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  Tiempo de Historia, números 80-81 de julio-agosto de 1981

Así empezó... Nuestro día más largo

Eduardo de Guzmán


Viernes, 17 de julio de 1936.

Son las cinco de la tarde —hora expectante y mágica de clarines, timbales y sangre no sólo en la tauromaquia, sino en la vida toda de España— cuando recibimos la primera noticia de que la lucha ha comenzado. No nos sorprende en absoluto, porque hace meses que esperamos un pronunciamiento y días que lo sabemos inminente. En realidad, hace ya cinco jornadas que ninguno de los diez periodistas que en esta tarde de bochorno estival nos hallamos en el bar del Congreso hemos dormido cuatro horas seguidas, interrumpido siempre nuestro descanso por algún rumor sensacional. Cada día se anuncia con mayor insistencia que la víspera una sublevación militar y es preciso pasarse la noche en vela pendiente de los teléfonos, yendo de un lado para otro, atentos a confirmar o desmentir los múltiples bulos que circulan. Aunque no pase nada en la noche que termina, todo puede suceder en la mañana que alborea y quien se tumbe despreocupado a descansar siete u ocho horas puede encontrarse al despertar con un cambio completo en el panorama nacional. No es extraño, pues, que cansados y somnolientos se nos cierren los ojos y apenas tengamos ganas de seguir haciendo cábalas y pronósticos sobre el desenlace de la tensa situación planteada.

Barricadas en Campamento..., Madrid 20 julio.

De repente, la presencia de Indalecio Prieto disipa nuestra modorra y nos pone en movimiento. La aparición del líder socialista nada tendría de extraña en circunstancias normales, pero si cuando el Parlamento ha suspendido sus sesiones y desde que el miércoles celebró su dramática reunión la Comisión Permanente, el viejo palacio de la carrera de San Jerónimo aparece casi desierto. Segundos después, rodeamos a Prieto en uno de los pasillos. Don Inda —cara redonda, párpados carnosos, ojos de miope— tiene un gesto de honda preocupación en el semblante. Nos conoce a todos y se anticipa a las preguntas que tenemos en la punta de la lengua.

—Vengo —dice— a reunirme con la Ejecutiva del Partido Socialista.

Hace una breve pausa como si necesitara tomar aliento; luego, dejando caer con lentitud las palabras, añade:

—La guarnición de Melilla se ha sublevado esta tarde. Los trabajadores están siendo pasados a cuchillo...

Mientras habla llegan jadeantes por el calor y las prisas otros miembros de la ejecutiva socialista. A Prieto le urge reunirse con ellos y se va sin contestar a nuestras preguntas sobre detalles de lo ocurrido. Es posible que no los conozca o prefiera comunicárselos a sus compañeros de partido. En cualquier caso, los detalles son secundarios. Lo importante es la noticia en sí. Como es lógico buscamos inmediata confirmación telefoneando, no sólo a los periódicos en que trabajamos, sino intentando hablar con Melilla primero y con Tetuán o Ceuta a renglón seguido.

—Lo siento señor, pero la línea está averiada. Quizá dentro de unas horas...

Ninguno de nosotros admite por un momento que la presunta avería puede ser real y efectiva. Indirectamente constituye una confirmación de lo que Prieto ha dicho. Sólo nos cabe una duda grave y preocupante: ¿Se ha extendido la sublevación al resto de la zona marroquí o ha sido el gobierno quien ha cortado las comunicaciones con el otro lado del Estrecho? Procuramos saber la verdad sin tener que abandonar el Congreso. Todos tenemos amigos o conocidos en los posibles centros de información —ministerios de Guerra y Gobernación, Dirección de Seguridad, etc— nos apresuramos a telefonearles. No conseguimos nada. La mayoría de nuestros posibles informantes no se hallan en sus casas o despachos y nadie sabe dónde podremos localizarles. Cuando logramos hablar con algún personaje o personajillo, elude la respuesta, tratando de quitar importancia a la situación:

—No hagáis caso de rumores y bulos. Si algo sucediera, el gobierno se aprestaría a informar al país. Cuando no lo hace es porque no pasa absolutamente nada.

Cada nueva negativa añade mayores certidumbres a nuestra impresión de que la sublevación —tantas veces anunciada y desmentida durante los días precedentes— es ya una triste y dramática realidad. Lo mismo piensan los centenares de personas que minutos después llenan el bar, los pasillos y las salas del Congreso. Llegan presurosos políticos, periodistas o simples curiosos. Todos los que por un medio u otro tienen acceso al edificio acuden presurosos tratando de enterarse de lo que sucede. Se forman corrillos en los que se habla y discute a voces en torno a lo que ocurre en Marruecos. Discrepan naturalmente las opiniones, aunque nadie duda de que la rebelión militar es un hecho. Mientras unos sostienen que la sublevación será fácilmente aplastada, otros temen que habrá de tener las peores consecuencias.

—La rebelión triunfará sin dificultad en todo Marruecos —afirma el comandante Ristori, un marino republicano que en octubre morirá combatiendo en las proximidades de Torrejón— porque están comprometidos los jefes de Regulares y el Tercio... Hace quince días se lo dije al ministro que no me hizo el menor caso. Ahora...

—Casares sabe perfectamente lo que hace —le replica un diputado de Izquierda Republicana—. Me consta que el gobierno ha tomado las medidas precisas y puedo asegurarles que la subversión quedará vencida en menos de cuarenta y ocho horas.

Es la opinión predominante entre republicanos y socialistas moderados. Consideran que los cuartelazos no son posibles avanzado ya el siglo veinte. No hay que perder la cabeza y mantenerse firmes y serenos al lado del gobierno. ¿Armar al pueblo como pretenden socialistas de Largo Caballero, miembros de la UGT, comunistas y otras fuerzas de izquierda? ¡Ni pensarlo! Por atajar un peligro relativo, se crearía otro mayor. Al poder público le sobra con sus recursos normales y legales para hacer morder el polvo a sus enemigos de derechas. La intentona de Marruecos es una nueva sanJurjada que acabará fatalmente como la primera.

—Casares controla plenamente la situación. ¿O lo cree tan insensato como para estar todo este tiempo cruzado de brazos? Conoce la conspiración hasta en sus menores detalles y la aplastará sin tardanzas ni contemplaciones.

Fernando Sánchez Monreal, director de la Agencia Febus, tiene el automóvil en la calle Fernanflor. Se dispone a salir inmediatamente con rumbo a Málaga, para ser el primero en llegar a Melilla en cuanto sea posible. Invita a varios compañeros a acompañarle y únicamente acepta Luis Díaz Carreño, redactor de «La Voz».

—Mañana estaremos en Málaga, tal vez en Melilla, y sentiréis no haber venido con nosotros.

(No llegan tan lejos, por desgracia. Por la mañana están en Córdoba, cuyo gobernador civil es otro periodista madrileño —Antonio Rodríguez de León, redactor de «El Sol»— al que visitan en el gobierno civil, cuando se niega rotundamente a dar armas a los trabajadores que las piden a voz en grito para rechazar la agresión. Está discutiendo con ellos cuando se subleva el coronel Cascajo, toma el edificio en que se hallan y les detiene a todos. Tras unas semanas de encierro, Monreal y Carreño son puestos en libertad. No pueden volver a Madrid ni marchar a Málaga, pero sí dirigirse a Valladolid donde sus familias, que veraneaban en San Rafael han sido conducidas. Cuando llegan a Valladolid alguien les denuncia como rojos peligrosos y son asesinados).

De noche ya, abandono el Congreso, donde la animación empieza a disminuir, convencido de que las noticias puedan estar en otra parte. Me dirijo al café Rex, sito en el primer trozo de la carrera de San Jerónimo, donde todas las tardes suele reunirse un grupo de aviadores republicanos entre los que están Ortiz, Romero, Rexach y Rada. Al entrar encuentro a Antonio Rexach que se dispone a tomar el coche que le aguarda a la puerta.

