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LOS ÚLTIMOS DE MANILA

Manuel Román Copons

Publicado en Historia y Vida nº 91 octubre de 1975


(La Aduana de Manila, en 1830,según un grabado de M. de Sainson para la obra «Viaje pintoresco alrededor del mundo», de Dumont d'Urville. Abajo, el acorazado español «Pelayo»,buque insignia del almirante Cámara en 1898.)

Suele decirse de Cuba que «fue la última perla de la Corona de España». Pero no es justo olvidar que el mismo año de su pérdida, 1898, también las islas Filipinas dejaron de ser españolas. La suerte de Filipinas, tanto en la Segunda Guerra Mundial como en aquel conflicto hispano-yanqui, había de decidirse en el mar. Cavite, la base naval próxima a Manila, fue el escenario del famoso episodio bélico que pasó a la Historia como «desastre de Cavile». Un curioso documento gráfico, editado por el diario «La Vanguardia», de Barcelona, como regalo a sus suscriptores en 1898 —hoy, pieza de bibliófilo nos permite revivir «en caliente» los hechos, cuyas consecuencias iban a marcar a toda una generación de españoles.

Filipinas en la primera mitad del siglo XIX

EN 1841, la imprenta y librería barcelonesa de Juan Oliveres, situada en la calle de Escudellers, número 53, publicó la segunda edición del Viaje pintoresco alrededor (sic) del Mundo», traducción castellana de una obra francesa dirigida por el ilustre navegante «Monsieur Dumont d'Urville, capitán de navío». El viaje en cuestión encierra una extensa, pormenorizada y curiosa descripción del archipiélago filipino, de la que reproducimos seguidamente algunos párrafos.

Las Filipinas, colonia española en el Pacifico

Digamos de entrada, que el juicio del autor no es demasiado halagüeño para los españoles: «Las Filipinas, y Luzón en especial, no tienen nada en el mundo que los iguale en el clima, la belleza del paisaje y la fecundidad del suelo:'Luzón es el diamante más esplendente y puro que hayan encontrado los aventureros españoles. En sus manos ha quedado en bruto: únicamente algunas facetas han sido bruñidas. Pero entregad Luzón a la actividad y a la tole-rancia inglesas, o bien a la industria infatigable de los criollos holandeses y veréis lo que saldrá de tan maravillosa joya, Más adelante el autor matiza este juicio con veladuras positivas, como veremos. Sin embargo, no cabe duda de que en el imperio español, disminuido o no, Filipinas había desempeñado el papel de Cenicienta: estaba muy lejos y hasta que la independencia de América fue un hecho, en cierto modo el archipiélago descubierto por Magallanes cabria considerarlo más bien como un apéndice de la Nueva España que de España. Recordemos que el comercio oficial con Filipinas se efectuó durante largo tiempo mediante la famosa «nave de Acapulco», modestísima aportación de unas islas con enormes posibilidades.

En los años cuarenta del siglo pasado, el Imperio había quedado reducido a aquellas colonias que luego se perdieron, en 1898, excepción hecha del vaivén de la isla de Santo Domingo, que España aceptó a regañadientes y abandonó con el general beneplácito. Pero tampoco entonces mejoró gran cosa la situación de la lejana Filipinas. Fue preciso esperar hasta la apertura del canal de Suez, en 1869, que aproximó las islas a la metrópoli y aceleró el desarrollo del archipiélago. Pero sólo veintinueve años separan 1869 del fatídico 1898, que vería cómo el pabellón español era arriado en Intramuros...

Por aquellas fechas —primera mitad del siglo XIX— no cabe duda de que los holandeses celaban mejor que los españoles sus posesiones en Insulindia: no en vano Java constituía la pieza clave de su imperio colonial, mientras que en el de España ese lugar lo ocupaba Cuba: «la Perla de las Antillas» drenaba los capitales y los brazos peninsulares con vocación colonial.

«Aquí nos hallamos en país civilizado».

Los viajeros franceses que, en la obra dirigida por Dumont d'Urville, visitan el archipiélago filipino procedían de Cochinchina. Pese a la escasa estima que manifiestan hacia la labor de los colonizadores españoles, su primera reflexión en cuanto ponen los pies en Manila contradice aquel juicio inicial: «Vamos a visitar la ciudad; al menos aquí nos hallamos en país civilizado.»

