S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Tiempo de Historia nº 29, abril 1977 Ochenta años de la vida española, en imágenes.ALFONSO, fotógrafo de la Historia Alvaro Custodio
Por un azar ligado a mi condición de corresponsal en España de una revista mexicana, me tocó visitar cierto día el impresionante estudio del gran patriarca de la fotografía en Madrid: Alfonso. Su nombre me evocaba innumerables proezas en el mundo del reportaje gráfico desde las más lejanas reminiscencias de mi niñez. El estudio del famoso fotógrafo, en plena Gran Vía madrileña —tiene otro en el popular barrio de Chamberí a cargo de su hermano menor—, viene a ser una especie de museo del pasado ibérico: millares de fotografías, la mayoría dedicadas, recogen las efigies de los españoles y extranjeros más notables que vivieron o pasaron por la península desde fines del siglo XIX a nuestros días, así como los acontecimientos que han hecho Historia. Permanecer a solas frente a aquellos retratos que nos miran en ocasiones con impertinencia —a la mayoría les conocí, siquiera fuera de lejos, personalmente— resulta una experiencia difícil de confrontar.
Allí cuelgan los que fueron un día pasto de la murmuración o de la popularidad más estrepitosa, olvidados ahora en su difuminada mediocridad: todos los personajes que sonaron con ensordecedora trompetería en el mundo de la política, de las letras, del arte, del teatro y hasta de la extravagancia. El tiempo se ha encargado de arrojar fríamente a la mayoría al foso de los leones —la indiferencia—, pero también están los pocos sabios que en el mundo han sido, parafraseando a Fray Luis de León: Galdós y su perro, una imagen impresionante, casi estremecedora, en que el gran novelista oculta su ceguera bajo gafas negras y dedica el retrato con mano temblorosa a su autor. Antonio Machado, con su tierna sonrisa bajo un chambergo de fieltro gris, imagen que ha recorrido todos los diarios y revistas del mundo. El gesto adusto, casi agresivo de Miguel de Unamuno. La romántica y espectacular elegancia de Ramón del Valle-Inclán. La actitud concentrada del máximo filósofo en lengua castellana, José Ortega y Gasset. Picasso, Manuel Azaña, Roberto Castrovido, cuya efusiva dedicatoria se tuerce como una ola. Ramón y Cajal, Pablo Iglesias, Blasco Ibáñez, Albert Einstein, Ramón Gómez de la Serna, Benavente, García Lorca, Pérez de Ayala, Pío Baroja, Azorín, Manuel de Falla, Amadeo Vives, María Guerrero, Margarita Xirgu, Francisco Morano, Enrique Borrás, Loreto Prado, Juan Belmonte, José Gómez «Gallito», Rodolfo Gaona, Capablanca, Tita Rufo, Caruso, Miguel Fleta, Ofelia Nieto, etc. Los Alfonso forman una dinastía de fotógrafos que se inicia con el padre de nuestro entrevistado, cuando María Cristina de Habsburgo, viuda de Alfonso XII, ejercía la regencia en la niñez de su único hijo varón, Alfonso XIII. Era la época en que los fotógrafos tenían que preparar personalmente sus propias placas de cristal, y las cámaras eran de tan gran tamaño que resultaba imposible desplazarlas del estudio. La fotografía fue descubierta a través de lentos procesos que se iniciaron al principio del XIX, pero no se popularizó, fuera del campo profesional, hasta finales de aquel siglo cuando el norteamericano George Eastman (1854-1932), fundador de la compañía Kodak, obtiene en sus laboratorios el rollo de celuloide que sustituye a la placa fija. Fotografía significa en griego: pintura de la imagen, y fue el astrónomo inglés F. W. Herschel (1792-1871) el primero que empleó en 1839 los términos fotografía, positivo, y negativo. Los ensayos iniciales para reflejar una imagen en un estrato conteniendo sustancias químicas sensibles a la luz, generalmente sales de plata haloideas, se atribuyen a los franceses Joseph Nicéphore Niepce (1765-1833) y Louis Jacques Mande Daguerre (1789-1851), quienes decidieron asociarse para profundizar en sus respectivos experimentos. Al mismo tiempo que ellos el inglés William Henry Fox Talbot (1800-1877) descubría un papel sumamente sensible a la luz. Para lograr sensibilizarlo, Talbot realizaba lavados continuos, primero con una solución de sal común y después con nitrato de plata hasta formar cloridio de plata. Cuando aún estaba húmedo el papel, se exponía en la cámara oscura durante una hora o hasta que apareciese una imagen suficientemente visible. Años después, por sugestión del astrónomo Herschel, utilizó Talbot el hiposulfito de sodio como agente fijador, lo que daría gran resultado. Este proceso lo hizo público Talbot ante la Real Sociedad de Londres en 1839. Por su parte, Daguerre empezó a experimentar en 1831 con placas de plata que ahumaba con vapores de yodo hasta formar un estrato de yoduro de plata, que exponía en la cámara oscura durante varias horas, con el fin de conseguir la imagen visible. No fue hasta 1837 cuando Daguerre logró que la exposición sólo durara algunos minutos, ahumando la plata con vapores de mercurio después de la exposición. A esto se llamó daguerrotipo, que tuvo gran difusión en todo el mundo a base de someter al sujeto fotografiado a una larga inmovilidad ante la cámara. La Academia de Ciencias de París conoció este proceso en 1839, concediendo una pensión vitalicia a Daguerre y otra al hijo de Niepce con la condición de que el notable inventó se hiciera público y no subordinado a una patente. Prosiguió la evolución de la fotografía hacia su perfección actual con las aportaciones del inglés Frederick Scott Archer (1813-1857), al utilizar el colodión húmedo como agente de la sal de plata, y de Richard L. Maddox (1816-1902), quien logró por fin la emulsión seca de la sal de plata en una solución de gelatina. Por último, Richard Kennet (1815-1896) empezó a fabricar y a vender en Londres —durante 1874— emulsiones sensibles y placas secas, que fueron las propulsoras del maravilloso invento hasta que Eastman desde Rochester (Estados Unidos) logró imponer su rollo de película que sigue vigente para uso de los millones de aficionados a la fotografía de todo el mundo, aunque los profesionales siguen utilizando las placas fijas y las cámaras de gran tamaño. Vino después la fotografía en movimiento, a la que dio enorme impulso el kinetoscopio del mayor inventor del siglo, Thomas Alva Edison, anticipo genial del cinematógrafo (del griego: imagen en movimiento) descubierto por los franceses