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Historia y Vida nº 55 octubre de 1972 Defensa de MadridGregorio Gallego (1)
Septiembre 1936: Cómo se constituyó la Primera Junta de Defensa de Madrid Cuando en España se toma conciencia popular de un grave peligro colectivo, surge inmediatamente una Junta. Una Junta es, por su misma esencia, una institución provisional, de urgencia, en la que se borran diferencias de clase, de ideología, de todo tipo, ante el reconocido peligro común. Seria muy interesante trazar la historia moderna de España a través de las Juntas; que en su convocatoria y en su funciona-miento conservan el aire rebelde y guerrillero de las más célebres de todas ellas, las de la Guerra de la Independencia, las cuales han transmitido a sus sucesoras nada menos que su innata propensión a la captación de la soberanía nacional y popular. Era aquella formidable improvisación que fue, para unos y para otros, la guerra civil española, no debe extrañarnos el florecimiento de las Juntas. La improvisación era mayor en la zona nacional, y por eso fue allí donde surgió, en la mañana del 24 de julio, la Junta de Defensa que suplía al Gobierno e incluso al Estado; el general Franco no quiso suprimirla del todo al asumir sus funciones el día 1 de octubre, luego la dio por suspensa en el preámbulo de un decreto y por fin la resucitó, con el mismo nombre si bien con funciones y titulares muy diversos, como órgano de coordinación en una ley del año 1939 que todavía, aunque casi todo el mundo lo ignora, está vigente. A la vez que la Junta de Defensa Nacional nacía en el peligroso vacío de Levante en los primeros días una Junta Delegada republicana, presidida tan eficazmente por don Diego Martínez Barrio; mediante ella se consiguió la neutralidad y, luego la sumisión de la gran guarnición de Valencia; y mediante una transformación de la misma Junta se empezó a articular, en la nueva división orgánica de Albacete, el núcleo del Ejército Voluntario que salvaría a Madrid. Pero la junta más célebre de toda la guerra en zona republicana fue precisamente la Junta Delegada para la defensa de Madrid, instaurada en la tarde del 5 de noviembre bajo la presidencia del general Miaja —y con el apoyo militar del general de Pozas— por el Gobierno de Largo Caballero en trance de evacuar la capital camino ya de Valencia. Esta Junta, que funcionaría hasta la noche del 5 de marzo de 1939, en la que sus funciones se subsumieron por el Consejo de Defensa (llamado inicialmente también Junta) de Miaja-Casado-Besteiro, tuvo sin embargo un precedente ignorado: la Junta inicial de Defensa de Madrid, instaurada por decreto del Gobierno cuando las tropas de Africa estaban ya a treinta kilómetros por la carretera de Extremadura, en los aledaños de Navalcarnero, y que en realidad no pudo hacer casi nada, porque inmediatamente fue sustituida por la de Miaja, pero que puede explicar, por su precedencia, el rápido éxito de su sucesora, ya que muchos de los trabajos previos emprendidos por la primera Junta se aprovecharon des-pues para la segunda. El autor del presente articulo, don Gregorio Gallego, notable escritor y publicista procedente de las filas anarcosindicalistas, que vive hoy en España, fue un destacado miembro de la primera Junta de Defensa, cuyo ámbito de jurisdicción era a la vez concretísimo e indeterminado: preparar por todos los medios la defensa de Madrid. La Junta actuó durante la última quincena del mes de octubre y se disolvió sin necesidad de especiales disposiciones. Supone, en la historia de la guerra de España, la institucionalización de las primeras reacciones de la República ante el gravísimo peligro que se cernía sobre Madrid, cuya pérdida hubiera supuesto probable-mente el final de la guerra civil, corzo todo el mundo predecía, desde Mola hasta Azaña, desde Stalin hasta Hitler. Esta pertenencia de Gregorio Gallego a la desconocida Junta avalora especialmente el testimonio que ofrecemos hoy a nuestros lectores. El primer aldabonazo que hizo pensar en la defensa de Madrid fue la caída de Toledo. ocurrida el 28 de septiembre de 1936. «La ciudad alegre y confiada. como dieron en llamar ala capital de la España republicana los cronistas de guerra y comentaristas políticos, se enteró de la noticia como se enteraría de todos los sucesos graves en el transcurso de la guerra: por el runrún callejero o por las emisiones de radio enemigas. Toledo, una especie de «hobby» turístico Sin embargo, Toledo no era un punto de referencia en la cartografía militar. La ciudad imperial tenía mucha historia y Madrid habla vivido con intensa emoción su conquista en las jornadas de julio. Es más, en aquellos meses los torreones desmochados del Alcázar se habían convertido en una obsesión y, especialmente, para los dirigentes políticos y sindicales, que hicieron de Toledo y de la epopeya del coronel Moscardó una especie de «hobby.. turístico. Recuerdo que unos días antes de producirse el colapso militar, o más bien político, ya que la oficialidad militar contaba muy poco en aquellos días, asistí a una reunión de la C.N.T. toledana en la que se iban a tomar medidas en relación con la defensa de la ciudad. La mayoría de los reunidos se manifestaron animosos y fuertes. El ejemplo de los que resistían en el