S.B.H.A.C. Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores |
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Monografías Beecham Experiencia personal en un hospital quirúrgico de primera línea durante nuestra guerra civil. DR. MANUEL PICARDO CASTELLÓN Académico corresponsal de la Real Academia de Medicina de Valencia. De la Sociedad Española de Médicos Escritores A MANERA DE PROLOGO El título de esta modesta recopilación de recuerdos iba a ser: «La cirugía en un hospital de primera línea durante nuestra guerra civil», pero me pareció un tanto presuntuoso y quizá desproporcionado a mis conocimientos y mis propósitos. Otra cosa sería si el que redacta estas cuartillas fuese -pongo por caso- un teniente coronel de la Sanidad Militar, que, al comenzar nuestra guerra, llevase tras sí la experiencia de haber hecho la campaña de Marruecos y posteriormente actuado en un hospital militar; entonces sí que estaría más que autorizado para hablar en extensión de la misión específica y todo lo concerniente a los hospitales de primera línea. Por ello, me pareció prudente limitarme a referir lo que he visto y trabajado en el hospital de primera línea en que desarrollé mi actividad, contentándome, por tanto, con hablar tan sólo de mi experiencia y no del vasto campo de la cirugía en esos hospitales, antes llamados «de sangre». PROPÓSITOS Y ANTECEDENTES Es mi deseo que esto no tenga de autobiográfico más de lo indispensable, ni tienda a lo intrascendente y anecdótico. Relatar lo vivido, sin pretender juzgar hechos, ni conductas..., tal es lo que pretende aquel muchacho que terminó la carrera en Madrid en 1934 y al que pilló el 18 de julio del 36, después de haber sido alumno interno de cirugía en el Hospital Provincial, en el puesto de médico de guardia e interno, en dicho Provincial y en el Hospital Clínico de San Carlos. Mi única y modesta experiencia en heridos de guerra la tuve en la sala 21 del Provincial, con el jefe del Servicio, doctor don Jacinto Segovia Caballero, que por pertenecer al Partido Socialista tuvo dicha sala llena de heridos propiamente de guerra, enviados directamente desde Asturias cuando la Revolución del año 1934. El hecho de estar durante el verano el Hospital Clínico cerrado y de que, en el Provincial, la mitad del personal, tanto de profesores como de internos, estuvieran de vacaciones (pues entonces no existían los «jefes clínicos»), hizo que, desde los primeros momentos, los médicos internos -por orden de la dirección- nos tuviéramos que hacer cargo de salas enteras llenas de heridos (de 40 a 50 camas) bajo nuestra única responsabilidad, sin ayuda ni asesoramiento (por lo menos en mi caso) del jefe del Servicio, ya que el doctor Segovia fue nombrado secretario del Comité Central de la Cruz Roja Española y, el día 8 de agosto de 1936, director del Hospital Central de la Institución. Además, a los pocos días, viajó a París, donde permaneció un tiempo prolongado, para gestionar la adquisición de material quirúrgico y sanitario, pasando poco después a dirigir un equipo quirúrgico de la Sanidad de Carabineros (actuando en la Batalla de Guadalajara). Por otra parte, nuestra misión quirúrgica en el Provincial era intensa, pues, desde los primeros momentos, el Provincial -dada la proximidad de los frentes- actuaba, de hecho, como hospital de primera línea (teníamos sacos terreros en las ventanas de los quirófanos del segundo piso): Recibíamos los heridos directamente de la Sierra del Guadarrama, de la retirada de Extremadura, de Toledo, de los barrios periféricos de Madrid, los Carabancheles, Casa de Campo, barrios de Usera y Argüelles, Ciudad Universitaria, etcétera. Posteriormente, al militarizarse los hospitales civiles de la capital, al Provincial (Hospital Militar núm. 4) fue destinado como director mi maestro, el profesor Cardenal, que comenzó a divulgar en los diversos servicios lo que desde el primer momento implantó en el suyo, asepsia rigurosa, intervención sistemática de Friedrich y cierre parcial de las heridas si el intervalo entre herida e intervención era menor de siete u ocho horas; taponamiento o drenaje-declive (si se consideraba necesario), supresión de lavados, curas húmedas o líquido de Dakin, mejorando con todo ello, en poco tiempo, el estado y la evolución de las heridas, en líneas generales. Con este escaso, aunque suficiente, bagaje fui nombrado por la «Jefatura de Sanidad de) Ejército del Centro», en junio de 1937, cirujano jefe del Equipo Quirúrgico de la 11 División; equipo que había quedado «acéfalo», pues su jefe se «pasó» a las líneas de enfrente durante los combates del Jarama; por todo ello no pude conjuntar un equipo a mi gusto, sino que hube de acoplarme al personal que quedó (después de que hubiera sido convenientemente depurado). JEFE DEL EQUIPO QUIRURGICO «A» DE LA 11 DIVISION Dicha División, destinada en el frente de Madrid, estaba formada por las Primera y Novena Brigadas Mixtas y era la continuación militar de la primera unidad de choque creada en Madrid con el nombre de «5.° Regimiento de Milicias Populares», que, al mando de Enrique Líster, estaba integrada por los batallones: El Batallón Thaelman, el Batallón Cruz, el Batallón Heredia, y El Batallón José Díaz. No quisiera extenderme en la organización sanitaria de la División ni de las brigadas, que contaba con los médicos de batallón y su personal auxiliar de sanitarios y camilleros. Más atrás del puesto del batallón, más resguardado y en lugar apropiado, estaba el puesto de clasificación y triaje de cada brigada, para recibir las evacuaciones de los batallones; solía estar en tiendas de campaña o algún caserío aislado y tener un buen camino o carretera para evacuar. Para su instalación había que contar con una zanja-refugio y un camuflaje conveniente, así como disponer de unos cobertizos de ramajes y arbolado para ambulancias y vehículos. En este puesto de triaje se iban reuniendo los heridos, a los que se rectificaban o completaban curas, torniquetes o inmovilizaciones; se administraban sueros, tónicos o calmantes y se extendían o completaban los partes de evacuación, con el diagnóstico, la hora de herida, la medicación empleada, la forma en que debía hacerse la evacuación, etcétera. Las ambulancias rápidas, que eran las que traían a los heridos graves a nuestro hospital de primera línea, estaban hechas en los talleres mecánicos divisionarios utilizando un chasis de un turismo (generalmente «camuflado» en la calle) y llevaban dos camillas, una sobre otra, el conductor y un sanitario. Al clasificar los heridos en el puesto de triaje de la brigada (un recuerdo para los doctores Torres y Fajardo), a nuestro hospital se enviaban tan sólo:
Los demás heridos eran transportados a los hospitales base en grandes ambulancias, en camillas o sentados, y los más leves, en autobuses. Desgraciadamente, la presencia cada vez más constante de la aviación enemiga sobre las líneas propias y de comunicación con la retaguardia hacían prácticamente imposible las evacuaciones durante las horas del día, ya que los cazas disparaban contra cualquier vehículo que transitase por detrás de las líneas de fuego, por lo que en muchas ocasiones los heridos debían esperar hasta el anochecer para poder ser evacuados, con la agravación que en el pronóstico representaba esa demora de horas. Hospital de primera línea; había sólo uno por División, y lo principal y fundamental de su misión podía resumirse en estos tres postulados: 1.° Debía estar situado, dentro de unas condiciones mínimas de seguridad, lo más próximo posible a la línea de fuego, para que los heridos pudieran ser atendidos cuanto antes. 2.° Debía estar dotado de los medios y personal suficientes para que las intervenciones que en él se realizasen pudiesen considerarse como «definitivas»; o sea, que no se trataba de realizar una cura más o menos perfecta, sino que la operación debía ser lo más completa, radical y total. 3.