Louis y Auguste Lumiére (1862-1948 y 1864-1955), quienes hicieron su primera exhibición pública el 28 de diciembre de 1895 en el Salón Indio del Gran Café de París. La fotografía había alcanzado así su máxima expresión, que llegaría casi a lo milagroso con el invento paulatino de la televisión, comercializada después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ni el cine, como se creyó, acabó con el teatro, ni la televisión con la fotografía, creando cada género sus especialistas. Alfonso lo es en la fotografía: su carrera constituye un capítulo apasionante de la crónica diaria que ha quedado plasmada en sus imágenes, hasta el punto de que su Agencia de Información Gráfica, solicitadísima por toda la Prensa nacional, es quizá la más completa y mejor de España en sus últimos 80 años. Alfonso sigue utilizando en su estudio la cámara alemana Globus de 30 x 40 que adquirió su padre en 1914, puesta al día con la óptica y negativos de la más alta sensibilidad. Hemos considerado de gran interés periodístico reflejar las vicisitudes de dos reporteros gráficos tan notables como Alfonso García Sánchez, padre, y Alfonso Sánchez Portela, hijo, que nos retrotraen a un intenso capítulo de la Historia moderna de España, país de la eterna revolución frustrada, dominado siempre por una oligarquía inculta y rastrera que le impidió evolucionar al ritmo de las demás naciones del Occidente de Europa. Los dos Alfonso y sus imágenes fueron simples testigos de aquel acontecer, pero lo que ellos recogieron con sus cámaras nos da la oportunidad de recordar a los lectores el inmediato pasado español, una Historia carente casi por completo de ejemplos, de hitos y hasta de sentido común. Da la impresión de que los españoles no tuvieron otra cosa que ofrecer, sino el sangriento regodeo de su fiesta nacional y su pimpante «género chico», que cuando se vuelve grande resulta tan caduco como hueco. Quisiera que mis personales comentarios a las imágenes de Alfonso fueran como una alerta a los futuros forjadores de una España, que, pese a sus buenos propósitos de enmienda democrática, sigue en poder de la misma oligarquía «con nuevos oropeles de carnaval vestida», corno dijera Antonio Machado.
—Mi padre nació casualmente en Ciudad Real —empieza diciéndome mi entrevistado— porque allí daban mis abuelos una función de ópera. Mi abuelo era empresario teatral, pero el negocio, en una nación de tan pobres recursos como la nuestra, iba de mal en peor y al morir mi abuelo no dejó más que deudas, una viuda y un hijo de pocos años. Mi abuela se puso a trabajar y lo mismo hizo mi padre que, siendo aun un niño, vendía a la puerta del Teatro Real de Madrid los libretos de las óperas que cantaban los divos de moda. (Agreguemos por nuestra cuenta que el Teatro Real se hundió parcialmente hacia 1922 y no fue reparado hasta hace escasamente unos diez años, pero sólo como sala de conciertos. Madrid es la única capital de Europa sin un teatro permanente de ópera). Empezó a estudiar mi padre, en sus horas libres en la Escuela de Artes y Oficios, pero la falta de medios le impidió continuar su preparación técnica, por lo que aprovechó la ocasión de trabajar como aprendiz en el estudio fotográfico quizá más importante de Madrid a fines de siglo, la Casa de Amador, situada en plena Puerta del Sol. Empezó a aprender el oficio desde abajo, con aquel estímulo personal de perfilar los detalles de su labor como un auténtico artesano. Eran los tiempos heroicos de la fotografía, cuando el profesional tenía que prepararse sus propias placas de cristal. Mi padre halló, al fin, la oportunidad de sacar una fotografía que sería reproducida por la Prensa de la época y adquirida por infinidad de devotos: el cuerpo incorrupto de San Isidro, patrono de los madrileños, expuesto a los creyentes en la catedral de Madrid. Mientras los madrileños se postraban ante las reliquias de aquel labrador del siglo XII a quien los ángeles araban los campos mientras él dirigía sentidos loores a la Virgen María, la Escuadra de viejos barcos de madera de la Armada española era destrozada en Santiago de Cuba y la bahía de Cavite —en Filipinas— por los flamantes buques de acero de la Armada norteamericana. Al mismo tiempo, las últimas posesiones de ultramar eran ocupadas por las tropas yanquis y después cedidas a la joven potencia que eliminó rápidamente de Cuba y Puerto Rico la fiebre amarilla que diezmaba implacablemente a nativos y soldados españoles. El desprestigio del Ejército y del Gobierno español en todo el mundo fue definitivo, pero dentro de España, salvo un pequeño grupo intelectual (la «Generación del 98») y unos cuantos dirigentes anarquistas y socialistas que proestaron por la carnicería y por la pésima conducción política del país, la burguesía y gran parte del pueblo se mostraron indiferentes al desastre, llegando incluso a corear canciones patrióticas colonialistas, como la marcha de la zarzuela «Cádiz», que se hizo enormemente popular.
—Mi padre pasó a trabajar —al comenzar el siglo XX— con otro famoso fotógrafo de entonces, Company, convirtiéndose en el operador de galería más joven de la época. Esto le permitió ya contraer matrimonio, sin salir por ello de una vida sumamente modesta. Yo vine al mundo el año 1902, y después nacieron mis hermanos Luis, José, Victoria y María, con lo que quedó completa la familia, en la que todos nos dedicamos a la fotografía. Mi padre comenzó ya a hacer reportajes en la calle, retratando a políticos destacados del momento: Segismundo Moret, José Canalejas, Antonio Maura y el más temido de los revolucionarios de entonces, Alejandro Lerroux. Desde aquella famosa amenaza del Lerroux demagógico (« Hay que hacer madres a todas las monjas»), su evolución política, después de ser Ministro y Jefe del Gobierno de la República en 1934, fue dar entrada y coaligarse con las derechas vaticanistas que dirigía Gil Robles durante el Bienio Negro que reprimió tan duramente la fallida revolución de Octubre de aquel año, para acabar aplaudiendo la rebelión militar franquista contra el régimen por el que se había esforzado toda su vida. ¡Triste destino de un luchador liberal! Podríamos también citar, entre los intelectuales de la «Generación del 98» y sus proximidades que renegaron de sus primeras convicciones, a Ramiro de Maeztu, Azorín, Eugenio D'Ors y Ramón Pérez de Ayala.
