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Ediciones de Librería Rayuela

Los rojos ocupan Sigüenza.

(Estudio y notas a cargo de Juan José Sánchez Martínez)

Pedro Vallina

DON PEDRO VALLINA: MEDICO Y AGITADOR

En 1879 la comuna de París era un recuerdo, Bakunin era ya un mito, Fanelli, el apóstol de la Idea, ya había recorrido España y Fermín Salvochea poseía el título de leyenda al haber creado un Cádiz alejado del oscurantismo clerical. Una época de intentonas revolucionarias, motines, conspiraciones y derrotas. Don Pedro Vallina nació este año, el 29 de junio, en Guadalcanal, pueblo de unos 5.000 habitantes de la provincia de Sevilla. Su familia gozaba de una situación acomodada. Eran los propietarios de una confitería. "Gastaron lo que tenían en la educación de sus hijos y en la lucha que yo sostuve por el triunfo de la libertad y de la justicia social en España." (1)

Estas primeras palabras de Vallina nos encuadran el discurso dentro de unas pautas decimonónicas donde él mismo es el personaje de esos folletines románticos de Víctor Hugo, Jules Valles, Dumas... y que nos fijan las líneas de lectura de su relato vital. La educación sentimental y la ideológica se entremezclan creando un corpus de militancia, más que de ideas. La lectura, como buen anarquista, era el arma fundamental de lucha contra la opresión y el primer paso de la revolución. Además de la literatura romántica, Las Dominicales del libre pensamiento, El motín, Don Quijote, Justicia, El productor, eran las publicaciones periódicas las que servían de altavoz a los republicanos de finales del XIX y principios del XX. Todas ellas se enmarcaban en una línea anticlerical, republicana y masónica en diferente grado, siendo la más visceralmente anticlerical El motín de José Nakens. Si "La Gloriosa" tuvo apologistas este fue Nakens, y su ideario entroncaba directamente con la cabecera de su periódico: el motín. Es decir, la virtud intrínseca del alzamiento armado. Este planteamiento, marcando las distancias con Vallina tanto cronológicas como ideológicas, se encuentra dentro de una amalgama de ideas que discurrían del republicanismo al anarquismo. La rebelión es el fin de su militancia. Y por lo tanto, la frontera entre unos y otros era difusa.

"Y como ya había leído algo sobre las revoluciones de los pueblos", en particular de los franceses, decidí sumarme a los hombres que luchaban por una revolución salvadora de España (..) los mártires de Chicago, así como la vida ejemplar de Fermín Salvochea (..) Decididamente me declaré anarquista, y pronto me siguieron la mayor parte de los republicanos y federales... (2)"

Pedro Vallina cursó en Sevilla sus estudios. Allí, La redención del esclavo de Emilio Castelar, las luchas de Cuba, la insurrección de Filipinas y el ajusticiamiento de Canovas del Castillo a manos de Angiolillo fueron los acontecimientos que marcaron sus años de bachiller y su educación sentimental. El año del desastre, 1898, Vallina dirige sus pasos a Cádiz. Las Guerras de Cuba y Filipinas finalizaban. Comenzaron a llegar los barcos con los soldados repatriados. Unos lloraban y otros maldecían a los culpables. Mientras, Salvochea seguía manteniendo una gran popularidad. Cádiz y Salvochea son un binomio que para la gente como Vallina les retrotrae y les une con el pasado glorioso del Cádiz de 1812 uniéndolo con las nuevas causas con el claro ejemplo que representaba el alcalde del Cádiz republicano de 1873. En Cádiz Pedro Vallina comienza la carrera de medicina y fue considerado como el mejor estudiante del año.

"Sin embargo el resultado práctico, fue de poco provecho o ninguno, porque algunos años después, continuando en Londres mis estudios, tuve que volver a estudiar de una manera práctica lo que no había aprendido de rutina en Cádiz" (3)

Siguiendo la mítica sombra de Salvochea llega a Madrid en 1899 con la intención de ampliar sus estudios de medicina. En Madrid federales y anarquistas se reunían en el Casino Federal. Allí Vallina tomó contacto con el mundo de la conspiración, destacando el episodio con el coronel Rosendo Castell médico de Sanidad Militar.

"Castell me invitó a tomar parte en una conspiración revolucionaria (..). Se trataba nada menos que de apoderarse del Palacio Real, arrojar a la familia real por los balcones, con una cuerda al cuello y proclamar la república. Después deberíamos llamar al pueblo a la lucha y desencadenar una insurrección popular con todas sus consecuencias (..). Todos los comprometidos faltaron a la cita, se rajaron, como se dice en México, y solo encontré a Castell ( ..). Ambos tomamos el fresco aquella noche en los patios accesibles del edificio, maldiciendo a los ausentes, mientras reyes y conjurados dormían en el más tranquilo sueño". (4)

El año 1900 supuso tanto el inicio de un siglo como la constitución de la Federación de los Trabajadores de la Región Española, en la que Salvochea y Vallina tomaron parte. Pero el acontecimiento más importante fue sin duda la muerte de Pi i Margall, último presidente de la I República. La figura mítica del federalista saca a la luz la difusa frontera entre federalistas y anarquistas. La cultura republicana no pertenecía en exclusiva a un partido político o un grupo dirigente sino que su metodología y esperanzas eran compartidas por amplios grupos sociales para los que el alzamiento revolucionario está por encima de la ideología. Dentro de los valores "republicanos", la figura de Pi i Margall representa un cuasi apóstol de la Idea. Sus valores de honestidad e incorruptibilidad le llevaban a ser el puntal y referente de todo revolucionario. Su entierro, celebrado el 29 de noviembre de 1901 (5), en el Cementerio Civil de Madrid, fue un baño de multitudes, que consiguió llevar en hombros su féretro por las calles más céntricas de la ciudad, en claro desplante a las autoridades civiles y militares.

La coronación de Alfonso XIII en 1902 representaba que la continuidad monárquica seguía impasible así como que las esperanzas de los republicanos federales se enquistaban en una oposición que cada vez se acercaba más a los anarquistas. Vallina participó en las manifestaciones antimonárquicas que deseaban conseguir la unión de las fuerzas revolucionarias. Los gerifaltes republicanos con la excusa de una excursión de propaganda se alejaron de la Villa y Corte con lo que se anulaban los planes antimonárquicos.

La lucha contra la monarquía llevó a Vallina a la cárcel. El "complot de la coronación" fue un ardid de la brigada especial dedicada a la vigilancia de los anarquistas. Pedro Vallina pasó seis meses en la cárcel modelo de Madrid, pero consiguió salir indemne de la jurisdicción militar gracias a la simpatía que le tenía Canalejas. Tras su puesta en libertad comienza una nueva etapa que le llevará a conocer Europa. Salvochea fue el mentor de esta salida de España. Comenzaba su primer exilio.

El 16 de octubre de 1902 partió hacia París. Cuando llegó a la capital del mundo decidió, guiado por su espíritu romántico del XIX, recorrer los lugares físicos de la revolución. Para Vallina su mundo comenzaba y terminaba con el triunfo de la guillotina.

El París de 1900 era tanto un hervidero de bohemios como de conspiradores. Ravachol era el referente mítico del anarquismo y de la propaganda por el hecho, y a su sombra se cobijaban revolucionarios de toda Europa. Vallina conoció a rusos, italianos y alemanes que siguieron recreando su educación sentimental en un grado internacionalista.

Los anarquistas españoles en París no pasarían de cincuenta y se encontraban un día por semana en un café situado en el Faubourg Saint-Antoine. Casi todos eran catalanes y el grupo tuvo que disolverse tras el atentado que el rey de España sufrió en París. Vallina conoció a gente muy variopinta, desde exiliados republicanos como Nicolás Estévanez, pasando por el famoso anarquista Malatesta hasta el periodista Bonafaux. El atentado a Alfonso XIII, tuvo lugar el 31 de mayo de 1905 tras el cual Vallina, y algunos compañeros más fueron arrestados. En esta intentona de regicidio tomaron parte tanto republicanos como anarquistas estando detrás el mismo Lerroux. Estévanez y Lerroux hicieron un esfuerzo para conseguir la absolución de los acusados lográndolo tras seis meses.

Siguiendo con el itinerario vital de Vallina, que más parece a la luz de sus memorias el de un héroe del XIX, éste tomó contacto con la Masonería. La Masonería tomaba partido por las ideas avanzadas y fue muy activa en la defensa de los presos, por lo cual Vallina ingresó en la Logia Mixta de París. Vallina continuó con sus estudios de medicina en París. La Escuela de Medicina francesa fue la que más interesaba a D. Pedro sin desmerecer la alemana y la inglesa. Pero tras los acontecimientos del 1 de mayo de 1906, donde fue detenido la víspera organizando la manifestación, fue expulsado de Francia debiendo suspender por segunda vez sus estudios.

Llegó a Londres donde continuó con sus estudios y con su vida conspirativa. Allí se relacionaba con el circulo de anarquistas judíos y con la redacción del periódico Freedom.

Su antimilitarismo chocó con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Vallina relata como hubo muchos, tanto alemanes como franceses, que se negaban a participar en la guerra. Sus conocimientos de medicina y el deber moral de aliviar los sufrimientos le llevaron a reclutarse en la Sanidad Militar. Estando en pleno conflicto recibió la noticia de la amnistía que tenía lugar en España.

