S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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De la revista Historia y Vida. 1848-1860. Expediciones filibusteras contra CubaJuan Pedro Yaniz Ruíz
Por los bosques de Pinar del Río (Cuba), aquel día de agosto de 1891 avanzaba un pintoresco personaje que se diría había escapado de una representación de cómicos de la legua: de estatura regular aparentaba más de 60 años y su rostro, cubierto de una barba polvorienta y canosa de varios días, reflejaba un rictus de cansancio y amargura infinitos. Sus ropas estaban rasgadas por el ramaje e iba en mangas de camisa, pero su cuerpo se ceñía con una mugrienta y desflecada banda, signo visible del generalato. El implacable sol tropical le había bañado en sudor y el hambre aguijoneaba su estómago; respiraba con dificultad y su caminar era penoso. «Debo estar cerca de San Diego de Tapia —pensó—; al penetrar en los pinares de Rangel, si tengo suerte, podré embarcarme en algún bajel extranjero o encontraré algún grupo de partidarios armados que me den escolta y me oculten de los españoles». Llevaba algunos días alimentándose de yerbajos y bebiendo agua de los riachuelos, y se limpiaba el sudor de la cara con el dorso de las manos. Se había quedado totalmente solo y decidió ocultarse, dado que las partidas de guajiros y patrullas regulares se encontraban cada vez más cerca. Llamó a la puerta de un hacendado amigo, en las cercanías de San Cristóbal. «Anselmo —dijo el fugitivo, es usted español y contrario a mis ideas de anexión; pero es usted anciano y religioso. Atienda al grito de la caridad cristiana y escóndame para que no me maten mis perseguidores». El caballeroso Anselmo atendió la súplica y preparó un lecho para el aspeado personaje. Mientras se preparaban para cenar y hacían planes de salvación, sonaron golpes en la puerta: abrió un criado negro, penetró una partida de guajiros que llevaba una reata de seis filibusteros atados, y el general se arrojó por una ventana, mientras los recién llegados discutían con el anciano español. Pero los guajiros llevaban varios días acosando a los invasores fugitivos, y ya sabían qué hacer en estos casos: soltaron los perros, diestros en perseguir a los negros cimarrones por la manigua, y los canes no tardaron en alcanzar al hombre de la faja en el pecho. Los ruegos de Anselmo fueron estériles y poco faltó para que él también fuera conducido a La Habana por haber ocultado a un rebelde. La tropilla, comandada por el campesino cubano José Antonio Castañeda, entregó los capturados a las autoridades y éstas embarcaron al más importante de ellos en el cañonero «Pizarro», que zarpó hacia la capital de Cuba aquella misma noche. Cuando Narciso López, que tal era el nombre del general invasor, oyó el ruido de los cerrojos del pequeño camarote en el que le encerraban (¡y únicamente el que hubiera oído un ruido semejante, desde la parte de dentro de una celda, podría hacerse idea de lo que se siente en esos momentos!), se reclinó contra la pared y entró en un inquieto duermevela, interrumpido por las sacudidas de la navegación. Toda su vida anterior fue reviviendo en su mente como en una larguísima obra de teatro de la que él fuera el único espectador. Vida, obra y milagros del inquieto Narciso López El hombre que meditaba camino de La Habana, donde sería agarrotado a las 7 de la mañana del siguiente 1 de septiembre, había nacido en Venezuela en 1797. Al estallar las guerras de independencia de América se unió a los ejércitos españoles que luchaban contra los nacionalistas y al retirarse las fuerzas realistas a Cuba, en 1823, junto con numerosos frailes y funcionarios de la Corona, López figuraba entre los fugitivos con alto rango militar. Fue muy agasajado por las autoridades españolas y pronto embarcó con rumbo a España, donde sirvió a la Corona contra los carlistas y alcanzó numerosos honores...
Vista de La Habana, a finales del siglo XVIII. La isla de Cuba sufrió muchos ataques de piratas y filibusteros. En 1841 su amigo personal Gerónimo Valdés fue nombrado capitán general de Cuba y Narciso López se embarcó con él hasta La Habana. Uno de los períodos más brillantes de la vida del inquieto brigadier hispano-venezolano se inició al entrar a formar parte del círculo de grandes funcionarios de la administración colonial. Como presidente de la Comisión Militar Extraordinaria —una especie de Tribunal de Orden Público o de Seguridad del Estado en tierras cubanas— López se hizo un nombre por la severidad de las sentencias que imponía a los disidentes políticos, especialmente a los negros libres. Pero dice el refrán que «los dineros del sacristán cantando vienen y cantando van» y Leopoldo O'Donell sustituyó a Gerónimo Valdés en la Capitanía General habanera. Hubo otro rigodón de cargos, en octubre de 1843, y López perdió el suyo de presidente de la Comisión Militar Permanente y Ejecutiva, desde el que había enviado no pocos negros a la muerte, sobre todo en la represión de la conspiración del cónsul inglés de La Habana, Turnbull, que acabó por ser expulsado de los territorios españoles con prohibición absoluta de poner otra vez los pies en la isla de Cuba. Narciso López no quiso aceptar un puesto subalterno en la administración del nuevo gobernador de la isla, y prefirió retirarse del Ejército con el rango de general, pero sin la paga, y dedicarse a los negocios privados. No tuvo suerte en la faceta comercial de su vida, pues uno tras otro sus negocios fueron terminando en el más absoluto de los fracasos. Al comprar una mina de hierro y carbón tampoco alcanzó las lisonjas del éxito económico, pero sí dio nombre a una de tantas conspiraciones que en la década de los 40 del siglo pasado se fraguaban en Cuba, el de la mina «La Rosa Cubana». López, en colaboración con su cuñado, el rico hacendado conde de Pozos Dulces, había tejido una trama conspirativa en las provincias de Matanzas y las Villas, formada por ricos criollos que deseaban separar la isla de España y anexionarla a los Estados Unidos «como una estrella más en la bandera de las barras y de las estrellas». Naturalmente, las razones confesas por los conspiradores eran mucho más románticas: había que