S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Dominical "La Revista" 1996 Aita Patxi, el Maximiliano Kolbe Vasco (1910-1970)Publicado en el semanario dominical, "La revista" en 1996
Aita Patxi es el Maximiliano Kolbe del clero vasco, pero lo suyo aconteció unos cuantos años antes de la muerte de aquel santo polaco, que en un campo de concentración nazi se ofreció para reemplazar a otro preso a quien iban a ejecutar, en represalia por una fuga. Su nombre civil era Victoriano Gondra y Muruaga, pero cuando ingresó en la Congregación de la Pasión, o Padres Pasionistas, le impusieron el nombre de Francisco de la Pasión. Sin embargo todo el mundo le llamaba Aita Patxi (en euskera, Padre Francisco). Baso estas notas en la biografía que le ha dedicado otro Pasionista, José Ignacio Lopategui (Aita Patxi. Testimonio. 2 vols, 1978 y 1984), en la que se recogen declaraciones de muchos testigos, creyentes y no creyentes, vascos y no vascos. En la Guerra Civil fue capellán de un batallón de gudaris, los soldados del ejército nacionalista vasco, y cayó preso al final de la campaña de Vizcaya, en junio de 1937. Su actuación sacerdotal había sido heroica. Era bajito, flaco, tímido, de aire beatífico, y parecía falto de vigor y de salud, pero se crecía en los momentos de peligro para socorrer a un herido, o dar consuelo y los últimos sacramentos a un moribundo. Aita Patxi se hacía respetar y querer incluso por los anticlericales. No era hombre de guerra, pero, como muchos vascos, creía que tenían derecho a defenderse contra los que venían a quitarles las libertades nacionales y democráticas. En este sentido estaba compenetrado con el sentido que los gudaris daban a su lucha. Los restos del batallón, y Aita Patxi con ellos, fueron a parar al campo de concentración de San Pedro de Cardeña. Ocurrió un día que un preso asturiano, al parecer comunista, intentó escaparse, pero fue atrapado y condenado sumarísimamente a muerte. Aunque aquel infeliz no era creyente, Aita Patxi quiso al menos acompañarlo en su última noche, antes de que al amanecer lo fusilaran. Pero mientras pasaba así la noche, y al hablarle el condenado de su familia, se le ocurrió que podía hacer algo más eficaz que acompañarlo hasta el paredón. Aita Patxi se dirigió al comandante del campo y le pidió, como una gracia, que le permitiera sustituir al que iba a ser fusilado. El comandante, según han atestiguado los gudaris presos, era hombre brusco, pero en el fondo de buenos sentimientos. Quedó estupefacto ante la propuesta y dijo que tenía que consultarlo con sus superiores, pues no se atrevía a fusilar a un sacerdote. De momento suspendió la ejecución. Pero quiso comprobar que el ofrecimiento de Aita Patxi no era un farol, sino que realmente estaba dispuesto a llegar hasta el final. A las diez de la noche envió al barracón dormitorio donde estaba el religioso un piquete de cuatro soldados, que tomaron consigo a Aita Patxi y lo condujeron a la comandancia. Llegado al puesto de mando, el comandante le comunicó que el Gobierno aceptaba la sustitución pedida. Aita Patxi le dio las gracias, se recogió unos momentos en profunda oración y dijo: "Ya estoy a punto". Lo condujeron al lugar destinado a las ejecuciones y ante él formó el pelotón de ejecución. Tenemos sobre este momento dramático los testimonios coincidentes de dos testigos que afirman que mientras Aita Patxi rezaba el rosario sonriendo de felicidad por la vida que salvaba, los demás presentes lloraban, hasta que el comandante cortó la escena gritando: "¡Retírese, Padre!". Le notificó entonces que el Gobierno, en atención a su intervención, había perdonado la vida al asturiano. Aita Patxi se fue a dormir muy contento, pero al día siguiente se enteró con gran pena de que aquella misma madrugada habían fusilado al hombre por quien había querido dar la vida. El caso se repitió más adelante. Los presos procedentes del Norte habían sido incorporados a batallones de trabajo y tenían que cavar trincheras y minas en el frente de Madrid. Se había hecho pública la orden de que si alguno de los presos se pasaba a los republicanos, serían fusilados algunos de sus compañeros de unidad. Alguien se pasó, y cinco de aquellos presos del mismo batallón de trabajo, sorteados arbitrariamente, fueron condenados a ser ejecutados. Cuando los sacaron de la formación, Aita Patxi se incorporó sin decir nada al grupo de los condenados. El teniente que mandaba la operación le ordenó que se fuera, pero Aita Patxi le contestó: "Si matan a esos pobres sin ningún juicio, que me maten también a mí". Hubo asombro general, vacilación, consultas y finalmente aquella vez no se fusiló a nadie. Cuando fue puesto en libertad, Aita Patxi dedicó los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1970, al apostolado popular, dirigiendo el rezo de la novena de San Felicísimo y visitando enfermos y moribundos. Cuando en sus desplazamientos hacía autostop, invitaba al conductor a rezar juntos el rosario, y rezumaba tal fe que pocos se negaban a acompañarle en el rezo. Si en vez de vasco fuera polaco, ya estaría canonizado.
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