Su regreso se vio complicado al negar Clemenceau, presidente de la república francesa, el paso de Vallina por Francia. Así que su mujer, la luxemburguesa Joseflna Colbach, atravesó el Canal de la Mancha y luego debería coger un tren con dirección a España, pero a la llegada a París tuvo lugar el nacimiento de su hijo: Harmodio. Mientras tanto, Vallina se encontraba en un barco dirección a Lisboa. En su ausencia, su padre había muerto y su madre vivía en el pueblo extremeño de Berlanga.

Llegaron a Berlanga, pueblo de unos 8.000 habitantes. Vallina había pasado 12 años en el extranjero. D. Pedro estaba capacitado para ejercer la medicina en Inglaterra pero no en España. Así que decidió partir para Sevilla, para acabar su formación académica.

En Sevilla entró en el hospital donde se encontraban unos 2.000 enfermos. La administración del hospital la llevaba la Diputación Provincial. Como era habitual, la asistencia a los enfermos estaba a cargo de monjas, que vieron en él la figura del anticristo, pero, parece ser, que tras observarle trabajar, la madre superiora le mostró gran estima.

"Tanto fue así, que deseando los estudiantes y médicos del hospital recibir una gracia de la superiora de las monjas se sirvieron de mí para solicitarla. Yo fui a visitar con un pretexto cualquiera a la superiora y en la conversación saqué a relucir la antigua misa del gallo. Ella se deshizo en elogios de la ceremonia y acabó por preguntarme si me gustaría presenciar una misa del gallo (..) Y la misa del gallo se celebró en su sabor antiguo, pero hubo algo nuevo: una bacanal, en la que estudiantes y médicos estaban tirados borrachos por los suelos de las capillas. Y en la calle un gentío de la Macarena que empujaba para ver la ceremonia, teniendo que disolverlo a culatazos la guardia civil ". (6)

Consiguió, no sin grandes dificultades, obtener el título de médico. Abrió su consulta en la calle Bustos Tavera. Un barrio obrero, donde la mayor parte de la clientela pertenecía a una fabrica de vidrio. El relato autobiográfico de Vallina nunca pierde el tono épico y prometéico. La gripe de 1918 y la gran mortandad por ella provocada, marcó la primera frustración de Vallina como médico al no poder hacer nada por evitarlo. En 1919, los alquileres eran altísimos y se necesitaba un fiador, tres meses de fianza y un mes por adelantado, lo que era imposible para los pobres. Vallina con otros compañeros decidieron constituir el Comité Revolucionario de Defensa de los Inquilinos, en el que Vallina asumió la función de secretario y tesorero.

"¡Basta de perder el tiempo! (..) Y en el acto se constituyó una columna de mil voluntarios que empuñaban toda clase de instrumentos de destrucción y que con una celeridad pasmosa iban de uno a otro lado, arremetiendo contra las viviendas de los propietarios recalcitrantes".(7)

En ese mismo año, la policía entró en su casa sevillana y fue trasladado a la cárcel. Le deportaron en tren a la por entonces llamada Siberia extremeña: Puebla de Alcocer. Le llegaron las noticias de la enfermedad de su madre, pero ni su empeño por acudir a atenderla ni el de sus compañeros por ayudarle a salir del destierro hicieron cambiar de idea al Gobernador Civil. Una mañana se escapó y llegó a Sevilla; pero su madre ya había muerto. En 1920, regresó a Sevilla y de nuevo abrió su consultorio médico- quirúrgico. Por estas fechas la C.N.T empezaba a constituirse en Sindicatos de Ramos e Industrias con lo que ganaba solidez y ofrecía una gran novedad organizativa. De nuevo, con ocasión de la huelga general, que en Sevilla durará una semana, Vallina y tres compañeros más son detenidos por alteración del orden público.

Otra vez a la Siberia extremeña, a Fuenlabrada de los Montes, de allí a Peñalsordo y luego a Siruela. Tras largo tiempo intenta volver a instalarse en Sevilla pero como no hay quien le alquile una casa se tiene que trasladar a Cantillana, el pueblo de su madre. Allí continuó su labor de médico y sólo cuando hubo logrado el prestigio necesario pudo de nuevo regresar a Sevilla, en donde la tuberculosis constituía el gran problema de las clases pobres.

"Cuando todas las mañanas visitaba el Hospital General de Sevilla, daba una vuelta por la Santa Catalina, cuyas camas estaban ocupadas por mujeres tuberculosas. (..) Las pobres mujercitas que tanto sufrían iban muriendo una tras otra ".(8)

Vallina decidió promover una campaña popular contra la tuberculosis, diferente a la que llevaban a cabo las damas católicas de la aristocracia. En Cantillana le cedieron una finca para la construcción de un hospital. Aparte del reposo, la buena alimentación y el aire puro, se exponían las causas sociales que originaban la enfermedad, como las viviendas antihigiénicas con humedad, sin luz y sin aire, sin olvidar la mala alimentación. Con la llegada de la dictadura de Primo de Rivera se prohibieron las suscripciones voluntarias, las reuniones, las funciones de teatro para recaudar fondos a favor del sanatorio, amén de que de nuevo Vallina fue arrestado y conducido a la cárcel, produciéndose por consiguiente el cierre del sanatorio, que vuelve a abrirse al advenimiento de la República, para ser cerrado definitivamente en 1936 cuando los fascistas lo incendian.

Tras este encarcelamiento fue deportado a Tánger, donde se encontraban unos 15.000 españoles, la mayoría obreros sevillanos. Allí comenzó a trabajar de nuevo como médico hasta que escapó a Casablanca donde la policía francesa le expulsó mandándole a Portugal. En Lisboa rememoró las ideas que regeneracionistas, republicanos federales y anarquistas poseían sobre la unidad ibérica. La Federación era la única salida para los dos países. Su actitud conspirativa le llevó a crear una red de conjurados contra la monarquía española. La policía arreció en su hostigamiento y decidió pasar la frontera, regresando a Siruela, lugar donde ya había sido desterrado. Terminada la dictadura de Primo de Rivera en 1930 las conspiraciones antimonárquicas se aceleran. Vallina fue de nuevo desterrado a Estella, Navarra. La República se acercaba.

"Un día fui llevado a casa de Ramón Franco, donde éste y Romero me comunicaron que Alcalá Zamora deseaba tener una entrevista conmigo. (..) Alcalá Zamora me acogió afablemente en su despacho ( ..) me propuso que marchara a Andalucía, donde mi gestión sería más eficaz, preparando para la revolución a los campesinos y obreros de la ciudad. Además me dio una lista de conspiradores ( ..) Al día siguiente partí para Andalucía ". (9)

Vallina recorrió Andalucía perseguido y ocultándose de la policía. De Andalucía marchó a Cataluña, de allí a Madrid y el 12 de abril de 1931 se encontraba en Siruela cuando las elecciones municipales lograban acabar con la monarquía.

La proclamación de la República llevó a Vallina a plantearse que la unión de republicanos y anarquistas era posible para llevar a cabo la revolución. Pero, en 1931, ya no era tiempo de algaradas decimonónicas, ahora se soñaba con la revolución rusa y no con la francesa como en el siglo XIX. En estos momentos tan tumultuosos por sentidos y deseados, Vallina aplicaba las nociones heredadas del anarquismo histórico, derivadas directamente de Fermín Salvochea.

Cuando estalla la Guerra Civil él se apunta a la milicia junto con su hijo Harmodio. Recorre diferentes frentes, Madrid, Sigüenza, Albacete, Barcelona, Valencia... Su visión de la guerra civil es la de la revolución que tanto ansiaba pero dentro de un romanticismo del XIX, como es la búsqueda de tesoros en las iglesias, la insistente petición de unión, el no entender los tejemanejes estalinistas, el deseo de reavivar la guerrilla de la guerra de la independencia...

El trabajo en hospitales fue su función principal en la Guerra, como es el caso del hospital "El Cañizar", en el termino de Cañete. En esta labor aplicó sus conocimientos creando un ejemplo de gestión. Allí, fue testigo del desmantelamiento de las colectivizaciones por parte de los comunistas, con los que se enfrentó siendo esta disputa la causa del fracaso en la que terminaría su proyecto de medicina preventiva e higienista.

En Valencia sufrió los bombardeos de las tropas fascistas y su situación económica le llevó a alistarse en el ejercito regular pero los acontecimientos se precipitaban y Vallina partió a su segundo exilio del que ya no regresaría. Vallina eligió México, el estado de Oxaca, Loma Bonita. Allí abrió un consultorio médico quirúrgico llamado "Ricardo Flores Magón" donde deseó y consiguió seguir con la medicina a la vez que le reconocían su acción humanitaria. En sus memorias encontramos la unión del siglo XIX y el XX. La sensibilidad del Doctor Vallina permanece dentro de los cánones clásicos de la épica del XIX, lo que le lleva a construir sus memorias desde esa premisa. D. Pedro Vallina murió el 14 de febrero de 1970.

 

SIGÜENZA Y LA GUERRA CIVIL

Pedro Vallina llega a Sigüenza el 18 de agosto de 1936. En esas fechas la ciudad estaba ocupada por las milicias que representaban a las cuatro tendencias del movimiento obrero y revolucionario: la columna socialista formada por obreros ferroviarios de la U.G.T., el batallón comunista Pasionaria, una columna de la C.N.T. - F.A.I. y la columna del P.O.U.M., la más pequeña de las cuatro.

