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Historia y Vida nº 22

Pancho Villa

John Reed

John Reed ha sido uno de los grandes periodistas de nuestro tiempo. Su obra «Diez días que estremecieron al mundo», sobre la revolución rusa, es un libro clásico. Pero en nada le cede, como crónica vívida y dramática, su «Insurgent Mexico», que, traducida por Ediciones Ariel, ha aparecido recientemente en los escaparates de nuestras librería. Las páginas que a continuación reproducimos constituyen la parte de la obra dedicada a aquel personaje que el autor, a pesar de la amistad que lo unía al jefe revolucionario, denomina, en homenaje inconsciente, Francisco Villa. Acaso porque en aquella guerra confusa e implacable, Pancho, por su instinto militar, por su valor inteligente y frío, era realmente «el General», el general Francisco Villa, jefe de la Revolución.

Pancho Villa apuro su cigarro antes de que de comienzo una conferencia militar. A su derecha uno de sus lugartenientes, quizá Fierro.

Cuando Villa estuvo en Chihuahua dos semanas antes del avance sobre Torreón, el cuerpo de artillería de su ejército decidió condecorarlo con una medalla de oro por heroísmo personal en el campo de batalla.

El lugar del ceremonial fue el Salón de Audiencias del palacio del gobernador de Chihuahua, con brillantes arañas de luces, pesados cortinajes rojos y papel tapiz americano de colores chillones en la pared, donde había un trono para el gobernador: una silla dorada con garras de león por brazos, colocada sobre un estrado, bajo un dosel de terciopelo carmesí, coronado por un capitel de madera pesado y dorado, el cual remataba en una corona.

Estaban firmemente alineados a un extremo del Salón de Audiencias los oficiales de artillería, con elegantes uniformes azules guarnecidos con terciopelo negro y oro, relucientes espadas nuevas y áureos sombreros bordados, rígidamente sujetos los brazos. Desde la puerta de aquel salón, en torno de la galería, abajo de la escalinata monumental, al través del grandioso patio interior del palacio, y afuera, pasando por las imponentes puertas a la calle, estaban formados a pie firme y en doble fila los soldados, presentando armas. Agrupadas como una cuña entre la multitud, había cuatro bandas de música regimentales. El pueblo de la capital estaba sólidamente representado por millares en la plaza de Armas, frente al palacio.

—¡Ya viene! ¡Viva Villa! ¡Viva Madero! ¡Villa, el Amigo de los Pobres!

Se oyó un vocerío que venía de atrás de la multitud y se extendía como una llamarada a un ritmo creciente hasta que parecía levantar a millares de sombreros sobre las cabezas. La banda rompió a tocar el himno nacional mejicano, mientras Villa llegaba caminando a pie por la calle.

Tropas de Pancho Villa al asalto.

Vestía un viejo uniforme caqui, sencillo; le faltaban varios botones. No se había rasurado, no llevaba sombrero y tenía el pelo sin peinar. Caminaba con pasos ligeros, un poco encorvado, con las manos en los bolsillos de sus pantalones. Al entrar al pasadizo entre las rígidas filas de soldados, pareció un poco desconcertado, sonriente y saludando a un compadre aquí y otro allá en las filas. El gobernador Chao y el secretario de gobierno del Estado, Terrazas, vestido con uniforme de gala, se le reunieron al pie de la gran escalinata. La banda tocó sin restricciones y, al entrar Villa en el Salón de Audiencias, a una señal de alguno en el balcón del palacio, la enorme multitud congregada en la plaza de Armas se descubrió, mientras los brillantes oficiales agrupados en el recinto saludaban muy estirados.

¡Una apoteosis napoleónica! Villa titubeó un momento, tirando de su bigote y, al parecer, muy molesto; finalmente, se encaminó hacia el trono, al que probó sacudiendo sus brazos y sentándose después, con el gobernador a la derecha y el secretario de gobierno a la izquierda.

El señor Bauche Alcalde se adelantó unos pasos, levantó su mano derecha en la posición exacta que tomó Cicerón al acusar a Catilina y, pronunciando un breve discurso, ensalzó a Villa por su valentía personal en el campo de batalla en seis ocasiones, las que describió con vivos detalles. El jefe de la Artillería, que lo siguió, dijo:

—El ejército lo adora. Iremos con usted adonde nos lleve. Usted puede ser lo que quiera en Méjico.

Hablaron otros tres oficiales usando los presuntuosos y profusos períodos necesarios para la oratoria mejicana. Le llamaron «El amigo de los pobres», «El general invencible», «El inspirador de la bravura y el patriotismo», «La esperanza de la República india». Y durante todo esto, Villa, cabizbajo en el trono, con la boca abierta, recorría todo en su derredor con sus pequeños ojos astutos. Bostezó una o dos veces; pero la mayor parte del tiempo parecía meditar, con algún intenso divertimento interno, como un niño pequeño en una iglesia, que se pregunta qué significa todo aquello. Sabía, desde luego, qué era lo correcto; quizá sintió una ligera vanidad, ya que esta ceremonia convencional era dedicada a él. Pero al mismo tiempo le fastidiaba.

Por último, con una actitud solemne, se adelantó el coronel Servín con la diminuta caja de cartón que contenía la medalla. El general Chao tocó a Villa con el codo, poniéndose éste de pie.

Un grupo de Federales, principales esbirros de la dictadura de Porfirio Díaz, posa junto a las victimas de uno de sus principales deberes, el fusilamiento de "pelaos"

Los oficiales aplaudieron calurosamente; afuera, la muchedumbre lanzó vítores; la banda, en el patio, rompió a tocar una marcha triunfal.

Villa extendió las manos ávidamente, igual que un chiquillo por un juguete nuevo. Se le hacía tarde para abrir la caja y ver lo que había dentro. Un silencio expectante invadió a todos, a la multitud en la plaza inclusive. Villa vio la medalla, se rascó la cabeza y, en medio de un respetuoso silencio, dijo claramente:

—¡Esta es una miserable pequeñez para darla a un hombre por todo el heroísmo de que hablan ustedes!

¡Fue un pinchazo a la burbuja imperial, que provocó allí mismo la hilaridad general!

Esperaban que hablara, para decir el discurso convencional de aceptación. Pero al ver en torno al salón a todos aquellos hombres educados, brillantes, que dijeron morirían por Villa, el peón, y lo decían sinceramente; lo mismo que al mirar al través de la puerta a los soldados harapientos, que habían olvidado su rígida compostura y se apiñaban ansiosos en el corredor, con los ojos fijos y anhelantes en el compañero que tanto querían, se dio cuenta de lo que significaba la revolución.

Frunciendo el ceño, como hacía siempre que reflexionaba intensamente, se inclinó sobre la mesa frente a sí y habló, en voz tan baja que la gente apenas podía oírle:

—No hay palabra para hablar. Lo único que puedo decir es que mí corazón es todo para ustedes.

