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 Tiempo de Historia, nº 55, junio 1979

La Comuna de Paris. La primera revolución del proletariado.

Teofilo Ruiz Fernández

En los días finales de mayo de 1871 era aplastada la Comuna de París, la primera revolución protagonizada directamente por el proletariado. Durante dos meses los comuneros trataron de llevar a cabo su proyecto revolucionario, pero la reacción de la burguesía francesa, ayudada por las tropas prusianas de ocupación, ahogó en sangre toda tentativa de transformación social. Sin embargo, el triunfo reaccionario en modo alguno significaba el aplastamiento del proletariado, como llegó a pensarse; esta derrota dio inicio al protagonismo histórico de una clase social y proporcionó las enseñanzas precisas para la cristalización de posteriores intentos.

I. ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Si «El Manifiesto Comunista» es la concreción del programa político del proletariado, las convulsiones que agitaron Europa en 1848 significan su aparición como clase en el proceso histórico. «Hasta aquella fecha todas las revoluciones se habían reducido al derrocamiento y sustitución de una determinada dominación de clase por otra; pero todas las clases dominantes anteriores sólo eran pequeñas minorías, comparadas con la masa del pueblo dominada» (1). Habían sido muchas las transformaciones socioeconómicas acaecidas después de la caída de Napoleón, con el desarrollo de la industria y el incremento del comercio mundial. No obstante, las relaciones de poder no se correspondían con la realidad de la nueva situación y era la aristocracia financiera la que se imponía a la burguesía industrial; sin la más mínima parcela de influencia quedaban la pequeña burguesía, los campesinos y el naciente proletariado.

Las dificultades económicas, con la crisis del comercio mundial en 1847, rompieron el equilibrio, provocando la insurrección de febrero de 1848, que puso término al reinado de Luis Felipe. La proclamación de la «República Social» tan sólo sirvió para aplazar el enfrentamiento decisivo. Conquistado el poder, la burguesía buscó la coalición con sus aliados naturales (aristocracia financiera y terratenientes) para enfrentarse al proletariado en las mejores condiciones.

Ante el deterioro de las conquistas sociales, los dirigentes de las fuerzas revolucionarias tratan de impedir los trabajos de la Asamblea Nacional, pero son detenidos. El Gobierno continúa la escalada de provocaciones y el 22 de junio los obreros, faltos de sus dirigentes, se lanzan a la lucha casi sin armas. No obstante, la burguesía debe emplear todos sus efectivos para sofocar esta rebelión. La derrota y la brutal represión de los vencedores daban una gran enseñanza: «Al convertir su fosa en cuna de la república burguesa, el proletariado obligaba a ésta, al mismo tiempo, a manifestarse en su forma pura, como el Estado cuyo fin confesado es eternizar la dominación del capital y la esclavitud del trabajo» (2).

Pero la derrota del proletariado de París no resolvía el problema planteado sobre el control del poder. Es entonces cuando, amparado por el prestigio histórico, Luis Bonaparte se presenta a las elecciones presidenciales como la solución conciliadora y obtiene el triunfo. De esta forma, «la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe» (3). Sin embargo, este oportunista juega sus cartas y logra desembarazarse de la mayoría de sus enemigos. Apoyado en el Ejército, la Guardia Nacional, la burocracia estatal (ya de grandes proporciones) y en las falanges del lumpemproletariado, lleva a cabo el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, ante la evidencia de que su permanencia en el poder es imposible.

La reacción del proletariado a esta nueva provocación fue de escasa importancia, aunque estuvo a punto de concretarse en una nueva revuelta, pero el desánimo y la falta de dirigentes frustraron toda tentativa de lucha.

El Segundo Imperio da inicio a un período de creciente desarrollo mercantil e industrial, pero con unos graves índices de corrupción. Convencido de ser el continuador de un pasado glorioso, Luis Bonaparte apela al chauvinismo francés y empieza a reclamar las fronteras de 1814. Pero estas ambiciones habían de tropezar con la política hegemónica desplegada por Bismarck, llegándose al enfrentamiento de 1870 en el que e] Segundo Imperio encontró su tumba.

II. LOS INSPIRADORES DE LA COMUNA

Después de la tormenta revolucionaria de 1848, en la que la burguesía y la aristocracia financiera lograron aplastar a las fuerzas progresistas, el desarrollo económico fue un denominador común en casi todos los países del continente europeo. En forma paralela, y como lógica consecuencia del progreso económico, se producía la expansión del proletariado y de sus organizaciones, aunque distaban mucho de poseer un criterio común de acción.

