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La guerra hispano-yanki. Colonialismo frente a imperialismo Teófilo Ruiz Fernández Publicado en Tiempo de Historia nº 32 julio de 1977 |
En la mañana del 3 de julio de 1898, la Escuadra del almirante Cervera se hacía a la mar para romper el bloqueo que las fuerzas navales de los Estados Unidos estaban realizando sobre el puerto de Santiago de Cuba. La guerra, provocada por USA y torpemente aceptada por España, iba a entrar en un enfrentamiento decisivo. La derrota de Santiago de Cuba suponía la definitiva desaparición de España como potencia colonial y el asalto del imperialismo yanki a las riquezas de países situados fuera de su marco regional. En definitiva, una forma de explotación desfasada (el colonialismo) cedía su puesto a un nuevo sistema capitalista (el imperialismo) mucho más brutal y opresor.
ANTECEDENTES Las luchas independentistas desarrolladas por Bolívar, San Martín, Sucre, Páez, Santa Cruz, Puyrredón y demás caudillos populares, fueron mermando la extensión del imperio colonial de España. Sin embargo, la guerra por la independencia no llegó hasta el Caribe —donde se encontraban las últimas posesiones de la Corona española— hasta 1868, y sólo afectó a Cuba. El abogado Carlos Manuel de Céspedes, al frente de un escaso grupo de patriotas, lanzó en Yara -10 de octubre de 1868— el grito de Independencia. Desde este instante ya no habrá paz permanente en la isla. La promesa de libertad para los negros hizo aumentar en gran número la fuerza de los rebeldes que, al poco tiempo, controlaban buena parte del Oriente cubano. A pesar de las nuevas ideas liberales traídas por la Revolución de septiembre («La Gloriosa»), los políticos españoles continuaron en su postura de intransigencia y sin querer reconocer los deseos autonomistas de Cuba y Puerto Rico. Mientras tanto, la guerra discurría en un continuo hostigamiento de las partidas rebeldes, que encontraban en Oriente el terreno apropiado para su táctica de lucha. Pero los progresos eran escasos y no resolvían nada. La subida de Prim al poder pudo facilitar el camino del entendimiento; sin embargo, la necesidad de una «salida honrosa» frustró las negociaciones para acabar con la guerra. Por su parte, los yankis ya habían empezado a desplegar su política expansionista: en 1836 se produce la guerra de Texas. Las tropas mexicanas de López Santa Anna son derrotadas en San Jacinto por los independentistas texanos, con la colaboración de voluntarios yankis. En 1845 estalla la guerra entre México y los Estados Unidos, y la victoria supone a los yankis casi la mitad del territorio mexicano. En 1852 USA manifiesta al Gobierno de España su deseo de comprarle la isla de Cuba por cien millones de pesos. El asunto pareció quedar en el olvido, pero el llamamiento de Céspedes (marzo de 1869), para que el Gobierno de los Estados Unidos reconociera a Cuba como estado soberano, resucitó la cuestión y un año después el presidente Grant volvió a plantear la compra de Cuba. La proclamación en España de la I República, por sus crisis internas y los inconvenientes con que se enfrenta, tampoco aportó nada nuevo para resolver el problema de Cuba. De esta debilidad, sin embargo, no supo aprovecharse el Ejército Mambí que perdió a Ignacio Agramonte, el líder militar más destacado en esta fase de la lucha. La actitud autoritaria de Céspedes provocó su caída y llevó el desconcierto al campo rebelde, que sólo gracias al esfuerzo de los jefes militares (Máximo Gómez, Antonio Maceo y Calixto García, principalmente) pudo mantener viva la causa de la independencia. Agotada en sí misma la revolución burguesa de 1868, el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto restauraba la Monarquía. El inicio de las guerras civiles en la península favorecía el desarrollo de la lucha en Cuba, pero las tensiones internas en el campo rebelde no permitían aprovechar las ventajas que el desprestigio de la corrupta administración española de Cuba y la intolerante actitud del Gobierno daban a los partidarios de la independencia. La llegada de Martínez Campos a la Gran Antilla inclinó favorablemente para España la contienda, y los rebeldes se vieron obligados a firmar la paz de Zanjón. Ante la escasez de reformas que la metrópoli emprendía, la guerra volvió a brotar, animada por José Martí: el 24 de febrero de 1895, con el «Grito de Baire», se inicia el enfrentamiento definitivo que proporcionará la independencia a Cuba. El 25 de marzo, José Martí y Máximo Gómez firman el «Manifiesto de Montecristi», la llamada del Partido Revolucionario Cubano a las armas por la libertad. El 19 de mayo, en Dos Ríos, caía Martí, pero la Revolución que él había inspirado era incontenible. Las exigencias de Cánovas para una victoria rápida hicieron necesario el reemplazo de mandos: Weyler sustituyó a Martínez Campos. La guerra, a partir de aquí, cobró una dureza inusitada.