—No entres si no quieres, porque no encontrarás a nadie — dice al verme—. Llevamos muchos días esperando algo por el estilo. Ni en Getafe ni en Cuatro Vientos nos cogerán dormidos. Seremos nosotros esta misma noche quienes despertemos a más de cuatro. Como todos los anocheceres grupos nutridos llenan por completo las amplias aceras de la Puerta del Sol. Aquí y allá se forman corrillos en los que se discute con apasionada vehemencia y que se disgregan apenas se acerca alguna pareja de guardias. Abundan desde luego los transeúntes más o menos apresurados y los simples curiosos, pero los elementos políticos están en abrumadora mayoría. Los huelguistas de la construcción cambian impresiones o reciben consignas delante del Ministerio de la Gobernación que ha declarado ilegal el paro. Algunos comunistas alzan la voz de vez en cuando en un improvisado mitin relámpago. En los innumerables cafés se propalan y comentan las últimas noticias, que casi siempre tienen más de fantásticas que de reales. Delante del Ministerio y en las bocacalles cercanas retenes de Asalto montan la guardia para impedir alborotos y manifestaciones.

—Ya sabemos lo de Melilla. También que esta noche o mañana empezará el bollo en toda España. La lucha será dura, sangrienta, desesperada, pero los trabajadores vencerán.

Quien habla es Isabelo Romero, un metalúrgico de veinticinco años, inteligente, decidido y audaz, secretario del Comité Regional de la CNT. Forma parte también del Comité de Defensa de la organización y, como el Comité Nacional está detenido a consecuencia de la huelga de la construcción, es en este momento uno de los militantes confederales más representativos. He ido en su busca para conocer la actitud oficial de la Confederación. Como podía suponer por anticipado está dispuesto a luchar con todas sus fuerzas contra la intentona fascista.

—Casares —añade— espera que se repita lo del 10 de agosto y le baste con una compañía de guardias de Asalto. Cuando llegue a darse cuenta de la realidad —si es que llega a dársela— ya será demasiado tarde. La batalla tendrán que darla los trabajadores unidos y la CNT está preparada para hacerlo.

Son ya las diez de la noche cuando llego a la redacción de «La Libertad», en un edificio de la calle de la Madera, próxima a la Gran Vía. En la redacción encuentro a cuantos a diario participan en la confección del periódico y a no pocos colaboradores y amigos, con el director Antonio Hermosilla y los subdirectores Eduardo Haro Delage y Antonio de Lezama a la cabeza. Pero si hay mucha gente que discute la situación, son pocos los que trabajan.

—¡Orden terminante de la censura: ni la más pequeña alusión a Marruecos!

—La táctica del avestruz

—me indigno—. ¡Como si a estas alturas, el silencio sirviera de algo:..!

Como no se puede publicar una sola palabra de lo que verdaderamente preocupa e interesa en estos momentos, apenas hacemos otra cosa en toda la noche que hablar, comentar y discutir lo poco que sabemos de Marruecos y sus inevitables repercusiones en los días próximos. Como en los pasillos del Congreso, en la redacción de «La Libertad» se dividen las opiniones. Frente al pesimismo y alarma de quienes creen que el gobierno está perdiendo sin hacer nada unas horas preciosas y decisivas, están los que sostienen que Casares cumplirá con su deber y que la rebelión no tardará en ser aplastada sin necesidad de armar al pueblo como propugnan los elementos de extrema izquierda.

—Hacerlo sería el caos —asegura Gómez Hidalgo, diputado de Unión Republicana—. La revolución sería la muerte de la República.

—¿Prefieres acaso que la entierren sin lucha los militares monárquicos? —le responde airado Luis de Tapia Subdirector de «La Libertad», Eduardo Haro, antiguo marino ganado por el periodismo, se muestra pesimista en el sentido de que las guarniciones africanas no se habrían sublevado de no contar previamente con la conformidad de los marinos que aseguren el rápido traslado de sus fuerzas a la Península. Gómez Hidalgo discrepa, firmemente convencido de que la Marina está lealmente a las órdenes del gobierno. ¿Pruebas?

—Hace unas horas que tres destructores salieron de Cartagena con rumbo a Melilla. Llegarán de madrugada y si los rebeldes no se entregan en el acto los harán entrar en razón a cañonazos.

Lezama, que acaba de hablar con dos de los ministros —Augusto Barcia y Marcelino Domingo—, comparte por entero su opinión. A Casares no le han sorprendido los sucesos de Marruecos para donde han salido no sólo unos barcos de guerra, sino varios aviones de bombardeo.

—Cuando le hablaron asustados por la noticia de la sublevación de Melilla, se echó a reír y comentó en tono burlón: «¿Dicen ustedes que se han levantado los militares? ¡Pues yo Me voy a dormir tranquilamente».

Una mayoría de los redactores y colaboradores de «La Libertad» disienten rotundamente de tan panglosiano optimismo. Sin embargo, las noticias que se reciben —que no se reciben, mejor— en el transcurso de la noche parecen dar la razón a Ios que ven la situación de color rosa. Hablamos telefónicamente con Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Valladolid y Bilbao, y en ninguna parte ocurre nada. Como máximo circulan los mismos rumores que en Madrid, pero ni se ha sublevado nadie ni parece que las guarniciones respectivas estén dispuestas a lanzarse a una trágica aventura. En Málaga y Algeciras las gentes dejan volar su imaginación y circulan bulos de que en todo Marruecos se combate con encarnizamiento, pero ninguno de esos bulos está confirmado oficialmente. En cualquier caso, cuando llegaron aquella tarde los transbordadores de Ceuta, Melilla y Tánger existía absoluta tranquilidad al otro lado del Estrecho. Ahora las comunicaciones están cortadas, pero se ignora si las ha cortado el gobierno o lo han hecho los rebeldes. En Madrid hay absoluta normalidad en la Dirección General de Seguridad.

—Es una de las noches más tranquilas que recuerdo —afirma el redactor de sucesos, Heliodoro Fernández Evangelista.

La censura reitera una y otra vez su prohibición de hablar para nada de lo que pueda estar sucediendo en Marruecos, pero los propios censores no tienen más noticias que nosotros. De madrugada ya, una mayoría de redactores del periódico se van a dormir, cansados de esperar unas noticias que no llegan.

—Cuando nos levantemos mañana —afirma Gómez Hidalgo—, sabremos que la intentona ha fracasado estrepitosamente.

Eduardo Haro y yo aguardamos hasta el cierre del periódico. Son ya las cinco de la mañana cuando, con la rotativa en marcha, abandonamos la redacción.

—Quienes nos lean hoy —comenta Haro—, creerán que vivimos en el mejor de los mundos posibles.


Sábado, 18 de julio.

—La radio acaba de decir que ha estallado una sublevación militar en Marruecos. Cuando entreabro los ojos veo el rostro serio y preocupado de mi madre que acaba de despertarme. Aunque tengo la sensación de no haber dormido arriba de media hora, compruebo en el despertador que son ya las once de la mañana. Me tiro sobresaltado de la cama y corro al teléfono para llamar a Unión Radio donde tengo buenos amigos. Confirman lo anticipado por mi madre e incluso me leen el texto de la breve nota que, rompiendo su obstinado silencio de la noche anterior, ha hecho publicar Casares Quiroga. En ella, tras admitir que una parte del Ejército se ha sublevado en Marruecos, el gobierno asegura: «El movimiento está limitado a ciertas zonas del Protectorado y nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a tan absurda empresa».

—¿Qué te parece? —pregunta Medina, el locutor de Unión Radio, que es quien me habla.

Respondo con la verdad: la nota llega con mucho retraso y con toda seguridad no refleja más que una parte mínima de lo que realmente sucede. Si anoche Casares prohibió que se dijese una sola palabra de lo que ocurría en Marruecos, al cambiar hoy de opinión y no atreverse a asegurar que la intentona ha sido sofocada, resulta lógico temer que el alzamiento no sólo haya triunfado en Melilla, sino también en Tetuán, Ceuta y Larache. En cuanto a que nadie secunde la sublevación en el territorio peninsular, era cierto hace seis o siete horas, pero probablemente habrá dejado de serlo en este momento.