En base a la experiencia del pasado, poco a poco fue penetrando la idea de la necesidad de una organización proletaria de carácter supranacional. De esta forma, «La Internacional fue fundada para reemplazar las sectas socialistas o semisocialistas por una organización real de la clase obrera con vistas a la lucha» (4). Sin embargo, inmediatamente empiezan a manifestarse las divergencias entre el Consejo General de Londres, encabezado por Karl Marx, los mutualistas franceses de Proudhon, los miembros de la Alianza Socialista de Bakunin, y los seguidores de Blanqui.

La rivalidad entre Marx y Proudhon se remonta a la publicación del libro de Proudhon «Filosofía de la miseria», que fue contestado por Marx con su «Miseria de la Filosofía». Estas dos posturas enfrentadas fueron resumidas por Bakunin, al señalar que «Marx es un pensador economista muy serio, muy profundo. Tiene respecto de Proudhon la inmensa ventaja de ser, en realidad, un materialista. Proudhon, a pesar de todos sus esfuerzos por sacudirse las tradiciones del idealismo clásico, no dejó durante toda su vida de ser un incorregible idealista» (5).

Louis-Auguste Blanqui fue el gran animador de la agitación política en Francia a partir de 1848, a pesar de que la mayor parte de su vida estuvo en presidio. Sus teorías insurrecciónales se basaban en la sociedad secreta, en la toma del poder por un grupo decidido y en el posterior apoyo de las masas para sostener la dictadura revolucionaria que transformaría la sociedad. Blanqui nunca dudó de «la victoria de las masas laboriosas... Y, sin embargo, no admitió a la clase obrera como elemento motor de la Historia, como hiciera Marx» (6). Pero el método insurreccional del blanquismo estaba sobrepasado por las nuevas circunstancias que habían desautorizado este tipo de lucha, y Blanqui se encontraba estancado ideológicamente en sus formulaciones. En la misma línea subversiva se situaba Miguel Bakunin, aunque desde la óptica del anarquismo.

A pesar de la superioridad teórica de Marx, con respecto a todos los ideólogos del movimiento obrero, su influencia en el seno de la Internacional no es siempre decisiva y muchas veces sus planteamientos son derrotados por los bakuninistas o los proudhonianos. De todas estas disputas, lógicamente, salía perjudicado el movimiento obrero, que en modo alguno logra mantener una estrategia unificada de lucha, al dar paso a las cuestiones personales de sus principales dirigentes.

III LA PROCLAMACIÓN DE LA COMUNA

III.1 La caída del Segundo Imperio.

 1870 marca el fin de la farsa napoleónica. El 10 de enero, Pierre Napoleón, primo del Emperador, asesina al periodista Víctor Noir. Los ánimos se encrespan de tal forma que parece llegado el momento de arrojar a los Bonaparte y su camarilla del poder; pero nadie logra encauzar la protesta y la oportunidad pasa.

El aventurerismo político del Segundo Imperio le llevó al enfrentamiento con la Prusia de los «Junkers». La sección francesa de la Internacional reacciona ante el peligro y el 12 de julio publica un manifiesto «a los obreros de todas las naciones» en el que se señala que «Una vez más, bajo el pretexto del equilibrio y del honor nacional, la paz del mundo se ve amenazada por las ambiciones políticas. Obreros de Francia, de Alemania, de España: Unamos nuestras voces en un grito unánime de reprobación contra la guerra... Guerrear por una cuestión de preponderancia o de dinastía tiene que ser forzosamente considerado por los obreros como un absurdo criminal.»

Contestando a las proclamas guerreras de quienes se eximen a sí mismos de la contribución de sangre y hallan en las desventuras públicas una fuente de nuevas especulaciones, nosotros, los que queremos paz, trabajo y libertad, alzamos nuestra voz de protesta... Hermanos de Alemania: Nuestras disensiones no harían más que asegurar el triunfo completo del despotismo en ambas orillas del Rin...» (7). Sin embargo, de nada sirvieron todas las advertencias y el 15 de julio la proclamación de guerra se hacía de forma oficial; las hostilidades dieron comienzo cuatro días después.

