S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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JULIO ÁLVAREZ DEL VAYOFreedom's Battle Alfred A. Knopf, Nueva York, 1940. Texto Seleccionado. En su política de resistencia, en el período que siguió a la caída del frente del Este, en marzo de 1938, y en la última fase de la guerra, el Gobierno siguió siempre su propia iniciativa. Es absurdo suponer, en este respecto, que sus miembros eran prisioneros del Partido Comunista, y un incidente acaecido poco antes de la sublevación de Casado bastaría para probar la falsedad de tal aserto. Aquel día el primer ministro me anunció haber informado al Comité Central del Partido Comunista que se reservaba completa libertad de acción, fueran cuales fuesen las decisiones tomadas por los partidos políticos. Había llegado a su conocimiento que en una reunión del Comité Central los comunistas acordaron oponerse a cualquier pro-puesta de paz que no estuviese basada en las tres condiciones expuestas por el primer ministro en su discurso ante las Cortes. En el curso de su entrevista con el Comité Central, el doctor Negrín recordó a sus miembros que sólo el Gobierno podía arrogarse tales facultades. —En tanto que usted sea su jefe --observaron los comunistas. —Sea jefe yo o cualquier otro a quien considere capacitado en estas circunstancias —replicó el primer ministro—. Mientras la presidencia de la República permanezca vacante, la responsabilidad de las (supremas) decisiones recae en mí. Si en cualquier momento designase a otro para ocupar mi puesto, quiero asegurarme que no habría dificultad en realizar el cambio. —¿Pero... quién podría remplazarlo? —inquirieron los comunistas. —Besteiro, por ejemplo —repuso el doctor Negrín. Una exclamación de horror acogió el nombre de Besteiro; pero la entrevista cerróse con un voto de confianza en el primer ministro y con la promesa de respetar sus decisiones. El 5 de marzo, se rebelaron dando vivas a Franco los artilleros de las baterías costeras de Cartagena. La escuadra republicana tuvo que hacerse a la mar bajo la amenaza de sus cañones, mientras los sublevados pedían a Franco por radio ayuda y aviones. Las nuevas de que el Gobierno —alarmado por la sospechosa actitud de los artilleros y oficiales de la guarnición— había nombrado jefe de la base naval al teniente coronel Galán no fueron bien acogidas por la escuadra. No obstante, reaccionaron dignamente ante el ultimátum de los nuevos rebeldes y lo rechazaron vitoreando la República. Telefoneamos al nuevo jefe de la base naval para anunciarle la inmediata llegada de refuerzos. En medio de una frase se le apagó la voz. Parecía evidente que lo habían arrestado en su despacho. La escasez de oficiales leales se puso otra vez trágicamente de manifiesto. Tras barajar a toda prisa algunos nombres, Rodríguez, comandante de la Once División de Líster, vuelto poco antes de Francia, recibió órdenes personales del ministro de la Guerra para dominar la revuelta, costara lo que costase, al frente de una brigada acuartelada en los aledaños de Cartagena. Aún me parece verlo aquel día, mientras se marchaba lleno de calma y determinación, vestido de civil con un capote de infantería encima, único indicio de su vocación militar. Por la tarde, la revuelta de Cartagena estaba casi sofocada. La única causa de inquietud era la escuadra que había zarpado con rumbo desconocido. No podíamos adivinar, sin embargo, que partiera para no regresar, privando así a la zona central de un importante medio de resistencia y de una valiosa ayuda en el caso de plantearse la triste necesidad de evacuar la población. El Gobierno había sido convocado para comentar el discurso que el primer ministro pronunciaría por radio al día siguiente. En este discurso iban a presentarse con toda claridad la actitud del Gobierno respecto a la paz y los pasos emprendidos para conseguir un armisticio libre de persecuciones y venganzas. La mayoría de los ministros nos telefonearon al doctor Negrín y a mí desde Madrid, suplicándonos que nos desplazásemos en avión a la capital y diciendo que el