Mi pesimismo tiene plena confirmación cuando una hora más tarde hago mi entrada en Teléfonos. Situado en el arranque de la calle de Alcalá, entre las calles Universal y Colonial, Teléfonos es un viejo y destartalado edificio de dos plantas construido a principios de siglo para albergar a una de las primeras centrales telefónicas madrileñas. Tiene en su planta superior una amplia sala destinada a los corresponsales de los diarios provincianos, con diez o doce cabinas, grandes mesas y muchas sillas. La sala se encuentra concurrida a cualquier hora del día o de la no-che. Como hay diarios de la mañana y la tarde en casi todas las ciudades de la Península, Baleares, Canarias y Marruecos, y cada uno tiene una hora distinta para que su representante en Madrid le transmita las informaciones más importantes, Teléfonos es prácticamente la única redacción madrileña que no interrumpe su actividad un solo minuto en el transcurso de la jornada.

A mediodía del 18 de julio rebosa de periodistas que comentan y discuten no sólo las noticias que se van recibiendo, sino los incontables rumores y bulos que circulan por todo el país. Parece seguro que la sublevación ha triunfado en toda la zona española de Marruecos, pese a que en Tetuán y Larache algunos elementos republicanos se han defendido a la desesperada y que la capital del Protectorado ha sido bombardeada por dos aviones gubernamentales. Canarias se ha debido sumar al alzamiento y la radio de Ceuta ha divulgado un manifiesto del general Franco declarando la ley marcial en el archipiélago. Por último, el capitán general del departamento marítimo de San Fernando acaba de proclamar el estado de guerra. Una hora más tarde se sabe ya que algo parecido ha sucedido en Córdoba, Cádiz y Málaga. Son varias las poblaciones del resto de España con las que se produce una brusca e inesperada interrupción de las comunicaciones.

—Y puedes apostar que en todas ellas se han sublevado los militares y los fascistas.

No se sabe nada de los destructores que ayer tarde salieron de Cartagena con rumbo a Melilla ni de otro más —el «Churruca» concretamente— que debiera encontrarse en Ceuta. En Zaragoza la situación debe ser muy crítica por cuanto hace un rato el general Núñez de Prado, director de Aeronáutica, salió para allá, sin duda con intención de apoyar a Cabanellas a resistir y derrotar a los militares rebeldes. Tras de su primera nota, el gobierno guarda de nuevo silencio y no se sabe que haga nada práctico por defender la República. De pronto, un compañero que habla con Pamplona ve interrumpida su comunicación y no encuentra forma de reanudarla. Todos pensamos lo mismo: Mola, director de Seguridad con Berenguer, jefe militar en Marruecos con Gil Robles y, según insistentes rumores, uno de los dirigentes de la conspiración, ha debido alzarse en armas contra el régimen.

—Vamos a ver si el ministro quiere decimos algo.

Es la hora aproximada en que todos los días un grupo de periodistas visitan al ministro de la Gobernación para oír de sus labios la tranquilizadora noticia de que en toda España reina una paz octaviana. Este dramático sábado son más numerosos que nunca los informadores que pretendemos saber de boca de don Juan Moles lo que está ocurriendo. Pero don Juan Moles está demasiado ocupado o demasiado asustado para hablar con nosotros. En su lugar nos recibe Ossorio y Tafall, diputado de la Orga y subsecretario de Gobernación.

Ossorio y Tafall nos habla tranquilo, sereno, con una amplia sonrisa y palabras melosas con las que trata de quitar dramatismo a la situación. Afirma impertérrito que el gobierno es dueño de la situación, que en la Península no ha tenido ni tendrá la menor repercusión el pequeño foco rebelde de Marruecos que está siendo combatido con eficacia y que será dominado en pocas horas. Arruga el ceño cuando los periodistas le hablamos de Canarias, de Cádiz y de Córdoba y pierde por completo la calma cuando nos oye preguntar por la sublevación de Mola.

—¡Mentira! —chilla descompuesto—. Nieguen rotundamente esa monstruosa falacia. El general Mola es totalmente leal a la República. ¿Lo duda alguien? Pues sepa ese alguien que hace menos de una hora, hablando por teléfono con el señor ministro, le ha dado su palabra de honor. ¡Cuidado, señores! —amenaza—. Si los rebeldes serán castigados, quienes les hacen el juego propagando infundios alarmistas, tampoco gozarán de una impunidad inadmisible en estos momentos.

Con sólo cruzar la Puerta del Sol para volver a Teléfonos podemos comprobar que Ossorio y Tafall no sabe nada de lo que sucede en España o miente deliberadamente. Se confirman todas las noticias alarmantes precedentes a las que se suman otras de mayor gravedad. El «Churruca» ha desembarcado un tabor de Regulares en Cádiz, de Jerez se han adueñado los fascistas y se combate en las calles de Sevilla. En la ciudad de la Giralda parece que se encuentra Queipo de Llano, y si en un primer momento creemos que ha sido enviado por el gobierno, pronto sabemos que está al frente de la sublevación.

A las tres de la tarde, una nueva nota del Gobierno, destinada a tranquilizar a las gentes, aumenta su confusión y alarma porque no sólo asegura de nuevo que el gobierno controla la situación y que la sublevación no tiene repercusión en la Península —cosa que sabemos positivamente falsa—, sino que rechaza toda la ayuda ofrecida por los partidos republicanos y las organizaciones obreras asegurando que «la acción del Gobierno será suficiente para restablecer el orden».

—¡Qué cara! Casares sobre no hacer nada, no quiere que na-die se mueva para impedir el triunfo del fascismo.

Circulan insistentes rumores de crisis total. A las cuatro se asegura que es un hecho y que en el Congreso se han reunido las minorías republicanas para tratar de la formación de un nuevo gobierno. Teléfonos se queda medio desierto. Mientras una mayoría de informadores corremos hacia el Congreso, una minoría encamina sus pasos hacia la plaza de Oriente, donde el presidente Azaña tendrá que recibir al jefe del ministerio que sustituya a Casares. Pese a la gravedad extrema de la situación, el centro de Madrid da la impresión de que todo el mundo duerme tranquilamente la siesta. Bajo la lluvia de fuego del sol estival las calles aparecen casi desiertas, aunque los comercios están abiertos, tranvías y autobuses circulan vacíos y apenas si algún viajero con aire cansino entra o sale por las bocas del metro.

El interior del Congreso ofrece un violento contraste con la soledad de veinticuatro horas antes. En la tarde del sábado conoce la animación y el nerviosismo de las grandes solemnidades políticas. Periodistas de todos los matices, diputados y ex-diputados, personajes y personajillos de la más variada catadura forman corros en salas y despachos, sus voces, lanzan y desmienten verdades como puños y bulos como catedrales. Son tres los temas predominantes: el fracaso de Casares Quiroga, la solución de la crisis planteada y si deben entregarse armas al pueblo para que defienda la República.

Lo primero casi nadie se atreve a discutirlo. El desastre de Casares como jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, corre parejo con el de Moles, ministro de la Gobernación, y el de Alonso Mallol, director general de Seguridad. Ninguno de los tres ha dado muestras de previsión para impedir la sublevación ni de la energía precisa para destrozarla una vez iniciada.

—El único que responde en Gobernación es el general Pozas, inspector de la Benemérita. De no ser por él, toda la guardia civil estaría ya sublevada de acuerdo con los militares.