La guerra, que empezó con el rumor de una gran victoria, se convirtió rápidamente en un colosal fracaso. La realidad era muy otra, y por esas fechas, primeros días de agosto, Francia era despojada de Alsacia. En París empezaban a oírse los gritos de «Viva la República».

Ante esta situación de caos militar y económico, las fuerzas obreras estaban dispersas. Pero a pesar de todo, nuevamente Blanqui piensa que es el momento propicio para la toma del poder. Regresado de Bruselas, empieza a organizar sus efectivos para llevar a cabo el acostumbrado «golpe de fuerza». Fija como objetivo el cuartel de La Villete y como fecha el 14 de agosto, pero el resultado es la indiferencia del pueblo y el fracaso de la tentativa. El curso de la guerra es totalmente desfavorable para Francia, y el 2 de septiembre las fuerzas prusianas derrotan a las francesas en Sedan, haciendo prisionero a Luis Bonaparte. La reacción del pueblo no se hace esperar y presiona a los diputados para que decidan la destitución de Napoleón III. El 4 de septiembre, en el Ayuntamiento de París, se proclama la República y se forma un Gobierno de Defensa Nacional presidido por el general Trochu. El Segundo Imperio había agotado su existencia.

III.2. El Gobierno de Defensa Nacional

La superioridad militar de Prusia era más que evidente, y de la guerra de defensa pasó a la de ocupación, despertando el nacionalismo incluso entre los revolucionarios. Sin embargo, el Gobierno de Defensa Nacional, viendo que la situación comienza a escapársele de la mano, se muestra cada vez más decidido a la capitulación.

El 15 de octubre empieza a oírse el grito de «Viva la Comuna». Las masas se encaminan al Hotel de Ville, sede del Gobierno, pidiendo la destitución, pero la indecisión de los dirigentes revolucionarios impide la caída del Gabinete. Los descalabros militares se suceden: Bagneux, Chátillon y Metz. La consecuencia inmediata de todas estas derrotas es el bloqueo de París y la exasperación de sus habitantes. El 31 de octubre, miembros de la Guardia Nacional se apoderan de la sede del Gobierno e imponen un cambio de ministros.

El 5 de enero de 1871 se inicia el bombardeo de París por las tropas prusianas. La Sección francesa de la Internacional reanuda sus sesiones y se produce la reagrupación de sus miembros. La idea de la Comuna se va abriendo paso entre todos, como pide Tridon en un cartel del 6 de enero. Para acabar con estas iniciativas, el general Trochu da inicio a la represión, pero sus medidas de fuerza se vuelven contra él. Tras el fracaso de ruptura del cerco del 19 de enero se pide la destitución de Trochu, que no hacía mucho había sido aclamado —injustamente— como un héroe y ahora se revelaba como lo que era: un ambicioso oportunista.

El 22 de enero de 1871 se produce el primer enfrentamiento serio entre el Gobierno y el pueblo, apoyado por guardias nacionales. Sin embargo, la represión desencadenada por Vinoy, sucesor de Trochu, logró dominar la situación. Seis días después se llega a un acuerdo de capitulación; Gambetta, líder de la Asamblea formada en Burdeos, protesta contra la rendición y llama a los franceses para que acudan a luchar contra el invasor prusiano. No obstante, sus intereses de clase le hacen reconsiderar su llamamiento y dimite de su puesto.

Las elecciones del 8 de febrero representan un triunfo de la reacción, enfrentando al París republicano y de tendencia comunera frente a la Asamblea de Burdeos, de clara inspiración monárquica, que elige a Thiers como jefe del ejecutivo.

III.3. La sublevación de París

Aceptada la rendición, se decide el 1 de marzo como fecha de la entrada de las tropas prusianas en París. De nuevo la Guardia Nacional no parece dispuesta a aceptar las decisiones del Gobierno y organiza su Comité Central, al mismo tiempo que se rearma. No obstante, la resistencia no es viable y las fuerzas invasoras ocupan varios distritos de la capital.

El enfrentamiento entre la Asamblea, dominada por la oligarquía financiera y los terratenientes, y el París republicano parece inevitable, obligando a un endurecimiento de las posiciones. Concretamente, el 2 de marzo la Asamblea toma la decisión de no considerar ya a París como la capital de Francia; al mismo tiempo, un Consejo de Guerra condenaba a muerte a Blanqui y a Flourens, los dirigentes revolucionarios más señalados. En la reunión celebrada el 3 de marzo en Vaux Hall, la Sección francesa de la Internacional se suma al incipiente Comité Central de París con la incorporación de Varlin y Pindy, sus miembros más destacados. Los estatutos aprobados en esta sesión afirman su adhesión a la República «como único gobierno de derecho y de justicia, superior al sufragio universal, su obra» (8).

