S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Azaña: "España ha dejado de ser católica" José Manuel Gutiérrez Inclán Tiempo de Historia, nº 23 octubre de 1976 |
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La noche del 13 de octubre de 1931 marca un hito definitivo en la vida de la II República española. Tanto es así, que en la agitada y trascendental sesión nocturna de las Constituyentes se dará un rumbo de incalculable importancia a la política que va a seguir el régimen republicano durante todo el período de su existencia. La figura de esa noche es don Manuel Azaña, quien desde aquella tribuna parlamentaria es lanzado comprometidamente al servicio de la República. La pena fue, a mi modo de entender, que no supo entonces abrir el Régimen a otras tendencias republicanas tan legítimas como la suya y la de su partido. Para Gil-Robles, es el «discurso más sectario que oyeron las Cortes Constituyentes» y, para Jesús Pabón, «el discurso resulta decepcionante, habida cuenta de la distinción intelectual y de la relevante posición política del autor»; para Marichal, el discurso del 13 de octubre en las Cortes es «probablemente el mejor de los discursos parlamentarios suyos», como lo afirma este autor en la introducción al volumen 11 de las Obras Completas del gran político español. Jesús Pabón considera este discurso como el acto inaugural de la segunda República española y aquí radica, a mi juicio, toda la gravedad y trascendencia del acto.
El discurso parte de dos principios. El primero es que España ha dejado de ser católica y el segundo enuncia que el problema religioso tiene que ser relegado necesariamente al campo de la conciencia. Con el primer principio, Azaña toma en sí mismo el papel de todo espíritu revolucionario: la ruptura con el pasado, el comienzo de una nueva etapa en la historia de España. Y así aparece claramente la función que él encomendaba a las Cortes Constituyentes: ser creadoras de un orden nuevo, de una nueva realidad española que nada tuviera que ver con las etapas anteriores, porque entiende el orador que ha habido un corte sustancial en la historia del país. Según esta nueva realidad histórica, el problema político que las Cortes tenían que solucionar se podría concretar, citando las mis-mas palabras del ministro, en «organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español». Aparece aquí un detalle digno de tener en cuenta: siempre me ha parecido ver presente en las primeras Cortes de la segunda República española el espíritu de la Asamblea Nacional francesa de 1789; ambas instituciones se creyeron poseídas del mismo destino: crear un orden nuevo, una legislación universal. Podría ser casualidad, pero las Cortes Constituyentes españolas se reúnen por primera vez un 14 de julio. Las Cortes de 1931 no reniegan del pasado, se le considera superado porque para el político republicano la realidad política, social e incluso psicológica de España era muy distinta. No se podía, según Azaña, continuar con unas categorías históricas que estaban totalmente rebasadas por la realidad que estaba viviendo el país. «España ha dejado de ser católica» ha sido una frase interpretada con bastante parcialidad por la derecha que ha venido detentando el poder en la historia recientísima de España; Azaña le quiso dar una gran amplitud que posteriormente ha sido recortada. De ninguna manera se puede limitar esta afirmación al solo campo religioso, la frase señala una total « metanoia» —valga la palabra— en la historia de España. Metanoia que, como ya queda indicado, abarca a toda la realidad de la vida pública española donde, sin duda, hay que colocar el complejo problema religioso. Que Manuel Azaña tenía idea de que la transformación había de ser profunda lo prueba cuando dice: «...La expulsión de la dinastía y la. restauración de las libertades públicas ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡qué duda cabe!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad española hasta la raíz». A continuación enumera los problemas más urgentes: el de las autonomías locales, el problema social, sobre todo en lo que toca a la reforma de la propiedad, y «este que llaman problema religioso». Indudablemente, el tema religioso ocupa un tratamiento excepcional en el discurso. A fin de cuentas la intervención del ministro de la Guerra estuvo motivada por la discusión del que iba a figurar en la ley constitucional como artículo 26. A él se refiere Azaña con desdén y un desprecio suicida, que solamente se explican si se considera al orador inmerso en un terrible error histórico al desconocer la profunda y vital unión que siempre habían tenido lo religioso y lo profano en la vida española. Para Azaña, el ámbito del problema religioso no puede exceder de los límites de la propia conciencia del individuo, «porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino». Con esta afirmación se niega el valor a los fenómenos religiosos colectivos y, por supuesto, a toda intervención o influencia de éstos en la vida nacional.
La consecuencia de este principio la deduce Azaña inmediatamente: «...Y es ahora, precisamente, cuando el problema (religioso) pierde hasta las semejas de la religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la cautela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de la salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó». Y de nuevo vuelve a lo que él creía labor urgentísima: «Se trata, simplemente, de organizar al Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer». Para Manuel Azaña, no es España quien está en deuda con el catolicismo, sino éste con España. Ha sido España la que se ha volcado en el enriquecimiento de aquél, porque «una religión no vive en los textos escritos de los concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan ». Según esta concepción de las relaciones históricas Iglesia-Estado, el orador no se fija tanto en lo que ha representado el catolicismo en la vida de España, aglutinando y marcando profundamente la psicología nacional con un innegable carácter religioso, cuanto en lo que la fe católica, la Iglesia Romana, en definitiva, debe al empeño creador de España. Y como prueba de ello cita a la Compañía de Jesús, «creación española, obra de un gran ejemplar de la raza y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma» Aquí se invierten los valores utilizados por los apologistas, siendo la Iglesia la gran deudora del Estado