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Historia y Vida Nº 108 marzo 1977

ESPAÑA 1936-1939. CÓMO SE PIERDE UNA GUERRA.

(Lectura de las memorias de Cipriano Mera)

Luís Romero

Guardias de Asalto y hombres del Frente Popular ante el Ministerio de Gobernación, después de sofocar la sublevación del Cuartel de la Montaña.

A partir de las memorias de Cipriano Mera —el albañil anarcosindicalista madrileño que durante la guerra civil llegó a mandar una División, y no sin dotes, como se demostró durante la batalla de Guadalajara— el autor construye un artículo donde se trata de profundizar en las causas de la derrota republicana, tema que aún hoy día —casi cuarenta años después— sigue siendo todavía controvertido y polémico.


Todos nos hemos planteado si la República no comenzaría a perder la guerra en el mismo momento y por las mismas causas que le permitieron, en los trágicos días de julio, hacer frente con éxito a la sublevación militar derechista y escapar a una derrota inmediata. Dos de entre esas causas merecen ser resaltadas: la disolución de las unidades militares sublevadas así como el licenciamiento de las tropas cuyos oficiales se hubiesen colocado fuera de la legalidad, y el acto de entregar armas a las organizaciones obreras, aunque más que de acto legal habría que calificarlo de acción revolucionaria. ¿Pudo haberse dominado el movimiento subversivo con sólo los elementos militares que mantuvieron la fidelidad al Gobierno y con las numerosas y bien pertrechadas fuerzas de orden público que no se alzaron? La respuesta ha de ser negativa, pues si es cierto que fueron numerosas las unidades leales y más aún los cuadros de jefes. oficiales y suboficiales, la iniciativa partió de los rebeldes, y el Gobierno, en pleno desconcierto y con precarios medios de información, no sabía con quién o quiénes contaba ni acertaba a discernir el que se mantenía leal del que estaba sublevado o a punto de sublevarse.

Gobierno y fuerzas revolucionarias.

A partir del 20 de julio y en la zona no sumada al alzamiento, las fuerzas revolucionarias dominaban la situación y el Gobierno sobrevivía con escasa autoridad en la calle, en los cuarteles y en la vida del país que se adentraba en la guerra. En Madrid, sede del Gobierno de la República y en Barcelona que lo es del autónomo de la Generalidad, lo mismo que en otras ciudades y pueblos, se han iniciado, y más adelante se incrementaron, los incendios, saqueos, requisas e incautaciones, y las muertes violentas; los autores de los actos más extremosos son unas minorías de ímpetu irrefrenable porque las mayorías se inhiben por miedo o impotencia o por considerar los castigos merecidos. No es preciso extenderse en hechos y circunstancias de todos conocidos, pero sí conviene —sin entrar en consideraciones de motivos, razones y sinrazones de los hechos revolucionarios o simplemente delictivos— señalar que a numerosas personas el desencadena-miento de aquellos excesos les inclinaron a adoptar posiciones distintas de las que hubiesen adoptado de haber sido capaz el Gobierno de sofocar con sus propios medios la rebelión, aplicando los castigos con arreglo a los códigos vigentes. Estos cambios, o entibiamientos, de actitud se reflejaron con mayor intensidad en el estamento militar y entre las fuerzas de orden público y, muy en particular, entre los numerosos guardias civiles que se mantuvieron en la obediencia los primeros días. En el orden internacional, a medida que iba comprobándose que era cierto aquel estado revolucionario y sus reflejos, se sufrió de las consecuencias, que fueron negativas, y tampoco puede descartarse que la situación aludida incidiera en la progresiva ayuda con que los países totalitarios cooperarían con los nacionalistas. Resulta ocioso especular sobre el vacío, esforzándose por averiguar, o conjeturar, qué hubiese ocurrido de plantearse la guerra civil sobre bases distintas a aquellas con que se planteó.

Las Memorias de Cipriano Mera.