Le dio con el codo a Chao y se sentó, escupiendo violentamente en el suelo; y fue Chao quien pronunció el clásico discurso.

La ascensión de un bandido

Villa fue un bandolero durante veintidós años. Cuando sólo era un muchacho de dieciséis, repartiendo leche en las calles de Chihuahua, mató a un funcionario del Gobierno y se echó al monte. Se dice que el funcionario en cuestión había violado a su hermana, pero es más probable que la causa haya sido la insoportable altanería de Villa. Eso, en sí, no le hubiera puesto fuera de la ley por mucho tiempo en Méjico, donde la vida humana vale tan poco; pero, ya fugitivo, cometió el imperdonable crimen de robarles ganado a los ricos hacendados. Desde entonces, hasta el estallido de la revolución de Madero, el Gobierno mejicano tenía puesto un precio a su cabeza.

Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más leve concepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a ella, era un hombre maduro, de una extraordinaria sagacidad natural, que se encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje.

Es casi imposible obtener datos exactos sobre su vida como bandido. Hay relatos de atentados que cometió en los viejos archivos de los periódicos locales y en los informes del Gobierno, pero esas fuentes son parciales; su nombre se hizo tan famoso como bandido, que todos los robos de trenes, asaltos y asesinatos en el norte de Méjico eran atribuidos a Villa...

No obstante, creció un inmenso acervo de leyendas populares entre los peones, en torno a su nombre. Hay muchas canciones y corridos celebrando sus hazañas, los que se oyen cantar a los pastores de carneros, al calor de sus hogueras, por la noche, en las montañas, que son la reproducción de las coplas heredadas de sus padres o que otros compusieron extemporáneamente. Por ejemplo, se cuenta la historia de cómo Villa, enfurecido al saber de la miseria de los peones en la hacienda de Los Alamos, reunió una pequeña banda y cayó sobre la Casa Grande, la cual saqueó, distribuyendo los frutos del pillaje entre la gente pobre. Arreó con millares de cabezas de ganado de los Terrazas y los llevó a través de la frontera. Caía sobre una mina en Bonanza y se apoderaba del oro o plata en barras. Cuando necesitaba maíz, asaltaba el granero de algún rico. Reclutaba casi abiertamente en las rancherías alejadas de los caminos muy transitados y de los ferrocarriles, organizando a los bandidos en las montañas. Muchos de los actuales soldados rebeldes pertenecían a su banda, y varios de los generales constitucionalistas, como Urbina. Sus dominios confinaban sobre todo al sur de Chihuahua y al norte de Durango; pero se extendían desde Coahuila, cruzando la República, hasta el Estado de Sinaloa.

Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más leve concepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a ella, era un hombre maduro, de una extraordinaria sagacidad natural, que se encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje.

Su arrojo y bravura románticos son el tópico de innumerables poemas. Cuentan, por ejemplo, que un tal Reza, de su partida, fue capturado por los rurales y sobornado para traicionar a Villa. Cuando éste lo supo, anunció que iría a Chihuahua por Reza. Llegó en pleno día y entró en la ciudad a caballo, tomó un helado en la plaza —el corrido es muy explícito sobre este punto— y se dedicó a recorrer las calles hasta que encontró a Reza paseando con su novia en el concurrido paseo Bolívar. Era domingo cuando lo mató y escapó.

Durante las épocas de miseria alimentaba a regiones enteras y se hacía cargo de la gente desalojada de sus poblados por las tropas que obedecían las leyes arbitrarias de Porfirio Díaz sobre tierras.

Era conocido en todas partes como «El amigo de los pobres». Fue una especie de Robin Hood mejicano.

Durante todos estos años aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue como Villa aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar; cuando retorna en la mañana, viene de una dirección distinta. Nadie, ni siquiera el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes hasta que está listo para entrar en acción.

Cuando Madero entró en campaña en 1910, Villa era todavía un bandido. Tal vez, como dicen sus enemigos, vio la oportunidad para exculparse; quizá, como parece probable, lo guió la rebelión de los peones. De todos modos, después de cerca de tres meses de haberse levantado en armas, apareció repentinamente en El Paso y puso su persona, su banda, sus conocimientos y toda su fortuna a las órdenes de Madero. Las inmensas riquezas que, decía la gente, debía haber acumulado durante sus veinte años de bandolerismo, resultaron ser 363 pesos de plata, muy usados. Villa se convirtió en capitán del ejército maderista; como tal fue con Madero a la ciudad de Méjico, donde le nombraron general honorario de los nuevos rurales.

En el centro de la foto, con bastón, Francisco Madero, pasea por las calles de San Antonio en Texas, en vísperas del alzamiento contra Porfirio Díaz

Se le agregó a las tropas de Huerta, cuando éste salió al norte para combatir la rebelión de Orozco. Villa era comandante de la guarnición en Parral, y derrotó a Orozco con una fuerza inferior en la única batalla decisiva de la campaña.

Huerta puso a Villa al mando de las avanzadas, para que él y los veteranos del ejército maderista hicieran la tarea más peligrosa y llevaran la peor parte, mientras los viejos batallones de líneas federales se quedaban atrás protegidos por su artillería. En Jiménez, Huerta mandó inesperadamente a Villa ante una corte marcial, acusándole de insubordinación, diciendo haberle telegrafiado una orden a Parral, la cual manifestó Villa no haber recibido. La corte marcial duró quince minutos, y el futuro y más poderoso antagonista de Huerta fue sentenciado a ser fusilado.

Alfonso Madero, que pertenecía al Estado Mayor de Huerta, detuvo la ejecución; pero el presidente Madero, obligado a dar apoyo a las órdenes de su general en jefe de la campaña, encarceló a Villa en la penitenciaría de la capital. Durante todo este período, Villa permaneció leal a Madero, sin vacilaciones, actitud sin precedente en la historia mejicana. Por largo tiempo, Villa había deseado ansiosamente tener una educación. No perdió el tiempo en lamentaciones ni intrigas políticas. Se puso a estudiar con todas sus fuerzas para aprender a leer y escribir. Villa no tenía ni la más mínima base para hacerlo. Hablaba un lenguaje ordinario, el de la gente más pobre, el del llamado «pelado». No sabía nada de los rudimentos o filosofía del idioma, por lo que hubo de empezar por aprender aquéllos primero, porque siempre quería saber el porqué de las cosas. A los nueve meses podía escribir regular y leer los periódicos. Es ahora interesante verlo leer, o más bien, oírle porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta, como si fuera un pequeño que apenas puede o empieza a leer.

Al fin, el Gobierno de Madero hizo la vista gorda ante su fuga de la prisión; bien fuera para evitar complicaciones a Huerta, dado que los amigos de Villa habían exigido una investigación, o bien porque Madero estuviera convencido de su inocencia y no se atreviera a ponerlo abiertamente en libertad.

