S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Ignacio Hidalgo de CisnerosMemorias, vol. IL La república y la guerra de España Société d'Éditions de la Librairie du Globe, París, 1964. Texto Seleccionado. Yo tenía la esperanza de que Francia nos permitiría trasladar algunas fuerzas a la zona de Madrid, sobre todo armamento y aviación. Tenía gran interés en impedir que el personal de nuestras Fuerzas Aéreas se dispersase. Por eso comencé las gestiones para que a todos los aviadores los mandasen al aeródromo de Toulouse. Las autoridades de aviación me prometieron hacer todo lo posible, pero me dijeron que sería más eficaz hacer esta gestión en París. Salí para la capital de Francia aquella misma noche y permanecí allí dos días, procurando que me autorizasen a trasladar a nuestra zona Centro las fuerzas de aviación que habíamos podido concentrar en Toulouse. Recuerdo que una de las personas que más interés puso en ayudarme fue el ex ministro del Aire, Pierre Cot. Mi primera visita en París fue, como era lógico, al embajador de España, doctor Pascua. Allí coincidí con los generales Rojo y Jurado, que también venían a verle. Pascua nos recibió atentamente, rogándonos que le esperásemos, pues en aquel momento tenia que ver a un ministro francés. Quedamos en un salón solos, los tres generales. Al poco tiempo llegó el comandante Parra, ayudante de Azaña. Nos preguntó si teníamos algún inconveniente en hablar con el que todavía era presidente de la República, y nos llevó hasta su despacho, donde se hallaba en compañía del ministro Giral. Azaña nos recibió muy amablemente, hablando con nosotros en un tono familiar, cosa rarísima en él. No creo necesario entrar en pormenores de aquella desagradable entrevista. Pero aunque he procurado ahondar lo menos posible en los errores o faltas de los dirigentes republicanos, no tengo más remedio que referirme a una cualidad negativa de Azaña, que puede aclarar su conducta en aquellas circunstancias. Yo no sé cuál hubiese sido el comportamiento de Azaña como presidente si hubiese actuado en un período normal, tranquilo, de verdadera paz. De lo que estoy convencido es de que su actuación como jefe del gobierno, y más tarde como presidente de la República durante aquellos azarosos y dramáticos años, fue desastrosa para la causa republicana, por varios motivos, que he procurado exponer a lo largo de estas páginas. Uno de los más importantes, y a él voy a referirme ahora, era su falta de valor físico, que le hacía perder todo control en cuanto creía correr algún peligro. Esto le hizo pasar durante nuestra guerra momentos muy desagradables, y, en algunos casos, dramáticos. El temor a caer en manos de los fascistas fue para él una verdadera obsesión. Azaña nos pregunto cómo veíamos la situación después de la pérdida de Cataluña. Naturalmente, nuestras contestaciones fueron bastante crudas. Como he dicho antes, la conversación no tenía nada de oficial ni protocolaria. Azaña, muy hábilmente, había sabido darle un tono de confianza y familiaridad, y se hablaba sin medir las palabras. Recuerdo que el más pesimista era Jurado. Rojo y yo también reconocíamos que la situación era grave y difícil, pero opinábamos que en la zona Centro podríamos resistir, sobre todo si los franceses nos permitían trasladar refuerzos del ejército que había entrado en Francia desde Cataluña. Azaña, después de quedarse unos momentos pensando, nos dijo: «Para mí, la opinión de ustedes tiene en estos momentos suma importancia. Es la opinión del jefe del Estado Mayor, del jefe del Ejército de Cataluña y del jefe de la Aviación de la República. Creo que no tendrán inconveniente en darme por escrito las opiniones que han manifestado aquí de palabra.» Hasta entonces, yo no había sospechado nada. Creía de buena fe que Azaña, aprovechando nuestra presencia en la Embajada, intentaba, cosa natural, enterarse bien de la situación. No se me había ocurrido pensar que hubiese preparado aquella entrevista para sacarnos unos informes con los cuales creía poder justificar su dimisión y salvarse de tener que ir a la zona Centro, como era su obligación. Mas cuando nos pidió el informe por escrito, comprendí inmediatamente su juego, y, sin