En las páginas de esta misma revista (1), nos hemos referido en otra ocasión a tan singular personaje, cuyo libro «Guerra, exilio y cárcel de un anarcosindicalista» ha sido publicado en Francia durante el pasado año. Fue un revolucionario integral, hombre sobrio, sometido a una autodisciplina extremada, rígido observador de sus personales normas éticas, y rabiosamente sincero. Vamos a utilizar ahora estas Memorias limitándolas a unos aspectos concretos que nos ilustran sobre los contradictorios itinerarios que fue siguiendo el bando republicano hasta su derrota final. Hay que anticipar que este libro participa de los defectos y limitaciones propios del género: partidismo, restricciones en cuanto a puntos de vista, silencios y omisiones, y la carga de subjetivismo consustancial con la exposición individual de los sucesos de una época. A pesar duque creemos que se trata de un libro de considerable interés histórico, conviene someterlo a crítica, efectuar comprobaciones y buscar ampliaciones de los hechos que narra. Por ejemplo: cuenta Mera cómo el 26 de julio salvó la vida al obispo de Sigüenza cuando alguien se disponía a disparar sobre la cabeza del anciano, pero silencia que don Eustaquio Nieto Martín fue asesinado al siguiente día. Tampoco alude a lo largo del libro a ejecuciones sumarias a pesar de que los primeros meses los milicianos que le acompañaban se mueven por unas tierras —la Alcarria, Montes Universales y parte oeste de Teruel— donde, según él mismo señala, la gran mayoría de sus habitantes eran partidarios de los nacionalistas (2). El procedimiento que emplearon para distinguir amigos de enemigos y para reducir a estos últimos, fue treta de guerrilleros de esas que parecen legítimas a quien las lleva a efecto y que, por contraposición, se califican con los más infamantes dicterios cuando es el enemigo quien las utiliza.

Los primeros y decisivos meses.

 La situación revolucionaria que se planteó en los lugares en que fracasaba la sublevación (que en algunos de esos lugares fue causa directa, o coadyuvó precisamente al fracaso), y que se acentuó en los días siguientes, daba lugar a un estado de indisciplina y desorden colectivos que se tradujo en un despilfarro de armamento y municiones, de medios de transporte y de todos aquellos elementos, sin excluir los productos alimenticios, cuya escasez tanto perjudicaría al bando republicano. La imposibilidad de ejercer la autoridad vino a mermar la capacidad bélica de las unidades leales, y a disminuir, incluso a anular, la eficiencia de los jefes y oficiales que permanecieron con el Gobierno. La pésima distribución y utilización de los recursos y el agotamiento de las reservas incautadas y disipadas no pudo ser compensado más que en corta medida por la capacidad de improvisación de que algunos hicieron gala, y por los dispersos esfuerzos de quienes se esforzaban por ordenar y construir. Entretanto, el enemigo, que tampoco escapó al desorden inicial, conseguía reorganizarse y articularse (en cierta medida y bajo determinados supuestos), y así logró que el alzamiento, que como tal había fracasado, enlazara con la guerra que, a la larga, ganaría.

Milicianos madrileños del Frente Popular posando para el fotógrafo.

Si se leen con atención las páginas que se refieren a los primeros meses, observaremos cómo aquellas milicias iniciales y las unidades militares o formadas por guardias de orden público, a los cuales suele aludir sólo de pasada, no andaban escasas de armamento en proporción a las disponibilidades de entonces en ambos bandos. Sobre lo que se ha oído contar o leído en relación al comporta-miento de los milicianos a todos los niveles, Mera confirma que elegían un poco a su aire el escenario en el cual iban a combatir —o las zonas a ocupar— y que lo cambiaban cuando lo consideraban oportuno, con el beneplácito o conocimiento, en máxima instancia, de sus propios dirigentes sindicales (o políticos), que parece ser que enlazaban precariamente con el E.M. que funcionaba en el Ministerio de la Guerra. De la misma manera, se llevaban a efecto ofensivas locales y en cuanto a los permisos, que con frecuencia en-cubrían lo que militarmente se calificaría de deserciones, también da cumplida noticia de sus irregularidades. Hay que aceptar, que aquel primitivo E.M. debía funcionar defectuosamente y que algunas de las acciones emprendidas por impulso propio resultarían positivas: de otras, Mera deja testimonio de que no lo fueron.

Acciones al Este y al Oeste de la capital.

Se hace trabajoso comprender las operaciones de que habla Mera si no se dispone de mapas y se cuenta con el auxilio de otros libros que las describan. Las fuerzas de las cuales era responsable político (todavía no existía el comisariado) formaban parte de la columna que mandaba el teniente coronel Del Rosal. Como se deduce que apenas tienen enfrente fuerzas enemigas de importancia, las acciones de esta columna se nos aparecen adolecentes de indisciplina —a pesar de que, salvo los más jóvenes, habrían hecho la mayoría el servicio militar— y, lo que es peor, de ineficacia.

