S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia nº 62 de enero de 1980 Julián Gorkin: Testimonio de un Revolucionario ProfesionalVíctor Claudín Toda persona hace historia, porque vive, porque piensa, porque actúa. Pero la mayoría no permanecen en el recuerdo de la colectividad a la que pertenecieron, porque aquel vivir, aquel pensar y aquel actuar no tuvieron trascendencia. El existir de Gorkin ya late en las páginas de la historia de los pueblos. ORIGEN Y EVOLUCION T. de H.—A pesar de atravesar unos días en los que su preocupación central estaba siendo ocupada por el delicado estado de su vista, hemos podido establecer contacto con Julián Gorkin, figura relacionada con otros nombres importantes, como lo de Nin, Joaquín Maurin, etc., al trotskismo español e internacional, a la oposición al estalinismo, etc. A pesar de su obra ya prolifera, de su trayectoria plena de experiencias y entre otras razones por el alejamiento de su país de origen que aún protagoniza, Gorkin no es suficientemente conocido. Y por eso le pido que nos dé unos datos mínimos sobre su biografía personal. En definitiva, ¿cuáles su origen social? J. G.—EI más modesto que cabe imaginar. Mi abuelo paterno era pastor de ovejas en un pueblecito aragonés y, de los tres hijos que tuvo, dos tuvieron que trasladarse a la región valenciana donde se hicieron carpinteros. Mi madre, huérfana de padre y madre, era una campesina analfabeta convertida en sirvienta de unos familiares. He dicho en alguna parte que «dos miserias se unieron en una sola miseria». De mi madre heredé la personalidad, el carácter, una elocuencia natural e incluso los rasgos físicos. Mi padre, idealista y librepensador, era un ferviente partidario del gran novelista y republicano federalista Vicente Blasco Ibáñez. Quiere ello decir que oí hablar de política desde mi más tierna infancia y que, aficionado a la lectura, devoré los libros de doctrina, de historia social, de filosofía que el propio Blasco Ibáñez editaba por el precio de una peseta el volumen. Así descubrí el marxismo, el socialismo y el anarcosindicalismo. El hecho es que entré en las lides político-sociales a los 16 años, inmediatamente después de la huelga general de agosto de 1917 y del gran período de luchas políticas y sociales a que dio lugar. T. de H.—¿Cuál es la evolución ideológica? J. G.—Instalada la familia en Valencia, ingresé en la Juventud Socialista, de la que no tardé en ser elegido secretario. Acababa de cumplir los 17 años de edad. Como a tantos otros jóvenes de mi generación, el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia me sedujo irresistiblemente. A pesar de los consejos de Pablo Iglesias y de Francisco Largo Caballero, a su paso por la capital levantina, con otros jóvenes socialistas fundé el bimensual La Revuelta en defensa de la primera revolución social triunfante en la Historia. Devoré los primeros libros de Trotski y Bujarin traducidos al castellano y, al decretar el II Congreso de la Internacional Comunista, las famosas 21 condiciones, provoqué la escisión y fundé la Federación Comunista de Levante, cuyo órgano de expresión fue el semanario Lucha Social. Así me convertí, antes de conocer la definición leninista, en un «revolucionario profesional» y en un activo propagandista del comunismo en la región levantina e incluso en las Islas Baleares. EL REVOLUCIONARIO PROFESIONAL T. de H.—La Editorial Aymá de Barcelona es la que ha editado tres de sus obras en España. Una de ellas se titula, precisamente, El revolucionario profesional y es el testimonio de ese hombre de acción. A pesar de que ese concepto tal vez esté ya un tanto trasnochado, Gorkin lo enarbola con orgullo. ¿Cómo se convirtó Gorkin en ese revolucionario profesional? J. G.