Ante las respuestas negativas a las peticiones de Thiers para que el Comité Central entregase las armas de la Guardia Nacional, el Gobierno decide realizar un golpe de mano. Sin embargo, la población de los diversos distritos de París reacciona y frustra el intento. Los generales Lacomte y Clement Thomas, que habían ordenado repetidas veces abrir fuego sobre la población, sin ser obedecidos, caen prisioneros y son ejecutados. Estas acciones, totalmente ajenas al Comité Central, fueron aprovechadas para difamar a la Comuna.

En el atardecer del 18 de marzo de 1871, las posiciones estratégicas más importantes estaban en manos de los sublevados; al mismo tiempo que Thiers y sus ayudantes huían hacia Versalles, la bandera roja ondeaba en el Hotel de Ville. Pero la gran oportunidad se dejaba pasar y cuando las fuerzas de la reacción huyen de París a la desbandada, los revolucionarios no sólo no las persiguen hasta derrotarlas, sino que ni tan siquiera las hostigan. Teniendo en cuenta que «detrás de ellos está la Guardia Nacional, una  parte del Ejército (la otra parte está en completa desorganización) y ante ellos una población que dentro de su incomprensión de lo ocurrido está no obstante profundamente descontenta con el Estado en vigor y dispuesta a marchar, a ir adelante» (9), las posibilidades de vencer a la reacción son máximas. Pasados los primeros momentos de desconcierto, el Comité Central decide emprender acciones de gobierno y convoca elecciones generales para el 26 de marzo. Dos días después, ante una entusiasmada muchedumbre, quedaba proclamada la Comuna de París.

IV LA REVOLUCIÓN COMUNERA

El proceso revolucionario propuesto por la Comuna se emprende sin sus principales animadores: Proudhon ya había muerto, y Blanqui se encontraba prisionero de Versalles. A la división interna entre blanquistas y proudhonianos se le sumaba el lastre de los que habían participado en anteriores revoluciones y vivían mirando al pasado, sin comprender ni admitir los cambios habidos hasta el presente.

A pesar de todas las dificultades y la brevedad de su existencia (dos meses), la Comuna desplegó una serie de medidas revolucionarias que tendían a cambiar toda la estructura social de París. Con un gran instinto revolucionario, los dirigentes de la Comuna intuyeron que «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está y servirse de ella para sus propios fines» (10), y procedieron a su desmantelamiento.

El primer decreto de la Comuna, al abolir el ejército permanente y sustituirlo por una milicia popular armada, asestaba un fuerte golpe a la enorme estructura burocrática-militar del Segundo Imperio. Acto seguido se procedió a transformar la Policía, haciéndola responsable ante la Comuna. La Administración y los Tribunales perdieron atractivo económico, al rebajarse los sueldos de los funcionarios, y ser todos los cargos elegibles y revocables.

Continuando su labor revolucionaria, la Comuna decretó la separación de la Iglesia del Estado y obligó a los sacerdotes a vivir de las limosnas de sus fieles. Al mismo tiempo, instituyó la enseñanza obligatoria y gratuita, y procedió a la apertura de nuevas escuelas en régimen de independenci4 del Estado y de la Iglesia.

En el terreno social, la Comuna tomó decisiones importantes para la época, como la abolición del trabajo nocturno para los panaderos, la prohibición de la reducción de los salarios de los obreros, la entrega a cooperativas de obreros de todos los talleres y fábricas cerradas por sus dueños y la prórroga por tres años del pago de las deudas.

La Comuna se había proclamado federalista y opuesta al Estado burocrático, pero no negaba la unidad de Francia. En sus programas proponía la forma comunal para todo el país, con representantes revocables y una Asamblea Nacional de diputados formada por los miembros de las distintas comunas, que serían los encargados de ejercer las pocas funciones reservadas al poder central.