Alcázar sin duda era estimulante, pues algunos hablaron de convertir la ciudad en un «fortín». Naturalmente. tenían sus dudas en poderlo conseguir. Los más pesimistas recordaron lo ocurrido en Sigüenza... ¿Qué suerte habían corrido los milicianos confederales de la columna de Feliciano Benito que se hicieron fuertes en la catedral? Feliciano les había prometido recuperar Sigüenza antes de quince días, pero la promesa no pudo cumplirse, y no porque el dirigente de la C.N.T., que luego sería comisario político del IV Cuerpo de Ejército, no lo intentase, sino porque la capacidad ofensiva de las milicias no daba para actos de ese tipo. La pérdida de Toledo fue amarga. Algunos grupos de milicianos cumplieron su palabra de resistir hasta la muerte, pero no pudieron impedir que la ciudad se perdiese ni que su heroísmo quedase reducido a un capítulo represivo. Había que impedir que el Ejército fuera «una montonera que se gobernaba por sus instintos» El aldabonazo de la caída de Toledo sonó en el Palacio de Buenavista más fuerte que en ninguna otra parte. Largo Caballero y sus asesores politices y militares debieron pensar en el viejo proverbio: «Cuando las barbas de tu vecino veas pelar...» El veterano dirigente socialista estaba dispuesto a defender la capital a toda costa. No en balde era madrileño y en Madrid tenía su principal feudo político y sindical. Para ello lo primero que tenía que hacer era impedir que el ejército de la República siguiera «siendo una "montonera" que se gobernaba por sus instintos». como dijo Zugazagoitia. Pero. ¿quién se lanzaba a aquel empeño sin pasar por contrarrevolucionario...? El hombre a quien sus seguidores llamaban «el Lenin español» lo pensó mucho. Sus consejeros más inmediatos, Álvarez del Vayo y el coronel Asensio, coincidían en la necesidad de la militarización: el primero por razones políticas; el segundo por razones puramente militares. Las razones del coronel Asensio, inteligente y lúcido como pocos en aquellos días, tenían un peso abrumador. Su experiencia como jefe del Estado Mayor no podía ser más dramática. En distintas ocasiones, desde la pérdida de Talavera, se había visto obligado a enfrentarse con la desbandada, jugándose la vida a cada momento para contener a los que huían apenas olfateaban a los moros. Los jefes y oficiales profesionales se sentían desasistidos en el mando. Pero la mayoría de los jefes de milicias no eran más afortunados. Sólo algunos de gran prestigio político o sindical conseguían imponerse relativamente, pues el defecto estaba en el sistema y no en los hombres. Hacía unos días, sin ir más lejos, el director del diario «El Sindicalista», órgano del partido de Ángel Pestaña, había sido arrollado y herido de gravedad por milicianos enloquecidos de terror, cuando trataba de convencerlos de que debían regresar a las posiciones que habían abandonado. Los ejemplos eran demasiado abundantes para que un hombre tan realista y práctico como Largo Caballero no sintiese el apremio de poner fin a aquella situación. Si alguna vez se había hecho la ilusión de que su sola presencia al frente del Gobierno y del Ministerio de la Guerra bastaban para remediar los males que habían hecho infructífera la política de sus antecesores, debía desecharla. Personalmente, la idea de un ejército popular le era familiar, pues formaba parte del contexto doctrinario del socialismo y el mismo Jean Jaurés había teorizado sobre el tema en un libro muy divulgado por aquellos días. Parece que lo que más le preocupaba era la actitud de la Confederación Nacional del Trabajo. ¿Qué pensaban los anarcosindicalistas sobre la militarización...? Más consciente Largo Caballero que los que le aconsejaban hacer caso omiso de la opinión de los anarcosindicalistas, prefirió obtener su consentimiento. pues sabía que no podía prescindir de ellos, ya que constituían la fuerza predominante en la zona republicana. Para Largo Caballero no era un secreto que la C.N.T. había celebrado recientemente en Madrid un Pleno Nacional de regionales en el que se había acordado la colaboración política por mayoría, si bien imponían el formalismo de que el Gobierno se llamase Consejo Nacional. Por otra parte, en el mismo pleno habían rechazado las tendencias radicales que pedían la conquista del poder y aceptado la fórmula democrática que garantizaba la libertad ideológica. Otro indicio de que la C.N.T. estaba evolucionando rápidamente hacia soluciones posibilistas era el discurso pronunciado por Durruti en Barcelona, en el que exigía la organización del trabajo en la retaguardia sin otro objetivo inmediato que producir más y abastecer los frentes de guerra. En aquel discurso Durruti había dicho: «Estamos en contra de esa falsa libertad que invocan los cobardes para escurrir el bulto». Si no con garantías expresas de la C.N.T. sí tácitas, Largo Caballero abordó el problema de la militarización sin encontrar grandes dificultades. En el mismo consejo de ministros en que se acordó la militarización de las milicias se tomó el acuerdo de constituir una Junta de Defensa de la capital, la cual estaría presidida por el mismo jefe de; Gobierno, o por un delegado suyo, y la formarían un representante de cada uno de los partidos del Frente Popular y la CN.T. ¿Podría salvarse Madrid sin