S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
|||||||||||
|
|||||||||||
Memoria | Introducción | Carteles | Fuerzas | Personajes | Imágenes | Bibliografía | Relatos | Victimas | Textos | Prensa | Colaboraciones |
Testimonios y textos recuperados por su interés. |
Enlaces |
Historia y Vida. Número 15 julio 1979 EPISODIOS NACIONALES CONTEMPORANEOSDEFENSA Y MARTIRIO MONTE ARRUITRicardo Fernández de la Reguera y Susana March
EL día 28 de julio de 1921, el general Navarro —que vivaqueaba en Tistutin con los restos de la aniquilada columna de Annual— recibió una orden de Berenguer (1) , que le fue transmitida por heliógrafo desde Monte Arruit, para que continuase su retirada hasta esta posición. El general Navarro evacuó Tistutin durante la noche del 28 de julio, hostigado por los moros, que presionaban furiosamente su retaguardia. El acoso del enemigo se encarnizó al hacerse de día. Navarro perdió casi la tercera parte de sus efectivos en este último tramo de la retirada. «Dónde está el general?» Al amanecer arreció mucho el tiroteo. La columna se desorganiza y se fragmenta, abriendo intervalos excesivos, muy peligrosos, entre los diversos contingentes. Las guerrillas de flanqueo no pueden resistir la presión enemiga y son arrojadas sobre el centro de la columna aumentando la confusión. En la retaguardia, bajo las órdenes del capitán Arenas, los oficiales llevan a la tropa «de la mano». El enemigo se abalanza con indómita fiereza. Lo baten con descargas cerradas. Los rifeños retroceden encrespados de heridas y gemidos. Vuelven a embestir. Las tropas de la Policía que hasta el momento han secundado eficazmente a los españoles, desertan de pronto y se revuelven contra sus antiguos compañeros. La harca aprovecha esta favorable coyuntura para acentuar la presión. El capitán Arenas y sus hombres van a ser arrollados. Luchan en medio del tumulto de enemigos que los rodea. Pero no ceden. Pagan un cruel tributo a su heroicidad. Los Policías desertores se arrojan sobre los heridos que caen y los degüellan. El capitán que los mandaba, parte al galope de su caballo. Vuela en busca de socorro. Las restantes fuerzas de la, columna se debaten, sin embargo, en el incontenible zarandeo del pánico. El desorden agolpa, esparce y mezcla a los soldados. El teniente Gómez López y el capitán Blanco van de una parte a otra, aturdidos, buscando sus baterías. Nadie sabe nada. Preguntan por el general: «Dónde está el general?» Y nadie responde. El capitán de la Policía llega. Se mete entre el tumulto y grita descompuesto. —¿Detenerse! ¡Hay que detenerse! ¡Los Policías sublevados atacan nuestra retaguardia y rematan a los heridos! ¡Detenerse! ¡Hay que enviar tropas en su auxilio! Algunos confunden al capitán con el jefe de la columna. «Es el general Navarro», dicen, pero nadie obedece. Gómez López torna a presenciar un espectáculo que le repugna. No sólo escapan cobardemente los soldados, escapan también algunos oficiales. —¡Cobardes! —brama Gómez López—. ¡Cobardes! Uno de los oficiales le mira, al parecer, abochornado. —¡Es que estoy herido! —se justifica con voz plañidera. Gómez López le deja montar a la grupa de su caballo. El otro se inclina sobre él. —¡Huyamos! —le dice—. ¡Escapémonos de aquí! ¡En una hora estaremos a salvo en Melilla! Gómez López se revuelve con rabiosa ferocidad. —¡Tú no estás herido! ¡Mientes, canalla! —y lo arroja al suelo de un empujón. Van acercándose a Monte Arruit. Desde la casa de un colono, muy próxima al camino y cuyas puertas son de hierro, les hacen los indígenas un fuego aniquilador. Se manda emplazar los tres cañones de la batería ligera para batirlos. La, operación se alarga con desesperante y fatal lentitud, por causa de los cierres, que han sido quitados durante la marcha nocturna. El pánico crece y se desata en un acceso de enajenación colectiva. La masa huye hacia Monte Arruit atropellándolo todo a su paso. Hombres y animales se mezclan, chocan, embisten ciegos. Varios oficiales tratan de contener la avalancha. Los atropellan, los derriban y algunos caen muertos por los tiros de sus propios soldados. Un fuego devastador Los moros han cerrado las calles en el poblado de Monte Arruit. Todas las casas están comunicadas entre sí y aspilleradas. Un fuego devastador se abate sobre el confuso tropel. Hombres y bestias caen y se agitan en convulso montón. Sobre la retaguardia ha pasado la muerte con su vendaval. La muerte está allí. Desordena, destroza y hiere. El teniente Fernández ha muerto. Los restantes oficiales —Arenas, Gutiérrez Calderón, Albert y Sanchiz— están heridos. Los soldados dejan un rastro sangriento de hombres caídos, pero siguen disparando «a la voz». El capitán Arenas y los demás oficiales gritan y los enardecen: —¡Fuego! ¡Fuego, valientes! ¡Viva España! El capitán empuña una carabina. Dispara arrojándose contra el enemigo con una fiereza de león. Fusila a un moro que se abalanza sobre él. Y grita arengando a su tropa. Los soldados acometen hasta que suena, anonadante, aquella voz: —¡Se nos acaban las municiones, mi capitán! Unos hombres parten a la carrera. Consiguen traer una caja y el combate continúa. Todos saben, sin embargo, que están perdidos, que los cartuchos se terminarán en pocos instantes. Un miedo irresistible se apodera de la mayoría. Retroceden en desorden. Algunos permanecen en su puesto. Siguen disparando. Cuando se les agotan los cartuchos, arman la bayoneta y se retiran. Todos, oficiales y soldados, corren hacia Monte Arruit. Todos... menos el capitán Arenas. Se ha quedado el último y viene solo. ¡Capitán!, ¡capitán! Está solo en la carretera, desarmado y herido. ¡Ah, capitán! A un kilómetro de Monte Arruit lo envuelven los rifeños y le arrebatan la vida de un tiro a bocajarro en la cabeza. Los demás siguen, entran en Monte Arruit. Y, al entrar, los alféreces Sanchiz y Gutiérrez Calderón, conmovidos por la muerte de su compañero, exaltados por tanta heroicidad, gritan con voz poderosa: —¡La Laureada para Arenas!, ¡la Laureada para Arenas! Aún hay hombres fuera de la posición. Corren desperdigados, aturdidos; o disparan; o huyen de los moros que los persiguen; o se arrastran devanando el trémulo copo de la sangre. ¿Qué grita aquel hombre? Está solo en la carretera y grita: —¡A mí, mis soldados! ¡A mí, mis soldados! Es el general Navarro. Está, solo. Empuña su pistola. Acuden, le rodean y amparan el teniente coronel Primo de Rivera. el capitán Sánchez Monje y el teniente Gilabert. Se baten con dos fusiles y una carabina. Surge de pronto un rifeño y se arroja sobre el general. Lo ve un soldadito de San Fernando, dispara, mata al moro tan cerca de su jefe, que la sangre le salpica el uniforme. Primo de Rivera consigue apoderarse de un caballo que vaga suelto. El general monta. Se retiran. El general entra el último en Monte Arruit. Los tres cañones de la batería ligera, los últimos que habían conseguido salvar del naufragio de la retirada, se pierden también. «Sería un suicidio ...» El general mira. Allí están los cañones. Está allí la roja e inmóvil bandera del combate recién librado. Son unos centenares de cuerpos tronchados. Dos jefes y siete oficiales yacen sin vida entre ellos. Hay ocho oficiales y muchos soldados heridos. La enfermería desborda. Son sacados a la intemperie los individuos menos graves. El general sigue inmóvil. Mira la llanura. Debería colorearla el torrente de la sangre derramada. Se le acercan unos oficiales de artillería. —¡Permítanos salir a recuperar los cañones, mi general! Tiene un rostro triste, sombrío, el general. —¡No! —exclama—. ¡No! ¡No es posible! Las piezas están a un kilómetro de la posición. —¡No! —repite—. ¡No!, sería un suicidio. 29 de julio de 1921. El general ha entrado en Monte Arruit con 900 hombres. Los restantes, más de 400, se quedaron a engrosar el sangriento río de la retirada. 29 de julio. ¿Cuántos hombres había en Annual una semana antes? Cinco mil. ¿Cuántos se hallaban repartidos por las posiciones del terreno dominado? ¿Ocho mil, diez mil, doce mil más? ¿Dónde se encuentran ahora?, ¿dónde? 