—Mi padre trabajó como reportero gráfico, primero para un semanario titulado precisamente «El Gráfico», fundado por Julio Burell y propiedad de los Gasset, dueños también del mejor diario de aquellos tiempos, «El Imparcial». Dicho semanario dejó pronto de salir v mi padre no pudo publicar la serie completa de fotografías que había tomado en el pueblo sevillano de Peñaflor, donde se habían cometido los crímenes horrendos del Huerto del Francés, especie de garito clandestino donde mataban v enterraban a los clientes más ricos. Fue entonces cuando entró a trabajar mi padre en el diario de la tarde «El Heraldo de Madrid» —que dirigía José Francos Rodríguez—, donde obtiene sus primeros éxitos, entre ellos las imágenes fidedignas de la gran catástrofe del tercer depósito de las aguas del Canal de Isabel II al hundirse estrepitosamente arrastrando con ello gran número de víctimas; y un reportaje sobre el noviazgo de Alfonso XIII y la princesa inglesa Ena (Victoria Eugenia) de Battenberg, con quien se casó el 31 de mayo de 1906. Alfonso XIII entró a reinar a los 16 años de edad y —según cuenta el Conde de Romanones— mostró desde un principio una tendencia inequívoca al gobierno personal, opuesta al principio constitucional (1876) de su mera representatividad sin carácter ejecutivo. El día de su boda, celebrada con gran pompa en Madrid, un anarquista, Mateo Morral, arrojó una bomba sobre la carroza real desde un cuarto piso de la calle Mayor: causó innumerables víctimas, pero los recién casados salieron ilesos. El autor del atentado logró huir, al ser descubierto por un guardia jurado, le asesinó y después se pegó un tiro.
—El primer gran reportaje de extraordinario mérito que hizo mi padre, fue el desastre del Ejército español ante las tribus rifeñas en el Barranco del Lobo, al norte de Marruecos, en 1909. Alfonso Sánchez García embarcó en 1909 con el primer batallón de Cazadores de la Brigada de Madrid con destino a Melilla, entonces rodeada de cabilas moras hostiles. Alfonso, padre, no cargaba otras armas que sus cámaras y placas fotográficas. El Ejército hispano, con aquellos refuerzos y otros que iban en camino, se disponía a «dar una lección» a los rebeldes rifeños que acababan de matar en una emboscada a seis trabajadores de las minas de Rif, en la fracción de Beni Ensar, a seis kilómetros de Melilla. Estas minas de hierro eran explotadas por la Compañía Española de Minas del Rif y la Compañía Norte-Africana con capital francés. —El general José Marina Vega, gobernador militar de Melilla, impuso una condecoración a mi padre —me dice Alfonso, hijo—, por su conducta en la batalla del Barranco del Lobo. La matanza de soldados españoles fue tan copiosa, que mi padre tuvo que soltar la cámara para dedicarse a transportar en camilla a los heridos que caían por todas partes. Se le otorgó la Medalla de Campaña con distintivo rojo. «Heraldo de Madrid» le había enviado, con aquellos sueldos irrisorios que entonces pagaban los periódicos, a plasmar en imágenes una victoria de las armas españolas, pero sucedió todo lo contrario. Glosemos las palabras de Alfonso aclarando que aquella escaramuza tan sangrienta fue el desastre del Barranco del Lobo, siendo su origen la oposición indígena a la explotación de los yacimientos de hierro por compañías extrajeras. Aquel 27 de julio de 1909, murieron un general, cinco jefes, ocho oficiales y cerca de 200 soldados, resultando heridos más de 50 jefes y oficiales y unos 600 soldados. A estas víctimas, hay que agregar los 100 muertos, 300 heridos y medio millar de detenidos a causa de la Semana Trágica de Barcelona, promovida por la protesta obrera contra los embarques hacia Marruecos de reservistas activos que eran en su mayoría hombres casados y con hijos pertenecientes a las clases más humildes. Los trabajadores catalanes no querían seguir muriendo en los barrancos y desfiladeros de Marruecos para que los accionistas de dos compañías mineras continuaran cobrando sus dividendos. De poco les sirvió aquel gesto revolucionario: el maestro Francisco Ferrer, a quien se atribuyó la inspiración de aquellos motines —se volaron puentes, líneas ferroviarias, pero sobre, todo tempos y conventos, al identificar a la Iglesia católica con la gran burguesía y con el Gobierno presidido por Antonio Maura bajo el reinado de Alfonso XIII—, fue fusilado —junto con otros muchos— en los fosos del castillo de Montjuich. El «crimen» de Francisco Ferrer consistió en haber fundado una Escuela Moderna donde se impartía una Enseñanza racionalista imbuida por las ideas de Max Stirner, Eliseo Reclus y otros teóricos del anarquismo. La guerra de Marruecos continuó, casi sin interrupción, durante dieciocho años y con más aparatosos desastres, como veremos después. —Mi padre continuó trabajando para «Heraldo de Madrid», con el gran prestigio adquirido por su comportamiento heroico en el Barranco del Lobo. Era ya uno de los más populares reporteros gráficos de la época. Además de fotografiar al rey Alfonso XIII y a sus ministros de forma casi constante —entre ellos, Segismundo Moret, que sucedió a Llauca después de la Semana Trágica, Eduardo Dato, Alvaro de Figueroa, Conde de Romanones, etc.; así como a los dirigentes de la oposición: el carlista Juan Vázquez de Mella, notable orador, el republicano Alejandro Lerroux, el socialista Pablo Iglesias...— frecuentaba también los teatros de comedia y variedades. Una joven campesina, de gran belleza, se convirtió en famosísima cupletista: La Fornarina. Cuando estaba en pleno triunfo, allá por el año 1914, enfermó gravemente y tuvo que ser operada. Llamó a mi padre a la clínica y le dijo: «Me he maquillado como si fuera a salir a escena por si llegara a pasarme algo en la operación». Y mi padre la tomó en su espléndida hermosura por última vez, porque La Fornarina, murió, como ella temía, en aquella operación de cáncer de matriz.