En un primer momento, las milicias obreras ocupan Sigüenza como punto estratégico para favorecer un avance que permitiese recuperar Zaragoza. La rapidez de los acontecimientos hace que la ocupación, inicialmente ofensiva, se transforme en defensiva. Desde primeros de agosto, Sigüenza y sus alrededores sufren una serie de ataques continuos por parte de las tropas sublevadas con la intención de llegar a Madrid lo más rápidamente posible. Los días que anteceden a la guerra civil son vividos intensamente en Sigüenza. La población se inclinaba mayoritariamente a la derecha por la fuerte tradición conservadora y clerical de la ciudad. Los grupos de izquierda eran minoritarios pero muy activos. El asesinato de un militante socialista en las calles de Sigüenza, días antes del alzamiento militar, crispó aún más los ánimos si cabe. En los primeros días, tras el 18 de julio, una tensa e intranquilizadora calma domina la ciudad. Los mandos de la Guardia Civil marchan a Guadalajara requeridos por el gobernador civil de la provincia. Las noticias que llegan a la ciudad son confusas. Por un lado los rumores hablan de que Medinaceli está tomada por los militares y que pronto tomarán Alcolea, y por lo tanto Sigüenza. Por otro, la pronta caída de la ciudad de Guadalajara en manos de las milicias obreras hace preveer que pronto llegará a Sigüenza la revolución.

En ese dubitativo y tenso ambiente, el 24 de julio, llega a Sigüenza una pequeña avanzadilla de milicianos cenetistas a cuya cabeza iba el dirigente obrero Cipriano Mera. Tras comprobar la situación en que se encontraba la ciudad, Mera decidió recomendar la pronta presencia de tropas milicianas en ella para evitar, con ello, el avance militar que ya había tomado Medinaceli. Tras estas recomendaciones, Mera abandona Sigüenza el día 25 de julio.

Las milicias llegan rápidamente y se instalan en la ciudad. En el convento de las Ursulinas las milicias cenetistas, en las Franciscanas el batallón comunista "la Pasionaria", en dependencias próximas al obispado la columna socialista y las milicias del P.O.U.M en la estación de ferrocarril.

Con la llegada miliciana se produce el fusilamiento del obispo. En los días posteriores, la ciudad sufrirá el acoso de las tropas fascistas y verá aumentar notablemente su población con la llegada de cientos de campesinos de los alrededores, que huyen con sus familias del avance franquista. Este es el ambiente con el que se encuentra D. Pedro Vallina a su llegada a Sigüenza.

CONFEDERACIÓN REGIONAL DEL TRABAJO DEL CENTRO (10) (C.N.T.-A.LT.)

Por la presente credencial, a los compañeros doctor Pedro Vallina, practicante Víctor Cazabeli, estudiante de medicina Harmodio Vallina y Emiliano Garrido, este último como conductor del coche matrícula de Albacete núm. 8.226 se les autoriza por esta Regional del Centro para que puedan prestar los tres primeros sus servicios sanitarios en el frente de Sigüenza (Guadalajara) donde opera la columna de la C.N.T. Por lo tanto rogamos a los grupos y milicias armadas que luchan contra el fascismo y demás personal del frente les presten toda la colaboración y ayuda para el buen cometido de su misión. Madrid, 17 de agosto de 1936 (sigue sello y firma)

El 18 de agosto de 1936 salí de Madrid con los sanitarios que me acompañaban, a cuyo grupo se reunieron Mauro Bajatierra y los cuatro compañeros de su escolta, a los que familiarmente les llamaba "sus muchachos". Pasamos de largo por Alcalá de Henares, el lugar donde nació Cervantes, y entonces me di cuenta que Don Quijote estaba de nuevo en campaña, esta vez contra los peores malandrines. En Guadalajara vinieron a nuestro encuentro algunos compañeros, los cuales nos mostraron los lugares donde la lucha era más violenta entre los fascistas, bien parapetados, y los "rojos" llegados de Madrid, en su mayoría anarquistas, que aniquilaron por completo al enemigo. A poca distancia de Guadalajara, al borde de la carretera que conduce a Sigüenza, encontramos un campamento militar con algunas piezas de artillería ligera, al mando del coronel Jiménez Orgue, que me fue presentado por Bajatierra, con el que tenía alguna amistad.

Al llegar a Sigüenza quedé en extremo sorprendido del cuadro que se presentaba a mi vista. Se trataba de una ciudad medieval ocupada en parte por grandes conventos. Tenía un espléndido palacio arzobispal, un monumental seminario con una biblioteca adjunta atestada de obras y monumentos históricos, una catedral famosa con ricas joyas de valor y de arte, que se conservaba cerrada para mayor seguridad, y además numerosos templos antiguos con muchas curiosidades. Pero lo que más me interesó, y fue motivo de varias visitas, era una catedral ya en desuso situada en las afueras de la población, siendo el primer templo que allí se construyó, con un contenido raro y meritorio. En los ratos de ocio dediqué algún tiempo al examen de estos documentos, pero las notas que tomé se perdieron y mi memoria conserva un recuerdo bastante borroso.

La ciudad tenía una extensa alameda, en extremo hermosa, poblada por añosas arboledas, donde muchos madrileños acudían en el estío a tomar el fresco en coloquios amorosos. Encontrándome en Sigüenza, me acordaba de otra ciudad parecida desde muchos puntos de vista. Me refiero a Estella, de Navarra, donde fui desterrado a las órdenes del general Mola. Los parásitos que ocupaban la ciudad, el obispo, los frailes, las monjas, los curas y los sacristanes, huyeron como bandadas de aves de mal agüero al aproximarse el pueblo en revolución, y no recuerdo si alguno pereció en la huida, tal vez el obispo, porque eran muy difíciles de atrapar, escurriéndose de las manos como el pez en el agua. Y desde entonces las calles de Sigüenza no estaban ocupadas por la gente negra, sino por los hombres rojos, inundándolas de alegría y de esperanza.

Calculo que a mi llegada había allí destacados unos 5.000 hombres distribuidos así: 2.000 ferroviarios, de procedencia socialista y republicana, y batallones de la C.N.T., comunistas y del P.O.U.M., representando a todos los sectores antifascistas, y reinando entre ellos, según pude observar, la mayor cordialidad.

Aquellas fuerzas armadas ocupaban como cuarteles los edificios religiosos que reunían las mayores condiciones para ser habitados. El batallón de la C.N.T., al cual nos incorporamos a nuestra llegada, se había posesionado de un espacioso convento de la monjas ursulinas, cuya descripción merece capítulo aparte.

El convento que ocupaba la C.N.T, como cuartel, que perteneció a una congregación de monjas ursulinas, era uno de los más espaciosos de Sigüenza, alojándose allí cómodamente los mil hombres escasos que podría tener el batallón.

La iglesia era de piedra y tan grande que podría abastecer a todo el pueblo. Tenía varias capillas con sus altares y retablos de madera tallada, así como numerosas imágenes, todo de mediocre mérito artístico.

El portalón del templo estaba adornado, formando frontispicio, con varios santos de piedra de tamaño natural, que un día los milicianos derribaron de sus pedestales, haciéndose pedazos en la caída. El local principal de la iglesia se destinó para comedor, y era capaz de dar cabida a todos los comensales del batallón. Fue bien provisto de mesas y de bancos para que todos estuvieran cómodos, y el cocinero no ocultaba la alegría al contemplar su obra. Pero a poco de estrenarlo alcanzaron los fascistas el local con una bomba de cañón, que deshizo en un momento la obra de varios días de trabaja "Castigo del cielo", decían entre dientes las beatas de la vecindad, para que nadie las oyera.

Las monjas tenían cómodas celdas como dormitorios, bien amueblados, en largas galerías. El local que servía para ropero era un verdadero salón, y estaba atestado por la ropa corriente de la congregación, además de grandes reservas de telas de hilo y de seda. Un día avisé a las mujeres necesitadas de la población, que vinieron formando larga cola, y les repartí el contenido del ropero, no dejando más que los muros.

Ni que decir tiene que el convento estaba muy bien provisto de cocina, despensa y comedor, para que se cuidaran a lo príncipe las humildes siervas del Señor.

También había un pequeño cementerio cubierto, formado por dos salones, con tumbas en el suelo y en los muros. Entre ellas la que más atrajo mi atención era una en la que se guardaban los restos mortales de un santo varón, el primer obispo de Sigüenza, pero después de tomarme la molestia de descubrirla, sólo encontré en su interior un recipiente muy espeso de vidrio azulado que contenía dos vértebras cervicales del cuello del finado, y nada más, así que no pude averiguar adónde fueron a parar los restantes huesos del esqueleto, aunque no dudo que su alma volaría a los cielos. Lo más curioso que en aquel recinto sagrado encontré fue el cráneo de una joven herida por un golpe de lanza. También he de mencionar la prisión del convento, una mazmorra subterránea, sin aire y sin luz, que cuando la visité era el paraíso de las ratas.

En uno de los departamentos más apartados del piso alto, descubrí un verdadero tesoro de ropas de iglesia, entre las que había grandes capas, casullas y mitras, con un bordado exquisito de oro, todo de mucho mérito artístico y de valor. Como se hacía poco aprecio de aquellas prendas religiosas, las utilizó mi hijo para hacer más mullida su cama, cubriéndolas con unas mantas que las protegiera. Años después, visitando la catedral de Morelia, México, un sacerdote muy amable e instruido en cosas de arte, me mostró una pequeña capa bordada en oro, del mismo estilo que las encontradas en el convento de Sigüenza, y al decirle que había tenido varias piezas semejantes, pero de mucho mayor tamaño, pie miró incrédulo y creyó que bromeaba.