Ejército organizado y con una «defensa de zanjas que no pueden ni siquiera considerarse quitamiedos»? Todo lo concerniente a esta primera Junta de Defensa se hizo de una manera cautelosa, pues no se quería sembrar la alarma. El 5 de octubre las organizaciones sindicales y partidos políticos recibieron una comunicación para que designaran su representante y el día 6 quedaba constituida oficialmente en el Ministerio de la Guerra bajo la presidencia de Largo Caballero. Los componentes de la misma eran: José Carreño España, por Izquierda Republicana; Carlos Rubiera, por la Agrupación Socialista Madrileña; Luis Risco, por Unión Republicana; Gregorio Gallego, por la Federación Local de Sindicatos Únicos de la C.N.T.; Pedro Gutiérrez, por la Casa del Pueblo (U.G.T.); Luis Cabo Giorla, por el Partido Comunista: Manuel Cordero, por el Ayuntamiento de Madrid: Felipe García por la Inspección de Milicias; Ramón Ariño, por la Diputación de Madrid; Felipe Muñoz Arconada, por las Juventudes Socialistas Unificadas; Francisco Caminero, por el Partido Sindicalista. A la reunión asistían en calidad de consejeros el teniente general Masquelet, jefe de la Casa Militar del Presidente de la República; el general Castelló, jefe de la Primera División orgánica; el ya general Asensio, jefe del Estado Mayor Central; el coronel Camacho, en representación del Ministerio del Aire, y otros militares de alta graduación del Estado Mayor del Ministerio de la Guerra. El jefe del Gobierno abrió la reunión con un breve discurso en el que expuso la grave situación militar y el peligro que corría la capital si no se ponía remedio urgente a la desmoralización que cundía en los frentes, a la irresponsabilidad en los mandos y a la falta de rendimiento en el plan de fortificaciones. Largo Caballero, con su gesto despótico y soberbio, parecía enormemente cansado y tenso en su peculiar frialdad. Carlos Rubiera, que era uno de sus fieles de la izquierda socialista, comentaría después entre los miembros de la flamante Junta, que calificaron el discurso de «excesivamente pesimista, que el jefe del Gobierno llevaba varios días sin dormir. La situación no era para menos, ya que la mayoría de los militares allí presentes respiraban derrotismo. El teniente general (sic) Masquelet, autor del plan de fortificaciones, fue el más explícito en este sentido, quizá también porque su adhesión a la República era más clara. Pequeño y vivaz, con voz casi de confesionario, hizo un análisis muy inteligente sobre la situación militar y las «tonterías» que se decían en la prensa, comparando la defensa de Madrid con las de Verdún y Petrogrado. A su juicio. Madrid era una ciudad militarmente vulnerable y de fácil asedio, por lo cual no debíamos «empecinarnos en defenderla más allá de lo racional». Incluso bromeó con fina ironía sobre los problemas que se le presentarían al enemigo para alimentar aquel estómago gigantesco. Terminó su discurso diciendo aproximadamente: Verdún pudo defenderse porque contaba con un buen cinturón de fortificaciones y mantuvo siempre las comunicaciones con la retaguardia, pero, ¿podrá Madrid hacer otro tanto sin contar con un ejército organizado y teniendo por única defensa zanjas que no pueden ni siquiera considerarse "quitamiedos" La ducha del general Masquelet produjo abundantes ,murmullos. Asensio «tenía confianza en la reacción de las masas antifascistas» A continuación Largo Caballero concedió la palabra al general Castelló, el cual se había pasado la mayor parte del tiempo rascándose el colodrillo y la región occipital. Sus palabras torpes e incoherentes divagaron sin añadir nada nuevo a lo manifestado por su antecesor; pero de lo poco inteligible que dijo se deducía que no confiaba en la defensa de Madrid. «Teniendo hombres como éstos al frente del ejército no es de extrañar que las cosas vayan como van», me dijo en voz baja Francisco Caminero, representante del Partido Sindicalista. Ninguno de los allí presentes sabíamos que aquel hombre, que había sido ministro de la Guerra en un Gobierno anterior, se estaba volviendo loco a consecuencia de las noticias que había recibido sobre la suerte de algunos familiares en la otra zona. Pero unos días más tarde pudimos comprobarlo en su despacho de Capitanía General. Afortunadamente, la intervención del general Asensio levantó en seguida los ánimos. No es que fuera optimista. Incluso acentuó más los rasgos sombríos que presentaba la situación militar, pero, según dijo, «tenía confianza en la reacción de las masas antifascistas y en el Frente Popular. «Por otra parte —añadió—, el ejército faccioso no es lo suficiente potente para establecer un asedio sobre una ciudad como Madrid. Para poder conseguirlo necesitaría un ejército de más de ciento cincuenta mil hombres y. según nuestros cálculos, no cuenta con más de sesenta a ochenta mil. Naturalmente, el problema de las fortificaciones es grave. pues como ha dicho el general Masquelet, una gran autoridad en la materia, los cinturones de seguridad establecidos en torno a la capital no pasan de zanjas y quitamiedos. En este aspecto tenemos que hacer mucho para corregir la desidia, pero aun en el caso de que no podamos contener al enemigo hasta llegar a los arrabales, entonces cada casa será una fortificación y podremos