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Tiempo de Historia nº 16 marzo de 1976

La educación nacional-católica en nuestra  posguerra.

Enrique Miret Magdalena

Deberá ser objeto en su día de un extenso libro este tema inagotable que hoy por suerte incide cada vez menos en nuestra educación escolar, porque esta en contra del sentir de una gran mayoría del pueblo español. Casi parece hoy mentira la carga religioso-política que suministró a las mentes infantiles la Iglesia patria, y por la cual se explican muchas de las cosas que nos han ocurrido.

La unión tan estrecha Iglesia-Estado ha servido para fomentar esta confusa mezcla religioso-política (llamada nacional-catolicismo) que ha desviado el juicio de los españoles durante muchos años; y que solamente en recientes épocas ha empezado a ser superada. La sociedad piensa ya de muy distinto modo que antes: lo único que hace falta es que Iglesia y Estado den el paso definitivo de una completa separación que evite estas mezclas ambiguas, y que —la una y el otro— se pongan en sintonía con el pensar popular, para no seguir siendo instituciones desfasadas del pueblo.

He querido contribuir con este trabajo previo a la aclaración y superación de nuestras actividades »patrióticas y religiosas, analizando la penosa educación religioso-patriótica que, durante nuestra posguerra, hemos recibido los es-pañoles. La mejor y más directa f mente es acudir a los numerosos catecismos que entonces se publicaban, y que han servido para introducir en las jóvenes cabezas de los educandos lo que nuestro clero hispanista pretendía insistente-mente introducir dentro de ellas. Basándose en la religión —muy arraigada en buena parte de nuestras clases medias y burguesas— se intentaba conseguir lo que se quería, poniendo esta religión como pantalla que frenaba otros legítimos deseos, o como vehículo que facilitaba la adquisición de determinadas posturas humanas y políticas. En esta fuente de la enseñanza catequística he buceado, creo que cuidadosamente, y no encuentro —sobre todo en los primeros años de posguerra— otros textos más abiertos y liberales: señal de la importancia exclusiva que tenía esta presión religioso-patriótica que se ejercitó sobre nosotros a través de estos textos.

LA IGLESIA DOMINADORA

La imagen que ha dado, y pretendido dar, nuestra Iglesia española ha sido demasiado autoritaria y exclusivista. No ha permitido que sus fieles pudieran pensar por cuenta propia. Su lema podemos verlo ya en un curioso catecismo, en versos macarrónicos, que se publicó en Madrid en 1930. En él podía leerse:

Somos hijos sumisos

de la Iglesia de Dios,

y obedientes queremos

oír su santa voz. (1)

Sumisión y obediencia por parte nuestra, porque la misión atribuida al seglar era sólo escuchar como oveja muda, que es lo único que se pretendía que fuéramos.

El tradicional y anacrónico catecismo del padre Astete —que sirvió para formar españoles durante cuatro siglos— se volvió a editar hasta 1972 (2), y en él siempre se inculcó a los fieles que no les competía discurrir por sí mismos, sino sólo seguir ciegamente lo que les indicase el clero. Los católicos creemos otras cosas además del Credo, pero son los «doctores que tiene la Santa Madre Iglesia los que sabrán responder» acerca de lo que tenemos que añadir a ese Credo; pero nunca nosotros los seglares. Al pobre creyente —sea inteligente o no lo sea, sea culto o no— nunca le compete dar cuenta de su creencia. Es «a los doctores a los que conviene esto, y no a vosotros». Son ellos los que deben «dar cuenta por extenso de las cosas de la fe».

Los creyentes debemos estar en pleno ostracismo mental. La razón la da otro catecismo escrito por un santo -San Antonio María Claret— el cual nos desengaña también de que nosotros podamos enseñar nada en materia religiosa. La Iglesia docente es «el Papa, los sacerdotes y demás ministros» (3). Todo el clero —y sólo el clero— desde el más alto al más bajo, es quien tiene que enseñarnos, según este santo, cuyo catecismo decimonónico se reeditó después de casi un siglo en 1943, para ilustración de los españoles de la posguerra. Lo curioso es que, según la doctrina más tradicional en el catolicismo, decir que el clero en general tenía ese poder de enseñanza religiosa tan amplio y tan autoritativo, era una herejía que fue condenada por el Papa Pío VI, ya en 1794, contra el Sínodo de Pistoya en el cual se afirmaron las mismas cosas tan autoritarias, manifestadas en este texto de enseñanza religiosa del santo español (4).

La religión clerical que se nos inculcó, se basaba en que este clero más que encarnar al Jesús del Evangelio, represen-taba al Dios de los Ejércitos del Antiguo Testamento. Este Dios castrense hecho carne en Jesucristo, constituyendo así una religión «cristorregicéntrica», como decía en 1951 el Catecismo de Cristo Rey. La ilusión manifestada en este catecismo era que el catequista tenía que alcanzar una meta: la de la realeza de Cristo. En una palabra: ser como Cristo Rey (5).

No es por eso extraño que —dando un paso más— se constituyeran, en los últimos años, los famosos y violentos «guerrilleros de Cristo Rey», alentados por clérigos como ese famoso religioso que hace casi dos años me decía poderme demostrar, con la Teología católica en la mano, que «la violencia es cristiana».

