Caballero afirma en sus Memorias que dimitió como Presidente de Gobierno ante las presiones que le hacían algunos miembros del Buró Político del PCE para que declarara ilegal al POUM, además de las presiones que recibía del Embajador soviético en España en el mismo sentido, amenazándole incluso con retirar la ayuda soviética a la República. ¿Qué opina usted de estas afirmaciones? I. G.—Quizá si, pero yo no lo recuerdo. Pero si él lo recuerda, yo respeto lo que Largo Caballero diga en sus Memorias. Yo conozco cosas que he leído de la correspondencia de Largo Caballero, incluso con Stalin, y en esas cartas yo no he visto nada de eso. Vi el trato estricto, respetuoso hacia un jefe de Gobierno. Ahora, la diplomacia tiene sus vías, y si él dice eso, yo no puedo decir ni sí ni no. De todas formas, hubo presiones del PCE para que dimitiera, dimos mitines violentisimos contra Largo. Recuerdo uno tremendo de Jesús Hernández, en el que llegó a pedir la dimisión de Largo Caballero. Pero, o me falla mucho la memoria, o el tema central de aquel discurso, que dicen que provocó la crisis, fue otro y muy conocido; no fue el trotskismo, sino cómo conducir la guerra. Y también existía el problema del Ejército: ¿qué tipo de Ejército necesitábamos? Tenga en cuenta que se creó oficialmente el Ejército bastantes meses después de comenzar la guerra, y que ya teníamos el Quinto Regimiento con sus unidades regulares; que teníamos una parte de militares profesionales, de unidades militares que habían quedado a nuestro lado; es decir, que había elementos para crear un Ejército. El tema estaba en el centro, y no acabábamos de arrancar. Y Caballero no acababa de entender aquello, seguramente porque no veía los plazos, y debió imaginarse que la guerra se terminaría pronto. Pero el PCE, también en virtud de esas vinculaciones, de esas relaciones internacionales y de todo ese conocimiento distinto del mundo, sabía que la guerra iba para largo. T. de H.—Al dimitir Largó Caballero, le sustituye Negrin como Presidente del Gobierno. ¿Fue Negrín, como afirman muchos historiadores, un hombre de paja del PCE? I. G.—No. Negrín no era el hombre de paja de nadie. Era un hombre. Yo diría, además, que era un gran hombre, un hombre de mucho carácter, muy inteligente. Un médico buenísimo y un gran profesional, y que, sin embargo, aceptó ese cargo porque se lo pidió su partido. Y toda la tragedia que tuvo Negrín fue verse combatido por algunos de sus correligionarios —dejémoslo así, por alguno de sus compañeros— de primera fila. Nosotros respetábamos mucho a Negrín. Nosotros apoyábamos íntegramente al Gobierno de Negrin sin ninguna reserva, como lo hicimos durante mucho tiempo con el de Largo Caballero. Pero Negrin criptocomunista, Negrín hombre de paja... Negrín fue un hombre de mucho carácter, que no necesitaba dar puñetazos en la mesa para defender sus puntos de vista, porque tenía inteligencia y capacidad para defender esos puntos de vista. Y al final de la guerra, si hubiera dependido de nosotros, hubiera hecho otras cosas; pero, evidentemente, no era el «hombre de paja» del Partido Comunista e hizo lo que creía mejor. T. de H.—¿Por qué apoyó el PCE a Negrín hasta el final? I. G.—Porque no había otro hombre en el horizonte del Partido Socialista —y del PS tenía que ser— que dirigiera el Gobierno. Nosotros no hemos rechazado frente a Negrín a otro candidato que hoy se nos pueda decir que reunía mejores condiciones. No quiero dar nombres, pero ¿quién? El único hombre que creyó en la victoria durante mucho tiempo y que batalló por conseguirla era Negrín. Y por eso le apoyábamos, y, además, porque era un hombre leal y de un comportamiento muy limpio. Porque nosotros apoyábamos a quienes estaban dispuestos a luchar para salvar la democracia. T. de H.