El convento de referencia fue fundado en la Edad Media, no recuerdo en qué fecha, por un matrimonio de nobles, que estaban enterrados al pie del altar mayor de la iglesia. Me empeñe en desenterrarlos, pensando que pudiera encontrar algún objeto antiguo, pero mis intentos fueron vanos, porque cubría la tumba una losa pesadísima de unos dos metros de espesor, hecha de dura roca. Hubieran sido necesarios unos bueyes que tirasen bien, o algunos cartuchos de dinamita, pero otras cosas más urgentes ocuparon mi atención y dejé tranquilos a los muertos.

Si el oro no escaseaba en bordadas, la plata maciza se encontraba empleada en grandes candelabros, algunos de dos metros de altura, que rodaban por los suelos.

Yo vagaba a veces por aquellos departamentos desiertos y recorría los luminosos patios y los sombríos y húmedos corredores del piso bajo, representándome las escenas de los pasados tiempos, y con la cabeza caldeada salía a refrescarme en la huerta del convento, poblada de árboles frutales y sembrada de legumbres. Después me detenía en la cocina del batallón, hablando con mi amigo el cocinero, donde en grandes calderas preparaba la comida para la tropa, con un fuego sagrado que desprendía al quemarse la vieja madera de los santos y los retablos.

Pero veo que estoy divagando sobre el pasado, y lo que interesa es el presente de aquella sombría ciudad, donde encontraron la muerte tantos hombres generosos luchando por los más bellos ideales.

A poco de mi llegada a Sigüenza, vino a visitarme el teniente coronel de Sanidad Militar, que tenía a sus órdenes a tres jóvenes médicos militares recién acabadas sus carreras, así como a varios practicantes. Se trataba de un hombre de mi época, muy amable y de finos modales. Era por lo tanto mi jefe superior, pero he de advertir que durante la Revolución no conocí jefe alguno, y menos a tantas calamidades que aparecieron como tales. Me las entendía mejor con el miliciano desconocido. El teniente coronel acabó por confesarme que no le parecía bien que los médicos y practicantes fueran armados hasta los dientes, como iba yo y los que me acompañaban. Y apoyaba sus razones en no sé qué acuerdos tomados en Ginebra. "Es más —me decía—, si los cogen armados los fascistas tienen derecho a fusilarlos por faltar a las leyes de la guerra". "Mire usted —le respondí—, todos esos acuerdos de Ginebra son letras muertas, y le aconsejo que se arme lo mejor que pueda en unión de sus subordinados, para morir matando si llegara la hora. En cuanto a fusilarme, no lo lograrán, porque no me cogerán vivo, pero temo que le fusilen a usted desarmado ". Ya veremos en el curso de este relato cómo fue fusilado este inocente, que tan en serio se tomaba los acuerdos de Ginebra, buenos para colocarlos en el retrete. Pocos días después les sorprendí colocando cruces rojas sobre las tejas del Hospital Militar y del Asilo, y al advertirle que aquello era un excelente blanco para la aviación fascista volvió a invocar con la mayor seriedad los acuerdos de Ginebra. Precisamente aquellos edificios fueron destruidos por la aviación enemiga, y sus moradores pasados a cuchillo o aplastados bajo los escombros. Ya hablaremos de esto más despacio. Aparte la manera tan equivocada que tenía al apreciar el momento que atravesábamos, aquel hombre me tuvo en grande estima y nunca puso obstáculo a que hiciera lo que me parecía más conveniente, sin someterme a la disciplina militar.

Cuando llegué a Sigüenza estaba organizándose un Hospital Militar en uno de los edificios religiosos abandonados, y uno de los médicos militares pasaba todos los días por el cuartel de la C.N.T., y en unión nuestra asistíamos a los enfermos. Además había algún que otro médico civil en los batallones de los voluntarios.

Como en Sigüenza había entonces poco quehacer en el sentido sanitario, casi todos los días visitaba a alguno de los pueblos vecinos; sin médico ni boticario, porque habían huido con los fascistas. Cuando llegaba a un pueblo, el comité comunicaba a los vecinos mi presencia por medio de un pregón y a poco acudían los que me necesitaban. Esto me servía también para observar el estado de ánimo de los pueblos, que me parecía excelente y veía con satisfacción cómo la gente, libre de las trabas que les oprimían, se inclinaba a una vida nueva dentro de las normas del comunismo libertario.

Los ratos que me sobraban del trabajo de mi profesión, los dedicaba a proteger las obras de cultura. Anexo al Seminario se encontraba una biblioteca y archivo de mucho valor, y después de un examen detenido, aconsejé que se cerrase y cuidase bien, aunque he de advertir que estando abierto, los milicianos lo respetaban siempre. En cambio, cuando llegaron los italianos, saquearon el local y se llevaron lo que creían de más mérito. En algunos italianos muertos en Guadalajara, se encontraron sus mochilas bien repletas de documentos históricos, entre los que abundaban aquellos que trataban de las relaciones con el papado.

En uno de los salones de nuestro cuartel hice un depósito de toda clase de objetos de arte que había puesto a salvo. Los libros de los conventos ocupados por los milicianos, me los llevaron en camiones a un patio del local, y allí hice  un examen de cada uno, indultando a la mayoría, que conservé con todo cuidado. En aquel trabajo recordé unos artículos que había en mi niñez, publicados en Las Dominicales y firmados por "Un sacristán jubilado" (Narciso Campillo). Aquellos artículos llevaban el título de Historia de la Corte Celestial, y además de muy entretenidos eran sumamente útiles para poner en ridículo las tonterías religiosas. El mismo autor publicó un trabajo muy divertido, haciendo mención de algunos títulos y subtítulos de obras religiosas, como La Levantina Celeste y otros nombres por el estilo. En el abundante material que expurgué había temas para todo eso, aparte de obras de mérito en la literatura religiosa, como una hermosa edición completa de los escritos de Santa Teresa.

En una de mis excursiones por los pueblos encontré una iglesia que era un verdadero museo, por las pinturas murales y en tablas que había, así como por los libros iluminados. Los campesinos los habían conservado bien dándose cuenta de su valor, y me rogaron interviniera para que aquellos objetos fueron trasladados a lugar seguro. Entonces escribí a Madrid y vinieron dos delegados del Ministerio de Instrucción Pública, quienes quedaron encantados de mi colección y además de dos ejemplares que les entregué, un pequeño cuadro de pintura flamenca y una bandeja de plata labrada del siglo IX Me prometieron venir a recoger en condiciones aquellos objetos de arte, pero en el momento de su llegada, las bombas fascistas caían a intervalos en la población y los visitantes estaban inquietos y recelosos. No volvieron por allí asustados, y lo que conservaba con tanto esmero lo destruyeron los fascistas en un bombardeo, ¡y dicen algunos acémilas que los anarquistas somos enemigos de la cultura y queremos retroceder a los tiempos bárbaros!.

Con mucha frecuencia venía el inolvidable compañero Mauro Bajatierra a buscarme y me conducía por aquellos campos y pueblos de la provincia de Guadalajara, donde era conocido y querido por los trabajadores. Así me di cuenta de las aspiraciones populares, que como una tendencia natural se orientaban hacia un comunismo libertario. Con él visité algunas colectividades agrícolas, así como una fábrica de papel. En nuestras correrías por aquellos bellos campos, Mauro contemplaba atentamente el paisaje y cuando descubría un prado o un arroyo bordeado por espesa arboleda, me repetía constantemente: "¡qué buen sitio, Pedro, para comernos una paella! A lo que siempre respondía: "cuando se termine la guerra con el triunfo de nuestros ideales, nos comeremos todas las paellas que quieras, amigo Mauro". Y seguíamos nuestro camino silenciosos, abismados en las más serias reflexiones.

Un día visitamos el Hospital Civil de Guadalajara, espacioso edificio, que se había convertido en hospital militar por las necesidades de la guerra. Recorrimos detenidamente todos los departamentos y nos detuvimos largo rato en el local que hacía de manicomio, conversando con los internados, que se paseaban tranquilos por un patio. Al retirarnos, el doctor que hacía de director del hospital, me pidió mi opinión, que fue por cierto muy lisonjera y merecida. "¿Y del manicomio, no me dice usted nada?" "En efecto, se me olvidaba, y por cierto que me han llamado la atención los locos, con los que he conversado largo rato, y me parece la gente más cuerda que he tratado desde que comenzó la guerra". "En efecto —me respondió— es una gente muy tranquila, cuya conducta contrasta con el estado de excitación de los que están fuera".

Por lo visto, el conde de Romanones era el señor feudal de aquel territorio, dueño de vidas y haciendas, al que le hacían coro en sus fechorías otros amigotes que por allí acampaban. El ladino conde había hecho esconder una manada de toros bravos que tenía en uno de los lugares más apartados de la provincia, creyendo sin duda que allí estarían seguros. Pero orientados por los campesinos dimos un día con el escondite de las reses bravas, que fueron sacrificadas, una tras otra, para que se alimentasen bien nuestros milicianos de Sigüenza. El "palurdo", hombre inculto que estaba al cuidado de los toros, los fue entregando a regañadientes y ante la amenaza de los fusiles, que le imponían más que los cuernos. "Y esto, ¿quién lo va a pagar? ", me decía para comunicárselo al conde. Entonces le di mi nombre y le dije que siendo amigo íntimo de Romanones se tranquilizaría con la promesa que le hacía de pagárselos, pues siempre habíamos tenido las mejores cuentas. A poco de llegar a Sigüenza fui llamado con urgencia a Guadalajara donde aquellos compañeros, en unión de Bajatierra, me propusieron que aceptara la dirección de una guardería para recoger a los niños huérfanos de la guerra, que habían organizado en la quinta de un médico que se había fugado y en un local de un convento colindante. Me negué a ello, porque no quería comodidades, sino luchar en los frentes de guerra. Pero se llegó a un arreglo, en vista del cual sería el director, pero nombraría a una persona de mi confianza para ocupar el puesto, aunque de vez en cuando, y siempre que las circunstancias lo permitieran, daría una vuelta por allí. Como el asunto era delicado, por encontrarse internados niños y niñas, llevé a mi compañera para que desempeñara mis funciones. Ignoro cómo terminara tan noble institución, cuando tuvimos que partir de aquella zona, arrastrados por los acontecimientos.