—Un año antes, obtuvo mi padre otro de sus grandes éxitos como reportero gráfico, al recoger los macabros detalles del más famoso crimen de aquel tiempo: el del capitán Sánchez. En aquellos días, aunque el asesinato político estuviera de moda en toda Europa, perpetrado casi siempre por fanáticos del anarquismo, la vida no se veía aún alterada de modo casi constante por actos terroristas. En España se habían cometido atentados de distinta índole —una bomba fue arrojada contra la burguesía que llenaba el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, a fines del siglo—, y habían muerto dos primeros ministros, Antonio Cánovas del Castillo y José Canalejas, por balas anarquistas, en 1897 y 1912 respectivamente. Estos crímenes políticos no producían, sin embargo, la emoción ni el morbo de los provocados por la pasión o la codicia. Después del crimen del Huerto del Francés en 1904, de un bárbaro primitivismo, el que más conmovió a los lectores de periódicos españoles fue el del capitán Manuel Sánchez, cometido durante 1913 en Madrid. La víctima fue un jugador semiprofesional llamado Rodrigo García Jalón, a quien Sánchez hizo conocer a su hermosa hija María Luisa en la Escuela Superior de Guerra, donde Sánchez tenía un destino. María Luisa se había escapado varias veces del hogar paterno, para acabar entregándose a su propio padre, quien concibió la idea de matar en su casa a Jalón, cuando hacía el amor con ella. Entre los dos le desvalijaron y descuartizaron, arrojando sus restos por el excusado. No se habría descubierto el crimen si la avaricia de Sánchez no le hubiera hecho ir al Círculo de Bellas Artes a cambiar una ficha de juego por valor de mil pesetas —cantidad muy considerable en 1913—, que todo el mundo sabía allí que pertenecía a Jalón. Fue un periodista, Francisco Serrano Anguita, quien dio con la pista. Sánchez fue fusilado en Carabanchel el 3 de noviembre de aquel año, y María Luisa consumió su juventud en la cárcel de mujeres de Alcalá de Henares. Alfonso conserva la carta autógrafa que Sánchez dirigió a su padre, agradecido por haberle facilitado en su calabozo «el precioso retrato de mis amadísimos hijos». Y termina con un fervoroso y muy español «¡Qué Dios se lo pague!» Prisiones Militares. Celda número 5. A 22 de septiembre de 1913».
—¡Es formidable que un hombre tan siniestro pueda verter en una cuartilla unos sentimientos así! ¿Por qué? ¿Para qué? Difícil explicación —me comenta Alfonso, hijo, como colofón. Y continúa contándome que su padre había sido enviado en octubre de 1910 a la proclamación de la República portuguesa, cuyo primer presidente fue Teófilo Braga y el primer jefe de Gobierno, Bernardino Machado. La carrera de Alfonso, padre, se prolongó hasta el final de la guerra civil, cuando tanto a él como a su hijo se les abrió un expediente de depuración y les fue retirado el carnet de periodista. La carrera de reportero gráfico de Alfonso, hijo, empezó en 1918, a los dieciséis años de edad. El estudio de Alfonso está presidido por una gran ampliación de una fotografía muy sencilla, que representa a una mujer del pueblo lavando ropa en una tina. Yo supuse que aquel retrato tenía un especial significado, y así se lo dije a Alfonso, quien me contó de esta manera la historia de dicha fotografía: —Corría el año 1904. Mi padre trabajaba duramente para sostener a su familia; yo tenía apenas dos años. Vivíamos en una buhardilla de la calle Carretas. Mi padre aspiraba ya a poner un estudio, pero carecía de medios para hacerlo. El crítico de arte del diario «Heraldo de Madrid», Alejandro Saint-Aubin, le dijo a mi padre que sus fotografías eran mucho mejores de lo que él creía y que debería presentarse en el Certamen Internacional de Fotografía de Nueva York. A mi padre se le vino el mundo encima: la categoría del certamen la consideraba muy lejos de sus méritos. Pasan los días y Saint-Aubin no dejaba de insistir en su idea. Mi padre, por complacer a su gran amigo, buscaba un tema, pero no lo encontraba. El plazo estaba a punto de cerrarse cuando una noche, al llegar a nuestra casa, estaba mi madre lavando ropa en la cocina: mi padre creyó haber encontrado el terna que buscaba. Preparó el magnesio y disparó su cámara. Hizo una ampliación de las que hoy llamamos de tipo mural, que entonces resultaba muy difícil lograr, y la envió a Nueva York. Cuando el Jurado de admisión desembaló la obra, una de las últimas en llegar, opinó de modo unánime que aquel era el premio extraordinario. Esa es la razón de que ocupe el lugar de honor de mi estudio.
—¿Por qué decidió usted seguir los pasos de su padre? —Era mi ilusión desde niño. Mi padre, al principio, no quería, prefiriendo que yo estudiara una carrera, pero cuando terminé el bachillerato, le dije que no deseaba dedicarme a otra cosa que al arte fotográfico. En el fondo le dí una gran alegría. Yo me consideraba entonces como un buen aprendiz. Empecé a volar solo, hice numerosas escenas madrileñas: cocheros, albañiles, barrenderos, mozos de cuerda, modistillas, etc., y algunos reportajes gráficos para distintos diarios y semanarios. En 1921 se produce otro desastre militar de muchas mayores proporciones que el del Barranco del Lobo para las tropas españolas: la gran masacre de Anual en Marruecos. A pesar de mis diecinueve años, mi padre me consideró suficientemente maduro y me recomendó a los periódicos para los que él trabajaba como corresponsal de guerra. Me embarqué para Melilla lleno de entusiasmo, dispuesto a revolucionar este tipo de reportaje porque pensaba tomar las imágenes del enemigo disparando y actuando contra nuestros soldados. Mi decepción fue enorme: el enemigo siempre estaba oculto... Hice toda la campaña de la reconquista de las ciudades y poblados perdidos: Nadir, Zeluán, Monte Arruit, etc. Mis fotos se han publicado en el mundo entero y han servido para ilustrar casi todos los libros existentes sobre este trágico episodio histórico. Si las guerras de por sí son odiosas, las guerras coloniales son la hez de todos los conflictos armados. Las potencias europeas han sufrido en todas las épocas enormes reveses en sus intentos de dominación de territorios ajenos, pero hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial siempre acababan por imponerse, debido a la superioridad de su armamento y de sus medios de combate. En tiempos más recientes tal estado de cosas han cambiado radicalmente: ahí están los ejemplos de Corea, Argel, Vietnam, Angola... No es un secreto que estos pueblos, además de su heroísmo, contaban con la ayuda material de