¿Quién puede suceder a Casares? Discrepan las opiniones y los nombres que surgen se debaten con acaloramiento. Entre los republicanos y socialistas moderados suenan Martínez Barrio, Albornoz, Marcelino e incluso Sánchez Román. Las izquierdas prefieren a Prieto o Largo Caballero, aunque resulta más que dudoso que este último resulte designado por Azaña. En cuanto al reparto de armas, las pide y exige Caballero y los socialistas que le siguen, los comunistas y las centrales sindicales UGT y CNT, pero rechazan la posibilidad el resto de las fuerzas del Frente Popular.

A las seis llega al Congreso la noticia de que el gobierno, en plena crisis, ha abandonado el Ministerio de la Guerra, para dirigirse al de Gobernación donde no sólo se reúnen los ministros, sino también diversas personalidades políticas entre las que están Martínez Barrio, Indalecio Prieto, Largo Caballero y Sánchez Román.

—Este último, no —rectifica un diputado de Unión Republicana—. Sánchez Román está en el palacio de Oriente llamado por Azaña.

Esté en uno u otro sitio, es evidente que tanto de la crisis como del armamento del pueblo se está tratando en la Puerta del Sol y en la plaza de Oriente. Varios periodistas abandonamos el Congreso. Cuando salimos del Parlamento ya están en la calle los periódicos de la tarde. La mayoría se limitan a publicar las notas oficiosas sobre la rebelión, siguiendo las instrucciones de la censura.

«Claridad», órgano oficial de la Unión General de Trabajadores, no. «¡Libertad o muerte!», pregona en gruesos titulares en primera página y en diversas notas anuncia que los trabajadores lucharán en defensa de la República, exige que el pueblo sea armado inmediatamente y ordena a los obreros sindicados pelear contra el fascismo por todos los medios a su alcance sin esperar nuevas órdenes o consignas. La batalla que se libra en Se-villa y la sublevación de diferentes guarniciones demuestra la gravedad extrema de la situación y afirma que los mineros asturianos, que están en pie de guerra, se disponen a salir en trenes especiales hacia Madrid para combatir junto a sus hermanos de la capital de España.

En sólo dos horas, las calles céntricas han experimentado un cambio tan radical como increíble. Hay racimos de personas en torno a cada vendedor, arrebatándole materialmente los periódicos. En las aceras y aun en medio de la calzada, grupos nutridos discuten a voces. Las tiendas echan precipitadamente sus cierres y los dependientes se suman a quienes formando una improvisada manifestación se dirigen hacia la Puerta del Sol.

Impresiona el aspecto de la Puerta del Sol. Vacía, adormilada por el calor a las cuatro de la tarde, se ha convertido a las seis en un hervidero humano. De Ventas, de Chamberí, del Pacífico, de los puentes de Toledo y Segovia llegan los tranvías abarrotados de gentes excitadas y vociferantes; las bocas del metro arrojan una tras otra incesantes oleadas de obreros airados y nerviosos. La muchedumbre ha desbordado ya las aceras, especialmente frente al edificio de Gobernación, dificultando la circulación rodada. Millares y millares de personas acuden desde todos los puntos de Madrid reclamando armas para defenderse contra el fascismo. La rotunda negativa de Casares a facilitar elementos de combate, mientras la rebelión militar salta de una ciudad a otra, se le antoja a la mayoría una traición.

—¡Deberíamos empezar —gritan algunos— por colgar a quienes nos las niegan!

Gobernación ha cerrado sus puertas. Ante ellas una doble fila de guardias de seguridad y asalto. Otros grupos de hombres uniformados, más numerosos aún, vigilan en la calle de Carretas, en la de Correos y en la plaza de Pon-tejos, junto al antiguo edificio de Telégrafos que les sirve de cuartel. Pero o han recibido orden de no enfrentarse con la multitud, o han resuelto no hacerlo por propia iniciativa. Muchos guardias dialogan con los manifestantes, cuyos sentimientos comparten sin la menor sombra de duda y se limitan a impedir, sin violencias, que la gente derribe las puertas para entrar en el Ministerio.

—No pierdas el tiempo entrando, porque dentro no encontrarás a nadie.

Me lo aconseja Ignacio Barrado, redactor de Havas, que acaba de salir del edificio. Sabe lo poco que se puede saber y desconfía que nadie sepa más. El Consejo de Ministros, al que asistieron Martínez Barrio, Prieto y Largo Caballero, concluyó hace media hora, pero los periodistas no pudieron ver ni hablar más que con Caballero.

—Salió echando chispas. Fue a pedir armas para los trabajadores y tropezó con una negativa rotunda.

Casares está dimitido y hundido. Lo más probable es que al salir de Gobernación haya ido al Palacio para entregar oficialmente su renuncia. También es probable que Azaña reciba inmediatamente, si no lo ha recibido ya, al hombre que haya de sustituirle. Aunque en la Puerta del Sol aumenta por momentos la afluencia de público, las noticias están en la Plaza de Oriente.

Las tiendas de la calle Arenal han cerrado precipitadamente sus puertas. Grupos nutridos y amenazantes van y vienen entre la Puerta del Sol y la plaza de Oriente. En la plaza del Celenque una veintena de obreros meten apresuradamente en dos taxis los rifles y escopetas sacados de una armería que acaban de asaltar, mientras otros cargan los revólveres y pistolas de que se han apoderado.

—Como Casares no quiere darnos armas —explica uno de ellos a un grupo de curiosos—, tenemos que cogerlas donde las haya.

La plaza de Oriente es más grande que la Puerta del Sol, y hay mucha menos gente. Aparte de la guardia oficial de Palacio, soldados de la escolta presidencial ocupan posiciones de combate dentro y alrededor del edificio dispuestos a rechazar cualquier ataque. Junto a los jardines de Caballerizas y en la cercana plaza de España, aparecen estacionados numerosos camiones de guardias de asalto, formando una especie de barrera entre el cuartel de la Montaña y la residencia del presidente de la República.

Un grupo de periodistas aguardan expectantes en la puerta de la calle Bailén y otros hacen lo mismo en la plaza de la Armeria. Llevan varias horas allí y es poco lo que han podido ver o averiguar. Rehuyendo su curiosidad, las personalidades políticas llamadas por Azaña pueden entrar y salir de Palacio sin ser vistas utilizando la puerta del Campo del Moro.

—Estamos perdiendo lastimosamente el tiempo —gruñe uno malhumorado—. Cuando nos enteremos aquí quién es el nuevo jefe de Gobierno ya lo sabrá media España.

Saben únicamente que en el curso de la tarde han sido varios los políticos que han visitado al presidente de la República. Además de Sánchez Román, entre los llamados por Azaña figuran Ossorio y Gallardo, Lluhí Vallewcá y Albornoz. Sin embargo, todos tienen la impresión de que será Martínez Barrio quien en definitiva recibirá el encargo de sustituir a Casares. Será, caso de formarlo, un gobierno más a la derecha que desde luego no armará al pueblo.

—Pues si no lo hace, facilitará el triunfo fascista.

En el vecino cuartel de la Montaña están acuarteladas las tropas —un regimiento de infantería, otro de ingenieros y un batallón de alumbrado— y no precisamente por orden del gobierno. Parece que igual sucede en Campamento y Getafe, y que en Pamplona el teniente coronel jefe de la guardia civil, Medel, ha sido asesinado por sus propios subordinados por oponerse a la rebelión. La impresión de todos es francamente pesimista.

Ha caído la noche cuando abandono la plaza de Oriente para dirigirme al periódico. En Santo Domingo y la Gran Via, la tensión ha subido muchos enteros. Los guardias parecen haber desaparecido de las calles, abundan los grupos vociferantes y muchos automóviles van ocupados por gentes que no hacen nada por ocultar las armas. Es evidente que la lucha no tardará mucho en estallar. A la entrada de la calle Silva, un grupo de obreros armados piden la documentación y cachean a los transeúntes que les parecen sospechosos. Un poco más allá descubro lo que sucede. En un caserón de la calle de la Luna, con vuelta a la de Tudescos y Silva, está instalada hace más de un año la sede de la Confederación Nacional del Trabajo. A finales de junio, cuando Casares declaró ilegal la huelga de la construcción, Los locales fueron clausurados al tiempo que se procedía a la detención de varias docenas de militantes. Vigiladas sus puertas por varias parejas de seguridad, esta tarde los locales han sido abiertos por los trabajadores que se agolpan en el amplio portalón, en la escalera y en los distintos pisos y salones del edificio.

