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Tiempo de Historia nº 84, noviembre de 1981

1809-1814

La agonía de los franceses de Cabrera

Víctor Claudín

 

Existe, al menos, un episodio real que sucedió durante la Guerra de Independencia que protagonizó el pueblo español frente al invasor francés y que no es suficientemente conocido. Se trata del atroz cautiverio que vivieron más de trece mil soldados franceses en la isla de Cabrera y que los periodistas Pierre Pellissier y Jéróme Phelipeau lo presentaron en forma de relato novelado cuyos datos y hechos son rigurosamente ciertos y comprobables en fuentes de la época. Recientemente esa obra, de conocimiento necesario, la ha traducido una pequeña editorial mallorquina, Aucadena, con un cuidado exquisito en su presentación.

Al final de la guerra se daba una situación casi inverosímil, la coincidencia para un solo país de un rey vendido a los franceses, otro rey impuesto por los franceses y un tercer monarca rehén de los franceses. A esas alturas, ¿qué sabían los soldados del Ejército Imperial, sino aquella inscripción mural que decía que "La guerra de España es la muerte del soldado, la ruina de los oficiales, la fortuna de los generales"

Un ejército regular frente a la revuelta de todo un pueblo que había asimilado la consigna de vida o muerte contra el francés. No pudo ser, como unos hablan alardeado, ese "tomar España como se toma el desayuno".

En fin, en abril de 1809, a nueve meses de la capitulación de Bailén, siete mil prisioneros embarcados en buques anónimos frente a la ciudad de Cádiz esperaban la liberación rumbo Este: su patria.

En aquellos "pontones", extrañas prisiones flotantes, la vida se iba haciendo cada vez más miserable, donde el amontonamiento nocturno es más penoso que la promiscuidad diurna. La disentería se extiende a bordo.

Ya en alta mar los marinos han de enfrentarse bajo pésimas condiciones al mal tiempo, a las tempestades. El convoy llega cabeceando primero a la bahía de Palma y luego a la isla de las cabras. Son dieciséis navíos que cargan con un material humano destrozado por la fatiga, la sed, las enfermedades y, especialmente, la desesperanza. Una mujer ha parido gemelos antes de alcanzar esa meta, y algún hombre más ha muerto.

El posible intercambio con presos españoles en Francia no se cumple; los rumores de liberación se van contradiciendo ante un rosario de islas que parecen prolongar la de Palma.

Los marinos españoles ordenan: "Los franceses, preparados para desembarcar." Al menos es una pausa en sus penalidades, tocan la tierra, locos y ebrios de espacio firme que pisar. La isla no está habitada. Y los españoles se retiran en sus navíos.

Después del reconocimiento de la isla, nada que hacer, sino esperar; algo a lo que ya se han acostumbrado. Frente a un fuerte abandonado y derruido sólo permanece un bergantín inglés.

Por fin, el descubrimiento de tres cabras que, al ser acorraladas al borde de un acantilado por tres mil hombres hambrientos que corren en cacería desesperada, saltan al vacío y se esfuman para siempre.

Dos días después del desembarco, una chalupa de españoles les lleva los primeros víveres: pan mohoso, habas y aceite que los oficiales reparten adecuadamente. La vida se organiza lentamente en Cabrera. Cada cuatro días la escuálida ración les iba a llegar. A pesar de las renuncias de algunos por hacer algo que convierta esa estancia en algo estable, van levantándose cabañas junto a la playa, aunque la mayoría de los soldados franceses no hacen sino entregarse a una espera fatídica mientras ven cómo sus cuerpos van siendo más esqueléticos cada vez. Llegan hasta configurar calles, y una plaza que recibe el nombre de Palais-Royal, sitio de encuentro para intercambiar habas por pan o una guerrera usada por un pantalón remendado. Trueque convertido en comercio con los españoles que se han enterado que si los franceses carecen de todo, al menos conservan algunas monedas de oro.

El 18 de julio de 1809 desciende de la chalupa Damián Estelrich, un cura que envían como respuesta a una petición que han hecho los oficiales; es español y al domingo siguiente da su primera misa. El cura va del castillo, donde están los heridos, a otro edificado sobre la colina, donde están aquellos que se consumen por la disentería o el escorbuto. Primero incineran los cadáveres, luego les acercarán picos y palas con los que construyen un cementerio.