La crueldad de la lucha encontró eco entre la opinión pública norteamericana, que empezó a mostrar sus simpatías por la causa rebelde. Asimismo, la labor desarrollada por los emigrados y refugiados políticos contribuía a sensibilizar al Gobierno yanki y a hacerle pensar en una posible intervención. En abril de 1896, el Departamento de Estado hace llegar una nota al Gobierno de Madrid ofreciéndole sus buenos oficios.
La situación se agravó con la sublevación de Filipinas. Cánovas decidió proceder como en Cuba: envió al general Polavieja para que desarrollase una guerra sin cuartel contra los insurrectos. Para confirmar esta postura el 30 de noviembre de 1896 el jefe de la sublevación filipina, José Rizal, era pasado por las armas. Sin embargo, a un líder militar o político caído rápidamente le sucedía otro; las posibilidades de arreglo pacífico eran inexistentes, ante la intransigencia de España a negociar con los rebeldes, sin antes rendir las armas. El 4 de noviembre de 1896 fue elegido presidente de los Estados Unidos W. MacKinley. La tolerancia y neutralidad de su predecesor, Cleveland, desaparecieron. A las apetencias expansionistas y los deseos de anexión, ya señalados, se sumaba el importante factor del comercio ascendente de Estados Unidos con Cuba, que había quedado casi interrumpido con la reanudación de las hostilidades. El peligro de una posible intervención militar norteamericana en Cuba se hizo más que evidente; pero las autoridades españolas y los diversos partidos políticos, a excepción de los republicanos de Pi y Margall, no se mostraban partidarios de la autonomía v las libertades: por el contrario, creían absolutamente necesaria la intensificación de las operaciones militares para acabar con los revoltosos. 1. EL «MAINE» Bajo la creciente presión de los Estados Unidos, y tras la muerte de Cánovas, el Gabinete Sagasta se decidió a conceder la autonomía a Cuba y Puerto Rico, pero siempre supeditándola a la rendición de los rebeldes. Pero las fuerzas del Ejército mambí sólo admitían el cese de la lucha a cambio de la independencia total. Sin embargo, la impaciencia yanki estaba alcanzando cotas peligrosas: en un mensaje al Congreso, el 6 de diciembre de 1897, el presidente MacKinley ponía al Gobierno Sagasta en la disyuntiva de acabar con la guerra, pacificando Cuba, o los ejércitos de USA intervendrían en el conflicto. El 25 de enero de 1898 fondeaba en el puerto de La Habana el crucero protegido de segunda clase «Maine», enviado por el Gobierno de los Estados Unidos en «visita de amistad». Asimismo, y a unas horas de la costa cubana, se encontraban otras unidades de la flota americana, dispuestas a reafirmar la «amistad» hacia España.
El presidente MacKinley se había mostrado poco convencido de la eficacia del autonomismo cubano y buscaba un pretexto para intervenir de forma radical. España trató de capear el temporal y cerró los ojos a la provocación que suponía la presencia de unidades de guerra yankis en aguas cercanas a la Gran Antilla; a la anterior prueba de «amistad» correspondió con la cortesía de enviar al «Vizcaya» al puerto de New York.