¿Lo contradice? Quizá cabría decir más exactamente que lo rectifica: sin duda los españoles hubieran podido sacar mayor partido de Filipinas, pero en Manila habían creado la primera ciudad «civilizada» —léase en aquellas fechas, »europeizada.— del Asia Sudoriental. Su primera visita es para las murallas, que les parecen «más que suficientes para contener a la población indígena, pero incapaces de resistir al cañón europeo», Echan un vistazo a los cuarteles, guarnecidos por los 1.500 soldados de tropas blancas que hay en ,Manila, en tanto que los 5.000 soldados indígenas están acantonados en las aldeas cercanas a la capital. Recorren el cercano palacio del capitán general, «Es un edificio extenso, pero grosero, macizo y bajo. Admitidos a visitar el interior, vimos piezas inmensas casi desamuebladas, salones decorados sin gusto, guarnecidos de baratillos e indigno del primer dignatario de la isla.» El introductor puntualiza que el entonces capitán general, enfermo a consecuencia de viejas heridas, residía en una casa de campo de los alrededores de Manila. La plaza, que limita por uno de sus lados el palacio y por otro las casas consistoriales, «de hermosa apariencia», forma con las restantes construcciones un conjunto «grave, triste, avejentado».

«Las casas que observamos no tenían más que un alto —añade—; su parte inferior es de piedras, que forman un macizo de veinte pies de altura; más luego empieza un sistema de armadura, de juego libre y elástico, que es el único recurso del país contra los más horribles terremotos.- La iglesia de San Francisco tampoco les mere-ce mejor opinión: «como arquitectura, aquel edificio es una construcción muy pobre». Sí les llama la atención, en cambio, el abigarrado público femenino: «Las mujeres blancas se distinguían fácilmente de las demás por sus mantillas y sus vestidos negros; las mestizas, por sus cambayas de color y sus piernas desnudas; las zagalas indígenas, por el elegante tapiz que hace veces de basquiña y moldea su cuerpo».

Pronto comprenden que la ciudad pintoresca y animada no la hallarán en la vieja Manila amurallada, sino en los barrios criollos e indígenas: en Bidondo. (Binondo). La Manila viva será el objetivo de la segunda salida de nuestros viajeros, «Bidondo es efectivamente la segunda ciudad de Manila, la ciudad del comercio y del bullicio, al contrario de la que habitábamos que es la ciudad de la guerra y del silencio. Manila, residencia de las autoridades superiores, plaza de armas de Luzón, mansión de los nobles españoles, es respecto de Bidondo la Cité (de París) a los ricos y populosos arrabales tendidos sobre las dos riberas del Sena.

»Al día siguiente, después de haber tomado el chocolate —el chocolate, esta pasión del español— nos encaminamos a la ciudad plebeya. A medida que nos aproximábamos a ella, parecía que el aire circulaba más libre y juguetón, que los verdes eran más frescos y el Sol más luminoso.

»Para llegar a Bidondo, tuvimos que atravesar los sombríos puentes levadizos de la ciudad militar, allende de los cuales se extendía un puente de piedra, destruido en el medio, pero construido a la europea, con arcos cimbrados, parapetos y un camino embolsado para los carruajes. A nuestro paso, ese puente se hallaba atestado de pueblo: españoles y mestizos, provistos de anchos quitasoles, se cruzaban en aquel punto de activa comunicación. Varios criollos, seguidos de sus criados, aldeanos tagalos llegados de los alrededores con sus artículos, comerciantes chinos, trabajadores malayos, comunicaban a la calzada cierto aire de vida y de movimiento. A medida que nos alejábamos, veíamos las encumbradas torres de Manila, los terraplenes perpendiculares, la prolongada serie de conventos y altos edificios, agruparse como un solo conjunto que dominaba el río.

¡Adiós, ciudad sombría, donde todo res-pira la austeridad claustral; adiós, ceñudas y displicentes casas de los señores de Luzón; adiós, privilegiado recinto que apenas cuenta 8.000 almas entre amos negligentes y criados oficiosos! Ved como aparece Bidondo con sus 140.000 habitantes. ¡Qué contraste! Hileras de casas elegantes y aseadas,. un hormiguero de habitantes atareados, un muelle que se extiende hasta perderse de vista, donde se amarran las embarcaciones, donde rechinan las poleas, donde ruedan fardos procedentes de las cuatro partes del mundo! No hay en Bidondo categorías ni exclusiones pueriles; al lado de los almacenes y de la coqueta habitación del comerciante americano, se ve el alojamiento del trabajador indígena, el tagalo industrioso. Fácilmente puede verse que todo lo ha conquistado el trabajo del propietario: la cabaña es de bambúes cubiertos con hojas de palmera, y no deja de haber cierto gusto en el orden de aquellos materiales tan frágiles y comunes. Manifiéstanse en el interior algunos muebles, groseras imágenes de la Virgen y de los santos, un Cristo clavado en una pared, provisiones, utensilios de cocina que indican que el propietario del lugar ha podido disponer ya de algunos ahorros y que los ha empleado según su gusto o según sus necesidades. Nada de lujo manifiestan los vestidos de la pareja que habita tan modesto alojamiento. Con el cigarro en los labios, la tagala ha puesto en sus cabellos, sujetos por un peine de concha, un pañuelo que los cubre y flota en seguida sobre sus espaldas: un canesú de tela blanca oculta su seno y deja desnuda una porción del talle, dibujado por la cambaya listada que cae hasta el tobillo. Sobre la cambaya hay el tapete, a veces liso, muchas veces listado, que dibuja las formas y une aquel vestido sobre el cuerpo. Una especie de babuchas completan aquel atavío. Poco falta para que el tagalo traiga el traje europeo. La camisa pende en forma de blusa sobre el pantalón de tela, el sombrero de fieltro, los zapatos; todo lo asemeja a un aldeano de nuestras comarcas meridionales.