° Que los heridos ya operados y que se encontrasen en condiciones de ser evacuados lo fueran con las suficientes garantías, para terminar su período de curación y recuperación en los hospitales base o en algún hospital especializado en su dolencia, ya que, como estos hospitales de primera línea tienen, por necesidad, un número reducido de camas, los ya operados han de hacer en ellos hospitalizaciones breves para dejar sus camas libres y poder así estar en disposición de recibir y atender nuevos heridos urgentes. De lo dicho se deduce que lo fundamental de la misión de un hospital de primera línea es que sea capaz de ofrecer a los heridos un tratamiento quirúrgico completo y eficiente y la perfecta organización de sus evacuaciones. La guerra del Vietnam ha demostrado estos extremos, pues aparte del inmenso progreso de la técnica, medicación, recuperación, etcétera, ha contribuido enormemente a la mejoría de los resultados la evacuación en helicópteros (convertidos en centros de reanimación) a los pocos minutos de producirse la herida, desde las inmediaciones del frente de combate directamente a un «hospital especializado». Hablemos, en primer lugar, de la organización de nuestro hospital y más tarde de su funcionamiento. De transportes, no teníamos más que un gran autobús -como material propio destinado a los desplazamientos del personal sanitario. Para nuestros forzosos y continuos traslados nos enviaban, del cuerpo del tren divisionario, los camiones precisos (de aquellos «rusos» pintados de verde), uno para material de cocina y despensa, otro para la farmacia (ya que el hospital avanzado distribuía el suministro y abastecimiento sanitario necesario para brigadas y batallones), varios camiones para las camas de la dotación hospitalaria, colchones, mantas y ropa en general; otros para el material de quirófanos, curas, desinfección, esterilización, desinsectación, etcétera. A uno se enganchaba un remolque con un grupo electrógeno que nos suministraba fluido y luz. A esto se sumaban las ambulancias precisas para la evacuación de los heridos hospitalizados que nos enviaba el parque sanitario de la División. Solíamos actuar sólo los dos equipos quirúrgicos divisionarios, el del doctor Mateo Gallego y el mío, y llevábamos varias mesas de operaciones para facilitar el trabajo. El material de quirófano constaba de lámparas, focos auxiliares, dos esterilizadores Poupinell, hervidores, mesas para instrumental, autoclaves, cajas de instrumental, etcétera; aparte de ello, cada equipo llevaba su instrumental quirúrgico y material propio por separado, siendo los responsables del mismo el instrumentista, la enfermera y el sanitario de quirófano, que además realizaban la esterilización del material y ropa. Los lugares en que tuvimos que montar nuestro hospital fueron tan diversos y variados que sólo mencionaré «algunos tipos» dentro de los que existían infinidad de variantes. Teníamos unas tiendas de campaña-hospital, italianas, magníficas (tomadas por nuestra División al enemigo en Brunete); otras veces en masías, cuadras, ermitas, iglesias, conventos, fábricas de harina, de aceite, mansiones suntuosas, de lujo, casas de labor y hasta, en dos ocasiones, en teatros (en los que vaciábamos el patio de butacas tirando las filas a la calle; en el escenario se instalaba el quirófano, bajando el telón para que los heridos, desde sus camas en el patio de butacas y palcos, no presenciasen las intervenciones, y se subía y bajaba el telón para dar paso a las camillas. Donde mejor resultaba nuestra instalación era en los grupos escolares y escuelas, así que siempre que podíamos (en Alcañiz, Segorbe, La Ametilla del Mar, etcétera) nos «metíamos» en uno de ellos, lo que se dio en más de seis ocasiones. En un pueblo mísero (Cuevas Labradas -Teruel-) requisamos todas las plantas bajas, tirando paredes y comunicando las casas entre sí para no tener que salir a la calle. También dispusimos de edificios que eran monumentos nacionales, como un magnífico monasterio en Bellpuig (Lérida) y el Monasterio de Santas Creus (Tarragona). Dos veces tuvimos el hospital montado en sendos túneles. Primero, tras el paso del Ebro, frente a Gandesa, en unos túneles que habían servido a los nacionales de refugio antiaéreo de un puesto de mando avanzado, y otra vez cerca de Pinell, en un largo túnel de ferrocarril, sin tendido de vías aún, en el que convivimos (a lo largo del túnel) con un hospital de la Internacional. En todas estas tan heterogéneas instalaciones, después de una limpieza rápida, pero lo más minuciosa posible, con agua, jabón y zotal, se blanqueaban paredes y techos con cal y se extendían sobre el suelo grandes rollos de linóleum (requisados no se sabe dónde), pues muchas veces el suelo era terrizo y así se podía tener limpio. En los túneles, como en los bombardeos próximos se desprendían tierra y trozos de piedra, se nos ocurrió clavar unas fuertes estacas de troncos de chopo, del suelo al techo, en los ángulos, para tensar sobre ellas telas de lona sobre las mesas de operaciones, para que con la trepidación de los bombardeos no cayeran trozos del techo sobre el campo operatorio. Muchas cosas de las que hoy consideraríamos indispensables para el correcto funcionamiento de un hospital brillaban por su ausencia, pues carecíamos de laboratorio, radiología, servicio de oxigenoterapia, bisturí eléctrico, aspiradores, transfusión sanguínea. reanimación. etcétera. PERSONAL El personal de nuestro hospital estaba dividido en dos grupos: 1. El personal de plantilla del hospital, compuesto de un médico, director del hospital, encargado de la organización de los servicios y su funcionamiento, las guardias, las evacuaciones, relaciones con la comandancia, reconocimiento de ingresos y, de acuerdo con los ayudantes de los equipos, fijar el orden de prelación de las intervenciones según la valoración de las urgencias. Además, vigilancia de las historias clínicas y cumplimiento de las órdenes recibidas de la superioridad en relación con instalaciones, traslados, evacuaciones, etcétera. Un «responsable» o jefe del hospital -que solía ser un teniente de milicias- para hacer cumplir las órdenes de la dirección y bajo cuyo mando directo estaban un sargento y un cabo, que se ocupaban del mando sobre los sanitarios, del suministro, de la ropa, del lavado, del correo, organización de las evacuaciones, carga y descarga de todo el material en todos los traslados, transporte de los heridos en camillas, recogida de ropas y limpieza. El sargento era responsable de la recogida de los enseres, documentación y armas que traían los heridos al ingresar.
A las órdenes del «responsable» estaba igualmente el grupo de cocina, formado
por un sargento encargado de la despensa y suministro, un cocinero y tres
pinches.
Un oficinista (que ulteriormente, por necesidades del servicio, se amplió a tres)
encargado del «papeleo» del hospital, partes a la superioridad, relación de altas e
ingresos, certificados de defunción, estadísticas, nóminas de personal, vales para
intendencia y suministro de alimentos, medicación y material diverso, etcétera. Además, un número variable de enfermeras y practicantes y cuatro o seis sanitarios encargados de todas las funciones materiales del hospital. El hospital llevaba agregado un servicio de desinfección y desinsectación, al frente del cual estaban un teniente veterinario y varios sacerdotes militarizados. Continuamente desinfectaban todo con zotal, desinsectaban, en cámaras especiales, colchones, mantas y sábanas, así como las ropas con que llegaban los heridos, etcétera. En nuestro hospital actuaban los dos equipos quirúrgicos mencionados, que se relevaban o actuaban conjunta o separadamente, según las necesidades y de acuerdo con la dirección del hospital, y organizaban sus guardias y descansos. Ya en los combates de Brunete se vio que dos equipos eran pocos para las necesidades de una labor eficiente y correcta, ante la gran cantidad de ingresos, y fuimos reforzados por un equipo de la Sanidad del Cuerpo de Carabineros. Pero antes de los combates de Teruel la comandancia aumentó con un tercer equipo (doctor Pueyo) la plantilla hospitalaria, pues los heridos, que frecuentemente nos llegaban a oleadas, no debían ver demoradas sus intervenciones ya que esto repercutía en el pronóstico y resultados. El plan de trabajo solía ser el siguiente: Un equipo estaba de guardia, otro de imaginaria y el tercero de descanso, por turnos de ocho horas rotativas. Cuando era necesario, el de guardia llamaba al imaginaria, y si el trabajo aumentaba operábamos todos a la vez. En otras ocasiones -según las órdenes de superioridad- actuábamos los equipos separados y, a veces, si el trabajo era intenso, éramos reforzados por otros equipos quirúrgicos, bien de otras divisiones o cuerpos del Ejército, del grupo de Ejércitos de Cataluña (doctores Marsillach, Caralps Olsina, Pueo, Llauradó, Riera, Verdaguer y varios más), o de la Internacional (doctores Jarufe [peruano], doctora Olga Tschecowa y su ayudante doctor Indovitch [polacos], doctor Singulesco [rumano] y varios otros). PERSONAL PROPIO DE CADA EQUIPO QUIRÚRGICO Cada equipo quirúrgico divisionario estaba formado por un jefe, con el grado de capitán; un teniente ayudante, también médico; un oficial anestesista, que solía ser practicante; un instrumentista, practicante o estudiante de Medicina; a éstos se añadió más tarde un transfusor de sangre, estudiante de Medicina o practicante. Había además una enfermera de quirófano, ayudada por un sanitario de quirófano, encargados del montaje, esterilización, manejo de autoclave, hervidores, Poupinell, teniendo en todo momento en punto la ropa (paños, sábanas, guantes, etcétera) y el instrumental esterilizado en cajas metálicas, cerradas y selladas por especialidades, iluminación, etcétera. Asimismo, tres enfermeras o practicantes del equipo para el trabajo en colaboración con el personal propio del hospital. A este personal se añadió un oficinista, que solía ser un sacerdote (nosotros tuvimos un pastor protestante), pues