S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Francisco Largo Caballero.Mis recuerdos. Ediciones Alianza. México, D. F. México 1954. Texto Seleccionado. Querido amigo: Mientras Negrín y sus ministros se entretenían en perseguir a los que no nos sometíamos a su política, España se desangraba en una guerra criminal por parte de los fascistas. Cada día aumentaban éstos sus medios de combate, facilitados por las naciones del Eje a pesar de la «No intervención», de la que aquéllos se burlaban. Aunque después de mi salida del gobierno aumentó el envío de material de guerra para la República, nunca era lo suficiente para igualarse con el que disponía el enemigo. Nuestros milicianos luchaban en unas condiciones de inferioridad aterradoras. El ministro de Defensa Nacional realizó ofensivas que más parecían perseguir efectos morales para distraer a la opinión, que interés por ganar la guerra o, al menos, posiciones; así sucedió con la toma de Teruel, que se perdió a los dos días por haber retirado fuerzas y no disponer de reservas y por obligar a los milicianos a luchar bajo una temperatura que produjo un número de bajas superior al producido por las balas enemigas. Cosa parecida ocurrió en las operaciones de Brunete; operación nunca autorizada anteriormente por mí, porque carecíamos de fuerzas para cubrir los flancos y por eso era una temeridad; de ahí que después de sacrificar muchas vidas tuvieran que replegarse a las antiguas posiciones. Lo mismo aconteció en la ofensiva de La Granja, posición inferior a la del Puerto Alto de las dos Castillas que estaban en nuestro poder. También allí se sacrificaron vidas sin objetivo bien determinado. Entretanto, en los organismos obreros era visible el malestar por las cosas que ocurrían en el desarrollo de las operaciones y en las organizaciones mismas como consecuencia de los manejos caciquiles e impositivos. Hondo debía ser el malestar, cuando dos conocidos ministeriales, Amador Fernández y Belarmino Tomás —ambos asturianos—, me visitaron en Valencia, al parecer por propia iniciativa, para lamentarse de la situación del Partido y de la Unión General. Según ellos, todo estaba desorganizado, abandonado; cada uno hacía lo que le parecía; los dos organismos obreros se desmoronaban, se iban de las manos. Dijeron que se imponía nombrar otras ejecutivas con hombres de responsabilidad y de prestigio, y me preguntaron si yo estaba dispuesto a cooperar en la obra de reorganización. Mi respuesta fue que estaba a disposición del Partido y de la Unión, a condición de que tal reorganización fuera el resultado de Congresos, pues de ninguna manera aceptaría los arreglos de camarillas hechos entre bastidores. Ambos quedaron en volver a verme, pero no les volví a oír hablar más de tal problema, ni de tal proyecto. ¿Quién o quiénes los disuadió? ¡ Siempre el misterio! De otra parte, en las esferas gubernamentales todo eran intrigas y zancadillas. Prieto creyó manejar a Negrín a su antojo, y se equivocó, porque Negrín era prisionero del Partido Comunista. Este pensó que Prieto se le sometería como Negrín, porque gracias a él era ministro de Defensa Nacional; pero Prieto no se somete a nadie; por el contrario, su deseo es que todos se sometan a él. Su propia sombra le estorba. No se entendían. La traición de mayo del 37 no les sirvió de provecho. Se devoraban entre sí, mientras los milicianos perdían su vida en defensa de la libertad y la independencia. En mi domicilio de Valencia recibí la visita de tres compañeros de Barcelona que venían a solicitar me fuera con ellos, pues en la capital catalana había fuerte marejada política y creían que yo debía estar allí donde quizá pudiera ser necesario. Llegué a la capital catalana, y me encontré con que habían puesto a Prieto en la disyuntiva de dimitir. La crisis estaba latente, y ya era casi oficial. Un diputado se entrevistó con Prieto para preguntarle si había dimitido; éste contestó que no, pero que sabía que tenían ya preparado un sustituto. Más parecía una destitución que una dimisión. A los amigos nos pareció que no convenía permitir que los comunistas triunfasen en esa maniobra y que debíamos ayudara Prieto antes de que aquéllos ganasen la partida. Tanto a Prieto como al presidente de la República, señor Azaña, se les informó en detalle de lo que se tramaba. Pero este último carecía de energía para resolver por sí los problemas difíciles con la resolución y rapidez que exigían y convocó a los representantes de los partidos para examinar la situación y aconsejarse. Los representantes de los partidos se inclinaron del lado de Negrín y de los comunistas. El más decidido contra Prieto fue González Peña, presidente del Partido y de la Unión y ministro de Justicia gracias a su protector Indalecio, ahora traicionado. ¡Oh, los refranes castellanos son perfectamente aplicables a estos individuos! «Cría cuervos y te sacarán los ojos.» «El que a hierro mata, a hierro muere.» Llegó a Barcelona la noticia de que los rebeldes estaban próximos a llegar al Mediterráneo, con lo que se aislaría a Cataluña del resto de España. Como mis hijas habían quedado en Valencia, decidí ir a buscarlas en un auto, aunque corriera el peligro de ser cogido por los falangistas. ¿Cómo iba yo a dejarlas en Valencia y quedarme en Barcelona? Prieto se enteró y dio orden de poner a mi disposición un avión para la ida y la vuelta. Salí aquel mismo día, y al siguiente estaba de regreso en Barcelona con mis hijas. No sería noble silenciar este rasgo de Prieto, y seguramente ésa sería la última orden que dio como ministro. Este favor, que siempre he recordado y agradecido, puede absolverle de todas las malas acciones que ha realizado contra mí, y tal absolución nunca me pesará. Pero de lo que no podrá ser absuelto jamás, es del mal que ha ocasionado al Partido Socialista, a la Unión General y a España. Tal fue la causa de fijar mi residencia en Barcelona. Solicité casa habitación de la Generalidad, visitando al efecto a su presidente, y no me la proporcionó. Gracias a unos amigos no catalanes encontré dónde albergarme con mis hijas y mi cuñada. París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero. Francisco Largo Caballero, Mis recuerdos. |