Desde ese tiempo hasta que estalló el último levantamiento, Villa vivió en El Paso, Tejas, siendo de allí de donde salió, en abril de 1913, para conquistar Méjico con cuatro acompañantes, llevando tres caballos, dos libras de azúcar y café y una de sal.

El traidor general Huerta, responsable del asesinato de Francisco Madero. Este personaje terminó exiliado en Barcelona

Hay una anécdota relacionada con eso. No tenía dinero suficiente para comprar caballos ni sus amigos tampoco. Decidió enviar a dos de ellos a una pensión local de caballos de alquiler, donde sacaron algunos todos los días durante una semana. Pagaban siempre cuidadosamente el alquiler, de modo que cuando solicitaron ocho caballos, el propietario de la pensión no vaciló en confiar que se los devolverían. Seis meses después, cuando Villa entró victorioso en Juárez, a la cabeza de un ejército de cuatro mil hombres, su primer acto público fue remitir con un mensajero una cantidad doble de lo que importaban los caballos robados.

Reclutó a sus hombres en las montañas cerca de San Andrés. Era tan grande su popularidad, que en el término de un mes había levantado un ejército de tres mil soldados; en dos meses había arrojado a las guarniciones federales de todo el Estado de Chihuahua, obligándolas a refugiarse en la misma ciudad de este nombre; a los seis meses había tomado a Torreón; y en siete meses y medio había caído en su poder Ciudad Juárez, el ejército de Mercado había evacuado Chihuahua y el norte de México estaba casi liberado.

Un peón en política

Villa se proclamó gobernador militar del Estado de Chihuahua, comenzando el extraordinario experimento —extraordinario porque no sabía nada acerca de estos menesteres—de organizar con su propia cabeza un gobierno para 300.000 gentes.

Se ha dicho a menudo que Villa tuvo éxito porque disponía de consejeros educados. En realidad, estaba casi solo. Los consejeros que tenía pasaban la mayor parte de su tiempo dando respuesta a sus preguntas impacientes y haciendo lo que él les decía que hicieran. Yo acostumbraba ir algunas veces al Palacio del gobernador en la mañana temprano y esperarlo en su despacho. Silvestre Terrazas, secretario de gobierno, Sebastián Vargas, tesorero del Estado, y Manuel Chao, entonces interventor, llegaban como a las ocho, muy bulliciosos y atareados, con enormes legajos de informes, sugestiones y decretos que habían elaborado. Villa mismo se presentaba como a las ocho y media, se arrellanaba en una silla y les hacía leer en alta voz lo que había. A cada minuto intercalaba una observación, corrección o sugestión. De vez en cuando movía su dedo atrás y adelante y decía:

—No sirve.

Cuando todos habían terminado, comenzaba rápidamente y sin detenerse a delinear la política del Estado de Chihuahua: legislativa, hacendaria, judicial y aun educativa. Cuando llegaba a un punto en que no podía salir del paso, decía:

—¿Cómo hacen eso?

Y, entonces, después que le era explicado cuidadosamente el porqué, le parecía que la mayor parte de los actos y costumbres del Gobierno eran extraordinariamente innecesarios y enredosos. Un caso: proponían financiar la revolución emitiendo bonos del Estado que redituaran el 30 o 40 por ciento de interés. Villa manifestó:

—Entiendo que el Estado deba pagar algo al pueblo por el empleo de su dinero, pero ¿cómo puede ser justo que le sea devuelto éste triplicado o cuadruplicado?

No podía admitir que se adjudicaran grandes extensiones de tierra a los ricos y no a los pobres. Toda la compleja estructura de la civilización era nueva para él. Había que ser filósofo para explicar cualquier cosa a Villa: sus consejeros sólo eran hombres prácticos.

Francisco Arango, verdadero nombre de Pancho Villa, al poco de unirse a las fuerzas de Madero y ya con el grado de capitán.

Se presentaba el problema de las finanzas, que para Villa se planteaba de la siguiente manera. Se percató que no había moneda en circulación. Los agricultores y ganaderos que producían las carnes y vegetales ya no querían venir a los mercados ciudadanos porque nadie tenía dinero para hacer sus compras. La verdad era que aquellos que poseían plata o billetes de banco mejicanos los tenían enterrados. Chihuahua no era un centro industrial; las pocas fábricas que tenía estaban cerradas; no había nada que pudiera cambiarse por alimentos. De suerte que comenzó en seguida una paralización comercial y el hambre amenazaba a los habitantes de las ciudades. Recuerdo vagamente haber sabido de varios planes grandiosos para aliviar la situación, presentados por los consejeros de Villa, quien dijo:

—Bueno, si todo lo que se necesita es dinero, emitámoslo.

Así fue como se echaron a andar las prensas en los sótanos del palacio del gobernador e imprimieron dos millones de pesos en papel sólido, en los cuales aparecían las firmas de los funcionarios del gobierno, con el nombre de Villa impreso en medio de los billetes con grandes caracteres. La moneda falsa que inundó después a El Paso se distinguía de la legítima por el hecho de que los nombres de los funcionarios aparecían firmados y no estampados.

La primera emisión de moneda no tenía otra garantía que el nombre de Villa. Fue lanzada principalmente para reanimar al pequeño comercio interior del Estado, a fin de que la gente pobre pudiera adquirir víveres. Sin embargo, fue comprada inmediatamente por los bancos de El Paso a 18 y 19 centavos de dólar, porque Villa la garantizaba.

El no sabía nada, desde luego, de los manejos aceptados para poner su moneda en circulación. Empezó a pagar al ejército con ella. El día de Navidad convocó a los habitantes pobres de Chihuahua y les dio 15 pesos a cada uno inmediatamente. En seguida lanzó un pequeño decreto, ordenando la aceptación a la par de su moneda en todo el Estado. El sábado siguiente afluían todos a los mercados de Chihuahua y de otras ciudades, agricultores y compradores. Villa lanzó otra proclama fijando el precio de la carne de res a siete centavos la libra, la leche a cinco centavos el litro y el pan a cuatro centavos el grande. No hubo hambre en Chihuahua. Pero los grandes comerciantes, que habían abierto tímidamente sus tiendas por primera vez desde la entrada de Villa en Chihuahua, marcaron sus artículos con dos listas de precios: una para la moneda de plata y billetes de banco mejicanos, y la otra para la «moneda de Villa». Éste paró en seco la maniobra con otro decreto, ordenando una pena de sesenta días de cárcel para cualquiera que rechazara su moneda.

El vagón de los corresponsales de prensa que seguían a las tropas constitucionalistas en la batalla de Zacatecas, ciudad rendida por Villa, pese a los órdenes en contra de Carranza y entregada por el "Centauro del Norte" al carrancista Natera.

