S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores

Memoria Introducción Carteles Fuerzas Personajes Imágenes Bibliografía Relatos Victimas Textos Prensa Colaboraciones

Testimonios y textos recuperados por su interés.

Enlaces

MANUEL AZAÑA

La revolución abortada

Obras completas, III.  Ediciones Oasis, México, 1967. Texto Seleccionado.


El Gobierno republicano se hundió en septiembre del 36, agotado por los esfuerzos estériles de restablecer la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que estaban cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos de la República. El buen desempeño de su aplastante responsabilidad hubiera exigido por parte de todos la asistencia más leal.

Durante aquellas semanas, el optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado, porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. Se dio el caso de que unos trenes de reclutas, movilizados por el Gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir las unidades de la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las autoridades locales les impidieron proseguir el viaje. El trabajo, lejos de hacerse más intenso, menguó en duración y rendimiento. La huelga de la construcción, comenzada en mayo, dirigida e impuesta por la CNT, persistía después de empezar la guerra; no se terminó hasta agosto. La traición puede ser sofocada y castigada, pero una alucinación colectiva se disipa difícilmente. Es preferible creer en una alucinación colectiva: en 1937 se celebró en Madrid un meeting para conmemorar el primer aniversario de la huelga de la construcción, que entre otros méritos tuvo, en opinión de sus panegiristas, el de haber precipitado el alzamiento. Ya he dicho que algunos lo recibieron corno un hecho venturoso. Los leaders políticos y sindicales visitaban a los milicianos en los frentes, les aconsejaban sobre la manera de hacer la guerra, de aprovisionarse sobre el país: «si encontráis una vaca o una ternera, la matáis, y os la repartís; ya la pagará el Gobierno». El Presidente del Consejo recibió quejas muy serias de un leader, porque los milicianos no tenían en el frente aguas minerales para beber. Madrid ofrecía una apariencia alegre, de jolgorio y holganza. Miles de coches recorrían velozmente las calles, derrochando la gasolina del Estado. Se derrochó también, en fabulosa escala, los víveres y toda clase de recursos. Músicas, desfiles, columnas que iban al frente, o volvían. Rebajamiento de la calidad y limpieza en el vestido: Muchos burgueses se disfrazaban, bastante mal, de proletarios. Ostentación de armas largas. Jóvenes ociosos, en vez de combatir en la trinchera, lucían por los cafés arreos marciales, el fusil en bandolera. La Prensa adoptó un tono jactancioso, semejante al de 1898. Los tópicos eran aparentemente otros, pero la misma frivolidad. Hacía años que los periódicos no imprimían: «el heroico coronel», «el invicto general». Desempolvaron estos clichés. Como novedad propia de los tiempos, tuvimos que diariamente caían en nuestras líneas unos cuantos aviones enemigos «envueltos en llamas».

Bajo aquella confusión de frivolidad y heroísmo, de batallas verdaderas y paradas inofensivas, de abnegación silenciosa en unos y ruidosa petulancia en otros, la obra sombría de la venganza prosiguió extendiendo cada noche su mancha repulsiva. Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo. Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios poco dispuestos a soportar la «insolencia» de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos, para cortarle el paso a una revolución comunista. Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España, han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. El odio se satisfacía en el exterminio. La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no tenerlo más, atizaban la furia. Como si la guerra civil no fuese bastante desventura, se le añadió el espectáculo de la venganza homicida. Por lo visto, la guerra, ya tan mortífera, no colmaba el apetito de destrucción. Era un método demasiado «político», no escogía bien a sus víctimas. Millares de ellas iban cayendo, no por resultas de sus actos personales, sino por su tendencia. El impulso motor era el mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle a la nación sus miembros «podridos», ya se operase clandestinamente por las pandillas de desalmados que en la pasión política pretendían encontrar una justificación de la delincuencia. En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex diputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del Gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de «fascismo», políticos de significación derechista. Que todo eso ocurriera, en su territorio, contra la voluntad del Gobierno de la República y a favor del colapso en que habían caído todos los resortes del mando, es importante para los Gobiernos mismos y para su representación política. Pero si las atrocidades cometidas en uno y otro campo se consideran, no desde el punto de vista de la autoridad del Estado y de la justicia legal, ni desde el de la responsabilidad de quienes hayan gobernado en cada zona, si ,o como un fenómeno patológico en la sociedad española, el valor demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el mismo; su carácter, mucho más entristecedor. La guerra es todavía una fase de la política. Juzgamos la licitud o la ilicitud de una guerra según los designios políticos que persigue. Las atrocidades del resentimiento homicida no pueden juzgarse coro ese criterio. No es menester apelar a él para reprobarlas, ni es permitido invocarlo para absolverlas. Tal primitivismo de sentimientos, un desate tan irracional de los instintos, suprimen la política, la expulsan. Ya sabemos que existe el recurso de «organizar» la ferocidad y utilizarla como arma defensiva del Estado. Sistema del terrorismo, con el que la violencia inmoral parece reincorporarse a una razón política. Mas, si las atrocidades resultantes del desorden inficionan mortalmente la causa que pretenden servir, el terrorismo organizado no asegura nada, ni siquiera su propia duración.