Abriéndome paso a empujones consigo llegar hasta la planta principal. Por todas partes suena la misma unánime petición de cuantos llenan los locales. Aunque hay muchos hombres arma-dos ya, quienes no lo están aún reclaman elementos de combate para luchar contra la intentona reaccionaria.

—No hay más armas, compañeros. Cuando las tengamos, que será pronto, las repartiremos inmediatamente. En una habitación apartada, unos hombres llenan botellas de gasolina a fin de utilizarlas como bombas incendiarias; en otra, un grupo de metalúrgicos manejan cartuchos de dinamita para fabricar rudimentarias bombas de mano. Militantes conocidos responden a mis preguntas. Han abierto los locales por cuenta propia y sin contar para nada con el gobierno, que es un cadáver insepulto. Los guardias que pretendieron oponerse a su acción fueron arrollados por acción fueron arrollados por la multitud. Antonio More-no, que ocupa de manera accidental la secretaría del Comité Nacional —el secretario, David Antonia se halla detenido— me repite lo que de antemano doy por descontado.

—La CNT luchará a muerte contra la intentona fascista.

Esta misma tarde han salido delegados del Comité Nacional para las distintas regiones con instrucciones concretas. Todos los militantes, afiliados o simpatizantes de la organización deben armarse como sea, contestando con la huelga general revolucionaria a la declaración del estado de guerra y hacerse matar antes de permitir el triunfo de los enemigos del pueblo.

Cerca de las diez de la noche entro en la redacción de «La Libertad». Basta con ver las caras de redactores, colaboradores y amigos para comprender que son malas todas las noticias recibidas. En efecto, si esta mañana el alzamiento estaba reducido a Marruecos y Canarias, doce horas después arde ya en Navarra, Burgos, Huesca, Andalucía y puntos aislados del Norte, de los de Castilla y de Extremadura.

—Otras doce horas y se habrá extendido al resto de la nación —afirma Haro, rabioso—. ¡Y lo peor de todo es la sensación de impotencia y estupidez del propio gobierno!

Aunque Casares lleva varias horas dimitido en vista de su estruendoso fracaso, la censura sigue en pie y con la misma cerrazón mental de los dos últimos días. No se pueden publicar más noticias de la situación que las notas oficiales; tampoco hablar de la crisis hasta que esté formado el nuevo gobierno ni retrasar el cierre y la salida del periódico para dar cuenta de la solución política de la grave situación planteada.

—¡Mandarles a hacer puñetas de una vez por todas! ¿O es que con nuestro silencio vamos a facilitar el triunfo de los rebeldes?

La mayoría de los redactores opina igual que yo: prescindir de la censura y hablar con entera sinceridad y amplitud como ha hecho la tarde anterior «Claridad»

Hermosilla, director del diario, vacila y Haro propone una solución viable: consultar con los periódicos de parecida significación política —«EI Socialista», «Política,. «El Sol» y «El Liberal»— y obrar todos de común acuerdo con respecto a la censura. Las consultas dan por resultado aceptar las instrucciones de la censura arguyendo que la Re-pública corre demasiado peligro para que los más interesados en defenderla creemos al inminente gobierno mayores problemas.

En vista que no hay mucho que escribir, son varios los redactores que se desplazan a Gobernación, a Palacio, a la Casa del Pueblo, la Dirección General de Seguridad y las sedes de los partidos. A las once llama Gómez Hidalgo para anunciar que Martinez Barrio, encargado por Azaña, va a constituir un nuevo gobierno integrado por los partidos republicanos y el apoyo del sector moderado de los socialistas. Media hora después, Antonio de Lezama telefonea desde Izquierda Republicana de la calle Mayor:

—Circula el rumor —dice malhumorado— de que Martínez Barrio trata de llegar a un acuerdo con los militares sublevados y ha hablado con Mola ofreciéndole la cartera de Guerra. Si se confirma esta traición...

Los gritos del local en que se halla Lezama impiden oír el final de la frase. Lezama, optimista esta misma tarde, habla ahora indignado y violento. Aún duda de que sean ciertos los propósitos que se atribuyen a Martínez Barrio; pero de serlo, no cree que ningún republicano pueda secundarle.

—iNi aunque lo mande, que no lo mandara —concluye—, don Manuel Azaña en persona...!

Las palabras de Lezama producen enorme y desagradable impresión entre los redactores de «La Libertad». Cuando las discusiones están en su punto culminante se lee por los micrófonos de Unión Radio un manifiesto conciso y enérgico de Confederación Nacional del Trabajo. Está en abierta contradicción con las instrucciones de la censura. Sin nombrar siquiera a Martínez Barrio sale al paso de sus maniobras, ordenando en toda España la huelga general revolucionaria y la movilización inmediata de los trabajadores para luchar a tiros contra la amenaza fascista. ¿Cómo lo habrá autorizado la censura?

—La CNT no cuenta para nada con el Gobierno —contesto, seguro de no equivocarme— como no cuenta la UGT para repartir fusiles entre sus militantes. Casares ya no pasa de ser un cadáver, pero sigue destrozando a la República con sus instrucciones a la censura...


Domingo, 19 de julio

No hay nada que hacer en la redacción, si hemos de limitarnos a publicar las notas oficiales, y poco después de medianoche abandono «La Libertad» para dirigirme a los locales de la CNT que están a menos de cincuenta metros de distancia. Para entonces ya sabemos que el coronel jefe del Parque de Artillería del Pacífico, saltando por encima de las prohibiciones de Casares —que amenaza incluso con fusilar a quien facilite armas al pueblo— ha entregado a la UGT y al Partido Socialista varios camiones abarrotados de fusiles para combatir la sublevación. ¿Los ha recibido también la Confederación? Dos o tres fusiles que veo en manos de los hombres que vigilan en la calle de la Luna parecen anticipar una respuesta afirmativa.

-Vente conmigo y hablaremos por el camino!

Isabelo Romero, secretario del Comité Regional, me invita a acompañarle sentado junto al conductor de un automóvil a punto de ponerse en marcha. Acepto el ofrecimiento y tomo asiento a su lado. En la parte trasera del automóvil van tres personas a las que conozco de vista con las pistolas en la mano. Isabelo ordena al conductor, refiriéndose a otro automóvil que nos precede en cuatro o cinco metros:

¡Síguelo de cerca y no le pierdas de vista! Vamos a Usera donde hace rato nos esperan.

Los dos coches, casi emparejados, salen a la Gran Vía y descienden rápidamente hacia Cibeles. En la calle de Alcalá todos los cafés están abiertos y las aceras rebosan de animación con grupos que discuten a voces. Mientras corremos por el paseo del Prado hago algunas preguntas a Isabelo, que demuestra estar mejor enterado que yo. No sólo conoce la designación de Martínez Barrio y sus gestiones cerca de los militares sublevados, sino la negativa deferente pero rotunda de Mola a la llamada telefónica de don Diego. Añade que espera que el rechazo por parte del antiguo director general de Seguridad baste para hacer desistir al presidente de las Cortes. Si Martínez Barrio abandona voluntariamente el intento de formar un extraño gobierno, ahorrará a los trabajadores el esfuerzo de derribarlo dentro de tres horas.

No son sólo los trabajadores de la CNT quienes están frente a la turbia maniobra, sino también los de la UGT y los comunistas, los socialistas de Caballero y Prieto e incluso los republicanos. ¿Que algunos apoyan al presidente de las Cortes y le han ofrecido ministros?

—Eso fue antes de saber que pretendía pactar con los fascistas. Después de saberlo, están tan furiosos e indignados como nosotros.

