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 Historia 16 Extra III de junio de 1977

Objetivo: Acabar con la República

Manuel Tuñón de Lara

Todavía rodaba hacia Cartagena el coche en que Alfonso XIII se dirigía al destierro cuando, sustrayéndose al clamor popular que se elevaba por calles y plazas, campos y ciudades, Ios hombres más avisados —o más impacientes— de una élite que veía escapársele de las manos el poder político, pensaban ya en la necesidad de una contrarrevolución que se opusiera a las decisiones expresadas por el sufragio universal. Y usamos el término contrarrevolución para servirnos de sus propios términos y situarnos en su mentalidad; porque así llamaban, «revolución», a lo que por el momento era sólo un cambio político. Durante los años de la II República se confundirán de hecho con mucha frecuencia las fuerzas socio-políticas de la contrarrevolución y de la reacción, expresada esta última por la extrema derecha; sólo en el período que va de 1934 a diciembre de 1935, la contrarrevolución tiene el aparato del Poder, mientras la reacción quiere ir más allá (sin que ello excluya ciertas e importantes penetraciones en Ios aparatos de Estado).

Pero volvamos a la mañana del 15 de abril. Algo hay que hacer. Todos no van a exiliarse, como los Reyes y algunos aristócratas. La tarde antes ya se han reunido en casa de Guadalhorce (ex-ministro de la Dictadura, directivo de la Unión Monárquica, hombre de negocios y de las «grandes familias», emparentado por matrimonio con los Heredia de Málaga) el marqués de Quintanar, Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, José Antonio Primo de Rivera, Yanguas Messía (también ex-ministro de la Dictadura y presidente de la Asamblea consultiva) y Vegas Latapié. Sus propósitos no pasan, en hora para ellos tan aciaga, del dominio de lo ideológico, coincidiendo en «la necesidad inaplazable de fundar una escuela de pensamiento contrarrevolucionario a la moderna».

Otros más intentaron reagruparse: Luca de Tena (que fue de los primeros en visitar al rey exiliado), el conde de Gamazo (que batía el «record» de Urquijo y de Ventosa en cuanto a coleccionar puestos en consejos de administración), Gabriel Maura, el duque de Hornachuelos... todos monárquicos fervientes que obtuvieron, gracias a la intercesión de Romanones (contertulio de Carlos Blanco, Director general de Seguridad de la República, pero también del Gobierno de García-Prieto que en 1923 había fenecido ante Primo de Rivera), la autorización para constituir un Circulo Monárquico y alquilar un piso para local en la calle de Alcalá n.° 67. Nobles como los duques del Infantado y de Fernán-Núñez, personajes del gran casual (a la vez que con una práctica política de derechas) como Lequerica, Matos o Zubiría, militares files ala Corona como Orgaz, Barrera, Martínez Anido (otros, como Goded, a pesar de su monarquismo, seguía siendo jefe del Estado Mayor de la República), pensaron pronto que «algo había que hacer».

Reacción de la Iglesia

Desde el primer momento trató, pues, de reagruparse una parte de aristócratas, financieros, militares y personal político del antiguo régimen. A ellos había que añadir los exiguos grupos fascistas que ya existían; en primer lugar, los que editaban La Conquista del Estado, luego, Albiñana y sus legionarios... ninguno de ellos pasaba de la categoría de grupúsculo y la verdadera contrarrevolución no les prestaba todavía atención. Y, naturalmente, es-taba la jerarquía eclesiástica que, en su inmensa mayoría, no había visto con la menor simpatía el cambio de régimen. Si el Vaticano obraba cautamente aconsejando que se respetase al nuevo poder (sin perjuicio de dar posteriores instrucciones para tratar de influenciar la política española, como lo prueba lo que ya conocemos del archivo Vidal y Barraquer), el primado, Cardenal Segura, se lanzaba a primeros de mayo por el arriscado camino de una pastoral de elogios ala monarquía y de reticencias apenas veladas sobre el nuevo régimen. No era hábil, ni podía ob-tener un amplio consenso. En cambio, la acción que rápidamente va a emprender un hombre de confianza del Vaticano, el entonces director de El Debate Ángel Herrera, será de importancia decisiva para agrupar las fuerzas contrarrevolucionarias.
Habían transcurrido tan sólo cuarenta y ocho horas desde la proclamación de la república cuando en la Casa de Ejercicios espirituales de Chamartín de la Rosa, Herrera presidía una reunión de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas que sería decisiva para la estructuración de las fuerzas que se oponían a Ios cambios políticos y sociales. Allí Herrera insistió en el objetivo de crear un organismo de defensa social para «la salvación político-social de España».

Se trataba de no plantear la cuestión de monarquía o república; de aceptar la nueva legalidad para una campaña derechista. Así se le presentó el asunto a Miguel Maura, ministro de la Gobernación, que accedió a la legalización de una nueva asociación que con el nombre de Acción Nacional presentó su reglamento el 29 de abril. En el artículo primero podía leerse así: «Con el nombre de Acción Nacional se constituye en Madrid una Asociación que tendrá por objeto la propaganda y actuación política bajo el lema de Religión, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad».

El Presidente era Ángel Herrera y el Vice-presidente José María Valiente. Entre los miembros de aquella primera junta se encontraban también Javier Martín Artajo y José Martín Sánchez-Juliá. El 4 de mayo, el cardenal Segura comunicaba a los obispos las instrucciones reservadísimas de la Santa Sede (enviadas por el cardenal Pacelli, futuro Papa y entonces Secretario de Estado), para defender «la Iglesia y el orden social», basándose en la experiencia alemana de 1918 (cuando Pacelli estaba de Nuncio en Baviera), donde se consiguió «salvar al país del bolchevismo amenazante».

El cardenal Segura añadía que os católicos debían unirse en «la coalición denominada de Acción Nacional que es preciso apoyar decididamente».

En Acción Nacional coexistían quienes, como Herrera o Gil Robles, optaban por la vía legal, por la contrarrevolución desde dentro del régimen (aunque pasarían más de dos años para que su aceptación del mismo fuese explícita) y quienes, como Goicoechea y el conde de Vallellano, prefirieron desde el primer momento la vía violenta y sólo aceptaron aquella asociación como cobertura legal con la esperanza de conquistar su hegemonía.

Esta era la gran opción que dividió largo tiempo a las fuerzas de la contrarrevolución: la vía legal y del sufragio que, tarde o temprano, suponía aceptar el régimen aunque fuese para darle un contenido reaccionario, y la vía conspirativa y violenta que, en puridad, negaba la importancia del consenso mayoritario. Los campos no siempre estuvieron completamente deslindados, como veremos más adelante.

La táctica del caballo de Troya

En la primavera de 1931 ante todos aquellos grupos se abría una interrogante: el cambio político e institucional era una realidad que parecía irreversible; el cambio socio-económico era sólo un temor, una interrogante. Había que actuar para evitarlo, en nombre de ala defensa social' a la que audazmente mezclaban con las creencias religiosas algunos jerarcas eclesiásticos del más alto nivel. La situación implicaba que las clases sociales dominantes (esas de la «propiedad» y del «orden», que por hipostatización querían arrogarse el monopolio de la patria, la fe religiosa y la familia) veían escapar su poder sobre los centros de decisión del Estado. ¿Iban a dejar de ser las clases «reinantes»?