Ha terminado el verano de 1809 y los elementos naturales se abaten hostiles sobre ellos. La tormenta barre gran parte de las chozas y a los hombres más débiles, deshace el hospital y extiende los muertos del cementerio por la ladera y las chozas del lado este.

Hay que volver a empezar.

Después de la tormenta, los soldados oscilan entre el deseo de luchar y la tentación de la renuncia, de partir solitarios hacia el monte. Los carceleros de Mallorca otorgan algunas dádivas: les llevan agua con la ración de comida, a algunos enfermos les ofrecen plazas en el hospital de Palma y a los oficiales les dispensan con el favor de su partida hacia Palma; sólo se quedará uno: Armand, que considera su deber continuar sirviendo a los suyos. Ducor, un enfermo, vuelve restablecido de Palma, con ropa nueva dispuesto a contar punto por punto todo lo que ha vivido en la ciudad. Ese paraíso provoca infinidad de mutilaciones voluntarias para proveerse del destino de los hospitales de Mahón o de Palma que pronto estarán abarrotados. La población mallorquina protesta y devuelve a los detenidos con la promesa, nunca cumplida, de la construcción de un verdadero hospital en la isla.

Lo más terrible sigue siendo la sed, los labios resecos en espera del turno en la inmensa cola ante el chorrito de la fuente que han localizado en el interior de la isla. La primera evasión la protagonizarán cuarenta marinos de la Guardia a los que les ha correspondido en suerte el intentarlo. Consiguiendo distraer a los españoles que vienen con la ración gracias a una pelea simulada y no ven cómo esos hombres toman la chalupa con el patrón español a bordo para que sus compañeros no disparen contra ellos. Se toma como la suerte de unos y el éxito de todos y reina una gran alegría.

El hambre, la sed, el hastío. Nada más que hambre, sed y hastío durante meses y meses. Se roba para sobrevivir y hay que organizarse, remplazar a la autoridad de la oficialidad creando un Consejo que tendrá doce miembros y cuya primera preocupación es conseguir un espacio, luego se impone una racional distribución de los alimentos, un orden en el uso del agua, dejan fuera de la ley los préstamos usurarios. Así que se castigará a los detractores atándoseles a un palo durante cuatro a veinticuatro horas según la gravedad del delito; al reincidente se le cortará una oreja y, luego, ya se verá. Hay que ser severos para conservar la dignidad.

Casi un hombre de cada dos ha muerto, cerca de tres mil.

El Consejo reglamenta también la caza y la pesca. Alguien incluso llega a nado a la isla Conejera y consigue buen material que vende y deja para su propio uso.

También se ha construido una superficie elevada con ramas y hojarasca a modo de escenario teatral donde se representan las obras que se recuerdan de memoria. Asisten los soldados que proceden de las ciudades, mientras que los campesinos prefieren convertirse en isleños silenciosos. Aparte de las visitas cotidianas, un día llegan oficiales españoles con la intención de reclutar entre los tres mil esqueletos de la isla de Cabrera. Al fin, después de conversaciones inútiles entre los doce ediles, setenta y cuatro isleños de diferentes países, antes enrolados por los franceses, eligen ese tipo de liberación.

El tiempo ahora, en todo caso, se mide por el paso de las estaciones, perdido ya el sentido de los dias, de los meses, incluso de los años. Sólo una señal invariable: la barca de los viveres, que si se retrasa un solo día provoca numerosos fallecimientos y una oleada de terror entre los supervivientes.

En 1810. después de un día de retraso, la barca con los víveres llega; sesenta audaces se apoderan de la barca cuando los españoles toman tierra, pero, casi al punto de escapar, poco más de dos mil seres hambrientos les tiran piedras. Ya no vitorean a los fugados, están hambrientos y la fuga se ha precipitado; luego llegará la cañonera y bombardeará a los que se han tirado al agua y a los que aún permanecen en la chalupa; no quedará ni un superviviente de los sesenta. Y a los cuatro dias no viene nadie, ni al quinto dia, ni al sexto... Todo son conjeturas... El hambre hace devorar cardos guisados con otras yerbas que provocan perforaciones intestinales, también la "patata de Cabrera", un bulbo venenoso y, en última instancia, se hacen al fuego cocidos de ropas rasgadas. Arriba, gordo, sentado en su baúl cerrado, está el cura que, al fin, repartirá entre los más fieles algunas de las galletas que guarda.

