S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia, números 80-81 de julio-agosto de 1981Testimonios del 18 de julio: A la sombra del Cuartel de la MontañaCarlos SampelayoLo primero fue el cuartel de la Montarla. ¿Contarlo nuevamente? No. Pero debo dar mi versión y mi visión. La noche del 17 de julio vino a vernos al gabinete de prensa de Teléfonos, el capitán Zamarro —un artillero republicano de verdad—, y nos dijo que en el Cuartel de la Montaña se iban congregando numerosos falangistas paisanos; que lo había denunciado en el Ministerio de la Guerra y no le hacían caso. Por la tarde de ese mismo día, el pueblo madrileño se había agolpado en los bares para oír por radio las informaciones del Gobierno: «El conato de insubordinación queda reducido a alguna zona de Marruecos
El 18, en realidad, no ocurrió nada de particular. Un diluvio de rumores. Telegramas de prensa que recibíamos en los periódicos nos confirmaban que la rebelión militar se extendía en Marruecos, y en la Península todavía no ocurría nada alarmante. Los gobernadores civiles de las provincias se hallaban en contacto permanente con el Gobierno.
Fue en la tarde del 19 cuando el general Fanjul y su alto mando en la Montaña desacatan una orden del Ministerio y se declaran en franca rebeldía. Es el primer acto de sublevación en Madrid. A la mañana siguiente se perpetró el ataque al cuartel, por cl pueblo y los Guardias de Asalto. Entre el primero figuraban las Juventudes Socialistas. Por orden de Largo Caballero se destacó a algunos dirigentes del Partido, con documentos de la UGT, para que en colaboración con el comandante de los Guardias de Asalto se contuviera el desorden de las masas v los excesos que pudieran desencadenar los ata-cantes, en caso de triunfo. La noche anterior, con otros periodistas, pasé en coche varias veces por la calle de Ferraz, junto al cuartel, lentamente, con los faros apagados y con el miedo encendido. No se oía ni una mosca. Todas las ventanas del edificio estaban cerradas y sin luz. Parecía que no iba a ocurrir nada. Amaneció una mañana brillante, de canícula madrileña. Los dirigentes socialistas ordenaron a las Juventudes, las que tenían armas adecuadas, que se unieran al sitio al cuartel, que ya habían establecido los pocos Guardias de Asalto leales. Comenzó a llegar gente de todas partes, con gran bullicio, como espectadores antiguos de una ejecución, como romeros goyescos de un «entierro de la sardina» en cuaresma. El sitio cada vez era más estrecho, más compacto. La calle de Luisa Fernanda, los jardines, y otras calles de las estrechas más adyacentes a Ferraz, eran como campamentos de los espontáneos civiles y la Guardia de Asalto. Hablé con el general Asensio —el republicano muerto después en Nueva York— que vestido de paisano se encontraba expectante en la plaza de España. Me dijo, refiriéndose a los sitiadores: —Están locos. En cuanto salgan tres tiros del cuartel, todo el mundo echará a correr. El jefe de los de Asalto recibió, ya avisado, a los dirigentes socialistas y comunistas, y con un sargento, media docena de guardias y una ametralladora, los situó en un edificio de la calle de Ferraz frente a los jardines y la rampa de entrada al cuartel. La ametralladora se emplazó en el zaguán, con punto de mira hacia todo el frente de la vasta caserna sitiada, que permanecía muda, sin señales de vida dentro. El ataque Se llamaba Cuartel de la Montaña, por si los jóvenes no lo saben, debido a que estaba construido sobre el altozano llamado del Príncipe Pio, donde hoy se encuentran los monumentos egipcios procedentes de Assuán. Tenía cuatro plantas, y su guarnición la componía principalmente el arma de Ingenieros: un regimiento de Ferrocarriles, otro de Zapadores-Minadores y un batallón de Telegrafistas. También había en esa fecha un regimiento de Infantería. Habría aquella mañana dentro del cuartel unas tres mil quinientas personas. De pronto comenzaron a disparar contra él dos cañones del 75 colocados en la plaza de España. Contestaron los sitiados con varias granadas de mortero, torpemente disparadas, porque no pasaron de la mencionada rampa de entrada, pues no sabían dónde estaban los cañones, tapados por la vegetación de los jardines. Ya empezaban a molestar a los militares leales las individualidades de los paisanos, que no se atenían a órdenes y se lanzaban al asalto, como el «capitalista» que se echa al ruedo para hacerlo mejor que nadie. Los Guardias de Asalto decidieron trasladar la ametralladora del portal a la azotea, para abrir fuego con más perspectiva hacia la fortaleza, cuyos balcones estaban casi tapiados por sacos terreros, y entre las junturas se veían salir asimismo cañones de ametralladoras.