Ciertamente, los aparatos estatales no habían sido desmantelados por el nuevo régimen. Miguel Maura lo ha reconocido al escribir después que decidieron «respetar as bases del Estado monárquico, su estructura tradicional, y acometer, paulatinamente, las necesarias reformas para obtener una democratización de los resortes del aparato estatal». Tal vez se podía guardar la esperanza de permanecer incrustados en aquel Estado que escondía su debilidad e imprecisión de perfiles tras a incontinencia verbal de algunos de sus dirigentes. La vieja y eficaz táctica del caballo de Troya fue adoptada desde los primeros momentos por la contrarrevolución hispánica. Y no es ocioso recordar que la carrera demencial hacia el desencadenamiento de una hecatombe civil, se emprende por la fracción social directamente interesada en la contrarrevolución, cuando este sector, tras su derrota electoral de febrero del 36, cree perdidas todas las posibilidades de la via legal para el logro de sus fines.

Ambos sectores se disponen a dar una primera batalla con ocasión de las elecciones a Cortes Constituyentes (28 de junio de 1931). Con anterioridad, la formación del citado Circulo Monárquico había dado lugar a los graves incidentes del 0 de mayo y pretexto, al siguiente día, a una quema de conventos que casi medio siglo después no ha sido reivindicada por ninguna organización. En todo caso, la «quema de los conventos» fue una magnífica baza en manos de la derecha española. Con ello se confirma una constante histórica; que las clases sociales dominantes, también llamadas «de orden», han tenido siempre interés en exagerar los desórdenes, reales o aparentes, y en crear un clima de «catastrofismo» (esto debería ser objeto de un estudio histórico particularizado).

La cuestión eclesiástica se agravó, con motivo o con pretexto de todo aquello. En efecto, varios días antes de la «quema», el 4 de mayo, una circular «confidencial y reservadísima» del cardenal Segura, fechada en Francia el 20 de julio de 1931, comunicaba el prelado que había recibido informe del letrado R. Marín Lázaro sobre la manera de vender, ocultar o sacar fuera de España los bienes y valores de la Iglesia e instituciones eclesiásticas. El 13 de mayo salió Segura para Roma y luego no regresó a España sino a la localidad fronteriza francesa Saint-Jean-Pied-de-Port; desde allí, en virtual conflicto con el Nuncio Mons. Tedeschini, pasó clandestinamente a España el 11 de junio. Se enteró Miguel Maura cuando el prelado estaba en Pastrana celebrando una reunión con todos los párrocos de la provincia de Guadalajara. Fuera de sí, tomó la decisión de expulsarlo del país, sin tan siquiera consultar a los restantes miembros del Gobierno.

No obstante, la posición del Ministro se vio fortalecida por la detención en la frontera, el 14 de agosto, del vicario de la diócesis de Vitoria D. Justo Echeguren, que llevaba encima la famosa circular de Segura sobre venta y expatriación de bienes de la Iglesia. El nuncio y el Vaticano se mostraron conciliantes y consiguieron que Segura renunciase ala silla primada de Toledo; pero el cardenal expatriado se convertía en una pieza activa de la extrema derecha. Y el católico medio de la época sólo sabia que el prelado había sido expulsado, y mucho menos o nada de sus diferencias con el Nuncio, de las implicaciones políticas de su actitud, etcétera.

La derecha apenas se había presentado como tal a las elecciones, si se exceptúa los tradicionalistas (y aun así en candidatura común con los nacionalistas vascos y presentándose corno defensores del proyectado Estatuto) y del ejemplar caso de Romanones. En Madrid, la candidatura de Acción Nacional, encabezada por Ángel Herrera, no obtuvo el «quorum»; en provincias prefirieron presentarse bajo la ambigua denominación de «agrarios»; allí estaban Royo Villanova (no sólo catedrático, sino consejero de administración de varias empresas de primer orden), el general Fanjul, Abilio Calderón, proverbial cacique palentino, Oriol, Ventosa, March entre los «super-grandes» de las finanzas y la riqueza; Cándido Casanueva, Lamamié de Clairac... entre los defensores a ultranza de las viejas estructuras territoriales.

Nacen las JONS

Los dos caminos se ofrecían a la derecha; y mientras unos proseguían el debate parlamentario (no sin retirarse cuando se aprueban los artículos sobre relaciones entre Iglesia y Estado) otros pensaban ya en la conspiración aquel verano de 1931. El búnker se atrincheraba.

Se agitaba por un lado el general Orgaz (que tuvo una entrevista, sin resultado alguno, con el diputado vasco José Antonio Aguirre) y otros personajes como Leopoldo Matos y Gabriel Maura mantuvieron contactos con Sanjurjo (a quien, como es sabido, la República dejó dirigiendo la Guardia Civil). Se cargaba el ambiente en Navarra, donde el coronel retirado Sáinz de Lerin, empezaba a instruir «requetés» y, según Lizarza, se estructuraba un dispositivo militar en decurias. Y surgían otros grupos embrionarios; un vallisoletano, que había estado de lector en Alemania, y unía un catolicismo «chapado a la antigua» a una admiración por el nazismo. Onésimo Redondo, fundó en agosto un grupito tramado «Juntas Castellanas de Acción Hispánica»; dos meses después se fusionaría con el de Ledesma en Madrid para crear las J.O.N.S. (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista), primera organización estrictamente fascista que aparece en España. El 8 de enero de 1932, el periódico Libertad, que Redondo publicaba en Valladolid, anunciaba la creación de «las milicias anticomunistas.

Votóse la Constitución en diciembre del 31: la República tenía ya su jefe del Estado, Alcalá Zamora, y su Gobierno con base parlamentaria, el de los republicanos de izquierda con colaboración socialista, presidido por Azaña.

Al «búnker» le urgía pasar a la acción. A mediados de noviembre ya el Gobierno (presidido por Azaña desde octubre) tuvo noticias de una conspiración de alguna importancia, localizada en Alava y Navarra; en ella participaban el general Orgaz y algunos oficiales en activo, como el comandante Méndez Vigo, que estaba destinado en la Presidencia del Consejo; entre los civiles el diputado tradicionalista Oreja Elósegui y el conde de Vallellano. Se habló, pero sin poder reunir pruebas, de complicidades de Sanjurjo, Goded y Millán Astray. Azaña seguía confiando en los dos primeros generales.

El fallecimiento de don Jaime, pretendiente carlista, facilitó el reagrupamiento de carlistas e integristas; un joven y belicoso abogado procedente de este último campo comenzó pronto a destacar: Manuel Fal Conde. El infante don Alfonso Carlos, nuevo caudillo del carlismo, resultó más proclive a utilizar las vías de hecho contra la democracia.

En verdad, si en la Junta de Acción Nacional, renovada en octubre de 1931 (sustituye Gil Robles a Herrera, entregado de lleno a El Debate) coexisten monárquicos «bunkerianos» y derechistas de tipo pacífico, los campos tienden cada vez más a deslindarse. No obstante, la extrema derecha encabezada por Goicoechea, hizo aprobar en la asamblea de diciembre un programa que éste redactó, extremadamente conservador: subsistían empero algunas formas de compromiso. Se estructuraron los comités provinciales y secciones locales, se creó la organización femenina, seguida pronto, en febrero de 1932, por la Juventud (la J.A.N., que luego fue J.A.P.) particularmente agresiva. Las ambj gúedades ideológicas aconseja-ron seguramente ala extrema derecha un reagrupamiento en ese sector de actividades, con la creación, también en diciembre de 1931, de Acción Española, revista dirigida por el marqués de Quintanar, con la colaboración de Ramiro de Maeztu —que redacta la presentación—, Vegas Lataplé, Víctor Pradera, José María Peman, Goicoechea, etc.

