S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
|||||||||||
|
|||||||||||
Memoria | Introducción | Carteles | Fuerzas | Personajes | Imágenes | Bibliografía | Relatos | Victimas | Textos | Prensa | Colaboraciones |
Testimonios y textos recuperados por su interés. |
Enlaces |
Bruno AlonsoLa Flota republicana y la guerra civil de España Edición del autor, México, D. F., México, 1944. Texto Seleccionado. Aunque durante algunos días la moral de la población de Cartagena se había vigorizado bastante por el acto público del 27 de febrero, pronto volvió a decaer. En tierra, una obsesión domina a todos v elimina toda consideración de tipo político o moral: obtener un pasaporte. Esta inquietud pasa de la base a la flota y embarga el ánimo de muchos, aunque el sentimiento del deber y la disciplina se mantienen firmes. Al almirante y a mí se nos ofrecen pasaportes, que rechazamos, juzgando un deber ofrecer este ejemplo. Los comisarios son asediados en sus barcos. Las dotaciones comentan la escandalosa conducta de tierra. Ordenamos a nuestros amigos que sin vacilar corten cualquier desfallecimiento o brote de indisciplina, y de nuevo escuchamos a algunos mandos opinar que sería conveniente la salida de la flota antes de que la hundan en el puerto o no pueda salir luego. Nuestra réplica enérgica, y la afirmación que hice a un comandante de que llegaríamos a sublevarnos contra los jefes si alguien intentase sacar la flota, pusieron término a estas manifestaciones desmoralizadoras. El día 4 de marzo publiqué en La Armada, semanario de la flota, la siguiente y última alocución: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! Este comisario general tiene especial interés en hacer público, para conocimiento de todos, las instrucciones que han de cumplir sin vacilación ninguna, todos, y especialmente nuestros comisarios políticos. Como han podido ver comandantes y comisarios en la reunión celebrada con nuestro almirante y Estado Mayor, el señor jefe de la flota explicó cumplidamente cuál es el momento actual y lo que con tal motivo piensa y estudia el Mando. En su virtud, sabemos que se hacen por el Gobierno gestiones para llegar a una paz lo más justa para todos, y que tanto nuestro jefe como este comisario general han de estar muy atentos a todo cuanto suceda, por cuya explicación comandantes y comisarios ofrecieron al Mando de la flota, además de su completa satisfacción, su absoluta lealtad y su plena colaboración, permaneciendo todos en sus puestos de combate con incondicional adhesión a las órdenes del Mando. Quede, pues, bien claro y bien terminante que el Mando de la flota, además de estar en su puesto aguantando como todos las bombas del enemigo, está también muy atento pdra que nadie la olvide. Ahora bien; el honor y el recuerdo de nuestros queridos muertos con la historia de nuestra flota, sus mandos y dotaciones, y más aún, aquellos que el 18 de julio dieron los barcos al pueblo, exige que no se manche en estas horas dramáticas; hay que exigir, imponiendo a todos ¡serenidad absoluta!, y hay que exigir e imponer esa serenidad a quienes la pierdan, manteniendo la razón con la razón, pero prevenidos y a tiempo para cortar por el fuego cualquier deserción o infamia. El comisario y sus auxiliares —que deben serlo todos— permanecerán en su puesto sin descuidarle un instante al lado del comandante, mostrando con su presencia la estrecha hermandad que los une, y si fuese necesario que con su sangre se cubra la vida de nuestros mandos, que sea en ellos el primero el comisario político, pero ¡atención, atención, amigos! Que en esa hermandad suprema que nos une en nuestra flota, ¡que nadie duerma su guardia! y que cualquier impaciencia, la traición o la infamia no sorprendan a ninguno. Los cañones de nuestra flota valen por toda una plaza, y la bandera que arbola es bandera de combate, y lo mismo que al izarla le rendimos nuestro honor, al arriarla se hace con el mismo honor y ¡derechos! Razonemos como siempre, pero ¡ojo al disco! y donde falle el razonamiento, que estén preparadas las armas. — A bordo del crucero Miguel de Cervantes, 4 de marzo de 1939» Los marineros han leído la alocución emocionados, y se mantienen firmes en sus puestos. Aquel mismo día, a media mañana, los jefes de los ejércitos de tierra habían prometido al almirante comunicarle por teletipo la resolución adoptada a última hora. En ésta se le daba cuenta de que habían desistido de exigir el desplazamiento de Negrín y su Gobierno por temor a que los estalinistas, muy influyentes en el ejército centro-sur, se subleven. En