Ya intentan comer los restos humanos, pero la locura, el agotamiento y la repugnancia pueden con ellos. Para alguien más que intenta la antropofagia hay juicio y condena a muerte que cumplen los españoles. Antes, un último deseo: sacar un bulto, lo que en lenguaje de Cabrera quiere decir comer unas pocas migas de pan. Al octavo día de la terrible espera, y después de haber sacrificado al burro Martín, su mascota más querida, los marinos de la cañonera distribuyen sus reservas y dejan la vigilancia regresando a Palma. Cabrera agoniza. A pesar de los cuidados, los gemelos mueren, la viuda Jeanne enloquece.

Al décimo día todos se refugian en una espera segura de la muerte. Y precisamente entonces se pasa de la ilusión a la realidad de la llegada de la cañonera y de la barca con los viveres. La abundancia mata también a quien no tiene tranquilidad.

 

Se han ido sucediendo, también, el desembarco de nuevas decenas, centenas de prisioneros. Es un 12 de marzo, el de 1810, cuando regresan los oficiales. Cuentan su vida disoluta, fácil, en el acuartelamiento de Palma, hasta que la población les pretende matar; así que su retorno es, paradójicamente, un remanso de paz. Su presencia revitaliza la vida de la isla: los primeros esfuerzos son para rehacer las chozas, incluso hacen una casa sólida con materiales procedentes de restos enterrados que van descubriendo; se otorga un suplemento de víveres por parte del Consejo. Se contabilizan 1.422 casas y se bautizan las calles, se elabora un mapa y se llevan a cabo nuevos e insospechados descubrimientos en la isla.

Los ingleses les traen suplementos de víveres y algunas ropas. Se potencia el comercio con ingleses y españoles. Los isleños ofrecen minerales encontrados en una gruta, y castañuelas, tenedores y cucharas talladas en boj. También los maridos o amantes que no pueden mantenerlas venden a sus mujeres para que ellas puedan sobrevivir... En una subasta, una mujer se oferta por diez francos vestida y cinco desnuda. Esta es una de las pocas ocasiones en que se hace referencia a licencias de intercambio sexual; la moralidad de la época seguramente no permitió que este punto fuera recogido en las crónicas de la época.

Con trompetas y trombones, y tres o cuatro clarinetes, se improvisa una banda. A la que se suma un coro. Los oficiales del bergantín inglés acuden a la representación teatral de la tarde, va a ser una farsa de Moliere: Le medecin volant, que han podido reconstruir integro. Semanas más tarde, los actores improvisarán sin éxito una revista basada en la vida del Palais-Royal; sin éxito porque el público les correrá. Además ha nacido una epidemia, la del deseo de aprender: se aprende a nadar, a leer y escribir, cálculo, matemáticas, costura, escultura, esgrima, danza. Son las horas menos dolorosas de Cabrera, a pesar de que el hambre sigue atenazando los estómagos; pero el hastío ha sido vencido. Se inaugura un nuevo teatro durante una noche de gala. Al cumplirse el año de estancia en Cabrera nadie tiene ganas de conmemorar el aniversario. Pero es el momento en que el cura Damián intente una gran fiesta religiosa con motivo de Pentecostés. Se canta durante la misa especial el Veni Creator. Su esfuerzo redentor se continúa con una carta al Consejo, que tiene la respuesta adecuada de unos hombres que no toleran que él imponga su ley en la isla.

Cuarenta oficiales preparan una fuga y, en secreto, van construyendo una balsa que en tres meses está preparada; pero en el último día, los españoles les descubren y la destrozan. Marieu desafía al delator a un duelo a navajas, pero será él quien caiga muerto. Aun cuando la preocupación esencial en Cabrera es el hambre, la situación se suaviza cuando la muerte de prisioneros permite una mayor ración a los supervivientes, aunque mal distribuida. El sistema se va volviendo injusto, pero el Consejo lo tolera, hasta que el capitán Louxical exige justicia y la obtiene después de ser retado a duelo y vencer. Se termina con las ventajas y es el fin de la compañía teatral porque los cómicos no trabajan por nada.