Cruzamos la glorieta de Atocha, vigilada por obreros armados, especialmente en los accesos a la estación. Igual ocurre en la de Delicias, ante la que pasamos minutos después. Hace ya varias horas que los Comités obreros se hicieron cargo de las estaciones. Los sindicatos ferroviarios controlan el movimiento de trenes y viajeros en casi toda España.

A la entrada del puente de la Princesa, parapetados tras unos camiones atravesados en la calzada, grupos armados con pistolas y revólveres vigilan la circulación, mientras otros compañeros les apoyan desde las tapias del matadero esgrimiendo escopetas y rifles. Al otro lado del puente comienza Usera, un barrio proletario que ha crecido desmesuradamente en los últimos años. Pese a que es la una de la madrugada, una multitud aguarda en la plazoleta donde si por un lado termina la calle de Antonio López, por el opuesto comienza la carretera de Andalucía. La muchedumbre se espesa un centenar de pasos hacia la izquierda; por delante de ella unos grupos armados vigilan mirando hacia Villaverde y Getafe. Allí se detienen los coches y muchos preguntan anhelantes si traemos armas.

—Menos de las que quisiera, pero las traemos. Tendréis que arreglaros de momento. Si luego conseguimos más...

Un grupo nutrido rodea a Isabelo que se ha apeado del coche y se acerca al que nos ha precedido. Cuando abren las portezuelas del primer automóvil compruebo que viene lleno de fusiles. No deben ser arriba de veinticinco o treinta, y tres o cuatro cajas de municiones. Los que aguardan las armas —afiliados, amigos y simpatizantes del Ateneo Libertario de Usera— son diez veces más numerosos. Isabelo, que lleva años en la barriada, conoce a todo el mundo y entrega las armas a quienes cree que puedan manejarlas con mayor eficacia. Aún no ha finalizado el reparto cuando por la carretera de Andalucía se aproximan las luces de dos automóviles. Son compañeros de Villaverde que, armados de pistolas, sirven de enlace entre Madrid y Getafe.

—Y no creas que sólo nosotros estamos alerta —me advierte mi acompañante—. Lo mismo hacen socialistas, comunistas y ugetistas, y trabajadores no sindicados. ¡Todos unidos, como en Asturias!

Está seguro también de que, pese a las órdenes que les diera Casares, los guardias de seguridad y asalto estarán al lado del pueblo en cuanto empiece la lucha. La mejor prueba la tenemos allí: un camión de asalto permanece a la salida del puente de la Princesa con las luces apagadas; los guardias conversan cordial y amistosamente con los trabajadores armados que vigilan la calle de Antonio López. En cuanto a la procedencia de los fusiles. El secretario del Comité Regional me confirma lo que ya sé por otros conductos. En el parque de Artillería del Pacífico, el coronel Gil, que es republicano, consintió entregar a los socialistas dos o tres mil fusiles y la CNT ha conseguido alrededor de doscientos. Concluido el reparto volvemos a los coches. Un poco sorprendido veo que en lugar de cruzar de nuevo el puente para volver al centro nos adentramos en la calle Antonio López.

—Tengo que hablar con los compañeros de Carabanchel y del paseo de Extremadura, y ver cómo andan las cosas por allí.

Durante más de una hora recorremos las barriadas que se extienden entre la Casa de Campo por un lado y la carretera de Toledo por otro y van desde la orilla derecha del Manzanares hasta las alturas de Campamento y Carabanchel. En todas partes se ofrece a mis ojos el mismo espectáculo: calles más concurridas en esta madrugada que en cualquier día corriente; grupos armados que vigilan en puntos estratégicos al amparo de barricadas improvisadas; centenares de obreros en los alrededores de todos los círculos socialistas, radios comunistas y ateneos libertarios, esperando órdenes y reclamando armas; coches que como los nuestros van de un lado para otro, transmitiendo las últimas noticias, dando consignas o aportando algunos fusiles o pistolas. En el Alto de Extremadura, los dos Carabancheles, Mataderos y los puentes de Toledo y Segovia la preocupación fundamental son los cuarteles de Campamento. Hay en ellos varios regimientos que están acuartelados y cabe temer que en cualquier momento emprendan la marcha sobre el centro de Madrid y el aeródromo militar de Cuatro Vientos. Pero hay mucha gente dispuesta a combatirlos y su marcha no será un simple paseo militar.

Es fácil advertir que en estas barriadas hay bastantes más armas que en Usera y son muchos los trabajadores que empuñan satisfechos y orgullosos «mausers» nuevos y aun sin estrenar. Algunos llevan uniformes de las milicias socialistas o comunistas; otros van en mangas de camisa o con simples monos de trabajo. Tácitamente se ha establecido un acuerdo entre todos los antifascistas de las barriadas de la derecha del Manzanares que están en pie de guerra. ¿Qué pasa en las demás?

—Igual que en éstas: Cuatro Caminos, Ventas, Prosperidad, Vallecas y Tetuán se preparan a combatir sin vacilaciones ni desmayos.

A las tres de la madrugada estoy de nuevo en «La Libertad». En la redacción hay más gente que nunca, aunque pocas noches ha habido menos que hacer, ya que de acuerdo con las órdenes recibidas, mañana sólo publicaremos las notas oficiales. Se discuten iguales temas que en los numerosos corrillos que llenan las calles céntricas y con semejante violencia. Martínez Barrio continúa sus gestiones y aunque no cuenta con los socialistas ni con las centrales sindicales espera formar lo que en su opinión debe ser un ministerio de pacificación. Pese a que una mayoría pensamos que no conseguirá más que envalentonar a los sublevados que verán en su actitud una prueba del debilitamiento republicano, hay aun quienes esperan que los militares depongan su actitud al ver desvanecerse la amenaza de un gobierno revolucionario y marxista. No es posible, naturalmente, que nos pongamos de acuerdo.

A las cuatro se decide cerrar el diario en vista de que don Diego no anunciará oficialmente la formación de su gabinete hasta que hayan salido los diarios de la mañana.

Empiezan a trabajar febrilmente la estereotipia y la rotativa. Como los redactores ya no tenemos nada que hacer allí, nos lanzamos a la calle, dirigiéndose cada uno al sitio donde puede encontrar noticias. A la primera ojeada advierto que no ha disminuido la afluencia de público en la Puerta del Sol y los primeros tramos de la calle de Alcalá. Todos los cafés están abiertos, rebosantes de público. No obstante, la multitud que llena las calles parece menos agitada, nerviosa y alborotada que a las doce o la una de la madrugada. No es, desde luego, que se deje ganar por el cansancio o haya perdido interés y apasionamiento por cuanto sucede. Da la clara sensación de estar esperando algo y reserva sus energías para cuando ese algo llegue. De momento han cesado las manifestaciones pidiendo armas, probablemente porque los millares de fusiles sacados del parque de Artillería han tranquilizado un poco los ánimos. En cualquier caso se ven muchos grupos armados y coches de las distintas organizaciones van de un lado para otro repartiendo instrucciones y consignas.

Pasadas las cinco de la madrugada, Martínez Barrio comunica a los periodistas la formación de su gobierno, cuya lista ha sido remitida previamente a la «Gaceta» y que aparecerá dentro de unas horas en el periódico oficial. Los integrantes del nuevo Gobierno no producen extrañeza en los informadores. Excepto, claro está, que lo integran personas que prácticamente no representana nadie, cuando están ausentes los partidos obreros y las organizaciones sindicales, e incluso los partidos republicanos se manifiestan contrarios a que ninguno de sus afiliados ocupe una cartera ministerial. Martínez Barrio, que aparece cansado, deprimido y triste ante los periodistas, califica su gabinete de conciliación, alejado por igual de ambos extremos con un programa que se limitará a restablecer el orden y evitar una sangrienta catástrofe nacional. ¿Lo conseguirá? Si personalmente debe abrigar las mayores dudas, aún es más pesimista la impresión de cuantos le escuchan.