quien, además del brazo secular, le dio la inteligencia y el espíritu creador de sus hijos. Este planteamiento del problema es totalmente nuevo y Azaña se pregunta si le conviene o no a la Iglesia. Con altivez responde: «Yo lo ignoro, además no me interesa; lo que me interesa es el Estado soberano y legislador». Y aquí queda apuntada ya la idea que Azaña tenía de la presencia de la Iglesia dentro del Estado, sobre todo cuando éste no es lo suficientemente fuerte. Urgía, para él, el robustecimiento del poder estatal para conjurar así el peligro de una Iglesia excesivamente fuerte e influyente. Según el orador republicano, el Estado había vivido enfeudado en la Iglesia, esclavizado y unido al carro clerical, no había tenido autonomía propia; y deber de las Cortes Constituyentes sería el de dotar a la República de tal fortaleza que pudiera desafiar a la Iglesia reduciendo «el llamado problema religioso» al solo ámbito de las conciencias y limitando tal cuestión a «un problema de gobierno, es decir, a la actitud del Estado frente a un cierto número de ciudadanos que visten hábito talar». Como fácilmente podrá suponerse, estas palabras no podían menos de levantar protestas en los medios confesionales católicos que veían así amenazados los ideales que consideraban secularmente vinculados a la historia española. Este es el contexto en que debe estudiarse la actitud de Acción Popular: salvar lo más importante, «las esencias nacionales, los valores permanentes de la historia española», dejando a un lado cuestiones de no decisiva importancia como sería, en este caso, el problema del régimen o forma de gobierno. Más tarde se pregunta Azaña: «¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español v de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiera ser degollada impunemente por sus enemigos?». Comenta a esto Pabón: «La angostura se inició aquella misma tarde en la sesión parlamentaria en torno al artículo 26». Y esto prueba el gran error de Azaña en su visión de la Historia y de la psicología españolas. El problema religioso era tan candente, su dramatismo tan fuerte, que ha sido capaz de producir el primer grave cisma en el Gobierno: la dimisión de su presidente y del ministro de lá Gobernación. En el discurso que Azaña pronunció ante las Cortes el día siguiente, 14, para presentar al nuevo Gobierno, hace el ya entonces Presidente dos confesiones que muestran la gravedad de la discusión parlamentaria en torno al hecho religioso y al error de apreciación en que se había movido. La primera se refiere al compromiso que había contraído el Comité Revolucionario ante ellos mismos y ante la República para «permanecer unidos hasta que estuviera rematada la obra inmediata que el voto popular nos encomendó». La «obra» a que se refiere Azaña es la aprobación de la nueva Constitución. La segunda confiesa que este compromiso de permanecer unidos «ha resultado superior a las fuerzas humanas». Ya sabemos la causa de esta ruptura; ello demuestra una vez más la inadmisible minimización del problema tal como lo había querido hacer Manuel Azaña en la noche del 13 de octubre. Desciende luego el ministro de la Guerra a proponer la forma en que se han de desarrollar las relaciones Iglesia-Estado, de este Estado republicano, laico, legislador, unilateral, y rechazando el Concordato afirma que se ha de encontrar una fórmula que permita tratar de tú a tú al Estado con la Iglesia, porque aquél tiene necesidad de «no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el Gobierno, ni la Política de la Iglesia de Roma». Pero al llegar a este punto no indica la forma concreta de llevar a cabo estas relaciones. Si el problema religioso tiene alguna importancia para él, esta importancia la concentra, sobre todo, en la cuestión de las Ordenes religiosas. Sobre otras derivaciones del debate, como el presupuesto del clero, la Iglesia romana, pasa rápidamente porque «son entidades muy lejanas que no toman para nosotros forma ni visibilidad humana, pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí». Ante el hecho de la libertad de conciencia, proclamada en el proyecto constitucional, y la seguridad del Estado, escoge «un término superior a los dos principios en contienda». Y este término superior es la salud del Estado, de la República. Hay que tener en cuenta que para Azaña no todas las Ordenes religiosas han de ser tratadas igualmente en razón de su «temeridad para la República». La más alarmante para el Estado es la Compañía de Jesús, para quien el ministro pide la disolución. Y en razón de la seguridad del Estado, la enseñanza debe ser quitada de las manos de las Congregaciones religiosas; esto afirma tajantemente Azaña: «Que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque es una cuestión de salud pública», porque «la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno». Tampoco se han de permitir las Ordenes que ejercen la beneficencia o la caridad, la razón está en el proselitismo que ejercen con ese motivo. La impresión del discurso en las Cortes la da el mismo Azaña: «El discurso me salió muy bien, como una seda y fui midiendo el efecto que hacía casi palabra por palabra... Maura estaba entusiasmado y me aseguró que yo había prestado un gran servicio a la República». Y en la misma noche histórica, 13-14 de octubre, se votó el artículo 26 de la Constitución, jugándose aquí —y creo que no es mucho decir— todo el futuro de la República. LA REACCIÓN DE LA «ESPAÑA CATÓLICA» Con fecha 14 de octubre, «El Debate» publica un editorial en el que, bajo el título «Declaración de guerra», decía: «Por 178 votos contra 59 se aprobó la mal llamada 'fórmula' que suprime la Compañía de Jesús y sujeta a las demás Ordenes religiosas a una ley especial sobre bases tiránicas e inadmisibles». Habla luego de los diputados vasconavarros que han defendido palmo a palmo la postura contraria a esta ley y que ahora quieren retirarse del Parlamento. Que no se retiren, afirma el diario católico, «ya que allí, además de otros intereses, han de defender los de la Iglesia». Y termina: «Los católicos hemos extremado los deseos de concordia. «Sin una provocación de nuestra parte, se nos ha declarado la guerra con un ataque sectario a la Religión». El mismo periódico señalaba al día siguiente que «el resultado del debate constitucional es un hecho gravísimo y trascendental». Y da las razones de tal gravedad: «Se permite la disolución de las Ordenes religiosas, se