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Tiempo de Historia nº 25 diciembre de 1.976

Paralelismo histórico de dos guerras civiles

Juan García Durán

Entender nuestra guerra civil no es sólo seguir las incidencias militares y navales. sino llegar a descubrir quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Si la toma de la Bastilla y el cese de la esclavitud justificaron ampliamente la revolución francesa y la guerra civil norteamericana, cuarenta años después del comienzo de la guerra civil española los historiadores siguen preguntándose: ¿Por qué se produjo ésta? y, sobre todo, ¿para qué?

NATURALMENTE, esto implica que las razones dadas hasta hoy, ni son consideradas valederas ni, muchísimo menos, justifican aquella matanza. Claro que en un país como el nuestro donde la expresión «porque me da la gana» (intraducible en inglés) rige con mucha frecuencia nuestros actos, quizá viene a darle razón a Américo Castro cuando dice: «Urge más entender y valorar la realidad hispánica que buscarle causas y antecedentes». Por otra parte entender nuestra guerra civil no es seguir las incidencias militares y navales, sino quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Las razones aducidas son bien conocidas: asesinatos, disturbios, huelgas, incendios... etc. En razón del paralelismo que nos guía, no explicaremos esos hechos, sino que presentaremos otros similares (muchos más graves) así como sus causas y reacciones. Las concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud, por la estructura político social que determinaba, enfrentaron al Norte y al Sur en la Guerra de Secesión. En Estados Unidos se ha asesinado a su Presidente, a su hermano, Robert Kennedy, a Martin Luther King y otros muchos. ¿Pensó el ejército o el pueblo en sublevarse por ello? Ciertamente no. En Los Angeles, Washington, Detroit y otras muchas ciudades, no sólo se quemaron iglesias, sino barrios enteros. ¿Pensó una sola persona que una guerra civil sería la solución? Ciertamente no. Una de las razones de la sublevación española fueron los 269 asesinatos, incluido el de Calvo Sotelo. Pero, solamente en Houston durante 1975, hubo 350. ¿Creyó alguien en este país que el Gobierno era responsable y que había que derribarlo? Ciertamente no. Luego en Estados Unidos no puede justificarse lo ocurrido en España, si aquí es injustificable. Se arguye, por parte de los que defienden el levantamiento, que España no está preparada para vivir en régimen democrático. Los que tal dicen son los mismos que aplicaban esta tesis con respecto a Alemania. Pero la verdad es que el milagro alemán se produjo bajo un régimen democrático. ¿Por qué, pues, se produjo la guerra civil en 1861-65, si hechos muchísimo más graves que los ocurridos en España se consideraron incidentes en la ruta democrática de este país? Por razones muy diferentes. Por ejemplo, el Norte y el Sur desarrollaron concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud v la estructura político-social que esto llevaba consigo. Aunque la guerra empezó con el bombardeo del Fort Summer (12-4-1861) por los sudistas, los antecedentes se remontan a años atrás, cuando la revolución industrial se desarrollo en el Norte, mientras que el Sur quedaba reducido a una sociedad agrícola, cuya estructura económica estaba basada en el algodón y el trabajo de los esclavos, sin el cual, creían los sudistas, su economía se hundiría. Así, el momento de la secesión y la guerra se precipitó cuando Lincoln fue elegido Presidente, ya que era antiesclavista. Desde el punto de vista económico, la demanda de algodón, acrecentada por la revolución industrial, aumentó la necesidad de la mano de obra que, en el Sur, estaba compuesta básicamente por esclavos (unos 3.500.000). Así su valor, como propiedad, aumentó tanto que un escritor sudista dice: «Los esclavos, vistos como propiedad, eran la inversión más segura que jamás se haya conocido... Su trabajo era grandemente remunerativo y su valor en el mercado aumentaba constantemente. En cualquier lugar eran más fácilmente convertibles en dinero, que cualquier otra clase de valores».