No es dudoso que tales hechos causaran un quebranto irreparable en la confianza que el Gobierno republicano pudiera conservar sobre el resultado útil de su gestión. Por otra parte, las perspectivas de la guerra se ensombrecían. Ya los primeros aviones alemanes llegados a Andalucía transportaban a la Península tropas marroquíes. Se esperaba (y se temía) mucho de la acción de los moros. La experiencia probó pronto que, aun siendo importante, su concurso no decidiría la guerra. Pero el fácil avance de la columna de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de Extremadura, mostraba, a quienes no habían perdido el juicio, la inminencia del peligro. Mientras, en la Prensa aparecían enormes manchettes, con estupideces de este calibre: «La batalla de Talavera será nuestra batalla del Marme», que hacían rechinar los dientes a las personas sensatas. Con la mejor buena fe del mundo, muchos «conductores» de la opinión creían lo más adecuado a la moral popular mantenerla en sus ilusiones de triunfo fácil. Un revulsivo eficaz habría sido, probablemente, ponerla frente a la realidad. Algo así ocurrió más tarde. Madrid, que no se había defendido en el Guadiana ni en el Tajo, se defendió en sus propios arrabales, cuando podía presumirse, dados los antecedentes, que los moros llegarían al centro de la capital en tranvía.

Parte decisiva en el desmoronamiento del Gobierno republicano le cupo a la situación exterior. El Gobierno, desde el comienzo, se halló en la imposibilidad de comprar libremente armas en el extranjero. En este aspecto, la no-intervención empezó a funcionar antes de haberse firmado el acuerdo entre las potencias, y se aplicó, con efecto retroactivo, a contratos de adquisición de material hechos por el Gobierno español antes de empezar la guerra. La interdicción que padecía así la República, hirió mortalmente al Gobierno, que se encontró sin armas que dar a las milicias, y en mala postura ante la opinión, que tal vez le inculpara de no saber hacerse respetar en el exterior. Nadie ha ignorado nunca ni nadie tiene hoy interés en disimular las consecuencias decisivas de la no intervención en el curso de la campaña; pero los resultados de aquella situación en la política interior de la República no fueron menos graves, y difícilmente rectificables. Ante las masas, la experiencia venía a desacreditar la hipótesis de que un gobierno exclusivamente republicano, que no suscitaba alarmas, era la garantía de que la República seguiría siendo mirada sin prevención en el extranjero. Se abrió paso, irresistiblemente, la idea de que en el Gobierno de la República debían estar representados todos cuantos la defendían. El Gobierno fluctuó un par de semanas. Fue imposible sostenerlo. Al empezar septiembre, tomó sobre sí la responsabilidad de retirarse, y dio paso al Gobierno llamado «de la victoria», compuesto de republicanos, socialistas, sindicales de la UGT y dos comunistas. Disposición dominante en el nuevo Gobierno: gran confianza en sus planes, en su popularidad, en su energía, moderado todo ello por el fastidio de no haber sido llamado antes. Uno de los nuevos ministros me decía: «¡Con tal de que no sea demasiado tarde!» ¿Demasiado tarde? Llevábamos cincuenta y un días de guerra. Si el ministro hubiese podido sospechar que la guerra duraría novecientos treinta días más, acaso hubiera entrevisto que entonces no era demasiado tarde para nada.