Desde el momento en que llegué a Sigüenza y estudié la situación militar, adiviné el desastre que nos esperaba, aunque a nadie comuniqué mis impresiones, a no ser a Mauro Bajatierra, con el que siempre marchaba de acuerdo. Si no me equívoco, había unos 5.000 combatientes distribuidos en la ciudad y en los frentes cercanos; todos bien dispuestos para la lucha, pero eso no era suficiente. La historia nos enseña que una minoría de hombres inspirados han cometido las más grandes empresas, que al leerlas nos dejan asombrados, mientras que grandes masas de hombres han sufrido por incapacidad las más grandes derrotas. En la guerra hay que marchar frente al enemigo con la mayor rapidez y a esa condición se debieron los éxitos de Napoleón. Nuestras fuerzas se habían estancado en Sigüenza, en vez de marchar contra el Aragón fascista, al mismo tiempo que los catalanes debían empujar contra Zaragoza. Tal vez se tropezara con fuerzas superiores que lo impidieran, o quizás escasez de armamentos o falta de visión de los mandos, o todas esas circunstancias reunidas. De todas maneras, yo, soldado desconocido, pondré en evidencia los hechos de que fui testigo y que me causaron las mayores tristezas. En vez de marchar contra Aragón, los tanques se dirigieron varias veces contra el castillo de Atienza, una vetusta fortaleza situada al pie del pueblo del mismo nombre, que si no pertenece a Guadalajara estaba situada en los bordes de Segovia o Soria; no lo recuerdo ni dispongo en esta selva de mapa alguno. Aquel castillo de Atienza se veía a simple vista en la lejanía desde las alturas cercanas a Sigüenza. Se practicaron tres o cuatro ataques o paseos militares contra Atienza. Se llegaba al píe del pueblecito, se cambiaban numerosos disparos con el enemigo, sin poder tomar el castillo, y después vuelta a Sigüenza. La última expedición que se hizo, en la retirada, fuimos perseguidos por un avión fascista, que nos arrojó algunas bombas sin hacer blanco. Yo no participé en aquellos viajes. Y después de cada expedición, unos días de vacaciones y a Madrid en automóvil. Ni en Sigüenza ni en otro sitio me parecieron bien aquellos días de asueto en la capital, aunque me lo explicaba como propio de gente joven. Sin embargo, la situación se presentaba en extremo grave y no había que dar un paso en falso para no rodar en el abismo.

Aunque los elementos que luchaban eran excelentes, tal vez su entusiasmo les impidió ver la realidad. Como siempre, me dirigí a los hombres del pueblo y de preferencia a los campesinos, donde existen valores reales. Y aquellos trabajadores, que tenían un buen olfato, me abrieron el corazón y me dijeron: —Consideramos la situación como muy grave y de las peores consecuencias, temiendo caer en las garras del fascismo. Vuestros "jefes" no sirven para otra cosa.

Y entonces me propusieron organizarse en guerrillas y que me quedara con ellos. Acepté la propuesta y pedí ayuda y autorización a las personas que pudieran hacerlo, no desconociendo la intervención heroica de los guerrilleros en las luchas de España, desde Viriato hasta el Empecinado. Con asombro mío, la primera persona a quien llevé la misiva, se encogió de hombros, desaprobó el plan y consideró que no podía contarse con aquella gente incapacitada.

Entonces un grupo de hombres del pueblo, que se les creía inservibles, me condujeron por aquellos campos y me mostraron los lugares por donde los fascistas podrían apoderarse de Sigüenza. Hacia el noroeste de Sigüenza, a pocos kilómetros, había un grupo de casas, casi todas de comerciantes en pequeño, que creyeron equivocadamente que yo representaba algo y me rogaron encarecidamente que hiciera todo lo posible para evitar el avance de los fascistas, pues temían caer en sus garras. En efecto, aquel lugar no tardó mucho en ser ocupado por el enemigo. Avanzando en aquella dirección penetré en terreno fascista, y en un campo donde trabajaban numerosos campesinos me detuve y los arengué para que se sublevaran y se unieran a la revolución popular. Bajaron la cabeza, me miraron de reojo y dieron la callada por respuesta. Entonces comprendí que no había nada que hacer entre aquellas gentes. Pero a uno de ellos se le soltó la lengua y me dijo que los fascistas acampaban muy cerca y que aquella mañana se había ido con ellos el cura, el sacristán, un hermano del cura y otros "notables" del pueblo. El mismo sujeto me dijo que el cura y su hermano tenían en el pueblo una pequeña granja, a la cual me condujo. Allí encontré algunos centenares de borregos que envié a Sigüenza, con dos pastores que los guardaban, que cedieron ante la amenaza de los fusiles. También había un centenar de gallinas tan voladoras que no pudimos atrapar ninguna, no matándolas a tiros por no descubrir nuestra presencia a las avanzadas fascistas. Todo esto coincidió con un avance del enemigo, entablándose un combate que relataremos posteriormente. Aquella tarde se rompió el fuego al oeste de Sigüenza, en dirección del castillo de Atienza, haciendo una tregua al caer la noche. Pero en la mañana siguiente, se reanudó el combate, estando reforzadas nuestras filas por la presencia de numerosos guardias de asalto y de artilleros, con varios cañones de 7,5 traídos de las cercanías de Guadalajara, donde había un campamento militar. El coronel Jiménez Orgue que venía con ellos tomó el mando de todos los combatientes. A poco de romperse el fuego cayó una joven muerta con una herida de bala en la cabeza, y dos hombres heridos, uno con un balazo en el vientre y otro con una herida contusa muy aparatosa en el pecho, causada por una bala de cañón que no estalló y de rebote golpeó al miliciano. Recogí al herido del vientre y lo traslade en automóvil a Sigüenza, pues había necesidad de operarlo con urgencia. Se trataba de un joven de unos 18 años de edad, extremadamente simpático y de finos modales; me dio las gracias por haberle salvado la vida, según él, y me recomendó encarecidamente que dijera a los compañeros que no dieran un paso atrás y siguieran la lucha sin desmayar hasta el final. Cuando llegué al improvisado Hospital Militar de Sigüenza me di cuenta de que no estaba en condiciones para hacer una intervención quirúrgica seria, sino unas ligeras curas de urgencia. Esto me produjo una penosa impresión, pero me prometieron trasladarlo inmediatamente a Guadalajara, cosa que no se hizo hasta el día siguiente. Llegó tarde y murió después de operado; interviniendo a tiempo se hubiera salvado. El tener preparado el Hospital de Sigüenza para atender casos semejantes, que por otra parte no era un problema difícil, tenía más importancia que saberse de memoria los acuerdos de Ginebra sobre la intervención de los médicos en la guerra. Durante toda la campaña no olvidé la recomendación de aquel infortunado joven anarquista: "No retroceder ni un solo paso y continuar la lucha hasta el final".

Cumplida mi triste misión, me volví contrariado al campo de lucha. La artillería lanzaba de continuo sus proyectiles sobre el castillo de Atienza, a lo que contestaban débilmente los fascistas. Las descargas de fusilería se sucedían sin interrupción. En la colina me detuve con el coronel Jiménez Orgue y charlamos un momento. Para él la bravura de nuestros milicianos era grande, pero estaban poco disciplinados, habiéndose dispersado y avanzado sin orden suya, lo que hubiera sido peligroso en una retirada forzada. Además, según él, y creo que tenía razón, aquella operación militar no tenía objetivo alguno. Y es que los mandos civiles se escogían, no en los campos de lucha, sino en los comités de los sindicatos y partidos políticos, y se puede ser un excelente afiliado y pésimo táctico militar, sin inspiración alguna. Eso es lo que ocurrió en Sigüenza y en otros sitios en que me encontré. En una ocasión me dirigí al pueblecito de Imón, lugar muy pintoresco, con mucho arbolado frutal y una pequeña salina. Tanto el médico como el boticario de Imón me ayudaron en algunas cosas que necesitaba. El médico era un hombre de unos 60 años y me dijo que tenía un hijo médico en nuestras filas.