Curiosamente, los blanquistas (partidarios de una férrea dictadura revolucionaria) y los proudhonianos (contrarios al asociacionismo obrero) se vieron obligados a actuar de forma distinta a sus planteamientos, al concretarse el régimen político de la Comuna como una forma de democracia directa y auténtica y al propiciar la agrupación de obreros para la explotación de las industrias y talleres incautados. De esta forma, el Estado —la expresión más acabada de la dictadura de la clase dominante— que la revolución comunera empezaba a esbozar, se mostraba infinitamente menos represivo y mucho más democrático que su antecesor burgués. Pero teniendo en cuenta que por esas fechas el proletariado no formaba en ningún país de Europa la fuerza social mayoritaria, el movimiento revolucionario no podía partir con unas mínimas garantías de éxito si no se buscaba una alianza de clases. La unión lógica debía de ser con el campesinado, pero los revolucionarios de París no podían conectar con los campesinos, conservadores en buena parte e intoxicados por la propaganda reaccionaria de Versalles. Para poder desarrollar la revolución, el aliado es la pequeña burguesía de comerciantes que el aventurerismo y la corrupción del Segundo Imperio ha arruinado; y esta vez el comportamiento es leal, al contrario que en junio de 1848, cuando se sumó a la reacción de la alta burguesía y la aristocracia financiera. Pero a pesar de todos los inconvenientes mencionados, «era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa social de la clase media parisina» (11).

V. LA LUCHA DE PARIS CONTRA VERSALLES

Los días siguientes a la proclamación de la Comuna marcaron un compás de espera para el Gobierno reaccionario de Thiers, que trataba de reorganizarse para conseguir el aislamiento militar y político de París. Y, para lograr estos propósitos, primero había que reagrupar al derrotado Ejército, engrosado a diario por los prisioneros devueltos por Bismarck, al tiempo que se aplastaban los intentos comuneros de otras ciudades.

Los levantamientos provinciales carecieron de importancia y las comunas proclamadas en Lyon, Saint Etienne, Le Creusot , Marsella, Toulousey Narbona se desvanecieron casi al instante de proclamarse, faltas de impulso revolucionario y de dirigentes apropiados. Estos fracasos tan sólo sirvieron para reforzar la posición de Versalles e iniciar el cerco de París sin ningún frente de cha a sus espaldas.

El 2 de abril, los cañones de Versalles inician el bombardeo de París. La respuesta de la Comuna es airada, y al día siguiente se decide la salida para romper el cerco y tomar Versalles. Pero la operación casi no es planificada, las fuerzas de París están faltas de oficiales y es la improvisación y la falta de estrategia las que hacen que el intento de ruptura del cerco se traduzca en un rotundo fracaso, agravado por las muertes de Flourens y Duval, dos de los pocos militares competentes de la Comuna, y el asesinato indiscriminado de todos los prisioneros. Ante la masacre de prisioneros de guerra, Delescluze, uno de los miembros más significados del Comité Central, propone una ley de rehenes para responder al salvajismo de Versalles. Pero los rehenes no eran los espías o los personajes de segunda fila de la reacción: el verdadero rehén era el Banco de Francia. Si el Comité Central cometió el grave error de dejar marcharse al Ejército hacia Versalles sin el menor hostigamiento, la Comuna fue culpable de un error muchísimo más grave, al no poner bajo su control al Banco de Francia, con lo que hubiera tenido a la burguesía agarrada por el cuello y sin posibilidad de respuesta, obligándola a negociar.

El fracaso del 3 de abril enfrió un tanto los ánimos de los dirigentes de la Comuna y dio paso a los intentos de conciliación que siempre fueron rechazados por Thiers. Del espíritu agresivo de los primeros días se pasó a una actitud defensiva, que era agravada polla falta de una auténtica organización militar. París se encontraba cercado por las tropas prusianas que ocupaban los fuertes del Este y del Norte y por un creciente número de fuerzas de Versalles que completaban el cerco y dispuestas a romper la resistencia por el sudoeste, con la toma del fuerte de Issy, que era ocupado por primera vez el 30 de abril, aunque recuperado casi de inmediato por los comuneros de Cluseret y La Cécilia.

Era tal la gravedad de la toma del fuerte de Issy, que los nostálgicos de pasadas revoluciones, con el demagogo Félix Pyat a la cabeza, lograron imponer la creación de un Comité de Salud Pública para implantar la dictadura revolucionaria, aunque en la práctica fue inoperante. En vista de la gravedad de la situación militar, el Comité Central de la Comuna decide nombrar a Rossel como delegado de Guerra. Este condottiero sabía poco de socialismo, pero se mostraba dispuesto a luchar contra los que habían entregado a Francia al enemigo; sin embargo, su gestión fue tan negativa como la de su predecesor.