—Después del fatídico Annual y de la reacción popular a que dio lugar en toda España, me convertí en un activo propagandista contra la sangrienta guerra de Marruecos. Un proceso por antimilitarismo y de lesa majestad me obligó a huir clandestinamente a Francia, por Bilbao y San Sebastián, con una identidad falsa. Era en enero de 1922 y de la misma manera que yo había huido poco antes Ramón Casanellas, uno de los tres anarquistas que habían asesinado al gobernante conservador Eduardo Dato. Instalado en París, trabajé al comienzo en el taller de fotograbado de un gran rotativo: Le Matin. Aproveché este período para aprender el francés y para leer la buena literatura francesa, así como la rusa traducida al francés. Mas no tardé mucho en convertirme en un auténtico revolucionario profesional, es decir, en el organizador de grupos comunistas españoles en Francia, Bélgica y Luxemburgo, y en el director de un bimensual en lengua española que, suspendido una y otra vez, fue cambiando de título hasta cinco veces, así como de departamento; hasta que hube de editarlo en Bruselas. Yo mismo tuve que cambiar cinco veces de identidad y de domicilio, hasta mi detención en una ciudad de la Provenza con una nueva identidad. Confieso que conocí durante esos años una vida exaltante y el que yo mismo he llamado «goce de sufrir por una idea». ADMIRACIONES Y RECUERDOS T. de H.—Tal vez sea en su libro El proceso de Moscú en Barcelona donde más semblanzas de su tiempo y de las gentes con que se relacionó, hay. Como cuando muere Buenaventura Durruti de un balazo, mientras estaban en Madrid Andrade y él. «Me unía con Margarita Nelken una buena amistad: habíamos participado los dos en un gran acto público y le había hecho representar una obra teatral en Barcelona. Era fácilmente demagoga, incluso de un lenguaje terrorista y se hacía pasar por más caballerista que el propio Caballero». En otro momento recuerda el fallecimiento de Luis Araquistáin, ex-colaborador y amigo íntimo de Largo Caballero. «Nos unía una vieja y sólida amistad, basada en la confianza mutua, y además, por mi parte, en la admiración por sus cualidades intelectuales y por su entereza de carácter». También el pensador, poeta y novelista inglés George Orwell, alistado como voluntario en la brigada británica del POUM. «De todos los escritores e intelectuales de izquierda, George Orwell tenía que ser, con Victor Serge y el gran novelista italiano Ignacio Silone, el primero en comprender que el fascismo y el estalinismo eran el anverso y reverso de la misma medalla totalitaria». Y siempre el recuerdo entrañable a Andrés Nin, «asesinado por la NKVD en El Pardo». Aquellos procesos, copia de los monstruosos que se llevaban a cabo y se seguirían haciendo en la URSS y en otros de los países bajo su dominio, continúan bajo una oscuridad interesada. ¿Cómo y qué circunstancias crean las primeras dudas en el militante profesional comunista? J. G.—En 1925, fracasada la revolución internacional en la que habían puesto sus esperanzas los bolcheviques, Moscú encontró un sucedáneo: el terrorismo. La danza infernal del terrorismo y del contraterrorismo: el terror blanco tomado como pretexto para el terror rojo, y viceversa. En el año citado las prisiones italianas, las de los países balcánicos y bálticos y de la propia España contenían numerosos presos políticos. La llegada a París de una delegación comunista española me llevó a solicitar una reunión especial del Comité Ejecutivo Francés, con asistencia del todopoderoso delegado de Moscú, Klein (Guralski). No pareció interesarle lo más mínimo la detención, en Barcelona y en Madrid, de los mejores cuadros comunistas —y anarcosindicalistas— ni la situación y las perspectivas del país. Con la mayor tranquilidad exigió de nosotros que preparáramos el asesinato del general y dictador Primo de Rivera. Y al hacerle observar que al día siguiente de este asesinato el sanguinario general Martínez Anido asumiría sin duda todos los poderes y haría una degollina de militantes: «Pues organizad también el asesinato de ese Martínez Anido». Ante la gravedad de esa exigencia, exigí que el asunto fuera sometido al Ejecutivo Ampliado que se anunciaba para un poco más tarde en Moscú. Como paréntesis diré algo más: nunca más volví a ver a Klein, responsable principal de una insurrección abortada en Hamburgo y que había costado la vida a numerosos militantes. Leyendo más tarde Los conquistadores, primera novela de Malraux que hice traducir al castellano, me enteré que este militante terrorista había perecido en China a mano de un grupo de terroristas. Y en mí nacieron las primeras dudas sobre el bajo precio que para los hombres del aparato tenía la vida de los militantes. STALIN Y TROTSKI: EL DESENGAÑO