ordena la efectiva disolución de una de ellas y se le confiscan a ésta sus bienes». Por parte del Gobierno se dan las razones siguientes: son un peligro para el Estado y la salud pública y juran obediencia a un poder que no es el legítimo del Estado. «El Debate» califica tal postura como resultado del sectarismo de la Cámara y de la pasión. «En definitiva, dice, es un decreto de persecución a la Iglesia». Y continúa el editorial con una constatación seria: «En el exterior no hay prestigio y en el interior el malestar es profundo y en medio de esto se alza bandera contra la Iglesia que desde el advenimiento del Régimen ha extremado la tolerancia, la transigencia, la comprensión, las concesiones, el afán de concordia». La conclusión del periódico nos previene ya acerca de la postura que va a adoptar el elemento católico: la lucha por la revisión constitucional: «La Constitución que se elabora ya no es nuestra. No estamos los católicos dentro de ella. Se ha proclamado ya a las claras la guerra, la persecución contra la creencia religiosa. Tenemos que defender la fe, tenemos que trabajar dentro de la legalidad contra esa Constitución. ¡Nada de guerra civil! Sería ilícita, insensata, imposible de mantener. ¡Dentro de la ley! ¡Nada de palabras altisonantes!» El diario termina pidiendo a los católicos «el sacrificio del dinero, del trabajo, de la preocupación, de asistencia a todo esfuerzo colectivo encaminado a la defensa de los comunes ideales y, sobre todo, atención preferente a la preparación electoral... La pluma, la palabra, el dinero, el trabajo, sean estas nuestra armas legales contra el sectarismo». El 17 de octubre publicaba la prensa el texto de un mensaje papal enviado al Nuncio y que el Pontífice deseaba hacer llegar a todos los fieles católicos españoles. Los puntos más importantes del documento son: la seguridad de que el Santo Padre «está compartiendo con ellos (los fieles) los daños y las penas del presente, no menos que las amenazas y el peligro del porvenir». Le recomienda al Nuncio que proteste (alta protesta) por las ofensas inferidas a la Iglesia en los derechos de ésta, que son los de Dios; el Papa «en reciente encíclica ha mandado orar por las necesidades del momento»; el día de Cristo Rey y en la Basílica Vaticana ofrecerá la Misa para que «cese la gran tribulación que aflige a la Iglesia y al pueblo fiel de la amada nación española»; el Papa confía en la ayuda de Dios e en que por el concurso de todas las buenas energías y «por las vías justas se reparen los daños y se conjure el peligro... para que no se apaguen los esplendores de la fe de los padres...». El documento viene firmado por el Cardenal Pecelli. El propio Nuncio Tedeschini comentó el documento pontificio y, según el diplomático vaticano, en el escrito papal Pío XI expresa su dolor, su protesta y su confianza...; es la expresión de su sincero dolor, de su pena ocasionada por tantas heridas como viene recibiendo... Continúa el Nuncio diciendo que el documento encierra una pro-testa legítima y lo mostraba no sólo con la esperanza de una debida reparación, sino por el deseo del respeto a las creencias «de nuestros padres»: el Papa desea la prosperidad y el esplendor de España. Como detalle importante, se hace notar que el mensaje pontificio fue enviado en lenguaje común y no cifrado «por la singularidad del caso. Son métodos buenos porque así todos saben lo que hay sin necesidad de intermediarios». Por su parte, «El Debate» —en su editorial del 17 de octubre— intentaba sacar consecuencias prácticas del mensaje pontificio. Para el diario católico, lo primero que han de experimentar los españoles ante el mensaje papal es un sentimiento de gratitud, y ésta se expresa «estando unidos en una firme conducta de fidelidad al Pontífice»; para el editorialista, la clave del éxito está en la obediencia a las normas de la Sede Romana. Afirma luego «El Debate» que, aunque los diputados de la minoría agraria y vasco-navarra pidan la revisión constitucional, declaran su propósito de no salir de la legalidad. Como frutos de esta conducta deduce el periódico los siguientes: el respeto, la transigencia, la benevolencia y el afán de concordia. «Todo ello lo han extremado los católicos frente a los nuevos poderes y ello hace más odiosa la conducta de éstos». Y termina el editorial: «En el exterior hay un intenso movimiento de simpatía hacia los católicos españoles. El éxito es seguro y el Papa nos muestra el camino. No hay nada que discutir: Unión de todos, acción de todos por vías justas y legítimas». El Arzobispo Vidal i Barraquer, titular de la sede tarraconense, en carta al cardenal Pacelli con fecha 22 de octubre, dice entre otras cosas: «El mensaje del Santo Padre, recibido con indecible agradecimiento y profunda satisfacción por la Jerarquía y todos los católicos, ha producido una grande impresión en toda España... Es de notar especialmente que en los medios oficiales, confidencialmente lo han expresado algunos Ministros, el mensaje pontificio ha sido considerado como justificado en defensa de los derechos de la Iglesia y sedante de toda agitación ilegal por no significar hostilidad ni declaración de guerra al régimen en sí mismo». Por conducto confidencial y encargo oficioso de reserva absoluta, se sabe que el Presidente del Consejo, Manuel Azaña, había hecho llegar al Cardenal de Tarragona el siguiente mensaje, que fundamenta la anterior afirmación de Vidal i Barraquer a Pacelli: «La actitud de la Santa Sede ha sido interpretada como protesta por los derechos de la Iglesia y no como manifestación de hostilidad ni menos declaración de guerra al régimen». En la misma declaración se califica de actitud noble y reservada la adoptada por la Jerarquía. Se asegura también que el Gobierno ve con agrado la permanencia del Nuncio en Madrid. El día 30 «El Debate» publicaba un mensaje del Episcopado español dirigido al Papa y fechado en Madrid el 18 de octubre. En el documento episcopal, la Jerarquía agradece al Papa «su mensaje de mediados del mes en curso». Más adelante y en un apartado titulado «Daños y penas del momento presente», añaden los Obispos: «Fácilmente se comprenderá cuán numerosos y graves sean los daños con sólo considerar las causas de donde proceden: separación completa y radical entre la Iglesia y el Estado, se ha llegado a este punto sin contar con la gran fuerza social de la Religión; equiparación de la religión católica a las otras confesiones