Centrando todo el poder de la artillería sobre el fuerte de Issy, tenazmente defendido, las fuerzas de Versalles logran casi su demolición y el 8 de mayo es abandonado. Pocas horas después los sitiadores cruzan el Sena y se establecen en Boulogne. Ante el curso de los acontecimientos, a Rossel no se le ocurre otra cosa que dimitir, haciendo aún más difícil la cuestión de la defensa de la capital.

El cerco se estrecha y las fuerzas mandadas por MacMahon van ocupando una posición tras otra, a pesar de las eficaces actuaciones aisladas de ciertos jefes comuneros como Vermorel, Dombrowski, Delescluze o La Cécilia. Por otra parte, las divisiones entre la mayoría blanquista y proudhoniana y los socialistas de la Internacional, con Varlin al frente, agravan una situación que cada día parece más insostenible.

A las tres de la tarde del 21 de mayo, las fuerzas de Versalles, al mando del general Donai, se apoderan de la puerta de Saint-Cloud y entran en París. Los acontecimientos se precipitan, arrastrando a la débil estructura de la Comuna; de nuevo aparecen las barricadas en los distritos de París, pero todo el mundo sabe que son el anuncio de la derrota. El día 23 se produce la caída de Montmartre y los primeros fusilamientos indiscriminados por parte de los invasores. La respuesta de los comuneros se traduce en la ejecución de seis rehenes, entre los cuales se encuentra el arzobispo Darboy.

En la resistencia heroica de las barricadas van muriendo los miembros de la Comuna, como Dombrowski, Rigault y Delescluze. Todos los revolucionarios se concentran en Beleville, pero ya la resistencia es inútil ante la presión de las fuerzas de Versalles; el domingo 28 de mayo de 1871 se acaba con la resistencia del París revolucionario.

VI. EL TERRORISMO BURGUES

A partir de su huida a Versalles, Thiers empieza a desencadenar la campaña de desprestigio contra París. Para el resto de Francia, los sublevados de la capital son una banda de asesinos, violadores y ladrones a los que hay que exterminar. En esta burda trampa caen la pequeña burguesía, los republicanos de izquierda y los «socialistas» del 48, como Louis Blanc.

El fusilamiento sin juicio previo de los prisioneros, durante el asedio, dio paso a la masacre indiscriminada a partir del 28 de mayo. Todo el odio y el miedo acumulado por el ejército derrotado por los prusianos encontró su válvula de escape en la población indefensa de París, y de esta barbarie no se salvaron ni las mujeres ni los niños.

Cuando en enero de 1848 Fernando II, rey de las Dos Sicilias, ordenó el bombardeo de Palermo, Thiers se levantó en la Asamblea para denunciar el caso y señalar que «Todos vosotros os estremecéis de horror (en el sentido parlamentario de la palabra) al oír que una gran ciudad ha sido bombardeada durante cuarenta y ocho horas. ¿Y por quién? ;Acaso por un enemigo exterior, que pone en práctica las Leyes de la guerra? No, señores diputados, por su propio Gobierno. ¿Y por qué? Porque esta ciudad infortunada exigía sus derechos» (12). Pero en esta ocasión, Thiers no se conformó con los dos meses de asedio y los fusilamientos de prisioneros; se disponía a cobrarse la humillación de haberse visto obligado a huir.

¡Ay de los vencidos! Se asesina indiscriminadamente, no importa que las víctimas hayan o no peleado por la Comuna, y en pocos días veinte mil cadáveres se descomponen por todo París, amenazando con la peste. La prensa, que azuzaba innecesariamente a los soldados, pide una tregua para evitar la venganza de los muertos.

Con la decisión de hacer prisioneros, los fusilamientos se tornan selectivos: el general Galliffet, según la versión del corresponsal del «Daily News», seleccionaba a sus víctimas por la edad, su aspecto o cualquier detalle destacado (13); cientos de individuos encontraron la muerte porque alguien los denunciaba confundiéndolos con miembros de la Comuna, y todos sufrieron infinidad de vejaciones. La cifra de prisioneros aumentó de tal manera que las cárceles de París y Versalles se hicieron insuficientes y se recurrió a los pontones y a los fuertes. Aun así, todavía la prensa seguía pidiendo, en nombre de la justicia y el orden, la persecución de los comuneros.