Los reveses de la campaña hicieron comprender a todos la necesidad de tomar la guerra en serio, y prestaron al Gobierno el resorte necesario para imponer un cambio de conducta, pero a costa de demasiado tiempo. No puede negarse que el precio del aprendizaje fue elevadísimo y, en su mayor parte, irrescatable. La reacción comenzó por el ejército. El nuevo Gobierno sometió a todos a la disciplina militar y comenzó la organización metódica de las fuerzas. Empezaron a formarse las grandes unidades, y el Estado Mayor fue recuperando la dirección de la campaña. Antes no podía hacerse otra cosa que operaciones locales, para acudir como se podía a los apuros más urgentes. El enemigo tenía ya, entre otras ventajas, la de una dirección única, y la de que todo su territorio estaba unido (después de la toma de Mérida y Badajoz), aseguradas sus comunicaciones interiores. Ya partido en dos trozos incomunicables por el aislamiento del norte, el territorio del Gobierno de la República estaba, para los efectos de dirigir la campaña, dividido en tres o cuatro pedazos, como resultado de la situación de Cataluña y del país vasco. Las consecuencias fueron deplorables. En agosto del 36, los que mandaban en Barcelona decidieron enviar, auxiliados por Valencia, una expedición contra Mallorca. No contaron con el Gobierno de Madrid ni siquiera para pedirle informes sobre cuál pudiera ser el estado militar de la isla. La expedición, anunciada ruidosamente en la Prensa, desembarcó, perdió quinientos soldados, casi toda la artillería, cerca de un centenar de ametralladoras tiradas al agua, sin lograr la conquista de las Baleares para la «gran Cataluña», y malogró, para lo sucesivo, cualquier empresa sobre un objetivo tan importante.

Otros ejemplos, no tan desastrosos, podrían citarse de aquella dirección de la guerra desde cada provincia. Realmente, la unidad de mando superior no fue completa sino a mediados de 1937, y todavía quedó, hasta su pérdida, el sector excéntrico del norte.

La creación de un nuevo ejército, capaz de hacer frente al enemigo, no podía lograrse plenamente, ni en cuanto a la organización y disciplina, ni en cuanto a la selección del personal, si no se operaba al mismo tiempo una transformación en el estado de la retaguardia. Donde más se hacía sentir el desorden de las iniciativas privadas, que ahogaban al Estado o rivalizaban con él, era en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra, y en el rendimiento de la industria. Aquellas iniciativas eran de dos clases: o bien de orden regional y político, como las del Gobierno catalán, o bien de orden sindical. Claro está que dentro del marco regional, se manifestaban también las obras de la actividad sindical. En los servicios y empresas de cuya dirección se habían apoderado los sindicatos, la calidad y la cantidad del trabajo descendieron. El derrame sindical produjo un efecto paralizante. En 1937 me dijo el director general de Minas que la extracción de carbón en Utrillas se había reducido a la décima parte de lo normal. Encareció el costo de las obras: emprendida la construcción de un ferrocarril transversal desde la provincia de Valencia a Madrid, para asegurar el abastecimiento de la capital, cada metro cúbico de tierra removida venía a costar unas cuarenta mil pesetas. Se disolvía la responsabilidad en comités anónimos. El servicio de transportes pagaba sueldo a dieciséis mil chauffeurs, y no se conseguía regularizar el envío de víveres a Madrid, cuando todavía no escaseaban. Si la memoria no me engaña, fue el señor Largo Caballero, a la sazón presidente del Consejo, quien ordenó la prisión del Comité de transportes. Se daban tan poca cuenta de la gravedad de la guerra, o anteponían de tal manera las ventajas del momento presente, que en setiembre del 36, habiendo en Madrid tres aviones de caza, los obreros de taller de reparaciones del aeródromo de los Alcázares se negaban a prolongar una hora la jornada y a trabajar los domingos. Estas muestras, tomadas de la realidad, bastan para formarse una idea de la situación en ese aspecto y de la inmensa tarea que los Gobiernos debían cumplir.