T. de H.—Ha sido Julián Gorkin quien abrió de nuevo el sumario, ya cerrado, de uno de los más infames asesinatos políticos del siglo: el de León Trotski, exiliado en México, a manos de un funcionario estalinista. Pero vamos a dejar que sea el propio discurso de Gorkin el que nos aclare su visión de Stalin y lo que representó para él la ruptura entre Stalin y Trotski, o guerra a muerte. J. G.—¿Cómo intui al monstruo? El viaje a la Meca moscovita era el sueño poco menos que religioso de todos los militantes; a mi los tres meses que pasé en ella, las confidencias que me hizo Andrés Nin, con el que convivía en el famoso Hotel Lux, las intrigas que observé en torno mío, la incipiente burocratización de los cuadros soviéticos e internacionales, el ambiente de «espionitis» en torno a los delegados, la jerarquización y el favoritismo y el propio concepto de disciplina de arriba hacia abajo, determinaron en mí una profunda crisis moral y me llevaron a esta conclusión: que sin duda nunca más volvería al país que había suscitado —y para muchos seguía representando— una esperanza de fraternidad universal y humana. En el Kremlin me codeé con las principales figuras soviéticas e internacionales de la nomenclatura comunista; los dos rusos que despertaron en mí un fraternal interés fueron Bujarin y Rhiazanov, el gran marxólogo y creador del Instituto Marx-Engels-Lenin (tenía que morir de miseria en un rincón siberiano); y entre los extranjeros, el italiano Antonio Gramsci, destinado al martirologio mussoliniano. ¿Y Stalin? Ni una sola vez apareció en la mesa presidencial; sin embargo, sabía por Nin que era él quien lo manejaba todo ya. Una sola vez, y por un verdadero azar, se me ofreció la ocasión de observarle durante una hora, en el saloncito del trono de los zares inmediato al gran salón en el que se celebraban las sesiones públicas. Le habían invitado los delegados polacos a hablarle del problema de las nacionalidades. Toda su traza, su atuendo, sus rasgos groseros, sus ojos opacos y, sobre todo, su puño derecho martilleante al hablar, me sugirieron la imagen de un domador, la intuición del monstruo. ¿Quién nos hubiera dicho a Nin y a mi, sin embargo, que el destino del setenta por ciento de los cuadros que hicieron triunfar la Revolución de Octubre —y nuestro propio destino— iban a depender de este monstruo? Mi último día de estancia en Moscú visité la momia embalsamada de Lenin y me juré a mi mismo investigar si el mal de origen estaba en él mismo, en su metodología política y orgánica, o si había sido traicionado por los llamados epígonos. ¿No decía el propio Lenin que una política debía ser juzgada por sus resultados? T. de H.—Con los años transcurridos, aún con la evolución de todo el movimiento comunista, la primera obsesión en la persona de Gorkin es sin duda Stalin y las consecuencias de su vil comportamiento, de su actuar totalitario. Más allá de las experiencias más ligadas a España. Gorkin continúa recordando aquel período negro, su ruptura y su situación ante el binomio Stalin-Trotski. J. G.—Cuatro largos y dramáticos años duró mi crisis política y moral, durante los cuales seguí dirigiendo mis actividades de revolucionario profesional. La principal de estas actividades fue la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera, ocupando las principales tribunas francesas con los líderes del Partido Comunista, asistiendo a un gran Congreso internacional en Viena y otro en Berlín, dirigiendo mi periódico bimensual y colaborando en los órganos internacionales. La deportación de Trotski a AlmaAta en 1927, y su expulsión de la URSS dos años más tarde, precipitaron mi ruptura. Había traducido un libro suyo al castellano y una especie de tribunal comunista exigió una autocrítica completa. No me presté a esa farsa: entre mi conciencia de hombre y el escalafón burocrático preferí mi conciencia. Poco después recibí una larga carta de Trotski, fechada en Prinkipo, invitándome a ponerme a la cabeza de la Oposición, en el exilio español y de cara al interior. Intervine en la edición en castellano de su magnífico documento político y humano que es Mi vida; y más tarde hice editar otro