»No existían en las Filipinas los obstáculos que ha encontrado una fusión completa en el continente asiático. Los tagalos no tenían como los hindúes un culto inflexible que opusiese una barrera insuperable entre ellos y los invasores. Ningún fanatismo religioso, ninguna creencia profunda parecían haber fanatizado nunca a aquellos pueblos. El cristianismo se naturalizó en ellos del mismo modo que el mahometismo, esto es, sin violencia, sin persecución, sin martirio. Aún hay más: como cada expedición española contaba en aquella época dos autoridades distintas, la una religiosa y la otra política, la que dominaba la época y dominaba en Europa (la religiosa) fue asimismo la más fuerte, la más activa y la más influyente en las Indias. Convirtiéronse y evangelizáronse los pueblos antes de imponerles en el aspecto material de nuestra civilización; creáronse curatos antes que se organizaran distritos.

»De este sistema resultó que las poblaciones tagalas, como casi todas las que habitaban Luzón, semi-españolizáronse, por-que la acción religiosa es un hecho que no obra en la superficie, sino que profundiza lentamente y no se borra jamás. Los indígenas tomaron de sus vencedores la gravedad, la sangre fria, el apatia, la inteligencia, la sobriedad, después de haber tomado su culto, sus creencias y sus ritos. El propio físico se resintió de la conquista, sea de resultas de una mezcla de sangre, o bien de simples modificaciones higiénicas, Aunque el tagalo tenga algunos caracteres del tipo malayo, y aunque, como los isleños de Java y de Sumatra, sea desmedrado y nervioso, con la frente baja, la nariz chata, los carrillos prominentes, la boca grande, los cabellos negros y el tinte cobrizo que distingue esa raza oceánica, hay en su porte algo de noble y de atrevido, y en su fisonomía un no sé qué de atractivo que lo mantiene fuera de toda asimilación.»

La guerra de Filipinas en el Álbum episódico del periódico barcelonés "La Vanguardia" (1898)

En los inicios de la singladura que había da llevarle a convertirse en el periódico de mayor tiraje de Barcelona y en uno de los grandes de la prensa española, «La Vanguardia» regalaba a sus suscriptores «álbumes» dedicados a temas diversos. El tomo XIV, aparecido en 1898, trataba de la guerra entre España y los Estados Unidos. En la nota prologal, la Redacción advierte: «Teniendo que componerlo —el álbum— a medida que los sucesos se desarrollan y con tiempo muy limitado, los materiales han de ser escasos y la obra, por consiguiente, incompleta»... Los Inicios de la redacción de este álbum se sitúan, en efecto, después del desastre de Cavite y antes del de Santiago de Cuba, hechos de armas los más descollantes de la guerra hispano-norteamericana, de modo que los sucesos acaecidos en Filipinas ocupan en él un destacado lugar.

La suerte de Filipinas tenía que decidirse en el mar, exactamente como ocurrió en aquel mismo escenario durante la Segunda Guerra Mundial. Y, a pesar de la extensión del archipiélago -300.000 kilómetros cuadrados, repartidos entre once grandes islas y más de siete mil islas pequeñas o islotes—, la decisión se obtendría en Manila, capital de la isla mayor y más poblada y, sobre todo, en su bahía, la más anchurosa del archipiélago y también la mejor resguardada de los tifones.

Y, en efecto, ante Cavite, base naval próxima a Manila, se decidió la guerra en las primeras horas de la mañana del 1 de mayo de 1898, con el enfrentamiento de la escuadra española de Filipinas, mandada por el almirante Patricio Montojo, y la escuadra norteamericana del Pacífico, a las órdenes del comodoro George Dewey.