romper las cadenas del obscurantismo español y lograr la independencia para Cuba. Entre 1843 y 1848 López estuvo intrigando constantemente con este fin, en estrecho contacto con el cónsul de los Estados Unidos en La Habana, el general Robert B. Campbell, que por su cuenta realizaba una intensa actividad para comprar la isla a España. El 29 de junio de 1848, aprovechando las aglomeraciones de las fiestas de San Pedro y San Pablo para reunir prosélitos sin despertar sospechas —dado el clima de desconfianza policíaca de las autoridades—, tenía que estallar la insurrección salvadora en Cienfuegos y extenderse cual reguero de pólvora por toda la isla. Se pidió a López que la pospusiera, para no interferir otros proyectos paralelos de mayor envergadura, hasta el mes de julio. Los intereses de la diplomacia estadounidense acabaron por desbaratar la intriga que se había creado, y la Secretaría de Estado norteamericana denunció a los conspiradores ante las autoridades españolas. Desde el Consulado yanqui, López recibió el aviso de su inminente detención, y a toda prisa pudo embarcar en un velerito llamado «Neptuno» que zarpó hacia Provindencia, Rhode Island (EE.UU.). Las autoridades españolas le condenaron, en rebeldía, a ser enviado frente a un piquete de fusilamiento, y él siguió trabajando en la idea de encabezar una expedición de voluntarios cubanos y estadounidenses que debía desembarcar en las playas cubanas y acabar con el dominio español en la isla. Los orígenes del filibusterismo Ya hemos dicho que se conocía como filibusteros a los grupos de cubanos y de ciudadanos de los Estados Unidos que conspiraban por anexionar la isla de Cuba a esta nación. Pero bueno será que expliquemos cómo se había formado esta corriente ideológica anexionista y a qué intereses servía; para ello tenemos que retroceder bastantes años en nuestra historia, hasta 1791 exactamente. En aquel año, las posesiones francesas en la isla de Santo Domingo, el territorio de la actual República de Haití, sufrieron una virulenta insurrección de los esclavos negros que persiguieron o asesinaron a los colonos blancos. La flota francesa evacuó a los supervivientes de la quema, en 1793, y muchos de ellos pasaron a residir a la región oriental de Cuba, donde introdujeron el cultivo del cafeto y los esclavos que habían podido retener. Los rebeldes haitianos de color lograron expulsar a los españoles e ingleses que habían acudido a su país para mantener la supremacía blanca, ocuparon toda la isla y, aliados con el clima y las enfermedades, vencieron al ejército francés enviado por Napoleón en una despiadada lucha que duró de 1801 a 1805. La repercusión de estos hechos en la vida cubana fue enorme, ya que Haití se encuentra a sólo 50 millas marinas de sus costas orientales. El declinar de la economía esclavista haitiana fue un gran beneficio para el desarrollo de la agricultura cubana, que heredó el mercado de sus vecinos. Pero los ricos hacendados criollos y españoles también heredaron un pavor inmenso a una posible rebelión de los esclavos negros que acabara en una matanza generalizada de colonos blancos y quema de las fincas. Esta especie de «Gran Miedo» isleño iba a durar hasta la total abolición de la esclavitud por los españoles en 1886. La década 1790-1800 significó para Cuba muchas cosas más: llegaron los influjos revolucionarios procedentes de los recién creados Estados Unidos de América del Norte y también de Francia, que se sintetizaban en dos ideas fuerza con gran poder de sugerencia: todos los hombres son iguales, y una colonia americana puede independizarse de la metrópoli, gobernarse por sí misma y liberar su economía de las trabas, monopolios e impuestos de la madre patria. Innecesario nos parece recordar que el sistema de gobierno español en Cuba era una especie de paradigma de cómo no se debe administrar una posesión ultramarina. Los monopolios impedían comerciar con países extranjeros, y los barcos de otras nacionalidades tenían prohibido recalar en puertos cubanos, lo que provocaba un creciente contrabando, no mitigado por las diversas medidas liberalizadoras dictadas a partir de 1748. Fueron causas externas las que sacaron a la economía y a la sociedad cubana del estancamiento. En 1763 La Habana fue ocupada por los ingleses y en un año miles de barcos recalaron en el puerto para desembarcar esclavos, harinas, ropas y manufacturas diversas y llevarse carne, azúcar, tabaco, café y otros productos agrícolas. Las autoridades españoles no pudieron restablecer el anterior monopolio en su plenitud.
En Cuba había muchos esclavos de África, que conservaban tradiciones y ceremonias tribales. La Guerra de Independencia de los Estados Unidos, 1776-1783, trajo primero a los corsarios norteamericanos a los puertos cubanos y estableció unos sólidos lazos comerciales entre los EE.UU. y Cuba. Nuevamente las autoridades españolas quisieron retrotraer el comercio a la situación anterior, pero cada vez era más difícil ahogar los deseos de comerciar de una sociedad en plena expansión. Cuba había sido desde 1512 un mero lugar de paso de las flotas y su economía se limitaba a su abastecimiento. En el seno de la sociedad cubana siempre había habido tres tipos de tensiones: lucha entre esclavos y amos, lucha de los cubanos blancos contra el absolutismo feudal de España, y la lucha entre los españoles y los cubanos dentro de Cuba. En el siglo XVII las últimas rebeliones de los indios se confundieron con las primeras de los esclavos negros, y los ataques piráticos de ingleses, franceses, holandeses y portugueses duraron hasta la Paz de Ryswick en 1697. En, la famosa década 1790-1800 se produjeron no pocas conspiraciones y revueltas de los negros tanto esclavos como libres —a partir de 1708 los negros pudieron comprar su libertad— que se veían aplastados por un sistema legal semejante a una tela de araña, en la que los negros tenían reservado el papel de la mosca y los blancos el de la araña. Los criollos, descendientes de españoles nacidos en Cuba, tenían vedado el acceso a los cargos públicos y los comerciantes peninsulares obtenían pingües beneficios de los monopolios, mientras compraban las mercancías cubanas a bajo precio. Francisco