—No durará ni el tiempo suficiente para que los ministros sigan siéndolo cuando sus nombres aparezcan en la «Gaceta».

El fácil vaticinio se cumple, incluso con mayor rapidez de lo esperado. La noticia, que se propaga con una sorprendente velocidad, está ya en los cafés de la Puerta del Sol, en las sedes de los partidos y organizaciones obreras e incluso en las barriadas extremas, cuando los informadores abandonan Gobernación donde acaban de escucharla de labios de don Diego, y en todas partes producen la misma colérica indignación:

—¡Nos han vendido...! ¡Hay que colgar a todos los traidores...!

La furiosa protesta no se circunscribe a los obreros, sino que alcanza también a liberales y republicanos. Marcelino Domingo lo comprueba muy a su pesar cuando hace acto de presencia a las cinco y media de la madrugada en la sede de Izquierda Republicana. Es su propio partido, en el que hasta hace un rato gozaba de sólido prestigio personal. Quiere con su simple presencia disipar el clima de abierta hostilidad y trata de dirigir la palabra a sus correligionarios. Una tempestad de gritos, silbidos y denuestos impiden oír sus primeras palabras. Algunos exaltados rompen sus carnés y los tiran airados a la cara del ministro.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Que se vayan...! ¡Cobardes...!

En las calles se forman gigantescas manifestaciones. Afluye gente de todas partes al centro de la población. De las barriadas llegan coches y camiones llenos de trabajadores que esgrimen iracundos pistolas y fusiles. Los centros políticos y los cafés se vacían en un abrir y cerrar de ojos. Los gritos atruenan el espacio repetidos incesantemente por millares de gargantas:

—¡Traidores...! ¡A colgarles...! ¡Que no quede ni uno...! Oradores improvisados arengan a las multitudes. Martínez Barrio quiere entregar el país a los enemigos del régimen, dejar a republicanos y trabajadores a merced de las hordas fascistas. No hay que darles tiempo a consumar sus siniestros designios.

Advertido de lo que sucede, el nuevo presidente del Consejo trata de contener la marejada popular que amenaza llevarse todo por delante. Empieza a dar órdenes y comprueba que nadie las cumple. Los guardias de asalto se han retirado de las calles céntricas o se han sumado a los manifestantes. En un intento desesperado, don Diego recurre a los socialistas. Prieto le ofrece su simpatía personal, pero nada más porque tiene una prohibición tajante de la Ejecutiva; Largo Caballero exige la entrega inmediata de todas las armas de que disponga el gobierno a las organizaciones obreras. Paralelamente la rebelión militar se extiende. De Barcelona llega la noticia más temida: las tropas del cuartel de Pedralbes han salido ala calle y se dirigen hacia el centro de la población. Algo parecido sucede en Zaragoza y Valladolid; lo mismo ocurrirá sin la menor duda dentro de unas horas en Valencia y Madrid, donde las guarniciones continúan encerradas en sus cuarteles.

Desbordado por los acontecimientos, sin apoyos firmes en la derecha, el centro y la izquierda, no tiene nada que hacer. Una hora después de anunciar la formación del nuevo gobierno y una hora antes de que los nombramientos de los ministros aparezcan en la «Gaceta», don Diego presenta su dimisión al presidente de la República. La noticia se daba pocos minutos después en la calle y es acogida con grandes demostraciones de júbilo.

—Hemos ganado la primera batalla. ¡Viva la República! Es día claro ya cuando en Teléfonos coincidimos la mayoría de los redactores de «La Libertad», igual que la mitad de los periodistas políticos de todos los diarios y agencias. En la destartalada sala de prensa reina una espantosa barahúnda. Hablamos todos a un tiempo, comentando lo sucedido o haciendo profecías sobre un futuro inminente. Las noticias se suceden con rapidez cinematográfica: el centro de Barcelona se libra una encarnizada batalla!

—¡Medio Málaga está ardiendo!

—En Valladolid los militares dominan la situación. Algunos recordamos, de pronto, que de Oviedo salieron anoche dos trenes con mineros que acudían en defensa de Madrid. ¿Qué habrá sido de ellos?

—Pasaron antes de estallar la rebelión. Ahora deben estar en Avila y dentro de dos horas...

A las siete llega la noticia de la constitución de un nuevo Gobierno presidido por Giral. Está integrado por republicanos de izquierda con el general Pozas en Gobernación y el general Castelló —que ayer mismo aplastó un intento de sublevación en Badajoz— en Guerra. El nuevo presidente del Consejo anuncia que defenderá la República como sea, que armará al pueblo y adoptará todas las medidas enérgicas y revolucionarias que sean precisas. Muchos se muestran escépticos acerca de lo que Giral pueda hacer. Aun contando con el apoyo y colaboración entusiasta de todo el Frente Popular y las organizaciones sindicales, llega demasiado tarde para remediar el daño ocasionado por la inhibición de Casares y el descabellado intento de Martínez Barrio. Los más optimistas se limitan a decir:

—Todo depende de lo que pase en Barcelona, y allí, por desgracia...

Todo el mundo piensa lo peor. Nadie ha olvidado lo sucedido en 1934 cuando un batallón de infantería y tres piezas de artillería fueron suficientes para obligar a rendirse a la Generalidad, mientras tiraban las armas y huían sin combatir escamots y rabassaires. Ahora no será un solo batallón, sino varios regimientos completos mandados por jefes decididos y enérgicos.

—Inevitablemente se repetirá lo del 6 de octubre.

Discrepo rotundamente, señalando que hace dos años no participó en la lucha la CNT que agrupa a la mayoría del proletariado catalán, mientras hoy combatirá con todas las fuerzas de la desesperación. No consigo convencer a nadie. Todos admiten que los sindicalistas son gente decidida, capaz de dejarse matar antes de entregarse; pero...

—No tienen nada que hacer frente a unas tropas disciplinadas, provistas de armamento moderno. Es triste reconocerlo así, pero dentro de dos horas los militares serán dueños de la situación.

Estoy cansado y somnoliento; llevo muchas horas de pie y varias jornadas sin dormir lo suficiente y nada me agradaría más que poder tumbarme; pero es demasiado trascendente lo que todos nos jugamos para poder hacerlo. Avanza lentamente la mañana. Tomo café una y otra vez y me lavo repetidas veces la cara como recurso para ahuyentar el sueño. Llegan muchas noticias y la mayoría son malas.

En un momento de relativa calma me asomo al amplio ventanal de Teléfonos desde el que se domina la Puerta del Sol y el primer trozo de la calle de Alcalá. Aunque las bocas de metro siguen despidiendo oleadas de gentes que acuden procedentes de Vallecas, Tetuán o Ventas en la gran plaza parece haber disminuido el gentío. Siguiendo instrucciones de los delegados de las diversas organizaciones muchos trabajadores armados marchan a tomar posiciones en las entradas de Madrid o en las cercanías de los cuarteles. De la plaza de Pontejos parten con igual dirección varios camiones de guardias de asalto, que son aclamados por el público.

—¿Y si hablásemos con Pozas?

Inspector general de la Guardia Civil hasta anoche, Pozas es ahora ministro de Gobernación. Falta bastante para la hora en que los informadores visitan a diario al ministro del Interior; además ni esta tarde se publican periódicos por ser domingo, ni mañana aparecerá otra publicación que la «Hoja del Lunes». No obstante, lo excepcional de las circunstancias aconsejan que le veamos y somos muchos los periodistas que abandonando Teléfonos cruzamos la Puerta del Sol para encaminar nuestros pasos al Ministerio.

—La situación es gravísima, desde luego —nos dice el general—. Sin embargo, aunque se han perdido treinta y seis horas en lamentables vacilaciones y desaciertos todavía no está todo definitivamente perdido.

No niega que los sublevados son dueños de todo Marruecos, donde se encuentra desde hace unas horas el general Franco; tampoco que en la zona del protectorado español disponen los rebeldes de fuerzas de choque tan aguerridas y eficaces como la Legión y los Regulares.