29 de julio de 1921. El general de brigada don Felipe Navarro y Ceballos-Escalera, barón de Casa Davalillo, ha entrado en Monte Arruit con 900 hombres. Es un 29 de julio. En Monte Arruit hay ahora 3.000 sobrevivientes (2) de la catástrofe. Y la muerte no se ha detenido. Está allí, delante de ellos, pavorosa e insaciable. El general Navarro se encontró al mando de 3.017 hombres exhaustos, desmoralizados, míseros despojos arrojados a una playa inclemente. Eran individuos sueltos, supervivientes de sus aniquiladas unidades. Tenía, que encuadrarlos y hacerlos luchar bajo las órdenes de jefes y oficiales que no eran los suyos. Y tenía, sobre todo, que desvanecer el inenarrable caos que había producido la atropellada llegada de la columna al campamento. El recinto de Monte Arruit sólo medía 500 metros de perímetro. Ocupaba una extensión de 10.000 metros cuadrados, la tercera parte, aproximadamente, de la superficie de la madrileña Puerta del Sol. En aquel reducido espacio, disminuido considerablemente, además, por tres barracones, las casas del depósito de víveres y de la Policía, el horno y la residencia del jefe de la posición, se apiñaban más de 3.000 individuos y varias docenas de caballerías. Los soldados se agitaban sin cesar. Iban de una parte a otra aturdidamente. Pedían agua; reclamaban el rancho; se quejaban de sus heridas; indagaban el paradero de algún paisano o amigo; buscaban sitio para acampar... Los oficiales —como el teniente Gómez López, que no había conseguido reunirse con su tropa desde la salida de Tistutin— trataban de localizar a los restos de sus unidades. Toda, la posición hervía en un manicomial e incontenible hormiguero. Navarro, con la ayuda de los jefes y oficiales de su Cuartel General, fue poniendo orden poco a poco en la confusión y organizó la defensa. El perímetro del campamento se dividió en sectores. Las fuerzas los ocuparon, quedando distribuidas, a partir de la derecha de la entrada a la posición, en la siguiente forma: Melilla, Africa, ingenieros, Ceriñola, San Fernando, Alcántara y soldados de artillería, convertidos en fusileros, que cerraban por la izquierda. El bombardeo Apenas si se habían iniciado los preparativos, y la tropa, formada por regimientos, empezaba a ocupar los lugares asignados, cuando sobrecogió a todos e hizo huir a muchos el primer estampido de los cañones. Sólo había transcurrido una, hora desde la entrada de la columna en Monte Arruit. Los moros volvían contra los españoles las piezas abandonadas durante el pánico que se desató en el último tramo de la retirada. Afortunadamente, por la defectuosa graduación de la espoleta, no llegaron a estallar las granadas. Navarro ordenó cavar urgentemente unas cuantas zanjas que sirviesen de refugio a parte de la tropa. Después apostó a unos oficiales provistos de gemelos para que anunciaran la salida de los proyectiles. Un cornetín daba el toque de atención y todo el mundo corría a resguardarse. Adoptadas estas precauciones, la actividad y los preparativos del Campamento continuaron febrilmente. Los interrumpía, no obstante, sin cesar, el toque del cornetín. Las tropas, acurrucadas, en parte dentro de las zanjas, tendidas en parte al descubierto, escuchaban sobrecogidas de miedo. Los proyectiles avanzaban trazando su rugiente elipse. Iban a estamparse en un lugar cualquiera del recinto; arrasaban grandes trozos del endeble parapeto de sacos terreros —que se recomponía con otros llenos de cebada—; y arrebataron la vida o derribaron ensangrentados y delirantes de alaridos a las primeras bajas del bombardeo. Muy pronto consiguió el enemigo graduar correctamente la espoleta. Las explosiones zarandeaban la posición con su salvaje cataclismo. Siempre hallaban víctimas donde cebarse en la aglomeración del estrecho ámbito. Hombres y animales eran arrancados del suelo y arrojados después cubiertos de heridas, entre relinchos y quejas espeluznantes de dolor. El ajetreo, sin embargo, no cesaba. Iba el general de una parte a otra, inspeccionándolo todo, dando órdenes, animando a la gente y sin perder su sangre fría a pesar de los desastrosos datos que se le facilitaban. El oficial médico Felipe Peña le comunicó que no tenía nada en absoluto para curar a los heridos. —La infección lo invade todo —añadió el médico—. Cualquier herida, por insignificante que sea, está amenazada por la gangrena, que nos causa la muerte diaria de muchos hombres. El inventario de los víveres arrojó también unas cifras desoladoras. Quedaban, para darles de comer a más de 3.000 hombres, 10 sacos de garbanzos, 16 de judías, 23 de arroz, algo de café y de azúcar y 109 litros de aceite. «Sin disciplina estamos perdidos» El recuento de las municiones acentuó todavía más las pavorosas condiciones en que Navarro tendría que organizar la defensa de Monte Arruit. El contingente de San Fernando, el mejor provisto de todos, solamente disponía de 55 cartuchos para cada soldado. Las fuerzas de Ceriñola contaban con 30 cartuchos por fusil y una caja, con 200 cargadores. Muchos individuos estaban, además, desarmados. Los 280 de Ceriñola, por ejemplo, sólo tenían 200 fusiles; y 70 los 100 artilleros que mandaba el teniente Gómez López. Por la tarde, con objeto de aplacar la sed que torturaba a toda la guarnición, y muy especialmente a los heridos, Navarro ordenó que. se hiciese una salida para ocupar un pozo cercano al recinto del campamento. La operación se llevó a cabo con éxito. Pero un soldado, enloquecido por las ansias de beber, se abalanzó al brocal, precipitándose al interior, donde murió ahogado, inutilizando el agua. Los hombres del campamento aguardaban anhelantes la vuelta de la tropa que había salido. Los vieron entrar. Su aire apagado traslucía claramente la decepción. Cundió en seguida la amarga nueva de lo sucedido, Los soldados enmudecían, dejaban caer, abrumados, la cabeza; algunos gritaban y se revolvían arrebatados por la desesperación. Y cuatro o cinco saltaron el parapeto. Corrían ciegamente hacia la aguada, enajenados por la sed. Unos instantes después caían muertos, acribillados a tiros por los moros. —¡Disparad contra los cobardes que huyen! —gritó un oficial. Algunos soldados mascullaron roncamente; otros le dirigían miradas rencorosas y fieras. —Cobardes de qué? —protestó un soldado. —¡Cállate! —le increpó duramente el sargento del pelotón—. Sin disciplina estamos perdidos. Hay que mantenerla por el bien de todos. Estalló otra granada en el vecino sector de San Fernando. Unos cascotes pasaron rugiendo, broncos y amenazadores. Gritaron los heridos. Uno corría ciego, tropezando, con la cara llena de sangre. —¡Noventa y nueve! —exclamó un soldado—. A este paso, nos van a meter más de cien proyectiles esos tíos. Se estaba haciendo de noche. Sonó el cornetín y un cañonazo estiró sus rígidas varillas de metralla y tierra. Arrebató, llevándoselo ensartado, 'el cuerpo de un hombre. Le vieron elevarse, desarticulado y fofo, al resplandor cárdeno del estallido. Después 'cayó pesadamente, desapareciendo entre el polvo y las sombras que ya rastreaban por el suelo. Los soldados callaban, temblaban sobrecogidos. Pasaron unos minutos. Sólo se oían las 'quejas de los heridos y su machacona a incesante súplica: «¡Agua!, ¡agua!, ¡agual..,» Un soldado de Ceriñola cerró la cuenta del bombardeo. —Ciento catorce —dijo. Ciento Catorce pepinazos el primer día. Y nos los han metido todos dentro. Se presenta muy mal el asunto, compañero. Al amanecer formó la fuerza encargada del servicio de aguada. Los individuos que debían llenar los carricubas y las vasijas que cargaban las acémilas. iban desarmados. Llevaban dos -compañías como fuerza de protección. Sus compañeros los miraban con un aire indeciso entre la, gratitud y el sobresalto. Aquellos hombres iban a salir a jugarse la vida para proveerlos de agua. Le había tocado la «china» al regimiento de San Fernando. Pero al día siguiente saldrían ellos, los de Ceriñola, o los de África, o los de Melilla... Todos tendrían que turnarse en la arriesgada misión. «Vienen aeroplanos!» Ya estaban en su puesto los oficiales encargados de vigilar la salida de los proyectiles. Se oyó el toque de cornetín y en seguida empezó a temblar la, tierra, estremecida por el martillo pilón de las explosiones. La tropa de la aguada salió del campamento. Levantó a su paso los tiros, como una estridente y mortal bandada de pájaros. Después empezaron a sonar en aquella dirección los estampidos de los cañonazos. Estallaban broncamente, como el reventón de una caldera. La actividad de los artilleros enemigos se repartía ahora entre el campamento