a pesar de que ninguna de éstas cuenta en España con fieles numerosos». Al llegar a este punto, afirman los Obispos: «Esto que en otras naciones puede ser conveniente, en España es obra de un sectarismo pernicioso». Y continúa el documento episcopal: «Se han tomado medidas contra las Ordenes religiosas, especialmente contra la Compañía de Jesús. Se nacionalizaron los bienes de ésta; se dieron disposiciones sobre la enseñanza y con ello se pretende arrancar al niño de la educación de sus padres y a los jóvenes de la influencia de la Iglesia; se atenta contra la indisolubilidad del matrimonio; implantación del divorcio; se suprime la dotación de culto y clero, quebrantando los solemnes pactos contraídos por el Estado a título de justicia». Continúa el Episcopado: «Lo peor de todo es el laicismo que, a fin de cuentas, lo que intenta es sustraer a la ley de Cristo toda la sociedad». Afirman los Obispos que esto se hace basándose «en una filosofía ingeniosa pero desprovista de base científica. En nombre de la libertad de pensamiento y de la transigencia se imponen errores ya hace tiempo condenados». Los Obispos consideran estos hechos como fruto del laicismo, uniéndose a ello «la proclamación del ateísmo oficial con todos sus horrores y daños incalculables». A disminuir esto viene la palabra papal, que significa la «alta protesta contra las múltiples ofensas irrogadas a los sacrosantos derechos de la Iglesia, que son los derechos de Dios». Como conclusión a esta primera parte de su documento, los Obispos declaran que están dispuestos a seguir luchando por el honor de Dios y de la Iglesia. Pasan luego a recordar a los católicos sus deberes, trabajando «todos unidos íntimamente al sucesor de Pedro..., dejando a un lado las cuestiones secundarias que nos dividen, atenderán (los católicos) a la defensa de los altos intereses de la Iglesia con el concurso de todas las buenas energías empleadas por las vías justas y legítimas». Continúan los Obispos: «Haciendo esto se sirve también a la Patria corno fervientes y dóciles ciudadanos, siguiendo así las instrucciones del Episcopado que ha reconocido y acatado el Poder constituido sin vincularlo jamás a una determinada forma de gobierno». Confían los Obispos que de este modo se reparen los daños causados a la Iglesia, y «sea conjurado el peligro de que se apague la fe, peligros que en España amenazan al mismo consorcio civil». Concluye el Episcopado deseando y esperando que el documento papal sea estudiado con serena reflexión por parte de los poderes públicos, «ya que es un documento de la suprema autoridad moral, internacional y mundial que no se puede rechazar sin poner en peligro el progreso y la libertad de los pueblos». Nada más aprobarse el artículo 26 de la Constitución, los diputados católicos comenzaron a organizarse y a recorrer España iniciando, así, una etapa política que, bajo el «slogan» «La Constitución que va a aprobarse no puede ser nuestra», tenía como finalidad la revisión de los artículos que afectaban gravemente a la conciencia católica. Era el revisionismo. Las fuerzas protagonistas de tal campaña eran las representadas por «El Debate», la minoría agraria y los diputados vasconavarros. El 17 de octubre se publicaba en la Prensa un «Manifiesto de los diputados católicos al país»: en el se reconoce que en la propaganda revolucionaria que se hizo a favor del régimen republicano, algunos de sus dirigentes hicieron promesas explícitas de que la República respetaría «los sentimientos religiosos del país». Confiada la derecha en tal promesa, votó por el nuevo régimen, pero se ha visto gravemente defraudada «porque no han logrado salvar la posición doctrinal que sustentaron en su propaganda revolucionaria». Según los diputados que suscriben el Manifiesto, el acuerdo de los núcleos de mayoría dio por resultado la redacción y votación «de un articulo netamente persecutorio, disfrazado con apariencias de medida salvadora del régimen». Después, califican la medida antirreligiosa de «violenta v odiosa que verá con sonrojo el mundo civilizado», comunican al país que ellos han concedido lo más que podían transigir, y estas concesiones son: la libertad de conciencia, la separación entre la Iglesia y el Estado y el sometimiento de las Ordenes y Congregaciones religiosas a sus leyes generales. Y terminan su Manifiesto al pueblo con un llamamiento dirigido a todos los católicos españoles, llamamiento enérgico y apremiante a la acción: «La Constitución que va a aprobarse no puede ser nuestra porque es antirreligiosa y antisocial y por ello, ya desde ahora, levantamos la bandera de la revisión». El mismo día, en su editorial, «El Debate» calificaba el Manifiesto de los diputados agrarios y vasconavarros de «ponderado y enérgico». El periódico los ve «cargados de razón» por dos motivos principales: porque no hallan amparo y respeto en la Constitución; y porque se han roto los compromisos contraídos por el nuevo régimen antes y después del advenimiento de la República, ya que «sus hombres no han cumplido su palabra». Y se vuelve de nuevo al «leitmotiv» de la campaña revisionista: «Muchos votos del 12 de abril han quedado sin representación y todos ellos repugnan cualquier intento de política sectaria». Lo mismo había indicado ya Alcalá Zamora en su discurso antes de aprobarse el artículo 26. Y termina «El Debate» : «Detrás de estos diputados se sitúa una gran parte de la opinión española: ¡Todos a luchar 'por vías justas y legitimas' por la reforma de la Constitución!». Se subrayan especialmente las palabras «por vías justas y legitimas» porque son las que aparecen en el mensaje papal de estas mismas fechas. Por su parte, el Cardenal Vidal i Barraquer se hace eco de esta campaña en pro de la reforma constitucional, en su carta del 22 de octubre dirigida al Cardenal secretario de Estado vaticano, Pacelli: «La retirada del Parlamento y el Manifiesto al país de las minorías católicas y elementos independientes ha hecho impresión, como lo prueban las invitaciones que desde el Parlamento les han sido dirigidas para reincorporarse a las tareas constitucionales... Por otra parte, los elementos católicos han comenzado la campaña revisionista por diversas ciudades recogiendo notables adhesiones». Hace referencia luego el Cardenal a un discurso de Lerroux en Santander, en el que calificó el artículo 26 como «negación de un derecho de gentes v de la condición de ciudadanos a todos los que no profesan nuestras ideas», manifestando en la misma ocasión su esperanza de que será posible reformar la Constitución por los medios legales. El Arzobispo de Tarragona ve en esto «un síntoma de la impresión que, aún en los medios gubernamentales, produce el criterio ultrarradical en que se ha inspirado la Constitución».