La superioridad de la flota norteamericana era manifiesta. En el álbum ya mencionado se especifican las características de ambas escuadras (reproducimos el cuadro en este mismo artículo) y, a seguido, se describen los antecedentes del combate y éste mismo en los siguientes términos:

«Desde que se fueron concentrando en Hong-Kong, durante el mes de marzo, hasta seis buques de guerra americanos, todos protegidos, de ellos tres cruceros y otros tantos cañoneros, comprendió el almirante Montojo, dada la tirantez de relaciones que ya existía entre los gobiernos de España y de los Estados Unidos, que la guerra era inminente, y así lo manifestó al señor ministro de Marina en Madrid, en cablegrama de 26 de marzo, exponiendo que las fuerzas navales con que podía disponer eran muy inferiores a las de la república americana.

Trató el almirante Montojo de tomar todas las precauciones necesarias para defender la entrada de Manila y el puerto de Subic; pero le faltaban torpedos, material de guerra importantísimo, de los que sólo ha podido colocar muy corto número, insuficiente para el objeto.

»Aumentada la escuadra americana con el crucero Baltimore y el cañonero de gran velocidad MacCulloch y habiendo adquirido en Hong-Kong dos vapores mercantes ingleses con carbón, víveres y municiones, se disponía a salir de Hong-Kong el 26 de abril, haciéndolo definitivamente de la bahía de Mirs el 29, habiéndose declarado la guerra el 21 anterior.

»El almirante Montojo, conocedor de los movimientos del enemigo, se decidió a esperarlo en el seno de Cañacao para apoyar con los cañones de sus buques los pocos con que contaba la playa y Arsenal de Cavite, prefiriendo tal situación a colocarse cerca de la ciudad de Manila, a fin de evitar que la capital fuese bombardeada.

»En la mañana del 30 de abril se hallaba la escuadra española formada de la siguiente manera:

»El crucero Reina Cristina, en ocho metros de fondo, en la línea que se dirige desde la batería de Guadalupe (Arsenal) a la punta de Sangley, acoderada con el costado de babor hacia el NE.; por la popa, en 8 1/2 metros de fondo, entre el Cristina y la punta Sangley, el crucero Castilla, que no podía moverse por hacer mucha agua: en segunda línea, por estribor, el crucero Don Juan de Austria y el Ulloa, que estaba en carena, con sólo dos cañones disponibles; por las amuras del Cristina los cruceros Isla de Cuba e Isla de Luzón, únicos protegidos, y por la proa hacia Cavite el pequeño aviso Marqués del Duero; se habían situado, además, para defensa de los cruceros Cristina y Castilla contra los torpedos del enemigo, varias gabarras cargadas de arena a distancia conveniente.

»A las dos de la madrugada del 1.° de mayo se tuvo noticia de que a media noche habían forzado la boca grande los buques americanos con mucha velocidad, en línea y bien dirigidos, después de cambiar algunos tiros de cañón con las baterías de entrada.

»A las cuatro se tocó a zafarrancho de combate, se avivaron los fuegos, se cargaron los cañones, y todos, oficiales, maquinistas, marineros y soldados, esperaban el momento de combatir.

»Poco antes de las cinco se vieron confusamente los buques enemigos, y a las cinco ya se distinguieron claramente, formando en línea de fila SE.- NO., a la cabeza el Olympia, con la insignia del comodoro Dewey, siguiendo el Baltimore, Raleigh y Boston, y como subordinados a éste los cañoneros Concord, Helene, Petrel y Mac-Culloch, este último fuera de la línea.

»Rompió el fuego la batería de punta Sangley, y las de Manila a las cinco y cuarto, y pocos minutos después el Cristina, seguido por los demás buques de la escuadra española, y contestó inmediatamente la americana, generalizándose el fuego muy vivo por ambas partes.

»La escuadra americana, que se hallaba distante de la española a más de 6.000 metros, pasó a la línea de frente, para acortar la distancia, quedando en dirección casi E.-O.

»A las siete y treinta se notó incendio en en la parte de proa del crucero Reina Cristina, que se pudo dominar; pocos minutos después una granada que estalló en el depósito de granadas y artificios de popa, produjo un voraz incendio en aquel paraje, otra granada rompió el aparato de gobernar o servomotor, y el buque, que con los demás españoles, se había puesto en movimiento para evitar el fuego del enemigo, y que éste lo envolviera, como trataba de hacer, quedó sin movimiento.

(Portada del álbum episódico que regaló el periódico «La Vanguardia» de Barcelona a sus suscriptores, en 1898. El tema era monográfico y estaba dedicado a la guerra hispano-yanqui.)

»El crucero Castilla era presa de las llamas igualmente. El Austria, muy averiado, se batía desesperadamente. El Ulloa, varado y en mal estado, seguía disparando con un cañón solo que le quedaba. El Isla de Cuba, Luzón y Marqués del Duero, trataban de acudir en defensa del buque de la insignia, o sea el crucero Cristina.