Contrarrevolución agraria

Desde que la Constitución se promulga y aparece la posibilidad de que se vote una ley de reforma agraria, el objetivo esencial y primario de la derecha española es impedir que ese proyecto llegue a ser ley; y si llega, impedir que se aplique. La contrarrevolución española es una contrarrevolución agraria, de terratenientes. Es curioso observar que el gran consorcio patronal de los años treinta, la llamada «Unión Económica», declaraba en su base segunda: «La Asamblea afirma que el fundamento básico de la riqueza nacional lo constituyen sus producciones agrícola, forestal y ganadera..». Los 27 puntos de Falange hablaban siempre del agro y no de la industria; Onésimo quería salvar a España desde la rural Castilla; las bases de las JONS también soñaban con el «impulso de la economía agrícola» y no ala industrial («santo» horror a la industria y a las minas, con sus obreros a quienes quisieron hasta arrancarles su nombre y cambiárselo por un ambiguo «productores»; y el Bloque Nacional de Calvo Sotelo, Goicoechea, etc., decía en su manifiesto de diciembre de 1934: «la ya inaplazable reconstrucción económica nacional, que ha de tener en la agricultura su más honda raíz», No cabe duda; el gran terrateniente no abandonaba la hegemonía, por más que se abrazase con el capitán de industria; en una España cuya agricultura llevaba más de un siglo bloqueando el desarrollo económico del país, se quería perseverar en ello por encima de todo. No era una simple contrarrevolución; era un suicidio nacional por reflejo de clase, el típico reflejo de ese grupo que en la terminología de hoy llamamos «búnker».

La «Unión Económica», creada en 1931 como réplica de la gran patronal contra la República, apadrinó inmediatamente la lucha sin cuartel contra la reforma agraria, así como también contra los jurados mixtos. En ella, junto a las sociedades anónimas más poderosas del país (Altos Hornos, M.Z.A., Caminos de Hierro del Norte), el Fomento del Trabajo de Cataluña y a Liga Vizcaína de Productores, la Federación de Círculos Mercantiles, la Confederación Patronal con sus 70.000 afiliados, etcétera, se hallaba la Asociación de Agricultores de España, creada en 1912 y dirigida por aristócratas y grandes propietarios, y también la Asociación Nacional de Olivareros, la de Ganaderos y, en fin, la Asociación Nacional de Propietarios de Fincas Rústicas, particularmente combativa y representante específica de los intereses de la gran propiedad, cuyos directivos lo fueron también con frecuencia de la C.E.D.A. Y tenían su «gente de tropa» en una Liga Nacional de Campesinos, que legó a tener 3.000 entidades afiliadas y que también dijo inspirarse por los archiconocidos lemas de «Propiedad, Familia, Religión y Autoridad».

Para la derecha el peligro fundamental era la reforma agraria, cualquier posibilidad por pequeña que fuese, de cambiar las relaciones de producción en el campo, de poner en entredicho una posición de privilegio que nadie había querido o podido amenazar hasta entonces. Sin embargo, la propaganda contra el proyecto de Estatuto de Cataluña, presentando la autonomía como una separación y aprovechando los reflejos más toscos de medios rurales y de pequeña burguesía, se convirtió en otro objetivo de la derecha. Todo presidido por una «justificación ideológica generosamente dada por la jerarquía eclesiástica y facilitada por las torpezas anticlericales del régimen.

La dialéctica de los sables

Sin duda, la derecha sentía la nostalgia de la «dialéctica de los sables», que prefería indudablemente a la de los debates en el Parlamento o en la plaza pública. Royo Villanova llegó a decir que «bastaría nombrar capitán general de Cataluña al general Barrera para que no pasara nada».

Ciertos cambios y tensiones a nivel de altos cargos facilitaron la tarea de quienes estimaban que un buen golpe de Estado vale más que millones de votos. Y fue siempre el campo, aunque indirectamente, el responsable. Porque los campesinos de Castillblanco (Extremadura) asesinaron a varios guardias civiles, produciendo la natural indignación de cualquier persona sensible, pero la muy particular de la extrema derecha que no había encontrado nada a objetar en las semanas y meses precedentes cuando numerosos choques entre guardias y campesinos se habían saldado por muertos y heridos entre estos últimos. Reaccionó Sanjurjo con singular viveza y reaccionaron sus hombres, que dispararon a bocajarro en Arnedo (Logroño) contra una manifestación dando muerte a ocho personas (cuatro de ellas mujeres) e hiriendo a otras treinta, sin que la extrema derecha manifestase la menor señal de duelo.

A partir de aquel momento todo el «bunker» rodea a Sanjurjo, lo halaga, le hace proposiciones, etc. Y Azaña, que piensa trasladarlo a la Dirección de Carabineros, se lo dice, lo que lógicamente le cae como un rayo. Cuando deja la Dirección de la Guardia Civil hay algunos conatos de rebeldía; Goded da a entender muy sibilinamente que algo pudiera pasar. Un incidente durante las maniobras de Carabanchel provoca la destitución de Goded y de Villegas, Jefe de la Primera Región Militar.

Por primera vez, desde el advenimiento de la República, hay que decidirse; los partidarios de la acción violenta van a reagruparse para intentar fortuna. Estamos ante lo que se ha dado en llamar «la conspiración del 10 de agosto». Pero ésta es menos simple de lo que parece a primera vista; bajo ese nombre se denominan dos conspiraciones paralelas, más o menos articuladas, con algunas figuras comunes (en primer lugar la de Sanjurjo), que dicen perseguir distintos fines, pero coinciden en querer derribar por la violencia al Gobierno constitucional.

El aparato conspirativo de la extrema derecha se organizó como un contrapoder perfectamente articulado: una Junta provisional estaba presidida por el general Barrera, y en ella colaboraban civiles como Vallellano y el periodista Pujol (a quien se señala como vinculado a March, el multimillonario que ya había tenido el primer choque con la república al concederse el suplicatorio para procesarlo por actividades anteriores), militares como Ponte y Orgaz, jóvenes decididos como el aviador Ansaldo que fue enviado a Roma, en el mes de abril, para celebrar una entrevista con el mariscal Italo Balbo, de la que salió un acuerdo de ayuda económica de la Italía oficial a los conspiradores. Se contaba también con el citado coronel Sáina de Lerin, que decía tener organizados en requetés a 6.000 muchachos navarros (sin embargo, Fal Conde no participó en esta conspiración). Los tradicionalistas decían no participar oficialmente en la conspiración, pero autorizaban a sus afiliados para hacerlo; ese fue el caso de algunos destacados militares, como el coronel Varela, que entonces se encontraba de guarnición en Cádiz.