Sin llegar a tanto, ese catecismo sentaba, sin embargo, las bases de lo que luego hemos visto como una plaga en el país: asaltos a librerías, a galerías de arte y a salones de conferencias, realizados por estos aguerridos defensores de la violencia cristiana. La razón básica pienso que la daba este librito de educación patriótica-religiosa al decir: «La misión y fin secundarios del vasallo de Cristo Rey en esta vida son: procurar, según sus medios y fuerzas, que triunfen los derechos de Jesucristo y de su Iglesia hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies».

EL ENEMIGO PROTESTANTE

Yo he conocido al obispo protestante, antecesor del culto y educado jefe actual de la Iglesia Española Reformada Episcopal. Era un andaluz simpático y sin gran cultura, que me contaba con buen humor sus padecimientos como pastor evangélico en la Sevilla del cardenal Segura: allí sufrió su capilla varios asaltos de jóvenes católicos que des-trozaron asientos, altares y decoración, bendecidos por el famoso e intransigente cardenal que había sido Primado de España al venir la República; y que demostró ser más franquista que Franco, pues repetidas veces iba más allá de lo que en esa época se nos obligaba a vivir, actitud que le llevó a enfrentarse repetidas veces con el Jefe del Estado. Todo esto —junto con detenciones, cárceles y persecución— se les infligía a los pastores protestantes españoles, execrados por el padre Sánchez de León en un libro confidencial lleno de disparates políticos contra ellos, que publicó reservadamente este jesuita para información de las autoridades civiles (6).

En el catecismo llamado Nuevo Ripalda (7) se le llamaba a Lutero «fraile apóstata, soberbio y corrompido»; y en el Catecismo sobre el protestantismo (8) se decía de los demás Reformadores religiosos del siglo XVI: «Melancton fue hipócrita, cruel, impostor y blasfemo...; y Beza fue un disoluto que puso en verso sus torpezas para pervertir a la juventud». Sin embargo, Melancton era un piadoso devoto de la Virgen, a pesar de ser protestante; y Beza —muy respetado y querido de San Francisco de Sales— era un hombre de letras muy apreciado en su tiempo. Del severo y austero Calvino se decía en este catecismo que «murió desesperado, blasfemando e invocando al diablo, de una enfermedad vergonzosa y roído de gusanos». Y terminaba por hacer un juicio global de los orígenes de la Reforma Protestante diciendo que «fue la de un rebaño de Epicuro, bajo todos sus aspectos». Y ya sabemos lo que significaba para los ignorantes de la filosofía clásica la expresión «rebaño de Epicuro»: el conjunto de todos los excesos de la carne, del estómago y del placer material.

Se nos enseñó a pensar que a los protestantes españoles «nada les importa la religión...; el protestantismo no es para ellos más que un medio para introducir más fácil-mente la irreligión y la incredulidad; y, por último el comunismo y el socialismo».

Ridiculizábamos entonces la enseñanza de estos seguidores de Lutero y de Calvino, sobre todo aquella que dice ser la fe viva y personal el núcleo de la religión cristiana. Pero habíamos sustituido esta doctrina bíblica por cosas tan infantiles como la fuerza infalible de la devoción al escapulario del Carmen. Para afirmar el poder de esta especie de talismán, se decía que todo aquél que lo llevase puesto podía morir tranquilo: le bastaba con llevarlo bien colgado del cuello para asegurarse así la felicidad eterna en la otra vida. Y se relataba, para convencernos de ello, el ejemplo de «un hombre desesperado que intentó ahogarse en el río Sena. Por seis veces se arrojó al río sin poderlo conseguir. Por fin, viendo en su pecho el Santo Escapulario, lo arrojó de sí echándole la culpa. Y, por séptima vez se arrojó al río ya sin él, y al punto desapareció bajo las olas» (9). Como un verdadero talismán, el Escapulario carmelitano salvaba de la muerte al que estaba en pecado mortal. Algo parecido a lo que se contaba de aquellos que, en nuestra guerra civil, «pecaban» sexualmente con gran tranquilidad antes de entrar en batalla, porque habían hecho los siete primeros viernes al Sagrado Corazón y El los preservaría —según sus infalibles promesas— de morir en «pecado mortal».

En el catecismo del padre Perrone —antes citado— se decía textualmente que los protestantes hispanos «son tenidos en nuestro país por unos indeseables». Y —por eso— nuestro Gobierno no debía protegerlos, porque el Gobierno que esto hiciera «se suicidaría sin remedio». Sin embargo cuando se aprobó en 1967 la «Ley de Libertad Civil en materia religiosa», no ocurrieron ninguno de los graves males que se pronosticaron al conceder la libertad a nuestros protestantes, sino todo lo contrario: el pueblo los acogió sin violencia ni recelo. Y resultaron, además unos pacíficos conciudadanos.

Nuestro concepto de patria no debe estar indisolublemente unido a lo religioso católico. Los protestantes, y los no católicos, han demostrado siempre que pueden ser tan españoles como los demás, a pesar de lo que decía Menéndez Pelayo: «Perdida la fe religiosa, apenas tiene el patriotismo en España raíz y consistencia y apenas cabe en lo humano que... pueda sentir por su gente amor que no sea retórica hueca y baladí» (10). Este concepto unitario entre patria y catolicismo, expuesto por Menéndez Pelayo, es el que se nos inculcó a los ciudadanos de nuestro país tras nuestra guerra civil.