Por la tarde me encontré a Mauro Bajatierra, que había dejado su oficio de periodista y empuñaba un fusil. Como siempre, nos riñó a mi hijo y a mí por estar en los sitios de peligro, fusil en mano, en vez de encontrarnos en la retaguardia; le contesté que una veces éramos médicos y otras soldados, según las circunstancias. Por cierto que nos sentamos a conversar en el tronco de un árbol, cuando al poco rato aparecieron varios compañeros gritando que nos alejáramos de aquel lugar porque los fascistas arreciaban el fuego y avanzaban en nuestra dirección. En efecto, los proyectiles de cañón caían a nuestros pies y las balas silbaban sobre nuestras cabezas. Llegó la noche y la lucha siguió en el mismo punto. De pronto alguien dio la orden de que avanzaran los dos carros blindados que nos había enviado la C.N.T. de Madrid. Siguieron una estrecha carretera que estaba cortada a un centenar de metros de distancia, y al detenerse los carros fueron blanco de los cañones fascistas, que los tumbaron averiados, teniendo nosotros después que volarlos con dinamita. Allí recogimos mal herida de un brazo a una joven de 15 años, hija de un minero de Almadén, que murió tuberculoso. La muchacha se incorporó al grupo de los anarquistas de Almadén, en unión de su hermano, y la madre me recomendó que la cuidara como si fuera mi hija. La puse en la retaguardia, fuera de todo peligro, pero llevada por la pasión revolucionaria ocupó un puesto de peligro en la avanzada. Los médicos que la atendieron en el Hospital de Sigüenza me dijeron que nunca habían visto un herido más valiente. ¿Qué habrá sido de aquella jovencita anarquista? Cuando me acuerdo de ella, la emoción embarga mi espíritu. Siempre he medido con malos ojos a los mandones osados, sin mérito alguno, pero la gente sencilla y buena, como era aquella niña, me despiertan el mayor cariño. No sé por qué se tocó a retirada, y nuestras fuerzas se fueron replegando a Sigüenza, sin resultado práctico alguno. No tuve tiempo de avisar al viejo médico de Imón para que viniera con nosotros, y a poco llegaron los fascistas y lo fusilaron a la puerta de su casa por la ayuda que nos había prestado. El suceso me produjo la mayor amargura. Un día por semana se colocaba una mesita en la puerta de nuestro cuartel y el pagador abonaba a cada uno siete pesetas diarias. Pero en una ocasión se dio el caso de que uno de los milicianos cobró por dos veces, siendo descubierto en el acto.

Pronto se divulgó la noticia y la indignación estalló amenazadora entre los compañeros. Allí se había ido a luchar desinteresadamente por el triunfo de la libertad y de la justicia social, y no por el interés de cada uno, siendo todos los voluntarios en extremo idealistas. El que aquello hizo no era digno de estar entre nosotros, porque manchaba con su conducta la pureza de nuestra causa. En el instante fue detenido el individuo que tan mal se había conducido, tanto para juzgar su culpabilidad, como para sustraerlo del peligro que corría entre la multitud indignada.

Se consultó con el comité de la C.N.T. en Madrid y la respuesta no se hizo esperar: "Hay que fusilar a ese hombre. " En consecuencia fue encerrado en un calabozo de la cárcel de la villa, en espera de su pronta ejecución. Pero aquel hombre se impresionó tanto por lo ocurrido, que parecía haber perdido la razón, corriendo y gritando de un extremo a otro de la prisión. No sin grandes esfuerzos conseguí calmarlo y le interrogué sobre el particular. Aquel hombre vino a nuestras filas arrastrado por la belleza de nuestra causa, pero hasta entonces había tenido la desgracia de trabajar como tabernero, adquiriendo en aquel oficio hábitos defectuosos. Cometió aquel acto sin meditarlo y por que vio la ocasión de andar torcido como era su costumbre, en vez de andar derecho como nosotros. Se mostraba profundamente arrepentido, y lo que más sentía, no era la muerte ignominiosa que le esperaba, sino la conducta que había observado inconscientemente. Me despedí de él asegurándole que sería indultado, ya que estaba entre comprensiva y buena. En efecto, cuando se tranquilizaron los ánimos, pedimos algunos, entre otros Bajatierra y yo, que no fuera fusilado aquel miliciano por un acto efectuado sin mala intención, sino por dárselas de gracioso. El Comité de Madrid no podía juzgar desde allí las circunstancias particulares que acompañaban una acción tan censurable, además de que en nuestras filas tenía el condenado familiares y amigos que hubieran sido heridos en su sensibilidad con el fusilamiento de aquel hombre. Estas ideas se fueron abriendo paso y puede decirse que ni un solo miliciano hubiese votado por su muerte. Lo que sí opinaban todos es que no podía seguir en nuestras filas. Se trajo al condenado, se le indultó en nombre de todos, y ante el batallón formado se le despojo de sus insignias de miliciano y se le mandó a Madrid a trabajar en su oficio o en otro más provechoso. Partió con la cabeza baja y en extremo pesaroso, lamentando separarse de hombres tan generosos y de tan puras convicciones.

La situación de Sigüenza fue empeorando por momentos y pronto me apercibí de que estaba próximo un desenlace trágico. Los fascistas fueron estrechando el cerco, y con una regularidad desesperante arrojaron sus proyectiles de cañón sobre la ciudad, sin que al parecer nadie se preocupara de una situación tan alarmante. En aquellos momentos no tenía allí influencia alguna, salvo en un escaso número de amigos, y sólo mi intenso amor a la causa me retenía en aquel lugar. Mauro Bajatierra, entre otros, dio el grito de alarma, fue desoído, y se le dijo que se limitara a su misión de periodista. Entonces Mauro y los compañeros que lo acompañaban, no queriendo quedar encerrados en la ratonera, optaron por dormir en una casita situada al borde de la carretera, con el ojo avizor. Yo me resigné a lo peor; y lo sentía por mi hijo, que apenas empezaba a vivir, y que podía ser víctima de la incapacidad de los otros. Pero un incidente inesperado vino a cambiar el curso de las cosas y sacarnos de Sigüenza. Un día llegó un camión con un cargamento de Madrid, y el chofer que lo conducía, al encontrarse conmigo, me abrazó con la mayor alegría. Entonces conocí en el conductor a un comerciante de Pozoblanco, Córdoba, con el que había tenido una estrecha amistad. Aquel hombre me dio que no quería volver a Madrid, sino quedarse a mi lado en Sigüenza. Se consultó con el Comité y sin obstáculo alguno fue admitido como chofer del batallón, lo que se comunicó a Madrid.

Pronto me apercibí de que mi amigo se había entregado al vicio del alcohol de una manera desconsiderada. Se hizo amigo del cocinero, otro borracho, y siempre se daban maña para que no les faltara la bebida. Como les había dejado un sitio para dormir en mi departamento, me despertaban a una hora avanzada de la noche, citando llegaban embriagados. Y esto era de continuo. Pero una vez se presentaron al anochecer ya borrachos y me dieron motivo para arrojarlos violentamente del local. No me pareció oportuno tomar aquella medida, porque después de todo eran dos compañeros víctimas de los maleficios de la guerra. Lo que hice es coger la puerta y vagar por aquellas calles más alumbradas. A poco me encontré a Miguel Hernández, un compañero muy comedido a quien apreciaban mucho, que me preguntó sorprendido adónde iba por aquellos rumbos. Le conté lo que me ocurría y le dije que al cuartel. Entonces me invitó con gusto y allí pasé la noche, recuperando el sueño que me habían hecho perder los borrachos. A la mañana siguiente llegó a Baides el teniente coronel jefe de Sanidad Militar a quien expliqué lo ocurrido. Aquel hombre se lamentó amargamente del abuso que hacían algunos del alcohol, con los trastornos consiguientes, y me rogó me quedara en Baides, donde necesitaban un hombre como yo. Marchó en seguida, pero al día siguiente expidió este telegrama de Sigüenza a Baides, dirigido a Miguel Hernández: "Queda nombrado médico de las milicias de Baides el doctor Vallina". Llevaba la fecha del 23 de octubre de 1936, y lo firmaba el jefe de Sanidad Militar. De lo que ocurrió en Baides y del desastre de Sigüenza nos ocuparemos más adelante.

Baides era un pueblecito muy lindo, situado en las alturas a unos 20 kilómetros de Sigüenza. Estaba habitado por campesinos pobres que vivían en pequeñas casitas, muy limpias y bien arregladas. Parecía gente poco dada a los vicios y de costumbres muy tranquilas. Como en todos aquellos pueblos, los pobres se unieron a la revolución, y huyeron los ricos, el cura, el boticario y el médico; y los trabajadores respiraron a sus anchas. Y luego arremetieron contra la iglesia, que para ellos simbolizaba el mal, y la redujeron a escombros. Esto pudiera haberse evitado si los hombres no se subieran los unos sobre los otros, creyéndose superiores, para explotarlos y tiranizarlos. En el centro del pueblo había un verdadero palacio rústico, habitado por un cómplice y amigo de Romanones, que huyó de la quema. Aquel edificio era muy alto, como un rascacielos, y las casitas de los humildes se disponían a su alrededor como arrodilladas. El edificio fine ocupado por los dirigentes locales de la C.N.T. y el grupo de sanitarios. Todos los que escaparon no eran fascistas, pero algunos cerraron sus casas y se fueron a Madrid, donde se creían más seguros. Los alrededores de Baides eran muy pintorescos y sus huertos tenían muchos árboles frutales, especialmente ricas manzanas. La casa señorial a que me he referido poseía un hermoso parque con mucho arbolado y plantas de adorno, algunas traídas de lugares lejanos, allí aclimatadas.

Separadas por un riachuelo poco caudaloso, bordeado de álamos, se encontraba la estación de ferrocarril, que sufrió repetidos ataques de la aviación fascista. Los campesinos que quedaron en el pueblo se identificaron con nosotros y nos dieron pruebas de la mayor estimación, tratando de llevar a la práctica las ideas libertarias. Algunos jóvenes, los más instruidos y resueltos, se constituyeron en representantes de la C.N.T. y se unieron a nuestro grupo sanitario y soldados a la vez. Después de los trabajos encomendados a cada uno durante el día, nos reuníamos de noche en el palacio, donde cenábamos, cambiábamos impresiones y dormíamos tranquilos, con los fascistas en la vecindad. Pero teníamos absoluta confianza en los centinelas que colocábamos en los lugares estratégicos, ocultos en la maleza, pero con el fusil en mano y ojo avizor.