y la aguada. —¡Eh, mirad! —gritó un soldado—. ¡Mirad! ¡Vienen aeroplanos! —¡Atención al cornetín! ¡ No seáis estúpidos! —riñó un sargento a varios soldados de Ceriñola que observaban pasmados la evolución de los aviones. —Sí; no os distraigáis. Es muy peligroso —le apoyó un teniente. Después examinó los aparatos con sus gemelos. —Son Bristol y Havilland —dijo. Los aviones volaban a mucha altura. Eran solamente tres. Evolucionaron sobre la posición y arrojaron unos objetos. Algunos descendían a gran velocidad, dando vueltas. Otros bajaban lentamente, prendidos al extremo de un paracaídas. Todos cayeron distantes de la posición. Algunos, al estrellarse en tierra, levantaron un brillante surtidor, Eran barras de hielo. Los soldados paladeaban. Movían ansiosamente sus resecas becas. Con gusto se, jugarían la vida para llevar a sus labios uno de aquellos helados 'cristales. —¡Déjennos salir! —suplicaban—. ¡Déjennos salir a recoger el hielo! —No —decía los oficiales—. Ha caído demasiado lejos. Os matarían a todos. Otra vez será. —Cómo no desciendan más bajo, nunca meterán nada aquí dentro -masculló un soldado. Tú no entiendes de eso, muchacho —le replicó otro—. Yo estuve destacado una temporada en el campo de aviación que hay en Zeluán. Pelé muchas guardias allí. Esos aeroplanos deben -de venir de Melilla, porque Zeluán está sitiado. En el ejército hay muy pocos aparatos y son unos tiestos. Vuelan alto por si se les para el motor para llegar planeando a Melilla. Se aproximaron unos hombres con palas y picos, al frente de un sargento. Examinaban la tierra. Había muchos trozos berroqueños, en los que no se podía cavar. El sargento -señaló hacia el parapeto. —Allí. —dijo. El sargento mandó que se apartasen los hombres que estaban de vigilancia, y empezaron a cavar. En otros puntos del recinto se abrían zanjas también. Los soldados miraban intrigados. Después se desentendieron. El cornetín no paraba de sonar y de suspender su atención con cuidados mucho más apremiantes. En el sector de la caballería y de la artillería se luchaba intensamente. Los moros ocupaban el edificio de las abandonadas cantinas, distante sólo veinte metros del parapeto. Arrojaban bombas, cartuchos de dinamita, hasta piedras, y sostenían un vivisimo tiroteo. Los soldados de los demás sectores, en los que la actividad era escasa, dirigían constantemente la vista hacia allí, inquietos y sobresaltados. Veían retirar las bajas. Observaban al valeroso teniente coronel Primo de Rivera, que no cesaba de alentar a su tropa. La caballería se había portado. Todos reconocían y admiraban su bravura. Los escuadrones de Alcántara perdieron casi todos sus efectivos en la lucha. A Monte Arruit sólo llegaron 60 hombres y 20 caballos. Los demás murieron. Habían empezado a combatir a la entrada del desfiladero de lzumar y no cesaron de batirse, regando con su sangre todo el camino de la retirada. Todos los soldados enmudecieron, sobrecogiéndose, al ver aproximarse la fúnebre procesión. Los traían en camillas o los transportaban entre dos hombres, llevándolos cogidos por las piernas y los brazos. Eran muchos. A más de 20 los sacaron de la enfermería. Habían fallecido durante la noche, atacados por la infección gangrenosa. Los otros murieron víctimas de los balazos y, sobre todo, de la metralla de los proyectiles. Una tumba anticipada Fueron arrojándolos a las zanjas sin ceremonia de ninguna clase. Ni salvas de honor, ni oraciones, ni discursos, nada. Tiesos, sucios de sangre y tierra, mutilados bárbaramente por los cascotes, hediondos de la podredumbre gangrenosa... Luego se rellenaron otra vez las zanjas. Y después se les ordenó a los demás: —¡Venga! Ocupad vuestros puestos. Pisaban cuidadosamente y con horror aquel suelo removido. Se apostaron silenciosos, abatidos, sobre las tumbas en que yacían sus compañeros. Un sargento de Ceriñola se llevó a una docena de hombres. De otros sectores también salían grupos de soldados. Empezaron a arrastrar penosamente a las caballerías muertas por los cañonazos, los tiros o la sed, hacia la salida del campamento. En cuanto se asomaron al exterior, empezó el tiroteo. Los hombres dejaron de pujar. Intentaban huir hacia la posición o se acurrucaban parapetándose con los cadáveres. Los sargentos gritaban. Los zarandeaban por el pecho o los golpeaban. —¡Venga, cobardes! ¡Venga! El trabajo continuó. Varios hombres cayeron heridos y otro, al que atravesaron la cabeza de un balazo, saltó bruscamente y rodó por el declive de la loma. La penosa faena terminó por fin. Los acarreadores volvieron a la posición trotando acurrucados. Allá quedaron los cadáveres de las bestias. Los dejaban en la dirección más frecuente de los vientos. El hedor de la podredumbre, sin embargo, enrarecía la atmósfera con su irrespirable efluvio. Los astrosos uniformes, acartonados de suciedad y sudor, los cuerpos mugrientos, las purulentas heridas, hasta la carne sana; todo despedía, un nauseabundo olor de gusanera. Monte Arruit era como una tumba anticipada en la que se corrompían tres millares de hombres. El bombardeo 'de los cañones seguía machacando la posición. Fueron muchos los que lo vieron, porque eran muchos los que dirigían la mirada hacia el sector de la caballería y la artillería, donde el enemigo continuaba presionando furiosamente. Sonó el cornetín. Algunos hombres se arrojaron cuerpo a tierra; otros corrían azoradamente hacia el refugio de las zanjas; los demás permanecían inmóviles con cierta resignación fatalista o un desplante jaquetón. «Debo amputarle en seguida el brazo» El teniente 'coronel Primo de Rivera sonrió. Se inclinó para apoyar una mano en el suelo. La granada le destrozó el brazo e hizo explosión detrás de él, en medio de un grupo de caballos. Se levantó una gran polvareda. Los caballos se revolcaban relinchando y pataleando, heridos o agonizantes. Ocho resultaron muertos. El teniente coronel yacía ensangrentado. Mostraba un horripilante muñón de huesos astillados y piltrafas de carne. Varios hombres se acercaron para incorporarle. Llegó el médico, Felipe Peña. Hacía poco que le había alcanzado un cascote de metralla, pero seguía, curando a los heridos. El médico llevaba, en torno a la cabeza, un vendaje en el que se veía brillar y extenderse una gran mancha de sangre fresca. El teniente coronel fue trasladado a un inhóspito cuarto que se destinaba a depósito de víveres. La única cama que existía en la posición se hallaba instalada allí. El desmantelado chiscón sólo tenía una ventana estrecha y alta, por la que penetraba un ardiente chorro de luz. El médico Peña examinó la herida. —Mi teniente coronel —dijo—, debo amputarle en seguida el brazo. Primo de Rivera tenía un rostro muy pálido, desencajado. —Sí; ya sé —murmuró. —Tendrá que ser a lo vivo, mi teniente coronel. No hay cloroformo. Primo de Rivera asintió con la cabeza e hizo con la mano un débil ademán de conformidad resignada. El médico salió. Regresó al cabo de unos minutos con los instrumentos. Le acompañaba un sanitario, que traía un poco de agua hervida en un recipiente. El médico humedeció unos algodones y limpió el lugar en que iba a practicarle la incisión. Después cogió el bisturí. Miró al teniente coronel. Se agitaba quejándose. Peña vaciló. Estaba muy pálido también. —Va a dolerle mucho. Prepárese, mí teniente coronel. Primo de Rivera abrió los ojos. Asintió parpadeando. Peña se rehizo. Cortó la carne con mano firme. De la boca del herido brotaron unos rugidos roncos, animales, hasta que perdió el conocimiento. Terminada la operación, el médico mandó poner en la ventana una manta de soldado para impedir el paso de la abrasadora luz. El teniente coronel se quedó allí, en la sombría alumbración del mísero cuartucho. Se quejaba, abrasado por la calentura y casi inconsciente. Navarro y todos los demás jefes y ofíciales se interesaron por él. Se asomaban al depósito de víveres y le contemplaban apenados. —¿Cómo está? —le preguntaban al médico. —Muy mal, muy mal... No creo que lo resista. Ni creo que se libre de la gangrena tampoco. Ya volvían los hombres de la aguada. Llegaban perseguidos por los implacables lebreles del plomo. Traían agua, era verdad. Habían salido unos doscientos hombres. Cerca de la mitad regresaban muertos o heridos. Entraron. Pasaban manchados de sangre y polvo con irregulares y crudos