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La Sanidad del Ejército republicano del Centro

Dr. José Estelles Salarich

Antiguo secretario general de la Subsecretaría de Sanidad 
Antiguo secretario general del Instituto Nacional de Sanidad 
Antiguo inspector general de Sanidad Nacional 
Antiguo jefe de Sanidad del Ejército del Centro 
Por R. D., Gran Cruz de la Orden Civil de Sanidad

PRELIMINAR

Este trabajo es realmente una repetición de otros dos, de distinta índole y de diferente extensión y profundidad, acerca del mismo tema. La primera vez que lo traté fue en una conferencia celebrada en la «Alianza de Intelectuales Antifascistas», con más o menos la extensión que ahora vamos a darle, y usando palabras probablemente semejantes. Aquella conferencia, por su contenido, que no por mis méritos, alcanzó tal éxito que, según creo recordar, se ocupó muy elogiosamente de ella Abaitúa en el diario republicano «Política», y la Consejería de Propaganda editó, en hoja aparte, el artículo del citado periodista y repartió profusamente tal impreso. Desde entonces han transcurrido muchos años. En aquella época contaba yo cuarenta y uno-cuarenta y dos años y ahora he cumplido ya hace diez meses los ochenta y nueve (1). Perdónenme esta pizca de vanidad tardía. El segundo trabajo, semejante a éste, pero considerablemente más interesante, más denso y amplio, fue una memoria que encargué a todos mis colaboradores en la Jefatura de Sanidad del Ejército del Centro, recogiendo la labor de cada uno de ellos en lo que hubiera constituido una magnífica publicación. Por cierto, esta memoria tardaba en terminarse semanas y meses, hasta que un día, muy próximo el final de la guerra, al indicar a uno de aquellos, quien no había terminado todavía su trabajo de compilación, la perentoria necesidad de que le diese fin, me preguntó: -¿Tú crees que vale la pena terminarlo? Si lo que finaliza dentro de unos días es la guerra, ¿de qué va a servir nuestro trabajo? Mi respuesta fue poco más o menos como sigue: -Acaba la parte que te corresponde y el libro completo quedará sobre esta mesa de mapas y planos, porque lo que contamos en él es el relato de nuestra obra, es nuestra total justificación y posiblemente hasta un poco nuestra relativa, pequeña y humilde gloria. El presente trabajo es inevitablemente menos preciso y documentado que el primero y el segundo, sus semejantes de antaño. Lo es porque ahora dicto, y lo hago así porque mis años y achaques me impiden escribir sin gafas, y he de hacerlo añadiendo a ellas el auxilio de una lupa supletoria. Lo es también porque lo que cuente lo hago fiado únicamente en mi memoria: sin archivo, sin notas, sin datos y hasta sin personas que me recuerden la verdad o me corrijan el error de alguna de mis afirmaciones. De todos modos, procuraré, intercalando alguna nota pintoresca o algún suceso que recuerde bien y sea muy singular, hacer llegar a los lectores todo el interés que merece la que en cierto modo fue una proeza de diseño, de realización, y que ahora es un goce para el recuerdo, a pesar de las amarguras y sinsabores que sufrimos. Decía un personaje, en una comedia de Oscar Wilde, que experiencia es el nombre que damos a nuestros errores, es decir, en cierto modo, el recuerdo de los mismos. Tomando esta afirmación como premisa podríamos llegar a la conclusión de que historia sería el relato de tales errores. Nos parece excesivamente restrictiva esta «definición». Historia es el recuerdo relatado de nuestros errores y de nuestros aciertos, de nuestros fracasos y nuestros triunfos, de nuestros logros y nuestras frustraciones, de nuestras dudas, vacilaciones y, sobre todo, de nuestros tanteos frente a la evolución progresiva o regresiva de un proceso vital continuo; de nuestras reacciones fatales o deliberadas frente a unas circunstancias inevitablemente en virtud de los dos tremendos factores señalados por Demócrito en sus escritos y recogidos por Monod: «el azar y la necesidad». No será ocioso que el trabajo se caracterice por cierta discontinuidad y por la relativa riqueza en anécdotas. Eugenio D'Ors decía: «Vale más la caza que la liebre», y es posible que sean más agradables los accidentes y peripecias del camino que la propia meta de llegada. Así pues, no huiremos de algunos detalles anecdóticos, aparentemente frívolos, algunos de índole científica y otros puramente pintorescos, que contribuirán a quitar aridez al relato y hacer más llevadera su lectura a todos aquellos a cuyas manos llegue. 