Los acontecimientos habrían de mostrarse favorables a las intenciones de los americanos: a las nueve horas cuarenta minutos de la noche del 15 de febrero una tremenda explosión destruía el «Maine». El balance de esta catástrofe se cifraba en dos oficiales y 258 marineros muertos. El día 21 MacKinley nombró una comisión para que investigase las causas del desastre. El gobernador de Cuba, general Blanco, hizo lo mismo. Los expertos norteamericanos determinaron que el «Maine» había sido víctima de una mina submarina. Por su parte, la comisión española declaró en su informe que la catástrofe se había producido por la explosión de la caldera de la dinamo o por la combustión espontánea del algodón pólvora con que se cargaban los torpedos. Ante tales divergencias, España propuso una comisión investigadora de carácter internacional, pero Estados Unidos rechazó esta idea dejando en el aire la posibilidad de un atentado. Pero la realidad era que en el puerto de La Habana no existían minas lo suficientemente potentes como para provocar un accidente de las dimensiones del ocurrido en el «Maine» (1). La escalada de la presión yanki sobre el Gobierno de España fue acentuándose y el 9 de marzo el Senado norteamericano aprobaba un crédito de guerra. La diplomacia española trató de parar lo que ya era inevitable y buscó ayuda en todas las cancillerías. Sin embargo, no adoptaba la única solución que correspondía en aquellos momentos: la independencia. Los rebeldes cubanos no admitían ya el sistema autónomo, y en Puerto Rico muchas voces se alzaban pidiendo la unión con los norteamericanos. En España, sólo la voz de Pi y Margall aconsejaba la independencia, para evitarnos desastres mayores y el inútil sacrificio de vidas y dinero. 2. EL ULTIMATUM Estados Unidos intentó una última operación que satisficiera sus intereses con un riesgo mínimo: la compra de Cuba por 300 millones de dólares. Pero el Gobierno de España mantuvo firme su postura de no ceder, bajo ningún pretexto, parte alguna de su soberanía. Así las cosas, era evidente lo inevitable del enfrentamiento. La imposibilidad de acabar con la resistencia mambí, la dureza de la lucha, el deseo expansionista yanki y el deterioro sufrido por el comercio de USA con Cuba fueron factores fundamentales para precipitar la intervención norteamericana. El 18 de abril de 1898 el Senado y la Cámara de Representantes celebraron una reunión conjunta para tomar una postura ante el conflicto hispanocubano. La «joint resolution» de las cámaras era una declaración de guerra, dado que el presidente MacKinley estaba dispuesto a aprobarla, para intervenir en la Gran Antilla. Esta «resolución conjunta», equivalente a un ultimátum, decía: «Considerando que el aborrecible estado de cosas que ha existido en Cuba durante los tres últimos arios, en isla tan próxima a nuestro territorio, ha herido el sentimiento moral del pueblo de los Estados Unidos; ha sido un desdoro para la civilización cristiana, y ha llegado a un período crítico con la destrucción de un barco de guerra norteamericano y con la muerte de 266 de entre sus oficiales y tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de La Habana. Considerando que tal estado de cosas no puede ser tolerado por más tiempo, según manifestó va el Presidente de los Estados Unidos, en mensaje que envió el 11 de abril al Congreso, invitando a éste a que adopte resoluciones; el Senado v la Cámara de Representantes, reunidas en rCongreso, acuerdan: Primero. Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente. Segundo. Que es deber de los Estados Unidos exigir, y por la presente su Gobierno exige, que el Gobierno español renuncie, inmediatamente, a su autoridad y gobierno en Cuha y retire sus fuerzas, terrestres v navales, de las tierras y mares de la isla. Tercero. Que se autoriza al Presidente de losEstados Unidos, y se le encarga y ordena, que utilice todas las fuerzas militares y navales de los Estados Unidos, y llame al servicio las milicias de los distintos Estados de la Unión, en el número que sea necesario, para llevar a efecto estos acuerdos. Cuarto. Que los Estados Unidos, por la presente, niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción ni soberanía, ni intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta, una vez realizada dicha pacificación» (2). Las votaciones realizadas en el Senado arrojaron 42 votos a favor y 35 en contra. En la Cámara de Representantes quedó 311 por 6. Una vez aprobada la resolución del Congreso por el presidente MacKinley, el embajador en Madrid, Mr. Woodford, recibió el comunicado para hacerlo llegar al Gobierno de Su Majestad y marcando el 23 de abril como fecha límite para que España concediera la independencia a Cuba. Pero el Gobierno español no esperó al día 23; con la retirada de su embajador en Washington y la entrega de pasaportes, el día 21, al representante de los Estados Unidos en Madrid, se daba por aceptado el reto yanki. En todas partes se desencadenó una agitación patriótica y belicista que enmudeció las voces prudentes que aconsejaban la paz. Se evocaron los fantasmas del pasado, las heroicas figuras de piedra, los nombres grandilocuentes y el honor y valentía de los ejércitos. Sin embargo, toda esta exaltación del glorioso pasado no servía para cambiar el negro presente y suponía una frágil resistencia contra una sociedad que no necesitaba de héroes y recuerdos gloriosos y estaba muy segura de su capacidad económica y de la eficacia de su armamento. El presidente del Consejo de Ministros, Sagasta, resumía el sentimiento general al señalar que «responderemos cual corresponde a nuestra historia» (3). Una vez más, los republicanos, con Pi y Margall al frente, se opusieron a la guerra y se mostraron partidarios de conceder la independencia a Cuba, antes de caer en la burda trampa que los norteamericanos habían tendido. No obstante, todo fue inútil. 3. LA GUERRA Indudablemente, el Gobierno yanki había buscado el enfrentamiento y quería sacar partido de él. Fracasadas las negociaciones de la compra de Cuba, se imponía la conquista. Pero al plantearse lo inevitable de la guerra, para lograr sus propósitos, se vislumbraron nuevos objetivos. Era clara la decadencia de España y su manifiesta debilidad frente a una sociedad moderna y en pleno desarrollo, que ya había realizado con éxito varias guerras de conquista. Desde este momento, a la «liberación» de Cuba se unía la de Puerto Rico, Filipinas y las islas Marianas. Todo un plan para arrebatar por la fuerza a España los restos de su imperio colonial.
Por si había dudas, el crucero «Nashville» capturó, el 21 de abril, en acto de piratería, al vapor español «Buenaventura». Al día siguiente la Escuadra yanki se encontraba a escasas millas de Cuba, para bloquear los puertos de la costa norte y el puerto de Cienfuegos, al sur. El día 25 el presidente MacKinley pedía al Congreso la declaración oficial de Guerra contra España. La situación de los frentes de lucha iba a clarificarse rápidamente: en Filipinas se encontraba la Escuadra del almirante George Dewey que, procedente de Honk-Kong, había fondeado en la bahía de Manila en espera del combate final contra los buques del almirante Montojo. En Cuba la contienda se presentaba en dos frentes: en tierra contra los rebeldes y en el mar contra los barcos de guerra norteamericanos. La situación en Puerto Rico, de momento, era tranquila; pero animados por la colonia portorriqueña de New York, los yankis no tardarían en planear el bloqueo y conquista. Considerando la eventualidad de la guerra, el Gobierno español había ordenado al almirante Cervera reagruparse con el resto de la escuadra en Cabo Verde y marchar hacia Puerto Rico para defender esta isla de un posible ataque norteamericano. Pero la opinión del almirante, teniendo en cuenta el estado de sus embarcaciones y lo deficiente del armamento, era contraria a esta orden y proponía marchar a Canarias para defender las islas de un posible golpe de mano. El 22 de abril, Cervera escribía una carta al ministro de Marina, Bermejo, en la que le