Arreciaban los espontáneos, las individualidades que creían que todo era cuestión de valor personal para entrar en el cuartel. (Esto sería en tres años el signo de la guerra en el bando republicano). Por una rendija de la puerta del cuartel más cercana a la calle de Ferraz, apareció bandera blanca. Muchos paisanos se lanzaron por la explanada creyendo que era la capitulación, pero el 50 por 100 cayeron muertos por los tiros de las ventanas. Surgió en el aire el avión de Antonio Rexach, un capitán aviador muy revolucionario y muy bragado, dio una vuelta por encima de la fortaleza sitiada y lanzó sobre los patios octavillas que pedían el cese de la actitud sediciosa. (Como se sabe, la Aviación militar era casi toda republicana desde antes del 31). La rendición Una vez más se empleó la táctica napoleónica, que después habrían de emplear Queipo de Llano en Sevilla y Zamarro en el frente de Madrid. O sea, los paisanos llevaron uno de los dos cañones atacantes a la calle de Luisa Fernanda, a la que daba el flanco izquierdo del cuartel. Así se fingía tener artillería por todas partes. Volvió a aparecer el avión de Rexach. La gente se calló expectante, pensando que podía ser un avión rebelde; pero no. El avión voló rasante sobre el cuartel, y en vez de octavillas acertó a lanzar dos bombas, una en cada patio. Otro avión le daba escolta, pero sin atacar, quizá para atemorizar a los sitiados. Nuevamente salió bandera blanca por la puerta anterior. Era una sábana esta vez, en agitación desesperada. Y ahora, sí. Los paisanos con escopetas se lanzaron en masa por la rampa. Sin embargo, los de Asalto se acercaron con orden, ya que aún salían tiros del interior, disparados sin duda por los pocos que se oponían a la rendición. En las puertas del cuartel fue el caos. Disparos, alaridos, dispersión, barullo. En el interior estallaron varias granadas de mano, y la confusión crecía. Luego, los soldados que habían sido obligados a rebelarse, iban saliendo. Todos eran muchachos que gritaban vivas a la República y se quitaban los cascos y las guerreras, increpando a sus jefes de momentos antes.
Los dirigentes de los partidos y organizaciones de izquierda fueron al segundo cuerpo del cuartel, donde se alojaban los regimientos de Ingenieros. Un niño de 14 años, con una pistola en la mano, perseguía hacia la salida a un capitán hecho y derecho que llevaba los brazos en alto. En el «cuarto de banderas» se encontraban once oficiales con la pistola al lado, inmóviles. Acababan de suicidarse. Los de Asalto se desenvolvieron mejor en aquel maremagnum interior. Casi todos, las clases desde luego, habían estado en el cuartel en otras épocas. Tres horas había durado el sitio. A las doce fue la rendición. Ceremonia de la confusión Los espontáneos atacantes se apoderaban de todo lo que encontraban a su paso: fusiles, pistolas, ametralladoras. Mi compañero de periódico, el poeta González-Olmedilla, por llevarse algo, se llevó un casco de soldado —parecía que estaba mal visto no llevarse nada— y fue sorprendido por el fotógrafo de ABC justificando así la portada del diario. También empezó la plebe a matar a los falangistas que habían entrado la noche anterior en el cuartel para engrosar la sublevación. Se les conocía en seguida por lo mal uniformados que estaban, con guerreras de oficial de complemento.