EN EL PRINCIPIO ERA EL CAOS

 La guerra civil, para mí y para la Sanidad, comenzó desde luego en la mañana siguiente a una noche cuyos caracteres han sido magníficamente relatados en los primeros capítulos de un libro de Camilo J. Cela: Horas continuadas de rebelión, de conflictos y de tremendo desorden; un verdadero caos ruidoso, cuya tónica la daban los estampidos de un abundante paqueo. Desde la terraza del ático que yo habitaba se oía y se veía la explosión de proyectiles pesados y la humareda de los mismos, e incluso pudo observarse el impacto sobre el globo sonda en el aeródromo próximo a Cuatro Vientos, así como su incendio y caída. En el transcurso de aquella mañana el único funcionario que llegó a la Dirección General de Sanidad en la Plaza de España fui yo, secretario general de la misma entonces. Durante aquel día no hubo casi Sanidad, ni apenas vida ciudadana, ni otra cosa que tiros, patrullas inquietas y un constante tiroteo entre las citadas patrullas, en continuo movimiento por las calles, con frecuentes incursiones en las casas, y los emboscados en edificios particulares, oficiales y hasta en algunos de carácter religioso. En el traslado desde mi domicilio, en la calle Bravo Murillo, hasta la Plaza de España, tuve que tumbarme, como otros muy escasos pasajeros, en el suelo del tranvía al pasar éste frente a uno de los edificios últimamente citados, desde el cual se lanzaba abundantísimo paqueo. El regreso a mi hogar fue todavía más difícil y peligroso, y prodigiosamente pude salvarme, gracias a un miembro de la FETE, de la real y temible amenaza de unos supuestos milicianos en cuyo poder estaba y que casi seguramente eran fascistas camuflados, quienes no atendían en modo alguno a mi calidad de dirigente de la UGT (en sus organizaciones sanitarias, como es natural) y sin que me sirviera de nada ante ellos mi documentación en regla. En aquella mañana se destrozaba toda la organización del Estado y comenzaba una de las nuevas que luego hemos tenido que vivir. El edificio de la Dirección General estaba ese día prácticamente vacío. Tan sólo a media mañana nos trajeron un gran número de muchachos prisioneros del Cuartel de la Montaña, y nos los dejaron provisionalmente alojados en una de las escaleras del edificio, sin que pudiéramos hacer en su favor otra cosa que procurarles agua para calmar su sed. El día transcurrió sin otras novedades que llamadas telefónicas de altas autoridades pidiendo datos o instrucciones que, necesariamente, hubo que aplazar hasta el siguiente. Ese día, sin que cesara totalmente el desorden y el barullo, comenzaba en realidad una nueva etapa muy interesante. IMPROVISACION Apenas comenzada la contienda hubo que crear o reorganizar servicios de toda índole y uno de los que mayor actividad absorbió fue, indudablemente,' la Sanidad. La militar, bajo el mando entonces del doctor Gallardo, funcionaba penosa y aceleradamente, seleccionando y aprovechando o rechazando esfuerzos que no siempre eran útiles. Yo actué primeramente desde mi cargo de Sanidad Civil. En Sanidad Militar no hacía otra cosa que formar parte de una junta coordinadora de hospitales militares que funcionaba en la Inspección General de Sanidad Militar, y ser miembro de otra junta coordinadora de hospitales civiles de que la era secretario y que se reunía en la Dirección General de Sanidad. Porque en aquellas horas todavía algo caóticas comenzaron a actuar los milicianos, y así como organismos muy diferentes creaban unidades de combate, posteriormente más o menos eficaces y duraderas, paralelamente empezó a fructificar exuberantemente la llamada «Organización Hospitalaria». Fundaban hospitales los partidos políticos, las sindicales y todas las organizaciones en las que había alguien con fantasía, generosidad y alguna mayor o menor preparación. De estas instituciones, unas llegaron a funcionar bien, otras no eran más que el pretexto para que personas generosas y bien intencionadas, pero deficientemente orientadas, se entretuvieran dedicando inocentemente sus esfuerzos a los auxilios de guerra. Al cabo de unos días había muchos hospitales, algunos antiguos más o menos reorganizados y otros nuevos: Demasiados hospitales. Estas instituciones fueron excesivas en Madrid, y más adelante hubo que suprimir muchas por innecesarias en una zona de frentes relativamente pronto estabilizados. Los sindicatos y los partidos fundaban organizaciones combatientes que enviaban a los distintos frentes y, para engrosar el cupo, hacían llegar a ellas voluntarios llamados constantemente desde la radio, sin más armas en ocasiones que las que, ya en las posiciones, heredaban de un compañero caído en su proximidad. Algunas de aquellas organizaciones se convirtieron más tarde en magníficas unidades, pero entonces no eran otra cosa que generosas agrupaciones espontáneas en las que se derrochaba un ejemplar valor. Igual que en las unidades combatientes ocurría en cuanto se refiere a la organización sanitaria, sobre todo a la militar. Cada columna que se organizaba, que subsistía y llegaba a ser un batallón, un regimiento o una gran unidad, creaba paralelamente su servicio sanitario, al frente del cual se improvisaba un sanitario militar que en ocasiones dio lugar al desarrollo de futuras magníficas personalidades. Los hospitales se nutrieron primordialmente de personal, en ocasiones muy distinguido, y aun ilustre, de nuestra Medicina, pero los mandos sanitarios de las unidades combatientes estuvieron fundamentalmente a cargo de los que denominaríamos médicos milicianos, o sea, de profesionales voluntarios ideológicamente formados, profesionalmente preparados, pero improvisados en las nuevas tareas que asumían. El aporte de personal y de material para hospitales y para unidades combatientes era más fácil en una ciudad como Madrid, tan rica ordinariamente en instituciones sanitarias de todo tipo. En aquellos momentos se vivían dos fenómenos, aparentemente dispares y únicamente conjuntados por la magnitud del acontecimiento que comenzaba. Por un lado, de nuestra zona había marchado una gran cantidad de personas ilustres, muy ilustres. Algunas disciplinas habían llegado a no tener quien las cultivase y quien practicase los habituales trabajos que las justificaban. Por otro, hubo escuelas médicas que casi desaparecieron totalmente, porque el entusiasmo de sus componentes les hizo abandonar sus tareas de investigación y marchar a los frentes como médicos de las unidades que se improvisaban. Dos escuelas de investigadores, las que heredaron directamente la escuela de Ramón y Caja], me refiero a la de Tello y a la de Del Río Hortega, casi desaparecieron, pues la mayor parte de su personal joven marchó voluntaria y generosamente a servir en las unidades combatientes. De los que habían marchado y que luego han dado lugar a esta palabra, tan popular hoy, de exiliados, hubo algunos cuya marcha estaba tal vez justificada y otros que podían sentirse exculpados al tratar de cambiar de zona y marchar junto a sus afines o intentar lograrlo. Algunos, por último, marcharon sin justificación moral de ninguna clase, por oportunismo, y esperando la futura ocasión de adscribirse al bando de los vencedores. El caso es, como dije, que marcharon muchos y llegó a ocurrir como si al cantarse una ópera, digamos «La Bohéme», llega el momento de comenzar la función y se llama al tenor para que cante el aria y el tenor ha marchado; el director pide entonces que le suban el tono para que la cante la contralto, o que lo bajen para que la cante el barítono; una y otro han marchado también; entonces, en vista de que como ellos se han ausentado todas las partes principales, es decir, todo el concertante, y no queda quien cante el aria del tenor, el director no halla otro remedio que decir al coro: «¡Adelante el coro, a cantar el aria!». Pues bien, aquí hubo de ser el pueblo quien en muchas ocasiones y en muchos lugares tuvo que cantar el aria del tenor. Esto no es nuevo, pues hace ya muchos años Menéndez Pidal decía que en España habíamos carecido siempre de selectas minorías dirigentes y que aquí todo lo habían realizado el héroe o el pueblo; no fue distinto durante los años que duró esta guerra, por desgracia no total y unánimemente cicatrizada. En medicina, y sobre todo en cirugía, la protagonista de las especialidades entonces, no sucedió por fortuna lo mismo en Madrid. Lo que para esta ciudad era una desgracia -ser frente de guerra- para la Sanidad constituía una circunstancia muy venturosa: aquí permanecía personal y quedaba material para garantizar la Sanidad, no de un cuerpo de ejército ni de un ejército, sino de varios, y por esto en Madrid, desde primera hora, no faltó, y aun sobró, asistencia. Yo mismo, encasillado en la Sanidad civil (Sanidad Nacional) tuve ocasión de hacer Sanidad de guerra desde muy pronto: M. Marquet, propietario del Hotel Ritz, quizá ante el temor de que este establecimiento fuese incautado como lo había sido el Palace, envió a un alemán que se llamaba Kurt, representante suyo en Madrid, a la Dirección General a que nos ofreciese tal local. El director general me mandó a organizar en tal hotel lo que pudiese, y yo me llevé al doctor Catalina y a Mercedes Milá conmigo y unas horas después funcionaba un hospital más. Nuestro hospital tomó solamente un piso del hotel y no tenía un gran quirófano, sino una sala de curas. Más que heridos de guerra atendíamos a mucha gente que sufría accidentes en los múltiples coches en que marchaban o volvían de los frentes, o que, huyendo del avance franquista, en toda clase de vehículos o andando incluso, llegaban en un triste desfile desde distintos lugares, tan lejanos a veces como Andalucía. Además, el Hospital del Ritz cumplía otra misión: Dar el alta, luego de tratarlos bien y dejarlos en magnífico estado físico, a una porción de heridos o enfermos procedentes, sobre todo, del Hospital General o del Clínico. En tales circunstancias me los enviaban en grandes grupos, que devolvía yo a los frentes respectivos cuando sus condiciones físicas lo hacían posible. Lo anteriormente relatado nos lleva a la conclusión de que en la Sanidad en Madrid y provincias centrales hay varios períodos muy claramente destacados: El primero, de confusión, indecisiones, dudas, agitación e improvisación fundamental, ya ha sido descrito en parte. Examinemos los siguientes períodos.

ORGANIZACION

Sucedían las cosas de tal manera y con un tipo de ritmo que tuvimos una reunión de la Junta Nacional de Lucha Antituberculosa y uno de los asistentes, director entonces del Sanatorio de Pedrosa, en Santander, no pudo ya regresar a esta ciudad y quedó en nuestra zona, donde acabó dirigiendo la Sanidad de la Armada. Yo seguí de director del Hospital del Hotel Ritz y desempeñando además las dos secretarías antes citadas, hasta que llegó a Madrid la Columna Durruti. La Dirección General había marchado ya a Valencia, poco después de que lo hicieran el Gobierno y los más altos organismos oficiales. Yo me había negado a dejar Madrid porque creía que no tenía derecho a hacerlo sin el previo permiso de cada enfermo, de cada médico o de cada sindicato en la organización de la que también era dirigente: Federación de Sindicatos Médicos de España (UGT). Pues bien, pude librarme de uno de estos componentes de mi actividad cuando al llegar la columna citada la ministra de Sanidad, Federica Montseny, me pidió un hospital para la Columna Durruti. Le respondí que no necesitaba crear uno nuevo ni que le buscase establecimiento, porque la Dirección General ya tenía el que yo regentaba, que pasaríamos a la Sanidad de dicha Columna. Con eso quedé ya libre de una de mis misiones. La Unión General nos obligó a marchar, con lo que quedé también libre de otros deberes y pude ir a Valencia a reunirme con los míos, no por mucho tiempo, porque, aunque me había prometido no meterme nunca más en el fondo de saco de Madrid, de tan difícil salida, cuando al doctor Planelles le encargaron la máxima dirección de la Sanidad pública civil fueron tantos los que me reclamaron para sucederle en Madrid, por encima de todos, el doctor Julio Bejarano, entonces inspector general de Sanidad Militar, que no tuve otro remedio que venir a dirigir la Sanidad del Ejército del Centro, tarea que realicé en adelante con disciplina, con rigor, con amor y que recordaré siempre como la más honrosa de las desempeñadas durante mi prolongada vida profesional. Durante la época transcurrida desde el comienzo de la guerra hasta la marcha del Gobierno a Valencia, cada una de las sanidades funcionaba, mejor o peor, bajo el mando y con las directrices que marcaban sus dirigentes habituales. La Sanidad Nacional no nos daba realmente mucho trabajo, y la Sanidad Militar iba esbozándola, primero desde el 5.0 Regimiento, el doctor Planelles, quien a partir de la marcha del Gobierno y de la constitución de la Junta de Defensa, presidida por el general Miaja, pudo organizar una Sanidad militar de tipo inicialmente revolucionario, pero con una formidable potencialidad creadora y la aparición de muchas cosas nuevas o improvisadas que podían haber tenido consecuencias benéficas muy duraderas si se hubiera podido continuarlas. Tanta importancia como la citada gran unidad de orientación comunista tuvieron para la organización de la nueva Sanidad Militar unidades como la Columna o Brigada «de Acero» -fundamentalmente ugetista y socialista- y la ya mencionada sanidad de la Columna Durruti, que pronto se relacionó con la que por su cuenta iban organizando los afiliados madrileños a la CNT. Todas estas estructuras dieron lugar, tiempo después, entre otras realizaciones, a la magnífica sanidad de la 14 División (creo), primero, y del 4.0 Cuerpo de Ejército más tarde: el que guarneció los frentes de Guadalajara, en los que desde la victoria sobre los italianos no se perdió ninguna localidad y hasta se ganaron algunas en operaciones ulteriores. Sería imperdonable no ocuparse de la tremenda importancia que para el Ejército republicano y para la Sanidad del mismo tuvo el aprovechamiento, ampliación y mejora del Cuerpo de Carabineros y, sobre todo, de su Sanidad. La 5.1 y 6.a Brigadas de Carabineros fueron unidades tan ejemplares para el resto del ejército como lo habían sido aquellas nacidas al impulso generoso de partidos y sindicales populares. No en balde el doctor Bejarano, quien, ayudado por Torreblanco, Fraile, Fanjul, Segovia, Encinas, Gómez Pallete, etcétera, había organizado la magnífica Sanidad de Carabineros, fue posteriormente nombrado inspector general de Sanidad Militar y llevó a toda esta organización el rigor, la exactitud y el acierto que habían destacado en su labor anterior. De todos modos, más adelante tal vez insistamos en alguno de estos puntos, haciendo hincapié en la doble influencia que ejercen sobre organizaciones como la de Sanidad Militar, durante la guerra civil y en nuestra zona, los dos factores que contribuyeron a sus espléndidas realizaciones: Uno está constituido por el impulso popular y lleva a la obra de guerra toda 44 la originalidad, el ímpetu y la gracia de las creaciones espontáneas; el otro, por la influencia de los mandos bajo los que fue necesario institucionalizar, reglamentar y disciplinar todas las creaciones anteriores para que dieran fruto y funcionasen, como lograron hacerlo, automáticamente y con éxito asegurado.