Pero ni así salían todavía la plata y el papel moneda de su escondite bajo tierra, y Villa los necesitaba para adquirir armas y efectos para su ejército. De modo que hizo la sencilla declaración pública de que, después del diez de febrero, sería considerada ilegal la circulación de la plata y papel moneda que se ocultaba, pudiendo cambiarse antes de esa fecha toda la que se deseara, por su propia moneda, a la par, en la Tesorería del Estado. Pero las grandes sumas en poder de los ricos siguieron ocultas. Los financieros dijeron que sólo se trataba de una baladronada, y se mantuvieron firmes. Pero hete aquí que el diez de febrero apareció un decreto, fijado en todas las paredes de la ciudad de Chihuahua, anunciando que a partir de esa fecha toda la plata acuñada y los billetes de banco mejicanos serían moneda falsa y no podrían ser cambiados por la moneda de Villa en la Tesorería. Además, cualquiera que tratara de hacerlo circular quedaría sujeto a sesenta días de prisión en la penitenciaría. Se levantó un griterío clamoroso, no sólo de los capitalistas, sino también de los astutos avaros de poblados distantes.

Como dos semanas después de la emisión de este decreto, yo estaba almorzando con Villa en la casa que le había confiscado a Manuel Gameros y que usaba como su residencia oficial. Llegó una delegación de peones con huaraches, de un pueblo en la Sierra Tahumara, para protestar contra el decreto.

—Pero, mi general —decía el que llevaba la voz—, nosotros no sabíamos nada del decreto y usábamos los billetes y la plata en nuestro pueblo. Ignorábamos lo de su moneda, no supimos...

—¿Ustedes tienen mucho dinero? —interrumpió Villa de pronto.

—Sí, mi general.

—¿Tres, cuatro o cinco mil tal vez?

—Más que eso, mi general.

—¡Señores! —Villa los miró furtiva y ferozmente—, veinticuatro horas después de la emisión de mi moneda llegaron muestras de ella a su pueblo. Pero ustedes creyeron que mi Gobierno no duraría. Hicieron hoyos debajo de sus casas y enterraron allí su plata y billetes de banco. Ustedes supieron de mi primera proclama un día después de que ésta se fijó en las calles de Chihuahua, pero no le hicieron caso. Ustedes también supieron el decreto declarando falsos la plata y los billetes ocultos, tan pronto como éste fue lanzado. Creyeron que siempre habría tiempo para cambiar, si era necesario. Pero ahora les entró miedo y ustedes tres, que tienen más dinero que nadie en aquel lugar, montaron en sus mulas y llegaron hasta aquí. Señores, su dinero es moneda falsa. ¡Ustedes son hombres pobres!

—Válgame Dios —y se echó a llorar el más viejo de los tres, que sudaban copiosamente.

—¡Pero si estamos arruinados, mi general! Lo juro ante usted; nosotros no sabíamos; hubiéramos aceptado. ¡No hay alimentos en el pueblo!

El general en jefe meditó por un momento.

—Les daré otra oportunidad —dijo—, no lo haré por ustedes, sino por la gente pobre del pueblo que no puede comprar nada. El miércoles próximo al mediodía, traen todo su dinero, hasta el último centavo, a la Tesorería; entonces veré lo que puede hacerse.

La noticia corrió de boca en boca, llegando hasta los sudorosos financieros que, sombrero en mano, esperaban en el salón; y el miércoles, mucho antes del mediodía, no se podía pasar la puerta de la Tesorería, obstruida por la curiosa muchedumbre allí congregada.

La gran pasión de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y las escuelas resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas fueron una obsesión para él. Con frecuencia se le oía decir:

—Cuando pasé esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de niños. Pongamos allí una escuela.

Chihuahua tiene una población menor de 40.000 gentes. En diversas ocasiones, Villa estableció más de cincuenta escuelas allí. El gran sueño de su vida era enviar a su hijo a una escuela de los Estados Unidos. Tuvo que abandonar la idea por no tener dinero suficiente para pagar el medio año de enseñanza al abrir se los cursos en febrero.

Más tardó en tomar posesión del gobierno de Chihuahua que en poner a trabajar a sus tropas en la planta eléctrica, en la de tranvías, de teléfonos, la del agua y en el molino de harina de trigo de los Terrazas. Puso soldados como delegados administradores de las grandes haciendas que había confiscado. Manejaba el matadero con soldados, vendiendo la carne de las reses de los Terrazas al pueblo, para el gobierno. A mil de ellos los comisionó como policía civil en las calles de la ciudad, prohibiendo bajo pena de muerte los robos o la venta de licor el Ejército. Soldado que se embriagaba era fusilado. Aun trató de manejar la cervecería con soldados, pero fracasó porque no pudo encontrar un experto en malta.

—Lo único que debe hacerse con los soldados en tiempo de paz —decía Villa— es ponerlos a trabajar. Un soldado ocioso siempre está pensando en la guerra.

En cuanto a los enemigos políticos de la revolución era tan sencillo como justo, así como efectivo. Dos horas después que entró al palacio del gobernador, vinieron en grupo los cónsules extranjeros a pedirle protección para los doscientos soldados federales que habían quedado como fuerza policíaca a solicitud de los extranjeros. Antes de contestarles, Villa preguntó rápidamente:

—¿Quién es el cónsul español?

Scobell, el vicecónsul inglés, dijo:

—Yo represento a los españoles.

—¡Muy bien! —saltó Villa—. Dígales que hagan sus maletas. Cualquier español que sea detenido dentro de los límites del Estado después de cinco días será llevado a la pared más cercana por un pelotón de ejecución.

Los cónsules hicieron un gesto de horror. Scobell empezó a protestar violentamente, pero Villa lo hizo callar.

—Esto no es una determinación inesperada de mi parte —dijo—. He estado pensando en ella desde 1910. Los españoles deben irse.

El cónsul norteamericano, Letcher, dijo:

—General, no discuto sus motivos, pero creo que está usted cometiendo un grave error político al expulsar a los españoles. El Gobierno de Washington vacilará mucho tiempo antes de ser amigo de un bando que hace uso de tan bárbaras medidas.

—Señor cónsul —contestó Villa—, nosotros los mejicanos hemos tenido trescientos años de experiencia con los españoles. No han cambiado en carácter desde los conquistadores. No les pedimos que mezclaran su sangre con la nuestra. Los hemos arrojado dos veces de Méjico y permitido volver con los mismos derechos que los mejicanos; y han usado esos derechos para robarnos nuestra tierra, para hacer esclavo al pueblo y para tomar las armas contra la libertad. Apoyaron a Porfirio Díaz. Fueron perniciosamente activos en política. Fueron los españoles los que fraguaron el complot para llevar a Huerta al Palacio Nacional. Cuando Madero fue asesinado, los españoles celebraron banquetes jubilosos en todos los Estados de la República. Considero que somos muy generosos.