defendernos con muchos menos hombres de los que cuenta el ejército atacante. Lo más importante de todo es impedir el asedio, que nos corten las comunicaciones con Levante, y esto, a mi juicio, también se puede conseguir...» Largo Caballero dirigió su mirada fría, casi acuosa, al jefe del Estado Mayor Central, y éste dio por terminado su discurso «confiando en la Junta de Defensa recién constituida». La intervención del coronel Camacho, representante del Ministerio de Marina y Aire, y hombre de confianza de Prieto, dio la impresión de que estaba un tanto embarullado en sus juicios, aunque dejó entrever que la defensa de Madrid sin una cobertura aérea resultaba bastante difícil. En cuanto a los representantes de las organizaciones políticas y sindicales, todos se manifestaron partidarios resueltos de la defensa... a pesar de todas las dificultades militares. Una vez constituida la Junta y escuchadas las opiniones optimistas de todos los miembros que iban a formarla, en los labios apretados de Largo Caballero apareció el primer amago de sonrisa, que fue precisamente de despedida. Según dijo, «otros asuntos urgentes le reclamaban-. Con él salieron el general Asensio y otros militares, y en la presidencia se sentó Carlos Rubiera, que desde aquel momento se convirtió en el portavoz del jefe del Gobierno y elemento de enlace entre éste y la Junta. «¡Ah! —exclamó Carreño España—, ¿pero tiene planes el Estado Mayor?» Siguiendo el ritual progresista y democrático, el primer acuerdo de la Junta fue lanzar un manifiesto a los madrileños dándoles cuenta de su propósito. Para redactarlo fue nombrada una comisión compuesta por Carlos Rubiera, José Carreño España, Luis Cabo Giorla y Gregorio Gallego, representantes de las fuerzas más numerosas y significativas de la capital. La redacción fue laboriosa porque hubo que corregir mucho el texto para no dar la impresión de que la situación era tan grave, ni herir las susceptibilidades de otras autoridades... Al final el manifiesto fue despojado de todo espíritu crítico y reducido a un llamamiento a la opinión pública.
Tras el exordio, en el que manifestaba «la imperiosa necesidad que sienten los facciosos de apoderarse a todo trance de la capital de la República», el documento en cuestión añade: «El Gobierno estimó necesario crear un organismo de la máxima autoridad política v sindical, encargado de, a la mayor brevedad posible, intensificar cuanto se refiera a la defensa de Madrid, y que le propusiera soluciones a los diversos problemas que pudieran afectar a dicha defensa. Fruto de tal idea ha sido la creación de esta Junta, que no nace para ser un organismo más entre los ya existentes, sino que debe ser y será la única que entienda en todo lo que se relaciona directa o indirectamente con la defensa de Madrid, no sólo porque así lo exigen los momentos, sino también porque sus propuestas e iniciativas cuentan con el aval de todas las organizaciones políticas y sindicales, que, sin excepción alguna, están en ella representadas. El manifiesto terminaba con estas palabras: "Ha llegado la hora de transformar la consigna de ¡No pasarán! en la de ¡Morir antes que retroceder!" Desde el primer momento, Carlos Rubiera dejó claramente sentado, como intérprete del pensamiento secreto de Largo Caballero, que la Junta sólo tenía un carácter consultivo v que no podía extralimitarse modificando los planes del ministro de la Guerra y del Estado Mayor. — ¡Ah!, ¿pero tiene planes el Estado Mayor? —dijo con su chispa de ironía Carreño España. — ¿Lo dudas. camarada? —replicó Carlos Rubiera, diputado a Cortes y uno de los más brillantes oradores de la izquierda socialista—. No sólo tiene planes, sino que es posible que a la vista de la ofensiva que preparan el camarada Largo Caballero y el general Asensio, el ejército franquista sea desbaratado antes de llegar a Madrid. —Dudo mucho que el general Asensio organice algo que no sean derrotas —dijo Cabo Giorla. Las palabras del delegado comunista me desconcertaron. Precisamente el general Asensio me había producido una impresión extraordinaria por su claridad de juicio y su análisis realista de la situación Sin embargo, no me permití participar en la discusión insidiosa que, a lo largo de aquel mes agotador, iba a ser la comidilla del día. Los organismos político-sindicales se oponían a que el Gobierno «desertase» de Madrid Lo único que quedó bien claro en la primera reunión es que las funciones de la Junta eran bastante limitadas. Cada uno de los miembros recibimos una credencial firmada por Largo Caballero que nos autorizaba a «meter las narices en todo»: entrar y salir en todos los organismos oficiales, tanto militares como civiles, visitar las unidades del frente, los cinturones de fortificaciones e inspeccionar toda clase de servicios concernientes a la defensa (fabricación de material de guerra, abastecimiento, transporte, etcétera). Podíamos sugerir todo lo que quisiéramos, pero sin tomar ninguna medida. Lo que ningún miembro de aquella Junta sospechó entonces es que lo que Largo Caballero pretendía era tener un organismo de recambio a mano para que cuando el Gobierno decidiese abandonar Madrid no se produjera el vacío. Pero ocurría que los organismos políticos y sindicales de Madrid eran opuestos a que el Gobierno «desertase» de la capital y de una manera o de otra lo venían manifestando a diario en la prensa y en los mítines. En este sentido el criterio de los comités madrileños no coincidiría nunca con el de los comités nacionales de sus respectivos partidos y organizaciones. Los primeros trabajos de la Junta estuvieron dedicados a la despensa y las fortificaciones. Había que llenar los depósitos de víveres y rodear la ciudad de trincheras y fortines para escalonar la defensa en el exterior y convertirla en el interior en un laberinto de barricadas y parapetos de sacos terreros. Como muy bien había dicho el teniente general Masquelet, las zanjas construidas no podían considerarse siquiera «quitamiedos» y, por supuesto, no reunían las mínimas condiciones de seguridad para los que se metieran en ellas, ni poseían los adecuados emplazamientos para las armas automáticas. Los batallones de fortificaciones habían removido millones de metros cúbicos de tierra, pero en la mayoría de los casos lo habían hecho sin atenerse al plan orgánico, guiados más bien por la iniciativa de los encargados o jefes de grupo que por la orientación técnica de los oficiales de ingenieros. Las trincheras construidas tenían un metro escaso de profundidad, sus líneas de comunicación y evacuación estaban mal orientadas y la topografía, que es esencial en cualquier plan defensivo, apenas si se había tenido en cuenta. Había motivos para suponer que la Comandancia de Ingenieros actuaba con excesiva negligencia. Para algunos miembros de la Junta esto olía a traición y así se hizo constar en el primer informe presentado a Largo Caballero, al mismo tiempo que se sugería la paralización de todas las obras, la incautación de todos los materiales de construcción, depósitos de cemento de las fábricas cercanas, vigas de madera y hierro de todas clases y hasta los raíles de las compañías ferroviarias. El trigo castellano comprado por catalanes y valencianos En cuanto al abastecimiento, la situación no era mejor. En los meses pasados Madrid había despilfarrado todos sus depósitos. Según el informe de Manuel Cordero, representante del Ayuntamiento de Madrid, que era el encargado del abastecimiento, las subsistencias almacenadas apenas si alcanzaban para asegurar el racionamiento a la población civil durante diez o quince días. Los depósitos del Ayuntamiento estaban formados principalmente por arroz, legumbres secas, bacalao y botes de leche para la alimentación infantil. La Intendencia no andaba mejor abastecida; por lo menos no contaba con reservas suficientes para aguantar la probable destrucción de las líneas de comunicación y transporte y, mucho menos, de un asedio transitorio, que era lo que estaba en la mente de todos. En este sentido también se tomaron medidas aceleradas. Lo más importante era acumular harinas y cereales panificables. La última cosecha. al parecer habla sido bastante buena. Un alto funcionario del Ministerio de Agricultura puso los ojos en blanco cuando habló de que la «gran cosecha triguera de La Sagra, como la de la mayor parte de Castilla la Nueva, la habían comprado los catalanes y valencianos en las eras sin que los organismos competentes del Gobierno central se enterasen... El caos salía al paso por todas partes. La irresponsabilidad no alcanzaba solamente a las milicias, sino que se extendía por toda la administración. Mangada y el cultivo de la soja En aquella primera decena de octubre Largo Caballero encomendó a la Junta de Defensa... pasiva, como solía decir Carreño España, la misión de visitar los cuarteles generales de las diferentes columnas para convencer a sus jefes de la necesidad de acatar el decreto de militarización y poner manos a la obra. En general el decreto seria bien recibido por parte de los jefes de columna y sus estados mayores. Ninguno de ellos hizo objeciones importantes. Recuerdo que la visita que hicimos a Mangada en Hoyo de Pinares coincidió con el hundimiento de aquel sector del frente. Mientras comíamos, habló extensamente del cultivo de la soja como de una planta capaz de resolver todos los problemas alimenticios de un país pobre como el nuestro; luego nos pidió noticias sobre «el viejo sargento cuartelero», (Largo Caballero), para terminar diciendo que aquel decreto le venía muy bien para dar un descanso a sus hombres y pasar una temporada en la retaguardia reorganizándose. Sin embargo, el enemigo no le iba a permitir el deseado descanso. Aunque nada nos dijo de lo que pasaba en el frente, cuando llegamos a Cabreros al anochecer de aquel 10 de octubre lluvioso y triste nos encontramos con una verdadera oleada de pánico. El enemigo había perforado el sistema defensivo por diferentes puntos y se había producido la típica espantada. El comandante Orad de la Torre tuvo que luchar denodadamente para reorganizar a los milicianos dispersos y contener el pánico. La situación se agravaba por momentos. El alud nacionalista se había puesto en marcha y todo el frente estaba cuarteado. Nunca se sabía con exactitud la posición que ocupaban las fuerzas republicanas. Los oficiales de enlace se las veían y se las deseaban para informar objetivamente al Estado Mayor, y en aquellos días muchos fueron hechos prisioneros. La aviación enemiga ametralla a Largo Caballero y a su comitiva