consecuencia, dejaban en libertad al almirante para que obrara como estimase conveniente, relevándolo del compromiso que con ellos había contraído. (Este acuerdo fue sin duda revocado, pues al día siguiente, Casado y Miaja, y los jefes de ejércitos, ayudados por los partidos socialista y republicanos, Unión General de Trabajadores y Confederación Nacional del Trabajo, constituían el Consejo Nacional de Defensa en Madrid, y Negrín y sus ministros se apresuraban a marchar, sin intentar resistir, en los aviones que al efecto tenían preparados.) El mismo día 4, la Prensa oficial publicaba un decreto de Negrín entregando los mandos principales del ejército a los amigos comunistas. Para mandar la base naval de Cartagena se nombraba al destacado comunista Francisco Galán. Todo el mundo juzgó estos nombramientos como un verdadero golpe de Estado, en virtud del cual el Partido Comunista se apoderaba de todas las palancas del poder, y fue sin duda esto lo que hizo a los jefes militares desistir del acuerdo de no derrocar al Gobierno Negrín. Si en toda España la situación era gravísima, lo era tanto más en Cartagena, donde un conjunto de circunstancias dieron lugar a consecuencias muy diferentes a las que el Gobierno se proponía. Los mandos de la flota, a la vista de lo sucedido, expusieron al almirante la necesidad urgente de salir de Cartagena antes de que la catástrofe fuera definitiva y alcanzara a todos. Pero tanto el almirante como yo exigimos a todos serenidad. Bajamos a la base a entrevistarnos en su despacho con el general Bernal, al que encontramos acompañado de varios jefes que están tratando de lo que ha sucedido. La decisión de casi todos los que están reunidos es opuesta a aceptar a Galán como jefe de la base, pues creen que con esto los comunistas asesinarán a sus enemigos, y evitarán que la guerra termine en condiciones que permitan salir de la zona Centro a las personas más responsables y comprometidas. Pese a que carecemos de jurisdicción sobre la base, y nuestra autoridad, además, es de índole moral solamente, creo conveniente intervenir para pedir que hable quien en realidad tiene mayor autoridad y responsabilidad en tierra, o sea el general Bernal. Éste manifiesta que no proyecta sublevarse, y que entregará el cargo al señor Galán cuando éste se presente. En vista de estas manifestaciones declaro que, puesto que contra la flota no hay nada, nada tenemos que oponer, y que sólo en el caso de que Galán intentase algo contra la flota, sobre la que carece de jurisdicción, le replicaríamos en forma adecuada (...) En consecuencia, aconsejamos acatar el nombramiento y esperar en definitiva los acontecimientos y la conducta del nuevo jefe de la base. Predominó este criterio, aunque salimos de la reunión mal impresionados por la agitación y nerviosismo que se manifestaban en todos los departamentos. Sin embargo, confiábamos en que, a pesar de todo, la flota, junto a la base, salvaría a cuantos debieran salvarse, pues nuestra presencia moral evitaría cualquier intento. Cuando nos dirigíamos al buque insignia nos cruzamos en el antedespacho de la jefatura con el jefe del Estado Mayor de la Marina en tierra, don Fernando Oliva, a quien se le había nombrado para dicho cargo un mes antes. Perteneció anteriormente a nuestra flota como jefe de la segunda flotilla de destructores, interviniendo con acierto en el combate de Cabo Palos. Hombre culto y correcto, tenía detenida su familia y estaba emparentado con el enemigo. No obstante, había observado siempre una conducta irreprochable, y en alguna ocasión los comunistas buscaron y anunciaron su colaboración en la revista Marina. Al verme me habló así: «Don Bruno, lo que el pueblo quiere es la paz y por este camino vamos muy mal, por lo cual tendrá que ser el pueblo quien se imponga.» Cordialmente contesté que la paz la haría quien tenía autoridad para ello, y que su deber, como el nuestro y el de todos, era obedecer. Me replicó que el Gobierno no tenía autoridad para nada, y carecía de legalidad. Atajé sus razonamientos y puse término al diálogo diciéndole que allá cada cual con su responsabilidad. Durante todo el día, la agitación no cesó un momento. Incesantemente llegaban al buque insignia comisiones de la UGT y CNT, que, desamparados y sin protección en la base ante la dominación de los comunistas, temían ser víctimas de una encerrona y entregados al enemigo. Nos esforzamos por calmar estos temores, aconsejándoles que vigilasen en tierra y no perdieran el contacto con nosotros, asegurándoles que ni el enemigo ni los comunistas se apoderarían de nada, ya