S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia nº 17 Abril de 1.976 Eduardo de Guzmán Mi condena a muerte en 1.940Reunido el Consejo de Guerra Permanente número 5 de la plaza de Madrid, va a comenzar el juicio sumarísimo de urgencia en que se decidirán nuestras vidas. Se inicia el Consejo con la lectura del apuntamiento por parte del relator. Lee con rapidez, con el gesto de quien realiza una labor mecánica, aburrida y pesada. Ni levanta la voz ni da la debida entonación a las palabras, que difícilmente llegan a nuestros oídos. Aun estando tan cerca del estrado perdemos frases y párrafos enteros. Pienso que por mucho que el público, que guarda completo silencio, aguce el oído, no llegará a percibir más que una serie de sonidos ininteligibles y monótonos. Lo que lee no parece interesar a los miembros del tribunal, quizá porque lo conocen, que escuchan con gesto ausente y distraído, enfrascados posiblemente en pensamientos que ninguna relación guardan con lo que en estos momentos se ventila en la sala. Tampoco el fiscal y el defensor les prestan demasiada atención. Uno y otro repasan los papeles que tienen sobre la mesa y de vez en cuando tachan o corrigen algo de lo que me figuro que serán sus respectivos informes. La lectura se prolonga durante más de veinte minutos. Es una relación monótona de nombres, muchos de los cuales no llego a entender, seguidos siempre de acusaciones graves. Aunque con bastantes lagunas en las palabras del relator me parece entender que a uno le acusan de haber estado en una cheka comunista de Vallecas; a otro, de que denunció a una vecina de su casa —probablemente la misma que ahora le acusa a él— porque iba a misa; a tres, que dejaron arder la iglesia de su pueblo; a uno más que fue comisario, y a otro que llegó a teniente, a dos que estuvieron en el frente como voluntarios desde el primer momento. Más confusamente aún creo entender que imputan a uno que está a mi derecha el asalto al cuartel de la Montaña y al que se encuentra a su lado haber pertenecido al Ateneo de Ventas. Miguel Hernández y yo somos los últimos en la relación, lo que en este trance y circunstancia no constituye precisamente un honor. Miguel está sentado en el primer banquillo; yo en el segundo, pegado materialmente al que ocupan los guardias. Los cargos contra los dos guardan cierta semejanza. A Hernández le acusan de haber sido comisario comunista, de intervenir en conferencias y mítines, escribir versos injuriosos para las fuerzas nacionales, realizar una intensa propaganda contra los integrantes de la quinta columna, contribuyendo con hechos y palabras a los muchos crímenes perpetrados en la zona roja. A mí me culpan de ser militante de la C. N. T., redactor jefe del periódico «La Tierra», muchas de cuyas campañas revolucionarias realicé personalmente, y director de «Castilla Libre», en cuyas columnas se incitó al asalto de las Embajadas, alentando la resistencia criminal cuando la guerra estaba perdida pretendiendo convertir en victorias las derrotas rojas, criticando e insultando a las figuras más prestigiosas de la España nacional, siendo responsable moral de toda clase de tropelías y desmanes. Cuando termina el relator, uno de los integrantes del tribunal anuncia que va a comenzar el interrogatorio de los procesados, pero advirtiendo que no podremos hacer otra cosa que contestar con la máxima brevedad posible a las preguntas que nos formulen, sin extenderse en disquisiciones de ninguna clase ni hablar de nada que no esté relacionado de una manera directa y concreta con lo que nos pregunten. Añade algo más: que lo que pudiéramos aducir como descargo ya consta en las declaraciones prestadas durante la instrucción del sumario, así como las manifestaciones de los testigos que corroboren nuestra actuación durante la guerra. Mientras nos dan las instrucciones, Miguel Hernández y yo nos miramos y nos entendemos sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Creo ver en sus labios la sombra de una sonrisa resignada y él puede leer en mi gesto la impresión que todo aquello me produce. Empiezan a interrogar a los procesados, creo que en orden semejante al que figurábamos en el apuntamiento leído momentos antes por el relator. Con ninguno pierde demasiado tiempo; a