S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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No dejar solo a ningún hombre Nuestra Bandera n° 112, 14 de noviembre de 1937 Miguel Hernández Entro en las trincheras a primeros de octubre, incorporado a las entonces escasas fuerzas del «Campesino». Me siento orgulloso de haber peleado mandado por este hombre inaudito. Varón de Extremadura, se levanta contra el cielo ensangrentado de la guerra como un bloque viril y puro. Le veo como un herrero forjador de temples heroicos, victorias, verdades y justicia. Su presencia da fortaleza, y su aliento austero derriba, huracanado, las debilidades y los robles que se le ponen por delante. Es uno de los dirigentes y defensores más apasionados del pueblo. Lleva muchas heridas por dentro, y no repara en las que las balas cuelgan sobre su piel blindada. Su humanidad titánica ha probado, sin desfallecer, las losas, las miserias y los atropellos de todas las cárceles y carceleros de la España negra; en todos los pueblos ha sido apaleado y perseguido por comunista; a los dieciséis años de su vida torrencial ya había derribado de muerte a varios burgueses y fue condenado a la horca. Se escapa de todas las prisiones, burlaba a los celosos guardianes del capitalismo, rompía a dentelladas cerrojos y cadenas. Se metía en las minas a despertar y a propagar la libertad entre los mineros. Fue marino, picapedrero, labrador, y llevaba a los campos ya las aldeas una voz enardecida y emocionada para los trabajadores y un salivazo irritado para los que oprimían. Al embestir el fascismo contra el pueblo español, el «Campesino» cogió un fusil de un manotazo y subió al Guadarrama a contener la vergonzosa embestida. Lanzaba bombas, disparaba, no dormía, organizaba grupos de milicianos, y con ellos avanzaba por los barbechos, moviendo mucho polvo, para que los fascistas creyeran que se acercaban ejércitos numerosos. Fue herido una vez, dos veces, varias veces. No abandonaba su puesto, se negaba ser llevado al hospital en la camilla, secaba sus heridas al sol de las trincheras. Yo le he visto constantemente plantarse ante los tanques enemigos y detenerlos, des-trozados, en su carrera. De miliciano que era ha llegado a ser uno de los principales jefes del Ejército popular. Es un militar intuitivo, que, ayudado por su conocimiento de la topografía de España, que ha recorrido palmo a palmo en su oficio de constructor de carreteras, sale victorioso de los combates. En los momentos difíciles, cuando el ánimo de los combatientes des-fallece, surge el «Campesino», con voz emocionada y rotunda, una bomba, una pistola y una cara de comerse el mundo sobre las trincheras, y los fusiles marchitos recobran su gallardía fiera, y los movimientos contra el enemigo tiene efectos mortales y aplastantes. Apenas duerme; come con una mano y dispara con la otra; truena y relampaguea contra los cobardes, los retrasados y los bribones. Tiene una palabra que quema, unos ojos que petrifican y una barba revuelta y negra, que mete para convencer, en todas las bocas, y que es el terror de moros y alemanes. A su alrededor, contagiados de su fortaleza, su valor y su fe en la victoria del pueblo, se mueven varios millares de hombres, y van y avanzan donde él ordena, y les llena de orgullo caer a su lado heridos o muertos. Uno de ellos ha llegado a gritar, con la boca destrozada por una bala explosiva, a punto de callarse para siempre: «iViva el Campesino!» Los terribles días de noviembre me cogieron con él y sus soldados en los alrededores de Madrid: Boadilla del Monte, Pozuelo. Sufrimos hambres y derrotas. Mantenernos días en unas posiciones nos costaba un capital de sangre y energía. El «Campesino» contenía la desbandada a ráfagas de ametralladora. Era fatal que actuase así. Si no hubiera sido por unos cuantos hombres que actuaron de esta manera, Madrid hubiera caído. En una de las forzadas retiradas que tuvimos hacia Madrid, en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los tanques enemigos se cebaban en nuestros batallones, sin más armas que fusiles y algún que otro cañón, que no volvía el alma al cuerpo al oírlo de tarde en tarde. Nos retirábamos, por no decir que huíamos, dentro del más completo desorden. Las encinas de las lomas de Boadilla temblaban a nuestro paso enloquecido, y algunos troncos se precipitaban degollados bajo las explosiones de las granadas. En medio del fragor de las huida, de los cartuchos y los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menos impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!». Una bala rasgó por el hombro izquierdo mi chaqueta de pana, que conservaré mientras viva, y las explosiones de los morteros me cegaban y me hacían escupir tierra. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Se oían muchos ayes, muchos rumores sor-dos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros! iA mí me falta y me sobra corazón para todo!». En aquel instante sentí que se me desbordaba el pecho; orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis sólo, compañeros!» Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo ante nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «iNo hay quien te deje solo!» le grité. Me arrastré con él hasta donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces: «¡no hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre. |