que estábamos dispuestos a evitarlo. Las inquietudes no cesaban y el pánico iba aumentando. Cartagena vivía aquellas horas con la impresión de que se había producido un golpe de Estado de los compañeros comunistas. También recibimos visitas de militantes comunistas. Encabezados por su jefe local, querían sondear nuestro ánimo, e insistentemente nos ofrecían actuar unidos. De nuevo les reiteré la condenación de una política absurda cuyo desdichado remate han sido los nombramientos recientes, pero les ratificamos nuestra lealtad hasta el último momento. Comenzaba a anochecer y un diputado comunista me llamó por teléfono para seguir conferenciando, pero juzgando que ya era hablar con exceso, le dije que mi misión no era estar de charla constantemente con ellos y que cada cual cumpliera con su deber en su puesto, y nada más. Aquella misma tarde se presentó en la base el señor Osorio Tafall —recientemente nombrado por Negrín comisario general de Defensa—, anunciándome por teléfono sus deseos de visitarme. Acudió en seguida a la capitanía, donde le esperaba acompañado del almirante. Manifestó deseos de conocer nuestra posición, la que le expusimos sin reparo. Después de haber hablado el almirante, le dije que no conocíamos otra actitud que la del cumplimiento de nuestro deber. Sin duda no le bastó esta declaración al auxiliar del señor Negrín, ya que nos pidió que le aclarásemos el significado de estas palabras, o sea, lo que entendíamos por cumplimiento del deber. A tal impertinencia le repuse que estaba desprovisto de autoridad, sobre todo moral, para hablarnos en aquel tono. Muy serio invocó su calidad dé comisario general de Defensa, por lo cual le dije que por ese camino no prosiguiera, pues sólo en plan de amigos y compañeros lo tolerábamos, pero hacía ya mucho tiempo que ni existía jefe de Estado ni Gobierno de ninguna clase, pues el Gobierno sólo era Negrín, y nadie sabía en dónde se hallaba. Terminé haciéndole saber que si aguantábamos los bombardeos del enemigo no soportábamos las impertinencias de nadie, y menos de quien, por vanidad y afanes de medro, actuaba lejos del peligro. El tono de mi réplica hizo cambiar el tono de sus palabras al señor Tafall, quien ya apaciguado, y en tono amistoso, nos prometió otra visita. Acababa de partir de nuestro lado cuando recibimos una llamada telefónica desde Murcia. Ahora es el propio Galán quien nos habla, el cual, invocando nuestra vieja amistad, me informa de la misión que trae de hacerse cargo de la jefatura de la base, para lo cual solicita mi colaboración. Agradecí su saludo y atención, aunque le advertí que desde hacía un año carecía de cargo alguno en la base, donde no había comisarios políticos, a pesar de lo cual me tenía a su disposición. Terminó nuestra conversación anunciándome su inmediata llegada, y que tan pronto tomase posesión de la jefatura reanudaríamos la conversación, reiterándole nuevamente nuestra adhesión. Eran ya las diez de la noche. Me hallaba cansado del ajetreo del día y de las fuertes y constantes emociones de aquella jornada. Me retiré al camarote con propósito de descansar, un poco tranquilizado por suponer que aquella noche, oscura y sin luna, no seríamos atacados por la aviación franquista. No había terminado de meterme en cama cuando penetró en mi camarote, precipitadamente, el joven socialista de Águilas, Francisco Díaz, a quien di el cargo de vigilar en tierra lo que ocurriese. Alarmado me informó de que un numeroso grupo le había parado cerca del muelle, aconsejándole que si era de la flota huyese, pues eran presos recién libertados y se disponían a hacer una degollina general, de la que querían excluir a los marineros. Tranquilicé a mi informador y subí a la cámara del almirante, a quien repetí lo que acababan de decirme. Telefoneé a la base, a la que informé de las noticias recibidas. Era el jefe del Estado Mayor Mixto, don Vicente Ramírez, quien me hablaba, pero noté en sus palabras algo raro, aunque me dijo que no pasaba nada. Sin embargo, al colgar el aparato, habla de nuevo y me dice que hay una pequeña insubordinación en la comandancia, la cual carece de importancia, a pesar de lo cual conviene que informe al almirante para que mande aviar los barcos por si acaso. El almirante ha tomado el teléfono, pero se esfuerza inútilmente en hablar con Ramírez y Galán. Después de diez minutos de espera, el oficial de guardia le contesta que no puede hablar con nadie porque está prohibido, pues hay órdenes de detener a los señores Galán y Ramírez, los cuales ya lo han sido con sus auxiliares en la propia