»A las ocho, habiendo vuelto a tomar incremento el incendio de la proa del Cristina, y ardiendo completamente la popa, decidió el almirante Montojo abandonar el buque, trasbordando con su Estado Mayor al Isla de Cuba, donde arboló su insignia, mientras el comandante del Cristina, capitán de navío Cadarso, quedaba a bordo, dirigiendo el abandono que tuvo lugar en botes y lanchas de los buques y del arsenal. El comandante del Cristina no pudo salvarse, pues una granada enemiga le dejó sin vida, como a muchos más que estaban a su lado.

»Reunidos los restos de la escuadra española en el fondo de la ensenada de Bacoor y hostilizados allí por los buques americanos, dio orden el almirante Montojo, que cuando ya no fuera posible defenderse más, se fueran echando a pique los buques, para que no cayeran en poder del enemigo, como se verificó, abandonándolos después ordenadamente.

»Las bajas que tuvo la escuadra española en este sangriento y desigual combate, fueron de casi 400 hombres, entre muertos y heridos, correspondiendo la mitad al crucero Cristina, que era el principal objeto de los americanos.

»Este triste resultado estaba previsto y anunciado repetidas veces por el almirante Montojo, que al aceptar el combate contra fuerzas muy superiores, lo hizo por el honor de la bandera y obligado por la necesidad.»

Artilleros entrenados y artilleros sin entrenar.

Los cronistas españoles de la época, suelen presentar la batalla corno un simple ejercicio de tiro al blanco por parte de la Escuadra del comodoro Dewey. Pablo de Azcárate (1) aporta el testimonio de uno de los ayudantes de Dewey utilizado por F. E. Chadwick en The relations of the United States and Spain:«Cuando nos retiramos de la lucha a las 7,30 de la mañana, después de dos horas de combate, Dewey se encontraba en una situación grave. Durante más de dos horas habíamos combatido a un enemigo determinado y valiente sin haber logrado disminuir el volumen de su fuego. Es verdad que tres, por lo menos, de sus barcos, estaban ardiendo; pero también lo estaba uno de los nuestros, el "Boston". Y los incendios habían sido extinguidos sin daño visible para los buques. En general, nada había ocurrido que nos permitiera decir que habíamos causado serios daños a los buques españoles. Seguían navegando detrás del cabo Sangley o en la bahía de Bacoor, con la misma actividad que, cuando al amanecer, los apercibimos por primera vez. Hasta entonces nada mostraba que el enemigo fuera menos capaz de defender su posición que lo era al comienzo. Por otra parte nuestra posición había empeorado mucho. Las municiones que quedaban en el "Olympia" (el buque almirante) no nos permitían prolongar la batalla por otras dos horas... Si se nos agotaban las municiones, podíamos convertirnos de cazadores en cazados. No exagero si digo que cuando nos retiramos, la consternación en el puente del "Olympia" era más sombría que una niebla de noviembre en Londres».

Es evidente que el fracaso en destruir a la escuadra española, aunque sólo fuera parcial, hubiera dejado a Dewey en una situación comprometida, pues se hallaba a enorme distancia de sus bases más próximas. Pero creemos que su ayudante exagera, si bien es posible que se trate de una primera impresión. Según otros textos, la escuadra norteamericana rompió el contacto a las 8,40 y se retiró al centro de la bahía de Manila: la cortina de humo producida por los disparos había reducido muchísimo la visibilidad. Sin embargo, ya en aquel momento, Dewey sabía que los daños sufridos por sus buques eran muy ligeros; además el pequeño incendio causado por las granadas españolas en el «Boston» había sido extinguido. La lista de bajas no podía ser más satisfactoria: ocho heridos, principalmente por astillas, y un fogonero muerto de congestión cerebral, debido al calor de la sala de máquinas. Y muy pronto pudo darse cuenta de que la escuadra de Montojo estaba herida de muerte; que la batalla había sido decisiva.

Los norteamericanos atribuyen su éxito a la superioridad de sus naves, por supuesto, pero también a la mejor puntería de sus artilleros. Según fuentes norteamericanas citadas por J. ,M. Allendesalazar (2) los norteamericanos lograron 170 impactos en los buques españoles y los cañones españoles, de los buques o de las baterías costeras 15 en los barcos enemigos. Dewey había entrenado a las dotaciones de sus barcos de manera intensiva durante tres meses antes de que se rompieran las hostilidades, y de manera concreta en prácticas de tiro. El propio comodoro dijo que la batalla de Cavite —denominada por los americanos de Manila— se había ganado frente a la bahía de Hong-Kong, donde sus barcos realizaban ejercicios de fuego real a diario (3). Sin embargo, es cierto que después del combate la escuadra de Dewey quedó peligrosamente desprovista de municiones.

La «Segunda Escuadra»

Recapitulemos y ordenemos cronológicamente los hechos acaecidos en 'Filipinas insertándolos en el conjunto de la guerra hispano-yanqui.