Pero los españoles se dan cuenta de que se envían demasiadas raciones, y Palma envía un comisario para que cense Cabrera. Pero se prepara una maniobra para engañar el recuento. En los siguientes censos los trucos que utilizaban los franceses eran siempre exitosos, al punto de que en el tercero o cuarto, la población había aumentado sin que se correspondiera con nuevas deportaciones. Para el último censo, la Junta de Palma envió tropas armadas que rodearon a los franceses.

El 27 de julio de 1810, cuando un manto de agonía cubre la isla, los ingleses se llevan a oficiales y suboficiales. A bordo del Britania llegan a Plymouth y a Portsmouth luego, desembarcan y son conducidos a la prisión de Portchester, donde permanecerán hasta 1814. Unos días después, el 15 de agosto, fiesta del Emperador, los que permanecen en tierra organizan una pitanza especial en la gran marmita comunitaria: cada uno pone cinco habas, se mete a un gato salvaje cazado en el bosque de pinos y unas cuantas ratas; hay también algunos salmonetes y un pulpo. Las lagartijas salvajes no las cogen; las consideran peligrosas para comer. Con lo fácil que es apresarlas al no tener miedo al hombre. Por riguroso orden, todos ponen manos a la obra. Es un auténtico festín. Hay quien se emborracha de alegría, de risa, de esperanza.

Pero Cabrera no es mas que un coto de envidias, desconfianzas y suspicacias, de hombres divididos en rabiosos por escapar, desesperados que se arrastran por el monte y algunos resistentes. Los que sólo sueñan en huir tienen la posibilidad en las barcas de los españoles que pescan en la bahía de Cabrera. Unos lo consiguen y llegan a Berbería y, al fin, en septiembre de 1813, los evadidos se unen a las tropas francesas: son más de treinta hombres. Masson, el cerebro de la fuga, no conseguiría un bergantín para liberar a sus compañeros hasta el 1 de marzo de 1814. Casi lo consigue.

Pero siguen llegando prisioneros. En 1812, la Europa aliada envía a la isla el contingente más importante: unos mil quinientos prisioneros embarcados en Alicante. No creen lo que les espera y, como hicieran los primeros, recorren la isla, ven la inmensa cola que espera un poco de agua, llegan hasta una gruta donde se agolpan cuatrocientos presos conducidos allí por su locura, por su enfermedad o por castigo a sus robos. También está allí Jeanne, que perdió a los gemelos, a la burra y a su compañero y que ahora se repliega sobre si misma con la mirada perdida y riendo sin cesar... Son "los tártaros". Los de Alicante se horrorizan. Pero aún no han visto todo, les queda el hospital, mero vestíbulo del "Valle de los Muertos".

Wagré, el cabo de la fuente, prepara otra fuga. Mientras, nadie cree todavía en la derrota y retirada del Ejército Imperial.

En una de las visitas de los ingleses, un comandante vomita y al retroceder hacia el bergantín ven como un prisionero lame y devora el vómito. Se da poco, pero incluso se ven cosas peores, como aquel eremita que se comía la mierda.

Un día llega a Cabrera Baltasar, el que va a ser el gobernador de Cabrera y que va a hacer trabajar a los detenidos para que no sigan intentando la evasión. En la primavera de 1813, los cabrerenses, menos "los tártaros" y "los robinsones", convergen en el Palais-Royal por múltiples motivos: en preparación de una evasión, en espera de una liberación inminente, los que compran y los que venden cualquier cosa. Los charlatanes, los jugadores, hay improvisados tenderetes, chozas transformadas en tenduchos. Se dan gritos, se oferta la mercadería. Ha aparecido dinero y se tienen algunos buenos productos. Lo que ha permitido todo esto son los agricultores que plantaron semillas ofrecidas por españoles e ingleses, aunque nada se desarrolló más que las coles. Y así decrece el escorbuto. También el cura da trabajo en un campo de algodón que quiere hacer. En los acantilados del cabo Lebeche se descubren yacimientos de sal marina que se venderá a buen precio, pero que entraña un gran riesgo conseguirla. El dinero ha venido por los bastones tallados que venden a los españoles; también se encuentra la manera de trenzar un cesto o una canastilla. Se ha conseguido a crédito un yunque. Y el cura organiza un taller de tejidos. Hay ganaderos que reproducen las ratas para que no se exterminen.