general Casado opinaba que una reunión del Consejo en Madrid aliviaría el nerviosismo de la gente, agudizado en las últimas horas por las nuevas de la sublevación de Cartagena. El mero hecho de partir tal sugestión de Casado hizo mandar al doctor Negrín un avión a Madrid para traer los ministros a su residencia, sita a unos veinte kilómetros de Alicante. Abundaban las razones para no avenirse a una reunión del Gobierno en Madrid. Desde la madruga-da, el primér ministro y el ministro de la Guerra habían pedido a los generales Miaja y Casado que viniesen a cumplir una serie de medidas urgentes derivadas de la situación de Cartagena. Pese a las continuas súplicas ninguno de los dos generales llamó al doctor Negrín ní disculpó su retraso. Su actitud vendría a aclararse pocas horas después. La reunión del Consejo se interrumpió a la hora de la cena. En el comedor de la Presidencia reunían-se el Gobierno con el general Matallana, jefe de Estado Mayor (el único entre los altos mandos que acudiera a la llamada del primer ministro), el general Cordón, subsecretario de la Guerra y sus respectivos ayudantes, cuando nos sobresaltaron noticias de Valencia anunciando una rebelión contra el Gobierno en Madrid. Al principio, creímos las nuevas venidas de una emisora franquista funcionando con la frecuencia de onda madrileña. El general Cordón telefoneó al general Casado para pedirle si en verdad la emisora de Madrid acababa de radiar su sublevación, y el primer ministro tomó el aparato. — ¿Qué pasa en Madrid, general? —preguntó. —Me sublevé. Esto es todo —fue la respuesta. —¿Se sublevó? ¿Contra quién? ¿Contra mí? — Sí, contra usted. —Perfectamente. Puede usted considerarse desposeído de su mando —repuso el doctor Negrín serenamente. Era todavía primer ministro de España y jefe supremo de todos los Ejércitos. Pronto, empero, sabría cuán mermada estaba su autoridad. Una serie de llamadas siguieron a aquel breve diálogo. Los ministros que vieran a Casado aquella tarde y lo defendieran de las sospechas del doctor Negrín en la reunión del Consejo, no podían creer las nuevas. —Regreso a Madrid en seguida. No hagas nada antes de hablar conmigo. Todo puede arreglarse muy pronto —la súplica amistosa del ministro del Interior, Paulino Gómez, sólo mereció el seco aviso de Casado de que el viaje sería en vano y (Gómez) corría el riesgo de ser detenido al llegar a la capital. Mientras los demás proseguíamos la reunión, el subsecretario de la Guerra telefoneaba a los diversos mandos del ejército, por orden del primer ministro, para conocer su actitud. Un informe de (Hidalgo de) Cisneros, quien al conocerse la rebelión de Cartagena fuera enviado por el doctor Negrín para traer en avión a los generales Miaja y Matallana, no fue muy esperanzador. Cansado de aguardar a los dos generales en el aeropuerto, Cisneros fue en coche a Valencia y halló al general Miaja en su despacho con el general Menéndez, jefe del Ejército de Levante, y al general Matallana, jefe de Estado Mayor. Los tres estaban muy excitados; acusaban al Gobierno de avivar un espíritu criminal de «guerra hasta la muerte», y proclamaban bien alto que remediarían la situación en menos de veinticuatro horas. —Pero, ¿cómo? —pidió Hidalgo de Cisneros—. ¿Rindiéndonos? —Sí, rindiéndonos. No hay otra salida —repuso el general Matallana—. Pocas horas más tarde, sin embargo, este hombre de bien, duro y disciplinado soldado víctima de las intrigas derrotistas de sus compañeros, poníase a disposición del primer ministro para sofocar el levantamiento de Cartagena. El resultado de las gestiones del general Cordón fue poco alentador. La rebelión se había fraguado durante semanas y era muy extensa. Consultados por teléfono, algunos militares dijeron estar con el Gobierno, si no se adoptaban medidas contra Casado ni se producían choques entre las fuerzas armadas. El general Menéndez, suponiendo preso al general Matallana, pidió su inmediata liberación, bajo la amenaza de venir en persona «a fusilarnos a todos». Un súbito corte de comunicación, sin duda ideado por Madrid, nos recordó el creciente peligro