El 21 de abril de 1898 tuvo lugar la declaración de guerra y el 1 de mayo la destrucción de la escuadre española en Cavite. Como quiera que la batalla naval de Santiago de Cuba y el aniquilamiento de la escuadra del almirante Cervera —que se había hecho a la mar, rumbo a las Antillas, el 29 de abril— no se produjo hasta el 3 de julio del mismo año, los primeros reveses los sufrió España no en Cuba, escenario principal y causa del enfrentamiento, sino en las lejanas Filipinas.

Ello explica que la llamada «Segunda Escuadra», reunida en Cádiz a las órdenes del almirante Sixto Cámara, fuese enviada a Filipinas en auxilio de la asediada Manila el 19 de junio, si bien en un principio se había pensado utilizarla para atacar los puertos y la navegación en la costa atlántica de los Estados Unidos y de modo particular la base naval de Key West (Cayo Hueso).

Formaban esta escuadra los acorazados «Pelayo» y «Carlos V», los cruceros «Rápido» y «Patriota» y tres torpederos. Cruceros y torpederos eran de valor militar casi nulo, pero en cambio el «Pelayo», con una artillería más poderosa que la de cualquiera de los barcos bajo el mando de Dewey, hubiera podido causar a éste graves quebraderos de cabeza, de haber llegado a Filipinas.

Pero nada tan desdichado como el viaje de la «Segunda Escuadra». Durante la travesía a Port Said fue preciso remolcar a los tres torpederos; la escuadra no pudo carbonear ni en Port Said ni en Suez, lo cual era conforme a las prescripciones del derecho internacional. Además la escuadra tuvo que esperar unos días hasta recibir la autorización de cruzar el Canal. La razón de esta demora nos la aclara una anotación de Fernando Soldevilla (4): «Día 29 (junio 1898). El Gobierno dio orden telegráfica para el pago de los trescientos mil y pico de francos que importaban los derechos para pasar la escuadra de Cámara el Canal de Suez y con este pago desapareció el inconveniente que impedía a nuestros barcos proseguir su marcha y que les obligaron a estar detenidos varios días en el Canal, sufriendo además la mortificación de que en los puertos egipcios se les dijera que no podían estar más de veinticuatro horas, ni permitirles hacer carbón. La gerencia del Canal en parís dio orden telegráfica para que se permitiera el paso a la escuadra, y recibiendo el aviso, nuestros barcos entraron en turno, pues ya se encontraban acondicionados para poder pasar. El «Carlos V» tuvo que aligerar su carga a consecuencia de su mucho calado».

El 8 de julio, cuando la escuadra del almirante Cámara ya se había internado siete millas en el Mar ,Rojo, recibió la orden de regresar a España. Había llegado ya a Madrid la noticia de la derrota de Santiago de Cuba y la escuadra se precisaba para la defensa de las costas metropolitanas.

Ultimas semanas de la Manila española

¿Oué ocurría mientras tanto en Manila? Desde el 1 de mayo hasta el 13 de agosto, fecha de la rendición de la capital filipina, o sea durante tres meses y medio, en el corazón de Filipinas siguió ondeando la bandera española. ¿En lucha contra quién y en qué circunstancias?

Al día siguiente de la destrucción de la escuadra de Montojo y bajo la amenaza de un bombardeo por parte de la escuadra norteamericana (que, al parecer, andaba ya muy corta de municiones), fue abandonado al arsenal por su guarnición y el día 3 de mayo, el propio pueblo de Cavite. Los norteamericanos desembarcaron un destacamento de marines. Los tagalos, cobrando bríos ante la retirada española, entraron en Cavite y la saquearon a fondo.

Los norteamericanos habían logrado la victoria por mar, pero fueron los tagalos quienes encerraron a las fuerzas españolas en Manila y su perímetro defensivo. La cacareada paz de ''Bicnabató, resultó de una endeblez total. Los jefes insurrectos —con Emiliano Aguinaldo en cabeza— recibieron dinero, armas y promesas —promesas que tardaron medio siglo en cumplirse— de los norteamericanos y el país entero se levantó contra los españoles, con tanta mayor facilidad cuanto que todo el mundo comprendía que el dominio de España sobre el archipiélago estaba llegando a su término. Dewey —hay que suponer que recibió municiones con toda celeridad— hubiera podido bombardear Manila y forzar, o por lo menos acelerar, su rendición. Sin embargo, se abstuvo de hacerlo, convencido de que el alzamiento general del país garantizaba el éxito final; además, esperaba una fuerza de desembarco. Tranquilamente, pues, su escuadra permaneció anclada en la bahía. No es probable, como se ha dicho, que le intimidara la presencia de buques extranjeros ni el nada profético brindis pronunciado cuando ya las fuerzas de Aguinaldo habían alcanzado la línea de blocaos que defendía Manila, por el comandante alemán del «Irene» en una recepción ofrecida a varios oficiales españoles de Estado Mayor: «Brindo por España y debo declarar que los americanos no se anexionarán jamás las islas Filipinas mientras sea emperador de Alemania Guillermo II». (En realidad, a Guillermo ll se le hacían los dientes largos y tuvo que conformarse con las Marianas... a costa también de España. Sin guerra, eso sí, pero con presiones).