En su carta al secretario de Estado Pacelli, se puede ver un poco de optimismo por parte de Vidal i Barraquer: el dictamen primitivo en lo tocante a los derechos de la familia y a la cuestión del divorcio ha sido atenuado; se rechazó una enmienda que pretendía nacionalizar la propiedad de las iglesias consideradas como monumento artístico e histórico, y en este punto se aprobó un texto aceptable; se reconoce también la enseñanza privada, hecho significativo para el Cardenal porque se rechazó una enmienda en la que se proponía la exclusión del profesorado eclesiástico y religioso. Y termina el Arzobispo catalán: «En cuanto a la ejecución del artículo 26, no es un secreto para nadie que los propios ministros consideran impracticable, a lo menos por largo tiempo, la prohibición de enseñanza a las Ordenes religiosas, que figura en el texto constitucional como base de la ley de Congregaciones a dictar por las Cortes. Aún con respecto a la Compañía, no deja de ser sintomático el hecho de que en el día de ayer la Asociación de Padres de Familia haya alcanzado del Subsecretario de Instrucción Pública autorización para la apertura del Colegio de Chamartín». Gil Robles afirma que la campaña promovida para reformar la Constitución «actuó de poderoso revulsivo de la conciencia cristiana del pueblo». Lo que está ciertamente fuera de duda es que tal campaña sirvió para dar cohesión a las fuerzas de la derecha y convencimiento de su propio poderío y valor, resucitándolas de la postración en que habían que-dado después de los sucesos del 14 de abril. Afirma Gil Robles, uno de los principales protagonistas de aquellos momentos revisionistas: «En todas las provincias, incluso en las regiones más difíciles, decenas de miles de ciudadanos se reunían para proclamar su entusiasta adhesión a un ideal v la fe inquebrantable en los destinos de la patria». El día 8 de noviembre, decía «El Debate»: «Nace su fuerza (la de la campaña revisionista) del pueblo mismo que se congrega. Es el pueblo, pueblo auténtico, campesino, unido al terruño por el trabajo..., congregado en magnífica protesta colectiva en defensa de ideales hondamente sentidos, reverenciados, transmitidos por una noble y venerable tradición patria y familiar, arraigados en el alma, que no traídos por una efervescencia nerviosa, epidémica y callejera, ni al impulso de ambiciones y de odios». Para el diario católico, la campaña es una solemne intervención «en defensa de ideales sacramentísimos y de irrenunciables derechos», y ha de servir también para contener la política sectaria del Gobierno. Y continúa: «No nos satisfacemos con contener, hay que hacer retroceder la política ahora imperante. No cesará la campaña revisionista hasta que desaparezcan de la Constitución aquellos artículos incompatibles con los sentimientos religiosos del país». La esperanza de tal posibilidad la hacía patente también el periódico cuando comentaba que, aún con precipitación e improvisación, habían ido más de 40 diputados a las Constituyentes; añadía luego «El Debate»: «Cuando ya no quepa la prisa ni el desconcierto serán más los diputados católicos». El acto más representativo de la campaña promovida para reformar la Constitución fue, sin duda alguna, el mitin celebrado en Palencia el 8 de noviembre de 1931. A consecuencia de ello, las derechas salían a la calle e intentaban demostrar que eran capaces de imponerse a los grupos de presión izquierdista. De aquello dice Gil Robles: «Era evidente que la opinión conservadora reaccionaba. A la actitud derrotista de los primeros tiempos de la República había sucedido anta bien fundada esperanza. Las derechas españolas no eran ya los restos casi pulverizados de algo pretérito, sirio la fuerza poderosa organizada y tensa que demostraba hallarse dispuesta a librarla batalla en el terreno en el que se le presentara». «El Debate» —en su editorial del 10 de noviembre y bajo el titulo de «Una jornada triunfal»— comentaba así el hecho de Palencia: «Al mitin de revisionistas de Palencia asistieron 23.000 personas. Los católicos han procedido como quien tiente la firme decisión de defender su derecho, incluso mediante el uso de medios coercitivos autorizados por una, a todas luces, legítima defensa. La jornada, pues, ha sido triunfante y gloriosa». Pero no caían los organizadores de estos actos revisionistas en la ingenua idea de pensar que aquella sería una tarea fácil y que el éxito estaba ya a las puertas: «Día de triunfo..., triunfo parcial en una lucha que, como advirtió uno de los oradores, ha de ser larga y dura». Y termina el editorial: «En fin, lo ilícito es la omisión de todo esfuerzo..., porque al deber religioso y patriótico únese el instinto de conservación para reclamar de todos una cooperación asidua y entusiasta al grupo de hombres que ha echado sobre sí la iniciativa y la responsabilidad de toa restauración cristiana». En estas dos palabras finales está, a mi modo de ver, la esencia v el sentido de la línea política de Acción Nacional. Habiendo caído la Corona que estaba rematada por la Cruz, se debía conservar la Cruz ya que ésta no tenía por soporte natural a la realeza. Era urgente sostener la idea de que era posible una restauración cristiana independientemente de la forma de Gobierno que hubiera en España. Pronto se hizo eco el Gobierno del movimiento político que se extendía por el país, y lo hizo tomando la decisión de suspender la campaña revisionista. Sobre esto escribía su editorial «El Debate» del 14 de noviembre, bajo el título «El primer triunfo del revisionismo». Se pregunta el periódico en él por las razones que habían podido mover al Gobierno a tomar tal medida, después de citar la causa oficial que da el Gabinete: la agitación antirrepublicana que se viene haciendo con motivo de los mítines. Y continúa el diario: «Pero la verdadera razón es que el Gobierno ha visto que la opinión nacional iba a estar polarizada por los católicos en torno al problema de la revisión. Se ha dado cuenta de la posición tan poco airosa de un Gobierno v de una Cámara que están elaborando una Constitución contra la que ya se levanta el país». Ante