ninguno le consienten hablar más que lo estrictamente indispensable. A medida que nombran a uno tiene que ponerse en pie, en posición de firme, sin accionar con las manos que deben permanecer, como los brazos, pegadas al cuerpo. En general, a nadie le preguntan más que si perteneció al partido u organización que aparece en el sumario o la denuncia y el cargo o graduación militar desempeñado o alcanzado durante la guerra. — ¿Era usted comunista? —¿Fue capitán de milicias? —¿Dirigía el comité de la empresa? A algunos no les preguntan más que el nombre o el lugar de su nacimiento. En cualquier caso hay que atenerse a lo que le pregunten y responder, preferentemente con un solo monosílabo. Pronto llego a la conclusión de que es indiferente contestar sí o no, porque no influirá para nada en la suerte del procesado. Es inútil que algunos quieran explicar o matizar sus respuestas. Apenas pronunciadas dos palabras, les cortan imperativos: —Limítese a contestar sí o no. —Pero es que yo... —Siéntese. No queda más remedio que, sentarse en el acto, porque en caso de duda o vacilación un guardia te obliga a hacerlo. En el mejor de los casos cortan al que quiere seguir, diciendo que todo lo que pretende alegar en su descargo ya consta en el sumario. Ni con Miguel Hernández ni conmigo son más extensos que con los demás. A mí me hacen dos preguntas tan sólo: —¿Era usted periodista y estaba afiliado a la C. N. T.? —Sí. —¿Fue redactor-jefe de «La Tierra» y director de «Castilla Libre»? —Sí. —Está bien. Siéntese. Concluidos los interrogatorios, se abre un pequeño descanso. Debe tener por objeto que tanto el fiscal como el defensor consulten sus notas y preparen sus conclusiones definitivas. En cualquier caso, los miembros del tribunal se levantan de sus asientos y abandonan la sala, probablemente para cambiar impresiones y fumar algún cigarrillo. A nosotros no nos disgustaría levantarnos, estirar las piernas e incluso pasear un poco o fumar. Los guardias nos advierten en tono que no admite réplica: —Quietos, sentados y sin moverse. Tampoco quieren que hablemos, ni siquiera entre nosotros. Lo más que nos consienten es que volvamos un poco la cabeza y sin ponernos en pie podamos mirar al público. Yo lo hago y no sin dificultad acierto a distinguir a uno de mis hermanos. Levanto una mano en gesto de saludo, y uno de los guardias que están detrás me obliga a bajarla con innecesaria violencia. —¡Nada de señas o tendrás que sentirlo! Uno de los presos que está a mi lado, se dirige en voz baja y forma respetuosa a un guardia para preguntarle: —¿Cuándo comparecen los testigos? —Ya habrán declarado ante el juez; aquí no tienen por qué venir. La pausa se prolonga durante cerca de media hora. Al cabo regresan a sus puestos los integrantes del tribunal y se reanuda el juicio. — Tiene la palabra el señor fiscal. El fiscal está hablando durante veinte minutos en tono duro, agresivo, hiriente. Las palabras chusma, criminales, horda, salvajes y asesinos se repiten una y otra vez con machacona e insultante insistencia. En su informe abundan más los adjetivos que los sustantivos. Nos llama canallas, chacales, analfabetos, ladrones, cobardes, resentidos e infrahombres. Pero acaso peor que los vocablos sea el aire de superioridad moral propia y de absoluto desprecio hacia nosotros con que los pronuncia. Su apasionada disertación, en la que falta por completo la serena objetividad de quien habla en nombre y defensa de la Justicia, consta de dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera, que dura entre seis y siete minutos, acusa a veintitantas personas de todas las barbaridades capaces de imaginar una mente calenturienta, atribuyéndolas a la ignorancia, los malos instintos y la crasa incultura de sus autores, cuya incapacidad para distinguir el bien del mal les convierte en peligrosa amenaza para la sociedad. En la segunda, que dura justamente el doble, echa sobre los hombros de los dos restantes —Miguel Hernández y yo— todas las culpas de los demás sumadas a las nuestras propias. Nuestra máxima responsabilidad estriba precisamente en no ser analfabetos, incultos ni ignorantes; en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarnos resuelta mente por el mal; en haber permanecido toda la guerra