Scobell insistió con vehemencia, diciendo que cinco días era un plazo demasiado corto, que él no podría comunicarse posiblemente con todos los españoles del Estado durante ese término; entonces Villa lo extendió a diez días.

A los mejicanos ricos que habían oprimido al pueblo y que se habían opuesto a la revolución los expulsó del Estado y les confiscó rápidamente sus vastas propiedades. De una plumada pasaron a ser propiedad del Gobierno constitucionalista cerca de siete millones de hectáreas e innumerables empresas comerciales de la familia Terrazas, así como las inmensas posesiones de los Creel y los magníficos palacios que habitaban en la ciudad. Sin embargo, al recordar cómo los Terrazas, desde el destierro, habían financiado la rebelión de Orozco, dio a don Luis Terrazas, jr., su propia casa como cárcel en Chihuahua. Algunos enemigos políticos, particularmente odiados, fueron ejecutados prontamente en la penitenciaría. La revolución posee un libro negro en el que están consignados los nombres, los delitos y las propiedades de aquellos que han oprimido y robado al pueblo.

No se atreve a molestar a los alemanes, quienes han sido especialmente activos en política, a los ingleses y a los norteamericanos. Sus páginas en el libro negro serán abiertas cuando se establezca el Gobierno constitucionalista en la ciudad de Méjico; allá también le ajustará las cuentas del pueblo mexicano a la Iglesia Católica.

Villa y Zapata en el palacio presidencial.

Villa supo que estaban escondidas en alguna parte de Chihuahua las reservas del Banco Minero, que montaban a unos quinientos mil pesos en oro. Uno de los directores del Banco era don Luis Terrazas, quien al negarse a revelar el sitio donde se ocultaba el dinero, fue sacado una noche de su casa por Villa y un pelotón de soldados, que lo montaron en una mula y lo condujeron al desierto, colgándolo de un árbol. Lo descolgaron apenas a tiempo de salvarle la vida y para que guiara a Villa a una antigua fragua en la fundición de los Terrazas, bajo la cual fue descubierta la reserva de oro del Banco Minero. Terrazas volvió a su prisión muy enfermo. Villa envió un aviso a su padre en El Paso, proponiéndole libertar a su hijo a cambio de pago, como rescate de los 500.000 pesos.

El lado humano

Villa tiene dos mujeres, una paciente, sencilla mujer que lo ha acompañado durante sus largos años de proscrito, la que reside en El Paso; la otra, una joven delgada, como una gata, que es la señora de su casa en Chihuahua. Villa no hace un misterio de ello, aunque últimamente los mejicanos educados, formalistas, que se han reunido a su alrededor cada vez en mayor número, han tratado de ocultar los hechos. Entre los peones no sólo no es extraño, sino lo acostumbrado, el tener más de una compañera.

Se ha esparcido un gran número de historias sobre las violaciones de mujeres por Villa. Le pregunté si eran verídicas. Tiró de su bigote y se me quedó mirando fijamente largo rato con una expresión inescrutable.

—Nunca me he molestado en desmentir esas consejas—, dijo.

—También dicen que soy un bandido. Bien; usted conoce mi historia. Dígame: ¿ha conocido usted alguna vez a un esposo, padre o hermano de una mujer que yo haya violado? —hizo una pausa y agregó—: ¿O siquiera un testigo?

Fascina observarlo descubrir nuevas ideas. Hay que tener presente que ignora en absoluto las dificultades, confusiones y reajustes de la civilización moderna.

—El socialismo, ¿es alguna cosa posible? Yo sólo lo veo en los libros, y no leo mucho.

En una ocasión le pregunté si las mujeres votarían en la nueva república. Estaba extendido sobre su cama, con el saco sin abotonar:

—iCómol, yo no lo creo así —contestó, alarmado, levantándose rápidamente—. ¿Qué quiere usted decir con votar? ¿Significa ello elegir un gobierno y hacer leyes?

Le respondí que sí y que las  mujeres ya lo hacían en los Estados Unidos.

—Bueno —dijo, rascándose la cabeza—. Si lo hacen allá, no veo por qué no deban hacerlo aquí.

La idea pareció divertirle enormemente. Le daba vueltas y más vueltas en su mente, me miraba y se alejaba nuevamente.

—Puede ser que sea como usted dice —y agregó—: pero nunca había pensado en ello. Las mujeres, creo, deben ser protegidas, amadas. No tienen una mentalidad resuelta. No pueden juzgar nada por su justicia o sinrazón. Son muy compasivas y sensibles. Por ejemplo —añadió—, una mujer no daría la orden para ejecutar a un traidor.

—No estoy muy seguro de eso, mi general —le contesté—. Las mujeres pueden ser más crueles y duras que los hombres.

Me miró fijamente atusándose el bigote. Y después comenzó a reírse. Miró despacio hacia donde su mujer ponía la mesa para almorzar.

—Oiga —exclamó—, venga acá. Escuche. Anoche sorprendí a tres traidores cruzando el río para volar la vía del ferrocarril. ¿Qué haré con ellos? ¿Los fusilaré o no?

Toda turbada, ella tomó su mano y la besó.

—Oh, yo no sé nada acerca de eso —dio ella—. Tú sabes mejor.

—No —dijo Villa—. Lo dejo completamente a tu juicio. Esos hombres trataban de cortar nuestras comunicaciones entre Juárez y Chihuahua. Eran traidores, federales. ¿Qué haré? ¿Los debo fusilar o no?

—Oh, bueno, fusílalos —contestó la señora Villa.

Villa rió entre dientes, complacido.

—Hay algo de cierto en lo que usted dice —hizo notar. Y durante varios días después acosó a la cocinera y a las camareras preguntándoles a quién querrían para presidente de Méjico.

Nunca perdía una corrida de toros. Todas las tardes, a las cuatro, se le encontraba en la gallera, donde hacía pelear a sus propios gallos con la entusiasta alegría de un muchacho. En la noche jugaba al faro en alguna casa de juego. En ocasiones, ya avanzada la mañana, mandaba buscar con un correo rápido a Luis León, el torero; llamaba personalmente por teléfono al matadero, preguntando si tenían algunos toros bravos en el corral. Casi siempre los tenían y, entonces corríamos a caballo , por las calles, como más de medio kilómetro, hasta los grandes corrales de adobe. Veinte vaqueros separaban al toro de la manada, lo derribaban y ataban para recortarle los cuernos. Entonces Villa, Luis León y todos los que querían tomaban las capas rojas profesionales del toreo y bajaban a la arena.