EJEMPLOS

Durante mi ausencia de Madrid el doctor Planelles había hecho una Sanidad Militar que lo mismo funcionaba bien en los hospitales que fabricaba material, a veces muy fino. Producía asimismo material profiláctico, aparatos diagnósticos, etcétera. Planelles, al principio, llamó a su lado a los técnicos más distinguidos de Madrid. Parte de ellos le fallaron, unos por egoísmo y otros por temor. A pesar de todo, la tarea siguió adelante, y uno de los apartados más notables de la misma fue, por ejemplo, la fabricación de ambulancias. El Ejército del Centro tenía ambulancias preciosas, muchas regaladas por entidades, partidos o sindicales del extranjero, otras nacionales, ya existentes, blancas, con su Cruz Roja, que se hacían notar como ambulancias en todo momento y lugar. Pues bien, estas ambulancias no servían en nuestra guerra y alguna vez fueron tiroteadas. La ambulancia más útil para nosotros era pequeña, de pintura camuflante, y podía llegar hasta muy cerca de las líneas de combate. Las construíamos repescando, ahora diríamos reciclando, coches averiados, tan abundantes en las carreteras de aquellos momentos. Nuestro coche-grúa recogía aquellos vehículos averiados, y si el motor y el chasis estaba bien, se aserraba y alargaba éste último y se convertía el turismo en una ambulancia. Posteriormente ya ni alargábamos el fuselaje, lo que hacíamos era adelantar el interior por la derecha del conductor a su mismo nivel, y entonces dentro quedaba una parte, la correspondiente al conductor, más corta, en la que había un banco en el cual cabían dos o tres heridos leves sentados, y la parte contraria al conductor, alargada porque llegaba hasta el tablero de mandos, tenía una o dos camillas, según la potencia del motor que llevaba la ambulancia. Pero teníamos otras distintas a las corrientes nuestras: Las que nos enviaban desde fuera. Por ejemplo, nos remitió chasis y no ambulancias, porque preferíamos hacérnoslas según el modelo conveniente, Hemingway. Este gran escritor vivía en Madrid en el Hotel Florida de la Plaza del Callao, y las noches de bombardeo salía con su máquina a la Gran Vía, tomaba interesantísimas fotos que unía a películas tomadas en los frentes y las proyectaba luego en Estados Unidos, obteniendo el dinero con el que más tarde compraba material para la Sanidad del Ejército del Centro. Contábamos también con la ambulancia de la misión escocesa que dirigía Miss Jacobssen, muy útil para ambulancia, y simpatiquísima la abnegada directora del grupo escocés, y disponíamos también de las que poseía la Cruz Roja, siempre a nuestra disposición. Pero a estas ambulancias no les fiábamos más que el tránsito por la segunda línea; la primera la conservábamos exclusivamente para aquellos en quienes teníamos plena confianza política, que éramos nosotros mismos y la organización a nuestras órdenes. Por último, había otras enormes, hechas con el piso bajo de los «Leyland», antiguos autobuses de Madrid, que habían hecho la evacuación de la población civil de la capital de España volcándola sobre Levante y que, por si no habían trabajado bastante, suprimido el piso superior y convertidos en coches de una sola planta, aprovechábamos como ambulancias para los grandes traslados; por ejemplo, operaciones en Guadalajara, evacuación de los hospitales de esta zona y parte de Cuenca sobre los de Toledo y parte de los de Madrid, o combinaciones parecidas. Cuando nos interesaba aligerar de pacientes alguna zona, evacuábamos todos los que podíamos de la misma a otros sectores, porque la Zona Centro era tan grande y tan abundante en personal y material que no sólo lográbamos la total recuperación de nuestras bajas, sino que en alguna ocasión pudimos colaborar con otros ejércitos para contribuir a la recuperación de las suyas. Una de las industrias que colaboró con nosotros en algunas actividades fue la del caucho. Por iniciativa de un distinguido bacteriólogo, muy ingenioso, el doctor Fuente Hita, se procedió a la fabricación y generoso reparto de preservativos de caucho, y la industria que los producía trabajaba tan bien que en época muy posterior llegó a fabricar globos sonda -no muy grandes, naturalmente- para los aeródromos. Otra rama de nuestra industria de guerra, organizada y primero dirigida por el bacteriólogo que he citado, fue la producción, reparación y entretenimiento de lámparas de cuarzo, un departamento industrial encargado de todo material frigorífico y otro más delicadamente especializado en la reparación y entretenimiento de aparatos de rayos X. Hubo un momento, muy avanzada la guerra, en que era un problema la posibilidad de regenerar tubos para estos aparatos. Fueron ensayados muchos procedimientos. Uno de ellos, debido al doctor Miñana, fue el calentamiento de los tubos hasta el extremo que aumentaba su porosidad, lo que permitía realizar un rigurosísimo vacío que se conservaba con el enfriamiento y ulterior cierre de los poros. Logramos regenerar así algún tubo, y cuando, ya muy hacia el final de la guerra, pensamos recurrir al director, de nombre famoso porque era el de una marca de lámparas de radio, no hubo ocasión de aprovechar su gran destreza. El material quirúrgico nos lo producía una fábrica de objetos de imitación de plata. Los delegados obreros de la misma nos hacían un material perfecto y solamente fracasaron en un punto: No pudieron llegar a producir material quirúrgico de corte. Sucesivamente, si llega el caso, iremos enumerando otras industrias que florecían no sólo en nuestra zona, porque, por ejemplo, en un pueblecito de Valencia (Almácera) había una fábrica de lentes dirigida por dos ingenieros tan entusiastas que por la noche daban lecciones de óptica a los labriegos, de los que habían hecho técnicos en esta especialidad con el fin de que su trabajo fuera tanto más exacto, preciso y acabado cuanto mejor conociesen la motivación de determinados artificios y operaciones. En Almácera se fabricó toda clase de lentes, se hicieron excelentes prismáticos y se trabajaba con tal precisión que llegaron a confeccionar lentes para los periscopios de nuestros submarinos. Uno de estos ingenieros, don Cristóbal Garrigosa, no solamente construyó prismáticos y, como hemos dicho, lentes para submarinos, sino además visores para tanques y unos magníficos telémetros cuyo tipo inventó totalmente y que eran notablemente superiores a sus contemporáneos en uso.