Milicianos dirigiéndose a la sierra de Madrid, escenario de los primeros combates de la guerra.

Cuando se corren por los montes que van de Cuenca a Teruel hasta atacar Albarracín, al referirse al enemigo alude únicamente a «escopeteros», o sea vecinos de aquellas aldeas, agricultores, pastores, carboneros o leñadores, reunidos en minúsculas partidas, al parecer sin mandos militares, y armados con sus armas de caza que, a juzgar por la pobreza del terreno, no debían de ser de la mejor calidad. Sólo en una ocasión dice que «dos banderas del Tercio y algunos moros», también acompañados de «escopeteros conocedores del terreno», acuden desde Teruel y les desbaratan.

El mismo desorden y vacilación en los mandos se observa cuando la columna Del Rosal operaba en las estribaciones de Gredos. El autor culpa de los reveses a los catalanes del PSUC de la columna López Tienda y a los milicianos de Mangada, que retroceden y obran sin coordinación. El 9 de octubre, es de suponer que por orden, o con conocimiento de los superiores, la columna Del Rosal abandona aquel frente y regresa a Madrid. No tratamos de dilucidar a quién deben atribuirse las responsabilidades, o donde se originan las causas, pero en aquel día y los siguientes, las tropas nacionales conquistaron San Martín de Valdeiglesias y la columna que operaba desde el valle del Tajo se unió con las fuerzas del norte, ocupándose también Cabreros, cruzándose el Alberche e iniciándose el ataque contra Robledo de la Chavala, que no tardaría en ser conquistado, derrumbándose el frente que defendía Madrid por el oeste. Hay que tener en cuenta que la columna Del Rosal, a mediados de octubre (probablemente rehecha) contaba con cuatro mil hombres, varias piezas de artillería, intendencia y sanidad, y que entre sus mandos había jefes y oficiales profesionales.

Autocrítica.

Mera, que es muy minucioso, va proporcionando noticias y no se detiene ante el detalle que juzga significativo, asimismo reproduce diálogos, resultando valiosa la información que recibe el lector. Entre otras cosas enumeramos las discusiones con los jefes, que con frecuencia protagonizaba el propio Mera, sus juicios adversos sobre los militares, rivalidades que se traducen en abandonar el flanco o no realizar un ataque de apoyo ordenado, el fracaso de lo que ellos calificaban de autodisciplina, chaqueteos y retiradas injustificadas, suponerse desatendidos por el mando y desconfianza de la capacidad y lealtad de éste, conflictos con los comunistas, deserción de guardias civiles; también se alude a otros hechos como saqueos, ventas ilegales y cobro de "impuestos" para asegurar la vida a algunos enemigos políticos. Mera denuncia estos actos y los condena: y en particular los últimos, cuando llegaban a su conocimiento procuraba impedirlos y sancionarlos. Este panorama más bien desolador, que militarmente conducía a elevados grados de desaprovechamiento e ineficacia, se daba a escasos kilómetros de Madrid, sede del Gobierno, del Estado Mayor, de los organismos militares y de la administración, plaza en la cual se concentraba una proporción considerable del armamento, incluidos aviación, carros y artillería. donde era muy crecida la proporción de generales, jefes y oficiales del antiguo ejército que colaboraban, o hubiesen colaborado, con la nueva situación, y donde las numerosas fuerzas de orden público se mantuvieron en la obediencia activa.

Los habitantes de un pueblo del Tajo saludando a los gubernamentales.

¿Revolución o guerra?

El orden de prioridad entre estas dos alternativas era el dilema que se planteaba desde distintos ángulos los componentes del bando republicano; pero los procederes eran paralelos. Lo que todos pretendieron era hacer su propia revolución y canalizar la falta de autoridad en beneficio del grupo al cual pertenecían, porque consideraban que era la mejor manera de favorecer a la causa, según su personal interpretación de la causa «republicana», o «del pueblo». Los militares profesionales hicieron su propia revolución como lo prueban las actuaciones de muchos de ellos, entre los que destacaremos la del capitán Díaz Tendero, la del comandante Barceló y asimismo, la del teniente coronel Hernández Saravia, que no tardaría en alcanzar el generalato; y como pintoresca la de Mangada, que fue ascendido por aclamación de sus «hinchas».