Ballet de conspiraciones

Ocurría, sin embargo, que desde fines de diciembre una serie de viejos políticos que habían aceptado la República pero se encontraban mal dentro de ella (en primer lugar, Burgos y Mazo, el gran cacique de Huelva y ministro conservador, pasado más tarde al grupo «constitucionalista» cuando se derrumbaba el régimen; y también Melquiades Alvarez) acariciaban la idea de un golpe de fuerza contra el Gobierno, pero no contra la forma republicana. Este sector trabó contacto con Sanjurjo cuando éste era aún Director de la Guardia Civil, y también en el general Goded. A su vez, Sanjurjo se veía de vez en cuando con Lerroux (al que no convenció) y Goded no dejaba de ser cortejado por el sector monárquico de la conspiración.

Por otra parte, las ciudades del País Vasco del sur de Francia, era, a ciencia y paciencia de la policía francesa, plazas de armas y reductos conspirativos de diversas formaciones de la extrema derecha. El general Ponte estaba instalado en Biarritz y con el colaboraban, en eficaz organismo de conspiración, hombres tan representativos de la extrema derecha y del mundo de la alta finanza y de la gran propiedad como eran José Félix de Lequerica, el duque de Medinaceli, el conde de Vallellano y Fuentes Pila.

Pero aquel extraordinario «ballet>, de complots y conspiraciones se completaba por una diminuta corte carlista en Ascain, a seis kilómetros de San Juan de Luz, donde estaba instalado el pretendiente don Alfonso Carlos y su esposa. Funcionaba una Junta delegada designada por Alfonso Carlos a la que pertenecían José María Oriol, el conde de Rodezno, Lamamié de Clairac, Víctor Pradera y Esteban Bilbao. A decir de Galindo Herrero, en su conocido libro de historia de los partidos monárquicos, este núcleo organizaba febrilmente el contrabando de armas a través de los caseríos vasco-navarros. Bien es verdad que, según esta fuente, parece como si el tradicionalismo hubiera tenido mayor participación y responsabilidad en la conspiración y alzamiento de 1932 que las que parecen desprenderse de otras fuentes de distinto origen.

No obstante, la Junta del interior presidida por Barrera y la de Biarritz parece que controlaban la organización de lo que hemos llamado un contrapoder: preparaban su fuerza armada, tenían sus estafetas, sus finanzas, sus servicios de información y de espionaje del aparato del Estado, su propaganda, sus medios de comunicación... toda la enrevesada trama de los servicios de nuestro tiempo que caracteriza a un contrapoder. Generales de extrema derecha como Cavalcanti, Fernández Pérez y G. Carrasco estaban en la Junta. Se contaba con a participación de Onésimo Redondo y de las escuadras de sus Juntas Castellanas, cuyas filas no debían ser muy nutridas; también con los restos de aquellos «legionarios» del Dr. Albiñana, cuyo «punch» ofensivo había disminuido tras proclamarse la República.

El complot tenía aspectos bien organizados: en el ministerio de la Guerra actuaba a sus anchas el teniente coronel Galarza, todavía no localizado por los servicios republicanos, aunque Azaña sospechaba de él; en la misma Dirección General de Seguridad se contaba con tres importantes funcionarios del gabinete telegráfico y telefónico: Encinas, Aguado y Montero. En un alto puesto de la Dirección General de Aeronáutica estaba Alejandro Arias Salgado y como profesional a sueldo (con 5.000 pesetas al mes según Ansaldo y 1.500 según Mauricio Carlavilla, en ambos casos sumas fabulosas para la época) el funcionario que fue jefe de a Brigada Social durante a monarquía, Martin Báguenas.

Sanjurjo se lanzó decididamente a los trabajos conspirativos. Goded conspiraba discretamente con él, pero está menos claro que se comprometiese con los generales de la junta de Barrera. Y en aquella conspiración, que tenía ya relentes fascistas de nuestro tiempo, pero también frivolidades decimonónicas. estaba un empresario de teatro (Tirso Escudero), un capitán de industria (Zubina, además de Lequerica y de Oriol, etc.), nobles con latifundios, etc., que lo mismo se reunían en las fincas del duque de Medinaceli, que en el saloncito de la Comedia o en a madrileña piscina de la Isla, todo ello alternado con frecuentes idas y venidas al «cuartel general» de Biarritz.

Información de alcoba y cama.

No es el rasgo menos curioso de aquella conspiración el carácter equívoco fomentado por el general Sanjurjo, que permitía recabar colaboraciones de derechistas descontentos para preparar lo que en puridad era un golpe de fuerza de la ultra-derecha clásica.

«Parece indudable ha comentado Arrarás— que Sanjurjo alternaba la conspiración de los constitucionalistas con un complot urdido por elementos militares, entre los que se encontraban amigos y compañeros del general.»

Semejante conspiración fue pronto conocida por el Gobierno, aunque los servicios de información de éste dejaban bastante que desear. Tanto que es fama que las últimas precisiones sobre la sublevación las obtuvo el Estado republicano por el legendario procedimiento de alcoba y cama; Eros más fuerte que Marte era el principio de los servicios de contraespionaje del siglo pasado. En esa línea romántica que va hasta Mata-Hari se encuentra la delación de quién puso por sola condición que nada le ocurriese a su enamorado.

Tras las primeras sospechas, el Gobierno dispuso la detención del general Barrera —que no duró mucho— y la del general Orgaz, que ya se hallaba desterrado en Canarias. Pero la conspiración proseguía y Sanjurjo se ocupaba mucho más de ella que de la Dirección General de Carabineros. En Sevilla se entrevistó con los militares que conspiraban en la base aérea de Tablada, a la cabeza de los cuales se encontraba el segundo jefe Acedo Colunga, que habla de pasar a la historia por ser el fiscal que pidiese la pena de muerte para Besteiro.

A finales de julio el Gobierno creyó llegada la hora y procedió a practicar numerosas detenciones: Zubiría, José María Urquijo, director de La Gaceta del Norte de la ultraderecha católica, algunos albiñanistas desperdigados aquí y allá... Poca cosa; se clausuraron los locales de «Acción Española». «La policía no da para más», comenta Azaña en su diario. Verdad llena de enseñanzas; el Estado republicano nunca dispuso de un aparato de seguridad y orden público suyo, sino de aquel que le prestó el régimen monárquico en sus años dictatoriales, penetrado además por los adversarios sociales y políticos de la República.

La sublevación frustrada

8 de agosto. Los conjurados se reúnen en las cercanías de la capital. Sanjurjo se encarga de Sevilla, Vareta de Cádiz, Ponte de Valladolid, Sáinz de Lerin de Navarra. En Madrid, el general Fernández Pérez sacará a la calle las fuerzas de la remonta y los regimientos acantonados en Alcalá; también se pondrían al frente de las tropas el duque de Sevilla, el teniente coronel Martin Alonso (de los últimos ayudantes que tuvo Alfonso XIII, luego ministro con Franco)...

En el plan de los conspiradores se preveía que las columnas del sur y del norte cayeran sobre Madrid. ¿Y el pueblo? ¿Se contaba con él, a favor o en contra? Para nada. El guión de la obra que se trataba de representar era de puro corte decimonónico.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: la sublevación del 10 de agosto de 1932 fracasó estrepitosamente. En Madrid fallaron los conspiradores, la Guardia Civil del Hipódromo y los regimientos acantonados en Alcalá. Y en el cuartel de la Montaña, los sargentos y cabos se negaron a formar las compañías del Regimiento de Infantería número 31. A los de la Remonta, de Tetuán de las Victorias, se les sacó del cuartel con el socorrido pretexto de que «había estallado en Madrid una insurrección comunista (!)». Salieron y en total eran 69 soldados con dos capitanes y dos tenientes.

