S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Historia y Vida nº 87 Asturias 1936-37. Primavera sangrienta en el Monte los PinosJuan Antonio Cabezas
Por los bosques Ya avanzada la primavera del Año 1937 la calma en los frentes de Asturias fue alterada por el inesperado ataque de las columnas gallegas al monte de los Pinos. Se trataba de una importante posición en la ribera izquierda del Nalón, frente al valle de Grado. Estaba desde el principio en poder de las fuerzas republicanas. Ocupada por las columnas de Martín Alonso la ribera derecha del río y toda la zona de Valduno, hasta el Escamplero, sólo el monte de los Pinos le podía dar el dominio de la ribera izquierda, en la que se encuentra la villa y la fábrica de cañones de Trubia, por ello importante objetivo mílitar. Y además permitiría a los gallegos ensanchar hacia Sograndio el pasillo Escamplero-Oviedo. Aranda y Martín Alonso sabían que éste sería el único medio de aliviar la situación militar de Oviedo, librando a la cercana capital de una parte de su cinturón de cañones y ametralladoras. Estabilizado el cerco de Oviedo desde la ofensiva de febrero, en los meses siguientes la lucha por parte y parte se centró en el paso Grado-Escamplero-Oviedo, cuyo centro neurálgico y decisivo podía ser para los gallegos el monte de los. Pinos. El Alto Mando republicano, que conocía el valor estratégico de la citada posición, tan pronto como detectó la amenaza del enemigo concentró en ella la mejor artillería, cantidad de armas automáticas y las mejores unidades del ya disciplinado ejército republicano. Los ataques de los facciosos se hicieron especialmente agresivos a base de artillería y con el apoyo de la aviación italiana. En aquella batalla se ensayaba por vez primera en Asturias el ataque de los cazas a la infantería, lanzándose en picado, con las ametralladoras instaladas en el morro del aparato. Un inesperado parte de guerra anunciaba la ofensiva de las tropas gallegas en el monte de los Pinos. Para el cronista habían terminado las semanas «sin novedad». Muy de mañana salí de Gijón, en dirección a Trubia. Había que dar un gran rodeo en torno a Oviedo, por una pista recién abierta, que tenía su salida a la cortada carretera general por las Segadas. Al acercarme a Trubia pude ver los desastrosos efectos de un reciente ataque de aviación. Los bombarderos alemanes procedentes de Valladolid habían atacado una vez más la fábrica de cañones y habían alcanzado también algunas casas que materialmente habían desaparecido. Aún pude ver muertos y heridos. Había embudos formados por las bombas, en los que cabía un inmueble de cuatro plantas. Los pocos vecinos que aún quedaban estaban aterrados. Llegué hasta el Puente de Peñaflor. Un antiguo puente de piedra sobre el Nalón, por el que en el siglo XVIII cruzó el pícaro «Gil Blas de Santallina», en su huida de Oviedo. La carretera está batida por las ametralladoras del enemigo en varios tramos y hemos de regresar varios kilómetros. «El Monte de los Pinos no se rendirá» Unos paisanos me orientan. Para acercarse al Monte de los Pinos, me aconsejan tomar un camino vecinal, con evidentes señales de haber circulado por él vehículos de guerra. Por él se llega a la aldea de' Bayo, al sureste de la citada posición. La estrecha carretera atraviesa arias de prados y labrantíos, cubiertos aquella mañana por una espesa niebla. La aldea de Bayo había sido evacuada. Pronto entramos con el coche en terreno batido. 