Un discurso de Indalecio Prieto.

Hacia el 10 de agosto pronunció Prieto, por radio, una alocución dirigida a fortalecer la moral propia y a debilitar la del enemigo (3). Este discurso, uno de los más interesantes de Prieto, venía a decir en síntesis que ganan las guerras quienes disponen de más dinero, de superior capacidad industrial y del conjunto de recursos indispensables para asegurarse las armas y los demás pertrechos necesarios. Afirmaba que todo ello estaba en manos del Gobierno, en especial el oro, única moneda válida en los mercados internacionales. El análisis de la situación y las conclusiones de Prieto eran correctos, pero como vaticinó iban a resultar invalidados. Consideraba él que la legitimidad del Gobierno les garantizaba la ayuda de los países democráticos, que eran todavía los más poderosos y ricos, pero ignoraba, o pretendía ignorar, que la imagen que el Estado republicano presentaba ante las democracias mundiales es-taba deteriorándose o definitivamente deteriorada como consecuencia de aquella situación revolucionaria y caótica que coexistía con la presencia del Estado. Desde aquella aparente situación ventajosa que proclamaba Prieto, desde aquellos primeros meses tan desaprovechados en el aspecto militar, se iniciaba, al no ganarse la guerra recién planteada, la pendiente que conducía a la derrota.

Izquierda: El coronel Julio Mangada -fajín sobre el mono- arenga a sus tropas tras ser ascendido. Derecha: También las milicianas partieron desde Madrid a la Sierra a combatir a los sublevados.

Sobre el episodio de Tarancón se ha escrito bastante: personalmente tenía noticias directas, procedentes de ambos lados. de lo que allí ocurrió, un exponente del desorden y la indisciplina a todos los niveles que pudo acarrear dramáticas consecuencias. El nuevo Gobierno, en el cual habían ingresado cuatro ministros sindicalistas, decidió evacuar Madrid en vista de las circunstancias, si bien parece que precisamente los ministros de la CNT-FAI se oponían a que se abandonara Madrid. Con el Gobierno iban a evacuar los principales organismos del Estado, tanto civiles como militares, y las directivas de los partidos políticos y las sindicales. Si la medida era o no oportuna es algo abierto a la discusión, y no resulta aventurado conjeturar que la capital se daba por perdida (4). Algunos elementos de le columna Del Rosal (no de la valenciana Columna de Hierro, como se dijo), al parecer, concretamente, Feliciano Benito y José Villanueva, interpretaron que aquello era una desbandada y una traición, y en consecuencia interceptaron la carretera y detuvieron con escasas contemplaciones a quienes de Madrid se trasladaban a Valencia. Escribe Mera: «...lo que está pasando en Madrid es una verdadera vergüenza. El Gobierno, que es el que tenia que conservar la serenidad, es el primero en huir, dando la sensación el pueblo de que todo está perdido. Lo más lamentable es que todos se comportan igual. No toman ninguna iniciativa y su única obsesión es abandonar la capital». Entre los detenidos que nombra, figura el general Asensio, subsecretario de Guerra, que tuvo que soportar que Mera le echara en cara: «...celebro que los trabajadores tengan ocasión de exigir explicaciones a los jefes militares que no saben luchar y a los ministros que no saben gobernar». También apresaron al general Pozas, jefe del Ejército del Centro, a quien se había ordenado situar su puesto de mando precisamente en Tarancón. Cayeron en la redada Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado, y Juan López, de la CNT, recién nombrado ministro de Comercio, además de otras muchas personas conocidas. Y añade Mera: «Por lo visto había logrado escapar Federica Montseny, ministro de Sanidad». Mi impresión es que se proponían hacer un escarmiento y que Mera lo frenó hasta consultar con Eduardo Val, secretario del Comité de Defensa Confederal, que se trasladó de Madrid a Tarancón. Tras algunas discusiones —y gracias al ascendiente que Val ejercía sobre los demás— se puso en libertad a los detenidos, pero escribe Mera que le dijo a Val: «Si no me decido ahora a hacer una gorda por mi cuenta es porque tengo conciencia de que no deben imponerse puntos de vista particulares». A Horacio Prieto, secretario del Comité Nacional de la CNT, que también se trasladaba a Valencia, se negó a estrecharle la mano. El incidente de Tarancón, cuya gravedad no es preciso subrayar, no tuvo consecuencias; de haber terminado en matanza puede sospecharse que tampoco se hubiesen exigido responsabilidades. Pero es evidente que la autoridad de altos miembros del Estado y militares quedó menoscabada.