Los dirigentes no podían poner orden. Constantemente llegaban de la calle gentes incontroladas que aumentaban su celo, atendiendo sin embargo a algunos soldados heridos, muy jóvenes, a quienes habían obligado a luchar los facciosos, y que nada tenían que ver con la causa de la lucha. Los ordenados Guardias de Asalto tampoco pudieron hacer nada. Al fin acabaron los tiros y los asesinatos. Se pidieron refuerzos por los de Asalto. Llegó un comandante con una compañía, y desplegando un gran valor pudieron echar a los incontrolados de todo el edificio, y quitarles el armamento que se querían llevar para hacer la revolución por su cuenta.
Se fueron asimismo los escasos dirigentes de partidos y sindicales, por parecerles inútil cualquier acción ya, y porque estaban horrorizados al ver tantos muertos sobre dos patios del cuartel. Luego se recogieron datos de aquel sacrificio sin fruto, sobre todo para la clase de tropa y la misma tropa. Vieron en seguida lo que se había preparado desde la noche del 18 de julio. Aquellas entradas de gente civil, con permiso de los jefes, y el celo de éstos en las naves de las compañías, les hicieron suponer que había llegado la hora de la subversión que se preparaba, y que proclamaban y advertían los periódicos republicanos. El espíritu de los sublevados. Cuando comenzaron a disparar los cañones de los Guardias de Asalto, los sublevados subieron a los tejados para manejar un telégrafo de reflejos solares, pidiendo SOS a los otros cuarteles de Madrid, sin resultado. El general Fanjul, director del pronunciamiento en la capital desde el Cuartel de la Montaña, también había llegado por la noche y se vistió un uniforme de soldado raso, que no le iba dados sus años y su barba casi blanca. Pero así podría huir —pensaría él— por la trasera del cuartel, si las cosas venían mal dadas. No lo consiguió. Bastantes falangistas intentaron pasar desapercibidos, pero algunos cabos y sargentos los fusilaron; otros muchos pudieron a tiempo cambiar el mal vestido uniforme por las ropas civiles con que habían llegado, se confundieron con las turbas y salvaron el pellejo.
Los mandos de los otros cuarteles conocieron por teléfono lo que pasaba en la Montaña y capitularon incondicionalmente. La verdad es que tanto unos como otros demostraron poco espíritu de lucha. Por decisión del Ministerio de la Guerra, se encargaron del Cuartel de la Montaña, después, los dirigentes socialistas, por ser la fuerza política más ordenada entonces. La gente no creía en la buena fe de los militares leales. Por eso se les encargó a aquéllos de administrar el armamento allí almacenado e irlo suministrando mediante órdenes estrictas, y adiestrar en él a sus destinatarios. El cuartel quedó abandonado, como aislado fortín entre la algazara de la ciudad. lleno de cadáveres que comenzaban a pudrirse. Había soldados de la guarnición, unos cuarenta sobrevivientes, que no tenían familia en Madrid y no sabían a dónde ir, a pesar de haberles eximido de lo que les restaba de servicio el Ministerio de la Guerra. Como a todos los de todas las guarniciones que se sublevaron. Un capitán que pusieron al frente del cuartel, utilizaba a aquellos muchachos con licencia y sin destino, para que pusieran los muertos en hilera, por si alguien venía a reclamar alguno. La temperatura de julio era extremada. Aquellos patios cada momento olían peor e impresionaban más, y el Ministerio de la Guerra dispuso que llevaran Ios cadáveres al cementerio, en las camionetas del servicio municipal de limpieza. Después tomaron posesión del cuartel los dirigentes socialistas y de la UGT, haciendo una visita de inspección con el capitán. En la mesa de uno de los coroneles hallaron la lista de los falangistas que en la noche del 18 de julio se habían sumado en el cuartel a los militares sublevados desde el 17. Eran falanistas aquellos civiles y de otras organizaciones de derecha; junto a cada nombre figuraba el aval correspondiente. Había en el documento estudiantes paisanos y alumnos de la Academia de Infantería. Nadie fue a reclamar ningún cadáver. Fanjul. Se sospecha