la acusación que desde el Gobierno se dirige a los revisionistas, responde el editorialista: «Lo que nuestros diputados combaten es una Constitución sectaria, no republicana». Continúa «El Debate» con los puntos siguientes: «No hay que cejar en la actitud. Por Dios y por nuestro derecho. Y dentro de las vías justas y legítimas, secundando la norma que se nos ha dado en estos momentos y para estos momentos... Cuando hablamos de victoria nos referirnos a los derechos de la Iglesia en España. No hablamos de victoria para nada de la forma de Gobierno. No necesitamos emplear otras armas que las de la ciudadanía ni otro cauce que el de la ley. Los católicos desean que la Constitución se revise para desterrar de ella el sectarismo y la Constitución será revisada». La prohibición gubernativa llegó tarde; el efecto ya estaba conquistado cuando se decretó la suspensión de la campaña en el Consejo de Ministros del 13 de noviembre. «Dejaron de anunciarse los actos con ese carácter, pero todos los celebrados en España por nuestras fuerzas tuvieron entonces una acusadísima significación revisionista. Es cierto que el Gobierno menudeaba las suspensiones y los atropellos, pero la misma arbitrariedad era un activo elemento de propaganda y de lucha contra la política imperante». El 5 de diciembre publicaba la Prensa un proyecto de ley del ministro de Justicia sobre la secularización de cementerios y cuyos puntos más importantes eran los siguientes: «Art. 1: Los cementerios municipales serán comunes a todos los ciudadanos, sin diferencias fundadas en motivos confesionales. En las portadas se pondrá la inscripción de 'cementerio municipal'. Los distintos cultos podrán celebraren ellos sus ritos funerarios. Las autoridades harán desaparecer las tapias que separan los cementerios civiles de los católicos cuando sean contiguos. Art. 3: En ningún caso será permitida la inhumación en los templos o en sus criptas, ni en las casas religiosas o en los locales anejos a unas y otras». En la primera parte del decreto, antes de su parte dispositiva, aparece un preámbulo donde se justifica la proposición contenida en el mencionado proyecto: «Secularizar los cementerios era un imperioso deber civil para el régimen naciente y hoy es un corolario de los preceptos constitucionales ya aprobados por las Cortes Constituyentes». Para el ministro autor del proyecto de ley, ésta es una exigencia misma del Estado democrático, porque de nada valdría proclamar los principios de igualdad si en los momentos más solemnes de la vida civil la religión dividiera a los ciudadanos. «Ser disidente era motivo de sanción aún en la hora de la muerte, pues como tal se ha venido considerando la privación de enterramiento en sagrado...». Por ello, y con el fin de guardar una de las derivaciones más puras de la libertad de conciencia, «publica la República este decreto para impedir la perduración de abusos». Manuel Azaña comenta en su Diario: «14 de diciembre: Consejo de Ministros. Fernando lee los proyectos de ley de divorcio y el de secularización de cementerios. El primero me parece bien y es aprobado sin discusión. En el segundo, Fernando proponía que se autorizase la creación de cementerios 'confesionales'. Le hago notar que eso no resuelve la cuestión y que, al cabo de unos años, volveríamos a estar como ahora. Es preferible el cementerio único, definitivamente. Se acuerda así, suprimiéndose del proyecto el artículo correspondiente». Posiblemente, el proyecto de ley que más impacto causó en la opinión pública fue el referente al divorcio: «El Gobierno, al secularizar el Estado, no podía dejar detrás de sí cuanto al matrimonio y a su íntima estructura jurídica atañe». El Gobierno se ha de ocupar principalmente de este problema, porque «no podía solidarizarse con quienes quieren hacer de las situaciones creadas por dolo o culpa situaciones indisolubles jurídicamente; no podía, en una palabra, permanecer atado a todo el sistema de prejuicios sociales e imposiciones confesionales de que constitucionalmente se ha liberado». Estas últimas palabras nos muestran también la que había sido y será idea central en todos los discursos de Azaña: liberar al Estado de cualquier prejuicio, sea del tipo que sea, que lesione la soberanía del Poder nacional. Hace notar Fernando de los Ríos que este decreto no intenta facilitar la ruptura del compromiso matrimonial para liberar de esta forma a los cónyuges del sacrificio inherente a la vida familiar, sino que ,la Cámara Constituyente lo entiende, afirma al ministro, «como resorte postrero a que acudir cuando se haga imposible sostener las bases subjetivas que la crearon». En la parte dispositiva del proyecto de ley, se indica que «los tribunales ordinarios son los únicos competentes para los efectos civiles. No se inscribirán en el Reglamento Civil las sentencias de los tribunales eclesiásticos. El objetivo del decreto es vindicar en interés de la vida ciudadana las funciones de soberanía (del Estado) por naturaleza indelegables». Las más importantes entre éstas se refieren al orden judicial: «Reconocida plena eficacia civil a las sentencias de los tribunales eclesiásticos, resultó que el fallo de una entidad extraña a la soberanía del Estado venía a crear, modificar v extinguir derechos civiles cuya salvaguarda es de la exclusiva competencia de éste». En su editorial del día siguiente, 6 de noviembre, «El Debate», calificaba el decreto de «injusto e inicuo, monstruosidad jurídica», porque «de un plumazo pretende destruir la potestad judicial de la Iglesia». Acusaba el periódico al ministro de Justicia de importarle muy poco destruir la tradición jurídica de España con tal de llevar adelante su política sectaria. La acusación de barbaridad jurídica se fundamentaba en el hecho de que por un simple decreto se destruya no sólo una ley, sino todo un Código Civil. El Estado invadía así un campo que no era el suyo, con un atentado a la soberanía espiritual de la Iglesia, y sustrayéndola a ella la potestad judicial sobre el matrimonio canónico «que de un modo exclusivo la compete». Para «El Debate», tal decreto le planteaba incluso el problema del regalismo, la intervención del Estado en asuntos de sola competencia eclesiástica, «con todo su carácter herético». Termina el periódico acusando al ministro Fernando de los Ríos de ir «contra la tradición jurídica española, contra los derechos de la conciencia católica, contra los preceptos del Código