jefatura. Previniéndose contra cualquier sorpresa, el almirante ordena preparar la batería de popa del Miguel de Cervantes, enfilando los cañones en dirección a la base. Indignado por lo que sucede, tomo el aparato y comunico al oficial de la base lo siguiente: «Diga usted a quien corresponda que si en el término de tres minutos no se ponen al aparato los señores Ramírez y Galán, diciéndonos que están bien y que no hay novedad alguna, el Cervantes romperá el fuego contra Capitanía.» Mi conminación ha producido sus efectos inmediatamente, pues en el acto, Galán y Ramírez me hablan diciéndome que no ocurría nada y que de ningún modo disparáramos, ya que todo había sido una mala interpretación, ya en vías de arreglo. Lo sucedido fue lo siguiente: Inmediatamente después de haber tomado posesión de la jefatura de la base el señor Galán, había dado comienzo un movimiento sedicioso capitaneado por el jefe de Estado Mayor de la Marina de la base, don Fernando Oliva. Este arrebató los teléfonos de las manos de Ramírez y Galán, deteniéndolos en el acto, así como a cuantos estaban allí. Pero, al parecer, cuando recibió mi comunicación desde la flota se echó las manos a la cabeza, exclamando: «¡Yo no sirvo para esto!» Y en el acto inició conversaciones de arreglo con Ramírez y Galán para contener la sublevación. Galán, que venía al mando de una brigada para tomar posesión del cargo en previsión de posibles resistencias, accedió a que ésta no entrara en la ciudad, confiando su autoridad al señor Ramírez para que, en interés de todos, transigiera en todo aquello que fuera posible. Pero los hechos eran ya graves, pues los enemigos habían desbordado a los jefes miembros de la sedición. Hacía horas que habían puesto en libertad a los presos, más de dos mil, y las fuerzas, fuera de sus cuarteles, habían comenzado el asalto a varios lugares estratégicos. En las calles corría la sangre, y cientos de republicanos y leales habían sido detenidos por los sublevados. A las dos de la madrugada del día 5 llaman de la base al almirante, rogándole que vaya allí. Opto por acompañarle, y juntos llegamos sin novedad a Capitanía. En distintos puntos de la ciudad sigue el tiroteo. Durante media hora hablamos con Galán y Ramírez, quienes nos dicen que están al habla con los sediciosos y esperan llegar a un acuerdo. A mi juicio, la situación es muy grave, y así lo expongo, pidiéndoles que apenas lo estimen conveniente nos señalen los objetivos que hay que batir y la flota, cuya adhesión es segura, lo hará. Salimos de la base el almirante y yo muy mal impresionados. Los gestos y las caras de los que allí están, dan la impresión de que en la base no manda nadie, y de que la sublevación, antes que apaciguarse, se va extendiendo. Camino del puerto, una guardia del regimiento naval nos pide la consigna. Al contestar rápidamente y con energía que éramos el Mando de la flota, nos rinden armas. Ya a bordo del Cervantes, decidimos permanecer en pie, pues, aunque rendidos, la gravedad de la situación no permite ni unos minutos de reposo. Todos los comisarios, desde sus puestos, vigilan el desarrollo de los acontecimientos y esperan órdenes. A los pocos instantes oímos por la radio de a bordo que la emisora establecida en las afueras de Cartagena ha caído en poder de los rebeldes. Estos, desde ella, anuncian su victoria a Franco, informándolo prematuramente de que Cartagena estaba en poder de ellos. La sublevación presenta ahora su verdadero carácter, pues la consigna original de «Por la paz y por España», se ha transformado en «Arriba España» y «Viva Franco». En las primeras horas del día, tos enemigos han consolidado su posición en tierra, sin encontrar resistencia. Ocupan las posiciones estratégicas, cierran el arsenal, del cual toma el mando el ingeniero señor Pallarés. A las diez y media de la mañana avisan la llegada de la aviación enemiga, que como todos los días viene a bombardear la flota. Esta vez sus bombas han alcanzado a dos destructores de los más viejos, el Sánchez Barcaiztegui y el Galiano, que están reparándose en el dique, siendo destrozados. También una de las bombas ha tocado la tubería del petróleo del arsenal. Las dotaciones responden como siempre. Nuestros antiaéreos disparan, pero desgastados y estropeados por millares de disparos hechos durante toda la guerra, no pueden precisar la puntería. Al finalizar el ataque los marineros han vitoreado con entusiasmo a la República. Hoy estos vítores tienen la emoción del momento en que son pronunciados, cuando la decisión de Cartagena nos anuncia que el final definitivo se aproxima. Acaso