Arango, economista y estadista; Tomás Romay, médico y hombre de ciencia; José Agustín Caballero, filósofo, y Manuel Zequeira, son los máximos representantes de una generación de ilustrados cubanos que a finales del siglo XVIII tomaron conciencia de los males que afligían a Cuba y decidieron luchar contra ellos. La Sociedad Económica de Amigos del País, la Real Sociedad Patriótica y Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio, fueron los instrumentos de los que se valieron para ir creando una conciencia popular, promover la instrucción pública y presionar en defensa de los intereses de los hacendados criollos. La guerra que entre 1793 y 1795 mantuvo España con la Francia revolucionaria permitió a los corsarios franceses interrumpir el comercio hispano-cubano y obligó a intensificar el intercambio con los Estados Unidos —Cayo Hueso únicamente dista 92 millas de la, costa de Cuba—. Las guerras de 1796-1801 y 1804-1806 cambiaron los corsario franceses por los ingleses y obligaron a ligar, aún más, la economía cubana a los intereses norteamericanos. En Norteamérica empezó a formarse una corriente de opinión que miraba a Cuba como algo propio, como una fruta que se podía recoger con alargar la mano... Pero iban a tardar un siglo en meterla en el saco. En el interior de la isla, el contagio revolucionario entre los negros fue mucho menor al temido, pero los diversos motines y revueltas no hicieron sino acentuar el talante represivo de una sociedad alarmada. La economía en pleno desarrollo demandaba mano de obra, y las circunstancias permitían a barcos de todas las nacionalidades descargar esclavos. La importación de negros se disparó; si entre 1764 y 1790 se importaron 33.409 africanos, entre 1791 y 1805 fueron 91.211 los esclavos que entraron en la isla. Los hacendados criollos que deseaban acabar con la corrupción de la administración española y miraban hacia el país cercano podían ver que la liberal Declaración de Independencia de los EE.UU no era un obstáculo para que en parte de sus estados hubiera 600.000 esclavos negros. La «Siempre fiel isla de Cuba» Con una situación tan explosiva hubiera parecido lógico que una revolución independentista estallara en Cuba de forma inmediata, pero un extraño juego de equilibrios aplazó este hecho hasta 1868. Inglaterra no deseaba en absoluto un cambio en Cuba que la hiciera depender de los Estados Unidos, y presionaba para que se aboliera la trata de esclavos y la esclavitud misma. Los Estados Unidos querían apoderarse de Cuba, indignados por las trabas españolas al libre comercio, pero temían la intervención de Gran Bretaña. El partido español se vio reforzado con la llegada entre 1810 y 1826 de 20.000 irreductibles fugitivos de las posesiones de la América española que se iban declarando independientes. Otros miles procedentes de Nueva Orleans y Haití militaron en el mismo bando y permitieron a las autoridades españolas sobrepasar las crisis de la invasión napoleónica, y de las guerras de emancipación. Los hacendados criollos estaban divididos entre los deseos de reformas y el miedo a una revuelta negra como la de Haití. La «Siempre fiel isla de Cuba» es el apelativo que se dará en la corte española a la apreciada posesión. La Constitución de 1820 despertó grandes esperanzas en los reformistas cubanos que no tardaron en verse defraudadas. En 1817 las potencias declararon la abolición de la trata de esclavos, pero las autoridades españolas en clara convivencia con los hacendados criollos burlaron el decreto y entre 1821 y 1831 se introdujeron en la isla 600.000 esclavos. Las diversas revueltas tanto de esclavos como de negros libres y blancos extremistas fueron ahogadas en sangre, desde la conspiración de Aponte a la llamaba de «La Escalera». Las convulsiones político-sociales de la España del siglo XIX influyeron muy poco en la situación interna de Cuba, sometida siempre a la mano de hierro de los capitanes generales, que desde 1825 contaban con una Comisión Militar Ejecutiva Permanente con poderes omnímodos para juzgar a cualquier disidente.
El general Taylor, que luego sería presidente de los Estados Unidos. Los Estados Unidos tenían el proyecto de comprar Cuba desde el gobierno de Jefferson, en 1805, pero su potencia no le permitía una guerra con las naciones europeas y sus esfuerzos debieron ser prudentes durante muchos años. El inestable equilibrio se rompió gracias a los esfuerzos de un tenaz agente abolicionista, David Turnbull, un diplomático inglés que había sido miembro de la Comisión Mixta contra la trata y con numerosos contactos con los liberales cubanos, autor de obras a favor de la abolición de la esclavitud. Turnbull fue nombrado en 1840 cónsul general de su Majestad Británica en La Habana. De entrada se produjo una pequeña tormenta diplomática: las autoridades españolas de Cuba solicitaron del Ministerio de Estado que el nuevo cónsul fuera declarado «persona non grata» y la Real Junta de Fomento de la Agricultura y el Comercio envió un incendiario escrito al capitán general anunciándole los males sin cuento que iban a sobrevenir si Turnbull, que también era Superintendente de los Africanos Liberados, ponía el pie en Cuba. El gobierno de Londres apoyó de firme a su representante y éste informó que su primera tarea iba a ser lograr el cumplimiento a rajatabla de los tratados de represión de la trata de 1817 y 1835. Pidió que se realizara un censo de los esclavos existentes para saber los que habían entrado a partir de 1820 ilegalmente y que debían de quedar en libertad. Esto hubiera supuesto un golpe mortal para la esclavitud, pero chocó con la total oposición de los plantadores. El nuevo capitán general, Gerónimo Valdés, se declaró dispuesto a hacer cumplir las disposiciones contra la trata, lo que provocó el paroxismo de los círculos esclavistas que, ante el temor de un daño irreparable para la economía y la tranquilidad cubana, vieron como única solución la anexión a los Estados Unidos. Los diputados sureños en el Congreso estadounidense también mostraron su alarma por las actividades de Turnbull y a ambos lados del canal de Florida se empezó a tejer la gran conspiración para la anexión de Cuba a los EE.UU.