Al mismo tiempo, los generales Barrera, Cavalcanti, Fernández Pérez y el coronel Serrador hablan instalado un verdadero «puesto de mando» en el domicilio de los marqueses de Molins, calle de Prim n.° 21. Los exiguos grupos de conspiradores intentaron atacar el Ministerio de la Guerra y el Palacio de Comunicaciones. Se les esperaba, y el propio Director General de Seguridad, capitán Arturo Menéndez, dirigía la operación fusil al brazo. Cuando llegaron los de la Remonta era ya tarde y fueron dispersados, tras un ligero combate entre los árboles del paseo de Recoletos, con dos compañías de Asalto. Todo estaba terminado; pero Barrera, acompañado de Ansaldo, salió velozmente para Getafe y tomaron una avioneta rumbo a Pamplona donde creían que la sublevación había triunfado, pero donde nada había sucedido.

En cambio, Sanjurjo, instalado desde aquella misma madrugada en el palacio de la marquesa de Esquivel en Sevilla (adonde había llegado por carretera, con su hijo, el teniente coronel Infantes y dos amigos) en compañía del general García de la Herrón y de una veintena de militares implicados en el complot, parecía más afortunado. Proclamó el estado de guerra (gesto clásico de todo derechista al sublevarse), difundió un llamamiento redactado por Pujol (por lo visto el de Burgos y Mazo debió ir al cesto de los papeles, como todo lo que significaba la vertiente «republicana» de aquel golpe de fuerza) y se creyó dueño de la situación porque aquella mañana le aplaudían los señoritos de la calle de las Sierpes.

Pero en Tablada los suboficiales, sargentos y tropa se negaron a secundar la sublevación. El Ayuntamiento de Sevilla se había reunido y resistía, llegando a publicar un bando contra la sedición; la guardia civil detuvo al alcalde y a cincuenta concejales, pero las organizaciones obreras ya estaban en acción. Por un día, los militantes de la CNT, los del P.C. y la Unión Local de Sindicatos y los allí menos numerosos de la UGT dejaron de lado sus querellas para movilizarse en defensa de la República. Representantes de todos los partidos y sindicatos se reunían en el Alcázar y formaban un Comité de Salud Pública bajo la presidencia del catedrático de Historia de la Universidad, Juan María Aguilar, y del conservador del Alcázar Lasso de la Vega.

Sanjurjo telefoneaba a las distintas capitales de Andalucía y no encontraba interlocutores. Incluso en Cádiz, donde los monárquicos tenían influencia, había sido detenido el coronel Varela. En la calle, las octavillas de las organizaciones obreras se repartían por doquier, y la huelga avanzaba por mementos. Primero se retiraron os taxistas. luego empezaron a cerrar los comercios, los tranvías que no se retiraron fueron apedreados. «Durante las primeras horas de la noche —dice El Liberal del 12 de agosto— los grupos de manifestantes y las manifestaciones de descontento fueron aumentando.» Coincide Arrarás —que, sin embargo, es un panegirista de aquella sublevación— diciendo que si durante el día «la actividad de la capital se paralizaba por instantes», luego, «al llegar la noche, el aspecto de la ciudad se hizo más amenazador». Y era verdad; en Triana y otros barrios populares la gente estaba en la calle y los sublevados no podían entrar. Mientras tanto, se sabía que el general Ruiz-Trillo. enviado por Azaña, avanzaba al frente de una columna mixta hacia Andalucía y que el general Mena también movía sus fuerzas desde Cádiz. A la una de la madrugada del 11 de agosto todo había terminado. El coronel Rodríguez Polanco y el teniente coronel Muñoz Tassara se negaron, en nombre de la guarnición de Sevilla, a enfrentarse con las fuerzas adictas a la República.

Ya es sabido el resto; Sanjurjo y sus acompañantes eran detenidos a las seis de la mañana en la barrida Isla Chica de Huelva, por una pareja de guardias (uno de ellos había servido en África y reconoció al general, que iba ya vestido de paisano).

La represión fue más espectacular que otra cosa.  Sanjurjo, condenado a muerte, vio inmediatamente conmutada su pena; su hijo fue absuelto; García de la Herrán e Infantes fueron condenados a penas de prisión. El proceso contra los sublevados de Madrid no se vería sino un año después. En fin, alrededor de un centenar de personas, muchas de ellas aristócratas, fueron deportadas al Sahara. Algunos se escaparon con facilidad antes de Navidad, y el resto regresó poco después.

En cambio, el Gobierno aprovechó su éxito en el plano político, para conseguir que el Estatuto de Cataluña y la Ley de bases de la Reforma Agraria se votasen en una sola sesión, el 9 de septiembre. Y para añadir una «coletilla» expropiando sin indemnización a los terratenientes Grandes de España. El aristócrata de las viejas estampas, como el clérigo apegado a los bienes terrenales, siguieron siendo los chivos expiatorios de un Gobierno republicano que también tenía mucho de decimonónico.

Divergencias tácticas

El «búnker» se repliega en el otoño de 1932. Los recalcitrantes del complot no se desaniman; el núcleo de Biarritz se dedica a preparar un nuevo golpe y recauda varios millones de pesetas con dicho fin. El trabajo entre los militares lo dirige el teniente coronel Galarza, que ha sido expulsado del servicio activo; sus relaciones en el ministerio y otros órganos estatales le permiten organizar un eficaz servicio de información que, según Payne, costaba cinco mil pesetas mensuales, suma que parece modesta para semejante empeño. Calvo Sotelo se instala también en Biarritz donde su presencia es determinante (otros, en cambio, como Martínez Anido, se desentienden tras el fracaso de agosto). Calvo —sobre el que las ideas de Maurras ejercen cada día mayor influjo— va a Roma en febrero de 1933 para entrevistarse con diversas personalidades; con Italo Babo celebra una reunión en términos muy cordiales; también se entrevista con el cardenal Segura y según Yanguas Messía (citado por Robinson) con el mismo Mussolini.

Los partidarios de la «vía pacífica de la contrarrevolución» estiman que el fracaso de agosto del 32 confirmaba sus puntos de vista. Tanto más cuanto que las dificultades que encuentra el Gobierno tras la represión cruenta de Casas Viejas (entre cuyos responsables, el capitán Rojas, es un hombre de extrema derecha, es curioso el hecho) y más tarde, con su contratiempo electoral en las elecciones municipales de pequeñas localidades le hacen más vulnerable a los ataques virulentos de los grupos de presión patronales cada vez más obsesionados contra la legislación agraria y contra los jurados mixtos. La divergencia de tácticas (que incluso puede ser más que de tácticas) se va a perfilar en un divorcio en el seno de la antigua  «Acción Nacional», titulada «Acción Popular» tras un decreto de abril de 1932.