otros países anticolonialistas, pero los moros de las montañas del Rif no tenían en 1921 otra ayuda que la de algunos contrabandistas y la que ellos mismos se procuraban robando las armas del enemigo. España tenía a su cargo, por el Tratado firmado con Francia en 1912, el Protectorado del Norte de Marruecos, parte montañosa y casi estéril donde vivía la más belicosa de las cabilas, la de Beni Urriaguel. La diplomacia española había tenido que plegarse a la francesa y a la inglesa, que logró internacionalizar la ciudad de Tánger, situada en el territorio asignado a España. La parte del león se la llevó Francia, en cuyas manos quedó el Sultán de Marruecos, quien nombró un Jalifa o delegado suyo para el Protectorado español, cuya máxima autoridad era el Alto Comisario que, hasta la llegada de la República en 1931, fue casi siempre un general. Anual es un poblado colindante con la cabila de Beni Urriaguel, que traía de cabeza al Ejército hispano. En 1921, las tropas al mando del general Manuel Fernández Silvestre, varias veces condecorado por sus campañas contra los moros y amigo personal de Alfonso XIII, de cuyo Gabinete Militar fue jefe, al verse acosadas por oleadas de indígenas, evacuaron la zona en forma tan desordenada y torpe —según el propio Alto Comisario, general Dámaso Berenguer, en su libro «Campañas del Rif y Yebala»— que la operación terminó en una auténtica catástrofe. Se perdieron todas las posiciones conquistadas tras varios años de combates y múltiples sacrificios de vidas —Aydir, Nador, Halaut, Sidi Dris, Monte Arruit, etc.—, quedando totalmente derrumbada la Comandancia de Melilla, a cuyas puertas llegaron los rifeños. El jefe de éstos había de hacerse célebre en el mundo entero por su capacidad militar y por su extrema crueldad: Mohamed Abd-el-Krim el Jattabí. Los muertos en combate y asesinados al hacerlos Abd-El-Krim prisioneros, sumaron varios millares, incluyendo el general Fernández Silvestre, quien al parecer se suicidó. Las consecuencias de esta humillante derrota alcanzaron a la misma Monarquía. La protesta popular fue ruidosa. Los partidos republicanos y socialistas pidieron en las Cortes responsabilidades al Gobierno y a los jefes implicados en el desastre. Se abrió un expediente cuyo juez instructor fue el general Picasso, quien incluyó entre los culpables al propio Alto Comisario, general Berenguer. Dos oradores socialistas de gran talla pedían que no se excluyera a nadie de responsabilidades y castigos: Indalecio Prieto y Julián Besteiro, pero sus peticiones fueron desoídas por los diputados conservadores. El Gobierno presidido por Antonio Maura cayó, siendo sustituido por el encabezado por el jefe del Partido Liberal, Manuel García Prieto, en diciembre de 1922, que sólo duró hasta septiembre del año siguiente en que el Ejército —de acuerdo con Alfonso XIII— dio un golpe de Estado que acabó de un plumazo con el sistema parlamentario y la Constitución de 1876, estableciéndose la Dictadura del general Miguel Primo de Rivera y Orbaneja. Se cerró el expediente Picasso y no se exigieron responsabilidades por el desastre de Anual. El general Berenguer acabó siendo jefe del Gabinete Militar del Rey y, después, presidente del Gobierno, el penúltimo de la Monarquía de Alfonso XIII.
Alfonso pudo al fin realizar su deseo de retratar al adversario en Marruecos cuando llevó a cabo la más audaz y meritoria de sus aventuras periodísticas: visitar con su cámara, en compañía del también gran reportero Luis de Oteyza, al terrible enemigo de España en persona, Abd-el-Krim el Jattabí, fundador y jefe de la República del Rif. Este notable suceso ocurrió durante el verano de 1922. Abd-el-Krim ben Mohamed el Jattabí, caíd (juez o gobernador), perteneciente a la tribu de Beni Urriaguel (bereberes), situada en las montañas del Rif, nació en Axdir, clan de Ait Yusuf, en 1882. Estudió en las escuelas españolas de Melilla y más tarde en Fez, ciudad del Protectorado francés. El hermano de Abd-el-Krim, su brazo derecho, llamado Mhmed, llegó a prepararse para ingeniero de minas en Madrid. Recordemos que la única riqueza del Rif eran los yacimientos de hierro. En 1906, Abd-el-Krim fue director del suplemento en árabe del periódico «El Telegrama del Rif», que se publicaba en Melilla. Se cree que un nacionalista marroquí de extensa cultura, Dris ben Said, influyó mucho en el ánimo de Abdel-Krim, quien fue detenido en 1917 por sus actividades subversivas y encarcelado en Rostrogordo, al norte de Melilla. Al cabo de once meses de cautiverio, logró escapar pero, al deslizarse desde gran altura, le quedó para siempre una ligera cojera. Desde ese momento, inició su abierta rebeldía contra la ocupación española del norte de Marruecos, que le llevó a la gran victoria de Anual durante el verano de 1921 y que costaría a las tropas hispanas, según datos oficiales, 13.102 entre muertos y desaparecidos —la cifra real se acercaba a los 20.000—, dejando los españoles abandonados en manos rifeñas 20.000 fusiles, 400 ametralladoras Hotchkins, 200 cañones de distintos calibres marca Schneider y una gran cantidad de provisiones y municiones. En la operación murieron los generales Fernando Primo de Rivera, en Monte Arruit, y el jefe de la Comandancia de Melilla, general Fernández Silvestre. Abd-el-Krim adquirió inmediatamente fama internacional, y se convirtió en el caudillo y el ídolo de la rebeldía rifeña contra España. No se comprende que Melilla no cavera en sus manos, ya sus hombres llegaron hasta los suburbios de la ciudad. Abd-el-Krim confesó a Luis de Oteyza y al periodista francés Roger Matthieu que evitó tomar aquella plaza tan importante por ternos a las repercusiones internacionales que hubiera tenido tal humillación militar a una nación europea como España, encargada por las demás potencias de proteger aquel territorio. El general José Sanjurjo sustituyó a Fernández Silvestre, poniendo como principales tropas de choque a los mercenarios del Tercio Extranjero, a cuyo mando estaba el general Millán Astray y siendo su lugarteniente el comandante Francisco Franco, y a las tropas indígenas de Regulares que mandaba el general González-Tablas. Desde aquel desastre de Anual hasta mayo de 1926, Abd-el-Krim trajo en jaque al Ejército español, que fue recuperando la mayoría de las plazas perdidas aunque evacuó otras importantes, como Xauen. La cámara de Alfonso fue testigo de aquella sangrienta campaña, pero su máxima aventura consistió en visitar en su cuartel general al propio Abd-el-Krim. He aquí lo que Alfonso me contó durante nuestras