esperar a que terminase, le dije que yo no podía dar directamente al presidente de la República ningún informe oficial. Que tenía que hacerlo por conducto reglamentario, es decir por conducto de mi jefe inmediato, que era Negrín como ministro de Aviación. Por lo tanto, yo me negaba a darle el in-forme que pedía. Azaña perdió su amabilidad. La situación se puso violentísima, y yo salí del despacho para ir a dar cuenta al embajador de lo ocurrido. Pasé, como ya he dicho, dos días en París haciendo todo lo posible para que el gobierno francés nos permitiese trasladar refuerzos a la zona Centro Luego regresé a Toulouse, y en un aparato de la LAPE me trasladé a Madrid. El mismo día de mi llegada a nuestra capital visité a Negrín, al que expliqué este incidente con Azaña. Nunca recuerdo a Negrín tan indignado, creo que fue la única vez que le he visto fuera de sí. Mandó inmediatamente a Azaña un telegrama, que me enseñó, en el que le hacía responsable de las consecuencias que tendría su conducta, que en aquellos momentos —decía el telegrama de Negrín— era una traición a la Patria. Efectivamente, las consecuencias no se hicieron esperar. Los gobiernos francés e inglés tomaron como pretexto la dimisión de Araña para reconocer a Franco cuando todavía la República tenía en su poder casi media España y contaba con un gobierno legal que, cumpliendo su deber, había regresado al territorio republicano. (...) El coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, me telefoneó para decirme que necesitaba hablar conmigo y que me invitaba a comer en su puesto de mando, situado en la Alameda de Osuna, una finca de las afueras de Madrid. Como a mí me interesaba conocer lo que pensaba Casado y el ambiente que reinaba en su Cuartel General acepté la invitación. Era natural que, desde el primer momento, el tema de nuestra conversación fuese la situación en que se encontraba Madrid y la zona republicana. Casado estaba muy pesimista y todo su afán era inculcarme su pesimismo, tratando de demostrar que no podíamos hacer nada, militarmente, contra una ofensiva franquista. Después se puso a decirme, aunque con ciertos rodeos, que la mejor solución para nosotros sería hacer una paz honrosa con Franco, en la que no hubiese ni vencedores ni vencidos, paz que permitiría salir de España a todo el que quisiera. Le contesté que todo lo que me decía era absurdo, pues, conociendo a Franco, era disparatado creerle capaz de hacer la menor concesión. Casado, que no sé por qué razones pensaba que yo podría estar de acuerdo con él, al ver mi actitud se puso bastante nervioso, queriendo a toda costa convencerme. Me dijo, recalcando mucho las palabras: «No solamente lo que te digo es posible, sino que te puedo asegurar que a los militares de carrera se nos reconocerían los grados. Tengo garantías muy serias de que estas proposiciones serían respetadas.» Al preguntarle si podía saber quién daba esas garantías, me contestó muy solemnemente que era Inglaterra la que había arreglado hasta el último detalle, y que él mismo había tenido varias entrevistas con el representante inglés, al que Franco había prometido cumplir formalmente estos compromisos, poniendo una sola condición: que prescindiésemos del gobierno republicano y que nosotros, es decir los militares profesionales, nos hiciésemos cargo de la situación y tratásemos directamente con él. La verdad es que sus palabras me produjeron más asombro que alarma. Pensé que todo lo que me había dicho Casado eran planes suyos más o menos fantásticos, y no un complot en toda regla, a punto de estallar. Referí esta conversación a Negrín, pero mis informes no fueron todo lo alarmantes que debían haber sido, pues yo estaba convencido de que una sublevación militar capitaneada por Casado y por Miaja era algo tan disparatado que no podía tomarse en serio. Y continué recorriendo los aeródromos, muy preocupado con la ofensiva franquista que yo creía inminente. Estaba tan ajeno al peligro que por la espalda nos amenazaba que la misma mañana de la sublevación de Casado fui a Valencia para hablar con el general Miaja, jefe militar de la zona republicana. Encontré su Cuartel General muy agitado. Allí estaban varios jefes militares