Las fortificaciones, sin embargo, progresaban. La C.N.T. y la U.G.T. se estaban volcando en el esfuerzo, poniendo a disposición del mando hombres y material en cantidades considerables. En la atmósfera de pesimismo que se respiraba en el Ministerio de la Guerra, casi era la única esperanza de contener al enemigo. Había una cosa que preocupaba a todos: la fidelidad, por una parte, de los militares profesionales y, por otra, la eficacia del espionaje enemigo. Ambas cosas se relacionaban sin duda y era uno de los principales motivos de desconfianza. Por aquellos días ocurrió un hecho que contribuyó mucho a desencadenar la aprensión hacia la «quinta columna». El jefe del Gobierno decidió hacer una visita a las fortificaciones del sector de Algodor, que se consideraba esencial en el sistema defensivo de la capital. El general Asensio opinaba que aquel sector era uno de los puntos clave de la batalla de Madrid. En cierta ocasión dijo que allí habría que «echar toda la carne en el asador», a lo que un miembro de la Junta le respondió «que si era necesario también se echarían los huesos...» Largo Caballero salió con un séquito discreto de jefes, oficiales y algunos miembros de la Junta. Pero apenas salió la comitiva a la carretera de Aranjuez, apareció un avión enemigo, el cual desapareció a los pocos minutos para volver a reaparecer, con dos aviones más, cerca de das fortificaciones de Algodor. El ataque fue rápido y fulminante. El general Asensio apenas si tuvo tiempo de arrastrar al jefe del Gobierno a un zanjón cercano a la carretera, pero su coche resultó averiado y el de la escolta destruido. Los aviones soltaron algunas bombas y dieron varias pasadas de ametralladora, para desaparecer luego. Para todos los que acompañaban al jefe del Gobierno el objetivo de la aviación enemiga era bien claro. También resultaba claro que la información había salido del Ministerio de la Guerra. El combate y «espantá» de Navalcarnero Unos días antes el dirigente sindicalista Angel Pestaña había propuesto a Largo Caballero la creación de un cuerpo de comisarios de guerra que respaldasen la autoridad de los militares profesionales, al mismo tiempo que vigilaban sus movimientos para impedir deslealtades y traiciones. Los militares que rodeaban al jefe del Gobierno no lo consideraban necesario, ya que recelaban más de la dualidad de mando y de la intromisión política en la autoridad militar que de la deslealtad misma. Sin embargo, a la vista de la psicosis de pánico que se estaba desarrollando contra los militares profesionales y contra la quinta columna, Largo Caballero decidió la creación del Comisariado de Guerra, confiando la organización del mismo a su versátil lugarteniente Alvarez del Vayo. Con todo, la marcha de los frentes iba de mal en peor. La movilización de combatientes en Madrid estaba tocando fondo. La C. N. T., para dar ejemplo, había movilizado a todos los miembros útiles de los comités sindicales y el secretario general de la Federación Local, Amor Nuño, se había puesto al frente de la columna que, en principio, se llamaría «Amor y Libertad» y quedaría luego integrada bajo el mando del teniente coronel Mena, en el frente de Seseña. Había llegado el momento de poner a prueba el primer cinturón de defensa. Navalcarnero era una de las posiciones claves que había que defender a toda costa. El día que se desencadenó la ofensiva (21 de octubre), allí estaba el general Asensio alentando a los combatientes en la primera línea de trincheras. Por primera vez los combatientes aguantaron con firmeza el primer ataque de los tanques y el «chauchau», de los moros, pero lo que no pudieron soportar fue la voz de «estamos copaos»», que corrió a lo largo de las trincheras. Ni el general Asensio ni nadie pudo evitar que, ante la maniobra de desbordamiento, se produjera la espantada. Aquel día el valeroso militar y sus acompañantes estuvieron a punto de ser hechos prisioneros. El «milagrismo» hace su aparición en el Palacio de Buenavista Paradójicamente, en el Palacio de Buenavista no se concedió gran importancia a la pérdida de Navalcarnero. El general Pozas se encogió de hombros al enterarse de la noticia y para endulzar el amargor de los que regresábamos abatidos del frente dijo algo sobre la ofensiva que se estaba «cociendo« para cortar el resuello al enemigo. La cosa era tan secreta que no se podía hablar de ella. Sólo sabiendo que en los puertos de Levante se había descargado «gran cantidad de material de guerra«, que en Albacete se estaban organizando unidades de voluntarios extranjeros y que el embajador soviético, Marcel Rosenberg, y los asesores militares rusos se habían convertido en la máxima atracción del Ministerio de la Guerra, podía uno hacerse una idea un tanto fantástica de lo que se proyectaba. Carlos Rubiera, por lo menos, exultaba euforia y hacía muchos apartes misteriosos con Cabo Giorla y Muñoz Arconada, a los que sólo unos días antes trataba altaneramente y con reservas. Tres días de inútiles contraataques Recuerdo que un día comenté con el general Asensio, que, por cierto estaba un poco achispado, el desbordado optimismo de socialistas y comunistas con respecto a «lo que se preparaba», y éste me respondió un tanto enigmático: —Bueno, todo puede ser, pero yo confío más en la