de cada herido había que hacer un parte detallado que era una verdadera historia clínica: Su estado general al ingresar, descripción de la herida y de la intervención realizada, medicación utilizada, material de sutura, etcétera, que había que hacer por triplicado. Un ejemplar para el archivo del equipo, otro que se enviaba cada día a la Comandancia de Sanidad divisionaria y otro que, en un sobre, acompañaba siempre al herido en sus traslados y evacuaciones. Otro personal muy importante para la labor del equipo era el barbero, pues afeitar deprisa y extensamente un cráneo, un tronco o unos miembros con heridas de consideración (a veces con colgajos), con sangre reseca pegada, no era una labor fácil. Cada equipo disponía de un número de camas no superior -generalmente- a 25 ni inferior a 15 ó 20. La movilidad de los equipos era obligada en una división de choque, y la mayor parte de las veces las órdenes de traslado eran apremiantes y había que cumplirlas al instante. Lo corriente era que al recibir una orden de traslado se cumpliera al minuto, y lo más frecuente, el salir hacia nuestro nuevo emplazamiento sin conocer cuál sería nuestro punto de destino, pues para evitar indiscreciones o informes que pudieran servir al espionaje, la orden de partida la recibía el director en un sobre cerrado que no podía abrirse hasta determinado lugar de la carretera; o bien íbamos hasta un lugar indicado, en el que teníamos que esperar la llegada de un motorista que nos conducía hasta el lugar de nuestro nuevo emplazamiento. A esto se acompañaba una orden en la que se especificaba la hora en que debía estar todo dispuesto y a punto para recibir los primeros heridos, según las órdenes de evacuación que recibían igualmente los jefes de los puestos de clasificación y triaje de las brigadas. Antes de entrar en materia quiero dedicar unas emocionadas palabras en recuerdo de personas entrañables que compartieron su trabajo con nosotros y encontraron en nuestro hospital un final desgraciado. Ya escribí al principio de estas líneas que en ellas no quiero juzgar hechos ni conductas, pretendiendo únicamente ser totalmente fiel a la descripción de los acontecimientos de los que fui testigo. En primer lugar, deseo mencionar a «La Mami», que había sido enfermera-jefe de la sala de hombres del servicio del profesor Marañón en el Hospital Provincial de Madrid y a la que conocía desde mi entrada de alumno interno. Era la de más edad entre nuestras enfermeras. Durante la retirada en las segundas operaciones sobre Teruel socorrió con ropas y alimentos a algunos soldados de nuestras unidades que se retiraban en desorden del frente, desertores aspeados y maltrechos, por lo que fue fusilada en los alrededores de las tiendas de campaña de nuestro hospital cerca de Coll de Balaguer. El segundo es un estudiante de Medicina de Madrid, responsable del servicio de ambulancias y transportes sanitarios de la División, que acusado de sabotaje por presuntas deficiencias en el servicio de ambulancias, fue fusilado al terminar los combates de Teruel. Los restantes fueron el capitán Luis Riera (cuñado del doctor Antonio Caralps Masó, el primer cirujano de tórax de Barcelona), el teniente Joaquín Verdaguer, jefes ambos de equipos quirúrgicos de nuestro 5.° Cuerpo de Ejército, que habían venido a reforzarnos, y sus dos médicos ayudantes, los alféreces Puigferrat y Chacón, todos de Barcelona, que fueron sacados materialmente de los quirófanos en que estaban operando por un grupo de milicianos al mando de un delegado del comisario y fusilados en las proximidades del pueblo de Arbucias (Gerona) acusados del supuesto delito de «intento de deserción ante el enemigo» en la retirada de Cataluña. Tras esta nota triste y emotiva, referiré -como excepción- esta pincelada sobre nuestro trabajo. Al terminar la batalla de Brunete llegaron los camiones del cuerpo de tren para cargarlos y regresar a nuestra base en Madrid (en la calle de Lista). Era un trabajo pesado, pues había que cargar más de 60 camas, somiers, colchones, fardos de mantas y ropas, material de cocina, etcétera. Todavía teníamos un sanitario de baja con unaa mano vendada a causa de una herida que se había producido con los alambres de un somier en el traslado anterior. Siguiendo la costumbre establecida en estos casos, todo el mundo, médicos, enfermeras, etcétera, empezaron la pesada faena del acarreo y carga, a lo que me opuse y convencí a los médicos y personal de ambos equipos que no debíamos hacerlo, pues si nos producíamos una herida en una mano quedábamos inutilizados para nuestro quehacer quirúrgico. El jefe de Personal vino, muy alterado, obligándonos a la carga de los camiones. Ante nuestra negativa razonada, vino el comisario político (Menós), diciéndonos que allí todos éramos iguales, que se habían terminado los enchufes y favoritismos... y a cargar todos. Le contesté que si un sanitario se hería en una mano se le podía sustituir con otro, pero no así si un cirujano o cualquier persona de un equipo quedaba inutilizado, y que si todos éramos iguales, pues de acuerdo, en el próximo emplazamiento el cabo Romero operaría, yo guisaría y cualquier otro sanitario o chófer anestesiaría, y entonces sí, todos seríamos iguales y nosotros cargaríamos. Esto lo comprendió perfectamente y nos autorizó a no cargar, pero rogándonos que no nos hiciéramos visibles. De todas maneras, no hubo protestas, pues los sanitarios lo comprendieron. MEDICACION Como anestesia teníamos éter sulfúrico «Abelló», con el aparato de Ombrédanne y también, a veces, el cloroformo con mascarilla. La raquianestesia, muy en boga en aquella época, no la solíamos utilizar por la baja de tensión que provocaba. Rara vez el «Evipán» o el «Cloretilo». La anestesia local la solíamos utilizar poco, si acaso, en los heridos cráneo-encefálicos. Como tónicos cardiocirculatorios se utilizaban aún el aceite alcanforado y el Cardiazol. Como sedantes, el cloruro mórfico y el Pantopón. Los sueros antitetánicos y antigangrenosos eran de utilización obligada, anotándose cuidadosamente en las fichas de evacuación si se habían inyectado, para evitar peligrosos cuadros de shock, Se procuraba la desensibilización con inyecciones espaciadas sucesivas de mínimas cantidades. Los sueros fisiológicos y glucosalinos solían usarse en inyección subcutánea a presión, pues venían en aquellas ampollas autoinyectables «Rapid», de un litro, recuperables. Se utilizaba el extracto tebaico, tras las intervenciones abdominales, para favorecer el «silencio» intestinal. SHOCK Recibíamos muchos heridos en estado de shock, por la hemorragia, por el frío, por el miedo, por el dolor, por el desamparo, por la soledad; siendo imposible valorar porcentualmente (como pretendió hacer el doctor Lluesma en el shock de los tanquistas) cada uno de estos factores. La norma, naturalmente, era no operar nunca a ningún herido en estado de shock, por lo que a estos heridos se les solía acomodar en alguna habitación, tienda de campaña o lugar un poco apartado (cuando se podía) del movimiento del hospital. Se les abrigaba, tonificaba, se procuraba calmar el dolor, se les ponían ropas secas, se repetían las tomas de pulso y tensión (aquí sí que echábamos de menos el oxígeno y las transfusiones), y únicamente eran llevados al quirófano cuando habían remontado el estado de shock. Los heridos solían llegar al comenzar la noche. El director, con algún médico del equipo de guardia, revisaba los partes de evacuación y la hora en que habían sido heridos; se controlaban las heridas y el estado general (pulso, temperatura, tensión) y se establecía la indicación quirúrgica, así como el orden de prelación para las diversas intervenciones que habían de realizarse, apartando aquellos que quedaban en espera de recuperación o en expectación armada. A los que debían ser operados se les solía poner en la frente un esparadrapo con el número de orden, para evitar confusiones. Durante la espera para ser intervenidos se les quitaba la ropa húmeda y sucia y se comprobaba su identificación. El sargento recogía todas sus pertenencias personales, armas, etcétera. Se les limpiaba, se afeitaba ampliamente la región operatoria (pecando por exceso), se les tonificaba, etcétera, pasándolos a una cama con bolsas calientes y administrando calmantes si se precisaban. Se seguía la norma de hacer que el herido orinase o se le practicaba un cateterismo vesical, así como una evacuación gástrica, sin lavado. El campo operatorio se desinfectaba con lavado con agua y jabón y después con éter, alcohol y tintura de yodo. En todas las circunstancias y en los más diferentes lugares hemos operado con los principios de asepsia más rigurosa y absoluta, tal y como hacíamos en nuestros hospitales de Madrid, con guantes, mascarillas, etcétera. TECNICA QUIRURGICA La técnica variaba según los casos, pero lo fundamental era siempre lo mismo, la «Cura de Friedrich», o sea, la escisión de los bordes de la piel, amplio desbridamiento de la herida y