CUIDADOS AL SOLDADO

 Nuestro miliciano era para nosotros algo muy diferente de lo que el soldado nacional pudiera ser para sus jefes. Nuestros soldados eran nuestros «camaradas», nuestros «compañeros», lo cual nos obligaba a un tipo de cuidados que llegaban en ocasiones a una solicitud tal vez excesiva y que bordeaba el mimo. Nuestros soldados huían de los grandes pesos, prescindían de la mochila; eran unos soldados de bolsa de costado y cepillo de dientes en el bolsillo sobre el pecho y a quienes llegaba la odontología a los mismos frentes. Tal vez porque los rectores de esta rama médica procedían del equipo olímpico de rugby, que había sido fuerza de choque durante las luchas de la FUE. Ahora, bajo la dirección del doctor Moraíta, llevaban el cuidado de las bocas a las primeras líneas, sin contar con otro precioso servicio que me prestaban y del que luego hablaré. La diferencia entre soldados de una y otra zona en cuanto al cariño y solicitud que pudieran merecer de sus mandos está gráficamente pintada en la siguiente anécdota: Dirigía yo entonces el Hospital del Hotel Ritz, adonde ya he dicho que me enviaban a aquellos enfermos o heridos que se juzgaba curados o casi curados para la mejor atención de su convalecencia. Durante las guerras, como en la vida ordinaria, es inevitable que en los centros de asistencia haya determinado número de «calandrias». Pues bien, éstos, que al regreso hacia los frentes se mezclaban con muchos indudablemente heroicos «camaradas» capaces de llegar a los mayores sacrificios, me hicieron un día un plante a la hora de comer porque la minuta había consistido en lo siguiente: macarrones a la italiana, bacalao a la vizcaína, postre de cocina, vino, café y tabaco. Aquella gente creía que el no haber tenido carne en esa comida era vejatorio para unos hombres que habían dejado su sangre en defensa del régimen. Por primera vez me acobardé y acongojé, y llamé a mi lado al doctor Rafael Fraile, compañero de sindicato, y entre los dos metimos en cintura a una gente que no eran precisamente los que acostumbrábamos a ver en frentes tan cercanos a Madrid como la Puerta de Toledo, el Paseo de las Delicias o los frentes de la sierra, en los que había muchos sindicatos a los que su organización había llamado por radio y enviado al frente. Compárese el grado de mimo y malcrianza que lo anteriormente relatado supone con el estado en que el doctor D'Harcourl halló a muchos oficiales heridos cuando nuestras tropas tomaron Belchite. Antes he dicho que nuestros soldados formaban unas tropas con mínima impedimenta, bolsa de costado y cepillo de dientes. En realidad, había algunas excepciones, porque existían unidades, constituidas por gente habituada a una vida más regalada, que preferían viajar con sus maletas. Esto sucedía sobre todo en unidades catalanas. Pero hubo algo más pintoresco: Fue el caso de una unidad cuyo Estado Mayor poseía un piano, que trasladaban a cada nueva situación conforme era destinada la unidad a un punto u otro de los frentes.

HOSPITALES

Nuestra red de hospitales era más que suficiente, y creo que lo he dicho ya anteriormente, para el Ejército del Centro y aún sobró en ocasiones espacio y personal para ayudar a otros ejércitos. Contábamos con, aproximadamente, 16.000 camas dependientes del sector Ejército, a las que se unían muchas de pequeños hospitalillos que creaban los jefes de unidades menores que, de esta manera, podían sentirse más íntima y familiarmente asistidos. 47 Contábamos con hospitales, como uno en la Carretera de Colmenar instalado en el Colegio de San Fernando, donde cabían cerca de 3.000 camas y entre cuyas instalaciones había piscinas y otros elementos suficientes para poder realizar una gran asistencia y una rehabilitación perfecta de cuantos hospitalizásemos allí. Había otros hospitales, por ejemplo el número 20 de la Cuesta del Zarzal, que poseía un grupo electrógeno que en caso de necesidad hubiera podido dar fuerza a tal centro, al Hospital de Chamartín y a algún otro de las cercanías. La verdad es que nunca tuvimos que ponerlo en marcha. Grupos electrógenos teníamos a granel, y los fabricábamos a base de motores de aquellos automóviles y camiones, recogidos en las carreteras como ya he relatado, cuyo estado era tan deplorable que ya no podía aprovecharse de ellos otra cosa que el motor. Teníamos un hospital, el del Colegio de San Rafael, donde instalé cinco hospitales de los antiguamente fundados por la CNT, que funcionó perfectamente, permitiéndome suprimir aquellos hospitalillos de primera hora de cuya proliferación ya nos hemos ocupado. En algunos hospitales teníamos instalaciones magníficas de otro tipo. Por ejemplo, en el de Adoratrices (Guadalajara) teníamos una estación de desinsectación fija en la que podíamos despiojar en menos de dos horas a un batallón entero. Constaba realmente de una sala de recepción, un departamento de rapado, enjabonamiento y duchas, y mientras los soldados desinsectados seguían toda una línea, por otra paralela, naturalmente separada por tabique y cristaleras, pasaban los vestidos, que eran cianhidrizados, encontrándose personas y vestidos al final de ambas líneas, donde se entregaban ropas desinsectadas a aquellos individuos desparasitados que, esperándolas, habían permanecido más o menos tiempo vestidos con pijamas limpios que les habíamos facilitado al entrar. Los hospitales nacían, morían, se deshacían o cambiaban de estilo según las circunstancias. Por ejemplo, la psiquiatría, no sólo militar sino civil, se realizó durante mucho tiempo en el Hospital núm. 4 (General). Pues bien, cuando la Brigada Lincoln dejó sus locales y espacios de huerta y jardines exteriores por aquello de la «no intervención», pude trasladar los servicios de psiquiatría del Hospital General a Saelices. La asistencia psiquiátrica, antes de que funcionase en el Hospital número 4, tenía lugar, como muchos recordarán, en establecimientos situados en Leganés, Ciempozuelos y otros puntos de la periferia de Madrid. El doctor Zoraya, médico de laboratorio, creo que de Ciempozuelos, de cuando en cuando venía a pedirme un salvoconducto que le autorizase a trasladarse a la localidad mencionada. Cada vez que sucedía esto yo le despedía creyendo no volver a verlo, pero al cabo de unas semanas reaparecía, repetíamos salvoconducto y despedida y así durante bastante tiempo, porque lo que pudiéramos llamar «zona psiquiátrica de Madrid», en parte evacuada por sus responsables, seguía albergando a un gran número de enfermos mentales fuera de nuestras líneas y de las délos nacionales. Aquello era realmente tierra de nadie, que ni unos hacían gran cosa por conservar ni otros por adquirir: Era realmente una ciudad pirandelliana de locos «en busca de conquistador». He dicho que nos sobraban hospitales y que, pensábamos en otras unidades y otros frentes cuando planeábamos alguno nuevo. Por ejemplo: Llevábamos mucho tiempo organizando un gran hospital en la Normal de Cuenca, tanto tiempo que casi lo teníamos olvidado. Cuando se iniciaron las operaciones de Teruel, y aunque todo lo relacionado con ellas era ajeno a nuestro deber y funciones ordinarias, pensamos que podía ser útil en un momento dado al Ejército de Maniobras contar con la evacuación a hospitales de nuestra zona y la rehabilitación de las bajas en la misma. Entonces, con prisa, nos dedicamos a habilitar rapidísimamente el hospital de Cuenca mencionado. Para ello contamos con uno de aquellos ciudadanos entusiastas, fantásticos y un poco extraños, que se presentaban un día pidiéndote trabajo y que a tu pregunta de «¿Qué trabajo y para qué sirves?», te contestaban: «Yo, organización». Cuando insistíamos en qué organización, cómo y cuándo, su respuesta era: «Organizar». A uno de aquéllos -me parece recordar que se llamaba Iglesias y que procedía de la Gastronómica de la CNT- le encargamos que fuese a Cuenca y rápidamente nos terminase aquel hospital, cuya puesta en marcha duraba en exceso. Al cabo de no demasiados días volvió Iglesias y nos invitó a visitar la institución. Acudimos, y era no ya perfecta como hospital, sino hasta coquetona en su presentación, pues, por ejemplo, la Sala Rosa tenía de tal color el techo, las paredes y las cubiertas de las camas, y así sucedía con la Azul, la Verde, la Blanca, etcétera. Este voluntario lo era tanto y tan entusiasta que luego de felicitarle por la puesta en marcha del hospital, me ofreció una mina de carbón por si me hacía falta para algo, oferta que, naturalmente, rechacé porque, de momento, no necesitaba hacer uso de ella. No sólo los grandes hospitales realizaban magníficamente su indispensable función. En otros pequeños se hicieron experiencias muy curiosas y que revelaban hasta qué punto contábamos con personal finamente especializado. Por ejemplo, un día me llamaron desde el hospitalillo de Loeches para contarme que habían ingresado varios soldados afectos de una aparatosa intoxicación. Estos soldados, como mucha de nuestra gente, habían cogido unos matojos de hierbas frescas, para ellos inofensivas, y habían ingerido sus hojas o quizá posiblemente sus raíces. El director del hospitalillo me dio todos los detalles que poseía y me prometió ampliármelos al cabo de unas horas, período de tiempo que no transcurrió, pues en cuestión de minutos me llamó nuevamente: «A tus órdenes, jefe, los intoxicados de que te hablé hace un rato lo eran por haber ingerido Ecbalium elaterium (Cohombrillo)». Poco tiempo después, esta vez en el primer cuerpo de ejército (la sierra), se dio otro caso semejante. En éste la planta responsable era el «Perejil de perro», una umbelífera cuyo nombre técnico es la Aethusa cynapium, llamada comúnmente «Cicuta menor». Además de los hospitales mencionados, vale la pena citar otros varios. Uno de ellos fue el Hospital del Rey. El doctor Torres Gost, en alguna de sus publicaciones, con todo el cariño que me profesaba, ha dedicado párrafos muy halagüeños y cariñosos a «la protección que el doctor Estellés concedió al Hospital del Rey». Realmente yo en el aspecto afectivo no había dejado de pertenecer a ese hospital, de cuyo laboratorio formé parte. Pero mis esfuerzos porque el hospital siguiese una vida floreciente y su personal pudiese trabajar con eficacia eran entonces, en parte, cuestión de egoísmo: ¿Para qué había de crearse un hospital de infecciosos militar? Era preferible, más económico y mucho más eficaz contar con los servicios del Hospital del Rey, servicios que se prestaron siempre, durante mi mando en el Ejército del Centro, con toda lealtad y con gran eficacia y que merecen el elogio para aquel personal que, entre otras cosas, me diagnosticó uno de los pocos casos dudosos que padecimos de una fiebre confundible con el tifus exantemático y que se comprobó era un caso de fiebre mediterránea, con su «chancro de inoculación» y todas las características de tal enfermedad, producida con ocasión de haber permanecido una unidad estacionada en unos campos en los cuales habían pacido las ovejas de un rebaño, gran parte de ellas, como es natural, con las correspondientes garrapatas. Muy interesante es también el caso de los hospitales desmontables, de los que, en principio, poseíamos dos tomados a los italianos cuando los derrotamos en Guadalajara. Pues bien, por si tales hospitales no eran suficientes y por si no bastaba algún quirófano montado sobre el adecuado transporte, nosotros hicimos dos hospitales como los italianos con algunas diferencias: En lugar de reposar sobre tarimas, cuyo transporte era difícil por su volumen, sustituimos el piso por lona alquitranada, superpuesta a un terreno previamente alisado y relleno con fibra vegetal. Los italianos y los nuestros eran de doble pared, las interiores laterales caían verticalmente, pero las exteriores lo hacían siguiendo la pendiente de la parte de cubierta, lo que daba lugar a dos corredores de sección triangular laterales. Aprovechábamos estos corredores para dormitorio de personal, y un ensanchamiento anterior -del ancho de todo el hospital lo utilizábamos partiéndolo en tres partes: Pasillo de entrada, cuarto para el grupo electrógeno y los aparatos electrodiagnósticos y sala de curas. Estos hospitales nuestros se montaban o desmontaban en, aproximadamente, dos horas y no tuvimos que utilizarlos nunca, porque, como he dicho varias veces, Madrid, por desgracia para la ciudad, contaba con instalaciones más que suficientes para albergar a todos los heridos y enfermos que le pudieran llegar. La diferencia mayor entre nuestros hospitales y los italianos es que estos últimos estaban construidos con tubo de bicicleta, fuerte y ligero a la vez, y los nuestros con tuberías de las de los servicios de viviendas abandonadas. Para hacerlos yo pedía en el Estado Mayor permiso con el fin de obtener tuberías de la «zona batida» (poco más o menos la zona de Argüelles); entonces iba nuestra gente, lanzaba unas cuerdas a las cañerías, tiraba de ellas y obtenía todas las necesarias para hacer éstos y más hospitales que hubiéramos necesitado. En aquella época esto me hizo acuñar una frase que fue la siguiente: En vez del «sin prisa y sin pausa», tan caro a Ortega y Gasset, yo decía que nosotros necesitábamos trabajar «con prisa y con chatarra».

