S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Enrique LísterNuestra guerra Editions de la Librairie du Globe, París. Texto Seleccionado. Cuando, el 5 de marzo de 1939, el anarquista Cipriano Mera, a la cabeza de sus fuerzas militares anarquistas bajaba de Guadalajara, caía sobre Madrid y atacaba por la espalda a las fuerzas que lo defendían, no hacía más que cumplir al pie de la letra las instrucciones de los dirigentes anarquistas según los cuales había que conservar las fuerzas para, en la hora «H», dar la batalla a los comunistas. Claro que la hora «H» de la «revolución proletaria» se había con-vertido en la hora negra de la traición y de la ayuda abierta al triunfo de la dictadura fascista. (...) Como se ha visto, el Ejército Popular se fue formando a lo largo de toda la guerra en una lucha permanente entre los que queríamos un ejército realmente popular de arriba abajo, popular por su organización, por sus métodos de mando, por su doctrina, y los que querían que de popular no tuviese mas que el nombre. Lucha diaria entre los que considerábamos que los mandos de ese ejército, en todos sus escalones, debían surgir de una selección entre los mejores, hecha en el fuego de los combates, sobre el propio campo de batalla, independientemente de que procediesen del antiguo ejército o de las milicias y los que estimaban que en los mandos fundamentales debían estar exclusivamente los militares profesionales y que el nombramiento del resto de los mandos debía ser objeto de un reparto entre los partidos y las organizaciones, hecho en las secretarías y por los comités de los mismos. La divisoria entre ambas concepciones del nuevo ejército no pasaba, pues, por los mandos procedentes del antiguo, de un lado, y los de milicias, de otro. En los dos campos había partidarios de una y otra concepción. La divisoria pasaba entre los que sabían hacer la guerra v los que no sabían; entre los que la hacíamos y los que vivían de ella. Hubo militares del antiguo ejército que comprendían el carácter de la guerra que estábamos llevando a cabo y el tipo de ejército que necesitábamos para ganarla, y que pusieron toda su capacidad al servicio de la creación de ese ejército. Por el contrario, hubo jefes salidos de las milicias que se dedicaron a atiborrarse de reglamentos antiguos, queriendo aplicarlos mecánica y estúpidamente a nuestras condiciones. Mientras, en el campo de batalla, los combatientes estaban escribiendo los nuevos reglamentos y creando la nueva doctrina por la que habría de regirse nuestro ejército, había «caballeros» que se esforzaban por poner en práctica todo lo viejo. Tales gentes no querían o no podían comprender que el ejército era popular no sólo por la causa que defendía, sino, también, porque era un ejército de voluntarios. El voluntariado fue un movimiento tan amplio que, en la primera parte de la guerra, abarcó la totalidad de las tropas republicanas, y, luego, la casi totalidad. Del pueblo salieron los combatientes y, de entre ellos, la inmensa mayoría de sus mandos. Y ese ejército contó, en todo momento, con el cariño y la solicitud del pueblo, porque él interpretaba su voluntad y defendía los intereses, la independencia y la vida de ese pueblo. La Historia tendrá que valorar el esfuerzo y la capacidad de un pueblo que, bloqueado por la reacción «no intervencionista», desarmado, atacado por gran parte de las propias fuerzas armadas y por los ejércitos del hitlerismo y del fascismo italiano y portugués, en medio de la lucha contra el enemigo declarado y contra las incomprensiones, las insuficiencias, los errores y las traiciones, logró crear un ejército dotado de una extraordinaria fortaleza moral, capaz de sostener durante tres años una resistencia eficaz y aun de obtener en muchas ocasiones importantes victorias sobre sus poderosos enemigos. El pueblo que había aplastado la sublevación en más de la mitad del país, se hallaban ante el problema de crear y armar un ejército de más de un millón de hombres; de organizar una economía de guerra en un país donde la técnica estaba aún bastante atrasada y en medio de un bloqueo marítimo bastante serio, ejercido por barcos de superficie y submarinos de las flotas de Alemania e Italia. Los «técnicos» consideraban la empresa fantástica e irrealizable, Pero el pueblo español, que luchaba por una causa justa, «de cara al progreso social», realizó una serie de «milagros». En poco tiempo se crearon en Madrid toda una serie de talleres que fabricaban municiones, bombas, piezas de recambio. En enero de 1937, Madrid entregaba ya diariamente al ejército centenares de miles de cartuchos. Millares de obreros, y sobre todo de obreras, se convirtieron en plazos rapidísimos en maestros en este arte. Las fuentes de ese heroísmo de masas en la guerra de España fueron económico-históricas y políticas. Un factor político esencial intervino en la guerra, factor que dio al heroísmo y al patriotismo españoles profundidad y elevación extraordinarias, que hizo que en esa guerra «el patriotismo adquiriese su verdadero sentido»; ese factor fue el proletariado industrial es-pañol El proletariado representó en nuestra guerra un papel muy importante en la organización del ejército, y aportó a la defensa nacional sus cualidades de iniciativa, de disciplina voluntaria, de consecuente espíritu revolucionario. El heroísmo de masas en la guerra era el resultado lógico de las nuevas condiciones surgidas después de la sublevación. La abnegación y el espíritu combativo del nuevo ejército, corno los del pueblo español, su creador, eran el reflejo ideológico de un nuevo régimen; de las nuevas relaciones económicas y sociales que nacían al aplastar a la reacción fascista. Eran la expresión del inquebrantable enlace entre el heroísmo guerrero y popular y el carácter político de la guerra. La inmensa mayoría del pueblo de la zona republicana combatía y trabajaba animado por el entusiasmo revolucionario, consideraba que la guerra que sostenía era justa, que era una guerra en defensa de su libertad y de la independencia que, a la vez por medio de la guerra, se proponía acabar con las conquistas democráticas conseguidas y eliminar el ejemplo que la lucha española inspiraba a los pueblos de otros países. Está claro que, para aprovechar debidamente todo ese entusiasmo revolucionario del pueblo y para utilizar debidamente los valores y cualidades esenciales positivas de ese Ejército, hubiese sido preciso que, en su más alto Mando, existiera un espíritu menos anquilosado por los prejuicios profesionales, menos rutinario, más genuinamente popular que el que, por lo general, reinó en él. La doctrina militar de los que dirigían la guerra en sus más altos escalones era una doctrina tímida, defensiva, que reflejaba la absoluta falta de confianza en la capacidad creadora del pueblo; era la doctrina opuesta a la que, precisamente, exigía el carácter de nuestra guerra y que estaba sintetizada en estos postulados: audacia, espíritu ofensivo, confianza ilimitada en el pueblo. Durante toda la guerra existió una profunda diferencia entre el espíritu que animaba al pueblo y el que tenían muchos de los que dirigían el Estado y la guerra y, según ésta avanzaba, el espíritu de los últimos iba ganando terreno. El aumento constante de las dificultades materiales, producto natural de la guerra, unas veces, y provocado por el sabotaje y la traición, otras, era aprovechada por esas gentes para desmoralizar a las masas y llevarlas a aceptar la capitulación. Enrique Líster, Nuestra guerra. |