todos sus trayectos, con resección de los tejidos contundidos o desvitalizados, con el mayor respeto para las formaciones vasculares o nerviosas; extirpación de esquirlas óseas sueltas, respetando las unidas a periostio; extracción minuciosa de cuerpos extraños, practicando lavados o desinfección de la herida cuando pareciera conveniente con agua oxigenada o éter, según los casos. Aquellas curas que hacíamos al principio de la contienda, herencia de la guerra europea y que habíamos estudiado en nuestros libros de «Patología externa» (como entonces solía decirse), Eitelberg, Forgue, Begouin, Keen, etcétera, con irrigación continua de las heridas con el «Líquido de Dakin», ya habían quedado atrás. Tras minuciosa hemostasia con ligaduras de catgut del «0» se daban puntos de aproximación, con catgut fino, de los diversos planos, musculares, aponeuróticos, etcétera, y de la piel, con puntos sueltos, espaciados, con crin; se dejaba contraabertura con drenaje declive cuando se estimaba conveniente, o se hacía taponamiento con gasa yodofórmica envaselinada, a veces con ligero goteo antiséptico, según existiera evidencia de infección local. Cuando había alguna sospecha de gangrena «in situ», después de amplia escisión tisular se vertían varias ampollas de suero antigangrenoso empapando el taponamiento. Como ampliación de este tipo de cirugía dedicaremos más tarde una mayor extensión (al tratar de las heridas de los miembros) al injustamente llamado «Método de Trueta». Fue norma siempre en nuestro hospital, siguiendo órdenes de la Comandancia, no establecer en ningún caso discriminación alguna, ni en el tratamiento ni en el orden de urgencias operatorias, con los heridos prisioneros, que fueron tratados con las mismas normas e interés que los propios. A continuación haremos mención de algunos tipos de heridas muy frecuentes en hospitales, como el nuestro, de primera línea. A) LAS HERIDAS PENETRANTES EN CAVIDAD ABDOMINAL Ante la evidencia de penetración, si el estado general era relativamente satisfactorio, no debía dudarse en intervenir y cuanto antes. En casos de duda razonable, con buen estado general, siempre operar y nunca abstenerse y esperar «a ver la evolución». La «expectación armada» no es buena norma y sólo puede admitirse en muy contadas ocasiones. Preparación cuidadosa del herido, evacuación gástrica sin lavado, cateterismo vesical, etcétera; como carecíamos de radiología, ante un caso de orificio de entrada sin salida, amplia laparotomía media. Si la herida ofrecía orificios de entrada y salida podía decidirse a practicar la laparotomía subcostal, pararrectal, etcétera, guiados por el posible trayecto. Se procedía inmediatamente a una revisión directa, lo más completa posible, del hígado, bazo, fondo de Douglas, presencia de sangre en heces o contenido intestinal en peritoneo y, sistemáticamente, de la totalidad del tubo digestivo, limpieza con compresas húmedas (no teníamos aspirador) del contenido peritoneal (nunca lavados) y revisión detenida del peritoneo parietal posterior ante la sospecha de lesiones (siempre graves) en el espacio retroperitoneal. En las perforaciones del tubo digestivo se realizaba, según los casos, o bien sutura en dos planos (catgut y seda) de las perforaciones, o resección intestinal y restauración de la continuidad (término-terminal, látero-lateral o término-lateral), según las particularidades de cada caso. En casos particularmente graves, como el de estallido del intestino grueso con mal estado general, se procedía a la exteriorización total del asa (técnica de Mikulicz) y, en un segundo tiempo, se hacía la resección del asa; en una tercera intervención (ya en el hospital base), cierre del ano artificial restableciendo la continuidad. También era obligada la amplia resección intestinal en caso de extensos desgarros mesentéricos. En las heridas del hígado, suturas o resecciones parciales, según los casos o posibilidades. En las heridas del bazo, generalmente con estallido y gran hemorragia, ningún intento de sutura; siempre esplenectomía. Las lesiones retroperitoneales solían ocasionar un gran hematóma retroperitoneal que exigía una exploración directa. Si existían lesiones de grandes vasos, aorta, cavas, arterias renales, iliacas, etcétera, los heridos no solían llegar a nuestras manos, pero eran relativamente frecuentes las lesiones renales que nos obligaban a la nefrectomía, así como las ureterales, que tenían la misma indicación, o el abocamiento de la porción proximal a la piel por una contraabertura lateral, con ligadura del extremo periférico; esto era no difícil si el cabo superior era largo, pero el posoperatorio resultaba incómodo, con molestas complicaciones. Naturalmente, no existían unas directrices rígidas, y cada uno, según su experiencia, seguía parecidos criterios ante casos iguales o similares. La pared, para ahorrar tiempo y dar mayor solidez a la sutura, la solíamos cerrar en un solo plano, con crines trenzadas o con alambre. En caso necesario, sobre todo con perforaciones y contenido séptico en peritoneo, solíamos dejar drenaje, pero nunca tubos, sino un taponamiento de Mikulicz, con una compresa rellena de gasa yodofórmica. Posición posoperatoria, semiincorporado, de Fowler. Sueros glucosalinos subcutáneos y extracto tebaico los primeros días, tónicos, etcétera. Muchos fueron los que pudieron evacuarse satisfactoriamente a los cinco o seis días, y tuvimos la satisfacción, después de los combates de Brunete, de que nuestro hospital avanzado fuera mencionado en la orden del día por el inspector de los equipos quirúrgicos del Ejército del Centro, doctor D'Harcourt, por haber conseguido la más alta cifra de curaciones en los heridos penetrantes de vientre. Nunca nos vanagloriamos de ello, pues comprendimos que, según las normas de nuestro comandante y la unificación de nuestro hospital, era el más avanzado de todo el frente, por lo que recibíamos a los heridos, con menos horas que ningún otro. Esto se vio luego en las estadísticas de promedio del tiempo «herida-operación». B) HERIDOS DE TORAX Estos heridos eran siempre un problema. Las heridas centrales, con afectación del mediastino, generalmente no llegaban a nuestras manos, pues morían en el campo o su estado era tan desesperado que, sin medios apropiados de reanimación (de que carecíamos), no podían ser intervenidos. Las heridas torácicas de bala, generalmente en sedal (orificios de entrada y salida), penetrantes en cavidad pleural o con orificio sólo de entrada y alojamiento del proyectil en parénquima o pared, iban acompañadas siempre de cuadros de disnea intensa, tos, sofocación, hemoneumotórax -generalmente a tensión-, desviación mediastínica, respiración paradójica, con o sin enfisema subcutáneo, y eran muy escasas nuestras posibilidades de intervenir con posibilidades de éxito, ya que intentar abrir un hemitórax con anestesia etérea, sin intubación ni cámara de hipopresión ni aspiración, era totalmente impensable, por lo que estos heridos, a los que se les solía colocar un fuerte esparadrapo en la base del tórax o hemitórax, solían llevar un curso más o menos rápido de empeoramiento progresivo y siempre un fatal pronóstico. Las heridas -más o menos extensas- de metralla en la pared torácica, con neumotórax abierto, «respirando por la herida», con o sin lesiones viscerales, eran igualmente de gravedad extrema e infausto pronóstico, y muy poco, y desde luego nada útil, podíamos hacer en estos casos, que solíamos tratar como sigue: Bajo una ligera «anestesia a la reina» con cloroformo, se ampliaba o regularizaba la herida parietal; se intentaba tomar el pulso -lesionado o no- con unas pinzas blandas de Nétalon o de anillo forradas con goma, y atraerlo hacia la pared, procurando suturarlo a ésta con puntos de catgut grueso para intentar fijar el mediastino, así como suturar los desgarros pulmonares (todo ello, mucho más fácil de decir que de hacer), etcétera. Nunca pudimos realizar esto a satisfacción, ni nos dio en ningún caso buen resultado, pues la fatiga y disnea, los frecuentes golpes de tos, el bamboleo mediastínico y la obligada posición en decúbito lateral, que hacía desplazarse hacia abajo (hacia el hemitórax sano) el mediastino, terminaban desgarrando el pulmón más de lo que estaba y los resultados no podían ser más desalentadores ni fueron buenos en ningún caso. Prácticamente, casi los únicos heridos de tórax que hemos visto curar eran aquellos heridos de bala en sedal, periféricos o sólo con orificio de entrada y alojamiento del proyectil en el parénquima o la pared, sin haber interesado vasos ni bronquios importantes y que habían padecido con anterioridad procesos pleuro-pulmo-nares, pleuritis o llevado anteriormente un neumotórax terapéutico, lo que determinaba sínfisis pleurales, fijación mediastínica y un tórax estable. Siempre problemáticas, de difícil diagnóstico (sin radiología) y de inseguridad, tanto en el pronóstico como en la actitud quirúrgica a seguir, eran las heridas de bala o