chafarrinones. Los heridos se apoyaban en un compañero o cojeaban penosamente. Los muertos, arrojados sobre las acémilas, entre las cubas, zarandeaban bruscamente las cabezas, los brazos y las piernas, blandos todavía y desarticulados. La enfermería continuaba rebosando. Había ya cerca de cuatrocientos heridos. Había muchos más. Numerosos oficiales Y soldados, hasta con tres heridas, continuaban prestando servicio y luchando en el parapeto. Únicamente los individuos más graves ocupaban plaza en la enfermería; a los otros hubo que alinearlos junto al parapeto. Y allí estaban, quejándose, cociéndose bajo el tórrido sol africano, y a merced de los tiros de cañón. Y estaban allí sus compañeros, sobre las tumbas de los que que habían enterrado, y escuchando, y contemplando la tortura de aquellos hombres que yacían tronchados a sus pies, sin asistencia ninguna, sin medicinas, agonizando podridos por la gangrena. Allí estaban todos mezclados, los muertos, los moribundos y los vivos condenados inexorablemente a morir. Carecían de todo —de agua, de comida, de municiones, de esperanza de auxilio— y tenían que seguir combatiendo y manteniendo el espíritu de lucha en medio del horror. Los moros disparaban. Los llamaban también. Les ofrecían agua, alimentos, salvación... Los soldados escuchaban. Oían aquel embriagador canto de sirena. Y algunos saltaban el parapeto. Corrían como locos, para caer acribillados por el fuego enemigo y por los disparos de sus propios compañeros, obligados a tirar. El heliógrafo va repitiendo: «¡Socorro! ¡Socorro!» 31 de julio: Amanece. Los soldados están pegados al parapeto. No ese apartan de allí. Prestan servicio las veinticuatro horas. Han dormido muy poco durante los relevos. Por el día se lo impide el fuego de la artillería; por la noche, el tiroteo de fusil, los bombazos; a todas horas, los heridos que yacen a su lado y taladran su frente con sus quejas y gritos de dolor. Amanece. El día anterior les dieron un trago de agua y algo, muy poco, de comida caliente. —Está racionada —dicen los oficiales y sargentos. Pero a ellos ¿qué les importa? Tienen hambre. Y sueño. Y sed. Protestan, aunque por pura fórmula. Saben que es inútil protestar. Ya amanece. La llanura de Monte Arruit es más risueña, más verde que aquella otra, la de Batel y Tistutin (3). ¿Cuándo fue que estuvieron en Batel y Tistutin? ¿Cuándo, cuándo fue que empezó, allá, en las hostiles cumbres, en las adustas barrancas de Igueriben y Annual esta horrenda, interminable pesadilla? ¿Cuándo, cuándo terminará, incluso con la muerte, el sufrimiento? Amanece para el miedo y el horror. Otra vez saldrán las brigadas. Ya están moviéndose. Abrirán nuevamente sus zanjas. Algunos de los heridos del parapeto callan. No volverán a quejarse nunca más. A otros los sacan de la enfermería. La infección mata un promedio de 25 heridos diarios. «¿Y el teniente coronel Primo de Rivera?», pregunta alguien. Y alguien responde: «Agoniza». Otra vez habrá que salir de la posición y arrastrar las caballerías muertas bajo el fuego de los moros. Y será preciso hacer la aguada otra vez. Ya rugen los cañones. Suena, sí, otra vez, el cornetín. Doscientos impactos en tres días. La posición se estremece; es de gelatina bajo las explosiones. Los parapetos saltan. Brincan con ellos los heridos que yacen a su vera. La metralla los descuartiza en la luz, tiñendo su pureza con despojos escarlata. Otro vez guiña el heliógrafo. Grita su dramática palabra: «¡Socorro!, ¡Socorro!» Y otra vez los rifeños prenderán sus hogueras, cortándole el paso al rayo luminoso. En este 31 de julio, el Alto Comisario, general Berenguer, considerando que la resistencia de Monte Arruit ha llegado «al límite del heroísmo», decide autorizar a Navarro para que parlamente con los moros. Piensa aconsejarle que haga el trato con Ben Chel-al, jefe, «aunque rebelde», de más confianza que los otros. La comunicación, sin embargo, se interrumpe, se pierde. Navarro y sus hombres tendrán que seguir resistiendo. El heliógrafo de Monte Arruit apunta hacia Nadar, hacia Zeluán. Tantea inútilmente, como un ciego, la distancia. Nadie contesta. ¿Se habrán rendido? Allí van ahora los hombres de la aguada. ¡Desgraciados! Allí van. Salen. Levantan los tiros como esas nubes de langostas que todo lo arrasan. Y allí van. «¡ Suerte, hermanos!» Los aviones llegan ahora. Giran y giran. Vuelan altísimo. Arrojan su carga de medicinas, hielo y munición, y desaparecen. Llevarán a la plaza una noticia que llenará de consternación todos los pechos e inundará de llanto muchas mejillas: «¡Monte Airuit ha perecido! No se observa ningún. movimiento en la posición:» Esta vez ha caído más próxima una parte de la carga de los aviones. Salen unos soldados y la recuperan bajo los tiros. Son barras de hielo. Estrechan los trozos. Aprietan la prodigiosa frescura contra su piel reseca y lamen ansiosamente el helado cristal. Vuelven los de la aguada. Han fracasado en su empeño. Vuelven mustios y destrozados. No traen agua. Cruza el heroico y triste vía crucis de los heridos y los muertos. Hoy, 31 de julio. Noventa bajas en la aguada: un jefe, tres oficiales y ochenta y seis soldados. Hoy, 31 de julio. La tropa recibe un «pellizco» de hielo. La ración de rancho se ha reducido a treinta y cinco gramos de legumbres; pero, como no hay agua, no se puede guisar. Sigue hora tras hora el bombardeo de los cañones. En el sector de la caballería y la artillería, los proyectiles arrasan el parapeto. Estallan las bombas de mano, revientan los cartuchos de dinamita. —¡Aquí!, ¡aquí! Acuden fuerzas de otros sectores. Se lucha cuerpo a cuerpo y el enemigo es rechazado a punta de bayoneta. ¿Cuántos heridos yacen ahora en la enfermería, junto a los parapetos? Son cerca de quinientos. Los que mueren cada día son reemplazados por los que cada día caen. Las horas pasan. Llega la tarde. Sigue la lucha. ¿De dónde sacan estos hombres su valor, su energía? El general Navarro ha logrado el prodigio de que todos se defiendan con indomable bravura. Vuelven a salir los de la aguada. Allá van. Alborean los disparos. Y el tiempo pasa, o está, detenido, o transcurre en la embrutecedora confusión del sueño, la fatiga, la sed, el hambre, la muerte, el dolor... La tarde, el anochecer, las sombras, la luz... Nada ha cambiado. Zanjas, muertos, heridos, explosiones, disparos, la aguada, toques de corneta... ¿Cuándo ocurren las cosas, cada cosa, cuándo? «Aún existe Monte Arruit» Nador ya se ha rendido. Resistió durante diez días. Los supervivientes llegaron a la segunda caseta. Allí, en medio de una emoción indescriptible, los formó el jefe del Tercio, teniente coronel Millán Astray, para conducirlos al tren que los llevaría a la plaza. En Melilla todos lo comentaron consternados: «Ya solamente resiste Zeluán». Pero, de pronto, se esparce la noticia. ¡Monte Arruit no ha perecido, vuelve a dar señales de vida!» El júbilo, y también le lástima, prenden en los corazones. «¡Aún resiste Monte Arruit!» El día 2 de agosto, los rifeños desencadenaron un rudo ataque contra la puerta principal de la posición, defendida por los soldados del regimiento de Alcántara. El enemigo fue rechazado con muchas pérdidas. Quedaron tendidos ante la entrada principal sesenta cadáveres. Los moros solicitaron un armisticio para retirarlos. Gustosamente accedió el general a que le desembarazaran de lo que tardaría muy pocas horas en convertirse en un enorme foco de podredumbre, que enrarecía más aún la ya casi irrespirable atmósfera del campamento. El general Navarro estaba orgulloso del comportamiento de todas sus fuerzas. Se batían con un heroísmo asombroso. Envió el siguiente parte al Alto Comisario: «Confío en extremar la defensa». El general Berenguer, sin embargo, no quería —le horrorizaba probablemente— que se alargara por más tiempo aquel sacrificio tan heroico como estéril. Y al día siguiente —3 de agosto— le telegrafió a Navarro su autorización para tomar «las resoluciones que estime oportunas, recomendándole retener rehenes u otras garantías análogas que alejen toda posibilidad de traición». Monte Arruit, sin embargo, no acusa la recepción del mensaje. No lo recibe, en efecto. La más dolorosa de las ansiedades vuelve a señorear la plaza. ¿Ha perecido Monte Arruit? Un aviador muy joven, casi un niño, el teniente Hidalgo, arriesga su vida descendiendo hasta cien metros de altura. Los moros acribillan el aparato. Desde la posición lo ven alejarse dificultosamente. Vuela con lentitud, rateando, parece que va a caer, pero se pierde a lo lejos. Por la tarde llegan otros aeroplanos. Otean desde la altura el mogote de Monte Arruit. Aguardan, probablemente, una señal. ¿Qué señal? Los soldados miran vagamente. O no miran. Están inmóviles, postrados con la impasible dejadez de los moribundos. 