Por situación estratégica, por su estación ferroviaria y por la presencia de significados antifascistas, el pueblo era con frecuencia visitado por la aviación fascista, y además sufría constantes ataques por tierra de los enemigos allí cercanos. Teníamos un refugio como no había otro: era una galería abierta en tierra, de más de 50 metros de longitud, situada bajo un alto montículo. Aquel lugar había servido en otra época como bodega de vinos, que se fabricaban en el pueblo. Luego desapareció la industria vinícola con la desaparición del viñedo, tal vez por las enfermedades del plantío. Todavía quedaban en el fondo de la galería, ensanchada de varios huecos, los restos de viejos toneles. A una señas de alarma, todo el pueblo corría al refugio, con bastante capacidad para acomodarlo. Como en el fondo de la galería se sentía mucho el frío y algunas mujeres se desmayaban, llevamos un poco de coñac y encendimos una vela para iluminar la estancia. Había veces que los bombardeos cercanos llegaban con las ondas al fondo del refugio y la luz de la vela oscilaba hasta apagarse, dando un aspecto medroso al local. Como a veces los refugiados se asomaban en grupos a la puerta del refugio, motivo para que nos arrojaran algunas bombas, pusimos a un cojo de portero con su escopeta al brazo. Desde allí presenciamos un bombardeo de la estación ferroviaria, con el objetivo de detener los trenes que iban al auxilio de Sigüenza. Cortada la vía, fueron a componerla, y yo me acerqué a ver lo que ocurría, cuando apareció otro trimotor que nos dispersó con sus bombas, teniendo a toda prisa que refugiarnos en un pantano cercano, enterrándonos de lodo hasta el cuello.

Todos los días al amanecer dejábamos el pueblo, cruzábamos la estación y subíamos a pie una empinada montaña, después de una hora de marcha, que llegábamos a una extensa explanada, en cuyo extremo norte, en lugares muy escarpados, teníamos emboscados a nuestros milicianos, que se conducían admirablemente. Aquellos hombres anónimos valían mucho, resistiendo sin quejarse de hambre y frío. Había uno que tenía un flemón difuso en una mano, y por más que le rogábamos viniera a la retaguardia para atenderlo seriamente, se negaba a ello por no dejar su puesto de combate. Entre ellos pasábamos el día, pero al anochecer bajábamos al palacio, donde pasábamos la noche en buena compañía. Había veces que la situación se presentaba amenazadora, y entonces desaparecían todos los vecinos, hasta los que nos ayudaban en el palacio, teniendo nosotros que prepararnos la cena. Pero pronto volvían al pueblo al desaparecer la alarma. No había allí ni médico, ni boticario, ni juez, ni alcalde... pero había un hombre que era el terror de todos: el maestro barbero, que tenía una navaja que era una verdadera sierra y su afeitado un verdadero suplicio. El que se atrevía a afeitarse una vez, no volvía otra. Así que todos íbamos barbudos. Mauro Bajatierra, el inolvidable compañero, venía con frecuencia a Baides y tomaba parte en nuestra luchas. Un día se aventuró en tierra fascista dentro de un tren cerrado y blindado, describiendo luego en una de sus bellas crónicas aquella experiencia peligrosa. Las crónicas de Bajatierra interpretaban admirablemente la gesta del pueblo, y no pueden separarse de la historia de nuestra Revolución.

Una vez recibimos un aviso de Mauro, anunciándonos que al día siguiente llegaría con unos periodistas a Baides y comería con nosotros. Procuramos prepararle, en nuestra pobreza, una comida aceptable. A su llegada, después de sentarnos a la mesa, me dijo al oído que a poca distancia, en el camino que conducía a Sigüenza, la gente nuestra había ejecutado a dos espías fascistas, uno de ellos un cura de un pueblo de Aragón, y el otro un campesino que le servía de guía. Guardamos silencio sobre el particular y comimos preocupados por el peligro que amenazaba a Sigüenza. Aquel día Mauro paró allí poco y se fue con sus amigos, que venían en viaje de información. Después de su marcha, vino a buscarme un campesino y me dijo alarmado que a poca distancia habían aparecido los cadáveres de dos desconocidos. Le recomendé buscara un camión para ir a recogerlos y sepultarlos en el cementerio del pueblo. A poco volvió con el camión y partimos para el lugar del suceso, acompañado por un grupo de curiosos. A unos tres metros a la izquierda del camino, después de una marcha de un cuarto de hora, encontramos los cadáveres de los dos hombres, como de 40 años de edad, cada uno con un tiro de pistola en la cabeza. Nuestros acompañantes, con su buen juicio, hicieron los comentarios consiguientes, no equivocándose en sus opiniones. Los muertos llevaban el traje de campesinos del país, pero uno de ellos estaba muy bien nutrido, cubierto por una espesa capa de tejido adiposo, de piel limpia y fina y sin callos en las manos, mientras que el otro era enjuto de carne, de piel áspera y con espesos callos en las manos, como si hubiese trabajado recio la tierra. Los comentaristas dedujeron que el primero debería ser cura, con la coronilla todavía no bien cubierta, y el otro su criado o guía, ambos disfrazados para ocultar su personalidad. No se encontraron en ellos documentos ni objeto alguno, como si sus matadores hubieran borrado toda huella de identidad. Colocamos a los muertos en la camioneta, los cubrimos con una sábana que venía en el carro y nos dirigimos al cementerio del pueblo. Cuando llegamos al lugar del enterramiento, ya habían abierto una profunda zanja donde colocamos los cadáveres, cubriéndolos con una espesa capa de tierra. Allí se había congregado toda la gente del pueblo.

Pocos días después del suceso que acabo de referir me dieron una noticia que me preocupó bastante: el jefe de la estación del ferrocarril de Baides se había pasado al enemigo, tratándose de un hombre bien informado de lo que allí ocurría: "No hay que inquietarse —me dijeron—, porque se trata de un buen antifascista, solamente que como sus hijos están en las filas contrarias, se ha pasado al campo enemigo para reunirse con ellos". No me convencieron aquellas palabras y desde aquel momento me puse en guardia para evitar una sorpresa. Todas las mañanas, a poco de amanecer, salíamos del palacio, atravesábamos la estación y subíamos una empinada montaña para reunirnos con los compañeros de aquel frente de guerra. En aquella subida invertíamos cerca de una hora, sentándonos varias veces en el camino. En el primer tramo de la montaña, en un lugar muy pintoresco, donde había unas minas de yeso, nos deteníamos a tomar un bocado y a reposar un largo rato. Un día que nos dirigíamos a aquel lugar pensando en la evasión del jefe de la estación, di orden a mis compañeros de que no se detuvieran en el lugar de costumbre, sino en otro a larga distancia. Se acataron mis órdenes con sorpresa, sin pensar en los motivos de mi determinación, y nos detuvimos en el sitio que había señalado, por cierto agreste y sin agua. Pero a poco de haber llegado, apareció un trimotor alemán, que planeó sobre el sitio donde solíamos detenernos y arrojo una bomba formidable que lo redujo todo a pavesas. Por lo visto el jefe de la estación había indicado a los fascistas dónde era fácil aplastarnos. Entonces mis compañeros comprendieron los motivos que tenía por haber cambiado de itinerario y obrar con prudencia. La perdida de Sigüenza era para mi cosa prevista a los pocos días de mi llegada. A medida que pasaba el tiempo se acrecentaban mis temores y una casualidad, como he contado, me sacó de aquel lugar amenazado de muerte. Siempre he estado dispuesto a perder la vida en defensa de los ideales anarquistas, pero morir a causa de la incapacidad de los otros es cosa triste, y más cuando llevaba a mi lado a un hijo muy joven. Bajatierra se apercibió del peligro y dio la voz de alarma, pero no fue oído, y entonces tomó la determinación de dormir fuera de la ciudad en campo abierto, en unión de los compañeros de su escolta.

Un día contemplé, desde las alturas de Baides, cruzar el espacio un tétrico trimotor alemán en dirección a Sigüenza. Planeó un momento sobre la ciudad y a poco descargó una bomba de las de mayor tamaño y potencia que sembró la destrucción y la muerte. Bajatierra, que fue testigo del ataque, me contó lo ocurrido. Era el primer aeroplano que volaba sobre Sigüenza y la gente confiada salió a la calle a recibirlo. La bomba arrojada cayó entre la multitud, causando numerosas víctimas en la población civil, que, como es sabido, era de tendencia reaccionaria. Mauro me refería conmovido cómo en unión de otros compañeros compraron un ataúd para enterrar a una preciosa joven destrozada por la metralla, cuyos padres se mostraban inconsolables, gritando como enloquecidos. Desde aquel momento el cerco se fue estrechando y la caída de Sigüenza se hizo inminente, sin que nadie hiciera un esfuerzo para salvarla con sus combatientes o abandonarla a tiempo. A poco de aquel suceso mandaron una escuadrilla de aeroplanos que atacaron por el aire la ciudad, mientras que el ejército fascista embestía a sangre y fuego. El hospital fue bombardeado, a pesar de la cruz roja que se colocó encima, siguiendo los acuerdos de Ginebra. Los heridos hospitalizados fueron pasados a la bayoneta; al teniente coronel de sanidad y a los médicos se les fusiló; y la misma suerte encontró un joven dentista que yo había llevado de Madrid Una joven de 16 años, llamada Esperanza, que trabajaba en la oficina no fue fusilada, pero la colgaron de un árbol, viéndose de lejos cómo se balanceaba el cadáver.