de sus libros, pero me negué a adherirme a su causa. Le habría apoyado, en la medida de mis fuerzas, en su lucha contra la burocratización totalitaria representada por Stalin; era evidente para mí que, a la par con Lenin y ya en el curso de la Revolución de 1905, en la de Octubre de 1917, en la organización del Ejército Rojo y en el triunfo de la guerra civil había desempeñado el papel más eminente; pero en mi ánimo se imponían otras consideraciones. Después de la elección de la Asamblea Constituyente, la única elección libre y democrática conocida por Rusia en toda su historia, ¿no fue él quien la disolvió y quien, a la cabeza del Soviet de Petrogrado pronunció esta tremenda frase: «Los bolcheviques en el poder y todos los otros a los cubos de la basura de la Historia»? ¿Y no fue él —con el acuerdo unánime del Politburó, cierto— quien hizo aplastar la revuelta de los marinos de Cronstadt, que tanto habían hecho por la Revolución y que exigían una auténtica democracia soviética? ¿En nombre de qué monopolio de la condición obrera y campesina se condenaba a desaparecer a los social-demócratas del guerrillero Mackhno? Mis simpatías, mi adhesión cada día mayor, iban a esa gran figura que fue Rosa Luxemburgo. Ya en 1904, en su polémica con Lenin como consecuencia de la escisión provocada por este último, había proclamado que la «libertad es para los que no piensan como nosotros» y que «prefería mil veces los errores que ayudan a la formación del movimiento obrero a los aciertos del mejor Comité Central». Y en su célebre opúsculo sobre la Revolución Rusa, el último escrito antes de su vil asesinato, proclamaba que «suprimiendo todas las libertades, y en primer lugar la libertad de prensa, Lenin y Trotski habían encontrado un remedio peor que la enfermedad». ¿Y no previó que los bolcheviques, por el hecho de haber triunfado en Rusia, tratarían de imponer sus métodos en el movimiento obrero internacional? En su StaIin, biografía que no pudo terminar como consecuencia de su vil asesinato en México, el propio Trotski dice que «no fue Stalin quien creó la maquinaria que le llevó al poder, sino que fue la maquinaria la que creó a Stalin». Se impone una doble pregunta: ¿Quién creó la famosa maquinaria? ¿Y qué valía una maquinaria que condujo a los crímenes y a las monstruosidades de Stalin? T. de H.—Batallas incesantes, sufrimiento, esperanzas nunca vencidas. Una vida militante. J.G.—Sí, mi vida ha sido un eterno combate. Cuando hago balance de mi vida llego a la conclusión de que ha sido un combate sin tregua. De mis sesenta y dos años de vida activa y militante, cincuenta y dos han transcurrido en el exilio en tres dramáticas etapas de la vida de España. En París, después de mi ruptura con Moscú, fundé una agencia literaria y entré en la redacción de la revista Monde... LA OBRA LITERARIA T. de H.—Aquí quiero hacer yo un paréntesis para mencionar que, además de su central actividad al servicio de la revolución, Gorkin ha escrito dos novelas, la primera, Días de bohemia, se publicó en Madrid en 1930, y la segunda, La muerte en las manos, en México en 1959. También tiene publicadas seis obras de teatro. Ha preparado cuatro antologías literarias y sus libros de historia política son muchos y entre los que destacan los ya mencionados y El asesinato de Trotski, además de su Así asesinaron a Trotski, traducido a trece idiomas. J. G.—...cuyo Consejo de Honor estaba constituido por Henri Barbusse, Romain Rolland, Máximo Gorki, Albert Einstein y Miguel de Unamuno. A la llegada a París de los llamados exiliados de Jaca, entre ellos Indalecio Prieto, Marcelino Domingo, el general Queipo de Llano y Ramón Franco, y teniendo en cuenta mi conocimiento de los medios franceses y occidentales en general, les presté mi plena solidaridad. El libro Madrid bajo las bombas, editado en Madrid proclamada ya la República, lo redacté yo. A Madrid llegué solo y representando a la revista Monde, con la que rompí al averiguar que estaba subvencionada por Moscú. En el Ateneo de Madrid, y por iniciativa mía, se fundó el Comité contra la Guerra y el Fascismo, presidido por Ramón María del Valle Inclán y al que se adhirieron, entre otras figuras, Federico García Lorca y Miguel