LA CRUZADA

Contra lo que dice ahora Monseñor Tarancón, queriendo exonerar a la Iglesia española de haber defendido nuestra guerra civil como cruzada, en noviembre de 1936 decía el entonces Primado de España, cardenal Gomá: «Debe reconocerse en ella —en la guerra— un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica, cuya savia ha vivificado durante siglos la historia de España y ha constituido como la médula de su organización y su vida» (11). El clero español —una gran parte del clero español— había inculcado en años anteriores esta idea a los sumisos católicos de entonces, proporcionándoles textos como el de Menéndez Pelayo, y alimento espiritual como el de los «cristeros» mexicanos, aquellos nuevos y cruentos cruzados religiosos alentados, en su batalla sangrienta contra la República de aquel país, por los obispos de México (12).

Lo mismo hizo la revista oficiosa de la Santa Sede, la Civiltá Cattólica, dirigida por los jesuitas, la cual calificaba la Carta Colectiva del Episcopado español de 1.° de julio de 1937 así: «Rara vez en la historia —decía esta revista vaticana— el Episcopado de una nación se ha dirigido a los obispos del Mundo en Carta Colectiva para informarles de los acontecimientos internos de su propio país, máxime cuando éstos tienen la apariencia política de guerra civil». Para este representativo periódico católico, nuestra guerra civil no fue guerra civil, sino en «apariencia» (13). La Iglesia, a través de diversos órganos, calificó desde el principio nuestra guerra civil como cruzada religiosa. Cruzada hecha, por supuesto, por un bando político, según nuestros propios obispos españoles, que era el de «las derechas», que resultaban, según ellos, los únicos católicos verdaderos (14).

En nuestra guerra estuvieron mezclados «el espíritu cristiano y español», y resultó ser esta cruzada para la Iglesia —en boca del cardenal Gomá— «una guerra de principios, de doctrinas». No lo fue así, según Gomá, la realizada en el lado republicano, porque para el Primado de España en esta otra mitad de nuestro país sólo había «un informe conglomerado de combatientes» (15).

Por si acaso alguien alegaba que muchos derechistas católicos murieron por una idea política, luchando en el lado nacional o fusilados en el republicano, y no podían ser por ello considerados como mártires, se buscaron razones para justificar la alianza más estrecha entre política y religión, y así prestar a la política —en un curioso salto cualitativo— la base religiosa del supuesto martirio cristiano de estos militantes políticos de derechas. El padre Segura, S. J. señala que «muchos de los que la Iglesia venera entre sus Mártires no fueron inmolados directamente por la fe». A pesar de reconocer esto, se justifica la calificación siempre, en nuestro caso, de martirio para esta acción política, y llega a decir este padre jesuita que son mártires los caídos de esa derecha católica, aunque fuesen muertos porque «se habían metido en política y fueron asesinados como fascistas» (16). En mi opinión, mayor confusión político-religiosa no cabe.

Entre todos los catecismos más expresivos del nacional - catolicismo que reinaba entonces, se lleva la palma el editado en Salamanca por el padre dominico Menéndez Reigada, después nombrado obispo por sus méritos patrióticos. Era el llamado «Catecismo Patriótico Español», que tuvo tanta importancia en la educación del final de nuestra guerra, y comienzos de la posguerra, porque fue «declarado texto para las escuelas por Orden del Ministerio de Educación Nacional de 1 de marzo de 1939» (17).

Allí se dice que los enemigos de España son, entre otros, «el liberalismo, la democracia, y el judaísmo». Y para aclarar bien las cosas, a las infantiles mentes de sus educandos se les enseña que todos los demócratas liberales «con la Gran Cruzada han quedado vencidos». Sin embargo, teme este padre dominico que no hayan sido «aniquilados», y se lamenta de ello porque —en su violenta postura— considera que «como sabandijas ponzoñosas escóndense en mechinales inmundos, para seguir desde las sombras arrojando su baba y envenenando el ambiente». Por eso recomienda este famoso —y bien hablado— religioso que «España no debe dormirse sobre los laureles, sino vigilar siempre». La dureza, la crueldad, la censura y el espionaje entre españoles, son las actitudes falsamente evangélicas que se desprenden de la enseñanza de este religioso español, que no fue la única, sino sí la más frecuente y casi única en el ambiente de nuestra posguerra.

La guerra había sido alentada por buena parte del clero hasta en los actos más piadosos, como lo hizo el padre Cándido Arbeloa, S.J., con sus «Sábados Populares dedicados a María». Allí ponía este jesuita piadosos ejemplos para excitar a las almas a la devoción mariana; y, para ello, contaba cosas como estas: «Oficial hubo, que sirviendo personalmente el cañón, frotaba con una medalla las balas, para lograr mejor puntería». Y para sembrar con más ahínco la muerte entre hermanos españoles, un alférez «les ofrece —a los luchadores— unas miniaturas de la Virgen del Perpetuo Socorro, regalo de su madre. Todos toman la miniaturas de la Virgen, se santiguan, rezan el acto de contrición y con gran fe la tragan; y van serenos y tranquilos a repetir los heroísmos del día anterior» (18).