Dice Pedro Ortiz Armengol (5): Alrededor de la ciudad se había preparado un sistema de defensa que abarcaba un gran radio de unos doce kilómetros por tierra y ocho de costa y cuyo centro era Intramuros, otra vez codiciado». (El lector ya sabe que intramuros es algo más que la ciudadela de Manila. Construida en la península que forma el río Pasig al desembocar en el mar, fue el núcleo originario de Manila, con densa concentración de edificios administrativos, cuarteles, iglesias, conventos, residencias particulares y almacenes... En definitiva, la ciudad de los «castillas», de los españoles).

El 19 de mayo, Emiliano Aguinaldo había desembarcado en Cavite. Pero, carente aún de armas y municiones en cantidad suficiente, se limitó a reclutar gente. Unas y otras no se hicieron esperar, pues el día 8 se recibió en Madrid un telegrama oficial, vía Hong Kong, fechado el 3 de junio en el que el capitán general de Filipinas, don Basilio Augustín comunicaba al ministro de la Guerra: «Situación muy grave. Aguinaldo logró levantar país día fijado. Cortadas vías telegráfica y férrea, estoy incomunicado con todas las provincias; la de Cavite levantada en masa; pueblos ocupados son cañoneados y atacados por numerosas partidas armadas. (...) Procuro levantar espíritu población y agotaré todos los medios para resistir. En las tropas, buen espíritu y decisión, pero desconfío de las indígenas y voluntarios por verificarse ya muchas deserciones en los combates librados». Un telegrama particular, vía París, precisaba que en la provincia de Cavite, Aguinaldo en un combate afortunado, había hecho prisioneros a 1.600 españoles, apoderándose de 4.000 fusiles y de seis cañones de campaña.

El día 13, las fuerzas filipinas se tiroteaban ya con los defensores del perímetro exterior de la ciudad. Los españoles confiaban en la escuadra de Cámara y en la columna del general Monet, fuerte de 3.000 hombres, que desde Bulacán acudía en socorro de la ciudad sitiada. En Manila, mujeres y niños habían buscado refugio en Intramuros y casi todos los extranjeros habían embarcado en los buques neutrales anclados en la bahía. Las iglesias y los conventos habían sido transformados en hospitales. Un telegrama particular fechado el 8 y que llegó a Madrid el 15 (de junio) nos permite abrigar serias dudas acerca del espíritu de resistencia de Manila: «El arzobispo se embarcó, según se dice, para calmar el encono de los insurrectos y evitar atropellos. Los jesuitas se habían refugiado en Batangas. Las monjas clarisas en La Laguna. Créese que la capitulación de Manila se verificará en cuanto lleguen las tropas americanas, asegurando así la legalidad de la ocupación. El temor a los tagalos, resentidos e insuficientemente disciplinados, es evidente. La noticia de la derrota de la columna de 'Monet, desbaratada por los tagalos, y la del regreso a la Península de la escuadra de Cámara, acabaron con las pocas esperanzas de los asediados.

El 30 de junio desembarcaron los primeros contingentes norteamericanos y el 25 de julio lo hacía en Cavite el general Wesley Merritt, que tomó el mando de las fuerzas de mar y tierra formadas éstas por las brigadas de Mac Arthur y Greene. Con ello, las fuerzas que sitiaban la ciudad ascendían a 8.500 norteamericanos, más unos 12.000 filipinos, mandados por Aguinaldo. A primeros de agosto la artillería terrestre norteamericana alcanza ya a Intramuros. El día 7 el jefe sitiador anunciará a la plaza que el ataque final puede empezar en cualquier momento después del día 9 y que conviene que sean evacuados los no combatientes. El mando español —situado en el Ayuntamiento desde mediados de abrid—habrá de contestar que por estar la plaza rodeada de fuerzas insurrectas no tienen punto de evacuación, pero que agradece los humanitarios sentimientos demostrados. Manila se prepara para ser bombardeada por la moderna artillería, posterior en más de un siglo a los baluartes que la defienden: se ordena que los conventos y bóvedas estén preparados para recibir a la población civil que se refugie en ellos. Algunas mujeres y niños embarcan en buques mercantes extranjeros, menos en los ingleses, que no los admiten. Se ha prohibido la circulación de vehículos y no se ven más que uniformes en una ciudad que a las siete queda a oscuras. Los bomberos están en alerta permanente y la bomba de vapor se emplaza en la puerta del Parián para surtirse de agua del foso. Los defensores cuentan con treinta y siete cañones, de los cuales treinta y tres son de corta distancia. Los defensores no esperan nada; están abandonados a su suerte ante fuerzas frescas y muy superiores en número...» (P. Ortiz Armengol).