'Menos mal que la niebla nos oculta de la visibilidad del enemigo. Cerca de la aldea encontramos en plena carretera un coche destrozado, una ambulancia y un equipo de camilleros. Nos dicen que se llevan a un militar que, cuando se acercaba en el coche al puesto de mando lo alcanzó un cañonazo y le arrancó, un brazo de cuajo. Me acompaña Ovidio Gondi. Seguimos avanzando en busca de la Comandancia del sector. A lo lejos se oye el trueno del frente, oculto el escenario por la niebla. Unos soldados nos indican el lugar aproximado de la posición y la dirección que traen los disparos de la artillería enemiga. Cuando desapareció la niebla comprobamos que lo del «Monte» es una exageración topográfica del parte de guerra. No pasaba de una alta colina con pelambrera forestal muy castigada por la metralla. Me dicen que toda la cumbre de la colina está horadada, traspasada de trincheras y refugios, para defenderse de la artillería y de las bombas de 'la aviación. Por hondas trincheras nos acercamos a las líneas que forman la retaguardia del frente, como a media ladera. Aquello es como un nido de termitas, una gusanera de hombres, color de barro, que circulan por agujeros hechos bajo tierra. Nos acercamos a la Comandancia de la posición instalada en un caserío deshabitado y con abundantes impactos de metralla. Ocultamos el coche debajo del hórreo milagrosamente en pie. De un sótano salen cuatro soldados aterrados: —Me dicen que la Comandancia ya no está allí. Fue trasladada el día anterior después de que el caserío fue alcanzado por un proyectil del quince y medio que mató a cuatro oficiales— El chofer se sube al coche para echar a correr. No tardó en oírse el ronco sonido característico de los bombarderos alemanes. Nos dijeron los soldados que esos no eran de temer. Iban directamente a descargar sus bombas sobre la fábrica de Trubia. Pero no tardaron en presentarse dos escuadrillas de cazas italianos. Los temidos «Caproni», nombre que los soldados traducían libremente, cambiando la «p» por «b», la «i» por «e» y agregando una «s» para el plural. Los soldados de la Comandancia nos pusieron en guardia. «Esos no tiran bombas, bajan en picado uno tras otro y ametrallan». Pronto los tuvimos encima. Había en las inmediaciones del caserío dos enormes castaños y nos pegamos a sus troncos centenarios. Bajaban a sólo unos cientos de metros del suelo y cada pasada era como una siega de ramas. Cuando la ráfaga localizaba la casa salía polvo de cal y una granizada roja de tejas pulverizadas. Durante unos minutos interminables dimos vueltas en torno a los castaños, cuya enorme corpulencia vegetal nos defendía de las ametralladoras italianas. Cuando marcharon todo parecía pacido por una plaga de langostas. Atravesamos la abandonada aldea de Bayo. Allí estaba la Comandancia. Un oficial nos informó de la marcha de las operaciones. «Pueden decir que el Monte de los Pinos no se rendirá —afirmó con énfasis— Tal como está defendido es inexpugnable.» Y lo fue en efecto. Cuando nos vimos en la carretera general camino de Trubia pensé que podría contar la aventura y escribir una amplia crónica de la visita al Monte de los Pinos como ampliación al parte de guerra. El recogedor de gallinas Volví una y otra vez a las proximidades del Monte de los Pinos. Después de quince duras jornadas, con el «Monte» ya sin pinos ni otro signo vegetal que los muñones de centenares de árboles mutilados, sobre un terreno «arado» por la metralla, la posición seguía en poder de las fuerzas republicanas. La ofensiva empezó a decrecer. Sin duda los gallegos, las fuerzas moras y del Tercio, se habían convencido de la inutilidad de sus esfuerzos. La colina de los Pinos había quedado abonada de carne humana que nadie podía enterrar. También continuaba en nuestro poder, aunque muy deteriorada, la fábrica de cañones de Trubia. El pasillo militar Grado-Oviedo, por el Escamplero y Naranco, también continuaba abierto para los enemigos. Aunque muy hostilizado por las fuerzas republicanas, continuaba defendido por los llamados Regulares africanos, que eran fuerzas de choque de Martín Alonso. Como ya había decrecido el interés por el Monte de los Pinos, el cronista, y el compañero redactor Vega Pico, nos fuimos un día hasta los frentes de León, en torno a la carretera de Pajares. Eran los últimos días de mayo. Aún había sábanas