3 de agosto. Falleció el teniente coronel don Fernando Primo de Rivera, tras cinco días de agonía; cayeron todos los hombres que escaparon de la posición enloquecidos por la sed o los sufrimientos; la gangrena hizo su diaria cosecha, de vidas humanas; y los proyectiles y el plomo siguen y siguen matando. La heroica locura 3 de agosto, Cerca de 200 hombres sin armas, protegidos desde el parapeto, han marchado a la aguada. Vuelven menos de 30. ¿Señal? No; no hay señales de vida en el pudridero de Monte Arruit. Los aviadores lo cuentan: «Parece que todo ha terminado». A los moros también debe de parecérselo. La heroica locura de Monte Arruit no puede prolongarse ni un minuto más. Es absurdo, inconcebible, irracional. Los moros envían emisarios. El general no hace caso, no habla con ellos. «Monte Arruit no se rinde»: los moribundos españoles han hecho su señal. A pesar de que la muerte era en Monte Arruit un espectáculo no sólo cotidiano, sino un trance que, al parecer, tendrían que afrontar todos inexorablemente, la tropa debía de alimentar una abstrusa esperanza de salir con vida. Quizá la causa fuera otra. Quizás únicamente aspiraran a ahorrarse mayores sufrimientos. Los heridos graves yacían sin asistencia, condenados a perecer irrevocablemente, retorciéndose de dolor, debatiéndose en una espantosa agonía, que era, sin duda, lo que más aterraba a todos. Un sargento de Ceriñola, que seguía luchando en el parapeto, a pesar de hallarse gravemente herido en un hombro, lo solía pensar. Vio a unos soldados que pasaban presurosos, huidizos, por delante de la enfermería. Miraban hacia una parte y otra, sobresaltados. Tendían la cabeza con unos movimientos cortos, mecánicos. Sonó el cornetín y echaron a correr despavoridos. Luego, se fijó en un ordenanza que se dirigía a la plazuela del cuartel general. La cruzó trotando, ligeramente encorvado, con miedo. Los soldados la bautizaron poco después de empezar el bombardeo de los cañones: la Plazuela de la Muerte. ¿Cuántos hombres habían dejado allí la vida? Muchos, desde luego. El ordenanza entró en la vivienda del jefe de la posición. Transcurrieron unos minutos. Ahora eran el general Navarro y un grupo de oficiales los que se dirigían a la Plazuela de la Muerte. Aquellos hombres formaban el Cuartel General de Monte Arruit. Producían extrañeza. La hubieran producido, y muy grande, en otro espectador que no fue el sargento. Cojeaban, se apoyaban en bastones, llevaban brazos en cabestrillo... Manos vendadas, cabezas vendadas... Uniformes sucios, rotosos y polvorientos, aureolas y chafarriones rojos y verde-amarillos de la sangre y el pus. Todos estaban heridos, excepto Navarro y algún que otro oficial. Los soldados miraban a aquellos hombres, sus jefes, con pasividad, y el sargento también. Eran, en definitiva, como los demás: gente de Monte Arruit, réprobos del infierno de Monte Arruit. No había lugar para el asombro. Y el sargento no se asombraba. Pensaba vagamente en otra cosa. ¿En cuántas partes puede ser herido un hombre? La cabeza, la cara, el cuello, el hombro, el pecho, los brazos, los dedos, las manos, el vientre, el sexo, la cadera, la espalda, los muslos, las piernas, los pies... Ni agua ni provisiones El general entró en su alojamiento con varios de los que le acompañaban. Los otros se quedarían en la Plazuela de la Muerte. Uno de ellos era el comandante de Estado Mayor González Simeoni. El sargento le conocía de vista. Sonó el toque del cornetín. ¡Con qué fuerza alumbraba el sol aquel 4 de agosto! Los soldados que se hallaban próximos a la Plazuela de la Muerte y a la enfermería, echaron a correr acurrucándose. Los jefes y oficiales. del Cuartel General se desperdigaron un poco. Se movían lentamente, sin perder la compostura y la dignidad. El cornetín había sonado. Ya avanzaba el proyectil abriendo su rugiente surco por la altura. Todos calcularon, con la precisión de la costumbre, el derrotero. Se dirigía hacia la Plazuela de la Muerte atronando, jadeando y silbando con su formidable pulmón. El comandante González Simeoni dio un paso hacia atrás, levantó un poco los brazos en un instintivo movimiento de defensa. El proyectil pasó. Le arrebató la cabeza, esparciéndola, en una mancha roja y fue a estallar entre el grupo de oficiales. Varios hombres corrieron hacia allí. Se asomó el general Navarro. Los oficiales se agitaban entre la nube de pólvora y tierra. Cuando se disipó la polvareda, retiraron los cuerpos del comandante descabezado y del alférez de ingenieros Gil, que yacía también sin vida. El sargento se quedó pensativo, abrumado. La Plazuela de la Muerte. Sí; un nombre certero. El otro punto sobre el que se encarnizaban los proyectiles con inaudita ferocidad era la enfermería. ¿Es que no tenían bastante aquellos desgraciados? ¿Por qué, por qué tanta crueldad? ¿No existe límite, acaso, para la crueldad? Allí, entre la carne herida o moribunda, allí, en aquel horror, penetra la rabiosa jauría de la metralla. Y allí, en el hacinamiento inmovilizado por las heridas o la enfermedad, muerde, perfora, aniquila, aplasta, rompe, mutila y se revuelve, enfangándose en un charco de vísceras y sangre. El día 29 de julio, cuando entró la columna del general Navarro en la posición, había cuatro sanitarios que ayudaban a los médicos en la cura de los heridos. Hoy, 4 de agosto, sólo queda uno. A los demás se los llevó la muerte, ese ventarrón que sopla día y noche en Monte Arruit y zumba huracanado sobre la enfermería. El heliógrafo estaba, como de costumbre, lanzando sus rutilantes destellos. .¿Qué mensaje enviaría hoy, 4 de agosto, hacia Melilla? En Monte Arruit no quedaban ya provisiones. Se comía carne de mulo o de caballo. Cuando en Monte Arruit había agua, se cocía la carne. Pero en Monte Arruit casi nunca tienen agua. La carne se repartía cruda y se bebían orines en Monte Arruit. En Monte Arruit... En Monte Arruit, los soldados combaten sobre las tumbas de sus compañeros, entre los heridos que gritan, que son rematados por los cascotes, sepultados por los parapetos hundidos. En Monte Arruit se muere de hambre, de sed, de extenuación, de gangrena, de heridas de bala o de metralla... Se muere, o se sale al encuentro de la muerte, cuando prende el chispazo de la locura o la desesperación. En Monte Arruit, un perímetro de 500 metros —la tercera parte de la superficie de la madrileña Puerta del Sol— ya han estallado más de 300 granadas. Y se alza el clamoreo de las bombas de mano y de la dinamita, y el cielo está inclemente, gris del plomo. Un cielo gritador, como herido también, delirante de los quejidos de las balas. El heliógrafo. El heliógrafo de Monte Arruit sólo podía. transmitir, en aquel 4'de agosto, un mensaje tristemente absurdo: «¿Nos enviarán una columna de socorro?» (4)
—¡Eh, fijarse! ¡Zeluán! ¡Parece