en el Gobierno republicano, blando y sin sentido revolucionario social, que trató de pactar con los sublevados, aún abortado el pronunciamiento del Cuartel de la Montaña. Prueba de ello es que tras el juicio que se le siguió —sumarísimo— al general Fanjul, la pena de muerte sentenciada no se llevó a cabo inmediatamente, como es preceptivo, si no pasado algún tiempo. Yo estaba en el despacho del presidente del Gobierno, don José Giral, cuando le llevaron a firmar la sentencia. No le dio importancia; la firmó como un documento cualquiera y siguió hablando con nosotros de temas menores. Las dudas vinieron más tarde. Fanjul fue ante el muro de fusilamiento aparentando serenidad. Llevaba unos pantalones de soldado y camisa corriente. A la hora de la verdad, intentó arengar al pelotón que le iba a ejecutar, pero se le quebró la voz. Le salió una especie de «gallo» y las balas no dieron tiempo a más. El Gobierno no quiso otras víctimas responsables de la sublevación del Cuartel. Al sumario se le dio carpetazo, como gesto diplomático para detener el levantamiento de las demás regiones. Balances «The New York Times» del 20 de julio de 1939, conmemorando el hecho, decía entre referencias al movimiento fascista español: Del asalto al Cuartel de la Montaña los días 19 y 20 de julio de 1936 sobreviven 64 falangistas divididos así: 25 civiles y el resto oficiales de complemento, más 4 cadetes del Alcázar de Toledo y 6 oficiales de Infantería. Al Cuartel de la Montaña entraron la noche del 19 de julio (leve error informativo, ya que debe referirse a la noche anterior) diecisiete cadetes, entre ellos los hijos del general Cruz Bullosa y del coronel Moscardó». También se pudo leer en «La Nación» de Buenos Aires: «La esquela que el día de hoy —22 de julio de 1939— aparece en la prensa madrileña destaca la muerte de varios falangistas que murieron en el Cuartel de la Montaña y cadetes del Alcázar. Entre los últimos figura en una de las esquelas el joven José Moscardó, que era teniente de Infantería en el regimiento de San Quintín (...)».
El periódico argentino se equivocaba. José Moscardó perdió la vida en Barcelona, durante la sublevación acaudillada por el general Goded. Al sol de las Ramblas El 17 de julio se tuvo noticia en Barcelona de la sublevación militar en Marruecos. No había aún datos concretos. Pero todo el mundo tenía la convicción de que la rebelión iniciada en aquella zona habría de extenderse por la Península. Por esta razón, Cataluña vivió unas horas de fiebre, de angustia, de inquietud colectiva. Por las calles se observaba un nerviosismo bien visible. Corrían toda suerte de rumores. La gente se armaba como podía para hacer frente a cualquier contingencia. Los nombres de Sanjurjo, Mola, Franco, Cabanellas, Goded, iban de boca en boca. Aquel mismo día, el capitán general Llano de la Encomienda reunió en su despacho de la División a los jefes de la guarnición de Barcelona. Analizaron la situación. Todos le prometieron la lealtad más absoluta. Convinieron en que los generales de las tres brigadas visitaran los respectivos cuarteles para evitar o reprimir cualquier estallido de revuelta. Fernández Burriel, de la brigada segunda de Caballería —que era precisamente el jefe de la rebelión en Barcelona—, fue quien remarcó más aquel propósito de lealtad. Aparte de eso, todo el mundo estaba en guardia. Los militantes de partidos y sindicales acudían a sus locales para obtener armamento. Este era, sin embargo, escaso. No había más que pistolas. La noche del 18 en la Consejería de Gobernación estaban reunidos con el consejero José M. España, los generales Llano y Aranguren y diversos jefes y oficiales de Seguridad y del Ejército. También había personalidades políticas. Iban recibiendo noticias, cambiando impresiones, estableciendo contactos. Los comisarios de la Generalidad en Gerona, Lérida y Tarragona, recibían por teléfono instrucciones del Consejero. A las cuatro de la madrugada parecía que quedaba desvanecida toda posibilidad de insurrección. Llano de la Encomienda se reintegró a la División. En la Generalidad. ¡Ya salen!