de nieve tendidas al sol sobre las cumbres de Peña Ubiña. Después de varios meses tranquilos aquel frente había aparecido por primera vez en el parte de guerra. En el puerto de Pajares, como en todos los puertos de la cordillera, había fortificaciones y unidades de vigilancia. En la Comandancia del Puerto nos informaron que podíamos llegar con el coche a Busdongo. «No pasa nada —agregó el informador—. Hay fuerzas nuestras en Villamanín y más allá. Seguimos carretera adelante, por tierras leonesas. Cuando faltaban unos cientos de metros para las primeras casas de Busdongo, empezaron a estrellarse balas contra la carretera. Ordenamos al chofer que arrease para buscar el abrigo de las próximas casas. Nos encogimos hasta lo inverosímil en el suelo del coche, con los asientos puestos como parapeto. Las balas eran como una granizada. O tuvieron ellos mala puntería o nosotros mucha suerte. Cuando el coche estuvo detrás de la primera casa, saltamos y nos metimos dentro. 'Las casas tenían paredes desnudas de piedra y evidentes señales de bombardeos. Eran un buen refugio. Comprendimos que el enemigo había realizado un avance sobre la montaña próxima y dominaba aquel tramo de carretera. Evidentemente estábamos copados. Ya pensábamos en romper papeles comprometedores, cuando al pasar de una casa a otra, por los boquetes abiertos en las paredes medianeras, descubrimos a un soldado cargado con un gran saco. Nos quedamos paralizados. De momento no sabíamos si era rojo o azul. De nosotros, sólo el chófer llevaba una pistola. Al acercarnos, aunque llevaba un fusil al hombro, comprendimos que era inofensivo. Tenía aspecto de campesino que se hubiese disfrazado con un gorro y una guerrera militar. El chofer le tocó el saco y se oyeron cacareos. «¿Qué llevas ahí?», le preguntó. «Qué voy a llevar —dijo con ingenuidad—, gallinas. Marcharon todos los vecinos. Las dejaron abandonadas en los corrales. Era una pena dejarlas aquí para que se las comieran los fascistas.» Nos tranquilizamos. Pensé que el recogedor de gallinas era uno de esos seres elementales en que los instintos superan al miedo. «¿Cómo piensas salir de aquí? —le pregunté—. Por la carretera no se puede.» «Ya lo sé —me respondió—. Tomaron esta mañana una loma y cortaron el paso. Hay que esperar un blindado de los que van a Villamanín.» Nosotros vimos el cielo y el camino abiertos. Era cosa de esperar a que pasase el tanque. Y pasó una hora después. iQué larga se nos hizo!
Auto blindado de las fuerzas asturianas Cuando llegamos al último cañón de montañas que da entrada al amplio valle de Villamanín, empezaba a oscurecer. En la carretera había muchas fuerzas en plan de retirada. El tanque, en el que iban un oficial y cuatro soldados, se detuvo. Bajarnos todos. Pronto reconocimos que eran fuerzas con mandos de la C.,N.T. Hacia el fondo del valle vimos un espectáculo impresionante. El pueblo de Villamanín era una inmensa hoguera. Pensamos en los efectos de un bombardeo. Declaramos nuestra condición de periodistas y preguntamos al que parecía ser el jefe de las fuerzas. «¿Qué ha pasado en Villamanín, camarada? El, muy en hombre importante, que hace declaraciones a la Prensa, nos soltó su discurso, muy de anarquista: «Camaradas periodistas —dijo—, aquí la situación era ya insostenible. Tenemos cortada la carretera por el enemigo, entre Busdongo y Pajares. De no salir esta noche quedaríamos copados. He ordenado la retirada.» «¿Y esos incendios?» le pre guntamos. El oficial adoptó un tono más campanudo. El resplandor del incendio daba una rojez siniestra a su rostro. Continuó: «Camaradas periodistas, vosotros que conocéis la Historia, sabéis que Napoleón fracasó en Rusia porque no encontró donde alojar a sus tropas. Eso hay que hacer aquí. Esta noche pasaremos el Pajares. Pero en Villamanín sólo encontrará el enemigo tierra quemada.» Nos quedamos de piedra. En la mentalidad de aquel hombre no