conversaciones en su museo estudio. —El notable periodista Luis de Oteyza, director del diario «La Libertad», con su cuaderno de notas y yo con mi cámara fotográfica, preparamos con el mayor sigilo un viaje al campo enemigo para entrevistar al hombre más aborrecido en España, Abd-el-Krim, y a los numerosos prisioneros, jefes, oficiales y soldados, que tenía en su poder. Tratamos, primero, de pasar por la zona francesa, a través de Argel, que creímos lo más fácil puesto que por allí hacían los propios franceses el contrabando de armas con destino al cabecilla rifeño. Sin embargo, acabamos por ser expulsados de aquel territorio ya que los franceses no quisieron hacerse responsables de lo que pudiera ocurrirnos. No hubo otro remedio que embarcarnos en un falucho perteneciente a los propios contrabandistas de armas, que nos llevó a la playa de Suani en la bahía de Alhucemas, totalmente dominada entonces por los guerrilleros de Abd-el-Krim. Y así, por las buenas, enarbolando una bandera blanca, desembarcamos sin saber si seríamos respetados por los pacos (francotiradores) moros. Fuimos rápidamente rodeados por un grupo de guerrilleros que nos hicieron prisioneros. Les explicamos que éramos periodistas y que nuestro objetivo era ver a Abd-el-Krim para tratar con él sobre el posible rescate de los prisioneros de guerra españoles. Nos tuvieron unos cuantos días encerrados en una chabola, hasta que vino a buscarnos un moro al que llamaban «Pajarito», que nos condujo ante la presencia de Mhmed, hermano del jefe de la Jummurhiya Rifiya (República del Rif). Mhmed autorizó, después de sentarnos Oteyza y yo a discutir con el Imgharem (Consejo), que visitáramos y fotografiara yo a los prisioneros españoles. Alfonso me relata aquel angustioso lance con la mayor naturalidad, pero con mal disimulada emoción. Comentamos la enorme diferencia entre el soldadito español (que era arrastrado a combatir desde una pacífica región peninsular hasta aquellas áridas montañas infectadas de enemigos ocultos bajo el sol de fuego) y el moro, que podía pasarse días enteros agazapado detrás de una peña con su fusil, su cartuchera, una bolsa de higos secos y una hogaza de pan, esperando el paso de algún uniforme caqui para inmolarlo. La juventud española iba a un matadero sin pena ni gloria para nadie, salvo para los mercaderes de armas y las altas jerarquías militares, cuyas inútiles heroicidades les convertían en ídolos de la alta burguesía hispana. Alfonso siguió su interesante relato: —En un gran recinto, en lo más elevado de una explanada, formados en dos filas, jefes y oficiales delante y soldados detrás, estaban los prisioneros españoles en actitud de firmes. Oteyza reaccionó rápidamente, pidiendo al jefe de la guardia mora que les permitieran fraternizar con nosotros. Entonces, todo fueron abrazos, lágrimas, agitación y ternura. Sus preguntas caían a torrentes sobre nosotros. Aquel cautiverio se prolongaba demasiado y era durísimo para ellos. ¿Qué pensaba hacer el Gobierno, puesto que el Ejército no estaba en condiciones de ir a rescatarlos? Mis bolsillos se llenaron en un instante de cartas, pero Oteyza, muy nervioso, me advirtió que los jefes rebeldes habían prohibido que lleváramos correspondencia por temor al espionaje. De todos modos, yo logré introducir disimuladamente todas las cartas que cupieron en la mochila de mi cámara. Fue una escena estremecedora que jamás podré olvidar. ¿Respetaría sus vidas Abd-el-Krirn, quien había hecho pasar a cuchillo a casi todos los defensores de Monte Arruit? Nuestra despedida de los prisioneros produjo en todos ellos y en nosotros una enorme conmoción.
—¿Cómo fue la entrevista con Abd-el-Krim? —Después de larga caminata, monte arriba por diversos vericuetos, entre chumberas, única planta que crece en tierra tan seca, bajo el sol implacable de agosto, llegamos conducidos por «Pajarito» a una edificación no muy grande, modesta, encalada y rodeada por todas partes de centinelas moros. En la puerta nos recibió Amogar, jefe de la guardia personal de Abd-el-Krim, quien nos condujo al interior. Detrás de una sencilla mesa, en una habitación blanca, bastante amplia, nos recibió al fin el cabecilla rifeño. Acababa de cumplir 40 años. La habitación era vigilada por cuatro moros con los fusiles terciados, más «Pajarito» y Amogar, rígido, detrás siempre de su señor, con el puño puesto en una pistola. De la conversación, muy larga, que sostuvo con Luis de Oteyza, recuerdo que repetía insistentemente: «Nosotros no queremos la guerra, pero este territorio nos pertenece desde tiempo inmemorial y estamos obligados moralmente a defenderlo. ¿No expulsaron los españoles a nuestros antepasados de la península? Pues lo mismo queremos nosotros ahora. Estamos dispuestos a firmar la paz, pero siempre que no haya lazo ni yugo para nuestra gente. El Protectorado es un nombre inventado para avasallar nuestros derechos. ¿A quiénes protegen los militares? A los explotadores de las minas de hierro. El Rif no odia al pueblo español, pero sí a su Ejército invasor»... No cabe duda de que Abd-el-Krim era hombre muy inteligente, aunque careciera de escrúpulos en sus métodos de guerra. Cuando Oteyza aludió a los prisioneros, el entonces poderoso jefe de la República del Rif contestó que estaba dispuesto a tratar seriamente sobre la posibilidad de su rescate. España entera vibró cuando leyó en la crónica de Oteyza estas líneas de esperanza. Terminada la entrevista, le pedí que me permitiera retratarle con Oteyza, a lo que se negó rotundamente. Ninguno de los argumentos que Oteyza le expuso para que autorizara mi fotografía fue escuchado. Yo veía que la información gráfica iba a quedar coja, y me lancé audazmente a tratar de convencerle: si nos había permitido retratar a los prisioneros y al Ingharem (Consejo) presidido por su hermano, y si se publicaba todo esto en la península y en el extranjero, faltando su figura junto a Oteyza podría pensarse que nuestra visita a su cuartel general era una ficción, y el futuro trato para el rescate de los prisioneros, al que Abd-el-Krim iba a sacarle un formidable beneficio pecuniario, se perdería. No sé si por mi juventud, mi ingenuidad o por la pasión que puse en mis palabras, teniendo en cuenta la agudeza del guerrillero, logré convencerle, y ahí está la fotografía que recorrió el mundo entero y que tan profunda impresión causó en España. Como despedida y para que conservara un recuerdo suyo, Abd-el-Krim me regaló la «gumía» (espada corta curvada) que siempre llevaba consigo y que guardo en mi estudio museo.