en la zona roja, escribiendo y hablando en defensa de una causa maldita, excitando con nuestros argumentos y propaganda la resistencia criminal contra las armas nacionales. Y al final, cuando se derrumba el edificio que nuestras mentiras contribuyeron a levantar, intentando eludir la acción de la Justicia: yo marchando a Alicante para tomar un barco; Miguel buscando refugio en Portugal, en cuya frontera es rechazado y metiéndose más tarde en una Embajada. Pero si implacable es la acusación contra Hernández, todavía es más desaforada la que lanza contra mí. De creerle, yo soy el culpable principal y casi único de cuanto ha pasado en España durante los últimos años. Mis campañas en «La Tierra» y «Castilla Libre» arrastran a las masas a las urnas para dar la victoria al Frente Popular, desencadenan la guerra, el asalto de los cuarteles, el incendio de la Cárcel Modelo, la inhumana y cruel resistencia de Madrid en noviembre, la prolongación de la contienda y los cientos de millares de víctimas en los frentes y la retaguardia. Es algo desatinado, delirante y furibundo que no guarda el más lejano parecido con la verdad. Nunca, ni en un ataque de megalomanía paranoica pudo soñar mi vanidad que mis artículos tuviesen la millonésima parte de la influencia decisoria que me atribuye. Sin tener en cuenta, naturalmente, que —cosa que ha olvidado por completo— ni « La Tierra» ni «Castilla Libre» publicaron uno solo de sus números en todo el año 1936. (El primero de dichos periódicos suspendió su publicación en mayo de 1935 y el segundo inició la suya en febrero de 1937.) Cuando se cansa de acumular culpas sobre mi cabeza, cambia de tono y con frialdad escalofriante empieza a calificar los hechos y solicitar condenas. Todos los procesados estamos incursos en delitos de auxilio y adhesión a la rebelión militar. Para los primeros —tres o cuatro— pide penas de doce años y un día a veinte años de presidio. Para los segundos, veinte años y un día, reclusión perpetua y muerte. No es fácil llevar la cuenta de las distintas penas solicitadas, dada nuestra situación y el estado de ánimo en que nos encontramos. Pero creo que las peticiones de última pena se elevan a diecisiete. —Puede informar el señor defensor. El defensor es un hombre joven, ponderado y sereno, que hace, con absoluta buena fe e indudable inteligencia, todo lo que sabe y puede en favor de los procesados. No ha hablado con ninguno de nosotros; no conocía siquiera nuestra existencia hasta hace muy pocas horas. Como más tarde dirá a los familiares de algunos, recibió los expedientes la noche anterior y no ha podido más que leerlos por encima. Sin tiempo para estudiar cada caso, teniendo que informar sobre la marcha con todas las limitaciones que imponen los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, su labor tropieza con ingentes dificultades. En realidad, apenas si puede hacer otra cosa que contestar al fiscal con sus propios argumentos. Admite que, como ha dicho el acusador, una parte de los procesados sean incultos e ignorantes, incluso de enfermiza morbosidad. Pero entiende que nada de esto puede ser considerado como agravante, sino como eximente; en el peor de los casos, como una circunstancia atenuante. La incultura y el analfabetismo pocas veces son culpa de quienes los padecen, sino del ambiente familiar, de la imposibilidad de asistir a la escuela y, en último término, de la sociedad. En cuanto a los enfermos, todavía existen razones más firmes para limitar al mínimo su castigo. Cree que Miguel Hernández es un buen poeta. De temperamento ardoroso y exaltado; pero excelente persona. En el sumario hay avales y testimonios de algunos intelectuales, encabezados por Cossío, de cuya identificación con el Movimiento no es posible dudar, en favor suyo. Contra él, no hay más que sus versos políticos, su labor en el comisariado cultural y su adscripción al comunismo marxista; pero nadie le imputa ninguna acción deshonesta o sanguinaria. En lo que a mí respecta, el defensor sostiene que me he limitado a cumplir lo que consideraba un deber, dada la significación política que tenía con anterioridad a la guerra. Las campañas realizadas en los periódicos no pueden serme imputadas de modo exclusivo, por cuanto estaba obligado a