Izquierda: El comandante de carabineros Quijano, cuyos hombres formaron parte de varias Brigadas Mixtas preside con Miaja la entrega de un guión a su unidad. Derecha: Durruti, líder anarquista.

Defensa de Madrid.

Una columna confederal, al mando del capitán Miguel Palacios, que era médico militar, y según creo hermano del profesor Julio Palacios, que sirvió al bando enemigo en actividades muy distintas, llevaba como responsable político a Cipriano Mera. Desde Cuenca fueron e Madrid y se les asigno un sector de la Ciudad Universitaria; constaba de mil hombres con algunos morteros, doce ametralladoras y una batería de cuatro piezas. En el camino tuvieron un incidente con Luigi Longo que tenía orden de no dejar pasar a nadie hacia Madrid. «Le contestamos que esas órdenes no nos concernían y que pasaríamos fuese como fuese.» En Madrid, tras una visita al Ministerio de la Guerra, abandonado y en el mayor desorden y donde sólo hallaron a un ordenanza, se trasladaron a los sótanos del Ministerio de Hacienda: allí hablaron con Miaja y con su reciente jefe de E.M., Vicente Rojo.

A través de cuanto afecta a la columna Palacios va narrando los días tensos y decisivos de la batalla de Madrid. Da cuenta de los actos de valor, pero no silencia los de indisciplina y desorden que achaca principalmente a los fuerzas que enlazaban por el flanco izquierdo. La columna Palacios sufrió en cuatro días un sesenta por ciento de bajas; Miaja les envió como refuerzo dos compañías de carabineros y del Comité de Defensa Confederal se incorporaron seiscientos hombres para cubrir bajas.

Durruti asciende al mito.

«Celebramos contar con tan precioso refuerzo, pero estimamos preferible emplear en nuestro contraataque a gente del Centro, tan fogueada y animosa como la de cualquier otra región, con la ventaja, además, de ser conoce-dores del terreno...» Se observa que entre Durruti y Mera hubo pequeños piques, pero carentes de importancia, deseos de emulación que no enturbiaron la camaradería hasta el punto de que Mera le ofreció a Durruti a sus hombres para que los incorporara a su columna, cosa que no fue posible. En vista de ello, Viera le cedió una centuria de milicia-nos del Centro conocedores del escenario de la lucha. Es significativo lo que advirtió a Durruti mientras ambos comentaba los objetivos que a éste le había asignado el mando:

Si te proponen que ataques con tus hombres de frente, es que desean que fracases. Métete bien en la cabeza, Buenaventura, que no sólo tenemos enemigos en el otro lado. El general Miaja parece querer ser correcto con nosotros, pero le tienen cercado los comunistas y éstos no desean que Durruti, el guerrillero anarquista más destacado, se apunte el triunfo de la defensa de Madrid...». Esto ocurría en los días más dramáticos, cuando la lucha alcanzaba el máximo encarnizamiento, y aunque estas recomendaciones puedan atribuirse a exceso de suspicacia, no dejan de ser elocuentes.

El anarquista Cipriano Mera, de albañil a General. El dirigente socialista Indalecio Prieto durante un discurso.