que nos acechaba. Por todos los medios imaginables, intentamos ponernos en contacto con el exterior; pero sólo a las dos de la madrugada una llamada de Casado al general Hidalgo de Cisneros puso fin a nuestro aislamiento. A petición nuestra, el general Cisneros empleó toda su diplomacia para restablecer las comunicaciones. —Pero, ¿cómo hiciste esto sin decirme nada? —preguntó fingiéndose ofendido. —Te lo contaré luego. ¡Todo ha ocurrido tan de prisa! Te llamo ahora porque el gobernador de Alicante me informa que la aviación se apresta a bombardearlo. —Cumple mis órdenes —respondió Cisneros fríamente. —Pero esto es absurdo. Cueste lo que cueste debes impedir que se dispare un tiro. —De acuerdo —dijo Cisneros—. Pero en este caso es indispensable que me ponga en contacto con los aeropuertos. De este modo se restablecieron las comunicaciones, al menos en parte. Era imposible, claro está, ponerse en contacto con los dos mandos del ejército que nos eran completamente leales, el coronel Bueno, quien por su rango y autoridad dirigía la defensa de Madrid, y el coronel Barceló, ejecutado luego por Casado. Estaban ambos más aislados y vigilados que nosotros mismos. Después de cinco horas, perdidas en intentos de establecer contactos necesarios para enfrentar la re-vuelta de Casado, el Gobierno inició los preparativos exigidos por la situación. Permanecer allí significaba exponerse a ser sitiados y detenidos en cualquier momento. Nuestras fuerzas consistían en cien guerrilleros llegados pocos días antes a la Presidencia: un edificio expuesto por todos lados y falto de protección. Mientras se preparaba el vuelo de dos aviones a un nuevo aeródromo poco conocido de las autoridades, aproveché la oportunidad para relatar los acontecimientos a los dos únicos corresponsales extranjeros venidos a la Presidencia: William Forrest, del News Chronicle de Londres, y Marthe Huysmans, del Peuple de Bruselas, hija del ex presidente del Parlamento belga. Ambos eran sinceros amigos de la España republicana y cumplieron con su deber hasta el final, informando sobre la lucha del pueblo español, lucha a la cual cabía adivinarle casi cualquier desenlace salvo el que entonces nos tocaba presenciar. Cuando regresé al despacho del primer ministro, éste se despedía del general Matallana. La situación del general era muy difícil y el doctor Negrín no veía razón para prolongar su bochorno. Consciente del desastre que se avecinaba y lamentando amargamente la división en las filas leales, despidióse de nosotros con lágrimas en los ojos y emprendió viaje hacia Valencia. Su marcha nos obligó a apresurar la nuestra. Nada cabía temer (de Matallana) personalmente; pero cualquier indiscreción de su chófer o sus ayudantes podía conducir a nuestro arresto. A las nueve de la mañana, mientras esperábamos en el aeródromo los aviones que debían llegar en cualquier momento, el doctor Negrín me llamó a su coche y, bajo pretexto de recorrer aquellos parajes, salimos en busca de un cuartel donde aún quedaban oficiales fieles. Era éste la base Dakar, y de base sólo tenía el nombre. Tratábase de una casa junto a la carretera, expuesta a la vista de toda la región, con la terraza llena de gente que la convirtieran en la más democrática de las asambleas. Allí estaban los generales Hidalgo de Cisneros, Cordón y Modesto; el coronel Núñez Masas, subsecretario del Aire, Líster, la Pasionaria, y un crecido número de oficiales. Más tarde llegaron Uribe y Moix, ministros de Agricultura y Trabajo, encargados por su partido de reunir sus miembros en caso de evacuación. El doctor Negrín sentóse a escribir a Casado. Era la última súplica para alcanzar un acuerdo, el postrer intento de impedir la tragedia que nos amenazaba a todos. De nuevo, encargóse el general Hidalgo de Cisneros de telefonear a Casado y enviarle el mensaje por teletipo. Al descubrir nuestro paradero nos arriesgábamos a ser detenidos por tropas venidas de Valencia. Con todo, sabíamos que la unión del frente antifascista debía ser nuestro empeño primordial. Además el constante ir y venir de gentes que entraban y salían de