decía: «El "Colón" no tiene sus cañones gruesos, y yo pedí los malos, si no había otros; las municiones de 14 centímetros son malas, menos unos 300 tiros; no se han cambiado los cañones defectuosos del "Vizcaya" y el "Oquendo"; no hay medio de recargar los casquillos del "Colón"; no tenemos un torpedo Bustamante; no hay orden ni concierto que tanto he deseado y propuesto en vano; la consolidación del servomotor de estos buques sólo ha sido hecha en el "Teresa" y en el "Vizcaya" cuando han estado fuera de España; en fin, esto es un desastre ya, y es de temer que lo será pavoroso dentro de poco» (4). A pesar de los graves inconvenientes apuntados por el almirante Cervera, el gobierno de Sagasta mantuvo sus órdenes y la Escuadra salió de Cabo Verde rumbo a las Antillas. A) CAVITE La paz de Biac-Na-Bató y el fusilamiento de Rizal no supusieron la pacificación de Filipinas. Los rebeldes vieron incrementada su fuerza por la ayuda de los Estados Unidos y reemprendieron la lucha bajo la dirección de Emilio Aguinaldo. Para hacer efectiva esta ayuda, los norteamericanos habían impuesto unas condiciones netamente favorables a sus intereses expansionistas: apertura de mercados, libre acceso a los puertos filipinos e instalación de empresas extranjeras. Confiando en la efectividad de las defensas de Manila, el almirante Montojo planteó su estrategia en el enfrentamiento contra la Escuadra de Dewey en Cavite. Al mismo tiempo, se procedía a la movilización general en el archipiélago, para hacer frente a la inmediata agresión yanki. El 1 de mayo unidades navales de los Estados Unidos penetraban en la bahía de Manila, eludiendo las defensas costeras y las líneas de torpedos. Las fuerzas quedaron de la siguiente forma: cruceros «Reina Cristina», «Castilla», «Isla de Cuba», «Isla de Luzón», «Don Juan de Austria» y «Antonio Ulloa», cañoneros «Marqués del Duero», «General Lezo» y «Argos», así como diversas unidades auxiliares, por parte española, con un total de 11.350 toneladas y 60 cañones. En el bando opuesto, la flota de Dewey presentaba a los cruceros «Olimpia», «Baltimore», «Raleigh», «Boston», «Pertol», «Concord» y «MacCulloc». Estos siete acorazados sumaban 19.172 toneladas y 134 cañones (5). Pero lo que delimitaba la diferencia, lo que separaba a una fuerza de otra, como símbolo de estadios de progreso diferentes, era el casco de madera de los barcos españoles frente al blindaje de acero de los buques americanos. Ya Cervera, con total desapasionamiento y comprendiendo que el orgullo y el honor nada podían hacer frente a armamentos superiores, había advertido de la inutilidad del enfrentamiento contra fuerzas infinitamente mejor equipadas. Como era lógico, las unidades navales españolas, muy anticuadas, nada podían hacer frente a los modernos destructores yankis. El combate, por tanto, no era tal y se reducía a un ejercicio de tiro al blanco. Iniciada la lucha por las baterías de costa de la bahía, los buques americanos empezaron a responder con fuego implacable. La escuadra al mando del almirante Montojo no pudo hacer otra cosa que caer impotente. A las pocas horas de iniciarse el combate los buques españoles estaban hundidos o inutilizados; en el arsenal de Cavite se izó la bandera blanca de la rendición. B) SANTIAGO DE CUBA El terrible aviso de Cavite no fue suficiente. A pesar de la destrucción de la Escuadra de Montojo y lo que esto suponía, el gobierno Sagasta siguió en su postura y alimentando la esperanza de un desquite en Cuba, al mismo tiempo que ordenaba al almirante Cámara que marchase con su escuadra a Filipinas (6). Como «solución» se planteó la crisis ministerial, que sólo afectó a unos cuantos ministros. Por su parte, la Escuadra de Cervera se había dirigido, siguiendo órdenes, al Caribe, pero ni en la Martinica ni en Curaçao se encontraban el carbón y la ayuda que le habían prometido. Ante la urgente necesidad de reponer combustible y la proximidad de la flota norteamericana, la junta de comandantes de la escuadra resolvió, como mejor medida, dirigirse