LUCHA CONTRA LAS AVITAMINOSIS

Del mismo modo que las antiguas columnas de milicianos habían dado lugar a unidades orgánicamente disciplinadas, en las que los reglamentos militares se cumplían con una perfección casi profesional en algunos casos, pues el entusiasmo ideológico había suplido a la habituación mecánica adquirida durante mucho tiempo, la Sanidad iba funcionando, mejor dicho, funcionaba ya, de modo casi automático. Los casos de intoxicación que hemos relatado precedentemente revelan con claridad este proceso. En parte se debía a que, cuidadosamente, mis colaboradores seleccionaban entre los soldados a una porción de buenos técnicos, en algunos casos profesores distinguidos, que nos prestaban muy destacados servicios especializados en los centros que iban constituyendo distintas entidades dentro del gran capítulo de la higiene y la medicina preventiva. Sería injusto no destacar el nombre del doctor San Miguel, autor y actor de 50 gran parte de la obra conseguida, de la cual citaremos algunos puntos; por ejemplo, el que se refiere a las avitaminosis y su prevención. Mientras en Madrid la gente estaba falta por deficiencia o por carencia de cierto número de vitaminas, lo cual motivaba penosos y tristes síndromes, en el Ejército del Centro no tuvimos más avitaminosis que algunas encías fungosas, alguna lengua en mapa y algún caso aislado de «Collar de Casal». ¿Cómo evitábamos las avitaminosis? En algún párrafo anterior he hablado de aquellos odontólogos procedentes de la FUE y del equipo olímpico de rugby que llegaban a primera línea en su trabajo de cuidar la dentadura de nuestros combatientes y mejorar o curar sus trastornos. Solían ser estos odontólogos los que poco después de comenzar el año venían a advertirme de que habían encontrado alguna boca con encías fungosas, etcétera, y empezaban a sospechar el peligro de posibles avitaminosis. Entonces, de acuerdo con mi jefe de Higiene, marchaba a ver al general Miaja, con quien despachaba diariamente; le exponía el caso y le pintaba lo más dramáticamente posible el peligro de una avitaminosis generalizada en el Ejército, semejante a aquella cuya iniciación era ya patente en la población civil de Madrid. Cuando le hablaba al general de avitaminosis solía, pintorescamente, contestar en broma: «;Ya está el doctor Estellés con uno de sus camelos!». Me preguntaba a continuación, y muy serio, los remedios para evitar los peligros denunciados y mi consejo era poco más o menos el que sigue:

1.° Autorizar a las unidades a proveerse «por sus propios medios».

2.º Autorizar al coronel Ardid a fabricar en «El Aguila» cerveza para sus unidades, contando con los medios que poseía.

3.° Pedir a las autoridades centrales aceite de hígado de bacalao.

Autorizadas las unidades a proveerse por sus medios, los jefes de Sanidad de las mismas aconsejaban a sus mandos el envío de camiones a Levante y al Sur, de donde volvían cargados de naranjas, tomates, pimientos, hortalizas y otros alimentos frescos con los que proveíamos a esas unidades de determinado número de vitaminas hidrosolubles. El coronel Ardid entonces, al parecer magnífico jefe de Ingenieros, fabricaba cerveza, que hacía muy feliz a sus unidades, y cuya levadura venía íntegramente a mí, que la repartía generosamente en las unidades para evitar otra serie de avitaminosis distintas a las de aquellos grupos que combatíamos con alimentación vegetal fresca. En cuanto a otras avitaminosis del grupo de las vitaminas liposolubles, las resolvíamos con aceite de hígado de bacalao que nos enviaba el Gobierno y que, naturalmente, no podíamos fabricar nosotros.