Luis León, con la cautela del conocedor; Villa, tan porfiado y tosco como el toro, nada ligero con los pies, pero rápido como -un animal con el cuerpo y los brazos. Villa se iba directamente hasta el animal que piafaba enfurecido, y lo golpeaba, atrevido, en la cara, con la capa doble y así, por media hora, practicaba el deporte más grande que jamás he visto. Algunas veces, los cuernos recortados del toro alcanzaban a Villa en las asentaderas de sus pantalones y lo lanzaban a través del coso; entonces se revolvía y cogía al animal por los cuernos y luchaba con él, bañado de sudor el rostro, hasta que cinco o seis compañeros se colgaban de la cola del toro y lo arrastraban bramando y levantando una gran polvareda.

Villa nunca bebe ni fuma, pero a bailar le gana al más enamorado galán en Méjico. Cuando se dio al ejército la orden de avanzar sobre Torreón, Villa hizo un alto en Camargo para apadrinar la boda de uno de sus viejos compadres. Bailó continuamente, sin parar, dijeron, toda la noche del lunes, todo el día martes y la noche, llegando al frente el miércoles en la mañana con los ojos enrojecidos y un aire de extrema languidez.

Uno de los trenes blindados de Villa

Los funerales de Abraham González

El hecho de que Villa deteste las ceremonias pomposas, inútiles, hace más impresionante su presencia en los actos públicos. Tiene el don de expresar fielmente el sentir de la gran masa popular. En febrero, exactamente un año después de que fuera asesinado Abraham González por los federales en el Cañón de Bachimba, ordenó Villa grandes honras fúnebres, que debían celebrarse en la ciudad de Chihuahua. Salieron en la mañana temprano dos trenes, llevando a los oficiales del ejército y a los cónsules y representantes de las colonias extranjeras, para traer el cuerpo del extinto gobernador, que yacía en su tumba en el desierto, bajo una rústica cruz de madera. Villa ordenó al mayor Fierro, superintendente de ferrocarriles, que tuviera listos los trenes, pero Fierro se emborrachó y olvidó todo; cuando Villa y su rutilante estado mayor llegaron la mañana siguiente, a la estación ferroviaria, el tren ordinario de pasajeros a Juárez apenas iba saliendo y no había otro equipo disponible. El mismo Villa saltó a la locomotora, que ya estaba en movimiento, y obligó al maquinista a volver con el tren a la estación. En seguida recorrió todo el convoy ordenando a los pasajeros que se bajaran, y lo desvió en dirección a Bachimba. No bien había salido de los ferrocarriles convocó a Fierro y lo destituyó como superintendente de los ferrocarriles, nombrando a Calzada en su lugar. Ordenó a este último volver inmediatamente a Chihuahua para preparar un informe completo acerca del manejo de los ferrocarriles, a fin de que estuviera listo para cuando él regresara.

En Bachimba, Villa estuvo de pie, silencioso, al lado de la tumba, mientras le corrían lágrimas por sus mejillas.

González había sido íntimo amigo suyo. Diez mil personas soportaban el calor y el polvo de Chihuahua en la estación del ferrocarril cuando llegó el tren funerario; el doliente cortejo desfiló por las calles estrechas, marchando atrás el Ejército, a la cabeza del cual caminaba Villa al lado del féretro. Lo esperaba su automóvil, pero rehusó tomarlo, enojado, caminando dificultosa y obstinadamente entre la polvareda de las calles con los ojos clavados en el suelo.

Aquella noche hubo una velada en el Teatro de los Héroes: una sala inmensa, abarrotada de peones sensibles, con sus mujeres. Los palcos lucían esplendentes con los oficiales vestidos de gala, y apretados detrás de ellos y en los cinco pisos altos, los pobres andrajosos. Debe decirse que la velada es una institución netamente mexicana. Primero, un discurso, seguido por una recitación acompañada con música de piano; después, otro discurso, que precede a un coro patriótico, cantado con voces chillonas por un grupo de niñas torpes, indígenas, de las escuelas públicas; otro discurso; un solo de soprano del «Trovador» por la esposa de algún funcionario del gobierno; otro discurso más y, así, por cinco horas cuando menos. Siempre que se trata de un funeral importante, de un día de fiesta nacional, del aniversario de un presidente o, de hecho, en cualquier ocasión de alguna importancia, debe celebrarse una velada. Es la forma honorífica y convencional de conmemorar cualquier fasto. Villa se sentó en el palco de la izquierda del foro, desde donde dirigía con un timbre el desarrollo del acto. El foro aparecía brillantemente fúnebre, revestido de lanilla negra, grandes ramos de flores artificiales, retratos malísimos, al pastel, de Madero, Pino Suárez y del difunto gobernador, así como focos eléctricos de colores verde, blanco y rojo. Al píe de todo ello había una sencilla caja negra de madera, muy pequeña, que contenía los restos de Abraham González.

La velada se desarrolló en una forma ordenada, fatigosa, como por dos horas. Los oradores locales, trémulos de miedo, iban al foro y prodigaban la acostumbrada y excesiva oratoria castellana. Unas niñas, que se atropellaban entre sí, asesinaron el «Adiós» de Tosca. Villa, con los ojos fijos en aquella caja de madera, no se movía ni hablaba. En el momento oportuno tocó mecánicamente la campanilla, pero poco después ya no soportó más el cansancio. Un mexicano gordo, enorme, iba por la mitad de la ejecución del «Largo», de Haendel, en el piano, cuando Villa se levantó. Puso los pies en la barandilla del palco y saltó al foro, se arrodilló y tomó la urna en sus brazos. El «Largo» de Haendel se fue extinguiendo. Un asombro silencioso paralizó al auditorio. Sosteniendo la caja negra en sus brazos, tal como lo haría una madre con su niño, sin mirar a nadie, Villa empezó a bajar los escalones del foro y subió al pasillo. La concurrencia se levantó instintivamente. A medida que iba pasando por las puertas que se abrían ante él, lo iban siguiendo silenciosos los demás. Caminaba a grandes pasos, arrastrando su espada por el suelo, entre las filas de los soldados que esperaban. Cruzó la oscura plaza hasta el Palacio del Gobernador y, ya allí, colocó con sus propias manos la urna mortuoria sobre la mesa cubierta de flores que la esperaba en el Salón de Audiencias. Se había establecido que hicieran la guardia cuatro generales cada turno de dos horas. Las velas arrojaban en derredor una luz opaca sobre la mesa y el piso; el resto del salón estaba en tinieblas. Una masa compacta apiñada en la puerta respiraba silenciosa. Villa se despojó de la espada y la tiró ruidasomente a un rincón. Tomó su rifle de la mesa y se dispuso a hacer la primera guardia.

Venustiano Carranza, sucesor de Madero y presidente de la República en 1917, al que Villa guardaba extrema fidelidad. Este moderado y venerable burgués, fue asesinado, como su antecesor Madero, en 1920.