seguir las orientaciones de mi organización y las directrices marcadas por el gobierno. De la rectitud moral con que me había comportado era buena prueba que no hubiera una sola denuncia contra mí y nadie me acusase de haberme lucrado personalmente en nada ni intervenido cerca o de lejos en delitos de tipo común. Por grande que fuese mi responsabilidad empezaba y concluía con mi labor periodística. Tampoco había huido por burlar la acción de la Justicia; «Castilla Libre», que dirigía, siguió publicándose hasta el mismo 28 de marzo de 1939, cuando, con las fuerzas nacionales dentro ya de Madrid, recibí orden de marchar a Valencia, siendo detenido cuatro días más tarde en el puerto de Alicante. Respecto a sentencias, el defensor solicita que sean rebajadas en un grado las penas pedidas por el fiscal. Para mí concretamente entiende que, como incurso en un delito de adhesión a la rebelión sin circunstancias modificativas, debo ser condenado, de acuerdo con lo señalado en el párrafo segundo del artículo 238 del Código de Justicia Militar, a la pena de cadena perpetua. Finaliza el Consejo con las alegaciones de los inculpados. En realidad, esta última parte del juicio tiene más de nominal que de efectiva. Antes de preguntar a ninguno si tiene algo que decir en su descargo, el presidente del Consejo advierte que debemos ser breves y no repetir nada de lo que ya figura en el sumario. —Y sobre todo, nada de discursos ni propagandas subversivas, que no estoy dispuesto a consentir ni tolerar. Considera, sin duda, que nuestra culpabilidad está suficientemente probada y tiene prisa en terminar. Es cerca de la una y nos han dado mayores posibilidades de defensa de las que merecemos por nuestro comportamiento durante la guerra. Lo comprobamos a los pocos minutos. Cuando alguno trata de alegar algo en su defensa, no falta quien le interrumpa: —Todo eso consta ya en el sumario. No queda, por tanto, más que cerrar la boca y sentarse. Hay un caso desconcertante. Es el de uno de los procesados, que pregunta por qué le han condenado a muerte. Le contestan con aspereza que todavía no le han condenado a nada porque no se ha dictado sentencia. Y en cuanto a los motivos de la petición fiscal —ya que es a esto a lo que tiene que referirse— han sido expuestos con diáfana claridad. —Si estaba usted dormido o no entiende el castellano, la culpa es suya. ¡Siéntese! Yo pretendo decir algo; pese a la casi seguridad de que no servirá de nada, quiero señalar el error del fiscal al atribuir parte de lo sucedido en Madrid durante el verano y otoño de 1936 a mis artículos en «La Tierra» y «Castilla Libre», señalando que en esos meses no se publicaba ninguno de los dos periódicos. Uno había desaparecido un año antes y el otro aparecería a comienzos de 1937. No me dejan decirlo. Apenas he pronunciado cuatro palabras, el presidente me advierte: —Esto no es un mitin, sino un Consejo de Guerra. Todo lo que va a decir figura ya en autos. —Sin embargo, yo creo... —Nada importa lo que crea. ¿Queda algún otro procesado? Vacilante, continúo un segundo en pie. Cogiéndome violentamente de un brazo un guardia que está detrás, me obliga a sentar de un fuerte tirón, mientras ordena enérgico en voz baja: —¿Cállate! Tengo que cerrar la boca y permanecer inmóvil en el banquillo. El Consejo concluye dos minutos después. Los componentes del tribunal dejan sus asientos para abandonar la sala. Nuestros guardianes nos obligan a levantar para encaminarnos a la puerta de la escalera que conduce a los calabozos. Puedo volver entonces la cabeza para mirar al público. La concurrencia al acto, como compruebo ahora, ha sido escasa. Probablemente no hayan asistido arriba de cincuenta personas; todas, o casi todas, familiares de los procesados. Fuera de ellos, no parece que nadie se preocupe ni interese por nuestra suerte. —Es ya la una menos diez —oigo decir a uno de los guardias hablando con un compañero tras una mirada al reloj. Hago un cálculo rápido y fácil. El Consejo ha durado menos de dos horas. Descontando el descanso anterior a los informes del fiscal y el defensor, noventa minutos escasos. Noventa minutos en que se ha decidido la suerte de veintinueve personas. ¡Más de la mitad de las cuales acaban de ser condenadas a muerte! E. G. |