LA POLÍTICA DE POSGUERRA

Nuestra inspiración política está en «los ideales supremos de una catolicidad imperial» (19). Nada significan las controversias históricas posteriores entre nuestros grandes profesores Sánchez Albornoz y Américo Castro (20). Para estos clérigos todo está definitivamente claro: El pueblo es pañol, según estas enseñanzas de la posguerra, se forme mucho antes de lo que han investigado estos grandes historiadores patrios. Para estos catecismos «el pueblo español nació como persona moral en el tercer Concilio de Toledo, pues allí se fundió España en su unidad geográfica, política, moral y religiosa» (21). Todos estos cuatro aspectos —formando un bloque inconmovible— constituyeron desde hace catorce siglos la patria, y el que no los aceptase íntegramente unidos, no era español. Entre nuestras grandes glorias estaban según este clérigo, mezcladas como habas con capachos siguiendo la conocida expresión de Cervantes, «la defensa de la civilización cristiana, y del espíritu greco-romano contra el protestantismo», al mismo tiempo que «el derrocamiento del Imperio espurio de Napoleón I», y el «aplastamiento del bolchevismo ruso-asiático» (22).

Ante el hecho evidente del adelanto económico y social que había por aquellos años en los países protestantes, cosa que no se quería reconocer, se cubileteaba con aparentes razones para justificar en forma simplista el retrogradismo hispano: «Los países protestantes son los más adelantados con un adelanto parcial, unilateral y morboso que lleva fatalmente en germen la catástrofe» (23).

Pero hay que justificar nuestro atraso de entonces. ¿Cómo? Afirmando que «la causa del relativo atraso material de España en la época moderna, fue el haberse olvidado de sí misma y querer vivir de prestado copiando al extranjero». (¿Risum teneatis?).

Recuerdo muy bien el incidente que me pasó, hace quince años largos, con el obispo de Tarazona. Pronuncié en el teatro de la localidad, y presidiendo el obispo, una conferencia sobre el apostolado moderno, y se me ocurrió poner unos inocentes ejemplos extranjeros para alentar nuestra rutinaria actividad apostólica. No pudo este prelado aguantar tal concepto del universalismo católico y al final de mi disertación se levantó para aclarar al católico auditorio: «Ni conozco esos ejemplos, ni tenemos por qué conocerlos, ya que del extranjero nada puede venir que sirva de ejemplo al apostolado del catolicismo español, que es único en el mundo.»

Hasta el propio Pemán se dejó llevar por algunas de estas exageraciones patriótico - religiosas en su Poema de la Bestia y el Ángel, en el que dice:

«Cuando hay que consumar la maravilla

de alguna nueva hazaña,

los ángeles que están junto a su silla

miran a Dios... y piensan en España».

Contribuyó a esta política religioso - patriótica nuestra hispánica devoción al Sagrado Corazón. Cuando se destruyó el Cerro de los Ángeles, surgió enseguida en algunos pechos nacionales el afán de levantarlo nuevamente, porque hacía siglos había dicho el Corazón de Jesús a su confidente español, el jesuita padre Hoyos: «Reinaré en España más y mejor que en cualquier otra parte del mundo». Por eso pensaron aquellas personas que «el prodigio lo realizará la España del Caudillo, y el Cerro de los Ángeles se convertirá en el Altar Mayor de España, donde el corazón de la Patria mantendrá perenne el fuego sagrado de su amor y su agradecimiento a Cristo, a quien pro-clamará una vez más Rey de España y de los Españoles» (24).

Sólo tres naciones se habían consagrado oficialmente al Sagrado Corazón. Eran: Ecuador, cuando la gobernaba el cruel dictador católico García Moreno; Colombia; y España, en tiempo de Alfonso XIII.

En este lirismo patriótico-religioso se llega incluso a hablar de la eternidad de la España católico-nacional. Se repite lo que el tradicionalista valenciano, Aparisi y Guijarro, aseguraba: «España no puede morir». Y esto lo afirma, este católico integrista, absolutamente diciendo: «He consultado oráculos que no mienten y, la que en todos tiempos ha sido predilecta de Dios y brazo de la cristiandad..., no morirá» (25).

Pérez Embid —un opusdeista— recuerda otra frase ultra - hispánica de Menéndez Pelayo, para alentar con ella la postura de los nacionales españoles, diciendo: «Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo una gente que con tanta razón pudiera tenerse por el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios» (26).

Por eso, al ver decaer —pasados los primeros momentos de la posguerra— estos entusiasmos político-religiosos, se ponen otros ejemplos aprovechando todas las ocasiones de la vida. A nuestros soldados se les dice en alguna ocasión: «España ha sido grande cuando los Misioneros fueron soldados; y sus soldados, religiosos Misioneros» (27).

En la exaltación clerical de aquellos años se llega a decir que hasta algunos dogmas de fe, como la Eucaristía, deben ser creídos no sólo por motivos religiosos, sino también por razones hispánicas: «La creencia de que Dios está todo El en la hostia consagrada milagrosamente es, además de general en todo católico, muy española» (28). Y conclusión al canto: «Por ello todo buen español ha rechazado siempre la inicua propaganda protestante». Lo español y lo católico resultan intercambiables, y nadie puede pretender separarlos ni tener carta de ciudadanía sin juntarlos.