Pero aunque esta fue la razón principal por la cual el Sur se lanzó a la guerra, otros motivos de índole ideológico-político-social formaban parte de la mentalidad aristocrática de los «Señores» del Sur que, aun habiendo aceptado el formar parte de la Unión, nunca respetaron sus principios jeffersonianos. Por otra parte ciertas divergencias de tipo constitucional basadas en el propio interés, como Estado, en frente del Gobierno Federal, llevaron a la secesión y la guerra. En cuanto al temor sudista de que «sin esclavos no podría producirse algodón», pronto comprobaron, después de la emancipación, que producían más como hombres libres que como esclavos. La guerra, cuyos primeros éxitos fueron sudistas a pesar de su inferioridad numérica, se desarrolló con gran encarnizamiento, aunque con caballerosidad. Da una medida de esto el número de muertos que fue algo más de un millón, a pesar de que el número de habitantes era de 35 millones.

Los contrastes con la guerra civil española sobrepasan, con mucho, a las similitudes. Las causas que en España llevaron a la guerra hubieran sido consideradas en este país como los altos y bajos de todo régimen democrático. Mientras que las causas de la guerra americana nunca se dieron en España. Las fuerzas, y razones políticas que las movían, ofrecen algunas similitudes, aunque la separación de 75 años las ponen un tanto fuera de un nivel comparativo, Sin embargo es obvio que hay cierta similitud ideológica entre nordistas y republicanos españoles quienes representaban, igualmente, la legalidad constitucional ante unas fuerzas rebeldes. La intervención extranjera no fue muy importante (nula en el Norte) aunque Inglaterra ayudó considerablemente al Sur con barcos y material. En España, sin embargo, la ayuda exterior fue inmensa y decisiva. La represión en la retaguardia, que en España fue increíblemente feroz, no existió en ninguna de las dos zonas americanas. En cuanto al final de la guerra, con el triunfo de los «yanquis» como, con desprecio se les llamaba y se les llama en el Sur, «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo» fue preservado, mientras que en España fue barrido. El final de la guerra vino a mostrar la gran generosidad americana, en contraste con el espíritu de revancha español.

Poco más de dos meses antes dé su terminación, el 31 de enero de 1865, y bajo una bandera blanca, tres comisionados de la Confederación pasaron a través de las líneas enemigas para conferenciar con el Presidente Lincoln a bordo del «River Queen». Lincoln, después de una cordial acogida, les dijo: «Escriban ustedes sus propias condiciones de rendición, con tal que añadan la indisolubilidad de la Unión y la abolición de la esclavitud». Los confederados no aceptaron, volvieron a sus puestos y la guerra continuó. Hasta que, el 29 de abril, después de una batalla en la que el general en jefe de los confederados, Robert E. Lee, perdió 6.266 hombres, entre muertos y heridos, y 13.769 prisioneros, capitularon ante el general Ulysses S. Grant en Appomattox.

Es curioso cómo hasta en el momento de la capitulación, estos dos grandes militares (Grant era el jefe de las fuerzas federales) representaron, en sus propias personas, el Norte y el Sur, la democracia y la aristocracia, los señores y el pueblo. Lee se presentó con un uniforme nuevo y elegante y una brillante espada. «Sin duda (como dice J. K. Hesner) ningún otro tipo de caballero digno se hubiera podido imaginar como jefe de la Confederación, descendiendo de su eminente posición para rendir sus armas». Grant apareció en camisa de soldado, polvoriento de una larga marcha y ojeroso. Grant inició la conversación recordando mejores tiempos y experiencias mutuas en que ambos habían participado como oficiales del mismo ejército. Finalmente, Grant redactó las condiciones de la rendición, entre las que se dictaba: «El ejército será desarmado, pero los oficiales retendrán sus armas y sus caballos». Y la «cláusula de los caballos», como es conocida históricamente, fue extendida a los soldados quienes, como granjeros, —dijo Grant a Lee— los precisan para la siembra y su trabajo.