había diferencia entre las heladas estepas rusas y las fértiles y pobladas comarcas de León y Asturias, que disfrutaban un agradable clima de primavera. Le propusimos al conductor del tanque regresar a Busdongo. Como ya era de noche cerrada, el chofer tomó el coche y salimos con las luces apagadas. Malas noticias de Bilbao La primera quincena de junio transcurría en los frentes de Asturias sin la menor acción de guerra. Pero a medida que avanzaba el mes, las noticias que llegaban de Bilbao eran más inquietantes. Los partes de guerra de Madrid acusaban duros ataques de fuerzas italianas y franquistas al famoso «cinturón» de Bilbao. También hablaban de fuertes bombardeos con artillería pesada y aviación. Un día de mediados de junio nos encontramos en la redacción con la temida noticia: las tropas navarras, que en sustitución de Mola mandaba el general Dávila, estaban atacando Bilbao. Era evidente que el Estado Mayor franquista, que ya podía disponer de artillería y aviación alemanas y de unidades de tropas regulares italianas (que no veía el famoso Comité de no Intervención), se proponía «liberar» el Norte peninsular de fuerzas republicanas. Ante la resistencia de Asturias, empezaban las operaciones por Vizcaya.
El teniente coronel Prada, jefe del XIV cuerpo de ejército. A los once meses de guerra algunos empezábamos a ver muy problemático el resultado de la contienda en el Norte. Temíamos lo peor: un fallo en el flanco oriental del dispositivo de la Cordillera Cantábrica. El fallo no se hizo esperar. Sabíamos que Vizcaya estaba minada por los separatistas nacionalistas, que sus dirigentes anteponían a cualquier otro objetivo militar. En Asturias teníamos malos recuerdos del comportamiento de los batallones vascos, que habían tomado parte en la lucha contra Oviedo. Nuestros temores fueron confirmados por la llegada a la redacción de «Avance», procedente de Bilbao, del periodista madrileño, redactor de «El Socialista», Cruz Salido. Venía Cruz asustadísimo y pesimista. Javier Bueno nos lo presentó con una de sus bromas sarcásticas: «Aquí tenéis a Cruz Salido, de Bilbao, que trae mucho miedo y no muy buenas noticias». Dos días después, Javier, que compartía nuestro criterio pesimista, nos dio la noticia fatal: Bilbao, asediado por la Quinta Brigada de Navarra y las fuerzas italianas, rodeado de baterías alemanas y castigado por fuertes bombardeos, estaba a punto de rendirse. En algunos puntos había sido rebasado el famoso «cinturón». En efecto, el día 19 de junio de 1937, a las tres de la tarde, las tropas del general Dávila ocupaban el centro de la capital de Vizcaya. Indalecio Prieto lo comunicaba por teléfono a Javier dos horas después. Al día siguiente Queipo de Llano repetía la cabecera del «ABC» de Sevilla, por radio: «Bilbao ha sido conquistado para España». El general que entregó Bilbao fue Gamir Ulibarri, llegado a la capital bilbaína ocho días antes. Había recibido orden de don «Inda» de volar los puentes sobre la ría en caso de apuro, pero el jefe del ejército de Vizcaya, Leizaola, se mostró contrario a las «destrucciones estratégicas», por lo cual algunos puentes quedaron al servicio de los invasores. «Ahí queda eso» Desde Gijón veíamos la caída de Bilbao como el comienzo de un desastroso final para toda la zona. Norte de la Península, aislado del resto del país por un cinturón de provincias sublevadas desde el principio contra la República. Sin duda, el Estado Mayor franquista se proponía acabar con la guerra en el Norte, durante los meses del verano de 1937, antes que las nieblas y las nieves de la cordillera colaborasen muy eficazmente con el ejército republicano. Nuestros temores no tardaron en confirmarse. No había transcurrido un mes de la caída de Bilbao, cuando el general Gamir Ulibarri recibía desde Valencia el encargo del Gobierno de organizar la defensa de Santander. Quienes habíamos visto hacía unos meses