Palacio del Gobierno Regional de Santiago de Cuba, en la provincia de Oriente La actitud semiliberal del general Valdés tuvo la virtud de alarmar y agitar a los dos extremos, pues también los esclavos y los negros libres, junto con algún blanco liberal, empezaron a conspirar. La cuestión de los esclavos El punto más alto de la crisis se alcanzó cuando de Madrid llegó la orden de libertar a los esclavos introducidos ilegalmente a partir de 1820 y una escuadra inglesa fue enviada a La Habana para apoyar la decisión. Las autoridades habaneras siguieron la táctica de «se acata pero no se cumple» y lograron convencer al almirante inglés para que no interviniera. Un cambio gubernamental en Londres frenó los impulsos del cónsul británico y éste empezó a organizar una intensa conspiración antiesclavista. El complot fue descubierto antes de estallar y Turnbull fue expulsado, mientras sus cómplices locales eran arrestados, el 8 de junio de 1842. En octubre volvió a desembarcar en su calidad de Superintendente de los Africanos Liberados, pero esta vez no hubo contemplaciones: un piquete militar le introdujo en un barco y sus acompañantes negros fueron fusilados. Leopoldo O'Donell fue nombrado nuevo capitán general de Cuba y desde su llegada fue sobornado por los hacendados e instauró un auténtico reinado del terror para reprimir algunos alzamientos de los negros. En enero de 1844 las autoridades españolas descubrieron la llamada Conspiración de «La Escalera», en Matanzas, y aprovecharon para realizar millares de detenciones en toda la isla tanto de negros como de blancos liberales. Los detenidos eran azotados y atados a una escalera (de ahí el nombre del complot), se calcula que unos 300 negros murieron en el tormento y otros 78 fueron condenados a muerte. Pese a las indudables muestras de «buena fe esclavista» de las autoridades españolas, los ricos hacendados azucareros pertenecientes al llamado Club de La Habana, Miguel Aldarna, Juan Antonio Echevarría, el norteamericano John S. Trasher y otros proseguían su agitación anexionista. Las familias ricas cubanas enviaban a sus hijos a estudiar a los EE.UU. y al regresar eran agentes anexionistas. Durante el mandato del general Tacón muchos liberales cubanos huyeron a Norteamérica y se establecieron activas colonias de emigrados en Nueva York, Tampa y Nueva Orleáns. En la capital neoyorquina, sede también de los intereses comerciales con Cuba, funcionaba en 1847 un Consejo Cubano, presidido por Madan, que publicaba un periódico, «La Verdad», vocero de los anexionistas y que era introducido en la isla por los marineros de muchos barcos mercantes. Suprimir las trabas al comercio y la industria era uno de los objetivos buscados por los conspiradores para poder exportar al gran mercado estadounidense. Los anexionistas patriotas veían muy difícil que Cuba se pudiera independizar de España con sus solas fuerzas, y por ello confiaban en la intervención de los EE.UU. El sector económico de la conspiración estaba integrado por hombres de negocios que controlaban el comercio cubano-norteamericano. Muchos ingenios eran ya propiedad de ciudadanos estadounidenses, y técnicos de la misma nacionalidad se habían instalado en Cuba para organizar la naciente industria. Otros centros de conspiración conocidos eran el de Gaspar Betancourt Cisneros, en Puerto Príncipe, y el ya citado de «La Rosa Cubana»; uno de los participantes en este último escribiría sobre los proyectos de los conspiradores: «Una vez instalado el gobierno provisional y reconocida la independencia por la gran República Americana, nuestro próximo paso sería pedir la anexión». Un ejemplo estaba muy vivo en la memoria de la esclavocracia cubana, el de la rebelión de los colonos estadounidenses de Tejas cuando la legislación antiesclavista del Gobierno mejicano amenazó sus intereses y la posterior integración del estado independiente tejano en la Unión Americana. En el año 1848 dos hechos hicieron subir al máximo las presiones anexionistas. El primero fue el triunfo de la Revolución liberal en Francia y la liberación de los esclavos en todas las posesiones francesas, incluidas las antillanas. Incluso, se llegó a temer que Inglaterra declarara la guerra a España para obligarla a abolir la esclavitud. Por otra parte, la firma del tratado de Guadalupe-Hidalgo, que ponía fin a la guerra entre México y los EE.UU., excitó aún más las ansias de botín de los grupos expansionistas norteamericanos.
Los agentes diplomáticos del gobierno de Washington multiplicaron sus gestiones para que el gobierno español vendiera la isla y se llegó a proponer hasta 100 millones de dólares de precio. El cónsul USA en La Habana multiplicaba sus contactos con los sectores cubanos que conspiraban. El Club de La Habana envió a un agente, Rafael de Castro, a Jalapa, México, para ofrecer al general Wiliam Jenkins Worth y a 5.000 de sus hombres, veteranos de la guerra de México, tres millones de dólares para invadir a Cuba y expulsar a la guarnición española. Worth decidió aceptar la oferta una vez que se hubiera retirado del Ejército de los Estados Unidos. Fue entonces cuando se pidió a López que aplazara su insurrección y el gobierno estadounidense denunció las conspiraciones al español para que éste fuera benévolo con la propuesta de compra. Como siempre que los acontecimientos son inminentes, se aclararon las posturas y cesaron las ambigüedades: el gobierno español dijo no, el americano se tiró atrás y en el campo anexionista cubano surgieron divergencias. El temor a una intervención inglesa, y a que España concediera la libertad a los esclavos en caso de una sublevación armada contra su soberanía, dividió el frente de los esclavistas. Desde su exilio de París, en noviembre de 1848, Juan Antonio Saco publicó un folleto en el que abundaba en todas estas posibilidades y concluía que él deseaba una Cuba cubana y no anglosajona. Por su enorme prestigio fue un golpe mortal para el anexionismo cubano, que se fue convirtiendo rápidamente en una campaña de intereses de los EE.UU. y perdiendo su carácter de movimiento cubano. En el mismo mes, otro duro golpe afectó a los anexionistas norteamericanos; Zachary Taylor fue elegido presidente de los Estados Unidos. Era un liberal en absoluto partidario de que Cuba pasase a reforzar el bloque esclavista de los estados sureños de la Unión. La diplomacia española supo maniobrar entre las dificultades de sus enemigos para defender su objetivo inquebrantable: permanecer en Cuba a toda costa. Habíamos dejado a Narciso López exiliado en Rhode Island hasta donde fueron a buscarle los agentes anexionistas. Los contratiempos que dicho movimiento había sufrido habían abierto paso a los extremistas, partidarios de las soluciones radicales. Ambrosio J. González se entrevistó en Nueva York con Betancourt, Narciso López y el general Worth, para organizar una expedición armada de invasión promovida por el Club de La Habana. Worth fue trasladado a Tejas por la superioridad para apartarlo del asunto y allí falleció en mayo de 1849. López y González se trasladaron al «Profundo Sur» para allegar hombres, armas y dinero. Ofrecieron el mando de la expedición a Jefferson Davis y a Robert E. Lee, pero los futuros jefes de la Confederación no se sintieron