En el antedespacho de la Presidencia de la Generalidad, el presidente Luis Companys pasó la noche conversando con sus Consejeros, y acompañado por diputados y destacadas figuras políticas. A cada momento eran comunicadas al Presidente las impresiones de los enviados especiales a los diversos puntos neurálgicos de la ciudad. De tres a cuatro de la madrugada, el Presidente celebró conferencias telefónicas con el Gobierno de la República y con autoridades civiles de otras ciudades. Únicamente se tenían noticias de los levantamientos de Marruecos y de Canarias. Iba llegando gente a la Generalidad: Jaime y Artemio Aiguader, Soler Bru, Trabal, Massip, los más tarde asesinados Suñol y Garriga, Casas Sala, Pedro Ventura. Mientras tanto, unos grupos de agentes de policía, por orden del capitán Escofet, recorrían en coches ligeros los alrededores de los cuarteles para dar cuenta del movimiento que se pudiera advertir en ellos. Fue uno de estos grupos el que, minutos después de las cinco de la mañana, telefoneó a Comisaría para decir simplemente: —¡Ya salen! Momentos después, el jefe del gabinete de prensa de la Presidencia, Joaquín Vila-Bisa, entró precipitadamente al despacho del Presidente, desde donde éste acababa de dirigir la palabra a través del micrófono al pueblo de Cataluña recomendándole serenidad. Vila-Bisa se acercó al Presidente y a media voz le dijo: —Señor Presidente, un encargo de urgencia. El Presidente se alzó del asiento, y se llevó a Vila a uno de los ángulos de la sala. Un minuto más tarde el Presidente exclamó: —Han salido a la calle las tropas del cuartel de Pedralbes. Momento de intensa emoción. El Presidente, con una impresionante tranquilidad, llamó a su despacho al jefe de las fuerzas de los Mozos de Escuadra, teniente coronel Gavari. Le dio unas órdenes y a continuación salió del despacho acompañado de los hermanos Aiguader, Suñol, Massip y Casas Sala, dirigiéndose a la Residencia particular del edificio. Como a las seis de la mañana, el Presidente salió de la Generalidad. En la calle, y dirigiéndose a los que le acompañaban, dijo: —Dejarme ir solo. Voy a la Comisaría General de Orden Público. Quiero estar al lado de Escofet. «Dispuestos a vencer o morir» La llegada del presidente Companys a Comisaria fue emocionante. Los Guardias de Asalto, agentes de policía y otras personas que estaban en el edificio, lo recibieron con aclamaciones y vivas. El capitán Federico Escofet y Alsina, entonces Comisario, se encontraba reunido con el comandante Vicente Guarner y el teniente coronel Alberto Arrando, jefe de las fuerzas de Asalto. Luis Companys, al irrumpir en el despacho, exclamó: —Bien, señores. Aquí estamos dispuestos a vencer o morir. Escofet telefoneó al general Llano. Llano tardó unos minutos en ponerse al aparato. Primero se puso su hijo; después un jefe del Ejército. Finalmente, él: — Qué hay? — General: han salido las tropas a la calle. Si no actúa usted o no puede actuar inmediatamente, yo tomaré la iniciativa, atacando, si es necesario, Capitanía. — No puede suponer en mí la más pequeña deslealtad. Después el presidente Companys comunicó con Llano: — Estoy en la División —dijo el general—y me defenderé hasta el último momento. Las tropas ya estaban en la calle. Pero hacía dos días que el capitán Escofet había tomado las medidas correspondientes. Organizó cuatro concentraciones de guardias. Con el comandante Guarner estudió minuciosamente el plano de Barcelona. Es decir, tenía previsto el ataque calculando las intenciones de los sublevados. Suponía, con razón, que éstos se lanzarían contra la Comisaría, contra la Gobernación, contra la División (capitanía) y contra la Generalidad.