el, Santander «alegre y confiado», sin la menor moral combativa, mientras se luchaba por Asturias, después de lo ocurrido en Bilbao, dábamos por descontado el resultado que fatalmente ocurrió a las pocas semanas. En el mes de agosto empezó la operación. Al mando franquista le interesaba explotar al máximo la victoria de Bilbao. Iniciada la ofensiva desde Laredo al puerto del Escudo, Reinosa y Torrelavega, los legionarios italianos, bien equipados, al mando del general Bastico y flanqueados por las columnas navarras al mando de Solchaga, Dávila y Alonso Vega, a los once días de ataque acampaban a siete kilómetros de la capital montañesa. Ulibarri, gran conocedor de derrotas, daba orden de abandonar la ciudad por tierra y mar, pero ya era tarde. El día 26 de agosto era ocupada Santander por las fuerzas italonavarras al asalto y sin resistencia. Los periódicos de Sevilla anunciaban la ocupación de Santander, «como remate glorioso de las operaciones llevadas a cabo por el ejército nacional en el frente del Norte». Los periódicos de Roma atribuían la ocupación de Santander a una victoria del Comando Truppe Volontarie», que operaban en el norte de España. Tras el desastre de Santander, el general Gamir Ulibarri, nombrado desde Valencia presidente de la Junta Delegada de Defensa del Norte, con plenos poderes, intentó replegar hacia Asturias las fuerzas y el material que pudiera ser rescatado, pero se encontró con que tenía cortada la retirada.
El Consejo Soberano de Asturias Por otra parte los «gudaris» o batallones vascos, una vez perdidas las últimas tierras de Vizcaya, sin la menor moral combativa, manifiestan su insolidaridad con los demás combatientes republicanos. Enviaron emisarios a los generales franquistas. Aceptan un simulacro de pacto que los convertía en prisioneros del enemigo, antes de continuar combatiendo por la causa común. Todo había terminado. De Santander no se pudo recuperar nada. Ulibarri y su Estado Mayor se trasladaron por mar a Gijón, con el propósito de organizar la lucha desde Asturias. En vista de los acontecimientos, tres días después del desastre de Santander (29 de agosto) el Consejo de Asturias y León acordaba asumir la totalidad de los poderes civiles y militares, con el nombre de Consejo Supremo. También acordaba conceder el mando supremo del ejército de Asturias al coronel del XIV Cuerpo de Ejército. El general Ulibarri no acata las órdenes del Consejo Supremo. Pocos días después el periódico «Avance» daba cuenta en primera plana de la fuga del general Gamir y sus ayudantes. Según los detalles de la información, los "fugitivos" habían salido de Ribadesella en un submarino, con dirección a las costas francesas. La noticia del suceso fue titulada con el humor característico de Javier Bueno: «Ayer se fugó por el puerto de Ribadesella el general. Ahí queda eso». A medida que se organizaba el ejército republicano del Norte en unidades regulares, era evidente su menor eficacia combativa. El cronista pensaba en lo que había venido a parar el heroísmo derrochado por los mineros que atacaban Oviedo en octubre de 1936. El Mazuco, último baluarte Después de unos días de desfiles militares ¡talo-españoles por las calles de Santander para celebrar su victoria, los generales franquistas se apresuran a explotar el éxito con un avance hacia el que consideraban principal objetivo: la conquista de Asturias, que llevaba implícita la liberación de Oviedo. Cuando en los primeros días de septiembre supimos en Gijón que ya se luchaba en la frontera de Asturias con la provincia de Santander, muchos tuvimos la certeza de que aquel era el principio de un desastroso fin. El ejército republicano ya tenía armas pero le faltaba disciplina y le sobraba politización. El mando llevó todos sus efectivos disponibles hacia el concejo de Llanes. Se trataba de fortificar todos los pasos en torno a la carretera general Santander-Oviedo. Pero