—Si el PCE llegó a tener una influencia considerable durante la guerra en la zona republicana, ¿por qué no aceptó formar parte de un Gobierno con un puesto de responsabilidad, por ejemplo, el Ministerio de Defensa? I. G.—En primer lugar, no se le ofreció al PCE el puesto de Defensa, pero el partido tampoco lo pidió, y por una razón que me parece muy sencilla. Nosotros comprendíamos el carácter de la guerra, las fuerzas sociales que había que movilizar. Un Gobierno en la zona republicana sabía perfectamente que una parte de esas fuerzas sociales no aceptaban —aunque nuestro partido fuera muy fuerte— a comunistas en puestos clave. Se hubiera podido imponer, pero era una manera de ir al desastre. Internacionalmente, la guerra hubiera durado muy poquito si en Francia, Inglaterra, América, etc., se hubiera visto que en la zona republicana había un Gobierno en el que estaban los comunistas ocupando puestos claves. Y aquí se ve que el PCE no se guió por ningún espíritu aventurero, sino por un espíritu democrático, nacional y patriótico. Y lo importante para nosotros no era tener unos meses un ministerio importante, sino que lo importante era salvar la democracia, porque para nosotros la marcha hacia el socialismo va a través de la democracia. Y si se cargaban la democracia, tendriamos fascismo para rato, y dificultades multiplicadas. Y entonces, nosotros decíamos que si no era necesario, no participaríamos en el Gobierno, porque no queríamos crear ninguna dificultad. Y si tuvimos primero dos ministros, que hicieron una labor muy positiva, y luego sólo uno en Agricultura, nos lo ofrecieron las otras fuerzas, porque en Agricultura había un ogro tremendo que lidiar como era la Reforma Agraria. Y las cosas se hicieron lo mejor que se pudo. LA DERROTA Y LA RESISTENCIA T. de H.—Dada la «debacle» existente en todos los frentes, ¿era posible resistir al Ejército franquista, como propugnaba el PCE hasta enlazar con la Segunda Guerra Mundial? I. G.—Bueno, la «debacle» en todos los frentes se produce muy tarde. Yo he asistido a esa «debacle», porque el desastre de Casado me cogió aquí, en Madrid. Y en aquellos momentos nosotros teníamos un Ejército muy serio en el Centro, y otros ejércitos, como el de Levante, estaban intactos; en Extremadura, todavía quedaban algunas fuerzas bastantes bien organizadas. Lo que fallaba en el momento de la sublevación casadista era la unidad, que, de hecho, ya se había roto. Y sin unidad, aquí no se podía resistir ni un mes. Y cuando decían los casadistas que no había posibilidad de resistir, desde su punto de vista tenían razón: una vez rota la unidad, ya no había posibilidad de resistir. Pero para entender el proceso había que volver atrás: si se hubiera mantenido la unidad del Frente Popular, España tenía todavía zonas riquísimas para alimentar a la población, al Ejército; tenía zonas industriales como Cataluña. Claro que había zonas para resistir mucho tiempo todavía hasta el enlace con la Segunda Guerra Mundial. Y ahí se entra en una cuestión teórica muy interesante para historiadores y sociólogos, y es que las contradicciones inter-imperialistas iban agudizándose enormemente, tanto como para llegarse a un pacto germano-soviético. Entonces hay quien simplifica: »Las contradicciones no se habrían desarrollado en lo que hubiera durado la guerra de España. Ellos habrian esperado». Es un poco tomar la historia como un tablero de ajedrez, y decir: «Bueno, vamos a descansar un poco, dentro de dos horas comenzaremos» Y eso no; usted sabe que la historia no es eso. Las contradicciones se iban agudizando enormemente, y por eso no se puede excluir que la resistencia de los republicanos españoles hubiera enlazado con la II Guerra Mundial, y entonces está claro cuál habría sido cl desenlace: sencillamente, que España habría tenido una democracia como la francesa, tan burguesa como ella, pero al fin y al cabo con costos sociales infinitamente menores, y con muchos menos malos ratos. T. de H.