reacción masiva de la que tú hablaste el otro día. Si, cuando el enemigo pise los arrabales, la C. N. T. y la U. G. T. echan la carne y los huesos en el asador, es probable que Madrid se salve. Lo demás se nos dará por añadidura... La misteriosa ofensiva de la que tanto se hablaba con medias palabras y en voz baja, adquirió, por fin, cuerpo real... El 28 de octubre, Largo Caballero lanzaba las campanas al vuelo, al mismo tiempo que se ponía en marcha el «milagrismo». La operación, en realidad, no pasaba de una modesta maniobra de diversión. pero se dejó entrever que podían cambiarse las tornas y en vez de llegar los nacionales a Madrid, caer nosotros sobre Toledo. El general Pozas se las contaba muy felices pensando en los tanques y aviones soviéticos y habiendo podido dotar a algunas unidades (Líster, Burillo y Uribarri), con armas automáticas también de procedencia rusa. Pero la operación no pasó de un amago de ofensiva (el enemigo la calificó de contraataque). La flamante infantería de las unidades recién militarizadas no respondió a la incursión de los tanques soviéticos y la maniobra quedó por ver. A partir del fracaso de esta operación, que duró tres días, el enemigo recobró la iniciativa y ya no se pudo hablar de frentes organizados. Las vanguardias nacionales se movían con tal rapidez que no permitían la reorganización de las escasas columnas republicanas que mantenían el contacto. No falta el heroísmo de los pequeños grupos, pero lo más importante en este momento fue la movilización que se estaba desarrollando en las barriadas obreras a cargo de los ateneos libertarios, los círculos socialistas y los radios comunistas. Los que huyen de los frentes se van a encontrar en la red de parapetos y barricadas que cierran los suburbios con grupos de mujeres vociferantes que los van a llamar cobardes y los van a desarmar, La tensión en Madrid crece por momentos. «La ciudad alegre y confiada»» empieza a desconfiar de todo el mundo y a mostrar su gesto adusto. Se puede decir que ha tomado conciencia del peligro y se apresta a defenderse. Álvarez del Vayo: «¿Quién es la CNT para dictar su política al Gobierno?» La última reunión plenaria de aquella Junta se celebró el día 2 de noviembre y coincidió con el momento de mayor desánimo en las altas esferas políticas y militares. El derrotismo estaba a flor de piel y la histeria erizaba las palabras. A la reunión concurrieron, además de los miembros oficiales de la Junta, dirigentes muy calificados de los partidos del Frente Popular y el secretario regional de la C. N. T.. lsabelo Romero. Alvarez del Vayo, que presidía la reunión, empezó diciendo que los problemas más urgentes a tratar eran la evacuación de la población civil, la «liquidación» de la quinta columna y la organización de la defensa, dejando entrever claramente el propósito del Gobierno de abandonar la capital. En este punto Isabelo Romero le interrumpía bruscamente para decir que lo único importante era la defensa, por lo cual había que descartar, de momento, la evacuación de la población civil y la salida del Gobierno, ya que ambas cosas podían desmoralizar a los combatientes. «La C. N. T.—dijo— está decidida a impedir que se camufle la deserción con la evacuación. Ha tomado las medidas necesarias para evitarlo y las vamos a cumplir a rajatabla. Si ha llegado la hora de morir, moriremos, pero esta vez no van a ser los trabajadores los únicos que paguen los vidrios rotos...» Su discurso fue un chorro ardiente que produjo la mayor perplejidad. Seguramente en el viejo palacio de Godoy, que tantas palabras desgarradas había escuchado en el último siglo, nunca se había oído nada igual. Luego, en los corrillos, Álvarez del Vaya calificó de bárbaro a Isabelo Romero y no hacía más que gruñir «que quién era la C. N. T, para dictar su política al Gobierno». Lo cierto es que dos días después (4 de noviembre), Largo Caballero reorganizaba precipitadamente su gabinete y entraba cuatro ministros de la C. N. T. a formar parte del mismo. Según cuenta Zugazagoitia. Largo Caballero quiso unificar con este motivo los Ministerios de Guerra, Marina y Aire en un solo Ministerio de Defensa Nacional, del cual se encargaría Prieto. Pero éste no aceptó el cargo objetando lo siguiente: —Si tenemos que abandonar Madrid, la culpa será íntegramente mía y, si conseguimos salvarlo. el éxito corresponderá a los sindicalistas. El historiador Ricardo de la Cierva ha juzgado decisivo este acontecimiento en la defensa de Madrid y, sin duda, lo fue en mayor grado que ningún otro de los que se producirían en días sucesivos, incluido el de la participación de las Brigadas Internacionales. La C. N. T. era la única organización que confiaba en sí misma como fuerza dirigente del pueblo. No era la minoría política ni la éliteta intelectual, era el pueblo mismo, y como tal venia operando desde las jornadas de julio en fábricas, talleres y centros de producción para transformar las estructuras sociales y económicas del país al margen de los partidos políticos. La verbena heroica Escuchando ya los cañones que se oían retumbar a lo lejos y con la presencia de la aviación enemiga sobre el cielo, Madrid se adornó, como en sus mejores días de verbena, con colgaduras, banderas y pancartas que incitaban a sus habitantes