atraídos por la aventura antillana. Sonó la hora de Narciso López que empezó a reclutar a sus futuros soldados: aventureros y veteranos de la guerra de México. Un implacable observador los calificó de: «Las criaturas más desesperadas que jamás se ha visto, capaces de matar a un hombre por diez dólares»; todos ellos se sintieron atraídos por las promesas de López de saqueo, mujeres, bebida y tabaco. El dinero de los esclavistas sureños no fue remiso y se compraron o alquilaron tres barcos, el «Fanny», el «Sea Gull» y el «New Orleans». Fluyó también dinero cubano y los reclutas hacían prácticas militares en las islas de Cat y Round, frene a la costa de Mississi0i, en el mes de julio de 1849. Un parte de la expedición se concentró en Nueva York y la otra en Round Island (Luisiana), de donde estaba previsto zarparan entre el 20 y el 25 de agosto. El gobierno Taylor seguía con el proyecto de comprar Cuba a España y no deseaba una anexión armada, que pudiera romper el delicado equilibrio entre los estados del Norte y del Sur. Para no incurrir en la prohibición de la Ley de Neutralidad de 1818, los 800 concentrados en Luisiana fueron rodeados de unas ciertas precauciones; algunos únicamente sabían que iban a ir al extranjero, y otros creían que su destino era California. Los espías del ministro español en Washington, Ángel Calderón de la Barca, no tuvieron excesivas dificultades en enterarse de todo y el diplomático español pudo denunciar la intentona al gobierno federal. La Marina yanqui bloqueó Round Island el 4 de septiembre y el 7 fueron incautados los dos barcos que se encontraban en Nueva York. Hacia el 20 de octubre la expedición se dio por abandonada. El inquietante binomio López - González no se dio por vencido y durante el invierno sentaron sus reales en el Sur, contactaron con políticos y hacendados como John Henderson, cacique algodonero de Mississippi, fabulosamente rico, que había intrigado lo suyo en el «affaire» de los tejanos de 1836. El 17 de marzo de 1850 se introdujo en nuestra historia otro personaje que iba a dar mucho de sí: el honorable John A. Quitman, gobernador del estado, que no pudo aceptar la jefatura militar de la invasión por su cargo, pero se convirtió en el cerebro político-financiero de la misma. Aconsejó a López que la cabeza de la playa no estuviera formada por menos de 2.000 combatientes, y prometió acudir en ayuda de los primeros en desembarcar de forma inmediata. Laurence J. Sigur, director propietario del diario «Delta» de Nueva Orleans, era otro incansable propagandista del «gran designio». A los reclutas se les ofrecían 7 dólares mensuales y una buena porción de bonos de la Victoria. Empezaron a fluir aventureros de Kentucky, Mississippi, Luisiana; medio vagabundos, medio delincuentes. Los simpatizantes esclavistas compraron bonos del empréstito de la expedición y se reunió un capitalito de unos 50.000 dólares. Se fletaron tres barcos, el «Creole», «Georgina» y «Susan Loud», y con complicidades oficiales se consiguieron armas del arsenal del Estado de Louisiana. Después de tantas fintas e intentos fracasados, el cronista experimenta casi tanta satisfacción como debió sentir López, al decir que esta vez hubo desembarco. Para disimular se dijo que los expedicionarios iban a ser enviados en barcos desarmados a los yacimientos auríferos de California, via Panamá, y las autoridades locales fingieron creérselo. El 24 de abril zarpó de Nueva Orleans el «Georgiana», con 200 voluntarios kentukianos con destino a Chagres (Panamá); el 2 de mayo salió el «Susan Loud» con 150 aventureros de Luisiana al mando del coronel Wheat, y el 7 zarpó el «Creole» con López, González y los 650 hombres restantes. Un detalle significativo es que únicamente figuraban 5 cubanos en la expedición. Los tres buques de guerra enviados por el secretario de Estado norteamericano, Clayton, para detener a las embarcaciones filibusteras llegaron tarde y éstas se reunieron en la isla Contoy, frente a la costa de Yucatán, donde se procedió al reparto de armas y al embarque de toda la expedición en el «Creole». Unos 50 aventureros perdieron el interés por la expedición y regresaron a Nueva Orleans en los otros dos barcos. La fuerza de desembarco enarbolaba la bandera diseñada por Miguel Teurbe Tolon, que es la de la República de Cuba y que López presentaba así: «La Bandera en la cual contempláis el Tricolor de la Libertad, el Triángulo de la Fuerza y el Orden, la Estrella del futuro Estado» —en un escrito a un periódico anexionista—. En la proclama dirigida al pueblo cubano no resultaba menos explícito: «Y la estrella de Cuba, hoy opaca y aprisionada entre las tinieblas del despotismo, se alzará bella y fulgente, por ventura, para ser admitida con gloria en la espléndida norteamericana, a donde la encamina su destino». La expedición de Cárdenas El 12 de mayo se dieron a la vela con la intención de dirigirse a Matanzas, proyecto que cambiaron dado que esta plaza contaba con fortificaciones y por último desembarcaron en Cárdenas, en la madrugada del 19 de mayo. La guarnición española, formada por el teniente Florencio Ceruti y 17 soldados, ofreció una encarnizada resistencia, casa por casa, y López ordenó que se incendiara la población y puso en libertad a los presos de la cárcel. Las fuerzas españolas únicamente se retiraron cuando se les acabaron las municiones, pero los filibusteros no conocieron el reposo, ya que fueron atacados por el comandante militar de Guamacaro, con 24 lanceros y 30 paisanos. Al concluir la jornada la desmoralización había hecho presa de los invasores, que contaban numerosas bajas en sus filas, y lo que es peor, únicamente dos voluntarios se habían unido a sus fuerzas; toda la población huyó a la campiña vecina o se refugió en los barcos extranjeros. El cansancio era grande y corrían rumores de que convergían sobre la plaza, fuertes contingentes españoles; hasta los presos liberados huyeron fuera de la población... López dio la orden de reembarcar. Pero la retaguardia rebelde fue atacada. por 6 compañías procedentes de Matanzas y sufrió muchos quebrantos. La historiografía española recuerda malignamente que «ya que no pudo llevarse la victoria en la jornada, se llevó a «La Criolla» 30.000 pesos que existían en las cajas de Cárdenas». Lograron huir unos 100 invasores, el resto quedó preso de los españoles y fueron fusilados o encerrados en «El Morro» habanero. El final fue de los no aptos para cardiacos. El cañonero español «Pizarro» dio caza a la nave filibustera, que logró salvarse por pocos metros y refugiarse en Cayo Hueso, con las calderas despidiendo vapor hirviente y a punto de reventar, tras una persecución de muchas horas. Las autoridades federales se incautaron del barco, pero dejaron a la mayoría de los fugitivos que se dispersase. López fue vitoreado por las multitudes en todas partes, cual general victorioso y, aunque se le sometió a proceso, era evidente el partidismo oficial. El 6 de marzo de 1851 concluyó el gran festival judicial contra los inspiradores, organizadores y dirigentes de la fracasada invasión, ante el Gran Jurado de Nueva Orleans. Todos los inculpados fueron absueltos en medio de una tormentosa polémica de prensa. Quitman dimitió de su cargo para comparecer ante un tribunal.