Casi al mismo tiempo, en febrero de 1933, surgen por un lado «Renovación Española» (Goicoechea, Vallellano, Fuentes Pila, etc.) y por otro la Confederación Española. de Derechas Autónomas (CEDA), dirigida por Gil Robles, bajo el denominador común del posibilismo legal, pero con tal heterogeneidad que dentro de ellas llegaron a coexistir desde el talante fascista de Serrano Súñer, Valiente y algunos miembros de la J.A.P., hasta el demócrata-cristiano de Giménez Fernández y Lúcia, pero donde figuraron en lugar preeminente os más destacados representantes de a gran propiedad agraria, la que tantas palancas movía en «Unión Económica» y entidades en ella federadas.

Cabe señalar que, sin embargo, la alta burguesía no dejaba de «apuntar a todas las cartas» y que según Ledesma Ramos, sus J.O.N.S. recibieron en aquel mismo período unas 10.000 pesetas de «jóvenes de la alta burguesía» bilbaína. Los escuadristas se fueron entrenando en diversos choques contra estudiantes de izquierdas. A finales de octubre despuntaría Falange Española (cuyo jefe, José A. Primo de Rivera, que el 9 de octubre había visitado a Mussolini, sería elegido diputado en la candidatura monárquico - derechista de Cádiz). Claro que afirmando que el mejor destino que podía tener una urna electoral era el de ser rota. Y es que corría el año 1933 y Hitler estaba mostrando que la violencia y el exterminio, mezclados a cierta demagogia, podían ser interesantes para liquidar las organizaciones obreras y, de paso, todas las libertades democráticas. Sin embargo, justo es decir que la extrema derecha de la época todavía miraba más en 1933 hacia la Roma de Mussolini que hacia la Alemania de Hitler. El predominio de éste vendría más tarde.

Durante todo el año 1933 las organizaciones patronales agrarias redoblaron su lucha contra la ley de reforma agraria. La asamblea celebrada en marzo reunió, junto a la derecha clásica, al jefe de los agrarios Martínez de Velasco y hasta a republicanos de corte conservador como Maura y Salazar Alonso. Se trataba de hacerle la vida imposible al Gobierno y hay que decir que lo consiguieron. Vino luego la asamblea cerealista del mes de mayo y se preparó una Asamblea «magna» de elementos agrarios, especie de marcha sobre Madrid, para el mes de septiembre, que no tuvo lugar a causa de la crisis de gobierno. Adolfo Rodríguez-Jurado, que era diputado de la CEDA, habló en nombre de la Asociación de Propietarios de Fincas Rústicas propugnando «alentar un movimiento popular contra el .marxismo».

Pero también se movió el sector urbano de la patronal, que reunió en Madrid, los días 19 y 20 de julio, una Asamblea Económico-Social bajo los auspicios de «Unión Económica». Dicha Asamblea concentró su fuego graneado contra los Jurados Mixtos y de ella surgió la Iniciativa de crear una Unión General de Patronos.

Lo característico de estas reuniones patronales, y por eso las incluimos en el «búnker» de la época, era: 1.°) que sus dirigentes lo eran también de partidos de derecha y extrema derecha: Mariano Matesanz, Adolfo Rodríguez-Jurado, etc.; 2.°) que sus campañas se encaminaron a derribar el Gobierno de Azaña con participación socialista; 3°) que en sus asambleas, declaraciones y prensa no ocultaron su simpatía por las «experiencias» de Alemania e Italia, por las Ligas fascistas de Francia, etc.

La derecha, en la encrucijada

Llegaron las elecciones de noviembre de 1933 y «pacíficos» y «violentos» de la derecha se unieron en un solo frente para obtener el mayor número de diputados, cosa que consiguieron tanto más fácil-mente cuanto que la izquierda, lejos de seguir ese ejemplo, se presentó a las elecciones en orden disperso. Aquellas elecciones llevaron al Parlamento a 36 diputados que se pueden calificar de extrema derecha: «Renovación Española» y Comunión Tradicionalista, más algunos ndependientes de extrema derecha. Diputados eran Vallellano, Matesanz, Oreja, Oriol, Bau, Calvo Sotelo, Fanjul, Fuentes Pila y un largo etcétera. Además, la heterogeneidad de la CEDA acogía en su seno a políticos como Fernández Ladreda, S. Sóñer, Moreno Torres, R. Jurado, Mayalde, Pujol, Valiente, etc., que eran tan de extrema derecha como el que más.

Comienza entonces una nueva etapa que, momentáneamente, separará más a las dos corrientes de derecha. Para la CEDA y sus amigos, que desde que se abran las Cortes declarará su «acatamiento leal al Poder público», se abre una ancha vía que lleva hacia ese mismo Poder, pasando por un período previo de apoyo condicionado a los gobiernos centro-derecha de Lerroux y Samper. El Poder está al alcance de la mano: lo sabe Gil Robles, lo sabe El Debate y no se privan de pedirlo, apoyando sus peticiones con alardes propagandísticos que, como la concentración de la JAP en El Escorial y el estilo «pre-fascista» de esa organización juvenil, despiertan hondos recelos en los medios republicanos.

Para los Goicoechea y Calvo Sotelo (éste volverá amnistiado de su exilio) no hay más camino que a intransigencia, y se acercarán a las organizaciones de corte totalitario como F. E. y JONS, que, precisamente, realizan su unificación al comenzar 1934. Los ocho primeros meses de ese año serán una encrucijada para esas fuerzas de derecha. Mientras tanto, os propietarios agrarios se creen ya con derecho para rebajar los salarios, se ven apoyados por las autoridades provinciales y exigen, sin conseguirlo por el momento, que se detenga la tímida aplicación de la reforma agraria. Salazar Alonso, ministro de la Gobernación, del partido radical pero en íntima conexión con la derecha hacia la que evoluciona ideológicamente, destituye a centenares de ayuntamientos socialistas y toma pretexto de la huelga de campesinos de junio, para desmantelar las organizaciones sindicales de las regiones latifundistas.

El proyecto de Estatuto Vasco es bloqueado en el Parlamento y el conflicto con el Gobierno de Cataluña sobre la Ley de Cultivos coloca al Gobierno en una situación difícil. Mientras tanto, Falange ha organizado sus grupos de combate; hay violencia en las calles. Mueren bajo las balas el falangista Matías Montero, pero también la joven socialista Juanita Rico y el joven comunista Joaquin de Grade. El «búnker» está armado, tiene sus instructores militares. Ciertamente, es el tiempo de la violencia y todas las organizaciones tienen miilcias, las de derecha y las de izquierda; hasta «Renovación» tiene sus «camisas grises» uniformados y con botas altas.

Al poder por la fuerza

Lo característico de la extrema derecha durante el año 1934 es que continúa preparándose para tomar el poder mediante un golpe de fuerza. Dos hechos fundamentales se producen en ese sentido; uno, la entrevista de Goicoechea y los tradicionalistas con Mussolini; otro, el nombramiento de Fal Conde, por el pretendiente Alfonso Carlos, como secretario general de la Comunión Tradicionalista.