de Unamuno. Representando a este comité asistí a un Congreso mundial en Amsterdam. Instalado en Valencia fundé la Federación Levantina de Bloque Obrero y Campesino, fundado en Cataluña por mi amigo Joaquín Maurin. En los comienzos de 1934 fundamos la Alianza Obrera de Levante, que me eligió su secretario; después de la huelga general de octubre, huí con el resto del Comité en un barco de contrabandistas. En París, y de acuerdo con los exiliados principalmente asturianos, fundé un Comité de Ayuda con miras a la movilización de la opinión europea en favor de los presos y condenados españoles. Liquidado mi proceso, regresé a Valencia y más tarde me instalé en Barcelona como miembro del recién fundado POUM. Al estallar la guerra civil, y en mi calidad de secretario internacional de dicho Partido, de director del diario La Batalla y de miembro del Comité Central de Milicias de Cataluña, Llevé una actividad constante —en España y en viajes por la Europa occidental— contra los levantados en armas contra la República. Al undécimo mes de la guerra civil, por orden de Stalin, sus agentes detuvieron al Comité Ejecutivo — a mí no me detuvieron con Andrés Nin por un minuto, por el milagro de un minuto— y, mientras mi viejo compañero desaparecía para siempre, yo conocí calabozos, checas, todo aquello que está narrado en El proceso de Moscú en Barcelona, hasta nuestra evasión de la Prisión de Estado y mi nueva instalación en las cercanías de París. Una docena de partidos socialistas independientes, reunidos en Congreso, me eligió secretario del Centro Marxista Revolucionario Internacional, y por decisión unánime de sus componentes, y tres meses antes de la ocupación de la capital francesa por los nazis, fui a refugiarme en Nueva York y seguidamente en México. Fundamos allí la Comisión Socialista Internacional, con los refugiados de una docena de países europeos, y editamos la revista Mundo (Socialismo y Libertad). De regreso a París en 1948. En 1950 fundamos el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo y pude asistir a todos los Congresos de dicho Movimiento. Entre 1953 y 1963 ocupé el cargo de secretario latinoamericano del Congreso por la Libertad de la Cultura y el de director de su revista cultural Cuadernos, realizando no menos de quince giras de conferencias por las Américas. Después de la histórica Conferencia de Munich en junio de 1962, dirigí la revista Mañana (Tribuna democrática española) en contra del franquismo. Al desaparecer esta revista fui elegido presidente del PEN Club Internacional de los Escritores en el Exilio, cargo que sigo ocupando. UN HOMBRE DE BUENA VOLUNTAD T. de H.—Tal vez la historia pasada y el alejamiento del país pesen demasiado para obtener de Julián Gorkin una postura ante el proceso político que se desarrolla en España. J.G.—Hemos luchado por recuperar las libertades y luego también por dar una salida federal a los pueblos de España. Y en esto yo creo que se ha acertado. Es positivo, pero el problema reside en aquello por lo que también hemos luchado: el acercamiento a Europa, el restablecimiento de las relaciones económicas. Para Europa la situación de España es clave por dos razones fundamentales: la primera por ser España la confluencia de tres continentes; y la segunda por detentar las claves de las comunicaciones mediterráneas y oceánicas. Esto en el momento en que los grandes están jugando con el destino del mundo. T. de H.—A Gorkin, sin embargo, hay que situarlo en un tiempo concreto y funesto para la historia del movimiento revolucionario. Con sus tesis y planteamientos se puede coincidir o no, a mí me parecen en algunos momentos acertadas, en otros desfasadas. Pero su personalidad humana permanecerá viva porque es cierto aquello con que quiero terminar esta entrevista y que me dijo... J. G.—Lo único que puedo decir es que reivindico todo mi pasado, mis combates, incluso mis errores, ya que puedo decir que fueron sinceros. ¿La mejor prueba de mi sinceridad? Esa mi vida de combates sólo me han reportado persecuciones, cinco atentados en México después del asesinato de Trotski, calumnias sin cuento. Y tengo el orgullo de ser pobre. ¿Se le puede pedir más a un hombre de buena voluntad? V. C. |