Como muestra del aprecio con que fue acogida esta generosidad, por parte del ejército confederado, citaremos la circular de despedida a sus tropas del general Nathan B. Forrest: «Los términos bajo los cuales nos hemos rendido manifiestan un espíritu de magnanimidad y liberalismo por parte de las autoridades federales que debe ser igualado, por nuestra parte, con el fiel cumplimiento de sus condiciones». Con cuánta alegría y orgullo español hubiéramos querido que los nombres de Lee y Grant fueran los de Franco y Miaja. Cuánto dolor y rencor nos hubieran evitado. Qué momento de grandeza perdido para nuestra vieja historia. Finalmente y como increíble contraste: Ni antes, ni durante, ni después de la guerra, se fusiló o asesinó una sola persona. Ni nadie fue procesado, ni encarcelado. La única excepción fue el Presidente de la Confederación, Jefferson Davis, quien una vez capitulado el ejército, intentó convencer a algunos oficiales para que continuaran la guerra. Para calmar el clamor de los que pedían justicia, Davis fue encarcelado durante dos años, pero nunca fue procesado. De haber vivido Lincoln, asesinado cinco días después de la rendición de Lee, quizá ni Davis hubiera ido a la cárcel. Qué magnanimidad y visión política la del Presidente Lincoln cuando, en respuesta a ciertas peticiones, dijo en un consejo de ministros: «Espero que no habrá ni sangre, ni represión, ni persecución... Si queremos tener paz, tenemos que extinguir nuestros resentimientos».

Gracias a aquella actitud reconciliadora y noble que llevó a la unidad indisoluble, soñada por Lincoln, cuarenta años más tarde, bajo la presidencia de Teodoro Roosevelt, Estados Unidos era una gran potencia, con influencia en el mundo entero. Cuarenta años después de la guerra civil española se discute aún la conveniencia de una amnistía total, la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales y la libertad de expresión y manifestación. A pesar de todo, el cambio en España es evidente, y hasta sorprendente entre aquellos que lucharon contra el régimen democrático. Así los carlistas, que eran los más reaccionarios, son hoy «socialistas revolucionarios». Los falangistas se convirtieron, en una gran mayoría, en «socialistas demócratas». Los monárquicos, Acción Católica, Acción Popular (o como se llamen hoy) ofrecen tales programas de reformas y justicia social, que se colocan a la izquierda de los Azaña, Giral, Casares Quiroga, contra los que se sublevaron. La Iglesia reniega de la CRUZADA y ofrece santuario a los sindicatos clandestinos.

Nada hay más paradójico, y por qué no decirlo, absurdo en la larga historia de nuestro país que este... resultado de una espantosa guerra civil. Y no porque esta evolución de las derechas se haya producido, sino porque la inevitable conclusión es que, de haberse producido en 1936, la guerra civil no se hubiera dado. Así resulta ridículo que aquellos que hoy se afanan, o dicen afanarse, desde puestos de dirección en demoler el franquismo, canten al mismo tiempo «la cruzada y sus excelencias». Se pretende salvar esta inconsecuencia con una última retirada a una posición anticomunista a ultranza. De nuevo ignoran, o pretenden ignorar, las muy recientes enseñanzas históricas: Cuando Mussolini tomó el poder para aplastar al comunismo, éste no tenía más de 50.000 afiliados, cuando el fascismo desapareció, se descubrió que aquel número se había multiplicado varias veces. Cuando Petain decidió hacer lo mismo y declaró el Partido Comunista fuera de la ley, éste tenía unos 100.000 miembros; cuando Petain fue juzgado por traidor, este partido se había multiplicado tanto como el italiano. Castro, sin la dictadura de Batista, nunca hubiera tenido la menor posibilidad de triunfar. Salazar parecía el más eficaz anticomunista, pero cuando desapareció, su obra no tardó en derrumbarse y sí el comunismo no triunfó no se debió a las derechas, sino al socialismo. Sin la locura anticomunista de Hitler la mitad de Europa no sería hoy comunista. Y, finalmente, cuando empezó la guerra civil, el Partido Comunista español no llegaba a tener 10.000 miembros; hoy se estima que es el partido más fuerte de España, con más de 100.000 adherentes. Resulta altamente prometedor, y por ello nos alegramos todos, que cuarenta años después de «aquello» sus promotores quieran volver al punto de partida: La democracia. 

J. G. D.