Tanto desbarajuste, tales movimientos desordenados, que arruinaban la producción, estaban destinados al fracaso. La opinión los reprobó. Pero su efecto, desastroso para la República, estaba ya producido. Es seguro que, después de los italianos y los alemanes, no han tenido los «nacionalistas» mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida, o más bien, secuestrada por los sindicatos. El planteamiento de tal aventura hubiera sido físicamente imposible en España durante la paz. Creer en su éxito fácil, a favor de la guerra, porque se constituían situaciones de hecho, incompatibles no solamente con las leyes vigentes sino con el conjunto de la economía del país, y esperar que tales situaciones, si duraban hasta el final de la guerra, podrían subsistir (en la hipótesis de una solución favorable a la República), no era muy halagüeño para la perspicacia de quienes así pensaran.

Todos estos hechos, de orden económico u otro, que menguaban la capacidad de resistencia de la República, no obedecían a un pensamiento común, no se amoldaban a un plan. Su fuerza se desparramó por el área de las incautaciones y colectivizaciones que interesaban más a los meneurs, y no pasó adelante. El sindicato se instaló pesadamente en servicios y empresas; pesadamente, porque todo lo hacía con lentitud. Pero la fuerza ascendente de ese movimiento menguaba con rapidez, a medida que se apartaba de su terreno propio. Nunca se apoderó del Gobierno ni del Estado. Es concebible que, en las primeras semanas de la guerra, hubiese estallado en el territorio de la República una revolución violentísima, fulminante, que destruyera las instituciones republicanas, remplazara a sus partidos y a sus hombres, y entronizase un Gobierno de su hechura, para conducir de frente, bajo una disciplina de hierro, la revolución y la guerra. Un fenómeno tal, observado ya en otros países, en circunstancias parecidas, no llegó a producirse en España. La conmoción fue bastante fuerte para quebrantar al Estado, colaborando en eso, seguramente sin darse cuenta, con las fuerzas nacionalistas; pero no pudo construir un estado nuevo, no pudo sustituir una disciplina por otra, un sistema por otro. Así, en los momentos en que la confusión fue mayor, se seguía invocando el estado, la disciplina y el sistema antiguo, y a los Gobiernos a quienes se estorbaba la función de gobernar, nadie los combatía de frente.

Por la doctrina y por la táctica que lo han formado, una gran parte del sindicalismo español estaba habituada a considerar al Estado como su enemigo irreconciliable, cuyo aniquilamiento era el paso preliminar para la emancipación personal y social. En plena guerra, debieron de creer, o procedieron como si creyeran, que la punción de mando, de dirección y de representación de una sociedad política, y la coordinación de su economía, podían suprimirse, simplemente, y que las actividades de la sociedad española se encauzarían por las deliberaciones de unos comités. Reducido el Estado a la impotencia, por asfixia, quedaría hecha la revolución. Doble error, desde el punto de vista de la necesidad y la utilidad del Estado y desde el punto de vista revolucionario. Algunos lamentarán que en España no hubiese de verdad una revolución a fondo, capaz de tomar las riendas del poder, que hubiera conducido a la República a la victoria. En todo caso —dirán— las cosas no habrían podido salir peor de como han salido. Es juego fácil discurrir sobre experiencias imaginarias. Si los hechos, observados rigurosamente, significan algo, es manifiesto que el remedio de una revolución «creadora» no habría servido de nada. Las dificultades en que se ha estrellado la República eran de orden internacional y de orden técnico (militar e industrial). Dantón y Carnot que resucitaran, no las habrían resuelto, dada la situación de Europa y dados los recursos con que se contaba en España. La Revolución triunfante se habría encontrado ante las mismas dificultades, y algunas más, nacidas de su propio triunfo. La República —siendo iguales las otras circunstancias— se habría perdido lo mismo. Acaso la guerra se hubiera terminado antes. Dudosa compensación, porque en esas condiciones, la guerra misma, y su conclusión, no habrían sido menos onerosas para quienes la han padecido, para los defensores de la República y para el país en general.


Manuel Azaña, La revolución abortada, Obras completas, III