POLÍTICA TOTALITARIA

Todo el mundo sabe que hace pocos años —en 1967— se reformaron algunas frases de nuestras Leyes Fundamentales. Se modificó por ejemplo, el Fuero del Trabajo para que no figurase en él la afirmación hecha en el Decreto del 9 de marzo de 1938 de que éramos un Estado totalitario (29). Con retraso de años se adoptó la doctrina pontificia que —por boca del Papa Pío XII— impedía que un Estado gobernado por católicos se definiera y actuase como totalitario. En 1945 proclamó este Papa en su mensaje navideño, que «toda la superficie del globo proclama muy alto la tiranía del Estado totalitario»; y pide que se ponga fin a él, porque «reduce al hombre a no ser más que una ficha en el juego político, un número en los cálculos económicos» (30).

Menos discreto todavía que esta nuestra legislación del tiempo de la guerra civil, había sido todavía el que fue más tarde obispo de Córdoba, que nos dio un resumen apologético del Estado totalitario en su famoso Catecismo antes citado, que no tiene desperdicio. Aclara este religioso que «en España no hay división de poderes», y no tiene ningún inconveniente en concluir lógicamente que «esto es ciertamente la proclamación de un poder personal». Y por si esto no le gusta a alguien, arremete contra quienes pudieran desviar esta concepción personalista del poder, y muy principalmente contra la posibilidad de partidos políticos, a pesar de ser éste un hecho universal en las naciones modernas, libres y cultas. Afirma este Padre que los partidos políticos «no subsistirán en el Estado español, porque son creaciones artificiales del régimen parlamentario para dividir, inutilizar y explotar la nación».

A continuación hace la apología de lo que él llama «Estado totalitario cristiano», que es —según él— el que tenemos en España. Confiesa, con ingenuidad increíble, que es lógica la postura del Estado español, y muy cristiana, «interviniendo más o menos en todas las actividades de orden temporal». Y no sólo en ellas, sino que le compete a este Estado modélico la solución de todos los desórdenes que reinan en el extranjero, y por eso intervenir «aún en las de orden religioso como auxiliar de la Iglesia». Así se considera al Estado como brazo secular de la Iglesia, e incluso como sustitutivo paternalista de ella.

Sí, «el Estado español ha adoptado la forma de Estado totalitario cristiano, porque eso es lo que conviene a la estructura y tradición de la Nación española». Y de nada vale que luego añada unas píldoras abstractas de consideración a la persona, «sujeto de derechos inalienables», si resulta que el Estado «regula, armoniza y encauza todos estos derechos privados o colectivos», y afirma que la finalidad propia del Estado es «superior a todos los bienes particulares».

Así se llega a impedir —como se deduce de tales premisas—la libre regulación civil de las cosas más elementales como el matrimonio, dejándolo única y exclusivamente en manos de la Iglesia, de tal modo que hace unos años se afirmaba con orgullo a los niños españoles: «En España no existe el matrimonio civil» (31). También se enseñaban otros muchos aspectos del clericalismo político, ya «que el Estado debe sujetarse a la Iglesia, como el cuerpo al alma y lo temporal a lo eterno» (32).

Las libertades modernas eran negadas, a pesar de las enseñanzas claras de León XIII, y sobre todo, de Pío XII. Era un crimen la libertad de conciencia. No se podía «profesar la religión que le dicta su conciencia», ni «elegir la religión que más le agrade». El Gobierno, por tanto, no debe amparar la libertad de cultos, a pesar de que nuestros teólogos clásicos, como Soto y Suárez, la habían defendido para América donde había hace cuatro siglos pluralidad religiosa. Al Gobierno sólo le incumbe: «Profesar él primero, y amparar después, la única religión verdadera, que es la católica». Las demás «libertades de enseñanza, propaganda y reunión» —aceptadas como derecho inalienable del hombre por el Vaticano II— eran «libertades perniciosas», que no se pueden ni siquiera tolerar.

¿Por qué todo esto? Porque hasta «el origen de la monarquía navarro-aragonesa y catalana fundida hoy con la asturiana», se encontraba en «Nuestra Señora la Virgen María» (33). Ni más ni menos. Hemos llegado a dar un origen mariano a nuestras cosas temporales y políticas.

No cabía, ni en la guerra ni en la posguerra nuestras, ningún «acercamiento» al enemigo; ni cabía tampoco ninguna clase de clarificación —como hizo poco después Juan XXIII en su encíclica Paz en la Tierra— «distinguiendo entre ideología y práctica». Lo prohibió tres semanas después del comienzo de nuestra guerra civil, el Papa Pío XI dirigiéndose a los españoles nacionales (34).

Ya en el año 1704 nuestro arzobispo de Tarragona, Primado de las Españas, decía a los fieles católicos de nuestra Patria que «el que sabe que uno es hereje, o que ha incurrido en algún pecado de infidelidad, debe denunciarlo luego» (35).

EL TABÚ SEXUAL

Sería interminable la colección de datos negativos que contribuyen a formar nuestra psicología erótica tan anormalmente reprimida. Se partía de que el pecado sexual era el culpable de la condenación eterna de casi todos: «De este mandamiento (el sexto) dicen los Santos que están, por causa de él, en el Infierno el 99 por 100 de los condenados» (36).

Nuestros arzobispos metropolitanos contribuyeron a codificar los peligros sexuales patrios en 1957 diciendo, entre otras cosas, que era necesario «evitar los peligros que suponen los baños simultáneos de personas de diferente sexo» (37).  Por eso en algunas ciudades como Santander, y en muchas piscinas, había separación completa de sexos.