El 31 de marzo, Mussolini, flanqueado por Italo Balbo y por el coronel Longo, recibe al general Barrera, a Goicoechea y a los carlistas Olazábal y Lizarza. El gobernante fascista dio facilidades y se firmó un acuerdo según el cual Italia ayudaría a monárquicos y tradicionalistas a derribar el régimen republicano y sustituirlo por una regencia que prepararía la instauración de la monarquía corporativa y orgánica. (Las fuentes de este Acuerdo son hoy archiconocidas, por haber sido encontrada el acta de la reunión por Ios norteamericanos, entre Ios documentos de asuntos extranjeros italianos; además, por protagonistas como Lizarza, etc.) El acuerdo prevé la entrega a la ultraderecha española de 20.000 fusiles (10.000 según el acta y 20.000 según Lizarza), 20.000 ó 10.000 granadas, y 200 ametralladoras. Antes de salir de Italia recibieron del Duce medio millón de pesetas y poco más tarde recibió Olazábal un millón. A partir de entonces fueron enviados a Italia jóvenes tradicionalistas «para instruirse en el uso de las armas», que figuraban legalmente como «oficiales peruanos en viaje de prácticas».

La tensión se cargaba; en el mes de abril Fal Conde comenzó los aplecs, concentraciones militarizadas; los requetés que desfilan en Sevilla, en Potes, en Villarreal y en Poblet son, por definición del citado jefe carlista, «la verdadera milicia nacional contrarrevolucionaria»; en mayo, el presidente de la JAP, José M. Valiente, visitaba a Alfonso XIII; al divulgarse la noticia dimitió de su puesto y evolucionó hacia la extrema derecha. Pero en la misma JAP los «slogans» favoritos eran tales como «aplastar al marxismo, la masonería y el separatismo», «No cabe diálogo ni convivencia con la anti-España. 0 ellos o nosotros, «El jefe no se equivoca» y tantos otros de impronta fascista. Gil Robles mismo ha dicho que, sobre todo desde octubre de 1934 la JAP se apartó netamente de las tendencias democráticas. Y como, efectivamente —y Gil Robles lo ha confirmado—, dirigía la propaganda de la CEDA y una serie de servicios, entre ellos los de rompe-huelgas (han sido calificadas las JAP, sin duda exageradamente, de eje de la contrarrevolución en octubre de 1934), es lógico suponer lo que la mayoría de los españoles de izquierdas pensaban de aquellas JAP e incluso de aquella CEDA que avalaba tal proceder.

Mayo fue también el mes del regreso de Calvo Sotelo, que ya abrigaba la idea de reunir a la extrema derecha en un bloque que, con la inveterada manía derechista de confundirse nada menos que con la patria, podría apellidarse «nacional». En aquel mes de mayo José Antonio Primo de Rivera va a Alemania y celebra una «larga entrevista con Hitler», asunto hoy precisado gracias a las investigaciones del profesor Angel Viñas (Gil Robles fue en septiembre a Berlín, pero parece que no se entrevistó con el Führer).

No sólo era eso. Aquel invierno se había constituido la Unión Militar Española, por el coronel retirado Rodríguez Tarduchy, y por el capitán de Estado Mayor Bartolomé Barba. También en ese mayo español del 34 en el que se diría que la extrema derecha tiene una cita con el Destino, se estructura la UME con una Junta Central que, aunque sin militares de máxima graduación, mantenía ya contacto con lo generales Goded y Mola, y tal vez con alguno más. La UME va deslizándose hacia posiciones de extrema derecha.

En fin, el talante agresivo de las escuadras de Falange mandadas por Ansaldo va generalizándose: asalto a la Casa del Pueblo de Cuatro Caminos, asalto al Fomento de las Artes de Madrid, asalto a una exposición en el Ateneo... Todo ello con la «mise en scéne» y los procedimientos que, ¡ay!, siguen teniendo demasiada actualidad y frecuencia cuarenta y tres años después. Y así llega, tras una reyerta en El Pardo, el asesinato de la joven socialista Juanita Rico, por las calles de Madrid; y, semanas después, el del joven comunista Joaquín de Grado, cuyos entierros constituyen una demostración impresionante de obreros y de jóvenes.

Se ha dicho que los socialistas preparaban la revolución; también se ha dicho que sólo preparaban la defensa de la legitimidad republicana frente al «asalto legal» fascista como en Italia y Alemania (tesis de la Comisión Ejecutiva del PSOE expresada por Vidarte y que comparte Prieto).

No entramos en ello; pero es bien cierto que el «búnker» está preparando desde hace tiempo la guerra civil, con el mismo espíritu que los propietarios agrarios están tomándose el «desquite» con sus obreros de la tierra y protestando aún porque la tímida reforma agraria no se ha paralizado durante el año 34.

Mientras tanto, «Renovación Española» y Falange Española y de las JONS se entendían bien. El 20 de agosto Goicoechea y José Antonio Primo de Rivera firmaban un pacto que podríamos llamar político-financiero. La base política —«los diez puntos de El Escorial»— había sido firmada por José Antonio Primo de Rivera y P. Sainz Rodríguez varias semanas antes; el décimo de esos puntos decía: La violencia es licita al servicio de la razón y de la justicia. En cuanto al acuerdo del 20 de agosto constaba de siete artículos y tras aprobar las bases de El Escorial (por ejemplo: «El liberalismo es una actitud errónea, ya superada, en el sentido de la libertad. La libertades tradicionales de los españoles serán conjugadas en un sis-tema de autoridad, jerarquía y orden...» «se proscribe el sufragio inorgánico y la necesidad de los partidos políticos» un largo etcétera de lindezas totalitarias que han hecho sus pruebas durante cuarenta años) «Renovación» se compromete a pagar a Falange diez mil pesetas mensuales (y si la cantidad fuese superior al 45 por 100 del subsidio habría en todo caso de aplicarse a la organización de milicias), a cambio de que «Falange Española y de las JONS no ataca en sus propagandas orales o escritas ni al partido Renovación Española ni a la doctrina monárquica, comprometiéndose a no crear deliberadamente con su actuación ningún obstáculo a la realización del programa de dicho partido». Al mismo tiempo (según fuentes de Payne, G. Caballero y otros), Falange recibía ayudas financieras de personalidades de la oligarquía económica, tales como Lequerica y March. En cuanto a la ayuda financiera italiana, demostrada documentalmente por el profesor Viñas, tiene todo el aspecto de haber sido posterior, en 1935. En cambio, también parece que desde fines de 1934 no hubo ya ayuda de «Renovación», si bien «la juventud de «Renovación» siguió obrando en intimo contacto con Falange» (declaraciones de Cortés Cavanillas a Richard H. Robinson).

Hacia la Cruzada nacional

No estamos haciendo una historia completa de aquellos años. No obstante, conviene no ignorar que tras el fallido intento revolucionario de octubre del 34 y la participación de la CEDA en el Gobierno, se produce igualmente la participación creciente de miembros de la derecha y de la oligarquía en los centros de decisión y aparatos del Estado. En muchas ocasiones he tratado este tema y baste aportar ahora algunos ejemplos: el general Franco como jefe del Estado Mayor Central desde que Gil Robles es ministro de la Guerra; el general Fanjul de subsecretario de este Ministerio; el general Goded de director general de Aeronáutica; el general Mola como jefe de las fuerzas militares del Protectorado de Marruecos; tras la amnistía por la sublevación del 10 de agosto, vino la reintegración de los militares en ella comprometidos, dándoles mandos de fuerza, pese a la oposición del presidente de la República; son los casos, entre otros, de Varela y Acedo Colunga.