Civil, contra la inalienable potestad judicial de la Iglesia». Por último, descubre el editorialista la intención manifestada en la publicación del decreto de implantar, como en 1870, el matrimonio civil obligatorio. El mismo periódico —en un editorial titulado «Ataque al presupuesto eclesiástico»— escribía el 22 de noviembre: «Aún sin ser ley, por una simple orden del ministro de Justicia, ya no se pagara ni un céntimo por las parroquias vacantes, economías, catedrales y colegiatas». Por esta orden se anulaban créditos consignados en el presupuesto vigente, con la particularidad de que dicha orden se puso en práctica antes de ser publicada en «La Gaceta». Le pareció al ministro que tenía valor suficiente una orden de trámite (que además llevaría consigo efectos retroactivos), lo que «El Debate» considera que va contra toda razón y justicia. Ya estaba en la mente del Gobierno hacer economías en el presupuesto eclesiástico a partir del 1 de enero de 1932, pero con esta orden que comentamos se anticipa la puesta en práctica del proyecto. Por otra parte, hemos de recordar que ya en el artículo 24 (en la Constitución ya aprobada será el 26), el Gobierno se obligaba a suprimir el presupuesto eclesiástico en un período máximo de dos años. Escribe «El Debate»: «Se podía esperar de él más moderación y sentido común que de la Cantara, pero no ha sido así. El Gobierno es más cruel que la Asamblea. No respeta los derechos adquiridos ni los respetos que la Asamblea le autorizó para tener». Temía el periódico católico que de seguir los mismos hombres en el Gobierno, se suprimiera el presupuesto eclesiástico antes del 31 de diciembre de 1933. Todo ello nos hace ver claro el temor de la Iglesia a su futuro económico inmediato, ya que desde el 1 de enero de 1932 quedaba suprimido el presupuesto de culto y una asignación modesta que se pasaba a las monjas. Concluía «El Debate»: «urge, pues, en España la formación del tesoro sagrado, del tesoro nacional de culto e clero». A los pocos días, el 27 de noviembre, volvía el diario a ocuparse en su editorial del problema económico planteado a la Iglesia, y lo hacia comentando una circular de los Obispos en la que éstos pedían ayuda económica a los fieles para el sostenimiento del culto y clero. Decía el editorial «De una parte, no escapa a ninguno la consideración de la injusticia del Estado, expoliador en otros días de los bienes de la Iglesia, que consuma hoy el despojo definitivo faltando a los compromisos que adquirió y negándose a satisfacer la deuda contraída». También se hace eco de la alegría de bastantes creyentes porque se encontraban de esta forma «con una Iglesia libre, separada administrativamente del Estado, frente a si el ancho campo de posibilidades de una vida independiente». Como consecuencia práctica de esta independencia de la Iglesia, se sentía una mas viva adhesión que nunca hacia ella. al ser «victima de la injusticia y del expolio»; esta adhesión llevaba a facilitarle los medios para que «desarrolle intensamente su altísima misión espiritual». Termina el periódico recordando a los católicos que se espera de elles «una cooperación eficaz, constante y metódica Un problema que aún no había cicatrizado era el de la escuela laica, cuestión que a finales de 1931 vuelve al primer plano ante el anuncio que hace el ministro del departamento de que se han aumentado los presupuestos generales de su ramo en 100 millones de pesetas. La razón de éste aumento estaba en que se habían de crear escuelas nuevas que sustituyeran a las privadas. Ante tal noticia los católicos se alarmaron, intuyendo que las verdaderas intenciones que movían este propósito eran «la orientación revolucionaria, antisocial v antipatriótica» que se quería dar a las nuevas escuelas, para que fueran, así, centros arreligiosos y ateos. La versión oficial que se daba era la de que se quería que estos centros impartiesen una educación basada en la neutralidad laica. Comentaba a esto «El Debate» del 17 de noviembre. «Habrá una mentira: la neutralidad religiosa, y habrá una realidad: la persecución en el alma del niño de toda espiritualidad, de toda noción sobrenatural. La mentira de la escuela laica, arreligiosa, aconfesional, es un antiguo canto de sirena». Y afirma luego con toda gravedad: «Esto lleva directamente al comunismo». Continúa el periódico: «El señor Llopis, director general de Enseñanza y hombre clave en el Ministerio de Instrucción Pública, ha ideado la escuela para educar al pueblo. La neutralidad queda excluida. Nada de engaños ni de rodeos. Se prohíbe la enseñanza de la Religión, pero no es fácil que el lugar de asta quede vacante. Ya el señor Llopis habló de la otra religión, del comunismo». La tesis general del editorial es que no se puede dar la escuela puramente laica, porque al quitar la religión se cae directamente en el comunismo. El diario señala a Francia como ejemplo reciente que puede con firmar su tesis. La situación de la Iglesia en España era observada con atención en centros eclesiásticos del extranjero, como no podía ser menos ante la preocupación que por su futuro se sentía en el Vaticano. El día 27 de diciembre, se hizo público un mensaje de solidaridad de los católicos belgas, dirigido por ellos a los católicos españoles: « Dolorosamente conmovidos. por los acontecimientos que ponen en peligro la libertad religiosa en Espacia, especialmente en materia de enseñanza y del ejercicio del culto, y por la empresa pública de descristianización de todo el pueblo, los católicos belgas abajo firmantes creen responder al llamamiento del Romano Pontífice, a si como et sus sentimientos de cordial amistad y de constante fidelidad hacia sus hermanos de la católica España, expresando a estos su profunda simpatía en la prueba actual». Con ocasión del tiempo litúrgico de Adviento, el Obispo de Barcelona publica una circular haciendo un llamamiento al tribunal de Cristo, «donde habrá una horrible confusión de los pecadores y de los políticos impíos. Vemos con gran satisfacción el generoso movimiento de protesta y de revisión que se ha levantado entre nosotros perra reparar los daños causados a la Iglesia.... empleando con energía todos los medios lícitos, como nos dice el Santo Padre». El Obispo de Barcelona rechaza la sugerencia que se estaba propagando entonces, tendente a crear un partido neutro por parte de los católicos, que formaría «con ciertos partidos de orden». En opinión del prelado, dicho