que está ardiendo Zeluán! —gritó de repente un soldado. —¡Es Zeluán! ¡Han incendiado Zeluán! Varios oficiales se acercaron al parapeto para mirar con sus prismáticos. El general lo hizo también. La hoguera de Nador se había extinguido ya. Ahora brotaba otra espesa columna de humo. Zeluán: sólo dos supervivientes entre cuatrocientos Ya se había rendido Zeluán. Estaba ardiendo la alcazaba. En Zeluán capitularon 400 hombres, luego de resistir durante 14 días. Entregaron al enemigo los fusiles y las ametralladoras, después de inutilizarlos. A los moros les enfureció que lo hicieran. Gritaron, protestaron mucho, amenazaban, pero al fin los dejaron irse. —¡ Marchar! —decían—, ¡marchar! Avanzaban por el llano los españoles. Cuatrocientos hombres desarmados, completamente indefensos. Iban con temor. Pasaban con una lentitud desconfiada, escurridiza entre los grupos de rifeños. Miraban con ansiedad sus caras quietas, torvas. Los heridos se quejaban, acentuaban, tal vez, su lastimera pesadumbre. Y había algunos soldados que sonreían con una efusión tímida. —¡Estar amigos!, ¡estar amigos!... Y después corrieron. Corrían con todas las fuerzas de la desesperación, aventados por las primeras descargas de los moros. La cacería duró escasos minutos. Los mataron a tiros Y a puñaladas. Eran cuatrocientos hombres y sólo dos consiguieron escapar. Uno se desmayó, extenuado por la fatiga. Recobró el conocimiento cuando empezaron a pincharle con las gumias. Aguantó la tortura sin moverse y le dejaron por muerto. Después, el soldado volvió a huir. Ocho interminables kilómetros para llegar a Mar Chica. Allí se arrojó al agua y nadó hasta el Atalayón, donde fue recogido. La alcazaba de Zeluán arde. Ya se han ido los moros. Hay un gran silencio. Solamente la hoguera crepita. Hay un profundo y crispado silencio que brota de los labios contraídos y mudos, de los rostros desfigurados por el horror. Fuego contra la bandera blanca Los sitiados de Monte Arruit consiguieron apoderarse de una trinchera que los moros habían construido para impedirles la aguada. Tomaron también una, casa próxima y se hicieron fuertes allí, destacando una compañía de fusileros, formada por individuos de Ceriñola y San Fernando. El servicio de la aguada mejoró, pero muy pasajeramente —se hizo con tranquilidad un solo día—, pues los rifeños cavaron otra trinchera, que vino a extremar las dificultades. Los días pasaban. 5 de agosto, 6 de agosto. ¿Había aún esperanzas? El general Berenguer anunció el envío de emisarios a Abd-el-Krim con objeto de la gran una rendición honrosa. También decía el Alto Comisario que Ben-Chel-al y algunos otros jefes ofrecían su mediación para que los españoles pudieran capitular en buenas condiciones. A los sitiados de Monte Arruit les era muy difícil creerlo. Todas las guarniciones que se habían rendido fueron degolladas o muertas a tiros después de entregar las armas. Y, además, las embajadas de paz enviadas por el enemigo, durante los últimos días, contribuían a aumentar el recelo. Los moros se aproximaban ondeando bandera blanca. Les permitían acercarse al parapeto para escucharlos, pero los rifeños se lanzaban de pronto, alevosamente, a un ataque general. No; no podían fiarse y sin embargo... ¿Qué salida les quedaba? Solamente aquélla; pactar con el enemigo. Las alentadoras noticias del general Berenguer decidieron a Navarro. Hasta entonces se había negado a tratar con los moros. El día 6 de agostó autorizó las gestiones. El día 6 de agosto amaneció bajo un signo insólito y esperanzador. Se escuchaban solamente algunos disparos sueltos. Los soldados levantaban la cabeza. Miraban el cielo limpio del alba, ligeramente coloreado de azul. Escuchaban atentamente. —¿Qué pasa, mi sargento? —preguntó un soldado. —Ya lo ves. No tiran los cañones. Transcurrían los minutos. El paqueo cesó también. Se escuchaban solamente los ayes de los heridos y su lastimera petición: «¡Agua !, ¡agua!»... Todos lo vieron. Se lo señalaban unos a otros apuntando con el dedo índice o adelantando la barbilla. Las gargantas estaban agarrotadas por la emoción. Había lágrimas en algunos ojos. ¿Iban a salvarse? ¿Iban a terminar la horrible tortura de Monte Arruit? En la Plazuela de la Muerte estaba el general Navarro con los jefes y oficiales de su Cuartel General. Permanecían silenciosos, mirando también. El teniente Suárez Cantón avanzaba. Se dirigía hacia la puerta Principal del campamento. El teniente llevaba en sus manos la bandera blanca de parlamento. La tropa de Alcántara, que defendía la puerta, abrió paso. Estaban, como los demás, mudos de emoción. El oficial trepó por la pared de sacos terreros que obstruían los batientes. —¡Esto es la paz! —murmuró ahogadamente un soldado—. Somos tres mil hombres. No hay entrañas capaces de asesinar a tres mil hombres. Saldremos vivos de aquí. El teniente Suárez Cantón se puso de pie sobre los sacos terreros. Agitó la bandera blanca. ¡Cómo la miraban los sitiados de Monte Arruit ! Por unos instantes olvidaron la sed, el hambre, las heridas, todo el inmenso dolor. La bandera blanca de la paz estaba en la luz. Se movió hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia la derecha... Y sonó la descarga. El teniente Suárez Cantón fue despedido, empujado brutalmente por el plomo, y cayó a tierra sin vida. Una desolación inenarrable se abatió sobre el campamento de Monte Arruit. Y todo fue más triste, más trágica la muerte, más dolorosas las heridas, más insoportables la sed, el hambre, la extenuación. El general Navarro se agitó convulsivamente. —¡La chusma! —exclamó—. ¡Seguimos a merced de la chusma! No entablaremos negociaciones mientras no acudan en persona los jefes a que se refería el Alto Comisario. Las horas iban transcurriendo. Callaban los cañones. No se oían tampoco tiros de fusil. De vez en cuando llegaban las voces de los moros. —¡Entregar fusila! ¡Rendirse y salvar vidas! ¡Rendirse! Los soldados se habían rehecho. Permanecían expectantes. El silencio de las armas enemigas era muy elocuente. ¿Había esperanzas aún? «¡Fuera de aquí, traidores!» Por la tarde una gritadora turba de Policías desertores y de rifeños desarrapados intentó aproximarse para negociar la entrega del campamento. —¡Que se marchen! —ordenó el general Navarro—. ¡Decidles que se marchen, o los barreremos a tiros! —¡Fuera! —empezaron a gritar los soldados—. ¡Fuera de aquí, traidores! Los moros miraban con descaro. Voceaban amenazadores. Hacían ademanes obscenos, pero se retiraron presurosos. Con el amanecer llegaban el terror y la esperanza. ¿Reanudarían los moros el bombardeo? ¿Se presentarían los emisarios anunciados por el general Berenguer? Los soldados aguardaban tensos, con angustia. Ya no podían resistir más el sufrimiento. «Ya, no podemos resistir más», pensaban. El cornetín sonó como un grito de agonía. Los proyectiles hicieron trizas la mañana con su escalofriante tirón. Las explosiones hocicaron en el suelo ensangrentado del recinto. Y todo volvió a sumergirse en la alucinante marea de la muerte. La ración para todo aquel día, 7 de agosto, consistió en un jarrillo de agua para cada ocho hombres y en un chusco para, cada tres. Los soldados comieron el pan y apenas si pudieron humedecer sus bocas, resecas. La llegada de varios aviones puso len conmoción al campamento. Hasta el general Navarro y algunos jefes y oficiales de su estado mayor se asomaron a la Plazuela de la Muerte. Todos los rostros reflejaban idéntica ansiedad. ¿Les arrojarían hielo los aviones? Estaban absortos, olvidados del peligro, pendientes de la evolución de los aparatos. No oyeron el alerta del cornetín. Ya estaba encima la granada, cuando advirtieron el mortal riesgo. La granada reventó, asoló la Plazuela de la Muerte. Cayeron heridos el general Navarro, los capitanes Sánchez Monje y Sainz Gutiérrez, el intérprete Antonio Alcaide, el asistente del general, y rodaron por tierra, mutilados y sangrientos, casi todos sin vida, veinticinco hombres del regimiento de Melilla. A Navarro le extrajeron un balín de un muslo. Su herida, estaba amenazada de la gangrena, pero el general siguió al mando de la tropa. Caminaba trabajosamente, apoyándose en un bastón y en el hombro de uno de sus ayudantes. Aquel 7 de agosto, el general envió a Melilla, por medio del heliógrafo, el siguiente parte: «Policía y chusma que me rodea ha querido varias veces negociar entrega campamento y, como carecía garantías, me he negado y ha vuelto cañoneo.» El general apremiaba al Mando para que consiguiera que los negociadores de la rendición hablaran con él personalmente, pues el tumulto de la gentuza que le sitiaba sería desastroso. Más tarde, el comandante Villar avanzó hacia la puerta del campamento. Le seguía el intérprete Antonio Alcaide. El intérprete llevaba su mano derecha vendada con un paño en el que brillaba la sangre húmeda. Con la izquierda empuñaba el asta de la bandera de parlamento. La salida del comandante Villar No se salió a la aguada aquel día. La trinchera construida por los moros entrañaba una dificultad casi insalvable y, además, era inútil exponer nuevas vidas, cuando la suerte de Monte Arruit ya estaba echada. Tenían más de 500 heridos en la, posición, el armamento se hallaba en gran parte inutilizado, las tropas se habían quedado, prácticamente, sin oficialidad que los mandara, los hombres no eran sino seres espectrales, esqueletos con la piel pegada a