Villa y Carranza

Les parece increíble, a los que no lo conocen, que esta figura notable, que en tres años ha surgido de la oscuridad a la posición más destacada en Méjico, no aspire a la presidencia de la República. Esa actitud está en perfecto acuerdo con la sencillez de su carácter. Cuando se le interroga sobre el particular, contesta siempre con toda claridad. Nada de sofismas sobre si puede o no ser presidente de Méjico. Ha dicho:

—Soy un guerrero, no un hombre de Estado. No soy lo bastante educado para ser presidente. Apenas aprendí a leer y escribir hace dos años. ¿Cómo podría yo, que nunca fui a la escuela, esperar poder hablar con los embajadores extranjeros y con los caballeros cultos del Congreso? Sería una desgracia para México que un hombre inculto fuera su presidente. Hay una cosa que yo no haré: es la de aceptar un puesto para el que no estoy capacitado. Existe una sola orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer si. me la diera: la de ser presidente o gobernador.

Hube de interrogarle sobre esta cuestión, por mandato de mi periódico, cinco o seis veces. Al fin, se exaltó:

—Ya le he dicho a usted muchas veces —me dijo— que no hay ninguna posibilidad de que yo sea presidente de Méjico. ¿Tratan los periódicos de crear dificultades entre mi jefe y yo? Esta es la última vez que contesto a esta cuestión. Al próximo corresponsal que me haga esa pregunta haré que lo azoten y lo envíen a la frontera.

Mucho después acostumbraba decir —refiriéndose a mí, refunfuñando jocosamente—, como al «chatito» que siempre le preguntaba si quería ser presidente de Méjico. La idea pareció divertirlo. Siempre que yo iba a verlo después de aquello, decía, al finalizar nuestra plática.

—Bueno, ¿no me va a preguntar ahora si quiero ser presidente de Méjico?

Nunca aludía a Carranza sino como «mi jefe» y obedecía sin reservas la más pequeña, indicación del «primer jefe de la revolución». Su lealtad a Carranza era perfectamente obstinada. Parecía ,creer que se reunían en Carranza todos los ideales de la revolución. Ello, a pesar del hecho, que muchos de sus consejeros trataron de hacerle ver, de que Carranza era esencialmente un aristócrata y un reformista, y de que el pueblo luchaba por algo más que reformas.

El programa político de Carranza, delineado en el Plan de Guadalupe, elude cuidadosamente cualquier promesa para resolver la cuestión de la tierra, con excepción de un vago respaldo al Plan de San Luis de Potosí, de Madero; y es evidente que se propone no apoyar ninguna restitución radical de la tierra al pueblo hasta que sea presidente interino y, después, proceder muy cautelosamente. Entre tanto, parece haber dejado esta cuestión a juicio de Villa, así como otros detalles para conducir la revolución en el norte. Pero Villa, que es un peón que piensa como tal, más que razonar conscientemente para concluir que la verdadera causa de la revolución tiene como origen el problema de la tierra ha obrado con prontitud característica y sin rodeos. Tan pronto como hubo terminado los detalles del gobierno del Estado de Chihuahua y nombrado a Chao su gobernador provisional lanzó un decreto concediendo 25 hectáreas de las tierras confiscadas a cada ciudadano varón en el Estado, declarando a dichas tierras inalienables por cualquier causa durante un período de diez años. Lo mismo sucedió en el Estado de Durango, y como no hay guarniciones federales en los otros Estados, seguirá el mismo procedimiento.

Villa y su mujer legal, Luz Corral

Las leyes de la guerra

Villa tuvo que inventar en el campo de batalla, también, un método completamente original para luchar, ya que nunca había tenido oportunidad de aprender algo sobre la estrategia militar formalmente aceptada. Por ello es, sin duda, el más grande de los jefes que ha tenido Méjico. Su sistema de pelear es asombrosamente parecido al de Napoleón. Sigilo, rapidez de movimientos, adaptación de sus planes al carácter del terreno y de sus soldados, establecimiento de relaciones estrechas con los soldados rasos, creación entre el enemigo de una supersticiosa creencia en la invencibilidad de su ejército y en que la misma vida de Villa tiene una especie de talismán que lo hace inmortal: éstas son las características salientes. No sabía nada de los patrones europeos en vigencia sobre estrategia o disciplina. Una de las debilidades del ejército federal es que sus oficiales están completamente impregnados de la teoría militar tradicional. El soldado mejicano está, todavía, mentalmente, a fines del siglo dieciocho. Es, sobre todo, un guerrillero, suelto, individual. El papeleo sencillamente paraliza su acción. Cuando el ejército de Villa entra al combate, no se preocupa de saludos, respeto inflexible para los oficiales, cálculos trigonométricos sobre la trayectoria de los proyectiles, teorías sobre el por ciento de blancos con mil disparos por el fuego de un rifle, de las funciones de la caballería, infantería o la artillería en cualquier posición particular, o de la obediencia ciega al conocimiento inasequible de sus superiores. Esto me recuerda a uno de los desastrados ejércitos republicanos que Napoleón condujo a Italia. Es probable que Villa no sepa gran cosa de estas cuestiones; pero sí sabe que los guerrilleros no pueden llevarse a ciegas, en pelotones y en formación perfecta al campo de batalla; porque los hombres que pelean individualmente, por su libre y espontánea voluntad, son más valientes que las grandes masas que, acicateadas por los planazos de las espadas de los oficiales, disparan en las trincheras. Y cuando la pelea es más encarnizada, cuando una avalancha de hombres morenos invaden intrépidos, con rifles y bombas de mano, las calles barridas por las balas de una ciudad tomada por asalto, Villa está entre ellos, igual que cualquier simple soldado.

Hasta hoy, los ejércitos de Méjico siempre han llevado con ellos a centenares de mujeres y niños de los soldados; Villa fue el primero en pensar y llevar a cabo las marchas relámpago de las caballerías, dejando a las mujeres atrás. Hasta la época presente, ningún ejército mejicano había abandonado su base jamás; siempre se pegaban al ferrocarril y a los trenes de aprovisionamiento. Pero Villa sembró el terror entre el enemigo dejando sus trenes y lanzando todos sus efectivos armados al combate, como lo hizo en Gómez Palacio. Fue el inventor en México de la más desmoralizadora forma de combate: el ataque nocturno. Cuando se retiró con todo su ejército en vista del avance de Orozco desde la ciudad de México, después de la caída de Torreón el pasado mes de septiembre, atacó durante cinco días consecutivos a Chihuahua sin éxito; pero fue un golpe terrible para el general de los federales, al levantarse una mañana, el saber que al abrigo de la noche Villa se había escurrido en torno de la ciudad, capturando un tren de carga en Terrazas y cayendo con todo su ejército sobre la relativamente indefensa Ciudad Juárez. ¡No fue un paseo militar! Villa se encontró con que no disponía de bastantes trenes para transportar a todos sus soldados, aun cuando había tendido una emboscada y capturado un tren de tropas federales en Ciudad Juárez. De modo que enviado al sur por el general Castro, comandante federal, telegrafió a dicho general, firmando con el nombre del coronel que mandaba las tropas del tren lo siguiente:

«Locomotora descompuesta en Moctezuma. Envíe otra y cinco carros.»