partido sólo «lograría, suavizar algún tanto la herida sin cicatrizarla y no se podrían evitar las irreparables consecuencias para el porvenir». Decididamente, escribe el Obispo: «Nada de transacciones y pactos con el hueco nudo de neutralidad en una lucha en la que se juegan los intereses eternos de la Iglesia, que son los intereses de la gloria de Dios y de las almas... Luchad con mucha intransigencia pero con caridad, luchad con viva energía, id todos bien templados, sacad las mejores armas de vuestra armería propia del Evangelio, no luchéis con saña, luchad con arma acerada, exponiendo los argumentos metafísicos, las razones de orden sobrenatural basadas en los derechos de un Dios creador, redentor y eterno remunerador». La última parte de la circular está dedicada a alentar a los fieles respecto a publicaciones de Prensa: «Declaramos con todo el peso de nuestras responsabilidades que están comprendidos en el canon 1398 algunos diarios y periódicos que se editan en nuestra ciudad y en otras de la diócesis, sin que pretendamos en modo alguno referimos a sus aspectos profesionales y políticos, como «El Diluvio», «Solidaridad Obrera», L'Esquella de la Torrara», «El Papitu», «L'Hora»,, «La Batalla», y otros que se publican en otras ciudades, como «La Traca», «Frailazo», «El Cencerro», «La Tierra», y otros similares cuya lectura está prohibida bajo pena de pecado mortal». El día 11 de diciembre tomaba posesión de la Jefatura del Estado don Niceto Alcalá Zamora. Con este motivo, «El Debate» publicaba un editorial en el que glosaba el hecho de la proclamación del primer Presidente de la República: «... Nosotros debemos prestarle fidelidad v acatamiento. Es la autoridad constituida. Tal pide la moral que practicamos, tal es lo que leemos en las Sagradas Escrituras, lo que de un modo indiscutible y terminante han mandado los Pontífices, lo que ha hecho la Iglesia española por medio de sus representantes genuinos que, tengámoslo presente, no son otros que los Prelados... No se nos puede pedir ni entusiasmo ni fervor, ni satisfacción interior siquiera. ¿Por qué? Porque lo que se quiere consagrar hoy es un Estado cuya forma jurídica legal es la Constitución que anteayer votaron las Cortes. Y nosotros, que acatamos el Poder, no podemos aceptar la ley injusta. No está en ella la fórmula de convivencia de todos los españoles». Continúa el periódico afirmando que la primera medida que brota de la Constitución es colocar fuera de ella misma a «enormes masas de ciudadanos extendidas por todos los ámbitos del país». Se repite luego la idea ya manifestada a raíz de los debates constitucionales: se nos ha declarado la guerra y los católicos la llevaremos por los medios legales. Y termina el editorial: «No nos hagamos ilusiones: hoy no es un día de paz para España. La primera preocupación del Presidente debería ser llegara una verdadera paz en la nación... Pero cuando se inicia una persecución a la Iglesia, no hay más que la que se pacte con la Iglesia misma». Como final de este trabajo deseo citar la opinión de Ortega y Gasset acerca de la República y del Gobierno, opinión expresada en los primeros días de diciembre de 1931: En cuanto a la forma de llevar la gestión pública del Régimen, la califica Ortega de «falso apasionamiento, atropellado y pueblerino». Y continúa criticando así abiertamente la vida de la República: «El balance de los siete meses de República arroja una pérdida y no, como debiera, una ganancia... Nos han hecho una República triste y agria. Constata el filósofo español que ha decaído la temperatura del entusiasmo republicano y que España va caminando a la deriva. En cuanto a la solución que se fue dando al problema religioso, la enjuicia así Ortega: «Yo no soy católico, pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo... No está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca, en su detalle, ni perfecta ni deseable. El Estado tiene que ser perfectamente y vigorosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún acto de agresión». El Gobierno es censurado por Ortega por haber consentido el falseamiento del gran hecho nacional, debido a lo cual algunos han entendido que la República no era obra «de un movimiento nacional», sino que eran «ellos quienes habían traído la República y, en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos». Acusa también al Gobierno de no haber hecho «una política unitaria nacional», de haber consentido el Gobierno que «cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto vistoso como un faisán». Culpa también al Gobierno de «amplio error en el modo de replantear la vida republicana» y de «preferir continuar siendo el antiguo Comité revolucionario». Esta última acusación es recogida por el editorial de «El Debate», que —en su edición del 8 de diciembre— calificaba de «gravísimo error» el que los gobernantes, ya en el poder, no acertaran a despojarse de su antigua condición de miembros del Comité preparatorio del advenimiento de la República. «Esto fuerza a reconocer —creía «El Debate»— que cada uno de ellos, tal vez no todos, valía para caudillo de barricada o de conspiración o de propaganda agitadora. Pero en ellos falta conciencia de su actual misión, visión de gobernante y talla de jefe político». En cuanto a la Iglesia y a la Monarquía, son importantes las afirmaciones siguientes de Ortega y Gasset: «No hemos de negar que durante no pocos años no fueron populares los gobiernos monárquicos. No lo eran ni en el sentido de que en el pueblo radicara su fuerza y su sostén, ni en razón de sus preocupaciones y afanes por los intereses genuinamente populares. Tampoco nos engañaremos en negar la existencia de oligarquías rondadoras del trono al que aislaban del resto de la sociedad española». Recuerda aquí Ortega y Gasset las veces que la Iglesia solicitó algo y siempre se la despachó de mejores o peores modos. Afirma luego claramente: «La Iglesia española, empobrecida y mal respetada, ni quería influir ni siquiera era oída como merecía en las altas esferas del régimen monárquico». Sobre este punto, apostillaba «El Debate» en su editorial del 8 de diciembre: «En cambio, la casta o secta o clase intelectual gozaba de prerrogativas, acatamientos y privilegiada influencia bajo la Monarquía, y esta clase fue la que contribuyó a derrocar el régimen monárquico. ¡Cuántos intelectuales protegidos por ministros o duques! ¿Lo ha olvidado el Sr. Ortega y Gasset?». J. M. G. I. |