la osamenta, y, sobre todo, carecían de munición para sostener un ligero ataque. Solamente quedaban cinco cartuchos por fusil. No cabía duda. La suerte de Monte Arruit estaba echada: pactar con el enemigo fuera como fuera, anticiparse al mortal peligro del asalto del campamento y la degollina. Todos lo sabían. Miraban acongojados la bandera blanca sacudida por el tiroteo enemigo y en sus corazones iban depositándose los funestos presagios como una turbia ceniza. Al día siguiente, el general Berenguer hizo transmitir su respuesta al mensaje de Navarro. El campamento tendría que rendirse a la chusma. Los emisarios, aquella última tabla de salvación, había sido arrebatada también por la adversidad. Así lo trasladan claramente las frases del Alto Comisario. Algunos jefes y oficiales del Cuartel General de Monte Arruit debieron de pensarlo: Dejad toda esperanza. «Si no han llegado emisarios —decía Berenguer—, le autorizo para tratar con enemigo que le rodea, a base de entrega de armas, pues mi principal deseo, una vez extremada la defensa al punto que lo han hecho, es salvar la vida de esos héroes, en los que tiene puesta la vista España entera, que los admira.» El general Navarro le ordenó al comandante Villar que saliera nuevamente a parlamentar con los moros. Esta vez no recibieron a tiros al comandante. Se adelantaron unos jefes a su encuentro. Los oficiales lo comentaban en voz viva, animosa. —¡Ya están ahí los jefes moros! ¿Lo veis? ¡Por fin han llegado! Entre la tropa se observaba una agitación peligrosa. Su resistencia había llegado al límite. El pánico, la sed, la desesperación empezaban a trastornar los cerebros. Los jefes y oficiales permanecían alerta, sobresaltados. Temían que estallase de pronto la rebelión. Sonaban voces roncas, amenazadoras, y los rostros estaban torvos, sombríos. Los oficiales miraban a los jefes rifeños. No conocían a ninguno. No tenían tampoco la apostura del moro noble. Eran, seguramente, los caudillos de la chusma. El comandante Villar hablaba, con los jefes. Se alejó charlando con ellos y no tardaron en perderse de vista. —¿Qué os parece? —decían los oficiales—. ¿Veis como todo va bien? Ahora negociarán las condiciones para la Capitulación. El comandante Villar tiene mucha experiencia. Sabe cómo manejar a los moros. Conseguirá buenos tratos. Sólo es cuestión de unas horas. Y las horas empezaron a transcurrir. Pasaron muchas. No se hacía ningún preparativo para salir a la aguada. La agitación de los soldados iba en aumento. Gemían enloquecedoramente los heridos: «¡Agua!, ¡agual...» En algunos sectores, varios individuos se apartaron del parapeto. Empezaban a formar grupos. Se oyeron votes de protesta. Los ofíciales se acercaron a los grupos. Zarandearon rudamente a los soldados más levantiscos. —¿Qué pasa aquí? ¡Venga! ¡A vuestros puestos! La tropa obedecía rezongando. No obstante, los preparativos que se estaban haciendo para la aguada acabaron por aplacar los ánimos. Partieron 18 hombres al mando de un sargento. Llevaban solamente una carricuba. —Que puedan beber los heridos por lo menos —decían resignadamente los soldados. El enemigo hizo retroceder a la reducida fuerza. Se apoderó del carricuba y apresó a un cabo de Ceriñola que se había ofrecido a salir voluntario, aunque se hallaba enfermo. El pobre infeliz suplicaba, intentaba ablandar el corazón de sus aprehensor es.
—¡Estar enfermo! —decía—. ¡Estar
enfermo! —¿Estar enfermo? —preguntó y le clavó la gumía en el vientre hasta la empuñadura. Las horas siguieron pasando. El comandante Villar no volvía. Llegó la noche. ¿Qué habría ocurrido? ¿Le habrían apresado los rifeños? ¿Continuaría puntualizando las condiciones de la rendición, regateando y debatiéndose en las mallas de aquella interminable y sinuosa dialéctica de los moros? Las horas nocturnas del 8 de agosto transcurrieron con esta cruel incertidumbre. Al día siguiente, por la mañana, Villar envió a Monte Arruit una misiva en la que daba ,seguridades sobre el buen cariz de las negociaciones con los moros. La noticia, tan anhelosamente esperada la víspera, fue recibida con indiferencia. La postración de la tropa había llegado a un extremo del que nada ni nadie, al parecer, podía arrancarla. «Los jefazos! ¡Vienen los jefazos!» Era el 9 de agosto. El sitio duraba ya doce días. No tenían agua, ni comida, ni munición. Los heridos rebasaban el número de 500. El estrecho reducto de la posición había recibido 400 impactos de los cañones.. Las bajas sufridas sumaban 852. Un total de 419 hombres habían resultado muertos, de ellos 167 a causa de la infección. Las penalidades de los sobrevivientes superaban todo lo que un ser humano puede soportar, En aquel 9 de agosto lo 'único que podía pensarse era en el fin de la 'tortura. Y, a la vez, ese fin se les presentaba tan problemático, entrañaba riesgos tan terribles, que contribuía a sepultarlos en. el más profundo abatimiento. Por la mañana no se salió tampoco a la aguada. Llevaban. ya tres días sin beber. La tortura de la sed bajo el tórrido sol africano hizo que algunos soldados arrancasen violentamente a su postración. No eran hombres levantiscos: eran, sencillamente, desesperados. Volvían a revólverse fieros, mucho más temibles que el día anterior. Dirigían torvas miradas de furia y extravío. Agarrotaban sus manos sobre los fusiles y machetes, decididos a matar. Y no escuchaban razones. Ni siquiera les afectó la noticia de que, por fin, Ben-Chelal, Burrahai y otros jefes importantes se dirigían hacia el campamento para parlamentar con el general Navarro. Entre sus compañeros, sin embargo, cundía la esperanza. Se movían nerviosamente, se interrogaban. —¿Quién?, ¿quién? —Burrahai, Ben-Chelal... Los jefazos. ¡Vienen los jefazos! Hablaban con excitación, Miraban hacia la Plazuela de la Muerte. Vieron al general Navarro que avanzaba arrastrando su pierna herida. Se apoyaba en su bastón y en el hombro de un oficial. Los jefes moros se detuvieron ante la puerta. Se negaron rotundamente al acostumbrado requisito de ser introducidos en la posición con los ojos vendados. Exigieron que las conversaciones se celebraran fuera del recinto. Navarro tuvo que someterse a esta condición. El general salió. Se quedó apoyado contra el pilar derecho de la entrada. Serían las doce y Media de la mañana. Fue entonces cuando se produjo inesperadamente la sedición. No cundió, sin embargo. La llegada de los jefes moros había operado como un sedante sobre los ánimos de la mayoría. El teniente coronel Pérez Ortiz contuvo, pistola en mano a los sediciosos. Y el general ni siquiera llegó a enterarse. Las condiciones para la entrega del campamento, después de la labor previa llevada a Cabo por el comandante Villar, se concretaron rápidamente en los siguientes puntos: 1º) La compañía destacada se reintegraría inmediatamente a la posición sin ser hostilizada. 2º) Se facilitarían medios de transporte a los heridos, debiendo quedar los más graves en la posición, con la debida asistencia médica y bajo la custodia de una guardia de 50 hombres. 3º) Los sitiados entregarían las armas, pero conservando los oficiales sus pistolas (requisito este último puramente formulario, puesto que no tenían municiones para ellas). El general insistió mucho en que se proporcionaran urgentemente cuidados médicos a los heridos y agua .a toda la guarnición, que enloquecía de sed. Navarro ordenó que se comunicaran al general Berenguer las condiciones de la capitulación, añadiendo un mensaje de gratitud destinado al Rey, por el alentador saludo que les dirigió «en momentos angustiosos de peligro y tribulación». Poco después se tocó llamada, para que formasen las compañías y entregaran con orden su armamento. El teniente Gilabert salió para incorporar a los individuos destacados. Uno de los jefes moros le acompañaba. Las tropas empezaban a formar. A las compañías de Ceriñola se les confió el cuidado de los heridos y fueron las primeras en entregar las armas. A los heridos graves los colocaban en camillas. Los otros, los que podían valerse, iban formando para abandonar el campamento. Se escuchaban quejas desgarradoras y súplicas. —¡Agua!.., ¡agua! ¿No hay agua? Después, el patético convoy de los heridos empezó a moverse. Avanzaban con lentitud. Las compañías de San Fernando, entretanto, iban haciendo entrega de los fusiles. Los