Castro, sin sospechar, despachó inmediatamente otro tren.

Villa le telegrafió entonces: «Alambres cortados entre Chihuahua y este lugar. Se aproximan grandes núcleos de fuerzas rebeldes por el sur. ¿Qué debo hacer?»

Castro contestó: «Vuélvase inmediatamente.»

Villa obedeció, telegrafiando alegremente desde cada estación que pasaba. El general federal fue informado del viaje hasta como una hora antes de la llegada, que esperó sin avisar siquiera a su guarnición. De tal suerte que, fuera de una pequeña matanza, Villa tomó a Ciudad Juárez casi sin disparar un tiro. Y estando la frontera tan cerca, se las arregló de modo que pasó de contrabando bastante parque y armas para equipar a sus fuerzas casi desarmadas, saliendo una semana después a perseguir las fuerzas federales a las que alcanzó en Tierra Blanca, derrotándolas y haciéndoles una gran mortandad.

El general Hugo L. Scott, que mandaba las fuerzas norteamericanas en Fort Bliss, remitió a Villa un folletito con las «Reglas de la Guerra» adoptadas por la Conferencia de La Haya. Pasó varias horas escudriñándolo. Le interesó y divirtió grandemente, expresando:

—¿Qué es esta Conferencia de La Haya? ¿Había allí algún representante de Méjico? ¿Estaba alguien representando a los constitucionalistas? Me parece una cosa graciosa hacer reglas sobre la guerra. No se trata de un juego. ¿Cuál es la diferencia entre una guerra civilizada y cualquier otra clase de guerra? Si usted y yo tenemos un pleito en una cantina, no vamos a ponernos a sacar un librito de los bolsillos para leer lo que dicen las reglas. Dice aquí que no deben usarse balas de plomo; no veo por qué no. Hacen lo mismo que las otras.
Por largo tiempo después anduvo haciendo a sus acompañantes y a sus oficiales preguntas como éstas:

—Si un ejército invasor toma una ciudad al enemigo ¿qué debe hacerse con las mujeres y los niños?

Hasta donde se puede ver, las «Reglas de la Guerra» no tuvieron éxito en cambiar los métodos originales de Villa para la lucha. Ejecutaba a los colorados siempre que los capturaba, porque decía: «Son peones como los revolucionarios y ningún peón debe estar contra la causa de la libertad, a menos que sea un malvado.» A los oficiales federales también los mataba porque, explicaba: «Son hombres educados y debían saber lo que hacen.»

Pero a los simples soldados federales los ponía en libertad porque eran forzados y, además, creían que luchaban por la Patria. No se registra un caso en que haya matado injustificadamente a un hombre. Cualquiera que lo hiciera era fusilado en el acto, con excepción de Fierro.

A éste, que había asesinado a Benton, le llamaban «El Carnicero» en todo el Ejército. Era un grande, hermoso animal, el mejor y más cruel jinete y hombre de pelea quizá, en todas las fuerzas revolucionarias. En su desenfrenada sed de sangre, Fierro llegó a matar a cien prisioneros con su revólver, deteniéndose únicamente para cargarlo nuevamente. Mataba por el mero placer de hacerlo. Durante dos semanas que estuve en Chihuahua, Fierro mató a quince ciudadanos inofensivos, a sangre fría. Pero siempre hubo una curiosa relación entre él y Villa. Era el mejor amigo de éste; y Villa lo quería como si fuera su hijo y siempre lo perdonaba.

Pero Villa, que nunca había oído hablar de las «Reglas de la Guerra», llevaba en su ejército el único hospital de campaña de alguna efectividad, como no lo había llevado nunca ningún ejército mejicano. Consistía en cuarenta carros-caja, esmaltados por dentro, equipados con mesas para operaciones y todo el instrumental quirúrgico más moderno, manejados por más de sesenta doctores y enfermeras. Durante los combates, todos los días corrían trenes rápidos llenos de heridos graves, del frente a los hospitales de base en Parral, Jiménez y Chihuahua. Se hacía cargo de los federales, para su atención, con el mismo cuidado que para sus propios hombres. Delante de su tren de aprovisionamiento iba otro tren, conduciendo dos mil sacos de harina, también café, maíz, azúcar y cigarrillos, para alimentar a toda la población famélica del campo, en las cercanías de las ciudades de Durango y Torreón.

Los soldados lo idolatraban por su valentía, por su sencillo y brusco buen humor. Lo he visto 'con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre, contándose chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el suelo, en las mesas o las sillas. Cuando el ejército tomaba o abandonaba un tren, Villa estaba presente, con un traje sucio y viejo, sin cuello, pateando a las mulas en la barriga y empujando a los caballos para dentro o fuera de los carros de ganado. Cuando tenía sed, le arrebatada su cantimplora a un soldado y bebía de ella, a pesar de las indignadas protestas del poseedor; después le decía:

—Ve al río y di que Pancho Villa dice que te la debe llenar.

El sueño de Pancho Villa

No deja de ser interesante conocer el apasionado ensueño, la quimera que anima a este luchador ignorante «que no tiene bastante educación para ser presidente de México». Me lo dijo una vez con estas palabras:

«Cuando se establezca la nueva República, no habrá más ejército en Méjico. Los ejércitos son los más grandes apoyos de la tiranía. No puede haber dictador sin su ejército. Pondremos a trabajar al ejército. Serán establecidas en toda la República colonias militares, formadas por veteranos de la revolución. El Estado les dará posesión de tierras agrícolas y creará grandes empresas industriales para darles trabajo. Laborarán tres días de la semana y lo harán duro, porque el trabajo honrado es más importante que el pelear y sólo el trabajo así produce buenos cuidados. En los otros días recibirán instrucción militar, la que, a su vez, impartirán a todo el pueblo para enseñarlo a pelear. Entonces, cuando la Patria sea invadida, únicamente con tomar el teléfono desde el Palacio Nacional en la ciudad de México, en medio día se levantará todo el pueblo mejicano de sus campos y fábricas, bien armado, equipado y organizado para defender a sus hijos y a sus hogares. Mi ambición es vivir mi vida en una de esas colonias militares, entre mis compañeros a quienes quiero, que han sufrido tanto y tan hondo conmigo. Creo que desearía que el Gobierno estableciera una fábrica para curtir cueros, donde hacer buenas sillas y frenos, porque sé cómo hacerlos; el resto del tiempo desearía trabajar en mi pequeña granja, criando ganado y sembrando maíz. Sería magnífico ayudar a hacer de Méjico un lugar feliz».

J.R.