De las circunstancias que rodearon la muerte de Durruti nada podemos asegurar todavía; las versiones que se conocen, basadas en declaraciones o confidencias de «testigos de primera mano», son tantas y tan contradictorias que inclinan al escepticismo. A Mera, según él, le fue explicada por el capitán Manzana, uno de los que acompañaban a Durruti en el instante de ser herido de muerte. Lo que resulta curioso es que, desde el primer momento, al referirse Mera a este asunto, ya está tratando de eliminar sospechas que no se habían planteado, se diría que de cara al lector: «¿Crees —dice que le preguntó a Manzana— que el disparo partió del Clínico y que nuestras fuerzas ya lo habían abandona-do?» Y responde Manzana: «Sí, no cabe la menor duda de que fue un disparo del enemigo». Y sigue: «...en el momento de subir al coche, cuya portezuela abierta daba precisamente hacia el Clínico, nos dijo que le habían pegado un tiro...»». Mera y Manzana pasaron a entrevistarse con Eduardo Val. Los tres estaban consternados y desconcertados;  convinieron silenciar el hecho —la gravedad extrema y sin esperanzas— para evitar desmoralizaciones, y porque sus hombres «podrían sospechar que hubiese sido víctima de una venganza o de una traición.. Y resulta que a Val, según Mera, también se le ocurrió preguntar: «¿No se tratará de una traición de los comunistas? —No, respondió rotundamente Manzana, el tiro partió desde el Clínico. Fue una fatalidad. El hospital ya estaba en manos del enemigo». Allí decidieron que Mera se trasladara inmediatamente a Valencia para entrevistarse con García Oliver, Federica Montseny y Mariano Rodríguez Vázquez, secretario del Comité Nacional de la CNT. Cuando Mera llegaba a Valencia, Durruti fallecía en Madrid. No se le practicó autopsia. Esta circunstancia y el secreto con que todo se llevó, así como la decisión de retrasar muchas horas el hacer pública la noticia, dio lugar a los rumores e interpretaciones que todavía no han cesado. Abel Paz, que ha publicado en Francia una biografía, explica bastantes versiones; aún existen otras, pero algunas por inverosímiles no resisten el análisis. Existe una que podemos calificar de «oficial» y que en aquel momento era la más conveniente desde los puntos de vista políticos. ¿Coincidía con la verdad y le restó credibilidad las circunstancias que rodearon tanto el hecho en sí como la manera de hacerlo público? Por el momento existen motivos para sospechar que las personas que conocieron la verdad, lo mismo entre los testigos que entre los dirigentes, se juramentaron para mantener una versión semejante a la que Mera da en sus Memorias.

Hacia la militarización.

Por entonces se había iniciado el proceso de transformación de las milicias en ejército, y Mera ya se mostraba partidario de esa militarización. Transcribe conversaciones que al respecto sostuvo con Durruti que, según Mera, también en esos días, estaba de acuerdo. Sin embargo, el militarismo de Mera sufría alternativas, y él rompía la disciplina cuando creía tener razón frente a sus jefes. Cuando Kléber, que era jefe del sector, les mandó atacar la Casa Quemada, se presentó en su puesto de mando acompañado del comandante Palacios a pedirle explicaciones y a objetar que las ametralladoras enemigas barrerían a sus hombres: «En forma un poco arrogante (Kléber) contesto: —Soy general jefe de todas las fuerzas de este frente y no tengo por qué dar explicaciones de las órdenes que mando cumplir. Y le replicó Mera: «Muy bien, pero sepa que si el general de este frente ordena efectuar una operación que a todas luces será un descalabro, yo, que sin llevar entorchado alguno me considero general de las Milicias Confederales condenadas a sacrificarse inútilmente, me niego a que se cumpla esa orden». Añade que llegaron a una transacción, que operó sólo una compañía, y que al iniciar el ataque fue diezmada.

Al relatar las operaciones de enero quizá se muestre un tanto pesimista cuando afirma que lo mismo las Brigadas Internacionales, que las unidades de Líster y El Campesino y los batallones de la CNT «retrocedían en desorden sin que hubiera medio de pararles y reorganizarles para parar el avance enemigo». Atribuye estos descalabros a falta de disciplina y a no atender a las órdenes de los mandos militares. Cuenta que patrullas de su brigada recogieron entre cinco mil quinientos y seis mil fusiles, y que, obedeciendo órdenes superiores, desarmó a los que huían en desbandada, y recuperaron cincuenta ametralladoras y varios fusiles ametralladores de los hombres de El Campesino.

Entrenamiento de la caballería del POUM en el Cuartel Lenin de Barcelona. la preparación militar de los milicianos se intentó, pero fue superficial e insuficiente.