Otro hombre menos tenaz que López habría renunciado a su proyecto de invadir Cuba, después de tantos fracasos. El general venezolano-hispano-cubano, no era hombre de amilanarse: no había concluido aún el embrollo judicial y ya andaba reclutando hombres y recaudando dinero para un próximo desembarco. El núcleo de anexionistas norteamericanos crecía constantemente y la prensa esclavista decía que Cubaiba a ser el primer eslabón de un gran imperio antillano a manos de los EE.UU. Nueva York, Charleston, Mobile, Nueva Orleans y otras ciudades costeras eran un hervidero de filibusteros; se recibía dinero y se almacenaban armas. Loguis Schlessinger, un exiliado húngaro, reclutaba exilados compatriotas e italianos en la capital neoyorkina. Una buena propina del cónsul español consiguió la intervención de la fiscalía de distrito, que se incautó del vapor «Cleopatra», cuando iban a zarpar con 400 combatientes con rumbo a Florida. El proceso contra Schlessinger concluyó un año después sin que el jurado llegara a ponerse de acuerdo. En Arkansas funcionaba una escuela militar para filibusteros. Como suele ocurrir en muchos episodios de la trayectoria de los EE.UU., resulta casi imposible separar la iniciativa privada del interés. público. Los desterrados cubanos empezaron a encontrar «excesivo sabor americano» en el mejunje y propusieron a López que la próxima invasión estuviera formada únicamente por cubanos, y auguraron un recibimiento popular tan glacial como en Cárdenas. El general aventurero, seguro de los fuertes apoyos sureños, se negó y se rompieron los contactos con la emigración cubana. Los bonos se seguían vendiendo como el pan bendito y se pudo comprar por 40.000 dólares un vapor de 500 toneladas, el «Pampero». El nuevo presidente de los EE.UU. Fillmore, estaba predispuesto a más liberales interpretaciones de la Ley de neutralidad con tal de aplacar al trust sureño. En julio se produjeron dos pequeños alzamientos en el interior de la isla: Joaquín Agüero se levantó en Puerto Príncipe (hoy Camagüey) con 44 de sus seguidores, e Isidro Armenteros levantó una pequeña partida por la zona de Villa - Clara. Ambos eran hacendados ligados a los grupos esclavistas y fueron vencidos rápidamente por las fuerzas españolas y fusilados con la mayoría de sus seguidores. López empezó a cometer una serie de precipitaciones en su afán de unirse a los sublevados, sobre cuya importancia le llegaban versiones muy magnificadas. Zarpó precipitadamente aprovechando la vista gorda de las autoridades de Nueva Orleans en el «Pampoero», con 548 seguidores, y William L. S. Crittenden, sobrino del fiscal general de los EE.UU. como coronel segundo jefe. En la expedición había una docena de cubanos, numerosos norteamericanos —entre ellos un centenar de rifleros de Kentucky, cuyos largos fusiles y gorros de castor conocemos gracias al cine—, alemanes, húngaros y otros de diversas nacionalidades. A los que quedaban en tierra se les dijo que no tardaría en salir otra expedición al mando de Quitman. El barco iba sobrecargado y tuvo que dejar en Belice a unos cien hombres; el primitivo proyecto era dirigirse a la parte central de la isla, lejos del complejo político -militar de La Habana. En Cayo Hueso oyeron versiones, posiblemente difundidas por agentes españoles, de que la isla estaba en rebeldía. El 11 de agosto, el mismo día que era muerto Agüero, López y sus fuerzas desembarcaron en bahía Honda ¡a 40 millas de La Habana! Tras meterse en la boca del lobo, López envió de regreso al «Pampero» para traer refuerzos y culminó la serie de desaciertos tácticos dividiendo sus fuerzas. En barco y ferrocarril confluían fuerzas españolas sobre bahía Honda, al mando del general Enna, que llegó a reunir unos 6.000 hombres. Narciso López, con 300 seguidores, se internó hacia Las Pozas, y Crittenden se quedó con 120 combatientes para guardar el equipo. Pronto las columnas españolas separaron ambos destacamentos y produjeron severas pérdidas a las tropas de López, que decidió enviar una fuerza de 100 hombres en apoyo de la cabeza de playa. Algunos de los seguidores de Crittenden lograron unirse a la fuerzas de López, y aquél junto con 50 seguidores, se internaron en la manigua, hasta alcanzar la costa y huir en pequeñas embarcaciones con dirección a Cayo Hueso. El vapor español «Habanero» consiguió capturar a casi todos los fugitivos y conducirlos a La Habana, donde fueron pasados por las armas en la explanada de Atarás. La fuerza de López fue sometida a un acoso sin tregua; en el cafetal del Frías dejó 5 muertos, y en barranco de la Carambola volvió a sufrir otro descalabro frente a una columna mandada por el general Enna, cuyo nombre recordaba una calle barcelonesa. El comandante de las fuerzas españolas resultó mortalmente alcanzado por una bala en el vientre, y dirigiéndose a su ayudante dijo: «Me han herido, no diga usted nada; póngase usted delante de mí para que mi caballo siga al de usted, lléveme a la casa más inmediata». El pundoroso jefe murió pocas horas después dando muestras de una gran entereza. Tras un nuevo combate, en Candelaria, las fuerzas españolas capturaron a varios invasores, que declararon que únicamente se les había unido dos cubanos desde su llegada, y que Narciso López había perdido el caballo y huía en mangas de camisa, con una gran franja roja cruzándole el cuello... Al ser ejecutado en La Habana exclamó: «¡Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba!». Los historiadores se han pronunciado de forma muy diversa sobre su figura: «Un militar desleal a su patria y a su Reina», para los españoles decimonónicos; «los heroicos esfuerzos de López», para los románticos, cubanos; «sin lugar a dudas era un agente de los intereses esclavistas y anexionistas», para la moderna historiografia norteamericana. La herencia de Narciso López La opinión pública norteamericana pasó del más entusiasta de los delirios por «las grandes victorias» que cosechaban López y sus seguidores, al cruel desengaño al enterarse de la muerte de Crittenden y sus acompañantes. En Nueva York y