con mandos importantes. La enigmática actitud de Miaja para conmigo y el ambiente de nerviosismo y de hostilidad contra el gobierno que prevalecía entre los jefes y oficiales que le rodeaban, me dejaron sorprendido y bastante in-quieto. Me di cuenta de que allí se estaba tramando algo turbio, aunque no sospeché que fuese una rebelión armada contra el poder republicano. La actitud de aquellos militares para conmigo fue extraña. Unos parecían ignorarme, otros me miraban con cierta animadversión, pero nadie hizo nada ni dijo una palabra cuando salí del Cuartel General para tomar el avión y regresar a Albacete. Todavía sigo sin comprender por qué no me detuvieron, pues estaba completamente solo en sus manos. Al llegar a Albacete, pude localizar por teléfono a Negrín. Le dije que tenía algo urgente que comunicarle, y me mandó que fuese a verle a Elda, un pueblo cerca de Alicante, donde se había instalado provisionalmente. Puse a Negrín al tanto de lo que pasaba. Esta vez sí le informé alarmado y dando mucha importancia a lo que acababa de presenciar. Negrín mandó llamar a Miaja. Éste no se presentó. Repitió la llamada con el mismo resultado, y decidió ir él mismo a verle. Yo regresé a Albacete. Cuando llegué al aeródromo, me dieron una nota de Negrín en que me ordenaba volver urgentemente a Elda. Me imaginé que algo grave había sucedido. Efectivamente, las primeras palabras de Negrin fueron para comunicarme que Casado se había sublevado contra el gobierno, constituyendo una Junta encabezada por Besteiro y titulada «Consejo de Defensa». Me pareció que Negrín estaba tranquilo, aunque se le notaba preocupado. Las noticias que nos llegaban eran todas malas. La mayor parte de las autoridades de la zona se había unido a Casado. El general Miaja llegó a Madrid e inmediatamente habló por radio, diciendo que se sumaba a Casado y poniendo de vuelta y media a Negrin. En sus alocuciones por «Radio Madrid», Casado y Miaja intentaban justificar su traición con una serie de falsedades absurdas, pero que en aquellas circunstancias eran peligrosas. Aseguraban que Negrín y los comunistas querían implantar una «dictadura bolchevique» para continuar la guerra, sin importarles los miles y miles de españoles que morirían en ella. Era completamente estúpido pensar que los comunistas querían tomar el poder, cuando sus mejores fuerzas estaban en los campos de concentración franceses, cuando las unidades militares del Centro estaban minadas por la traición, y cuando la propaganda enemiga, aprovechando el cansancio de tres años de guerra, había logrado crear en la retaguardia republicana un peligroso ambiente de capitulación. Los comunistas españoles nunca pensaron en un golpe de fuerza para tomar el poder, pero, de haberlo pensado, lo hubiesen intentado en 1937, cuando todo les era favorable, y nunca en las circunstancias en que se encontraba la zona republicana del Centro en 1939. Como puede verse, los nuevos sublevados contra el gobierno de la República fueron muy poco originales. Procedieron como la inmensa mayoría de las personas que se proponen cometer algún acto indigno contra el pueblo. Tales personas, lo primero que hacen para justificar su canallada es decir que son anticomunistas y atacar a los miembros del Partido Comunista, aunque éstos no vengan a cuento para nada en el asunto. Otro tema importante de sus alocuciones fue prometer una «paz honrosa» con Franco, que terminase de una vez con la pesadilla de la guerra. Desgraciadamente, los continuos avances del enemigo, la pérdida de Cataluña y, sobre todo, el cansancio de la guerra, produjeron en la zona republicana un estado de ánimo muy propicio para dejarse engañar por cualquier propaganda que ofreciese una salida honrosa de aquella situación. Si a esto se añade que las unidades más disciplinadas y combativas del Ejército republicano, mandadas por comunistas o por militares fieles a la República, estaban internadas en Francia, después de haberse sacrificado heroicamente, protegiendo la retirada hasta la frontera de más de medio millón de españoles, se podrá comprender el rápido éxito de la rebelión de Casado. Ignacio Hidalgo de Cisneros, Memorias, vol. IL La república y la guerra de España. |