El 7 de agosto se hizo cargo de la defensa de la plaza el general de División Jáudenes. Augustín había sido relevado del mando tres días antes por el Gobierno y él embarcó en un buque alemán. Fue, pues Jáudenes, quien recibió una segunda comunicación de los sitiadores, el día 9, pidiendo la rendición de la plaza para evitar el bombardeo de una ciudad abarrotada de gente. La junta de defensa, convocada por Jáudenes, contestó que no podía acceder a aquella demanda, pero que solicitaba permiso para consultar telegráficamente con el Gobierno, vía Hong Kong. Los americanos formularon una respuesta negativa el 12 y aquel mismo día el general Anderson, jefe de la División integrada por las dos brigadas anteriormente mencionadas, ordenó a sus tropas ocupar posiciones para el asalto. El día 13 a las seis de la mañana... se inició el ataque. Ni sitiados ni sitiadores sabían que ya se había firmado el armisticio de Washington...

Bandera de parlamento

Pedro Ortiz Armengol, conocedor y enamorado de Manila, relata así los postreros momentos de la presencia soberana de España en aquella plaza: «La ciudad puede arder entera con la primera granada enemiga que caiga en ella. ¿Oué hacen aquellos cañones viejos y aquel foso? La ciudad murada encierra a setenta mil personas civiles, sextuplicando la población normal. Cada cual se pone en su puesto, en su agujero, esperando que una vez más la fuerza decida el curso de los acontecimientos (...). El día 13 la artillería americana bombardea de seis a ocho de la mañana, las posiciones avanzadas españolas y el combate se generaliza. A las nueve de la mañana la escuadra americana maniobra para atacar combinadamente por el sur de la plaza; las baterías de ésta no pueden alcanzarla y parece va a comenzar la impune destrucción de Manila. Cae intensamente la lluvia, densa y vertical, del trópico, sin la menor brisa. Los cañones de montaña españoles no pueden contestar. Están barridos de frente por las baterías de tierra de tiro rápido, de dieciséis centímetros, y de costado por las baterías de los barcos.

(Fortificaciones de Manila. Arriba, la batería antigua en la Fuerza de Santiago. Abajo, la batería «moderna» sobre el Malecón.)

»A las once de la mañana la plaza enarbola bandera de parlamento. Los americanos ocupan posiciones, y en este momento su escuadra cesa el fuego. Se sabe que la plaza está parlamentando; llega la orden de replegarse hacia Intramuros; ya hay una bandera blanca en las murallas de San Diego; ya ha desembarcado en el espigón del puerto la Comisión norteamericana de armisticio.

»En el palacio de Santa Potenciana —allí, al lado de San Agustín— se entrevista con la española. Hay que someter al jefe americano lo propuesto.

»El peso de la tragedia desconcierta a los vencidos. Aún no se ha firmado el armisticio y ya los americanos han entrado por la Puerta Real y se han instalado en el Ayuntamiento, desde donde dan órdenes. ¿Quién va a impedírselo? No serán las columnas de soldados y sombríos voluntarios que atraviesan la plaza camino de la Maestranza de Artillería —junto a Santiago—, donde iban a tirar las armas al suelo. A las cinco y media de la tarde se firma la capitulación en el Ayuntamiento. Las tropas americanas sustituirán a las españolas e impedirán que las fuerzas filipinas penetren dentro de la ciudad, obligándolas a retirarse de los arrabales. Se agravaría aquel día la situación entre ambos ejércitos, empezando lo que los filipinos llamarían después "la gran traición americana".

Quedaban cancelados aquel día trescientos veintisiete años de Manila española, y aunque entonces no era momento como para mantenerse sereno, sí lo era para concentrarse, y los mejores lo hicieron. Y si entonces era prematuro tener un juicio valorativo de la propia obra —era el momento de echar la culpa a todos—, hoy ya sí cabe, y es afirmativo».

El asalto a Manila costó a los norteamericanos catorce muertos y sesenta heridos; a los españoles, cuarenta y siete muertos, 350 heridos y 186 desaparecidos. El colofón a la presencia española en Filipinas lo puso la defensa de Baler (6) y el calvario de los prisioneros españoles hechos por los filipinos. La situación de lucha abierta entre Aguinaldo y los norteamericanos complicó la repatriación de aquellos hombres.

M. R. C.