S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Jesús HernándezLa Grande Trahison Fasquelle Editeurs, París, 1953. Texto Seleccionado. La batalla del Ebro, preparada por el Estado Mayor soviético, fue dirigida por el Estado Mayor republicano que acaparó su fama. La suprema dirección estratégica de los «consejeros» se halla en entredicho desde entonces. ¿Cómo podían ignorar estos señores, tan dotados, que el Alto Mando fascista aprovecharía la concentración de sus efectivos para emprender una acción ofensiva sobre Cataluña y asestarnos así el golpe de gracia? En las batallas anteriores —Teruel, Brunete, Belchite y tantas otras— habíamos emprendido siempre la ofensiva; pero cuando resultaba demasiado costoso mantener las posiciones, nos retirábamos para salvar fuerzas y efectivos. En el Ebro, al quinto día de ataque, sabíamos con certeza que nunca seríamos lo bastante fuertes para hundir el frente enemigo. Hubiésemos podido replegarnos poco a poco y evitar así la estéril destrucción del grueso de nuestras fuerzas. El desastre en puertas era tan evidente que nuestra orden del día, durante la insensata batalla del Ebro, era siempre : «Defendamos Cataluña, corazón de la República.» Franco desencadenó la ofensiva final, con un ejército de 350.000 hombres, el 23 de diciembre de 1938. El 26 de enero de 1939, todos nuestros partidarios en el mundo entero recibían consternados la noticia de la caída de Barcelona. Los moros y los carlistas habían tomado la capital de Cataluña. Las carreteras llenábanse de desdichados fugitivos, arrastrando sus parvos bienes y sus hijos. Los últimos combatientes del ejército de Cataluña protegían, en la medida de sus escasas fuerzas, la triste retirada de aquella muchedumbre de medio millón de desesperados hacia el paso del Perthus. Aquellos bravos, que arriesgaran cien veces la vida, lloraban de congoja. Otro aspecto de la responsabilidad soviética en la derrota española cífrase en la retirada de los voluntarios de la Brigada internacional. En el momento más dramático de nuestra resistencia en el Ebro, cuando el Gobierno, falto de tropas, llamaba a filas a los mozalbetes y a los hombres de cuarenta y cinco años, Moscú quiso satisfacer a París y Londres y apartó del combate a los voluntarios internacionales. Este «golpe» odioso fue disfrazado como resulta de un supuesto acuerdo de reciprocidad que obligaría a Hitler y Mussolini a llevarse sus tropas de la zona franquista. Como puede suponerse, tal condición no era sino pura falsía. Por consejo de «los soviéticos», Alvarez del Vayo anunció al Consejo de la Sociedad de las Naciones que el Gobierno de la República se proponía licenciar todos los voluntarios de las Brigadas internacionales. El Consejo de la SDN, tras poner en acta tal oferta de buena voluntad, nombró una comisión militar internacional destinada a verificar sobre el terreno la retirada de los voluntarios. Tres días antes de consumarse nuestra derrota en el Ebro, exactamente el 13 de noviembre (de 1938), los sobrevivientes de las gloriosas Brigadas desfilaban por Barcelona, entre vítores, abrazos y lágrimas. En sus filas faltaban ocho mil héroes, que la tierra española guardaba en sus entrañas : habían dado la vida por la solidaridad internacional. Moscú sabía que estas decenas de millares de voluntarios internacionales eran un tesoro imprescindible para sostener el ánimo y la combatividad de las tropas republicanas: tesoro especialmente precioso en la dura retirada, cuando los españoles necesitaban no sentirse abandonados. Moscú sabía que era inútil esperar reciprocidad de la zona franquista. ¿Por qué empeñábase, pues, la URSS en impedir toda resistencia republicana? Desde el verano de 1937 (cuando la consigna soviética fue conquistar el mayor número de puestos en el ejército para realizar una resistencia encarnizada) hasta finales de marzo de 1938, cuando nos aconseja-ron abandonar la colaboración con el Gobierno, las maniobras diplomáticas de Stalin fueron desastrosas. Bajo la presión de los conservadores ingleses, Francia había dejado en pura letra muerta el pacto francosoviético de 1935. La preponderancia comunista en el ejército español, que Stalin creía buena baza, resultó contraproducente. Londres y París hiciéronla pretexto para rehusar su ayuda a los republicanos. Cuando Hitler atacó Checoslovaquia, las grandes potencias democráticas mostráronse dispuestas a sacrificarla. ¡Olvidáronse los pactos entre París, Moscú y Praga! Era evidente que las democracias occidentales necesitaban tiempo para prolongar la paz tarada y empujar a Hitler hacia el Este. El pacto de Munich, en plena batalla del Ebro, marcó el apogeo de la sumisión a la rapacidad hitleriana. Desde entonces, sin vacilación alguna, jugó Stalin la carta hitleriana. Arrancóse la máscara de revolucionario internacionalista y adoptó aires de furiosa patriotería. Para negociar más fácilmente con Berlín, tiró al arroyo la piel de la república española. (...) El 30 de enero de 1939, cuando aún resistíamos desesperadamente, Hitler, quien pretendiera intervenir en España para defender la civilización contra el comunismo, pronunciaba un discurso sobre la situación internacional ¡sin mentar una sola vez a Stalin ni al comunismo! Poco antes, el 12 de enero, dábase en Berlín una recepción extraordinaria en honor del nuevo embajador soviético. El 20 de enero, el News Chronicle de Londres anunciaba una próxima reconciliación entre Stalin y Hitler. Tales nuevas fueron reproducidas en Pravda sin comentarios, lo cual equivalía a su confirmación oficial. El 25 de febrero, el Daily Herald de Londres escribía: «el gobierno nazi está ahora casi convencido de que la Unión Soviética adoptaría una política de neutralidad de estallar la guerra europea». La Prensa del mundo entero anunciaba poco después la firma de un acuerdo entre la URSS y Alemania, según el cual Rusia vendería su petróleo exclusivamente a Alemania, Italia y demás países amigos del Eje... El 10 de marzo, en un discurso memorable por su cinismo, Stalin acusaba a las democracias de «envenenar la atmósfera y pretender provocar un conflicto entre Alemania y la Unión Soviética». Jesús Hernández, La Grande Trahison. |