a Santiago de Cuba. Pese al continuo hostigamiento de los puertos de la costa cubana por los buques americanos, el bloqueo había sido roto en varias ocasiones, pero la derrota de Cavite ponía de manifiesto lo acertado de las advertencias de Cervera. Tratando de evitar otro desastre, el ministro Bermejo autorizó a Cervera a regresar a Cádiz, pero la crisis ministerial colocó al contraalmirante Auñón al frente del Ministerio de Marina y revocó la orden de su predecesor. Debido a la pericia de su almirante, la Escuadra burló la vigilancia de los buques de Sampson y Schley y logró alcanzar el puerto de Santiago de Cuba sin contratiempos. Pero de nuevo la improvisación y la falta de una estrategia medianamente coherente dejaron clavados a los barcos españoles en Santiago. Sin la cantidad mínima de combustible para llegar a La Habana y los elementos necesarios para transportarlo, los buques se metieron en una trampa sin posibilidad de escape. Esta trampa quedó cerrada el 26 de mayo, cuando la escuadra de Sampson hizo su aparición. Basándose en el apoyo prestado por diversos grupos rebeldes, con sus acciones de distracción, los norteamericanos lograron iniciar el desembarco de su cuerpo expedicionario en Guantánamo y Daiquiri, y conectar con las fuerzas de Calixto García. Inmediatamente se establecieron los planes para sitiar Santiago por tierra. Una vez más la improvisación iba a jugar una baza decisiva: para defender Santiago de Cuba sólo se habían dispuesto 8.000 hombres con un armamento deficiente. Los norteamericanos habían desembarcado 18.000 perfectamente equipados. Por su parte, el ejército mambí sumaba en Oriente cerca de 30.000 combatientes que hostigaban de continuo las posiciones españolas. El 1 de julio empezó la progresión de las fuerzas yankis sobre Santiago de Cuba. La resistencia opuesta alcanzó su cota máxima en El Caney. Los gestos heroicos fueron innumerables entre las tropas españolas, pero la heroicidad suele ser el único consuelo que les queda a los ejércitos derrotados; los vencedores no necesitan héroes. El cerco de las tropas yankis se hizo tan fuerte que el general Blanco, gobernador de Cuba, consideró que la escuadra de Cervera debía salir sin más demora de Santiago. El almirante prefería destinar a sus hombres a la defensa de la plaza y hundir la flota, antes que exponerse a una acción tan absurda como inútil, pero la autoridad del general Blanco se impuso. Inmediatamente fueron reembarcadas las fuerzas de marinería que combatieron en El Caney y se dispuso la salida. Bloqueando el puerto de Santiago se encontraban los acorazados «New York», «Iowa», «Oregon», «Texas» y «Brooklyn», así como una gran cantidad de buques de menor porte. A las nueve horas del 3 de julio de 1898 los buques españoles iniciaron la salida. Inmediatamente, y bajo la consigna de «Remember the Maine», sufrieron el acoso de las unidades yankis, superiormente dotadas de armamento y capacidad de maniobra. Al igual que en Cavite, no se entabló una batalla. Aquello fue un ejercicio de tiro al blanco que terminó en masacre: destrucción total de la flota, 350 muertos y 1.600 prisioneros, frente a un muerto y dos heridos por parte americana. Estas cifras, elocuentes por sí solas, marcaban la diferencia existente entre la decadencia del viejo orden colonial y la eficacia del naciente imperialismo. Después del desastre naval, el cerco sobre la capital de Oriente quedó completo, y sólo fue cuestión de días el que se rindiera. El 16 de julio Santiago de Cuba pasaba a quedar bajo control norteamericano. Pero los cubanos ya tuvieron el primer aviso de las intenciones yankis: el general Shaffter no permitió la presencia de ningún jefe rebelde en el acto de rendición. Calixto García, jefe de las fuerzas de Oriente, protestó, pero sus quejas no fueron oídas. C) PUERTO RICO La Pequeña Antilla había permanecido largo tiempo ajena a las luchas separatistas emprendidas por los cubanos. Sin embargo, la inminencia de la guerra entre España y los Estados Unidos alentaron a unos cuantos