notarios indígenas tomaban nota. La evacuación se desarrollaba bajo un signo bonancible y alentador. La traición El general- Navarro, con los cabecillas moros, se hallaba fuera de la posición para presenciar el desfile de las tropas. A Navarro le acompañaban los nueve jefes y oficiales de su Cuartel General y el intérprete, Antonio Alcaide. Estaban todos heridos, salvo uno de los oficiales. La renqueante procesión de los heridos empezaba a salir del campamento. Asomaban también los primeros hombres de San Fernando. El general y sus compañeros se retiraron hacia unos ruinas cercanas. Allí, el general, agotado y herido, se sentó a la sombra. Los jefes moros, sin embargo, se pusieron a apremiarle con una impaciencia confusa. —¡Andar! —decían—, ¡andar! El general se incorporó sorprendido. No comprendía la actitud de los rifeños. Trató de pedir una explicación, pero no obtuvo respuesta. —¡Andar! —insistían nerviosamente los moros—. ¡Andar! —y les iban empujando sin contemplaciones hacia la estación del ferrocarril. Como las condiciones para la entrega del campamento sólo se habían ajustado verbalmente, Navarro pensó que, quizá, los jefes indígenas deseaban que firmase el acta de capitulación. El general se dejó conducir sin oponer resistencia. Los jefes y oficiales de su Cuartel General y el intérprete, Antonio Alcaide, le siguieron. Antonio Alcaide, por respeto a sus superiores, marchaba algo rezagado. Se detuvo unos instantes para mirar hacia Monte Arruit. Pudo ver a las turbas de moros armados, que asaltaban la posición, penetrando en ella por varios puntos. Poco después sonaron los primeros tiros. —Qué pasa? —preguntó muy alarmado el general. Y el general y sus acompañantes españoles se miraron aterrados, comprendiendo la traición. (5) Las fuerzas de la guarnición de Monte Arruit seguían entregando el armamento. Dejaban los fusiles, los machetes, los correajes, abandonando también, quienes los tenían, sus macutos y su manta. La oficialidad se desprendía de los sables y de sus inútiles pistolas. Después, en correcta formación, se encaminaban todos a la salida. La carnicería La gran riada de hombres fluía despaciosa por la puerta, principal de la posición. Los últimos individuos de San Fernando estaban terminando de abandonar el campamento, cuando la cabeza del convoy de los heridos se aproximaba al león: estatua erigida en honor del general Jordana y emplazada en mitad de la pendiente que separa la posición de la carretera. Fue en ese instante cuando la chusma indígena se abalanzó sobre el recinto. Saltaban los parapetos y penetraban también en tromba por la puerta principal. Parecían movidos exclusivamente por la codicia del botín, pero muy pronto empezaron a sonar de nuevo los tiros y dio comienzo la carnicería. En el exterior de la posición, la sanguinaria turba de rifeños a pie y a caballo se arrojaba sobre los heridos. Arrollaban las camillas y a sus portadores, disparaban a quemarropa contra, los individuos o los acuchillaban con sus alfanjes y gumías. Algunas de las camillas con los heridos más graves no habían salido aún. El valeroso médico Felipe Peña logró sacar varias por encima del parapeto. Los jinetes moros se arrojaron ferozmente sobre ellas, atropellándolas y asesinando a heridos y camilleros. Los soldados del regimiento de África, que aún no. habían entregado sus fusiles, se defendieron al mando del capitán González Vallés durante unos minutos, hasta agotar la munición. El pánico hizo presa en las inermes tropas que todavía se hallaban en el interior del recinto. Partieron en confuso tropel hacia la salida. Los oficiales de las últimas fuerzas de San Fernando, que estaban terminando de evacuar la posición, comprendieron el enorme peligro. La desordenada fuga de los españoles contribuía a excitar a los moros, desatando la matanza y el aniquilamiento de toda la guarnición. —¡Obstruid la puerta! —ordenaron los oficiales a sus hombres—. ¡ Obstruid la puerta! Después, abriendo y agitando los brazos, hicieron frente a la turbamulta de los soldados enloquecidos por el miedo. —Calma ! —gritaban con todas sus fuerzas—. ¡Conservad la calma! ¡ Os va la vida en ello! Los fugitivos arrollaron a los oficiales, embistieron contra el dique de San Fernando, pugnaron con ciega desesperación durante unos instantes. Los de San Fernando no cedían. Algunos hombres retrocedieron, escaparon saltando el parapeto. La mayoría, sin embargo, se sobrepuso al terror. Todos, oficiales y tropa de San Fernando, voceaban para tranquilizarlos. —¡Calma!, ¡calma! ¡Tened calma! Consiguieron que formaran en relativo buen orden, e inmediatamente se reanudó la evacuación. Los tropas formaban en compactas hileras, apretujadas por el miedo y la ansiedad. Salvaban transidas de temor el confuso amontonamiento de los moros, que se agolpaban liquidando a los heridos, y luego, con bastante buen orden iban descendiendo la cuesta, se alejaban, tal vez hacia la salvación, Quizá los moros se conformasen con eso, con saciar sus sanguinarios instintos rematando a los hombres inutilizados por las heridas o la enfermedad. Era su postrera aunque endeble esperanza. Todos hacían esfuerzos sobrehumanos para dominarse y no partir a la carrera. Escuchaban las apaciguadoras voces .de los oficiales de los sargentos, de los cabos, de algunos compañeros que daban muestras de imperturbable sangre fría. —¡Calma!, icalma! ¡Conservad la formación! ,¡no corrais! ¡Si corremos, nos abrasarán a tiros! .A algunos hombres les flaqueaban las piernas, otros las llevaban rígidas, endurecidas por la tensión, pero todos avanzaban con un paso vivo. Se distanciaban de los moros rápidamente. venticinco, treinta metros, cuarenta... Atrás quedaban los gritos y el horror, el mortal cepo en que se debatían inútilmente los españoles heridos. Ahora se hallaban a cincuenta metros de la posición. ¡Cómo latirían los corazones de aquellos hombres que se alejaban camino de la libertad! Cincuenta metros... Se incorporaron de repente, dos filas de moros que permanecían escondidos a la espera y empezaron a fusilar a los hombres de la columna desde todos los sitios. Los soldados se dispersaron huyendo locos de terror. Iban cazándolos a tiros o los apuñalaban. Surgieron centenares de moros que mataban y mataban, ensangrentándose las manos, las chilabas y las armas. Ya no había ningún herido de pie. Sólo eran, ellos y sus conductores, una masa convulsa y roja. Aún quedaban hombres en el campamento. Volaban hacia la puerta perseguidos por los disparos que les hacían los moros que se hallaban en el interior, y, al asomar, caían acribillados por las descargas de los rifeños que los aguardaban fuera. El día de la rendición había, en Monte Arruit más de dos millares de supervivientes. Allí estaban ahora, todos muertos. Los cadáveres cubrían las laderas. Y la sangre empapaba la trágica colina. Reproducido de «El desastre de Annual», de Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. «Episodios Nacionales Contemporáneos» . Editorial Planeta. Barcelona. (1) El Alto Comisario, general Berenguer, negó posteriormente que él hubiera dado tal orden. Y quizás hubo una mala interpretación por las dificultades de la comunicación por heliógrafo, que los rifeños entorpecían encendiendo hogueras para interceptar el rayo luminoso. (2) Procedían de la vanguardia de la columna salida de Annual, que no se detuvo a pernoctar en Dar-Drius, y de otros contingentes dispersos, llegados hasta Monte Arruit. (3) Lugares en que acampó la columna durante la retirada. (4) Efectivamente, Melilla estaba desguarnecido casi por completo y 'en riesgo gravísimo 'de ser asaltada y tomada por los moros. El general Berenguer, que había llegado a la ciudad el 23 de julio, tenía que sobrellevar impotente el sacrificio —casi ante su vista— de Monte Arruit y Zeluán —únicos puntos en que aún resistían los sobrevivientes espa- ñoles—' porque no podía distraer ni un solo soldado 'de las tropas atrincheradas en torno a la plaza para acudir en socorro de los sitiados. (5) Navarro, su Estado Mayor y algunos centenares de hombres, entre jefes, oficiales y soldados, sobrevivientes del Desastre de Annual, permanecieron cautivos. Muchos fallecieron víctimas del inhumano trato de los moros; los demás fueron rescatados por una importante suma de dinero, tras dos años de penalidades. |