—Pero que dispongan en Marruecos de veinte mil hombres perfectamente armados —añade—, no quiere decir que puedan emplearlos hoy mismo para combatir en la Península.

Ante nuestros gestos de incomprensión, explica el significado de sus palabras. Los tres destructores mandados el viernes contra Melilla y que ayer se creía sumados al movimiento insurreccional, se han puesto a las órdenes de la República luego de imponerse la marinería a los oficiales sublevados. Y lo mismo ha hecho el Churruca, que tras llevar a Cádiz y Algeciras unos centenares de moros, ha vuelto a la obediencia leal y patrulla las aguas del Estrecho para impedir el envío de nuevas fuerzas marroquíes.

Es una noticia sensacional que puede por sí sola cambiar el rumbo de los acontecimientos, si la marinería del resto de la escuadra lejos de sumarse a los rebeldes, se enfrenta decididamente con ellos. En cuanto a Barcelona, Pozas elude nuestras preguntas afirmando que carece de noticias de la marcha de la lucha.

—En cualquier caso, no deja de ser esperanzador que las emisoras de radio continúen en poder de las autoridades republicanas.

Repentina, inesperadamente, la radio se ha convertido en el más valioso y eficaz de los medios de propaganda. Tiene sobre los periódicos la inmensa ventaja de la rapidez y el poder llegar a todas partes, sin que haya manera de impedirlo, saltando por encima de lás líneas que delimitan las zonas en que empiezan a repartirse España los dos bandos beligerantes. Aun dando por descontado que haya mucho de exagerado y parcial en las noticias y las arengas que lanzan al aire las emisoras barcelonesas, el simple hecho que los sublevados no las controlen cinco horas después de haber comenzado la lucha constituye un síntoma optimista para las esperanzas republicanas.

En realidad, buena parte de la jornada del domingo gira en torno a la radio. Si en la noche del 19 de julio Queipo de Llano comienza a utilizarla para animar a sus seguidores y sembrar el terror entre sus adversarios, le ha precedido en muchas horas —aunque la gente no se entere hasta bastante después— la emisora de la Marina de Guerra que tiene su sede en un hotelito de la Ciudad Lineal. Los mensajes directos unas veces, en clave la mayoría, dirigidos a las unidades de la flota, han determinado ya la resistencia de la marinería a los oficiales sublevados a bordo de varios destructores y harán en definitiva que el ochenta por ciento de las unidades en servicio se inclinen del lado de la República.

Aunque el 19 de julio se producen choques armados en la capital de España —tiroteo en la calle de Torrijos con varios muertos y heridos; ataque desde el cuartel de la Montaña al autocar que sube de la Playa de Madrid, aplastamiento de varios conatos de subversión en Vicálvaro, Getafe y Leganés, etc.—, el domingo es para nosotros un día de tensa espera y apresurados preparativos. Republicano histórico, fundador hace ya tiempo de la Alianza Republicana, don José Giral, catedrático de farmacia y hombre de sólido prestigio científico, no tiene como político la popularidad de Azaña, Alcalá Zamora, Prieto o Largo Caballero; ni siquiera la de Martínez Barrio o Casares, pero tiene sobre estos últimos la ventaja de su actuación rectilínea en defensa de la República. Sin vacilaciones suicidas procura recuperar el tiempo perdido y lo consigue en parte. Utilizando —cosa que Casares no ha hecho— a los militares leales al régimen—Masquelet, Riquelme, Pozas, Miaja, Asensio, Gil, Cabrera, etc., y el desbordante entusiasmo popular incrementado con el rápido reparto de algunas armas, empieza a levantar una muralla que impida el triunfo total de los sublevados en las próximas horas.

A Madrid llega a media mañana un tren de mineros salidos la tarde anterior de Oviedo, que son aclamados con entusiasmo cuando desfilan en camiones por el centro de Madrid lanzando al aire su vibrante «¡U.H.P.!» que encuentra inmediato eco en las gargantas proletarias. A la misma hora salen de la cárcel Modelo los militantes de la CNT —Mera, Mora, Villanueva, Cecilio, González Marín y treinta más—, detenidos como huelguistas de la construcción, que inmediatamente marchan a ocupar sus puestos de combate. Para entonces ya se sabe que los obreros barceloneses han derrotado en la avenida de Icaria a un regimiento de artillería, utilizando bobinas de papel como parapetos móviles para acercarse a los cañones que manejan los sublevados. También que el teniente coronel Ortiz, jefe de la base de San Javier, asegura con sus hidros que Cartagena continuará en manos de la República.

Como dolorosas contrapartidas se sabe también que toda Castilla la Vieja, León, Zaragoza, Teruel y Cáceres están en manos de la rebelión y que de ellas pueden salir columnas militares que, conforme el plan previsto por los sublevados, acudan a ocupar Madrid en unión de la mayor parte de la guarnición que continúa encerrada en Campamento y en el cuartel de la Montaña.

A última hora de la tarde, la radio nos trae la noticia más sensacional de la jornada: la toma de la capitanía general de Barcelona por los trabajadores en armas. Don Luis Companys, presidente de la Generalidad de Cataluña, anuncia alborozado la satisfactoria nueva, que ratifica el propio general Goded que tras sublevar Mallorca dirige el movimiento militar en Barcelona y ha caído prisionero. Tan sensacional es la noticia que muchos se resisten a creerla, aunque la radio la repite varias veces. Para mí no existen dudas, sin embargo, no sólo porque conozco perfectamente la voz de Companys, sino porque a mi lado está un compañero —Ezequiel Enderiz— corresponsal de guerra en Marruecos durante varios años, que certifica que la voz del militar que reconoce públicamente su derrota es la del general don Manuel Goded.

El triunfo de Barcelona es muy importante, como lo es que buena parte de la Marina luche al lado de la República. Pero ni uno ni otro son suficientes cúando los rebeldes dominan Marruecos, Canarias, Baleares y un tercio del territorio peninsular. Muy especialmente cuando la suerte está indecisa todavía en varias regiones y ciudades como Madrid, Valencia, Bilbao, Gijón y La Coruña. Aunque el régimen se imponga en todos estos lugares y el golpe de estado fracase en su propósito de adueñarse del poder en tres o cuatro días, siempre quedará en pie la trágica perspectiva de una posible guerra civil.

—Las guerras carlistas de 1833 y 1874 se iniciaron cuando los ultramontanos no disponían de una décima parte del territorio que ahora dominan —señalo, de noche ya en Teléfonos, aguando un poco el desbordante optimismo de quienes consideran dominada la subversión.

En realidad, la situación de Madrid es harto preocupante y difícil cuando amanece el lunes, 20 de julio de 1936. Aunque en algunos cuarteles de los cantones parece atajada de momento la subversión, las cuatro quintas partes de la guarnición están sublevadas encerradas en los cuarteles en espera de la llegada de las columnas que Mola debe mandaren su ayuda. Por otro lado, en la capital de España hay alrededor de tres mil guardias civiles, acuartelados también, cuya actitud es tan equívoca como sospechosa. Todavía no están abiertamente sublevados, pero pueden estarlo dentro de veinticuatro o cuarenta y ocho horas.

—Si hoy lunes no tomamos los cuarteles, como ayer domingo hicieron los obreros barceloneses, la República estará muerta y casi enterrada.

Los cuarteles y cantones madrileños se asaltan en la jornada del 20 de julio. Personalmente presencio la conquista del Cuartel de la Montaña y el epílogo de la lucha en Campamento. Lo que veo me parece un poco irreal, porque hace cuatro días que no duermo y estoy cansado del día más largo de nuestra historia. Muchos creemos que ese lunes termina una terrible pesadilla. Por desgracia, la pesadilla durará dos años, ocho meses y catorce días más. Y cuando aparentemente concluya un todavía remoto primero de abril, empezará para cuantos lucharon por la República la más interminable y lóbrega de las noches.

 E. de G.