Se daban, un año después, consejos estrictos a los católicos que eran novios, advirtiéndoles de los peligros tremendos del noviazgo, y poniendo barreras constantes al trato, incluso más honesto, de las parejas. Se decía por eso que «tampoco el trato prenupcial ha de ser muy frecuente». Y por nada del mundo debe tratar afectuosamente un hombre a una mujer: «Un hombre no debe tratar afectiva y asiduamente a una mujer, sino con vistas al noviazgo». Se cumplía el refrán: «Entre santa y santo, pared de cal y canto». De ningún modo deben aprobarse, por tanto, las más inocentes costumbres: «No puede aceptarse el que los novios vayan cogidos del brazo». No se puede hablar del sexo, ni siquiera para compensar la falta gravísima de educación sexual en la familia, que ha producido en la mujer española el «shock» psicológico de la primera noche de bodas, por ignorancia completa de la realidad sexual. «En todo caso, el novio podrá hacerlo sin peligro cuando haya pasado ella a ser su esposa». Hay que evitar que «los jóvenes solos, de diverso sexo, vayan de paseo o excursión por lugares retirados, ya en parejas, ya en grupos. No se puede tolerar esto «como no sea bajo la vigilancia real de personas de garantía» (38).

Respecto al traje de la mujer ya no se permiten las cortas faldas de nuestra guerra y posguerra (¡aquellas jovencitas cortifaldas de Auxilio Social!). Esto ya no es posible, pasado el calor viril de la guerra; y es preciso medir su longitud «en faldas y mangas como misión de los Reverendísimos Prelados en sus respectivas diócesis» (39).

Los «bailes narrados son un serio peligro para la moral cristiana» (40). Por eso el Cardenal Segura amenazaba a los sacerdotes de su diócesis con la suspensión de sus funciones sagradas, si se atrevían a absolver a los que bailaban. Y, por eso también, la aristocracia y alta burguesía sevillana, iba los días festivos en coche fuera del límite de la diócesis a bailar, para no incidir en las condenas canónicas del Cardenal una vez salidos de su jurisdicción. Con eso se fomentaba el más hipócrita casuismo moral, deformador de conciencia, en el que sólo es pecado lo que va contra la letra de la ley.

Se daban también normas sobre los trajes de baño (naturalmente que para las piscinas separadas, pues otra cosa no se aconsejaba a los católicos). Y se llegó a permitir que, entre hombres, se tolerase «el simple bañador... llamado Meyba». Las mujeres, en cambio, tenían (aún entre ellas) que ser mas recatadas: el traje de. baño —nada de bikini— sólo se permitía dentro del agua;  y a salir del agua debían ponerse «faldillas». Y, si se llegaban a tener playas mixtas, «el traje de hombres y mujeres debe ser más modesto y emplearse sólo para el agua, cubriéndose al salir con el albornoz». Ante todo, el más estricto pudor.

Llegaban al colmo estas normas episcopales al hablar del turismo y de la profesión. «Los hoteles, pensiones y restaurantes -¡no se asombren los lectores!— tienen todos los inconvenientes de la mezcla de sexos y de clases de individuos». No sólo preocupaba el trato exterior entre sexos diferentes, sino hasta «la mezcla de clases». Y también dicen que «en el estudio y el trabajo se ha de procurar, en cuanto sea posible, la separación de sexos».

Todos estos obispos se habían inspirado, sin duda, en nuestro Padre Claret, el gran moralista español del siglo XIX, que ponía entre los peligros sexuales a evitar, «el trato de personas de diferente sexo» (41).

Parece como si no hubiese más preocupación que «la carne», como se llamaba a lo sexual. Y cuando más, como decía el Cardenal Gomá, se admitía que «tras la carne va la uña», tras «el sexto, el séptimo» (42).

Recuerdo que por la Gran Vía; iban los jóvenes seguidores del Padre Morales, arrancando los carteles de «Gilda», la película que había pasado las severas horcas caudinas de la censura eclesiástico-civil con los correspondientes cortes, pero que parecieron insuficientes a este severo moralista. Y el obispo de Canarias Pildain, prohibió a sus sacerdotes ver la TV cuando comenzó en España; y no porque fuese poco desarrolladora de nuestra capacidad cultural, sino por los peligros sexuales que, en opinión de este severo obispo, podía reportarles, a pesar de que cuando se bailaba en los estudios una recatada danza (las únicas entonces viables) no podíamos contemplar nunca ni un centímetro de pantorrilla, porque la pantalla las rehuía sistemáticamente.

EL PATERNALISMO SOCIAL

El lujo era execrado por nuestros obispos, principalmente porque «lleva hoy a muchos a no resignarse a vivir en su clase social» (43). El clasismo inmovilista era consagrado como el necesario sistema social para vivir tranquilos.

Cuando alguien les hablaba a los obreros de una gran transformación social, y se les instaba a pretender este radical cambio, aunque fuese pacíficamente, se les decía que quienes esto fomentaban hacían promesas vanas: «Os engañan cuantos os la prometieron» (44).

Sólo se concibe que «las estrecheces económicas» producen «el odio y quizá también la envidia, como en el agujero de la roca yace enroscada la víbora» (44). No se concibe ni siquiera aquella «lucha por la justicia» que aconsejó el propio Papa Pío XI. Se predica, en cambio, la oración cónfiada para salir de la injusticia; y la resignación pasiva, si no se sale de ella.