DESINSECTACION

Precedentemente hemos citado la desinsectación que se practicaba en instalaciones fijas. También había mecanismos de ducha que se instalaban junto a las avanzadas, más o menos entre las arboledas. Para hacer más perfecta esta operación profiláctica enviábamos de cuando en cuando a dichas avanzadas una gran furgoneta con un depósito de agua tras el asiento del conductor; éste podía accionarlo y hacerlo subir dando presión al líquido calentado por el motor del vehículo y que se repartía luego por un tinglado de tubos perforados a trechos, con alcachofa dispersante para cada ducha. Terminada la operación, todo esto se desarmaba, plegaba y volvía a guardar en la furgoneta. Esta, mientras duraban las duchas, estaba sirviendo de cámara de gases, desinsectándose en su interior las ropas de los soldados con ácido cianhídrico procedente del aparato generador adecuado. 

LUCHA ANTIPALUDICA

Al comenzar la guerra un distinguidísimo compañero, magnífico pediatra y tisiólogo, el doctor Gómez Pallete -quien murió dramáticamente en Francia tras el cansancio de un continuado peregrinar huyendo de la progresiva ocupación alemana-, inundó la zona de Titulcia para hacer más fácil la defensa del Jarama. Este admirable compañero, que luego fue un magnífico jefe sanitario, actuaba al comienzo en el Estado Mayor del coronel Sabio, quien mandaba una de las mejores unidades de carabineros en el punto citado. La inundación, el anofelismo consiguiente, y moros palúdicos entre los adversarios dieron lugar a un paludismo que comenzó por los frentes del Jarama, siguió por los de Madrid, subió por El Pardo y llegó por la sierra hasta más allá de Miraflores; sólo se libró del paludismo el 4.° Cuerpo de Ejército, el de Guadalajara, perfectamente disciplinado, militarizado y eficaz, al mando del cenetista Cipriano Mera. Yo me encontré durante mi primer año de actuación con 8 ó 9.000 palúdicos, que pasaron de los 11 ó 12.000 en el segundo año. Nunca hubo necesidad de sacar ninguna pequeña unidad del frente; mucho menos, como es natural, las grandes. Se evacuaba palúdicos, se les llevaba al hospital número 4, se les hacía una cura de blanqueo y se les devolvía nuevamente al frente, debidamente fichados, para que fueran tratados por las brigadas antipalúdicas, que los visitaban en la unidad, les hacían abrir la boca y les iban dando los quimioterápicos necesarios. Se llevaba con tal rigor esta lucha, que al mismo tiempo actuaba en la línea preventiva, que hacia el final de la guerra, siendo ya el coronel Casado jefe de este Ejército, su jefe de Estado Mayor, después de una visita a El Escorial, me llamó para decirme que era muy de celebrar el celo con que yo procuraba no restarle al frente hombres útiles, pero que le parecía un poco cruel tener en activo a aquellos hombres que padecían las terribles ictericias que se notaban en sus rostros. Pues bien, la tal ictericia era la pigmentación provocada por el «ATP» que generosamente se les administraba como preventivo.

RECUPERACION

En otro momento hablé de la diferencia entre nuestros soldados y los nacionales. Esta diferencia se extendía en realidad hasta gran parte de las personalidades dirigentes. Por ejemplo, no era lo mismo el médico titular, y menos aún si era médico militar profesional, que el médico civil, sobre todo si este último era joven y con la carrera recién terminada. En algunos casos me atrevo a suponer que nosotros -los nacionales quizá también- tuvimos a nuestras órdenes a muchachos que posiblemente no habían terminado su carrera todavía y que, sin embargo, hicieron un magnífico juego mientras desempeñaron su función. En los hospitales teníamos magníficas plantillas y médicos muy eminentes. Me acuerdo, por ejemplo, de que en una ocasión a Pérez Dueño, que dirigía el hospital número 19 para gangrenosos -que en realidad nunca tuvo- se le ocurrió que debiera hacerse en nuestra zona 52 un buen tratado de Sanidad Militar. Lo comenzamos, y terminó su trabajo sobre cirugía de cráneo el doctor Cardenal. Igualmente ocurrió con el referente a cirugía de abdomen, que redactó el doctor Olivares, y con el de cirugía de miembros y rehabilitación, que dio como resultado unos magníficos capítulos de Pérez Dueño, quien además era muy ingenioso para confeccionar férulas y otra serie de adminículos con los que sostener pequeñas fracturas y coadyuvar a su curación o a su rehabilitación. El trabajo total no se terminó, pero de haber finalizado hubiera corrido la misma suerte que la memoria sobre todos nuestros trabajos, que quedó sobre la mesa de mapas y de planos el día de nuestra rendición. Se trabajaba tan bien en nuestros hospitales que, ya lo he dicho, no hubo para el hospital de gangrenosos, salvo casos de cirugía general, otros que alguna pequeña gangrena por torniquete defectuosamente colocado o excesivamente prieto. El único caso de gangrena bacteriana típica que tuvimos fue el siguiente: Un día visitaba el local del «Socorro Rojo», en la calle de Abascal, un diputado francés. Cayó sobre dicho centro un obús y produjo al parlamentario extranjero un tremendo traumatismo, me parece recordar que en una nalga. El eminente y fino cirujano que lo asistía -y aquí sí que no daré el nombre- aplicó las técnicas entonces muy en boga, basadas en el «horror a la malvada sonda acanalada», huida de toda exploración que pudiera ser mínimamente traumatizante, «toilette» superficial de la herida y, una vez aseada, sutura. Al cabo de unos días aquel personaje visitante padecía una gangrena típica y espectacular. Entonces, de acuerdo con mi jefe de operaciones, doctor Recatero, enviamos para que asistiera a dicho herido al doctor Manuel Tamames y con él al magnífico bacteriólogo Heliodoro del Castillo. El primero realizó un desbridaje generoso, limpió completamente todos los trayectos y dejó la herida, con todas sus anfractuosidades, limpia y prácticamente aséptica, mientras el doctor Castillo aplicaba abundantes cantidades de suero antigangrenoso polivalente y tomaba muestras para diagnosticar cuál de las especies de Clostridium era la causante de la complicación. Cuando lo diagnosticó, y creo recordar que era el Oedematiens, siguió aplicando generosamente suero, esta vez ya absolutamente específico, de acuerdo con unos resultados que habían dado el germen citado en cultivo casi puro. Total, al cabo de unos días pudimos devolver a Francia al parlamentario totalmente curado y con sólo la piel en alguna zona todavía tierna. Por Madrid no se veían lesionados o convalecientes con los aeroplanos adecuados a lesiones de miembro superior, o con muletas, vendajes, etcétera. Nosotros, cuando en un hospital se daba el alta a un militar, no le concedíamos nunca el permiso que nos solicitaba el interesado. Mientras, muy al comienzo, dirigí el Hospital del Hotel Ritz, era allí donde les dábamos las atenciones de convalecencia, militarizada y organizada totalmente nuestra Sanidad, teníamos un centro de recuperación al que en las grandes ambulancias «Leyland», ya citadas anteriormente, llevábamos a los heridos y en donde se les prestaba una solícita y cariñosa asistencia como convalecientes; se les procuraba lecturas y algunos espectáculos, cierta comunidad con sus familias y, en fin, todo cuanto pudiera serles agradable y hacerles menos ingrata la vida dura de la guerra. Cuando se reunía número suficiente de recuperados, en las citadas ambulancias los devolvíamos a sus unidades de origen, que eran las que podían darles o negarles el permiso si lo solicitaban. En Madrid llegamos a lograr una recuperación que parece imposible, ridícula o jactanciosa, del 86,5 por 100 de las bajas, cifras superiores a las mejores de la Sanidad alemana o japonesa. He de añadir que no todo era debido a nuestra labor y que cifras así solamente podían alcanzarse en frentes tan estabilizados como los del Centro.