metralla situadas en las partes inferiores de los hemitórax o en los hipocondrios, que ofrecen la duda de si son heridas tóraco-abdominales, con lesiones combinadas supra e infradiafragmáticas, de pleura, pulmón, hígado, bazo o fundus gástrico, o ángulo esplénico del colon, etcétera. En la duda, si el estado general lo permite, a sabiendas del riesgo, es preferible operar a esperar, siempre que las complicaciones pleuro-pulmonares respiratorias no lo impidan en absoluto. Este tipo de heridas, si sobrevivían, tenían muchas posibilidades de padecer hernias diafragmáticas, con todas sus graves complicaciones ulteriores. (Antes de comenzar la exposición del tema sobre traumatismos cráneo-encefálicos, quiero presentar mis disculpas y solicitar de mis lectores una gran dosis de indulgencia, pues no soy neurocirujano, ni neurólogo, ni nada que se le parezca. Por ello, tendrán que perdonar la terminología escasamente científica que en ellos empleo. Realmente, no me hubiera costado ningún trabajo solicitar de un colega especializado que me indicara los nombres apropiados para cada síntoma o síndrome, con lo que mi exposición quedaría más «presentable», pero como la mayor parte de las cosas que aquí refiero están basadas en notas tomadas por mí, con los recuerdos todavía vivos de los hechos y aconteceres, he preferido conservar las descripciones tal como hace muchos años las hice, pues estimo que lo que pierden en exactitud científica lo ganan en realismo y expresividad de unos hechos vividos por un "no especialista" ante la necesidad ineludible de intervenir, y que pretende tan sólo transmitir lo que en aquellas circunstancias vivió y padeció.) C) HERIDOS CRANEO-ENCEFALICOS Y MEDULARES Constituían un grupo terrible y lastimoso de heridos, desgraciadamente bastante frecuentes. Empiezo por decir que carecía de experiencia en neurocirugía; lo más que había hecho durante las guardias y mi trabajo en el Provincial eran algunas trepanaciones descompresivas o, en algún tratamiento craneal con fractura y hundimiento, trepanación, levantando los fragmentos hundidos, evacuando el hematoma intra o extra-dural, hemostasia, retirar esquirlas o cuerpos extraños y poco más. Pero entonces los casos que recibíamos eran sobrecogedores. Operados muchos de ellos. Aquí sí que utilizábamos la anestesia local, practicando amplias cranecto mías, extrayendo fragmentos óseos hundidos, cuerpos extraños, tejido cerebral destruido; practicando hemostasia lo más cuidadosa posible (nos hubiera gustado disponer del bisturí eléctrico), sutura de piel, no siempre fácil, precisando con frecuencia desplazamiento de colgajos para poder cerrar, dejando drenaje de tubo de goma o crines. Entre estos heridos, los recuerdo de todo tipo. Los excitados, imposibles de calmar, a los que frecuentemente había que atar a la cama; a veces manifestaban una agitación continua, agotadora, hablando o gritando sin parar. Otros se quitaban los vendajes y desgarraban su ropa continuamente. Se les ataban las manos y se daban golpes con la cabeza contra la pared, forcejeando hasta agotarse. Les poníamos suero hipertónico y toda clase de sedantes y calmantes, infructuosamente. Algunos, que también tenían que estar atados, intentaban masturbarse arañándose los genitales; éstos, por lo general, estaban heridos en los lóbulos frontales. Otros presentaban convulsiones continuas o espaciadas, generalizadas o localizadas a un miembro o medio cuerpo, etcétera. Había otro grupo con parálisis totales o parciales de miembros, de esfínteres, hemiplejías o paraplejías, según la localización cerebral o medular de sus heridas. Heridos sin vista, por lesión de lóbulos occipitales o quiasma, o con vértigos continuos, lastimosos, por heridas en región temporal o del oído interno. Otros habían perdido el sentido de la situación de su cuerpo, o de parte de él, en el espacio, o se quedaban rígidos, catatónicos, como estatuas. Había pérdidas completas o parciales de la sensibilidad al tacto, al frío, al calor, al dolor, con anestesia parcial o total. Otros que veían, sí, pero no tenían idea de la orientación, ni de las distancias, ni de la percepción del color, a los que se ponía un objeto, por ejemplo, una llave, sobre un mantel rojo, y no la veían, pues el objeto quedaba «sumergido» en el color. Algunos presentaban variadas clases de «daltonismo». Otro grupo igualmente digno de compasión era el de los que no hablaban, los ausentes, los deprimidos hasta la exageración, los hundidos, los de la mirada perdida e inconcreta, que no sabes si te miran o no. Los que siempre están lejanos, con expresión de infinita tristeza, como seres de corcho, sin idea de su ser ni de su personalidad; con amnesia total, completa o parcial; ni saben quienes son ni recuerdan nada, ni su nombre, ni su pasado... Caras rígidas, brillantes, como untadas de pomada, tristes, inexpresivas. Era terrible; los que no morían enseguida no tardaban en presentar fiebre elevada, vómitos, irritación, postración, rigideces, síntomas meníngeos y meningitis. Por lo general, no seguíamos estos cuadros, ya que los heridos debían ser evacuados para dejar sus camas a otros futuros ocupantes y procurábamos evacuarlos cuanto antes a centros de retaguardia especializados, como, en la campaña de Cataluña, al hospital Valcarca de Barcelona, y en las campañas de Teruel y Aragón, al hospital que se tomó en Godella (Valencia), en el que trabajó el doctor Justo Gonzalo, y fruto de sus trabajos con aquellos heridos fue la publicación de su obra «Dinámica cerebral», de originales ideas sobre las funciones cerebrales. A veces nos impresionaban las pérdidas de sustancia cerebral, que parecía no podían ser compatibles con la vida. Grandes trozos de masa encefálica venían entre los vendajes de la primera cura o eran expulsados con la tos por la nariz y la boca, y, sin embargo, la vida seguía. Muy rara vez, sólo en contadas ocasiones, y sin pronóstico deliberado previo, en el curso de una intervención hemos practicado alguna laminectomía en una vértebra lumbar para extraer alguna bala o trozo de metralla, procurando una descompresión en casos de heridas con paraplejía. Si existía lesión o sección medular con riesgo de infección, los resultados no podían ser peores; si sólo había comprensión por hematoma, esquirlas o cuerpos extraños, se podía pensar en resultados más alentadores, que nunca comprobamos, pues los heridos eran evacuados y no volvíamos a saber su curso ulterior. D) HERIDAS DE CARA Y CUELLO En este grupo de heridas la gravedad dependía en gran parte de su localización. Las de bala, en sedal, podían ser de escasa gravedad si no afectaban la médula, grandes vasos, tráquea, esófago, en cuyo caso podían ser mortales y ni siquiera nos llegaban. Otra cosa eran las de metralla, de extraordinaria gravedad por la frecuente amplitud de las heridas, y la mayor parte de las veces tampoco llegaban al hospital. Las heridas de cara más frecuentes eran las de metralla, realmente impresionantes. Estos pobres heridos de metralla en el rostro producían horror; verdaderos monstruos, sin cara; masas de carne y de piel a piltrafas colgando, sangrando, respirando; con los ojos fuera de las órbitas por desaparación del macizo óseo de la cara; sin nariz, ni labios; sin boca ni dientes; sin barbilla; con la lengua amoratada, hinchada, cayendo sobre el pecho. Llenos de moscas, soplando una espuma sanguinolenta, asfixiándose. Hay que imaginar que una inmensa hacha cortase de violento golpe lateral toda la cara. La hemostasia, difícil; la anestesia, dificilísima; la reconstrucción (para la cirugía de entonces, aún no especializada), muchas veces imposible. Eran los heridos -para mí- más dignos de lástima. Los ojos vacíos, estallados, reventados, desinflados, colgando. Había que enuclearlos casi sin anestesia (una inyección de Novocaína en el nervio óptico, y la tijera). Nos veíamos obligados a hacer traqueotomías, a mantener la lengua fija con un punto de alambre a un arco hecho con una férula de Cramer, ya que al carecer de apoyo, por no existir mandíbula inferior, ni suelo de la boca, ni glotis, la lengua edematosa, sangrando, caía sobre el pecho.Sin poder hablar, ni respirar casi; ahogados por el constante burbujeo de la sangre en la tráquea, tampoco podían alimentarse; había que comenzar ligando la carótida externa del lado más afectado, o la lingual. Ahora mismo, sólo recordarlos me horroriza. No era infrecuente que este tipo de heridos de cara, y otros, nos llegaran con sus heridas llenas de gusanos, orugas, larvas de moscas, etcétera. Esta invasión de las heridas por insectos y gusanos fue frecuente en los combates de Brunete y el Ebro, en pleno verano, donde la dificultad de la evacuación de los heridos por las muchas horas de luz (a veces permanecían varios días en el campo) y el intenso calor propiciaba esta parasitación de insectos, en cuyos desagradables detalles no quiero extenderme, pero que pueden ser fácilmente imaginados sin dificultad (verdaderas