El rescate de los prisioneros se produjo durante el invierno de 1923. Alfonso volvió a Marruecos para hacer la información gráfica. El jefe rebelde había recibido 4.000.000 de pesetas del Gobierno español (unos 400.000.000 de nuestros días) y envió lá mitad de los prisioneros que Oteyza y Alfonso saludaron unos meses antes, pero convertidos en esqueletos vivientes. Eran poco más de cien los rescatados. El Ejército español no había podido dominar jamás a las bien pertrechadas y organizadas guerrillas de la República del Rif, si las autoridades francesas no hubiesen decidido intervenir contra la rebelión de Abd-el-Krim. Se ha escrito y repetido que el cabecilla moro cometió la imprudencia de atacar algunos destacamentos del Protectorado galo, creyéndose invencible, pero era demasiado hábil para no comprender que la poderosa maquinaria del Ejército francés terminaría con su resistencia en corto plazo. El Marruecos francés era veinte veces mayor que el español, y mucho más rico y mejor organizado. Sus jefes militares eran famosos en todo el mundo, sobre todo el mariscal Lyautey, una de las mentes más brillantes del Ejército galo, al que seguía en prestigio por sus campañas africanas el general Henri Giraud, que jugó un papel importante durante el desembarco norteamericano en África del Norte durante la Segunda Guerra Mundial. Los franceses nunca habían querido aliarse con el Ejército español para combatir las rebeldías en Marruecos, por considerarlo poco competente. (Véase: David S. Woolman. «Abd-el-Krim y la Guerra del Rif». Barcelona, 1971). Para acabar con este cabecilla que podía llegar a ser un mito en todo el territorio marroquí, los franceses le acusaron de haber violado sus fronteras. No tuvieron entonces más remedio que ponerse de acuerdo con los militares hispanos para combatirlo. Los franceses disponían de 160.000 soldados, los españoles no llegaban a 100.000 y de los rifeños se dijo que pasaban de 80.000, aunque en realidad jamás contó el jefe berebere con más de 20.000 hombres armados. Por si esto fuera poco, en el Ejercito francés luchaba una escuadrilla aérea de mercenarios norteamericanos, llamada «Escadrille Cherifienne», bajo el mando del coronel Charles Sweeny y con pilotos formados en la Primera Guerra Mundial. Abd-el-Krim, por el contrario, no tenía aviación. De ese modo, en los primeros días de septiembre de 1925, unidas las Escuadras española y francesa, más la Aviación de ambos Ejércitos para combatir a las tribus rebeldes de las montañas del Rif, desembarcaron las tropas .de choque hispanas en la bahía de Alhucemas y, con ellas, Alfonso y su cámara fotográfica. En España había desaparecido el régimen parlamentario desde hacía dos años, sustituidos por el Directorio Militar encabezado por el jefe nominal del desembarco de Alhucemas, general Primo de Rivera. —Yo salté de los primeros con las tropas de vanguardia, y ya no me separé de ellas. El desembarco, pese a la gran acumulación de material bélico, se hizo con dificultad debido, más que a la enconada resistencia mora, a lo encrespado del mar y a los rompientes que impedían acercar las barcazas a las playas de la Cebadilla y de Ixdain, sin que las tropas pudieran ser avitualladas. Cuando el mar se calmó, pudo iniciarse el avance bajo la protección de las baterías navales y de la Aviación francoespañola. No le oculto que estuve en grave peligro varias veces, sobre todo cuando un obús estalló a mi lado en el momento de tomar una fotografía. El corresponsal del diario madrileño «El Sol» me mencionó, según él por mi temple, en su crónica titulada «Rasgos del asalto al Yebel Malmusi». En realidad, con el desembarco de Alhucemas, se inició el desmoronamiento militar de Abd-el-Krim, que se entregó a las autoridades francesas el 26 de mayo de 1926. En efecto, el que fuera Príncipe del Rif se rindió a los coroneles Ibos y Corap, quienes le llevaron ante el general Boichut, que lo recibió con honores de jefe de Estado. Acompañaban al cabecilla moro, su madre, su hermana, su hermano Mhmed, sus tres hijos varones y hasta 27 personas de su séquito. Francia, sin contar para nada con las autoridades españolas, le confinó en la Isla de la Reunión, en el Océano Indico, de clima tropical y apacible. Le asignaron una amplia mansión y le pasaron —durante más de veinte años— para sus gastos 100.000 francos mensuales. El agudo berebere había logrado llevarse consigo más de un cuarto de millón de dólares.