LOS GRANDES MITOS

Hemos insistido en varias ocasiones en que la desgracia que sufría Madrid siendo frente la compensaba la Sanidad Militar en parte con la ventaja de contar con grandes instalaciones con mucho matérial y con un espléndido personal. En Madrid, durante un largo período de la guerra tuvimos trabajando a personalidades como los ya citados doctores Cardenal, Olivares, Tamames, etcétera, a las que hay que añadir otros nombres como Peláez, González Duarte, Calandre y muchos más de talla semejante. Recuerdo perfectamente al doctor Jiménez Díaz transitando por Madrid al comenzar la guerra, elegantemente vestido con un mono blanco parecido a los que en verano usan jefes y oficiales de la aviación militar, y que dirigía en Chamartín un hospital en el que no faltaba nada: Entre otras cosas habían proporcionado al ilustre clínico tres electrocardiógrafos. Era bien tratado, respetado y admirado. Posiblemente no partió de él la idea de marcharse, y al llegar a zona nacional le esperaba, al parecer, tal tipo de recepción por parte de algunos «compañeros», que sólo pudo librarse de ella gracias al eficaz apoyo de las más elevadas autoridades. Tal vez como notas complementarias podamos más adelante añadir a este trabajo algunas observaciones pertinentes a las ya hechas al comenzar acerca de los exiliados. Si lo hacemos será dando detalles sobre conductas muy dispares de algunos de nuestros grandes sanitarios. Preferimos, no obstante, ahorrar este tipo de información. La Sanidad Militar, como toda organización humana por mucha que sea la exactitud y precisión de sus principios y por exagerado que sea el rigor de sus técnicas, fabrica sus mitos. En realidad, y contra la corriente lógica habitual, el mito hace el rito, el rito fortalece el dogma y el dogma perpetúa la fe. Resumiendo, en Sanidad, sobre todo en Sanidad Militar, había los grandes mitos y las grandes personalidades míticas. Por ejemplo, el mito «Gómez Ulla». Este insigne médico militar, quien durante el tiempo que actuó en el Ejército del Centro bajo mi mando tuvo todo mi respeto -que no era más que el que merecían su destacada personalidad científica y humana-, tenía tal prestigio entre los militares que en la zona franquista se utilizó su nombre para decir que nosotros lo habíamos mutilado y que era un mártir entre los «rojos». Pues bien, en una ocasión, durante mi mando, cuando ya me había retirado a mi hogar después del despacho ordinario que tenía con el general Miaja en las primeras horas de todas las noches, me llamó el general con urgencia y con emoción para que acudiera rápidamente a su despacho. Llegué y con verdadera agitación, con emotivo tono y con una afectación enorme me dijo: «Le voy a comunicar algo muy grave, muy grave. Esta tarde se nos iba a marchar el doctor Gómez Ulla, que ha sido detenido. ¿Qué me dice usted, Estellés? ¿Qué va a pasar mañana en Madrid, doctor Estellés? Usted verá, ¡nada menos que Gómez Ulla! ¿Qué va a ser de la Sanidad Militar en Madrid mañana?». «Pues no va a pasar nada, mi general» -le dije por mi parte-. «Van a seguir funcionando todos los servicios como hasta hoy. En Madrid contamos con suficientes cirujanos, yo creo que de la categoría, o poco menos, algunos, del doctor Gómez Ulla, y tenga usted la seguridad de que no va a ser notada su ausencia.» Esto indica el valor mítico que personalidades como la del doctor Gómez Ulla alcanzan en los ambientes donde actúan. Es posible que lo mismo hubiera sucedido si el que marchaba fuera el doctor Bastos, alguno de los hermanos Tamames, Olivares, Cardenal o alguno de los otros eminentes doctores que, cualesquiera que fueran sus ideas, trabajaron para la Sanidad Militar durante la guerra con toda lealtad y eficacia. Porque, para su defensa, han sido muchos los que al terminar el conflicto han hablado de cómo nos traicionaron, de los sabotajes que realizaron contra nosotros, etcétera. A la hora de defenderse de peligros reales o imaginarios son legítimos, o lo parecen, muchos argumentos, pero en realidad si todos los que se han envanecido en una supuesta traición continuada hacia nosotros la hubieran realizado de modo efectivo, nuestra guerra no hubiera durado tres años, hubiera terminado en unas semanas.

AYUDA A LA SANIDAD CIVIL

En una situación como la nuestra la Sanidad pública civil (Sanidad Nacional) y la Sanidad Militar estuvieron necesariamente muy relacionadas, cordialmente relacionadas, y las autoridades de una y otra colaboramos recíprocamente cuanto pudimos. Por ejemplo, al comenzar la guerra hubo el problema de la asistencia a los enfermos psiquiátricos. Yo, desde las Secretarías que antes cité, de la Sanidad Nacional y las otorgadas con ocasión del conflicto, colaboré cuanto pude con directores de hospitales, manicomios y otros centros, y creo que contribuí a resolver muchos de sus problemas. En páginas precedentes me ocupé ya de la psiquiatría, pero mi humilde ayuda se extendió a otros campos. Como ayuda, en parte, a la Sanidad Civil podría citarse la que presté a los doctores Ruiz Falcó y Mejía cuando vinieron a pedirme pienso para los caballos productores de suero en los institutos Ibys y Llorente, respectivamente. Yo realmente no necesitaba a ninguno de los dos institutos para mi Sanidad, para la Militar. No podía, sin embargo, negarme a lo que pedían, y asumiendo responsabilidades que no eran mías, sino de la Sanidad Civil, llevé a los mencionados doctores al Estado Mayor conmigo y debí abogar bastante elocuentemente en su favor, porque uno y otro obtuvieron los piensos que necesitaban para los caballos productores de suero. Más bonita todavía es otra de mis actuaciones, quizá aquélla de la que más satisfecho estoy en cuanto a mi actividad durante la guerra: Fue la ayuda que presté a la Escuela Nacional de Puericultura en una ocasión en que apenas les quedaba leche condensada para repartir, así como bocadillos con aceite de hígado de bacalao y levadura que daban a muchos niños de Madrid, resolviendo simultáneamente problemas de hambre y evitando algunas avitaminosis. Efectivamente, un día, el doctor Jaso y Romana Gascón, administradora de la Escuela, vinieron a decirme que no tenían leche y que venían a ver si podía proporcionársela. Me los llevé al Estado Mayor, y si en el caso de los caballos había estado elocuente, imaginen cómo lo estaría al hablar de los niños de Madrid, que en gran parte, al día siguiente, iban a verse privados de una leche que diariamente recibían del centro ya mencionado. El Estado Mayor me concedió no recuerdo ahora qué número de botes de leche condensada de la «reserva estratégica», que dimos a la Escuela, gracias a lo cual al día siguiente tomaron leche muchos niños de Madrid, que sin mi pequeño esfuerzo se hubieran visto privados de ella. 