gusaneras). E) HERIDAS LOCALIZADAS EN LOS MIEMBROS Constituían un tipo de heridas muy frecuentes, pero de los que no recibíamos más que los hemorrágicos, los shockados y los portadores de un garrote. En los hemorrágicos por heridas vasculares o fracturas abiertas, lo ordinario es que los recibiéramos con un fuerte garrote o torniquete colocado por el sanitario o médico del batallón o por un camarada. Con gran frecuencia (aunque teóricamente tenían prioridad), dadas las dificultades de evacuación durante el día, los recibíamos con muchas horas de retraso, lo que producía, si el torniquete estaba correctamente aplicado, prácticamente la necesidad de amputación, que hacíamos siempre a colgajo, con sutura posterior, pensando siempre en hacer un muñón útil para la prótesis ulterior. Y si el torniquete estaba insuficientemente aplicado provocaba una estasis sanguínea que facilitaba la continuación o incremento de la hemorragia. El torniquete es un mal menor al que hay necesidad de recurrir de urgencia, pero con la condición de que su permanencia sea muy limitada, lo que no solía ocurrir en el frente. A los heridos que recibíamos de shock había que recuperarlos con los escasos medios a nuestra disposición antes de operarlos, como ya ha sido descrito con anterioridad. No dispusimos de sangre hasta los combates de Cataluña, en que un servicio diario nos traía las ampollas tipo autoinyectable «Rapid» de un litro de sangre citratada del grupo «0» y recogía los envases vacíos para volver a ser utilizados. Las heridas de los miembros, fueran de bala o metralla, con fractura o sin ella, si no presentaban cuadros de shock o hemorragia no eran clasificadas para nuestro hospital. Al llegar a este punto me veo obligado a tratar de la llamada -después de la guerra- «Cura de Trueta», de la que intento dar aquí una explicación. Cuando, avanzada la campaña de Cataluña, después del Ebro, los equipos quirúrgicos, por necesidades derivadas de la marcha de los combates, nos íbamos retirando escalonadamente, ya no nos llegaban los heridos correctamente clasificados de los puestos de triaje -según prioridades- como antes en los frentes estabilizados; los heridos nos llegaban deficientemente clasificados y, prácticamente, ninguno de bala, todos de metralla. En todos ellos empleábamos la técnica habitual de Friedrich, ya descrita, por lo que omito la repetición. Cuando la atrición de partes blandas iba acompañada de fractura, después del taponamiento, cierre discontinuo, etcétera, se inmovilizaba el miembro con un vendaje escayolado sin ventana, que incluía las articulaciones superior e inferior (proximal o distal), dejando los dedos visibles para comprobar color, temperatura, movilidad y vitalidad del miembro. Esto era lo que hacía el doctor Jimeno Vidal en el Hospital Militar para fracturados de «La Sabinosa» (Tarragona), tal como lo vimos en la «Umfallskrankenhaus» de Bóhler durante nuestra estancia en Alemania los años 1943 y 1944. Lo descrito era lo mismo que solíamos ya hacer con mi maestro el profesor Cardenal en el Hospital Provincial en las fracturas abiertas de guerra, pero la novedad que implantamos en aquella época de nuestra guerra en Cataluña fue el emplear el proceder descrito «en heridos de miembros sólo de partes blandas, sin fractura». Las curas oclusivas ya habían logrado predicamento y difusión en la práctica civil por aquellos años (curas de Orr y de Lohr) y se empleaban principalmente en el tratamiento de las osteomielitis crónicas de los miembros. Dadas las condiciones en que, se desarrollaban las operaciones bélicas, que obligaban a continuos traslados y evacuaciones de heridos precozmente, para evitar molestias y dolores a estos heridos de miembros sin fracturas, después de la intervención y escayolado como a los fracturados, se les evacuaba relativamente pronto. En el parte clínico que acompañaba al herido se detallaban las características de la herida, la intervención realizada, la medicación empleada y que el yeso era sólo transitorio y debía ser retirado para realizar las curas sucesivas pertinentes. Pero debido a la situación de los hospitales de retaguardia, llenos, abarrotados, si los heridos llegaban en buen estado general, no tenían fiebre alta ni su estado era crítico, ni se quejaban de dolores en la herida, pasaban de hospital en hospital sin que les fuesen retiradas las escayolas, y así llegaron muchos, muchos, en su última etapa de evacuación, a los hospitales civiles del sur de Francia, donde al fin levantaron -muchos días después- los apósitos y enyesados, que en todos los casos llegaban chorreando pus por los extremos, empapados y con desagradable fetidez. Pus que, por lo visto, era lo que los antiguos llamaban «pus loable», ofreciendo a pesar de ello las heridas -en considerable proporción- un buen aspecto, en avanzado estado de reparación y, en suma, un buen tejido de granulación y en vías de curación. Al poco aparecieron trabajos y publicaciones en revistas médicas francesas mencionando este tipo de tratamiento y llamando a este proceder «Cura Española». Los comandantes de Sanidad divisionarios del Ejército de Cataluña -como el nuestro- nos aconsejaban seguir utilizando este método, que se había extendido por todos los equipos quirúrgicos de nuestras unidades en vista -no de los satisfactorios resultados (cosa que aún desconocíamos)- de lo práctica y cómoda que resultaba la evacuación y sucesivos traslados de estos heridos -siempre numerosos-, que, gracias a ello, no solían ocasionar problemas ni complicaciones. Posteriormente, después de nuestra guerra, en varias y cada vez más repetidas ocasiones, en revistas inglesas, se comenzó a llamar a este proceder «Método de Trueta», ya que desde el comienzo de la guerra mundial fue empleado por este gran cirujano en los heridos a su cargo en los hospitales ingleses. Sin quitar ningún mérito al doctor Trueta, que, como nosotros y tantos otros cirujanos, utilizó en nuestra guerra este método, hay que reconocer que él lo difundió y popularizó con sus trabajos ulteriores sobre estudios biológicos del proceso de cicatrización, bacteriología, bioquímica de las secreciones, etcétera, y esto, unido a los excelentes resultados obtenidos en los heridos ingleses tratados por él, especialmente de la RAF, operados en su servicio del Hospital de Oxford, en aquella época pre-antibiótica, resultados asimismo excelentes comparados con otros métodos, le dieron una amplia difusión y el nombre -injusto, a mi modo de ver- de «Método de Trueta». El doctor don Antonio Llauradó Tomás, de Barcelona, que con su equipo quirúrgico colaboró con nosotros en varias ocasiones en los combates del Ebro y frente de Cataluña, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Medicina de Barcelona: «La cirugía que jo he viscut» (20 de abril 1980, pág. 15) dice, refiriéndose a este tema: «En els ferits de membres amb grans destrosses, fractures obertes i hemorragia, neteja amb bisturí i tisores les parts toves malmeses, hemostasia, extracció deis requills óssis, tapar la ferida amb una compresa de gasa i inmobilització amb un guix. Nosaltres anomenaven aquest procediment: "Métode tancat". Llavores encara no sel coneixia amb el nom de: "Métode de Trueta". Aconseguiem, en aitals cassos, si mes no, col.locar el malat en una situació que fes menys dolorós el seu trasllat». En este apartado de heridas de los miembros hemos de incluir las heridas articulares (hombro, codo, muñeca, cadera, rodilla, etcétera), que presentan, por lo general, unas características que las hacen de una particular seriedad, ante todo por el grave riesgo de infecciones y la gravedad de éstas, que podían llegar a terminar con una indicación de amputación, así como por lo sombrío del pronóstico, tan amenazado de importantes secuelas que hacían siempre más que dudosa la esperanza de una favorable recuperación. Por lo general, nosotros no seguíamos este proceso evolutivo, pues los heridos operados eran evacuados y toda la continuación de su tratamiento lo seguían en hospitales bases o especializados. F) QUEMADURAS Otro tipo de heridos que solíamos recibir en nuestro hospital eran los grandes quemados, generalmente con intenso shock; muchos de ellos, además, con heridas y fracturas. Unas veces se trataba de aviadores derribados en combates aéreos (en escaso número) y otras, más frecuentemente, de tanquistas de las unidades de «blindados» cuyo tanque ardía, quedando aprisionados en su interior hasta poder ser liberados y que, a más de sus extensas y graves quemaduras, presentaban heridas y fracturas con intensos y graves estados de shock (que fueron estudiados por el doctor Lluesma Uranga), que aumentaban las dificultades para un correcto tratamiento. En ellos, desgraciadamente, la mortalidad era muy elevada. Afortunadamente, en nuestra contienda no se utilizaron (que yo sepa) lanzallamas, pero sí, y en gran profusión, bombas incendiarias, que cayeron también sobre nuestro hospital. G) CONGELACIONES Exclusivamente se nos presentaron