El primer proceso se inició el 7 de agosto para juzgar a elementos destacados de la Comuna, como Ferré, Billioray, Coubert y Ferrat. Las sentencias estaban dictadas de antemano y de nada sirvió que no se pudiera probar ninguna de las acusaciones. El 8 de septiembre comparecía Rossel, el condottiero que por despecho hacia los que habían conducido al Ejército a la derrota se había unido a la Comuna. A pesar de toda una corriente de opinión pública favorable al perdón, fue sentenciado a muerte para dar ejemplo a los soldados que confraternizaban con los revolucionarios.

También Blanqui, prisionero en el fuerte de Taureau antes de la sublevación del 18 de marzo, fue sometido a Consejo de Guerra, acusado de intentar derrocar al Gobierno de Defensa Nacional, y fue condenado a cadena perpetua. Otros miembros de la Comuna sufrieron diversas penas de cárcel o el destierro a Nueva Caledonia.

Aparte de los veinte mil asesinatos de los días sangrientos que siguieron a la entrada de las tropas en París, un informe oficial del 1 de enero de 1875 señalaba 13.450 sentencias, en las que se incluían 157 mujeres y 6 niños (14).

CONCLUSIÓN

No pudo ser. En 1871 París fue un extraño para Francia, que lo miró con recelo y no lo apoyó. Las condiciones en las que se vio envuelta la Comuna no favorecieron en ningún momento el avance revolucionario; las divisiones internas y los errores propios contribuyeron al resto. Por otra parte, el debilitamiento de la clase dominante no era tan profundo como para —una vez pasados los primeros momentos de estupor— no responder con fuerza a la sublevación, sobre todo teniendo en cuenta que los estados enfrentados estaban dispuestos a llevar su colaboración hasta los límites precisos para acabar con la insurrección del proletariado y evitar la extensión del ejemplo.

 Por su parte, la Asociación Internacional de Trabajadores carecía de fuerza suficiente como para realizar acciones de auténtico apoyo a la Comuna; sus iniciativas se concretaron en los «Manifiestos» de Karl Marx, que fueron tan brillantes como ineficaces.

El proletariado de París, durante todo el siglo XIX, estaba destinado a desencadenar la revolución y servir de ejemplo; pero también a sufrir el fracaso de todos los intentos. A pesar de que el proletariado francés necesitó muchos años para recuperarse de esta tragedia, el sacrificio no fue inútil y su ejemplo y sus enseñanzas sirvieron en parte para que treinta y seis años después la bandera roja del proletariado que los comuneros colocaron en el Hotel de Ville de París no pudiera ser arriada del Palacio de Invierno.

■ T. R. F.

 

(1) Prólogo de F. Engels a «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850», de K. Marx. Editorial Anteo, Buenos Aires, 1973. página 16.

(2) K. Marx: «Las luchas de clases en Francia...», página 73.

(3) K. Marx: «El 18 de Brumario de Luis Bonaparte», Editorial Ariel, Barcelona, 1971, página 6.

(4) Carta del 29 de noviembre de 1871 de Marx a Bolte, citada por Michael Lowy en «La Teoría de la revolución en el joven Marx», Editorial Siglo XXI, Madrid. 1973.

(5) M. Bakunin: Obras Escogidas, traducción de Hugo Acevedo, Ediciones del Mediodía, Buenos Aires, 1968, página 1119 elemento motor de la Historia, como hiciera Marx»

6) Samuel Bernstein: «Blanqui y el Blanquismo», Editorial Siglo XXI, Madrid, 1975, página 4.

(7) Citado por K. Marx en el «Primer Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra Franco-Prusiana», en «La guerra civil en Francia», Editorial Ediciones de Cultura Popular, Barcelona, 1968, página 36.

(8) Albert 0livier: «La Comuna», Alianza Editorial, Madrid, 1967, página 145

(9) A. 011ivier: Obra citada.

(10) K. Marx: »La Guerra Civil en Francia», página 88.

(11) K. Marx: «La Guerra Civil...», página 102.

(12) K. Marx: »La Guerra Civil...», página 65.

13) P. O. Lissagaray: «Historia de la Comuna., Editorial Estela, pág. 113.

(14) P. O. Lissagaray: Obra citada, página 167.