—¿Puede explicar cuándo y cómo empezó la resistencia a Franco por parte del PCE? I. G.—Desde el primer día. Dos días antes de salir de España hablé con grupos de tanquistas, que dejaban los tanques abandonados y se iban con un par de tanquetas pequeñitas hacia los montes de Valencia. Unos cayeron y otros no cayeron; pero la resistencia se comenzó desde el primer día. Pero esa resistencia —ya lo sabe usted— Tenía muchas facetas: había esos resistentes conscientes que aparecían desde el primer día; había otros que comenzaron a venir muy pronto desde Francia para luchar aquí; y luego había mucha gente que se echaban al monte para salvar su vida, pero que para ello tenían que aprender a defenderse, y que poco a poco se iban transformando de simples escapados en semi-guerrilleros, y concluían siendo guerrilleros. Esta resistencia se interrumpió en 1948-49, por decisión del PCE, porque tenía muchas dificultades. T. de H.—¿Qué papel jugaron las guerrillas en esta resistencia? I. G.—La guerrilla jugó aquí, en mi opinión, un papel importante. Hubo zonas, por Galicia. en Levante, en Andalucía, e incluso guerrillas del llano, de la Mancha o Castilla, que tuvieron una gran importancia. Yo creo que hay que rebajar un poquito todos esos méritos que le ponen a Franco de haber mantenido a España al margen de la guerra mundial, etc., porque esas guerrillas eran un factor permanente de lucha en el interior en un momento en que se luchaba en toda Europa en la II Guerra Mundial; y en esas condiciones, tampoco era fácil hacer lo que quisiera el Gobierno de Franco. Pero, en mi opinión, lo más positivo de estas guerrillas era otra cosa, y es que en el período más duro, mas terrible quizá de la historia de España, no desaparezca completamente la llama de la esperanza, es decir, ese foco de lucha, esa fuente de aliento para comenzar a pensar que algún día tendrían que cambiar las cosas. Y quizá no esté totalmente desligado de ese hecho y de otros de resistencia, de protesta, etc., la inserción de la juventud en el camino de la democracia bajo el fascismo, como ocurrió en 1954-56, en que una juventud rompió las cadenas y se echó a la calle desde la Universidad (mucho antes del 68 francés). Yo creo que el hecho de que aquí se haya mantenido la lucha y la resistencia —aunque haya costado muchos sacrificios— ha sido fuente de inspiración para muchísimos luchadores. Y ahora, cuando muchísimos luchadores estudian su propia biografía, recuerdan que por los años 48 y 50 su padre les hablaba del pasado anterior al franquismo. T. de H.—¿Por qué decidió el PCE acabar con la guerrilla? I. G.—En un momento dado, al término de la II Guerra Mundial, acabaron las esperanzas de que el franquismo iba a ser barrido del suelo español, igual que había ocurrido con el nazismo y el fascismo en Alemania y en Italia. Así, en los años 1948-49, y en vista de las dificultades cada vez mayores que pasaban los grupos guerrilleros, el propio Stalin —ya ve usted cómo él también ha tenido cosas buenas—decidió, después de un estudio de la realidad española, aconsejar al Buró Político del PCE que revisara sus métodos de lucha, y señaló la necesidad de infiltrarse en los Sindicatos, y en todos los sitios donde se pudiera, para tratar de minar desde dentro el aparato fascista. Así lo hicimos. Además, las masas ya no comprendían los métodos de lucha armada que realizaban estas pequeños grupos guerrilleros, y lo que pretendía el PCE era atraerse a un número cada vez mayor de gente a sus filas, como muy pronto se demostró que iba a ocurrir con las primeras huelgas obreras y universitarias. (Declaraciones recogidas por María Ruipérez). |