En el aparato de Seguridad se llegó a que el jefe de la Brigada Social de la Monarquía y conspirador con sueldo designado en la sublevación de agosto del 32, fuese propuesto para director general de Seguridad por Lerroux; y que, frustrado el intento, por Alcalá Zamora y Chapaprieta, fue, sin embargo, designado para jefe superior de Policía de Barcelona.

La penetración se realizaba a todos los niveles y eso fue la principal causa de que, por razones de táctica, se operase una seria división en la derecha. El sector representado por la CEDA y fuerzas análogas (no olvidemos la filiación en el sector derecha de la CEDA de los representantes de la gran propiedad agraria) pensaba que la vía legal iba a permitir el triunfo total de la contrarrevolución. Y, en efecto, se liquidó la reforma agraria, se liquidó virtualmente la autonomía de Cataluña, se produjo una infiltración general en los aparatos del Estado republicano, se crearon «servicios de información» partidistas dentro del Ejército con el falaz pretexto de «luchar contra la subversión».

Pero había un «búnker» cuyo criterio era diferente, que podría personificarse en Calvo Sotelo y Goicoechea. Y surgió el llamado Bloque Nacional, destinado a la conquista del Estado con un programa fascista-maurrasiano. Partían de la base de que «la revolución no está vencida todavía» y, como decía Calvo, «el que no está contra la revolución, está con la revolución»; «la era ruinosa de la lucha de clases está tocando a su fin...» «El Ejército no es sólo el brazo armado de la patria, sino su columna vertebral».

Y Goicoechea añadía que Italia era «el mejor ejemplo donde podemos mirarnos». Mientras Ramiro de Maeztu prefería una reacción más hispánica, llegando a afirmar la necesidad de volver a los valores hispánicos de la Edad Media, ya a los lemas de «servicio, jerarquía y hermandad» para salvar a Occidente del amenazador Oriente.

Calvo Sotelo, portavoz del Bloque, criticaba la táctica «pacífica» de la CEDA, pero entre bastidores los miembros de la UME vinculados a la extrema derecha del Bloque, se reunían con el subsecretario de la Guerra, general Fanjul; en realidad, durante el verano de 1935 la UME estuvo dividida entre los que querían ya dar el golpe de fuerza y los que, más cautamente, pensaban que la «penetración» era eficaz. A propósito de aquellos que estaban incrustados en altos cargos, Joaquín Chapaprieta (jefe del Gobierno en la segunda mitad de 1935) ha contado en sus memorias, que Alcalá Zamora había instado a Gil Robles para que Fanjul fuese separado del puesto de subsecretario, pero que pese a las promesas que se e hicieron quedó allí todo el tiempo. También añade que Goded llegó a afirmar delante del jefe del Estado (siendo inspector general del Ejército y director de Servicios de Aeronáutica), que el Ejército no consentiría que el poder fuese a manos de las izquierdas. (Era evidente que la legalidad era buena mientras se tenían los resortes del poder. Luego será «inadmisible».)

Alcalá Zamora entendió que las palabras de Goded eran una coacción o amenaza manifiesta. No hay que olvidar que el 10 de diciembre de 1935 Fanjul era partidario de dar un golpe de fuerza y se lo dijo así a Gil Robles (según las memorias de éste), quien se limitó a decirle que consultase con otros generales. Franco era opuesto (él seguía siendo Jefe de Estado Mayor, sin la CEDA); Varela y Goded dudaron. Luego, todos desistieron; pero todos ellos, y el general Rodríguez del Barrio también, intentaron, primero, un golpe de Estado «desde los centros de poder» y luego una sublevación de guarniciones, en la noche del 17 al 18. de febrero de 1936.

Claro que los partidarios de la vía violenta no habían cesado de preparar la guerra ciivil durante 1935. No fueron otras las palabras de José Antonio Primo de Rivera ante la Junta Política de Falange reunida  en el Parador de Gredos en junio de  1935. «La Falange —ha escrito su historiógrafo Francisco Bravo— decidió ir a la guerra civil y santa para el rescate de la patria». Según diversas fuentes, todas comprobadas, se proyectó después un alzamiento con cadetes de Toledo, propuesto a Moscardó por F. Cuesta. Se establecieron contactos con la UME, a través de Barba, pero la organización militar conspirativa, vacilaba aún entre penetración «legal» y golpe de Estado. El 22 de diciembre Ruiz de Alda no ocultó en Sevilla que «estamos preparando una cruzada nacional».

Sin duda, los tradicionalistas no les iban a la zaga: J. Bau, Oriol, el conde de la Florida y varios más constituyeron una llamada «Junta de Hacienda» encargada de recabar fondos y, en conexión con ella a la organización del «Socorro Blanco». Una Junta Militar Carlista se aprestaba ya a la acción en San Juan de Luz, mandada por el teniente coronel Utrilla. Una Inspección Nacional de Requetés era mandada por el teniente coronel Rada. Aquellas conspiraciones tuvieron sus aventuras y sus percances; por mediación de J. Luis Oriol se fletó un barco desde Bélgica con 6.000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas.. 300 ligeras, 10.000 bombas de manos y cinco millones de cartuchos. Pero tal bélica cargazón fue decomisada, excepto las ametralladoras, que fueron recibidas en España (y suponemos utilizadas un año después). Se hizo una gestión cerca del rey de Bélgica (el mismo que luego se inclinaría ante Hitler, debiendo abdicar por ello), quien intervino con resultados favorables, pero —según las fuentes carlistas— las armas no llegaron a tiempo.

Se obtenían por otros medios; cuenta Lizarza que consiguió del representante de «Mauser» cien pistolas con culata de fusil y su munición que, «entregadas en la frontera, fueron desde allí transportadas a Pamplona»: No en balde dijo Fal Conde, el 3 de noviembre en Montserrat, pasando revista a sus unidades militarizadas: «Si la revolución quiere llevarnos a la guerra, habrá guerra.» Para ella se preparaba activamente el «búnker» de la época.

Febrero de 1936 significó para la derecha el fracaso de la «vía legal»; su sector más agresivo se desplazó hacia la extrema derecha, mientras se criticaba la táctica de Gil Robles y El Debate. La etapa que iba a empezar escapa ya al objeto de este trabajo, que ha querido limitarse a señalar las más importantes conspiraciones de extrema derecha durante casi cinco años contra el régimen republicano. Hemos podido ver que esa extrema derecha preconizó siempre el empleo de la violencia y lo utilizó en cuanto le fue posible; que utilizó igualmente las técnicas de penetración para intentar golpes de Estado, desechando, por el contrario, toda eventualidad de apoyarse en un movimiento de masas; que se trataba de organizaciones totalitarias, con programas totalitarios, en constante relación con el extranjero, del que recibían ayuda financlera y al que, de hecho, facilitaban una intervención en España (todo eso utilizando siempre el adjetivo de «nacional con carácter excluyente frente al adversario politico); que esa extrema derecha, que desde abril de 1931 niega la convivencia, tiene muchas más raíces en los propietarios agrarios que en los medios análogos urbanos; que suele servirse de la religión como «doctrina de justificación», aunque a veces ciertos excesos (como el de Castro Albarrán, predicando el derecho a la sublevación) sean menos apreciados en Roma.

En suma, y como sus portavoces mismos lo dijeron, aquella extrema derecha, bastante heteróclita, no tema otra cohesión y fuerza que las que da la negación; la pura y simple negación de la democracia.