El socialismo se dice que «es un sistema absurdo y, sobre todo, injusto». ¿Por qué? Porque viola la propiedad privada, que es sagrada.» Lo contrario de lo que habían enseñado nuestros teólogos juristas del siglo XVI, que veían el régimen de propiedad privada como algo variable a conveniencia de los hombres, incluso pensaban que, por decisión de la mayoría, se podría organizar un régimen colectivo para la propiedad. En 400 años había retrocedido nuestro catolicismo social, en vez de avanzar. Se critica, además, al socialismo «ya que el hombre para trabajar necesita de un impulso que le anime, como es el sacar mayor fruto del trabajo». No se concibe ningún motivo verdaderamente social, ni humanamente elevado, para el trabajo. Todo el estímulo se centra en el dinero en este siglo de tanta influencia católica (46).

Dichos eclesiásticos pretenden estructurar la sociedad con un esquema muy parecido al de la jerarquía social inmovilista preconizada por el filósofo Aristóteles, y hacerlo de acuerdo «con la diversidad de capacidades, de méritos y de funciones sociales», como dice el Padre Menéndez Reigada. A lo más que se llegó, en estos catecismos, es a decir que «el salario individual, que necesita el obrero para su personal sustento..., obliga bajo pecado y a restitución. El salario familiar que, con lo que debió ahorrar el obrero mientras no tuvo hijos y con lo que debe ganar su mujer, sea suficiente para mantener a ellos y a tres o cuatro hijos, obliga bajo pecado, pero no a restitución» (47).

Fíjense los lectores qué cantidad de cortapisas se le ponen al obrero para alcanzar un escaso y apretado salario familiar: ha de haber ahorrado antes de tener hijos; debe trabajar su mujer; sólo se habla de una familia de tres o cuatro hijos», ya que si tiene más hijos, allá él con su carga familiar.

La riqueza es mala por razones ascéticas, no por razones de justicia. El motivo que se esgrime es que «cuando todo nos sobra, ya no nos acordamos tanto de Dios». Al fin y al cabo esta concepción daría la razón a Marx, que considera que la religiosidad solamente se tiene como un opio para paliar las miserias del pueblo indigente, pero cuando el hombre supera su alienación económica desaparece la religión.

La limosna era en estos pequeños libros de enseñanza religioso-moral el gran remedio social. Pero no solamente para ayudar a los «pobres», sino también para inmovilizar lo más posible la situación social creada por los hechos consumados referentes a la justicia en asuntos económicos. Pocos conocerán el privilegio de la llamada Bula de Composición. Consistía ésta en un privilegio mediante el cual, en determinados casos, no teníamos que restituir lo mal adquirido o lo mal habido. Se podía aplicar, esta ventajosa y modesta limosna gastada en adquirir la tal Bula, a «los bienes mal tenidos o adquiridos por usuras, engaños o tratos semejantes...; vendiendo géneros adulterados, o con pesas y medidas menores que las legales; o dando lo malo por bueno...; y lo recibido por los jueces por pronunciar una sentencia injusta». La Iglesia decía que a veces «la restitución íntegra es muy gravosa...; y en tal apuro la Bula nos redime de hacer un desprendimiento tan dispendioso». La única condición era que «no se sepa el dueño» concretamente y con seguridad. En ese caso basta «sólo desembolsar una parte de lo mal habido» (48).

Algunos se quedarán asombrados de esta «técnica» limosnera tan egoísta y tan asocial. Pero no termina ahí la cosa. En alguno de estos catecismos que sirven para la enseñanza de nuestra burguesía, se afirma que la limosna en España no es estrictamente obligatoria porque se supone que nuestro Estado es tan perfecto que «se cumple con esa obligación —de la limosna— pagando las contribuciones». La ausencia de la obligación económico-social del ciudadano es porque «el Estado mantiene Asilos; Hospitales, Comedores, etc.». Únicamente, si somos generosos nos desprenderemos de algo, y daremos alguna cosa que nos resulte superflua a «tantos pobrecitos como los que han perdido todo con la guerra de España, y principalmente fuera de España» (49).

CONCLUSIÓN

Esta es la educación religioso-moral-patriótica que generalmente recibieron los niños v adolescentes después de nuestra guerra civil, como se desprende de estos textos catequísticos bien significativos. Ese bombardeo de ideas y preceptos retrógrados, bañados de obligación religiosa estricta, son los que formaron las primeras generaciones de nuestra posguerra. Y ésa es una de las causas fundamentales por las que hemos permanecido política, humana y socialmente inmovilizados hasta hace poco, que es cuando hemos empezado a despegar de esa estática estratificación social. El contacto con otras perspectivas, a través de libros y viajes, han empezado a abrir nuevos horizontes a los españoles, católicos o no.

Para fomentar este proceso de transformación es necesario el cambio eclesiástico y político, poniendo al día nuestras instituciones religiosas y civiles; y así acomodar —como pedía recientemente el Cardenal Tarancón— estas instituciones al proceso social de nuestro pueblo, que ha avanzado más que ellas.