casos de congelaciones en que nos viéramos obligados a intervenir durante los combates de Teruel. En aquel crudísimo invierno, con temperaturas de 15, 17 y hasta 20 grados bajo cero, con la infantería durante semanas en trincheras con agua helada y nieve hasta las rodillas, tanto nuestras fuerzas como las contrarias padecieron congelaciones de diversos grados, principalmente en las extremidades inferiores, pero también en manos, nariz, orejas, etcétera. Aunque lo frecuente era que los afectados de congelaciones fueran evacuados a hospitales de segunda línea, de todas formas a nosotros nos llegaron bastantes, después de haber soportado y sufrido largos días con pies y piernas sumergidos en agua helada y con escaso ejercicio, hasta el punto que muchos nos llegaban ya con gangrena isquémica que obligaba a realizar numerosas amputaciones de dedos, pies y piernas. Nosotros logramos que algunos de estos lesionados salvaran sus miembros gracias a la intervención llamada «simpatectomía periarterial, operación del doctor Leriche», que habíamos practicado en la clínica del doctor Cardenal con los doctores Sarasola y Sanchis Perpiñá. Consiste en resecar la capa más externa o periférica de la pared de la arteria femoral en su porción más proximal y en una extensión de unos ocho a diez centímetros, lo que provoca una vasodilatación de los vasos de la pierna. En una operación hace tiempo ya en desuso desde que se practica la «gangliectomía simpática lumbar», mucho más eficaz. Las congelaciones fueron tan terribles que sólo en nuestra 11 División se llegaron a practicar 58 amputaciones de pies, algunas piernas y también manos como tributo a los quince días que duraron los combates en aquel «infierno blanco». H) AUTOMUTILADOS Un tipo de herida de bala que empezamos ya a ver en el Provincial entre los heridos que nos llegaban de los frentes próximos fue la automutilación por un disparo de fusil en la palma de la mano (generalmente, la izquierda), para conseguir ser evacuados del frente. Estos «automutilados» aparecieron en Brunete y posteriormente en Teruel (por lo que he oído, en la zona nacional se presentaron igualmente este tipo de heridas). La herida era de bala, con orificio de entrada generalmente puntiforme en la palma de la mano izquierda (aunque vimos muchas variantes), denunciando su mecanismo de producción la presencia de un «tatuaje» alrededor, provocado por negras partículas de pólvora incrustadas en la piel. En cambio, la herida de salida por el dorso de la mano era grande, estrellada y con fragmentos de metacarpiano asomando por ella. Más adelante el método «se perfeccionó», y, para evitar el tatuaje delator de la pólvora se interponía un chusco de pan entre el cañón del fusil y la palma de la mano. Estas heridas de automutilación solían presentarse en soldados de una misma unidad (compañía o batallón), por lo que decíamos que eran «heridas contagiosas». Ante la frecuencia de tales heridas en una misma unidad, los comisarios políticos dieron la orden (inhumana) a los médicos de batallón de que a tales heridos no se les evacuase, sino que se les curase con tintura de yodo, gasas, algodón y venda, obligándoles a continuar en su posición. El resultado era que cuando estos desgraciados, que no habían podido dominar su «miedo insuperable», eran al cabo de unos días evacuados, llegaban a nuestras manos con avanzados cuadros de gangrena gaseosa y, en el mejor de los casos, si no morían, perdían su brazo por la parte más alta. En el tratamiento de estas heridas, en los casos tratados precozmente, seguimos pronto las normas del doctor Bastos: «Extirpación en masa de todo el trayecto de la herida, llevándose el dedo medió (generalmente el afectado) con su metacarpiano, que, de persistir, les hubiera quedado retraído e inservible, perturbando completamente el juego y función de la mano». Una buena sutura (por palma y dorso) hacía desaparecer la brecha resultante y la mano quedaba así, muy pronto, enteramente válida y únicamente algo más estrecha. Por eso llamábamos a tal intervención «hacer manos de princesa». (La descripción precedente está tomada de la obra del doctor Bastos.) DIVERSOS TIPOS DE HERIDAS, SEGUN EL AGENTE VULNERABLE Naturalmente recibíamos heridas de toda clase, con predominio total de las producidas por proyectiles de todo orden; aunque también tuvimos bastantes de accidentes de automóvil (como el comisario político de la 46 División de «El Campesino», con luxación de hombro y conmoción cerebral). Al principio, las heridas más frecuentes y en mayor porcentaje eran las de bala, tanto de fusil como de ametralladora, que eran las que solíamos tratar en la primera época, ya fuera en el Clínico o en el Provincial, procedentes tanto del «paqueo» callejero como de los ya mencionados frentes próximos a Madrid, pero con la llegada de los internacionales a los frentes y al consolidarse la defensa de la capital pronto se endurecieron los combates, se estabilizaron los frentes y comenzó la guerra de posiciones, con bombardeos de aviación y artillería, minas, morteros, bombas de mano, etcétera, siendo desde entonces más frecuentes las heridas producidas por cascos de metralla que las de bala de fusil o ametralladora. En general, en todos los frentes, al comienzo de una ofensiva, que solía iniciarse por sorpresa, las fuerzas defensivas de guarnición hacían uso de sus fusiles y ametralladoras y entonces era mayor el porcentaje de heridas de bala; mas cuando el frente se estabilizaba, llegaban refuerzos, se hacían presentes la aviación y la artillería, la mayoría de los heridos lo eran de metralla. A) HERIDAS DE BALA Estas solían presentar un orificio de entrada generalmente puntiforme, si bien en algunos casos la herida era de cierta consideración. Los de salida podían ofrecer análogas características, aunque a veces eran grandes y con destrozos considerables de masas musculares y de la piel; esto lo solían atribuir los propios heridos y los sanitarios a «balas explosivas». Nosotros nunca pudimos comprobar ni confirmar que se tratase de auténticas «balas explosivas», es decir, con una carga en su interior dispuesta para hacer explosión. Tales «balas explosivas» existían realmente en las cintas de las ametralladoras pesadas de los aviones, en las que solían alternarse las «trazadoras», las «antiblindajes» y las explosivas. En realidad, las balas que ordinariamente producían tales destrozos solían estar deformadas por haber sufrido antes un rebote en alguna piedra. De todas formas, en más de una ocasión (por no decir en muchas), hemos extraído balas de las llamadas vulgarmente «explosivas», y en realidad eran balas que, por haberles limado la punta afilada del blindaje, se convertían en la llamada «bala explosiva» o «bala dum-dum», ya que al chocar con el cuerpo se abre el blindaje «herniándose» el ánima de plomo del proyectil, lo que ocasiona desgarros y heridas irregulares, a veces tremendas. Las fuerzas marroquíes, Mehala, etcétera, utilizaban mucho este tipo de bala, prohibida en los convenios internacionales de Ginebra y La Haya. Cuando una herida de bala presentaba orificios de entrada y salida podíamos reconstruir imaginariamente el trayecto y prever los órganos, vísceras o regiones afectadas. En casos sin orificio de salida era imprescindible la localización del proyectil por medio de la radiografía, no porque la extracción fuera necesaria, ya que pueden ser perfectamente tolerados, pero sí para calibrar los daños que ha podido causar su trayectoria. En el hospital base disponíamos de rayos X, pero en el de primera línea carecíamos de tal método diagnóstico, y en estos casos preguntábamos al herido cuál era la posición exacta de su cuerpo al recibir el impacto. Conociendo si estaba de pie, corriendo o tendido sobre el suelo, podía suponerse idealmente (con imaginación) la trayectoria de la bala a lo largo del cuerpo y proceder en consecuencia. B) HERIDAS DE METRALLA Sabido es que éstas son mucho más graves, en general, que las de bala, pues sus proyectiles son trozos irregulares de bordes, generalmente cortantes y agudos, procedentes de la explosión de obuses de artillería o bombas de aviación que, tras explotar bajo tierra y fragmentarse, se dispersan animadas de gran velocidad, movimientos de rotación y fuerza de penetración, produciendo heridas tremendas irregulares con destrozos de gran consideración, hemorragia, fracturas, shock y a veces amputaciones completas. Estos trozos de metralla no solían tener -como las heridas de bala- salida, sino que solían quedar empotrados en el organismo, tras arrastrar con ellos tierra, trozos de ropa, de ramas, etcétera. Las lesiones óseas eran por lo general fracturas conminutas, como por estallido, de imposible reparación frecuentemente y que solían exigir la amputación. En las fracturas producidas por heridas de bala también podíamos ver este tipo de fractura conminuta si la bala venía lateralizada o deformada por un rebote, o era de las llamadas «expansivas», o el disparo