«De la autodisciplina a la disciplina»

Este es el título de un apartado incluido en uno de los capítulos; reconoce el fracaso de aquélla y expone las dudas y conflictos ideológicos y personales que se le plantean antes de tomar una decisión. «Se trataba de una guerra, de una verdadera guerra y por lo tanto era imprescindible organizarse debidamente, con unidades militarizadas, con mandos capaces de planear las operaciones o de hacer frente a las del enemigo con las menores pérdidas de hombres y material posibles». Explica las conversaciones que al respecto sostuvo con militares profesionales como Palacios y Perea, y con Eduardo Val, que estuvo de acuerdo con él, vista la experiencia de aquellos seis primeros meses. En una reunión con Miaja, a la cual asistía Rojo, le dijo a aquél: «...Póngame de sargento, de cabo, o de simple soldado, me es igual, ya que mi único interés consiste en ser más útil de lo que he sido hasta ahora...». Como resultado Miaja y Rojo autorizaron a Val y a Mera a otorgar entre sus hombres grados que podían llegar hasta el de comandante.

¿Ejército o guerrillas?

El proceso de militarización fue avanzando y a lo largo de 1937 el Ejército Popular fue un hecho; las nuevas unidades mostraron su eficacia en distintas batallas. Lo mismo que dijimos sobre el planteamiento de la guerra podríamos repetirlo sobre el ejército republicano reconstruido del caos inicial: sus virtudes y sus fallos, su grandeza y su servidumbre provenían de idénticos orígenes.

Mera tenía un servicio de información singular, el mismo cruzaba las líneas enemigas. Cipriano Mera y El Campesino, abrazándose amigablemente.

Algunos se preguntaron y siguen preguntándose, si en vez de esforzarse en la creación de un ejército que no podría igualar al del enemigo, hubiese sido preferible optar desde el primer momento por la guerra de guerrillas para la cual sí estaban preparados muchos de quienes se lanzaron desde el primer momento contra la acción de los sublevados. Difícil resulta dar respuestas sobre hechos que no sucedieron, pero Andalucía y Extremadura serían ejemplos negativos, y en los lugares donde consiguieron actuar o arraigar partidas de guerrilleros, como ocurrió más adelante en Asturias y en otros puntos, si bien causaron perturbaciones y colaboraron en determinadas misiones, su influencia en el curso general de la guerra fue escasa Otro pudo haber sido el resultado, si paralelamente a la acción de un ejército organizado y disciplinado, se hubiesen combinado acciones guerrilleras de envergadura, planeadas por el Estado Mayor. Estas acciones se llevaron a cabo en escasa medida considerando que las guerras civiles les son propicias y que la guerrilla es una forma de lucha tradicional en nuestro país. Tampoco los nacionales y su quinta columna llevaron a cabo operaciones que merecieran el nombre de tales. ¿Se temieron feroces represalias?

Como iba perdiéndose la guerra.

Pero no se trata de apuntar a que la guerra se perdiera únicamente por acciones u omisiones de los anarcosindicalistas sino a mostrar cómo, a través de hechos y circunstancias que relata un destacado líder de la CNT-FAI puede irse siguiendo el curso de degradación del conjunto del bando republicano hasta llegar, con recuperaciones y estancamientos, al planteamiento de la crisis final, y la derrota, porque a despecho de que en las Memorias se aluda o no a otros acontecimientos de enorme trascendencia, éstos se iban produciendo: liquidación de la zona Norte, efímera victoria en Teruel. Ofensiva nacional y desbordamiento en Aragón, corte en dos del territorio republicano, pacto de Munich, con saldo final desventajoso en el Ebro...

Tampoco hay que atribuirle al autor una naturaleza pesimista; ocurre que, sin excluir partidismos y subjetivismos, expone situaciones, narra hechos de forma directa; en su conjunto este libro difiere de los publicados por aquellos autores en cuyas páginas, de éxito en éxito, de victoria en victoria, se pierde la guerra: por culpa de las democracias, de los Estados totalitarios, de las demás facciones políticas, de deslealtades ajenas, y, caso de no tratarse de miembros del PCE, hasta por culpa de la URSS.

Cuando Miaja le comunica que por orden de Prieto, que entonces era ministro de Defensa, le va a confiar el mando del IV Cuerpo de Ejército, cuenta Mera —que se ufana siempre de su condición de albañil— que le objetó: «...nadie mejor que yo sabe que el mando de una división me viene ancho. ¿Cómo no confesarle ahora que me siento de veras inepto para hacerme cargo de una gran unidad, como la que representaba ahora un Cuerpo de Ejército?». El se esforzó en capacitarse y recibió ayudas de profesionales, pero en los nombramientos, salvo muy contadas excepciones, de mandos procedentes de milicias para las grandes unidades, prevalecían razones políticas y de propaganda.