la casa, sin contar los guerrilleros apostados a la entrada, desdecían el carácter secreto que hubiese podido tener nuestro lugar de reunión. La carta del doctor Negrín, cuyas únicas copias creo son el original y la que yo conservo, reza como sigue: El Gobierno de mi presidencia se ha visto dolorosamente sorprendido por un movimiento que no parece justificado ni por las discrepancias en los propósitos que anuncia ese Consejo en su manifiesto al País, a saber: una paz rápida y honrosa sin persecuciones ni represalias que garantice la independencia patria, ni por la manera en que las negociaciones habían de iniciarse. Si impaciencias que en los no conocedores de la situación real de nuestras gestiones pueden justificar interpretaciones equivocadas de actos de gobierno, que sólo ha buscado que se conserve el espíritu de unidad que informa su política, hubieran permitido aguardar a la exposición que sobre el momento actual iba a hacerse la noche de hoy en nombre del Gobierno, a buen seguro que este infortunado episodio habría quedado inédito. Si una inteligencia entre el Gobierno y los sectores que aparecen discrepantes se hubiera establecido a tiempo, a no dudarlo hubieran aparecido borradas toda clase de diferencias. No se puede corregir el hecho, pero sí es posible evitar que acarree males graves a los que fraternalmente han combatido por un denominador común de idea-les y sobre todo a España. Si la semilla del daño se depura a tiempo, puede dar frutos debidos. En aras de los intereses sagrados de España debemos todos deponer las armas y si queremos estrechar las manos de nuestros adversarios, estamos obligados a evitar toda sangrienta contienda entre quienes hemos sido hermanos de armas. En su virtud, el Gobierno se dirige a la Junta constituida en Madrid y la propone designe una o más personas que puedan amistosa y patriótica-mente zanjar las diferencias. Le interesa al Gobierno, porque le interesa a España, que en cualquier caso toda eventual transferencia de poderes se haga de una manera normal y constitucional. Solamente de esta manera se podrá mantener enaltecida y prestigiada la causa por que hemos luchado. Y sólo así podremos en el orden internacional conservar las ventajas que nuestras escasas relaciones aún nos preservan. Seguros de que al invocar el sentimiento de españoles esa Junta prestará sólo oído y atención a nuestra demanda, le saluda, Negrín. No podía pedirse más de un Gobierno que, en las circunstancias más difíciles y al servicio de la Patria, había sido vilmente traicionado. Era un documento lleno de concesiones. Sabíamos que una de las causas decisivas de la urgencia facciosa era silenciar el discurso del doctor Negrín aquella noche, discurso anunciado desde el viernes anterior. El mensaje hubiese informado a toda la población de la zona Centro-Sur acerca de los preparativos de negociaciones y de los esfuerzos realizados para obtener una paz honorable. Casado lo oyera ya de labios del propio primer ministro. Radiado el discurso la revuelta habría perdido su razón de ser. De aquí la determinación de ahogar la voz del Gobierno. Pero por encima de nuestra indignación ante tales métodos estaba la necesidad de mantener unidos a quienes lucharan bajo la misma bandera. Podíamos adivinar el desastroso efecto que una quiebra en el frente antifascista produciría en el espíritu de millones de seres del mundo entero, quienes inspirados por la nobleza y el heroísmo defendían la causa del pueblo español. Podíamos adivinar el súbito derrumbe de toda resistencia y el desorden y confusión de la consiguiente retirada. Después de los grandes sacrificios realiza-dos no podíamos permitirnos el lujo del orgullo personal. Estábamos dispuestos y obligados a ceder a otros una posición nada envidiable y queríamos hacerlo de un modo que ocultase el monstruoso absurdo de un golpe de Estado en el curso de una guerra originada por una rebelión militar. Pero sólo estábamos dispuestos a renunciar si la, transferencia de poderes no cobraba la despreciable apariencia de un mero Putsch. Julio Álvarez del Vayo. Freedom's Battle |