no había sido a larga distancia y venía animada de gran velocidad. Si el poder de penetración de la bala era escaso, en los huesos largos solían producir la fractura llamada «en alas de mariposa», poco frecuente, en cambio, en las heridas de metralla, a no ser que el fragmento de metralla fuera pequeño y la velocidad de penetración escasa. C) LAS BALAS ESFERICAS, LOS «SHRAPNELS» Típicos de la guerra europea, se utilizaron muy escasamente en la nuestra. Se trataba de granadas disparadas por obuses, con espoletas graduadas para explotar a ras del suelo y dispersar sus proyectiles, que eran esferas de acero de unos 10 a 12 milímetros de diámetro (como las bolas de los rodamientos). Se disparaban como tiro de barrera contra el avance de fuerzas de infantería. Aunque tenían escaso poder de penetración, producían heridas graves, fracturas, etcétera. D) HERIDAS DE MORTERO Estas eran terribles por ser múltiples, producían impactos pequeños y numerosos y, si la explosión era próxima, podían provocar heridas penetrantes y graves. Es un arma traidora, ya que el estar en el fondo de la trinchera o zanja o detrás de un muro no le protege a uno suficientemente; por eso se emplea en posiciones estables o como fuego de contención. E) CUERPOS EXTRAÑOS Los más frecuentes eran, naturalmente, proyectiles de toda clase o fragmentos de proyectil, de cualquier tamaño y variada localización. Entre ellos recuerdo algunos, de los que me voy a permitir describir dos por ser insólitos y por su especial particularidad, ya que los fragmentos o trozos de piedras, matorrales, astillas, trozos de cristales, de ropas o de correaje, fragmentos de una hebilla, de un lápiz, de una cartera y, más de una vez, de un reloj, eran moneda corriente. Uno de los más curiosos fue en Libros (Teruel), cuando un grupo de diez o doce soldados estaban al abrigo del peligro de un bombardeo de aviación en el interior de un socavón o cueva poco profunda. Una bomba de aviación entró sesgada y explotó entre ellos. Fallecieron todos menos uno, que, con una terrible herida en la cadera, se desangraba. Pasado directamente al quirófano -pues teníamos el hospital montado en aquel pueblo-, procedí, casi sin anestesia, a abrir la herida para intentar cohibir la hemorragia. La herida era tremenda, el trozo de metralla, de acero ennegrecido, estaba al fondo, profundamente enclavado en el macizo de los trocánteres. Lo extraje con cuidado y dificultades, encontrando en el fondo del cráter, en la profundidad de la herida, allí aplastado, medio reloj de bolsillo, trozos del uniforme y dos dedos de una mano. Revisado el herido, tenía las manos intactas; se conoce que algún camarada se apoyaría en él o le empujaría al suelo contra la pared para protegerse cuando la metralla le cortó los dedos, llevándose por delante un trozo de reloj de bolsillo, tela del pantalón, penetrando por fin en la cadera, donde quedó todo alojado. El cuerpo extraño más peligroso fue el de un pobre herido que nos trajeron a nuestro hospital (montado en tiendas de campaña) durante los combates del Ebro, que traía empotrada en la región escapular una munición de mortero sin explotar. A pesar de ello, su estado no era de apreciable gravedad, pues estaba enclavada casi hasta la mitad de su tamaño, haciendo hemostasia por compresión, no ofreciendo cuadro alguno que hiciera sospechar su penetración en cavidad torácica. Era joven, corpulento y musculoso, y pensamos tendría el proyectil alojado entre la escápula fracturada y la masa muscular de la región. Para proceder a la extracción del proyectil avisamos urgentemente que nos enviaran unos artificieros. Al herido lo mantuvimos sentado y atado a una silla, con sedantes, bajo un árbol, a una de cuyas ramas se ató una fuerte polea sobre su cabeza. Se instaló una especie de muralla de sacos terreros alrededor hasta una altura de metro y medio. La silla se clavó al suelo. Con anestesia local practiqué unas incisiones radiadas en la piel de los bordes de la herida. Al herido se le fijó con esparadrapo una mascarilla sobre la cara. Por una mirilla entre los sacos, el anestesista, con un tubo de cloretilo atado a una caña, estaba en disposición de comenzar la anestesia. Los artificieros ataron una fuerte cuerda a la extremidad superior del proyectil, la pasaron por la polea y se dispusieron a tirar del cabo libre (desde detrás del parapeto de sacos); cuando el anestesista dijo que se podía comenzar, un artificiero comenzó a tirar de la cuerda con suavidad y fuerza y, tras una resistencia inicial, el proyectil se soltó y comenzó a elevarse hasta quedar suspendido un par de palmos por encima de la cabeza del herido, balanceándose suavemente. Todos conteníamos el aliento y un artificiero corrió a sujetar el proyectil firmemente mientras otro cortaba la cuerda y arrojaba la bomba con fuerza por encima del parapeto preparado al efecto, produciéndose una gran explosión. Dos sanitarios trajeron inmediatamente la camilla para echar al herido, otros trajeron la mesa del instrumental. El anestesista sustituyó la mascarilla por el ombrédanne y, en menos de un minuto, estábamos operando a pleno sol sin mayores complicaciones que el nerviosismo natural. La herida afectaba la masa muscular de la región y estaban fracturadas la escápula y, por compresión, algunas costillas, sin que hubiera penetración en cavidad pleural. Hicimos la habitual intervención de Friedrich, dejamos un tubo de drenaje por contraabertura inferior, afrontamiento de planos, sutura de piel espaciada e inmovilización del hombro en una espica. El herido evolucionó favorablemente y fue evacuado sin novedad. COMENTARIOS FINALES Sin detallar nuestros lugares de emplazamiento, voy a describir las principales acciones militares en que intervinimos con nuestro hospital: Batalla de Brunete. Combates del frente de Aragón (Quinto, Fuentes de Ebro, Mediana, Belchite, Azaila, hasta 19 kilómetros de Zaragoza). Combates y conquista de Teruel (Cuevas Labradas, Alfambra, Aliaga), de donde pasamos a Madrid. Segundas operaciones sobre Teruel (Cañete, Libros, Balaguer, etcétera). Retirada hacia la costa (Gandesa, Mora de Ebro, Pinell, Tortosa, San Carlos de la Rápita, Cambrills). Batalla del Ebro. Batalla de Cataluña (Bellpuig, Borjas Blancas, Poblet, Montblanch, La Garriga, Arbucias...). Retirada escalonada de los equipos quirúrgicos hasta pasar a Francia por la proximidad de Port-Bou y La Cervére, atravesando el Pirineo campo a través con la única compañía del transfusor (Méndez) y el instrumentista (Barranco) de mi equipo, ambos estudiantes de Medicina de Madrid. Me hubiera gustado terminar esta farragosa y modesta exposición con una relación pormenorizada y estadística de nuestra labor y nuestros resultados, pero todos los papeles sobre ello, que llevaba en un macuto de costado (y que abultaban y pesaban bastante) se perdieron entre los riscos del Pirineo durante nuestro azaroso paso a Francia, en momentos en que tenía indudablemente más valor la supervivencia que la estadística. En cuanto a la calificación sincera que me merece la labor -que contra viento y marea desarrollamos entre todos en aquel hospital quirúrgico de primera línea-, no puedo menos que calificarla de positiva y eficiente, sobre todo teniendo en cuenta (desde la perspectiva actual) la pobreza y precariedad de nuestros medios y dotaciones, el material con que contábamos y lo forzosamente improvisado de nuestras instalaciones, así como la tremenda tensión ambiental de todo orden a la que constantemente estábamos sometidos. EPILOGO HUMORÍSTICO Después de tanta calamidad y tanta desgracia, quisiera terminar esta deshilvanada narración con una anécdota que deje un sabor regocijante al que haya tenido el valor de llegar hasta aquí. Era, creo recordar, el ultimo día que rodábamos con nuestra caravana hospitalaria por carreteras de segundo y tercer orden, pues las principales estaban abarrotadas de tropas, de masas de sufridos refugiados que huían con sus carros, sus niños, sus ancianos y animales, material militar pesado, blindados, etcétera, con los principales puentes hundidos o averiados por la aviación, que ocasionaba interminables atascos de kilómetros que nos impedían llegar antes del anochecer a nuestro incierto destino, que era el paso de la frontera. Las escasas señalizaciones estaban destruidas a propósito o cambiadas para dificultar los posibles movimientos envolventes de fuerzas contrarias infiltradas. Realmente, íbamos un tanto a la deriva, casi perdidos, al azar, entre ingentes montañas, casas y masías en ruinas y pobres pueblos abandonados, con los nombres arrancados. De repente, en la confluencia de nuestro camino con una carretera mejor, vemos un largo cartel de tela, atado allá en lo alto, de árbol a árbol, en el que, con enormes letras rojas y negras, se decía: «¡Soldados de la República, el camino de la frontera es el camino del deshonor!» Al leer aquello, todos, todos, exclamamos con júbilo: «¡No nos hemos perdido... Vamos por buen camino!» |