S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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JOSÉ ANTONIO DE AGUIRREDe Guernica a Nueva York pasando por Berlín Editorial Vasca Ekin. Buenos Aires 1943. Texto Seleccionado. A la desorientación en la vida social, correspondía la debilidad y el cálculo en la política. Un día me llamó una personalidad francesa para llevarme a presencia del señor Bonnet, entonces ministro de Negocios Extranjeros. Me condujo en coche hasta la villa, en las cercanías de París, donde trabajaba en aquella época el político francés. Era el 8 de agosto de 1938. La conversación duró una hora larga. —Le agradezco que haya usted venido —me dijo—, porque deseo conocer su opinión sobre la marcha de los acontecimientos en el territorio gubernamental español. Conocemos bien los sentimientos que animan a los vascos, y usted, por su significación especial en la guerra, puede emitir una opinión más imparcial y objetiva. Agradecí al ministro estas palabras y comencé mi explicación : —El señor ministro sabe perfectamente —le dije—que cuando a un país se le priva de los órganos coactivos de gobierno, se produce uno de estos dos fenómenos : o es sometido inmediatamente por quienes consiguieron apoderarse de los elementos de fuerza, o tiene que pasar por un período de desorden hasta que aquellos resortes coactivos que desaparecieron sean sustituidos por otros que, por haber nacido en épocas de violencia, tendrán siempre un sello especial. Durante dicho período la irresponsabilidad se apodera de las masas, originándose crímenes y atropellos que son explotados por la propaganda adversaria en detrimento de una causa legítima, como es la de la República Española. Pero usted sobradamente conoce que los crímenes de guante blanco de los adversarios han sido aún mayores y más repugnantes... —Bien; pero, ¿cree usted —me atajó el ministro—que los gobernantes de la República cuentan hoy con suficiente autoridad y que sean capaces de realizar un compromiso serio? —Los hombres que hoy gobiernan la República —le contesté—, con todos los defectos que usted quiera, tienen el mérito de haber dominado el desorden inicial, imponiendo la normalidad donde antes existía la anarquía y formando un ejército disciplinado donde antes no había más que núcleos irregulares de combatientes sin mando ni control. Así lo están demostrando en la batalla del Ebro, pues sin una jerarquía y una autoridad, no se concibe el comportamiento de las tropas. Falta solamente —añadí— un poco de calor exterior; en una palabra, que Francia e Inglaterra abandonen su política de prudencia y se decidan a actuar como aconseja la justicia y su conveniencia. —Está bien —me interrumpió sonriendo M. Bonnet, a quien el tema planteado no parecía agradar—, pero deseo una contestación concreta. ¿Cree usted que la República Española resistirá hasta el próximo primero de octubre? —¿Hasta el primero de octubre? —repetí—. Sin duda alguna, señor ministro. —¿Está usted seguro? —Completamente seguro. —Le agradezco esta respuesta, créame que la agradezco mucho —me respondió. Yo no salía de mi extrañeza ante la satisfacción demostrada por el ministro, pero acordándome de que por aquellos días volvía a recrudecerse la cuestión de los Sudetes, le dije: —¿Me permite el señor ministro que yo le interrogue a mi vez, si no es impertinencia? — Con mucho gusto —me respondió. —¿Cree el señor ministro que la guerra está cercana? El señor Bonnet sonrió y luego me contestó: —Cercana no sé... —y aquí hizo una pausa—, pero es inevitable. Volví entonces a los argumentos que fueron interrumpidos anteriormente, y sostuve la teoría de que la subsistencia de la República Española era una garantía para las democracias, y que su hundimiento supondría el establecimiento de un poder desafecto al sur de los Pirineos. Terminada la entrevista me acompañó hasta la puerta del coche, y una vez más volvió a preguntarme : —¿Está usted seguro de que en esa fecha que le he dicho la República Española seguirá en pie? —En absoluto, señor ministro —le contesté. Nos dimos la mano y yo partí hacia París. Poco tiempo después sobrevenía la crisis provocada por el caso de los Sudetes, en el que la intervención de Hitler alarmó al mundo y produjo el primer resbalón de la democracia en la Conferencia de Munich. Entonces me acordé de la obsesión de M. Sonnet y de la precisión de la fecha: primero de octubre. El pacto de Munich se firmó el 28 de septiembre. Sus cálculos habían sido exactos. No sé si en su espíritu anticipaba ya rendirse en Munich. No me corresponde juzgarlo. Solamente deseo citar este dato, a guisa de testigo personal. La democracia peninsular, que había jugado un papel importante en el prólogo de la tragedia mundial, inició a partir de aquel momento el camino de la derrota a manos del fascismo europeo. El frío egoísmo de las cancillerías condenó a muerte a quienes entonces eran los únicos que estaban defendiendo con las armas los ideales democráticos, creyendo que así se iba a salvar una paz que a todo trance se deseaba. Pero con esto no hicieron más que aumentar la violencia de la guerra que se venía encima. Unos meses más tarde, el 4 de febrero por la mañana, salía el Presidente de Cataluña, señor Companys, por el monte, camino del exilio. A su lado marchaba yo. Le había prometido que en las últimas horas de su patria me tendría a su lado, y cumplí mi palabra. (...) Las tropas de la República se retiraban hacia la frontera francesa. El abandono más absoluto por parte del mundo acompañaba a la derrota de aquellos adversarios del totalitarismo. Yo miraba con dolor a los fugitivos, porque para nosotros los vascos se habían guardado en Francia aquellas normas de pudor que impone la desgracia digna. Se nos atacó y calumnió por los bien pensantes, pero vivimos en nuestras propias instituciones y fuimos distinguidos con afecto por las autoridades y por personalidades de todas las ideas. Pero a aquella inmensa caravana de gente sin patria y sin hogar, le esperaban los campos de concentración como toda hospitalidad. Jamás como entonces se vio hasta dónde son capaces de llegar los instintos del odio, cuando sobre la desgracia se ceba el insulto y el furor de venganza. «Que los envíen a las colonias», pedía la Prensa francesa amiga de Italia, la «hermana latina», mientras toda clase de estadísticas de crímenes, de malversaciones, de bajas calumnias se esgrimían contra quienes eran acreedores de un trato más humano, aunque no fuese más que por el estado de desamparo en que se encontraban. «¿Resistirá la República Española hasta el primero de octubre...?» Sí, la República había resistido y pudo resistir más, pero, como se firmó el compromiso de Munich, los aviones alemanes pudieron seguir llegando para ayudar a Franco; se derrumbó la resistencia catalana, y cayó deshecha la primera trinchera de la actual guerra, que las democracias cedieron a su enemigo para que desde ella pudiera atacarles. El maquiavelismo político de los prohombres del Quai d'Orsay y de Downing Street empezaba a sacrificar víctimas amigas en aras de un egoísmo suicida, mientras que Hitler se asomaba a Francia por la frontera del Pirineo y conseguía que su esfera de acción llegase hasta el Mediterráneo. Desde entonces han muerto millares de ingleses, franceses, polacos, americanos, etc., pero la funesta doctrina del utilitarismo sigue viviendo y haciendo que las victorias militares sean al mismo tiempo derrotas espirituales. JOSÉ ANTONIO DE AGUIRRE. De Guernica a Nueva York pasando por Berlín |