a «morir antes que retroceder». Hombres, mujeres y niños de todas las edades levantaban las calles para hacer barricadas con los adoquines, cavaban febrilmente trincheras, llenaban sacos terreros. Reinaba en toda la ciudad una actividad que preludiaba el heroísmo. «Pasionaria», Federica Montseny y Margarita Nelken arengaban a los milicianos con discursos desgarrados. Federica los fustigaba acre y dura: «Cobardes, gallinas, ¿queréis que vengan los catalanes a prestaros los huevos para ser hombres...?» El popular —y gordo—Pedro Rico, alcalde de la Villa, prometía en un acto celebrado en el cine Monumental morir antes que abandonar la ciudad. Aunque llegado el momento de contrastar las palabras se olvidaría de su promesa. Lo poetisa anarquista Lucía Sánchez Saornil desplegó una actividad incansable con sus grupos de «Mujeres Libres», acuciando a los milicianos y obligando a los desertores a volver a los frentes. El día 6 de noviembre amaneció tristón y encapotado. Los proyectiles de la artillería de Varela estaban batiendo a las nueve de la mañana las barriadas de la margen derecha del Manzanares. A las doce estalló un proyectil en los mismos jardines del Ministerio de la Guerra. Normalmente todas las de-pendencias del Palacio de Buenavista bullían a aquella hora, y la antesala del ministro era una especie de mentidero, donde políticos, intelectuales y diputados recibían masajes optimistas de Álvarez del Vayo, Rubiera y Baraibar. La ninfa Egeria de aquella tertulia era Margarita Nelken, a la sazón con la curiosidad desatada hacia los enigmáticos asesores soviéticos. Sin embargo, cuando aquel día entré en el Ministerio recibí la impresión de que entraba en una congeladora: caras largas, gestos tensos, palabras medidas, Caminero, Carreño España y Muñoz Arconada me dijeron que el Gobierno había decidido marcharse. Intentamos hablar con el jefe del Gobierno o Álvarez del Vayo, pero fue imposible: los principales personajes habían desaparecido todos. En vista de ello fuimos a ver al general Pozas. Lo encontramos en la sala de mapas con sus ayudantes. El general parecia congestionado. Lo primero que nos dijo es que no sabía nada de nada... ni siquiera si quedaba algún milic¡ano en el frente. El hombre estaba fuera de sí y no hacia más que meterse los dedos en el cuello de la camisa como si se estuviera asfixiando. La impresión no podía ser más penosa. ¿Se habría vuelto loco como el general Castelló...? Luego Carreño España me dijo que uno de sus ayudantes le había comunicado que el general Pozas trasladaba su cuartel general a Alcalá de Henares. Desde el mismo Ministerio llamé a Eduardo Val, secretario de la Sección de Defensa del comité regional de la C.N.T., y le dije lo que pasaba allí, sin ocultarle mi propia depresión ante el ambiente derrotista. —Vente para acá y no te preocupes —me dijo—. Vamos a defendernos como sea...«Haremos una muralla de carne humana y de sangre» En contraposición a lo que sucedía en el Ministerio de la Guerra, en el Comité Regional de Defensa de la C.N.T., instalado en el chalet de Luca de Tena, en la calle de Serrano, reinaba una actividad insólita. La antesala estaba atestada de personas que esperaban ser recibidos por Eduardo Val: en el teatrito se hallaban reunidos los delegados de Defensa de barriada, y en el despacho de Val los secretarios locales y regionales de las tres ramas que componían el Movimiento Libertario: C.N.T., F.A.I. y Juventudes Libertarias. Allí me enteré que habían acordado cerrar el camino de la deserción al Gobierno y altos funcionarios del Estado, movilizar los sindicatos y mantener reservas permanentes de hombres en los diferentes cuarteles que tenia la C.N.T. en Madrid para poderlos mandar a cualquier punto donde fueran necesarios. Al Sindicato de Transportes se le habían dado instrucciones para que tuviera todos los vehículos en condiciones de ser empleados a cualquier hora del día o de la noche... A falta de otra cosa, la «montonera» se había puesto otra vez en movimiento con aire de motín popular. Lucía Sánchez Saornil, la poetisa que andaba con sus grupos de «Mujeres Libres» provocando a los que huían, cantaría en romance la consigna del momento:
Madrid se estaba preparando con los medios que tenía para vivir ese momento único, irrepetible por su propia naturaleza trágica, en que los pueblos se envuelven en el manto de púrpura y desafían no solamente a todos los poderes constituidos, sino también todas las leyes de la lógica. G. G. (1) GREGORIO Gallego García nació en Madrid el 19 de junio de 1916 en el seno de una familia trabajadora. Perteneció a la C.N.T. y a las Juventudes Libertarias desde 1933 hasta que fueron disueltas en 1939. En estas organizaciones desempeñó diferentes cargos. Fue redactor de Castilla Libre y colaboró en la mayoría de los periódicos y revistas anarcosindicalistas. Oficial del Ejército Popular, prestó sus servicios en los frentes de Madrid, Guadalajara y Teruel. Salió de la cárcel en 1963 y en 1965 obtenía el Premio Guipúzcoa de novela con su obra El hachazo, publicada en México. En 1966 la Editorial Alfaguara publicó su novela La maraña. Ha publicado cuentos. artículos y criticas literarias en ediciones españolas e hispanoamericanas. En la actualidad es redactor en una editorial madrileña. |