otras ciudades hubo manifestaciones e incidentes antiespañoles; en Nueva Orleans las turbas fueron dueñas de la calle durante muchas horas y se cebaron contra las propiedades y ciudadanos españoles; el cónsul tuvo que refugiarse en la cárcel para no ser linchado. La prensa anexionista, calificada por el presidente Fillmore de «prensa mercenaria y prostituida», recordaba El Alamo y pedía la guerra con España. En octubre un tribunal federal de Ohio dictó una sentencia en la que se criticaban duramente las violaciones contra la neutralidad. El sucesor de López fue Quitman, que ayudado por González y los esclavistas fundó la Orden de la Estrella Solitaria, una sociedad secreta para lograr anexionar Cuba. Para junio de 1852 ya habían puesto en pie un nuevo complot, Francisco Frias, conde de Pozos Dulces —el cuñado de López—, se sublevaría en Vuelta Abajo, y una importante expedición desembarcaría. Pero fue un nuevo fracaso, hubo otro conspirador agarrotado —en agosto—, y el resto paseando por Nueva Orleans. Pierre Soulé, un emigrado francés y senador federal, se unió a la conspiración y movió su influencia para lograr una guerra con España. George Law, propietario de una linea de buques correo Nueva York-Panamá, y con fuertes intereses ferrocarrileros, intentó provocar un «casus belli» con uno de sus vapores, el «Crescent City», cuyo sobrecargo William Smith era acusado de recoger informaciones antiespañolas durante las recaladas en La Habana. Pese a la prohibición de que Smith fuera a dicho puerto, fue enviado para provocar un invidente; las autoridades españolas prohibieron entrar al barco. La reacción de la prensa y de los anexionistas sureños fue de una agresividad histérica. «¡Dadnos guerra!» era la exclamación de los mítines y los editoriales. Law volvió a enviar a Smith en el «Cheroke», pero una finta de las autoridades españolas desarmó la bomba: aceptaron una declaración jurada de Smith de no haber realizado propaganda antiespañola. El nuevo presidente Pierce era un anexionistas convencido, y una de sus primeras disposiciones fue enviar a Pierre Soulé como ministro plenipotenciario a España. Soulé fue despedido con una gran manifestación con banderas cubanas. En abril de 1853, la Junta Cubana de Nueva York pidió a Quitman que encabezara una invasión de Cuba, y pronto se inició una campaña de manifestaciones y mítines en esta dirección. El 18 de agosto Quitman fue nombrado «Jefe Civil y Militar de la Revolución», y se le prometió una recompensa de un millón de dólares. El nuevo generalísimo inició sus actividades de forma febril; el nuevo cónsul en La Habana, Clayton, era uno de sus agentes y creó juntas conspiradoras en Nueva Orleans y Savannah. Para eludir las leyes de neutralidad se proyectaba concentrar a los filibusteros en algún lugar de jurisdicción extranjera, desde donde se partiría hacia Cuba. El primer plan era desembarcar en febrero de 1854, reunir 300.000 dólares y transportar unos 3.000 hombres. Esta vez la organización falló y en marzo de aquel año Félix Huston, ex comandante en jefe de los ejércitos de la República de Tejas, escribió a Quitman desde Nueva Orleans afirmando que la empresa se debía aplazar hasta el otoño siguiente. El fantasma de la «africanización de Cuba» Juan de la Pezuela fue nombrado capitán general de Cuba en septiembre de 1853 y nada más desembarcar prometió liberalizar la, situación de los esclavos negros y elogió al arzobispo de Santiago de Cuba, Antonio María Claret, que había luchado por mejorar las condiciones de los esclavos y negros libres. Por último, Pezuela creó una milicia en la que se podían alistar tanto los blancos como los negros libres. Los rumores, como siempre, iban mucho más lejos y suponían al nuevo capitán general en connivencia con los ingleses para acabar con la esclavitud. Dos medidas liberales (el indulto de los 160 supervivientes de la última expedición de López, y la autorización para que los funcionarios pudieran penetrar en las plantaciones sospechosas de recibir contrabando de esclavos) elevaron la tensión entre los hacendados cubanos y se volvió a airear el espantajo de la «africanización de Cuba». Varios influyentes dueños de esclavos visitaron al cónsul norteamericano en La Habana, William H. Robertson, y le instaron a que persuadiese al presidente Pierce de que enviara tropas norteamericanas a Cuba. Otros funcionarios americanos inundaban el Departamento de Estado con informes en el mismo sentido, recordando el imperio negro de Haití. El ejecutivo norteamericano veía con buenos ojos estas campañas, pero seguía aferrado al viejo proyecto de obligar a España a vender la isla. Quitman volvió a emitir bonos y consiguió fondos de diversos industriales y comerciantes sureños. El 31 de mayo Pierce lanzó una proclama prohibiendo «la formación dentro de los Estados Unidos de todas las empresas particulares de carácter hostil contra una nación extranjera», y amenazando con intervenir contra los infractores. Una vez más las necesidades de equilibrio interior obligaban a la presidencia de los Estados Unidos a ser prudente. El 19 de junio de 1854 Quitman y cinco conspiradores más fueron citados a comparecer ante el Tribunal de Circuito de Estados Unidos en Nueva Orleans, acusados de intentos de violar la Ley de Neutralidad. Los procesados negaron cualquier tentativa y depositaron una fianza de 3.000 dólares cada uno en garantía de que no violarían la Ley de Neutralidad en nueve meses. Siguieron los preparativos y en los primeros meses de 1855 se había reunido cerca de un millón de dólares y reclutando unos 10.000 voluntarios. La más formidable expedición filibustera empezó a hacer aguas por las malas relaciones reinantes entre Quitman y la Junta Cubana. Aquél había dicho que no daría la orden de partir hasta tener en su poder un millón de dólares y los miembros del Club de La Habana clamaban contra una demora que podía ser fatal. No hubo acuerdos, y la Junta Cubana organizó una expedición que desembarcó en Baracoa, en noviembre de 1854, y que fue rápidamente aniquilada por los españoles. El