 E. M. M.

BIBLIOGRAFIA
(1) Catecismo Ripalda rimado, por Pablo Antón Moreno. Madrid, 1930.
(2) Catecismo de la Doctrina Cristiana, escrito por el P. Gaspar As-tete. Madrid, 1972.
(3) B. P. Antonio M.a Claret: Catecismo de la Doctrina Cristiana. Barcelona, 1943.
(4) Denzinger: Magisterio de la Iglesia. Herder, 1955 (ver n.° 1.510).
(5) Catecismo de Cristo Rey, por Alejandro Moreno García, presbítero. Burgo de Osma, 1951.
(6) Este Padre se ocupó durante muchos años de la lucha anti - protestante en España, y me regaló este libro confidencial, escrito por los años 50, que hizo un daño inconmensurable a los infelices pastores protestantes que conocí y traté diez años después.
(7) Nuevo Ripalda en la Nueva España. Ed. Jerez Gráfico. Jerez de la Frontera, 1951.
(8) P. Juan Perrone, S. J.: Catecismo sobre el Protestantismo, adaptado por el presbítero C. M. Ed. Vilamala. Barcelona, 1950.
(9) Breve Catecismo de la Cofradía de la Virgen del Carmen, por el P. Juan Manuel de San José, O.C.D. Avila, 1962.
(10) Sánchez de Muniain: Antología General de Menéndez Pelayo. Ed. B. A. C. Madrid, 1956.
(11) F. Segura, S. J.: El Alzamiento Nacional. Ed. Sal Terrae. Santander, 1964.
(12) La Carta Colectiva del Episcopado Español. Ed. C. I. O. Madrid, 1972. (En esta edición se contiene una copiosa documentación con los textos de obispos de todo el mundo alabando a los obispos españoles que escribieron esta Pastoral; sólo dejaron de firmarla Mons. Múgica, Obispo de Vitoria, y el Cardenal Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona. En este libro se pueden leer las alabanzas de Pío XI a los Obispos mejicanos que apoyaban la cruzada violenta de los «cristeros» mexicanos contra su gobierno).
(13) O. c. (12).
(14) O. c. (12).
(15) Cardenal Isidro Gontá: Pastorales de la Guerra de España. Ed. Rialp. Madrid, 1955.
(16) Segura, S. J., o. c.
(17) P. Menéndez Reigada, O. P.: Catecismo Patriótico Español. Salamanca, 1939.
(18) P. Cándido Arbeloa, S.J.: Sábados Populares dedicados a María. Pamplona, 1937.
(19) Menéndez Reigada, o. c.
(20) Sánchez Albornoz: España, un enigma histórico. Ed. Sudamericana. B. Aires, 1956. América Castro: La realidad histórica de España. Ed. Parúa. México, 1954. A. Castro: Los españoles: Cómo llegaron a serlo. Ed. Taurus. Madrid, 1965. J. Vicens Vives: Aproximación a la Historia de España. Barcelona, 1960.
(21) O. c. (17).
(22) O. c. (17).
(23) O. c. (17).
(24) Edelvives: Catecismo del Sagrado Corazón. Zaragoza, 1945.
(25) Aparisi: En defensa de la libertad. Ed. Rialp. Madrid, 1957.
(26) Pérez Embid: Marcelino Menéndez Pelayo. Ed. Rialp. Madrid, 1962.
(27) Instrucción sobre la vida religiosa de los artilleros. Segovia, marzo de 1952.
(28) Preparación popular al Cumplimiento Pascual. Madrid, 1952.
(29) En el Decreto de 9 de marzo de 1938 se decía que «el Estado, Nacional en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad Patria»; esto se suprime en 1967, junto con la alusión al «Imperio» (Decreto 20 de abril 1967, con el nuevo texto refundido del Fuero del Trabajo. «13. O. E.» de 21 de abril 1967).
(30) Acción Católica Española: Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios. Madrid, 1955.
(31) Esquemas de Doctrina Cristiana. Ed. Católica Toledana, sin fecha.
(32) Nuevo Ripalda, o. c.
(33) P. Cándido Arheloa, S. J., o. c.
(34) Citado por P. Segura, S. J., o. c.
(35) Don Joseph Linás, Arzobispo de Tarragona: Cathechismo y Explicación de la Doctrina Christiana. Barcelona, 1704.
(36) C. Sánchez Aliseda: Devocionario del Campesino. Ed. Católica Toledana, 1953.
(37) Instrucción de los Metropolitanos Españoles sobre moralidad pública. Cruzada de la Decencia, Madrid, 1957.
(38) Normas de Decencia Cristiana. Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad. Madrid, 1958.
(39) O. c. (38).
(40) O. c. (38).
(41) B. P. Antonio María Claret, o. c. (3).
(42) Citado en P. Martínez Eres, S. J.: Los Ejercicios Espirituales. Zaragoza, 1956.
(43) Normas de Decencia cristiana, o. c. (38).
(44) F. Alcañiz: Al obrero. Granada, 1963. De este folleto, con ese tono de resignación social paternalista, se habían editado, hasta ese año, 117 millares de ejemplares.
(46) Mon. Portugal: Catecismo Filosófico - Teológico. Barcelona, 1904.
(47) Dr. Lama Arenal: Catecismo breve. Santander, 1943.
(48) Horcajo: El cristiano instruido en su Ley. Madrid, 1893.
(49) L. M. Jiménez Font, S. J.: Catecismo Apologético. Barcelona, 1946.