los mandos franquistas desafiaban la agreste orografía de la región. No avanzaban por las zonas llanas de la costa verde, ni utilizaban las carreteras secundarias de la cornisa cantábrica. Un día nos enteramos de que habían cruzado el Cares por las proximidades de Panes y sus vanguardias avanzaban por el alto lomo de la Sierra de Cuera. Llevaban su avance por encima de las montañas. Hubo que retirar a toda prisa las fuerzas que guarnecían los flancos de la carretera general y organizar la resistencia en el lugar de la citada sierra, denominado el Mazuco. Un pueblo de la parroquia de Caldueño, concejo de Llanes, de cuya villa dista 12 kilómetros. Se trata de una aldea, la más alta de la zona, todavía en plena sierra de Cuera y sus estribaciones. El ejército republicano estableció en Llanes su base de operaciones y el Mazuco figuró, durante dos semanas de heroica resistencia, en los partes y en las crónicas de guerra. Yo, que iba todos los días al frente, estaba convencido de que el Mazuco era nuestro último baluarte defendible pero no inexpugnable; porque el enemigo cada día echaba más fuerzas a una batalla que consideraba decisiva. Allí volvieron los mineros-soldados a derrochar heroísmo, pero era demasiado tarde. Los fascistas estaban envalentonados con los éxitos precedentes y dispuestos a pasar adelante. Cierto que para llegar a Gijón (poco más de cien kilómetros) había muchas montañas que subir y muchos ríos que vadear, pero la superioridad de las fuerzas, apoyadas por una fuerte aviación, era evidente. Los movimientos de tropas entre los valles de Ribadesella y Llanes habían de realizarse de noche, porque durante el día la carretera era bombardeada y ametrallada en cadena por los cazas italianos, con las ametralladoras en el morro. En Posada, en Poo, en Celorio, el cronista tuvo que abandonar el coche muchas veces para defenderse de las ametralladoras aéreas que perseguían cuanto circulaba por la carretera general y las secundarias que comunicaban con la retaguardia del frente republicano del Mazuco. Entre Gijón y las posiciones del Mazuco, pasó el cronista dos semanas de peligros y desengaños. Periodista vocacional, yo seguía escribiendo mi diaria crónica de guerra. Era mi obligación profesional. Una misión también. El periódico podemos decir que era un frente tipográfico. ¡Cuánta habilidad periodística tenía que derrochar para sostener la retaguardia! El periodista no podía evitar el recuerdo de los primeros meses de la guerra. Los días heroicos de la lucha contra las avanzadillas de la columna gallega. Recordaba los batallones de Carcedo, Damián, Dutor, Carrocera y Bárcena que acaudillaban mineros bien fogueados en el 34. Sin uniformes, pero con decisión; sin disciplina, pero con pelotas; sin armas suficientes, pero sin miedo a que les agujereasen el pellejo. Como no podía por menos de suceder, el frente del Mazuco cedió al fin. Todo lo demás no fue más que un subir y bajar montañas delante del enemigo. Cuando unos días después dije en la redacción que el frente se desmoronaba, me llamaron traidor y derrotista. Había que seguir escribiendo para mantener la moral de la población civil. Había que convertir las derrotas del frente en mentiras tipográficas. Así fue desde junio a octubre. Desde Bilbao a Gijón. En el frente se veía todo más claro. Se veía la realidad cara a cara. Alguien ha dicho que las guerras se pierden cuando se pudre la retaguardia.