isleños a solicitar la ayuda norteamericana para romper con el dominio español. Desde este momento, USA puso sus miras en una posible anexión. Esta maniobra fue advertida por varios portorriqueños, pero sus voces de alarma quedaron silenciadas. El inicio de las hostilidades despertó la inquietud en la isla, pero las acciones de los partidarios de la independencia carecían de importancia, limitándose al sabotaje realizado por escasas partidas rebeldes. En líneas generales, Puerto Rico estaba alarmado por la posibilidad de un bombardeo o desembarco yanki, pero seguía prestando una importantísima labor de ayuda para el mantenimiento de la guerra en Cuba. El Gobierno Autónomo Insular y, especialmente, su ministro de Hacienda, Manuel Fernández Juncos, desarrollaron una gran labor de apoyo a la causa española por medio de la Cruz Roja y la reorganización de los servicios de abastecimiento. El 12 de mayo la flota del almirante Sampson se acercó a San Juan y procedió a bombardear la plaza. En la isla cundió la alarma y se solicitó la presencia de la escuadra de Cervera, pero ésta no pudo llegar nunca. Después del desastre de Santiago, los partidarios del movimiento separatista adquirieron importancia, hasta convertirse en una decisiva quinta columna. Ante el éxito de sus ejércitos en la Gran Antilla, el 21 de julio salía de Guantánamo la expedición naval que se dirigía a conquistar Puerto Rico, compuesta por los buques de guerra «Massachusetts», «Columbia», «Yale», «Dixie» y «Gloucester» y varios buques de transporte que llevaban a unos 3.500 hombres al mando del general Nelson A. Miles. El 25 de julio las tropas yankis desembarcaron en Guánica, cerca de Ponce. Penetraron hasta Yauco y fueron contenidas por las tropas del coronel Puig; pero el alto mando, bajo las órdenes del general Macias, consideró necesaria la retirada hasta Ponce, perdiéndose la ocasión de derrotar a unas tropas cansadas por la travesía y, posiblemente, evitar el desembarco definitivo. A las fuerzas desembarcadas por Miles se les unió las del general Wilson que, desde Charleston (Carolina del Sur), se dirigió a Puerto Rico para tomar Ponce. La conquista del resto de las ciudades de la isla fue un auténtico paseo, ante el clamor del pueblo portorriqueño que veía en las tropas norteamericanas a sus libertadores. D) EL FINAL DE LAS HOSTILIDADES La presión norteamericana no decayó en Filipinas. La llegada de Emilio Aguinaldo a Cavite y el regreso a España de la escuadra del almirante Cámara hicieron imposible toda resistencia. Asimismo, el desembarco de tropas norteamericanas suponía que la continuación de la guerra en el archipiélago era un acto inútil. Después de una fuerte resistencia, el 14 de agosto se firmaba la capitulación de Manila. Así se completaban los planes de los Estados Unidos de cara a la negociación. La lucha en las Antillas siguió cosechando éxitos para los invasores. Ante su inferioridad, el Gobierno de España trató de buscar la influencia del Vaticano para poner término a la guerra. Finalmente, fue el embajador francés en Washington quien estableció las condiciones del Armisticio, junto con el Secretario de Estado. El 12 de agosto quedaba establecido el Armisticio que suponía el final de la guerra. El Protocolo de Washington suponía la paz, pero ponía en manos de los norteamericanos a Filipinas y Puerto Rico. Al Gobierno español no le cupo más remedio que aceptar estas exigencias, ante la imposibilidad de mantener la lucha por más tiempo. Las lecciones de un pasado no lejano no habían servido de nada y el empecinamiento en mantener el dominio sobre unos territorios que deseaban ser libres condujo al desastre. Inútiles fueron el honor y el heroísmo —tan estimados por los políticos españoles y con los que se había envenenado a la opinión pública— frente a un ejército y a una escuadra con recursos materiales muy superiores. Multitud de héroes habían dejado su vida para satisfacer el falso orgullo de unos políticos que confundieron sus intereses personales con los del país.