Cipriano Mera en 1965 (apunte del Natural) Escuela para oficiales establecida por la CNT en Barcelona

Lo que Mera me contó y lo que dejó de contarme.

Casi todo lo que podía interesarme cuando preparaba «El final de la guerra» me fue contado por Mera, y por añadidura algunas cosas más, incluidas un par de ellas que me pidió que no mencionara: la extraña conducta de Casado cuando habiendo escapado Mera de la «Posición Jaca», convertida en una ratonera durante los enfrentamientos de casadistas y negrinistas en Madrid, le ordenó que volviera a meterse en ella, y asimismo me explicó el incidente que tuvo con Miaja cuando le recomendaba utilizar procedimientos expeditivos contra el coronel Brandis, a lo cual el jefe del IV Cuerpo se negó en redondo, salvo si le entregaba orden por escrito y firmada. Silenció, sin embargo, dos hechos. El primero, que cuando a primeros de febrero le visitó Negrin en su puesto de marido (Alcohete), tenía la intención de secuestrarlo y, metiéndolo en un avión, trasladarlo con él a Burgos. Declara que la oposición a que tales propósitos se cumplieran vino del Subcomité Nacional de la CNT; a mí se me hace que Eduardo Val, como en Tarancón, debió meter-se por medio para disuadirle de tan extremada determinación. Al segundo hecho que no me contó, alude en mi libro «El final de la guerra», pero sólo como hipótesis, pues me faltaba la confirmación que ahora se ha publicado. Antes de iniciarse las negociaciones con Burgos, propuso Mera a Casado que se concentraran treinta o cuarenta mil rehenes —y él se hubiese encargado de la operación—, de «personas desafectas a nuestra causa», y al tiempo, colocar explosivos en las minas de Almadén con le amenaza de volarlas para impedir que produjeran durante algunos años. Advierte, sin embargo, que «...no queríamos, ni mucho menos, provocar una nueva Numancia, puesto que eso era completamente inconciliable con nuestros sentimientos; pero había que lograr que el enemigo no nos tratara en las negociaciones como sumisos vencidos». Afirma que Casado se mostró de acuerdo en principio, y que luego eludió no sólo cumplirlas sino hasta hablar de aquellas medidas, lo cual provocó que Mera se enfadara con él. A mi entender, pudo ocurrir que Casado no se opuso al principio, dándole largas al asunto, para obviar discusiones cuando la adhesión de Mera le resultaba indispensable para llevar adelante sus proyectos. Lo cierto es que los del Consejo de Defensa serían tratados por los nacionales como «sumisos vencidos», pero ¿alguien se atrevería a afirmar que, de haber amenazado con el sacrificio de los rehenes y la voladura de las minas, y no digamos de cumplirse aunque fuese eh mínima proporción, las cosas hubiesen mejorado?


(1) Véase HISTORIA Y VIDA, número 96 (marzo 1976): .En la muerte de Cipriano Mera», por Luis Romero.

(2) Cuenta Zugazagoitia refiriéndose a la columna Del Rosal; ,..que operaba en Cuenca y de la que contaban las historias más abracadabrantes. Vivía sobre los pueblos donde acampaba y sus justicias tenían ensombrecida a la provincia entera, donde la República, que dispuso de pocos amigos, no debía tener ninguno.

(3) En forma de articulo fue publicado en «El Socialista» del 9 de agosto.

(4) Terminado este trabajo, sostengo una conversación con J. M. A. que me aclara que a Largo Caballero y a algún otro ministro que con él estaba, les expuso el coronel Asensio y el general Martínez Cabrera, jefe este último del E.M. Central, que no podían responder de la seguridad de la capital ya que en su defensa quedaban puntos flacos, mal cubiertos, y que las tropas de Varela podían romper las líneas y penetrar; aconsejaban, en consecuencia, que el Gobierno se trasladara a lugar más seguro. Que es cierto que los ministros recién incorporados el gabinete de la CNT-FAI se opusieron en principio el traslado pero que Largo Caballero exigió para llevarlo a le práctica el acuerdo de todos, y al final le fue otorgado.