Guarner expuso a Escofet la necesidad de que saliera inmediatamente la Guardia Civil. El mismo llamó por teléfono al general Aranguren para decirle que formase sus fuerzas en Gobernación (gobierno civil). —Están distribuidas —dijo Aranguren. —No importa. Concéntrelas. Cómo se desarrolló la lucha. Según la prensa barcelonesa del miércoles 22 de julio de 1936, la lucha se inició y desarrolló en la siguiente forma: A las cinco menos cuarto de la madrugada sonaron en la plaza de la Universidad los primeros disparos. Asimismo oíanse disparos por la parte alta de la ciudad. El movimiento subversivo se había producido en Barcelona estableciéndose entre la Guardia de Asalto y Seguridad y las fuerzas sublevadas —que procedían de los cuarteles de Pedralbes, donde se alojaba el Regimiento de Infantería número 13, y de las de la calle de Tarragona, regimiento de Caballería número 10— un vivo tiroteo, con el que se iniciaba la lucha. Las tropas sublevadas habían conseguido avanzar por las calles de la izquierda del Ensanche, dirigiéndose una parte de ellas hacia la plaza de España, mientras otra columna llegaba a la de la Universidad teniendo antes que tirotearse con elementos pertenecientes al «Centre d'Esquerra Republicana» instalado cerca de esta plaza. El segundo choque fue con la sección de Guardias de Asalto que pasaba por la calle de Cortes. Estas secciones de tropas sublevadas fueron secundadas por núcleos de paisanos uniformados que daban vivas al fascio. Tanto las tropas sublevadas corno estos últimos elementos paisanos ocuparon la plaza de la Universidad donde emplazaron ametralladoras y morteros instalándose en el edificio universitario. Una parte de las fuerzas militares avanzó en columna por la Ronda de la Universidad en dirección a la plaza de Cataluña, y al llegar a este lugar, y en la creencia de que luchaban con ellos los Guardias de Asalto y Seguridad que prestaban servicio en dicha plaza, se confundieron los individuos pertenecientes a estos cuerpos con los soldados entablándose un cuerpo a cuerpo. Unos cuantos soldados mandados por oficiales llegaron hasta el edificio de la Telefónica en cuya puerta principal prestaba servicio de vigilancia un grupo de agentes de Policía de la Generalidad y de guardias de Seguridad, al mando del teniente Perales. Se entabló otro cuerpo a cuerpo y, cuando se encontraban confundidas las fuerzas leales y las facciosas, uno de los oficiales de mayor graduación de las segundas requirió a las primeras para que se rindieran. No obedeciendo a este requerimiento y rehecha la Policía de la sorpresa, se produjo entre ambas fuerzas un gran tiroteo del que resultaron varias víctimas por las dos partes, entre ellas herido el teniente Perales. Debido a la superioridad numérica de las tropas sublevadas y a la sorpresa del ataque, después de cruenta Lucha los elementos rebeldes lograron apoderarse de la Telefónica. Simultáneamente otros elementos facciosos que integraban la columna que logró avanzar hasta la plaza de Cataluña, se hicieron fuertes en los edificios del Hotel Colón, Círculo del Ejército y de la Armada y en los salones del restaurante «Maison Dorée», donde establecieron concentraciones y apostaron en los jardines algunos nidos de ametralladoras. Otra columna de tropas rebeldes que avanzaba por la Avenida del Catorce de Abril (Diagonal) con intención al parecer de descender por el Paseo de Gracia o por la calle de Lauria en dirección al centro de la ciudad, fue obligada a replegarse y desistir de su propósito después de una lucha que duró más de hora y media. Una sección de Guardias de Asalto causó a los rebeldes numerosas bajas. Otras tropas sublevadas que habían salido de los cuarteles de la calle de Gerona y de los de Artillería de San Andrés avanzaron por las calles de la derecha del Ensanche