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INDALECIO PRIETO

Cartas a un escultor.

Editorial Losada, Buenos Aires, 1961. Texto Seleccionado.


En los párrafos que he trascrito habrás visto cómo advertí la subsistencia de poderosas fuerzas reaccionarias, cómo registré con cierta inquietud la agresividad de que ya estaban dando muestras, cómo pretendí desvanecer las ilusiones de que en España podía realizarse una transformación social idéntica a la operada en Rusia y cómo previne que la Europa occidental nos cercaría, nos bloquearía, si implantábamos un régimen que, rebasando ciertos límites, la infundiese temor. ¿Qué fue sino ese cerco, ese bloqueo, el pacto de No Intervención firmado en Londres? La No Intervención, que asfixiaría a nuestra República, la propuso Francia, pero la sugirió o, mejor dicho, la impuso Inglaterra. El relato de lo ocurrido al respecto lo oí de labios de Vincent Auriol, ministro de Finanzas en el Gobierno presidido por Léon Blum, que fue el proponente. Londres se dirigió a París haciéndole saber que rompería la alianza francobritánica ante cualquier incidente en que pudiera verse envuelta Francia por auxiliar a la República española. Y Blum, que poco antes había dicho «perderemos Abisinia, pero salvaremos a España», considerándose en un caso de fuerza mayor, se-doblegó. Oyendo a Auriol la referencia, mi comentario se redujo a decir que para Blum hubiese sido más decoroso dimitir en vez de doblegarse. Porque la alevosía de Francia contra nosotros resultaba mayor, habida cuenta de que existía un tratado de comercio franco-español, con una cláusula, exigida por el Quai d'Orsay, en virtud de la cual España quedaba obligada a adquirir preferente-mente material de guerra francés, y cuando lo necesitábamos apremiantemente, nos lo negó. El tratado aludido se concertó durante el bienio negro, firmándolo el señor Samper, como ministro de Estado. Ya ves, por los antecedentes que te doy, que el bloqueo al cual se nos sometió —previsto por mí tres años antes— no obedecía a que fuesen ministros Fulano de Tal y Mengano de Cual, según tú decías para justificarlo, sino a causas mucho más hondas y no de carácter personal.

En el prólogo de Palabras de ayer y de hoy hablo de mi ingrata campaña en pro de un Gobierno de coalición. Quiero hacer constar que esa campaña, salpicada de graves incidentes —en Ecija fue descalabrado mi secretario, Víctor Salazar, quien, además, para que no lo lincharan, estuvo refugiado en la Casa Consistorial hasta que acudieron en su auxilio fuerzas de asalto y - lo rescataron—, esa campaña no- tenía por único objeto convencer a Francisco Largo Caballero y a sus seguidores de la conveniencia de formar un Gobierno republicano-socialista, sino que también se encaminaba a persuadir a Manuel Azaña, igualmente opuesto a dicha coalición, como lo demostró no invitando a ella cuando en febrero de 1936 se hizo cargo del Poder. Ni siquiera invitó a que Julián Besteiro presidiera las nuevas Cortes, pese al gran acierto con que presidió las Constituyentes, reservando el puesto a Diego Martínez Barrio, de muy escasa personalidad política y de muy escasa fuerza parlamentaria. Aparte de esa demostración palpable, yo conocía de antiguo su actitud, porque me la comunicó sin rebozo en Bruselas, cuando nos encontramos allí —él iba de paso para Holanda y yo residía en Ostende— el verano de 1935...

Cerraré esta desmesurada carta transcribiendo un párrafo más del susodicho prólogo, donde creo haber justificado mi conducta y que dice así: «Comentaristas que encuentran resonante tornavoz en la Prensa reaccionaria de América me reprochan, presentándolo como una incongruencia con el fundamento de mis vaticinios, que yo armara al pueblo y le dirigiera en la guerra. Mis vaticinios no podían justificar mi deserción. Primero cumplí mi deber previniendo al pueblo del peligro que corría, y más tarde asociándome con él en su defensa. Las circunstancias de haber desoído mis consejos no me liberaba de la obligación de ocupar mi puesto cuando la lucha sobrevino. Yo lo ocupé sin vacilaciones ni remordimientos. Otra cosa habría sido una villana cobardía que jamás me hubiera perdonado...»


Indalecio Prieto, Cartas a un escultor.