estos gritos de entusiasmo sean los últimos de estas dotaciones magníficas, de estos millares de héroes, a quienes el destino reservó las mayores torturas morales y materiales, pero a los cuales también la historia reservará una de sus páginas más gloriosas. Ha subido a bordo el señor Ramírez, que habla a solas con el almirante, y vuelve a partir. Sigo opinando que la flota debe abrir el fuego contra Cartagena y así se lo manifiesto al señor Buiza. Pero éste, que por teléfono está en comunicación constante con la base, dice que ésta pide que no se dispare, pues los resultados serían funestos. Galán, desde la base, le ha leído un teletipo del señor Negrín, diciéndole que no se derrame más sangre y que encargue al señor Ruiz, subsecretario de Marina, de la jefatura de la base y de que arregle el conflicto de la mejor manera. Expreso mi disconformidad con un criterio que estimo desatinado, pues en tanto que la base no actúa, el enemigo se ha adueñado de todo. Ya desde la emisora se está conminando a la flota para que no salgan más que uno o dos destructores con los responsables principales que quieran salir, y unos minutos después nos han vuelto a conminar para que salgamos, dándonos un cuarto de hora, transcurrido el cual, si la flota no ha salido, romperán el fuego contra ella las baterías de costa de 38 centímetros. Si esto es cierto, la situación nuestra es difícil, pues la flota, en aquella cazuela, poco o nada puede hacer contra las baterías que dominan el puerto. Ante la gravedad de los momentos me decido a intentar un esfuerzo supremo y decisivo y pido al almirante doscientos voluntarios para ponerme a su frente y asaltar las baterías de costa para recuperarlas. El almirante accede a mis deseos y ordena al jefe del Estado Mayor, señor Núñez, que salgan cuarenta voluntarios por cada crucero y veinte por destructor. En estos momentos tengo un altercado con uno de los jefes que estima que la flota no debe permanecer en el puerto ni un solo minuto. Airadamente rechazo tal proposición, y queriendo poner término a una situación demasiado embarazosa, decido abandonar la flota y trasladarme a tierra, dejando a los mandos la responsabilidad íntegra de lo que pueda suceder si deciden sacar la flota. Al salir al portalón, varios amigos, entre ellos el comisario Bernardo Simó, nos sujetan, por estimar una locura el intento, y finalmente, el almirante me sujeta del brazo, expresándome que si no desisto de mis propósitos, él marchará también. Desisto de mi actitud, pues los impacientes parecen apaciguados. Los voluntarios han sido reclutados ya en casi todos los barcos y se va a disponer que bajen al muelle. Todo estaba listo para emprender la marcha y nos disponíamos a llevarlo a cabo, cuando el almirante y el jefe del Estado Mayor nos informan que desde la base les comunican la imposibilidad de seguir ni un solo instante más, pues los rebeldes son dueños de todo y van a hundir la flota. Galán vuelve a repetir que ha recibido instrucciones por teletipo de Negrín para que no se derrame sangre y encomendando al señor Ruiz que lo arregle todo. En estas condiciones queda sin efecto la recluta de los voluntarios y el almirante ordena que inmediatamente se pongan en movimiento los barcos. No me opongo ahora a que la flota salga, ya que, exento de jurisdicción en el orden técnico, considero insensato, ante los informes y opiniones que el Estado Mayor, la base y el propio Galán dan, insistir en que la flota siga dentro del puerto y arriesgue su hundimiento inevitable. Mis últimas dudas y vacilaciones las disipan el propio señor Galán, Antonio Ruiz, Morell, Semitiel, Ramírez, Adonis, Salinas y un grupo de los auxiliares de la base que llegan presurosos al Cervantes, huyendo. El propio Galán se dirigió a mí, diciéndome que era imposible continuar y que no había más remedio que salir inmediatamente. Mientras los buques se preparan a zarpar, llegan a bordo más de quinientos refugiados, hombres, mujeres y niños; civiles y militares. Con ellos llegan también varios heridos, entre los cuales recuerdo al compañero Dasi, comisario del Alsedo. Zarpa la flota. Con el ánimo amargado, destrozado, más que por los sucesos pasados. Por la trascendencia del momento, me despido mentalmente de los muchos camaradas que quedan en tierra. En ella queda también mi familia, cuya suerte en aquellos instantes no podía adivinar. Al salir distingo a lo lejos —¿realidad o espejismo de la ilusión?— un grupo de soldados de aviación que enarbolan la bandera republicana. Bruno Alonso, La Flota republicana y la guerra civil de España |