en dirección ala plaza de Urquinaona con el propósito asimismo de penetraren el centro de la ciudad para apoderarse de los principales edificios oficiales. Antes de llegar a dicha plaza encontraron una enérgica resistencia por parte de los Guardias de Asalto y Seguridad, los cuales, con fuego de fusilería y ametralladoras, consiguieron poner a raya a los rebeldes. No obstante, la lucha se prolongó durante más de dos horas, pudiendo las tropas facciosas montar algunas piezas de artillería y una sección de ametralladoras en la calle de Cortes entre Claris y Bruch, abriendo fuego intentaron avanzar, pero la reacción de las fuerzas leales al Gobierno fue aún más enérgica, consiguiendo impedir el avance de las fuerzas sublevadas. Este grupo de fuerzas de Asalto era al mismo tiempo hostilizado con fuego de ametralladoras y morteretes y granadas de mano por los rebeldes de la plaza de Cataluña. La aviación decide La acción de las tropas sublevadas fue decayendo a medida que se prolongaba la lucha. La dispersión total de estas fuerzas se produjo al entrar en combate la Aviación, que operaba al lado del régimen republicano y que con sus ametralladoras desmoralizó a la caballería rebelde, al par que causaba entre los sublevados numerosas bajas. Por otra parte, en aquel sector de la ciudad entraban en lucha elementos armados de las milicias obreras y políticas, los cuales, con intenso fuego de fusilería y arma corta, atacaron por los flancos a los artilleros hasta ponerlos en dispersión, dejando abandonados los cañones y todas las municiones, que quedaron en poder de las fuerzas leales. Al mismo tiempo que ocurrían estos hechos, en la Carretera de Sans, cerca de la plaza de España, algunos grupos de elementos políticos y obreros intentaban atacar a los rebeldes que se habían situado en dicha plaza. A cañonazos estos elementos hicieron fracasar aquel primer intento. A primeras horas de la tarde siguiente, y después de largas horas de lucha en la que tomaron parte, además de los elementos populares armados, las fuerzas leales al régimen, fueron vencidos también los sublevados. Como sea que fracasaron los repetidos intentos de los facciosos de avanzar por la Avenida de la Puerta del Angel, donde les salieron al paso fuerzas leales, igual que por la plaza de Urquinaona, se explica el que el Palacio de la Generalidad, que estaba guardado por fuerzas de Mozos de Escuadra, no fuera atacado en lo más mínimo. El Sandino español Procedentes del cuartel situado en la avenida de Icaria, avanzaron también a primeras horas de la madrugada fuerzas de artillería pesada alojadas en dicho cuartel. Desde el primer momento esas fuerzas fueron tiroteadas por elementos populares armados que dificultaron el avance de los faccioso. Sin embargo éstos consiguieron emplazar una batería dirigiendo el fuego contra la consejería de Gobernación, cuyo edificio, defendido por fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto ofrecía gran resistencia al ataque de los sublevados. También era atacada la consejería por fuerzas que habían salido del Cuartel general de la Cuarta División (capitanía) donde se había presentado a primeras horas de la madrugada el general Goded y su Estado Mayor, secuestrando a Llano de la Encomienda. La batalla alrededor de la consejería de Gobernación duró toda la mañana hasta que por la Guardia Civil y otras fuerzas leales, con la colaboración de la Aviación, que actuó bajo el mando del teniente coronel Díaz Sandino —que bombardeó a los sublevados destruyendo por completo aquellos cuarteles de la avenida Icaria y las tropas que se hallaban a su alrededor y el de la consejería—, consiguióse el total rendimiento y capitulación de todas las fuerzas, a petición del propio Goded, que vio perdida absolutamente la causa de la sublevación. C. S. |