general Concha, nuevo gobernador español, descubrió un complot que debía estallar en febrero de 1855, e hizo agarrotar a su dirigente, Ramón Pintó, y encarcelar a 60 de sus secuaces. En conexión con el intento. Quitman debía haber desembarcado en las costas cubanas. El golpe final a la gran invasión vino de un revés sufrido por los anexionistas en las elecciones de 1854, en las que se vio claro que el pueblo norteamericano no deseaba aventuras anexionistas. El 30 de abril de 1855, Quitman informó a la Junta Cubana de su irrevocable decisión de abandonar la empresa. La Junta no pudo obtener que se le rindiesen cuentas de la cantidad de más de un millón de dólares que habían sido obtenidos por Quitman, y en mayo de 1855 se dio por dispersada la expedición. El «Manifiesto de los Bandidos» Pierre Soulé seguía intrigando en Madrid en pro de la anexión y en febrero de 1854 el buque norteamericano «Black Warrior» fue incautado por una infracción de tipo técnico, en el puerto de La Habana, y a su propietario se le impuso una multa de 6.000 dólares. Nuevamente se intentó aprovechar el incidente para provocar la guerra. En octubre de 1854 tuvo lugar en Ostende una conferencia de los ministros norteamericanos en Londres, París y Madrid para discutir la situación de Cuba; sus conclusiones fueron bautizadas por los antianexionistas como el «Manifiesto de los Bandidos». En ellas se hablaba de las horrendas consecuencias que para el pueblo norteamericano iban a derivarse de las medidas liberalizantes de Pezuela. En el exilio los anexionistas irreducibles se habían aglutinado en torno a Domingo Goicuria, que residía en Nueva York y había prometido no afeitarse su barba blanca hasta que su tierra natal quedara libre del yugo español. Goicuria entró en relaciones con William Walker para organizar una aventura filibustera, que se proponía comenzar con la toma de Nicaragua para los intereses esclavistas norteamericanos, y terminar con la anexión de Cuba. Walker era un aventurero de larga trayectoria: médico, abogado, director del periódico «Crecent» de Nueva Orleans, político; había dirigido una expedición al estado mejicano de Baja California, y los tribunales de San Francisco le condenaron a una pequeña multa por violación de las Leyes de Neutralidad. Participó en el gran proyecto de Quitman, y al retirarse éste se convirtió en su heredero político. En 1855 Walker organizó una expedición de «emigrantes» para invadir Nicaragua y Goicuria le ofreció hombres y dinero para lograr apoderarse primero de Nicaragua y atacar después Cuba. Otra vez se tejió la conspiración, y empezaron a fluir los fondos de diversa procedencia; casi todos los supervivientes de anteriores expediciones participaron en los preparativos de esta nueva invasión. A fines de febrero de 1856, Goicuria, al frente de 250 hombres, se trasladó desde Nueva York a Nicaragua, donde se unieron a las fuerzas de Walker y tomaron la ciudad de Granada, entonces capital del país. En el banquete de la victoria los cubanos de su estado mayor saludaron a Walker como la «esperanza de Cuba».
El «condottiero» norteamericano colocó a un títere nicaragüense en la presidencia de la República, y empezó a actuar como jefe efectivo del estado. El nuevo régimen alcanzó el reconocimiento diplomático norteamericano, ante las protestas de las repúblicas hispanoamericanas. Pese a las incitaciones que a Walker le venían de todas partes, no mostró ninguna prisa por invadir Cuba, y en noviembre de 1856, tras una discusión, Goicuria se separó del asunto nicaragüense. Fue reinstaurada la esclavitud, se reinició la trata, y Walker promulgó leyes de vagancia y trabajo por contrata que reducían virtualmente a los nicaragüenses a la servidumbre. Costa Rica declaró la guerra a Nicaragua, convencida que su propia independencia estaba amenazada por «los piratas que habían salido de las costas de los Estados Unidos». Recibió ayuda de diversas naciones centroamericanas, y de Cornellius Vandervilt, en venganza porque Walker había revocado el monopolio que Vandervilt gozaba en Nicaragua, entregándoselo a una empresa rival. Las fuerzas costarricenses vencieron en la guerra, y Walker se entregó a las fuerzas navales de los Estados Unidos, después de que sus hombres hubieran cometido grandes excesos; no obstante todos ellos fueron recibidos como héroes en Nueva Orleans. En abril de 1859 organizó una expedición filibustera José Elías Hernández, que partió de Nueva York y a causa del mal tiempo recaló en Port-au-Prince, donde fueron internados. En agosto de 1860 dirigió Walker su última expedición filibustera a Centroamérica: logró esquivar las fuerzas navales americanas e inglesas en las costas de Nicaragua, y desembarcó en Honduras. Pensaba volver a invadir Nicaragua, pero fue capturado por los ingleses y entregado al Gobierno de Honduras, en cuyo territorio, el 12 de septiembre de 1860, acabó su azarosa vida, frente al pelotón de fusilamiento; con él murieron varios cubanos que le habían seguido. Epilogo La situación de relativa calma en la isla de Cuba, gracias al gobierno liberal del general Serrano, iba a prolongarse hasta octubre de 1868. El 12 de abril de 1861 fue atacado el fuerte Summer y los esclavistas sureños estuvieron ocupados en combatir contra las tropas federales hasta el 9 de abril de 1865 en la llamada guerra de Secesión. La época de los filibusteros había acabado definitivamente. Pero la idea de expediciones militares privadas no cayó en saco roto: sin movernos de América, la encontramos en la invasión de Guatemala en 1954, y en el desembarco de la Bahía de Cochinos, en 1961. Tal vez sea en la convulsa Africa de la década de los sesenta y de los setenta de nuestro siglo donde los sucesores de López y Walker han intervenido de forma más activa: creación del estado títere de Katanga, invasiones y contrainvasiones en la República del Congo, ataques a los gobiernos populares de Angola y Mozambique, creación del imperio de Albert Calonji en Kasai del Sur, y aún un amplísimo etcétera. Definitivamente no hay nada nuevo bajo el sol. |