El hospicio, con su cruz roja, fue hundido por la aviación, y los asilados y las enfermeras, monjas con traje civil, perecieron bajo sus escombros. Sólo escapó un viejo soldado que estaba aquel día de guardia, y llegó a mi lado herido en la cara y sin narices. "¿Qué hacías en nuestras filas —le dije—, siendo tan viejo?" "Tomaron las armas mis hijos y mis yernos —me respondió—, y le dije a mi mujer: "arréglate como puedas, que yo también me voy a pelear por la libertad de nuestro pueblo". En la lucha encarnizada que se entabló, la ciudad quedó muy maltratada, y su hermosa alameda, de una belleza majestuosa, destrozada por la artillería. Bajatierra calculaba que, aparte de los combatientes; perecieron unas 600 personas de la población civil, todas de tendencia derechista, por la educación recibida. Nosotros los tratamos bien, pero los fascistas los hicieron víctimas de su ferocidad Los últimos combatientes se refugiaron en la catedral, en donde hicieron una resistencia heroica, muriendo hasta el último, algunos por la gangrena de sus heridas, faltos de alimentos y de agua. El borracho a que me he referido en uno de mis capítulos, encerrado en la catedral, pudo escapar descolgándose por una soga, pero cayó y se fracturó un pie. Arrastrándose como una culebra pudo atravesar las filas enemigas y llegar hasta Madrid, donde más tarde lo encontré curándose, en una clínica de la C.N.T. Me contó con detalles espeluznantes los cuadros de horror que había presenciado en el interior de la catedral de Sigüenza, y me pidió perdón por los malos ratos que me había hecho pasar con sus borracheras, pero le recordé, después de abrazarle, que gracias a él había escapado con vida, al cambiar de lugar. Entonces le aconsejé que leyera Zadig o el Destino, la novela de Voltaire. Algunas veces, lo que creemos que pudiera atraernos los mayores males, suele, por el contrario, ocasionarnos los más grandes beneficios. Desde las alturas de Baides contemplé la agonía y muerte de Sigüenza y en mi vida he sentido mayores angustias que en aquellos momentos, viendo abandonados a los combatientes y sin que nadie acudiera en su ayuda. También me apenaba que los poblados cercanos a Sigüenza cayeran en las garras de los fascistas. Todos los objetos artísticos que había reunido y que se encontraban depositados en un salón de nuestro cuartel, fueron destruidos. También se perdió todo el material sanitario e instrumental quirúrgico que allí había. A tiempo mandé retirarlos, pero el chofer que entonces tenía, un inconsciente, optó por divertirse en el viaje, en vez de cumplir su cometido. Aquella noche trágica acordaron retirar los frentes que teníamos en las alturas de Baldes y situarlos en la llanura más próxima a Guadalajara. Todos los milicianos obedecieron las órdenes dadas y vinieron a concentrarse en el puesto donde nos encontrábamos, pero en la discusión que hubo se acordó no retroceder, y aquellos éticos soldados de la Revolución, volvieron a sus parapetos sin replicar, en una noche oscura, fría y lluviosa. Aquellos hombres eran de un mérito extraordinario, como todos los hijos del pueblo español que lucharon anónimos en nuestras filas.

Sigüenza se perdió en los primeros días de octubre de 1936, no recordando la fecha exacta. A poco llegaron fuerzas militares a sustituirnos bajo la denominación "Alicante Roja". Con los restos de nuestro pequeño ejército (quinto batallón) nos dirigimos entristecidos a Madrid, por las pérdidas sufridas, instalándonos en un espacioso edificio de la calle O'Donnell, que nos sirvió de cuartel.

 


 

CONSPIRADORES, REPUBLICANOS Y ANARQUISTAS

Angiolillo, Michele

Famoso anarquista italiano, partidario de la propaganda por el hecho, que en 1887 decidió vengar a los mártires de Montjuich asesinando, en el balneario de Santa Agueda, al firmante de los fusilamientos: Cánovas del Castillo.

 Bajatierra, Mauro

Panadero de profesión, periodista de vocación y militante anarquista. Autodidacta de gran cultura, encarcelado y perseguido en múltiples ocasiones, su vida es una dedicación por entero a la causa revolucionaria. Madrileño de nacimiento y gran amante de esta ciudad a la que nunca quiso abandonar, por lo cual, al finalizar la guerra decidió resistir en su casa recibiendo a tiros a los fascistas que iban a detenerle, y reservándose la última bala para él.

Bonafaux, Luis

Natural de Puerto Rico, hijo de comerciante francés y madre venezolana. Periodista de pluma veraz y terrible, capaz de decir las verdades del barquero sin mayor preocupación. Polemista nato, sus crónicas en El Heraldo de Madrid a principios del siglo XX, desde París y Londres, lo convirtieron en uno de los periodistas más famosos de su época, al igual que perseguido y atacado. Apodado "La víbora de Asmiers" por ser este.pueblo, cercano a París, el lugar de su refugio durante muchos años.

Castelar, Emilio

Escritor, político y brillante orador, nacido en Cádiz, se enfrentó duramente a Isabel II. Último presidente de la 1 República. Tras el golpe de estado de Martínez Campos se retiraría de la política yendo a morir a San Pedro del Pinatar (Murcia) en 1899.

Estévanez, Nicolás

Republicano y conspirador al que la derrota de la I República le llevó a un largo exilio en París. Todo exiliado republicano, anarquista o socialista tenía en él un referente y un apoyo permanente de sus tentativas revolucionarias y conspirativas. Amigo de la bohemia, por su casa pasaron todo literato, español o hispanoamericano, y artista que visitara París.

Fanelli, Giuseppe

Ingeniero y arquitecto, dejo todo por la lucha revolucionaria. Fue un camisa roja de Garibaldi y cuando conoció a Bakunin decidió ser un apóstol de la Idea. En 1869 llegó a España como comisionado de la A.I.T. y tomó contacto con los militantes de la Internacional. Murió tuberculoso en 1877.

Lerroux, Alejandro

Político republicano donde la demagogia se materializaba en cuerpo y alma. Llamado el "Emperador del Paralelo" al poseer en Barcelona su feudo electoral. En las primeras décadas del siglo XX destacó como permanente conspirador antimonárquico. Fue presidente del Gobierno republicano en 1933 y 1935. Su derechismo se fue acentuando apoyándose en la C.E.D.A. y en 1936 a favor del levantamiento.

Malatesta, Enrico

Revolucionario anarquista italiano. Nacido en Nápoles. Miembro destacado de la I Internacional. Vivió largo tiempo desterrado en Londres. A su regreso a Italia en 1918 editó la revista "Umanita Nova" y "Pensiero e volonta". Moriría en las cárceles fascistas en 1932.

Mera, Cipriano

Albañil de profesión y anarquista por convicción. Combativo militante sindicalista, funda en el Madrid de los años veinte el Sindicato de la Construcción, del que sería su alma. El alzamiento militar le sorprende en la cárcel donde estaba detenido corno miembro del Comité de Huelga de la construcción de Madrid. La guerra y la revolución le llevaron a ocupar los más altos puestos de responsabilidad llegando a ostentar la jefatura del IV Cuerpo de Ejercito del Centro. Murió en el exilio en París en 1975 donde siguió ejerciendo su profesión de albañil

Nakens, José

Sevillano, republicano y anticlerical son sus señas de identidad. La I República era su referente mítico ya que la vivió en la juventud y tomó partido por ella. Periodista de corazón a través de las páginas de su periódico "El Motín", intentó la unión de los diferentes grupos republicanos y acabar con la clericalla reaccionaria. Su muerte coincide con la de su periódico. Su entierro acaecido durante la Dictadura de Primo de Rivera se convirtió en una manifestación de todos los sectores avanzados de la sociedad española.

Pi i Margall, Francesc

Político, historiador y ensayista. Desde 1870 fue presidente del Partidc Federalista. Partidario del cooperativismo y la organización federal. En la I República fue Presidente, dimitiendo por la oposición a la represión militar de los Cantones. Defendió la legalización de las Sociedades Obreras y de la A.I.T.

Ravachol

Protagonista de los turbulentos años de finales del XIX y principios del XX en Francia. La propaganda por el hecho le llevo a una militancia anarquista extrema que le convirtió en el enemigo público número uno. Su mito fue agrandándose con el tiempo.

Salvochea, Fermín

Revolucionario gaditano, hijo de una familia de terratenientes, educado en Inglaterra. Fue condenado por las agitaciones campesinas producidas en Cádiz en 1868. Diputado de las Cortes Constituyentes de la 1 República. Fue alcalde de Cádiz durante toda la I República. Su posterior afiliación al anarquismo y su defensa del movimiento cantonal le llevaron a sufrir siete años de cárcel en el peñón de la Gomera. Complicado en las agitaciones campesinas de 1892 en Jerez de la Frontera fue condenado a doce años de prisión. La presión popular forzó el indulto en 1899. Al igual que Vallina su profesión fue la medicina. Su dedicación y entrega a los demás como médico y anarquista han hecho de él un mito cuya pervivencia llega a nuestros días. Todo 1 de noviembre, el pueblo gaditano visita la tumba de Don Fermín dándole casi cualidades milagrosas.

1) Vallina, P., Mis memorias. Córdoba, 2000. Centro Andaluz del libro & Libre Pensamiento. Página 17

2) Idem, pág. 27.

3) Id., pág. 42.

4) Id., pág. 45.

5) A pesar del fallo memorístico de Vallina que lo situa en 1900. Id., pág. 49. 7

6) id., pág. 145.

7) Id., pág. 157.

8) Id., pág. 195.

9) Id., pág. 229.

10) Id., pág. 290-307.