Soldados republicanos en el pasillo de Grado «Soy un oficial vestido de paisano» Una mañana el cronista, en cumplimiento de su misión profesional, llegó a la vega de Llovio, a unos cinco kilómetros de Ribadesella. Hay un punto en que coinciden el río Sella, la vía del ferrocarril y la carretera. Allí empieza el estuario del río, que se ensancha por el freno de las mareas. Yo preveía un avance del enemigo. Una vez que había cedido el Mazuco ya no existía otra defensa hasta la gran trinchera natural del río Sella. Las trincheras y fortificaciones estaban en la montaña, a la orilla izquierda del río, lo que suponía la decisión del mando de convertir el Sella en obstáculo eficaz contra el avance de los franquistas. Al llegar al citado punto vi un tren con muchas unidades en el que estaban embarcando soldados con sus pertrechos de guerra. Me sorprendió. Pregunté al maquinista del tren qué significaba aquello y me contestó que eran tropas que marchaban hacia Arriondas. Nadie supo decir quién había dado la orden de marchar el tren hacia la retaguardia, a más de treinta kilómetros del enemigo. Pensé que se trataba de una cómoda desbandada. Busqué en vano un oficial. Sólo estaban los cabos. «¿Y aquellas trincheras del otro lado del río?», pregunté a uno de los cabos. «Nadie ha dado orden de ocuparlas», respondió. Indignado tomé una decisión. Dije al maquinista y a los cabos que yo era un oficial vestido de paisano, que, bajo mi responsabilidad, vaciasen el tren. Y al maquinista que se llevase el convoy hacia la retaguardia. Seguidamente las fuerzas pasaron el puente, amenazado de ser volado y se instalaron en las trincheras de la orilla izquierda del río. Cuando ya marchaba el tren, por la carretera llegó un comandante, al que comuniqué la novedad. Aprobó de buen grado y agregó dándome una palmada en el hombro: «Has salvado la situación, camarada...» Dos semanas después, la última Comandancia del Estado Mayor Republicano estaba en un chalet del pueblo de Torazo (Nava). Era el día 18 de octubre. Un capitán amigo me informó: «No hay nada que hacer. Los soldados han perdido la moral. Abandonan las posiciones y. corren hacia las aldeas para quitarse el uniforme». Antes de volver á Gijón con la mala noticia me acerqué al frente de Oviedo. Quería verlo por última vez. Allí todo seguía igual. Nadie sabía nada. Pensé que dentro de unas horas los sitiadores de catorce meses iban a ser los sitiados. La última noche en Gijón Llegué á la redacción al oscurecer. Me puse a redactar mí última crónica del frente. Aunque estaban todos los redactores nadie me preguntó nada. Ya nadie se, atrevió a acusarme de derrotista. Todos sabíamos que el periódico que se estaba confeccionando sería el último «Avance» que saldría de la imprenta de la Callé de Santa Lucía. A las cuatro de la madrugada volví a mi casa, un piso bajo dé la calle de Ezcurdia, con un jardincillo hacia el paseo de San Lorenzo. Me tendí vestido sobre la cama. ¿Para qué desvestirme, si no podría dormir? Sentía angustia. Miré el reloj. Pensé que ya habría empezado la tirada del periódico. Había dejado confeccionadas las últimas planas. En la primera, con negritas del diez, saldría mi crónica de guerra. ¡La última! Toda mentiras. Mentiras piadosas y necesarias. Hay que mantener una ficción de frente por unas horas. Para que los nuestros nos permitan escapar. Para que puedan embarcar el Gobierno y los responsables. ¿Qué será de muchos mañana? Me eché fuera de la cama. No podía más. Recordé la fecha. Hoy en el mundo es 20 de octubre de 1937. En el mundo un día más. Aquí, en Asturias, terminó todo. Se derrumba el frente del Norte. Hay días sobrecargados de Historia. Mañana las radios los periódicos de todo el mundo repetirán: «Asturias entera en poder de Franco».
La fábrica de armas de Trubia. Prácticamente toda la guerra a tiro de cañón enemigo. Me acerqué al balcón y lo abrí. Empezaba a amanecer. En la casa todos dormían. Mis hijos María Nieves y Juan Vicente, de seis y dos años; mis sobrinas María Amor y Julia Rosa; y mi suegra Serafina González. Todos habíamos vivido de mi sueldo del periódico. ¿Qué sería de ellos ahora? Me asomé al jardín, que terminaba casi en la playa de San Lorenzo. La claridad que venía del mar recortaba sobre el cielo las siluetas vegetales de palmeras que adornaban el jardín. Yo oía el sordo jadeo del mar cercano. Era como si me acercase