4. EL TRATADO DE PARIS El artículo quinto del Protocolo de Washington fijaba la reunión de las delegaciones norteamericana y española para celebrar las conversaciones definitivas de Paz en París a partir del primero de octubre de 1898. España se vio en la disyuntiva de enviar sus delegados, a sabiendas de las duras condiciones que les exigirían, o soportar un nuevo enfrentamiento. Los yankis, ante lo aplastante de su triunfo, siguieron imponiendo exigencias. Los representantes españoles amenazaron con retirarse, pero la posibilidad de un nuevo ultimátum hizo que se aceptara todo lo pedido por la delegación norteamericana. El Tratamiento de Paz, firmado en París el 10 de diciembre de 1898, disponía lo siguiente: «Artículo 1.° España renuncia a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba. En atención a que dicha Isla, cuando sea evacuada por España, va a ser ocupada por los Estados Unidos, los Estados Unidos, mientras dure su ocupación, tomarán sobre sí y cumplirán las obligaciones que por el hecho de ocuparla les impone el Derecho Internacional, para la protección de vidas y haciendas. Artículo 2.° España cede a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las demás que están ahora bajo su soberanía en las Indias Occidentales, y la isla de Guam, en el archipiélago de Las Marianas o Ladrones. Artículo 3.° España cede a los Estados Unidos el archipiélago conocido por las islas Filipinas... Los Estados Unidos pagarán a España la suma de veinte millones de dólares (20.000.000), dentro de los tres meses después del canje de ratificaciones del presente Tratado.» Los demás artículos del Tratado, hasta un total de 17, abordaban diversos aspectos jurídicos referentes a las pro-piedades y relaciones comerciales entre los dos países y sus respectivos súbditos. A pesar de la oposición del Partido Demócrata a las anexiones, la opinión pública norteamericana era totalmente favorable y presionó para que éstas, que en principio se centraban sobre Filipinas, se extendieran hasta Puerto Rico y la isla de Guam. En votación realizada el 6 de febrero de 1899 se dio en el Senado la mayoría necesaria para la aprobación del Tratado de París. El 11 de abril se efectuaba en el Senado el intercambio de ratificaciones y quedó terminada oficialmente la guerra entre los Estados Unidos y España. LAS CONSECUENCIAS Para España, la derrota y el Tratado de París suponían la pérdida definitiva de su imperio colonial y desaparecer como potencia mundial. Su retraso socioeconómico, producto de una serie de crisis sin resolver, habría de ser el factor fundamental que influiría en el desenlace del enfrentamiento contra el imperialismo. Sin embargo, este desastre, que en otras circunstancias y lugares hubiera supuesto la caída de todos los implicados y lo que ellos representaban (7), sirvió de bien poco. En lugar de la catarsis social que correspondía a gestión dirigente tan desafortunada, se siguió gobernando como si nada hubiera pasado. Para lo único que sirvió la derrota fue para precipitar un movimiento literario que, salvo excepciones, no comprendió excesivamente lo ocurrido y su significado. En definitiva, España continuó ascendiendo los peldaños del deterioro social, hasta desembocar en la guerra civil. Para Estados Unidos, la victoria suponía el espaldarazo definitivo a sus intereses expansionistas; el desplazar rápidamente al poder hegemónico que Gran Bretaña ejercía sobre la economía de los diversos estados latinoamericanos. Como una mancha de aceite, la política depredadora del imperialismo yanki se ha extendido por el subcontinente americano y ha saltado todo tipo de fronteras. Su decidida voluntad de dominio y control ha quedado muy clara en casos tan elocuentes como Guatemala, Cuba o Chile. Con la complicidad de la lumpemburguesía dependiente, la explotación de los recursos de los países de América Latina se ha convertido en la práctica diaria del imperialismo; la corrupción y los golpes de fuerza han sido sus herramientas de trabajo. Sin embargo, y a pesar de su prepotencia, fue en la tan temprano codiciada Cuba, donde el imperialismo yanki encontró su primera derrota. Pero el logro de la verdadera independencia es una tarea que exige múltiples sacrificios; que requiere nuevos Vietnams. Porque, como señalara Lenin, el imperialismo podrá ser el capitalismo monopolista, en descomposición y agonizante, pero su brutalidad la sienten, de forma especial, los pueblos latinoamericanos desde hace demasiado tiempo. T. R. F. |