Pero las grietas de la nueva sociedad crecen con las diferencias sociales: maestros, oficiales, aprendices y la corte de pobres: "robinsones" y "tártaros", incluso hay intermediarios. Eso provoca enfrentamientos por envidias, egoismos, rapacidades, etc. Los pobres se vengan. Y se ha rechazado la autoridad del Consejo para soportar a Baltasar y a su adjunto, el comisario, que los trata como perros franceses, golpeando más de una vez a detenidos demasiados lentos a la hora del reparto.

El 16 de mayo de 1814 sólo quedan en la isla tres mil hombres. Una goleta maniobra ante la entrada del puerto, como si quisiera entrar en la bahía, ante tres mil hombres que no esperan nada. Los marinos arrían las velas y echan el ancla. Un oficial de la goleta grita a través de una bocina: "¡Libertad! ¡Libertad para los prisioneros!"

"¡Libertad!"

La locura se adueña de Cabrera.

"¡Libertad!"

Los detenidos llegan ala arena de la playa desde todos los rincones de la isla. Unos han podido hacerse con un taparrabos, otros visten una chaqueta desgarrada. Han pasado ya cinco años y once dias.

"Napoleón ha dejado de reinar. La nación entera ha aclamado el retorno del rey..." Benoist y Jean Baptiste son de los pocos veteranos que han conservado la vida. La partida se organiza para una semana después en un primer convoy, será ya el 23 ó 24 de mayo; a últimos del mes los barcos del rey regresan a por el resto. Es el apoteosis.

"Adiós peñascos, adiós montañas,
Grutas, desiertos, antros horribles;
Dejamos vuestras tristes campiñas
Para volver al hogar feliz.
Podemos cantar a coro
Que la paz nos resucitará;
Pues se regresa del otro mundo
Cuando se viene de Cabrera."
 

Todo arderá el dia del embarque. Cabrera se purifica. Aproximadamente, las cuentas de Jean-Baptiste suman unos trece mil quinientos los detenidos que debieran haber regresado a su patria. Vuelven menos de tres mil... El cálculo es absurdo, escalofriante... Han muerto tres de cada cuatro detenidos.

"¡Libertad!"

El puerto de Marsella se llena de pasión por los presidiarios de Cabrera, pero son sospechosos de no adherirse al rey. Con el paso del tiempo todo se pierde en el olvido. Aunque permanezcan algunas preguntas sin contestar, como aquella del porqué nunca los barcos de Napoleón atacasen a un bergantín inglés y dos cañoneras españolas.

 

En 1847, un centenar corto de cabrerenses se reúnen en París. Ese mismo día, sobre una estela de granito colocada en la isla, unas letras permanecerán grabadas: "A la mémoire des Francais á Cabrera", es el príncipe de Joinville, hijo de Louis-Philippe quien inaugura el simple monumento.

Hoy la isla de Cabrera sigue siendo propiedad del Ejército español, aunque algunas personas, como un tal Feliu, la reivindique como suya. Allí han establecido su puesto un destacamento de cuarenta soldados y, de cuando en cuando, se practican algunas operaciones y ejercicios. En Cabrera se sabe que hubo uno de los monasterios paleocristianos de la alta Edad Media, durante la época de San Agustín, y que la riqueza arqueológica de la isla es muy importante y casi está a flor de tierra: la cerámica griega y otras maravillas que se mantienen perdidas, olvidadas, como esa cantidad de restos humanos, calaveras, esqueletos más o menos enteros, huesos que se hallan por doquier. Verdadero y bestial recuerdo de un episodio desconocido de nuestra Guerra de la Independencia que se cerró con la desaparición de más de una decena de miles de vidas humanas.

V. C.