Las autoridades militares hispanas protestaron por todos los medios, sin obtener el menor eco. Abd-el-Krim obtuvo por fin la libertad y fue autorizado a vivir en la Riviera francesa, pero no llegó a hacerlo. Más de una vez, amenazó con volver a luchar por la independencia del Rif contra la ocupación española, pero no tuvo ocasión (1), porque Francia decidió en marzo de 1956 conceder la independencia a su Protectorado. España, sorprendida por la medida, se sintió obligada a hacer otro tanto en abril de aquel mismo año, aunque el Gobierno del general Franco había convertido el protectorado en provincia española. Antes, en 1940, había tenido que renunciar a Tánger, ocupada por sus tropas mientras duró la guerra mundial. Los sacrificios de vidas, esfuerzos, dinero, los desastres de 1909 y 1921, de nada sirvieron, salvo para formar y curtir a los jefes de la insurrección contra el Gobierno de la República en 1936. —Esa ha sido toda la labor que yo realicé como reportero gráfico en Marruecos —sigue diciéndome Alfonso—, donde puede decirse que obtuve el certificado cum laude de mi arriesgada profesión. A partir de entonces, he estado en todas partes donde tuviera que registrar con mi cámara una noticia importante. En 1928, hice un reportaje de tipo internacional cuando se iniciaron las primeras líneas postales aéreas. Volé de nuevo con Luis de Oteyza al Senegal, en uno de aquellos aviones fabricados de tela y madera en que piloto y pasajero llevaban la cabeza al aire. Allí ilustré dos libros de Oteyza, retratando a las senegalesas en su propia salsa, o sea desnudas. Fui amigo de todos los políticos de la época, monárquicos, republicanos y socialistas. Estuve en la ciudad de Jaca cuando la Guarnición se sublevó en 1930 contra la Monarquía y fueron fusilados por ello los oficiales Fermín Galán y García Hernández. Lo que no impidió, sino que precipitó quizá, la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, que tuve oportunidad de fotografiar desde un balcón de la madrileña Puerta del Sol. La República tiene corta duración, llena de acontecimientos muchas veces dramáticos. Las izquierdas pierden el poder en 1933 y pretenden recuperarlo al año siguiente con un levantamiento popular inspirado por los socialistas y los autonomistas catalanes, pero fracasan. La represión fue salvaje: 30.000 personas serían encarceladas y, muchas de ellas, torturadas.. La resistencia más firme la mantuvieron los mineros asturianos, contra quienes (por sugerencia del general Franco) son desembarcados en la península los mercenarios del Tercio Extranjero y los indígenas moros de Regulares de Melilla. El pueblo español se estremece con las terribles medidas tomadas desde el Poder, siendo Alejandro Lerroux presidente del Gobierno y José María Gil Robles ministro de la Guerra, quien nombra al general Franco jefe del Estado Mayor Central. El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, convoca nuevas elecciones a diputados, que ganan de nuevo las izquierdas agrupadas en el Frente Popular. Salen los presos de las cárceles. La situación es muy tensa, porque las derechas no se resignan a la derrota en las urnas y estás decididas a recurrir a la violencia para recuperar definitivamente el Poder. Escuchemos las últimas palabras de mi larga entrevista con Alfonso:
—En 1936, alcanzo la plenitud de mi actividad gráfica en el periodismo: Durante la celebración del 14 de abril, conmemoración de la República, en una lucha callejera resultó muerto el alférez de la Guardia Civil, Sr. Reyes. Al pasar el cortejo fúnebre por el Paseo de la Castellana, se produjeron algunos tiroteos desde unas casas en construcción. Cundió el pánico, pero yo no perdí el tiempo, obteniendo fotos en plena acción. Quisieron requisarme la cámara, pero no me dejé. Murió asesinado el teniente Castillo, de la Guardia de Asalto, y, pocas horas después, el ex-ministro y diputado a Cortes José Calvo Sotelo. Las autoridades no permitieron informaciones gráficas, pero yo entré de madrugada en el depósito de cadáveres del cementerio y pude tomar el cuerpo del líder político tendido sobre una mesa de mármol. Escondiéndome entre tumbas y mausoleos del cementerio del Este, logré escapar de la vigilancia policíaca. El diario «La Voz» ordenó a mi padre que yo saliera para Andalucía con los redactores Carreño y Sánchez Monreal porque corrían rumores de inminentes sucesos de carácter militar en Marruecos. Me negué a ir. —El 18 de julio se produce la sublevación del Ejército contra el Gobierno republicano, presidido entonces por Santiago Casares Quiroga y siendo presidente de la República Manuel Azaña. El lunes 20 se sublevan a su vez los cuarteles de Vicálvaro, Campamento y de la Montaña, en la calle de Ferraz. Allí estuve, y mi cámara dejó constancia de la terrible lucha fratricida. Mis compañeros Carreño y Sánchez Monreal, que habían salido para Andalucía, fueron fusilados en la zona franquista. Estuve también en el frente de Sornosierra, en el Puerto de los Leones, en Navacerrada, en Alcalá de Henares, en Guadalajara, en Andújar, en Medellín y en Castuera, con el general Miaja, en las operaciones sobre el camino de Córdoba. Estuve en Toledo hasta que se perdió y en la Ciudad Universitaria, donde estaba el frente de Madrid. Vi varias veces caer obuses en las calles madrileñas y presencié el drama del pueblo refugiándose empavorecido en las estaciones subterráneas del Metro. Entré en Teruel dentro de un tanque republicano, desde el que fotografié la plaza del Torico vacía, batida por los franquistas, quienes recuperaron pronto la ciudad. Yo estuve a punto de morir, no por explosión o disparo, sino de frío. Fui hospitalizado, y el ministro de la Defensa, Indalecio Prieto, se interesó por mi salud. La última fotografía de la Guerra Civil la hice en los sótanos del Ministerio de Hacienda, en la calle de Alcalá: el socialista Julián Besteiro se dirigía al pueblo por radio, rodeado por el coronel Casado y por el anarquista de la CNT, Cipriano Mera. Se habían sublevado contra el Gobierno de Juan Negrín para pactar la paz con Franco. No lo consiguieron. Casado y Mera marcharon al destierro, pero Besteiro se quedó. Fue condenado a muerte y conmutada después la pena por cadena perpetua. Murió poco más tarde en la cárcel de Carmona.
—El 25 de septiembre de 1940, o sea al comienzo de la posguerra en España y al año de la guerra mundial en el resto de Europa, recibí una comunicación de la Subsecretaría de Prensa y Propaganda del Ministerio de la Gobernación, denegándome la inscripción en el Registro Oficial como periodista gráfico de acuerdo con mi expediente depurador por mis antecedentes políticos. Jamás he pertenecido a ningún partido. Pero el caso es que se me invalidaba para ejercer mi profesión. Así se daba golletazo a una carrera en la que tantas veces me jugué la vida. —Tuve que dedicarme, junto con mis hermanos, a hacer fotos para carnés por esos pueblos de Dios, hasta que un día decidimos instalar nuestro estudio en plena Gran Vía, sin una peseta que nos respaldara. El dueño del edificio, que había sido miembro de Izquierda Republicana y había salvado la vida de milagro, nos dijo que bastaba nuestro nombre artístico como garantía. El 8 de febrero de 1952, se me volvió a dar el título de redactor gráfico de Prensa, del que ya no volví a hacer uso. Mis hermanos y yo nos hemos consagrado a nuestro estudio-museo y a la Agencia Gráfica Informativa. Mi padre falleció en la década de los 50. He hecho varias exposiciones con gran éxito, sobre todo una de caricaturas fotográficas y, a mis 75 años, sigo al pie del cañón... José Ortega y Gasset dijo que la Historia de España era la historia de una decadencia. Después de recorrer las imágenes de Alfonso padre e hijo desde fines del XIX hasta casi nuestros días, cabría apostillar que es la historia de un desastre rara vez interrumpido. Lo único que ha dado algún fuste a este país han sido las aportaciones, rozando muchas veces la genialidad, de unos cuantos españoles pertenecientes al mundo universal de la cultura. A. C. Todas las fotografías que acompañan a este reportaje pertenecen a Alfonso, padre o hijo, constituyendo una amplia muestra de su maestría periodística. (1) Abd-el-Krim murió en El Cairo en febrero de 1963. |