al oído a una caracola. A lo lejos empecé a oír unos cañonazos, del lado de Somió. Cerré instintivamente el balcón. Por la intensidad de las explosiones calculé que los franquistas se encontrarían a unos treinta kilómetros. Avanzaban desde Villaviciosa sin enemigo. En la calle pregonaban los periódicos, como un día cualquiera: «¡"Avance"!, ¡Euskadi roja"! ¡Ultimas noticias del frente de Nava!» Pensé que el vendedor se basaba en los datos de mi última crónica. Me asomé al balcón de la calle Ezcurdia y vi que ya estaba junto a la acera la camioneta de Manolo, contratada para que trasladase a mi familia a la aldea de San Martín de Lodón. El conductor era un mozo de Quirós que yo había conocido en el frente. Sólo esperaba mis indicaciones para salir de Gijón. Abrí el balcón para hablarle. «No hay tiempo que perder, Manolo —le dije—. Has de pasar por Oviedo antes del mediodía. De un momento a otro se iniciará también allí la desbandada.» Vi que las sobrinas preparaban a los niños apresuradamente. Mi suegra no dejaba de suspirar. Al ver que amarraban los bultos les advertí: «No os preocupéis más que de la ropa de vestir y algunos alimentos para el camino. Lo importante es salir de aquí». Se inició la inevitable escena de lágrimas. Yo procuraba quitar importancia a la tragedia y animar a las sobrinas que, a su modo, intuían la magnitud de la catástrofe. Los niños también lloraban. Dije para animarlas: «En el pueblo todos os conocen. No pasará nada. Saqué de la cartera el poco dinero que llevaba encima y se lo entregué a mi suegra. «No sé si a vosotras os servirán para algo los "belarninos". A mí estoy seguro de que no». Mi suegra dijo al despedirme: «¿Y de ti qué será?» «Ya veremos dije—, depende de la suerte. Si todo sale bien, mañana estaré en Francia. Ya tendréis noticias. Si ocurriese lo peor, cuidad de los niños». «Desastre» Cuando la camioneta de Manolo se puso en marcha les dije adiós desde la puerta de la calle. Entré en la casa y me dediqué a recorrer las habitaciones vacías y revueltas. «¡Qué mal destino!» —pensé—. Las camas aparecían deshechas y los armarios abiertos. En la cocina pan y un vaso de leche. Recordé que no había desayunado y lo tomé. Fui a la habitación que durante los meses de Gijón había utilizado como despacho. Una improvisada estantería, con libros que habían sido reunidos al azar. Algunos salvados por mí de una casa incendiada por los cañonazos. Sobre una mesa tosca la máquina de escribir portátil, con la que había escrito mis crónicas para el periódico. Me senté en la cama y debí quedarme dormido. Cuando miré el reloj eran las diez de la mañana. Los cañones se oían más cerca. Cada explosión producía como una vibración subterránea que hacía trepidar los cristales del balcón. Un poco instintivamente me senté ante la máquina de escribir. Me sentía profundamente abatido. Pensé: «En catorce meses, dos casas abandonadas.» ¡Recordé todo lo que me separaba de aquel día de julio, el de mi huida de Oviedo, de éste que sería el último en Gijón. Mi imaginación volvía obsesivamente a los acontecimientos de mi última mañana ovetense. Veía el rostro con lágrimas de mi esposa. Las últimas palabras de la despedida. Allí había empezado el drama que ahora, a los catorce meses de lucha, iba a terminar con incierto desenlace. Mecánicamente pulsé las teclas de la máquina, en cuyo rodillo había puesta una cuartilla. Sin pensar escribí una palabra: «Desastre.» Me levanté como obedeciendo a un simple impulso nervioso. Dirigí una última mirada a la cama deshecha, a los libros, a las cosas del que había sido mi despacho de uno meses. Recordé que Javier nos había con-volcado en el periódico a las doce. Salí al jardín. Contemplé un modesto refugio que habían excavado los vecinos para defenderse de los bombardeos. «Ya no lo necesitarán.» Del Este, por encima de Somió, seguían llegando las detonaciones de la artillería. J. R. C. |