QUIJORNA, UN EJEMPLO DE ORGANIZACION SANITARIA

A lo largo de este trabajo, un poco deshilvanadamente, tal vez por no disponer de datos, por mi edad y por mi defecto de visión, hemos tratado, y supongo que hemos dejado bastante clara, la evolución que sufrió la Sanidad desde la primera, voluntaria, desorganizada y abundante en unidades e instituciones, etcétera, a la que yo tuve el encargo de regir y terminar de organizar; es decir, el servicio sanitario perfectamente militarizado y disciplinado que funcionase adecuadamente en todo momento, de manera casi automática y siempre eficaz. En realidad, esta fue la evolución de todo nuestro Ejército y de nuestra parte en la guerra, y ha habido tratadistas que al ocuparse de ella han achacado parte de nuestra derrota al exceso de reglamentación y burocratización, privando a nuestras fuerzas del ímpetu, del «elan vital» que tenían aquellas primitivas unidades combatientes, llenas de idealismo, desinterés y entusiasmo. Hasta tal punto funcionaba y estaba «en forma» nuestra Sanidad que, ya casi al final de la guerra, hubo unas operaciones, las de «Quijorna», que lo demostraron de modo muy palpable. Desde el punto de vista militar las operaciones de Quijorna eran una reproducción de las de Brunete en pequeño. Lo que en Brunete habían sido cuerpos de ejército, en Quijorna eran brigadas; lo que en Brunete había sido un ejército, era una «división de choque», apoyada por otra de cobertura. Nosotros tuvimos planteado el grave problema de que las operaciones se realizaban en una zona en la que no podían llegar las ambulancias a la mínima distancia requerida y habitual en nosotros para evacuar las bajas, porque era una zona muy batida. Entonces se pensó en evacuar las bajas estableciendo unas verdaderas carreras de relevos con sanitarios, y para contar con un número suficiente de ellos recurrimos a toda una serie de «útiles para servicios auxiliares» que habíamos tenido durante toda la guerra haciendo guardia en hospitales e instituciones, sin haber visto lo que era la guerra. En consecuencia, movilizamos a toda esta gente, los hicimos combatientes (de Sanidad, naturalmente) y se portaron muy bien estos sanitarios de vanguardia improvisados, que recogían la hoja en primera línea, corrían a todo correr, la entregaban al relevo, que corría a su vez cuanto le era factible y así hasta llegar al puesto de batallón o a la ambulancia más próxima. El comportamiento de esta gente que no había visto la guerra durante todo su proceso fue tan meritorio que tuvimos varias bajas entre ellos, y todas lo fueron de frente, ninguna por la espalda. Esta operación, que comenzó por la tarde, se caracterizó por los datos siguientes: Como en casi todas nuestras operaciones, la víspera, un jefe se había pasado a la zona nacional, por lo que el adversario conocía la operación, pero esto era necesario porque su finalidad era fijar una gran unidad combatiente nacional, muy eficaz, en la provincia de Toledo y evitar que marchase a los frentes del Ebro. Por consiguiente, ocurriese lo que fuera, había que iniciar la operación, que se realizó y obtuvo el fin deseado: La gran unidad de los nacionales quedó fijada, no marchó, en días por lo menos, de nuestros frentes, y esta operación nuestra, comenzada tal día, acabó esa noche a las dos, cuando ya teníamos evacuados y curados a todos los que habían sido víctimas en las batallas. Fue a estas primeras horas de la madrugada cuando marché a descansar, sabiendo que por entonces no quedaba sanitariamente nada que hacer en ninguno de los frentes bajo mi responsabilidad profesional. Después siguió funcionando nuestra Sanidad Militar, como lo había hecho siempre, antes y después, en Brunete, en la toma de Cuesta la Reina en Aranjuez -operación que, por cierto, demostró que las tropas procedentes de reclutamiento sabían luchar y lo hacían tan perfectamente como las voluntarias-. Más aún, en esta ocasión la Brigada (19 ó 29, creo recordar) consiguió una victoria donde unidades veteranas habían fracasado anteriormente. Es interesante hacer notar que en nuestra guerra se creó una insignia, una «V» de bastante tamaño, a colocar sobre la manga del antebrazo, a la que tenían derecho los voluntarios, que durante mucho tiempo fuimos mayoría. Pues bien, fuimos igualmente mayoría los que no utilizamos esta distinción por elegancia moral, fundada en nuestro respeto a los nuevos militares forzosos procedentes de reclutamiento y que, naturalmente, no tenían derecho a usarla. Funcionó igualmente bien nuestra Sanidad en Esplegares, operación en la que se tomaron varios pueblos al enemigo; en Cifuentes, donde los combatientes catalanes demostraron que eran tan buenos como los de otras regiones, etcétera. En todas las operaciones aludidas la Hematología desempeñó eficazmente un gran papel. Este servicio llevaba su esencial aporte a las líneas avanzadas, llegaba en unas pequeñas furgonetas provistas de frigorífico, que mantenían en perfectas condiciones el material a inyectar. Recuerdo perfectamente, y siempre con gratitud, la relación con los hematólogos, que mantenía casi siempre a través del magnífico Vicente Goyanes. En realidad, todos los servicios dependientes de mi autoridad, y no por ello, precisamente, funcionaron a la perfección: Hospitales, a cargo de Fernández Catalina; Operaciones, donde se sucedieron González Recatero, Vázquez López, Rabasa, etcétera; Transportes (y en parte Abastecimientos), en cuyas materias trabajó siempre con alegre entusiasmo y una dedicación total Juan Bravo. Mi primer jefe de Operaciones, Recatero, fue jefe de Sanidad del Ejército de Maniobras y el Ejército de Levante, puestos en los que brillantemente se distinguió. Después tuvo lugar el trágico y deplorable paréntesis de la fratricida lucha entre comunistas y los que no lo eran. Una guerra tan gloriosamente desarrollada por nosotros no merecía que le diéramos aquel triste, dramático, y en algunos casos y ocasiones vergonzoso, antefinal. Más adelante aún llegó la demostración de que nuestra Sanidad, excesiva para frentes estabilizados, seguía funcionando y podía hacerlo por tiempo indefinido sin crear problemas al mando. Un día me llamó el jefe de Operaciones del Cuartel General y me anunció la posibilidad de una ofensiva enemiga que se temía por la zona de Ocaña. Me preguntó hasta qué punto la Sanidad podía responder si sucedía tal contingencia, y yo pude asegurarle que nuestro servicio funcionaría a la perfección como en ocasiones anteriores sin más que repetir lo que acostumbrábamos en todas: Vaciar los hospitales de la zona próxima a la referida batalla y aquellos de Madrid de fácil comunicación con ella, llevando su personal doliente a otras zonas y destacando todo el personal adecuado en los puntos más idóneos para responder a cualquier contingencia temida. No hubo tal operación, y a los varios años de guerra gloriosa sucedió la vergonzosa entrega del que había sido inexpugnable Madrid al enemigo. 

EPILOGO

No puede hablarse de guerra, de toda guerra, de cualquier guerra, sin que pase a primera fila y se destaque sobre todo la muerte. Los primeros actos de mi actuación como jefe de Sanidad del Ejército del Centro fueron los homenajes a dos subordinados muy jóvenes muertos en el frente: Uno de ellos fue el doctor Gallego, alrededor de cuyo cadáver montamos guardia de honor todos los jefes de mi dependencia; el otro, cuyo nombre siento no recordar, y cuya caja mortuoria ayudé a llevar a su fosa con varios colaboradores míos, había sido muerto, con un comisario que le acompañaba, al refugiarse ambos en una tubería que atravesaba como atarjea una carretera, por la onda expansiva de dos bombas que cayeron en sendos extremos de la mencionada conducción. Más adelante, terminada la guerra, la represión para unos y el exilio para otros. Por lo menos media docena de antiguos colaboradores míos murieron por ejecución o suicidio, y de los que marcharon, de los que pudieron marchar, murieron por suicidio otros tres. Uno, cansado y enfermo, no pudo resistir la constante retirada de los franceses ante la ofensiva alemana. Otro, magnífico investigador y en plena juventud, no aguantó el desbarajuste moral que en su mente habían producido la derrota y la adaptación a un medio extraño en el que, por otra parte, ya iba triunfando. Y otro, ya joven ilustre antes de la guerra, se quitó la vida en América luego de haber estado en Rusia y Europa.

NOTAS COMPLEMENTARIAS

1. Sería injusto terminar sin una referencia a otros Ejércitos y a sus Sanidades respectivas. En Andalucía funcionó perfectamente, resolviendo cualquier problema y sin crear ninguno, Vega Díaz, junto a aquel espléndido mando que fue Pérez Salas, el jefe que no quiso quitarse las estrellas y sustituirlas por barras porque, como él decía: «Que se las quiten ellos, yo las conservo porque soy la legalidad». En Extremadura, Hermógenes Cenamor, quien había sido un perfecto jefe de Sanidad del Primer Cuerpo de Ejército en el del Centro, siguió actuando intensiva y brillantemente hasta última hora, y hasta ingeniando dispositivos y aparatos para hacer más fácil y rápido el servicio; entre ellos, uno que permitía recoger y evacuar bajas a caballo y sin desmontar, prescindiendo de la mula porta-artolas, mucho más lenta. La Sanidad del Ejército de Maniobras primero y de Levante después la desempeñó eficazmente y con un entusiasmo inigualado González Recatero. Este dio a la causa general y a su causa todo: Felicidad, bienestar, familia y, finalmente, su vida en los primeros días de la represión. La Sanidad del Ejército de Levante funcionaba tan perfectamente que hasta editaba una magnífica revista, en uno de cuyos números se publicó un retrato de Gorián, un jefe médico internacional, realizado por Buero Vallejo, y que es tan bueno como cualquiera de los mejores «carbones» de Leandro Oroz en su buena época, y casi tan bueno como los mejores dibujos de Ramón Casas. Buero Vallejo había sido incorporado al Estado Mayor de la mencionada jefatura de Sanidad por Rodríguez Puchol, quien le había rescatado siendo Buero soldado, ascendiéndolo a cabo y llevándole consigo después de ver sus dibujos ilustrando una cartilla sanitaria obra de Pedro Rodríguez Pérez. En Cataluña, por otra parte, tuvieron, como es natural, una actuación sanitaria ejemplar en muchos aspectos. Montaron un magnífico Servicio de Hematología con un banco de sangre que les funcionó siempre a la perfección y con detalles técnicos que dieron lugar a que Durán, creo que su jefe, fuera luego utilizado por el ejército inglés durante la guerra. Tuvieron, como es natural, muchos y muy buenos cirujanos que sería prolijo enumerar. Citaré tan sólo a Trías Pujol, quien prefirió seguir operando en lugar de adscribirse como subsecretario al Ministerio de Sanidad; a Gabarró, quien, como Durán, publicó trabajos muy interesantes en Inglaterra y, sobre todo, a Trueta, cuyos procedimientos y su aplicación en la Sanidad del ejército inglés le dieron merecida fama internacional. En propaganda y educación sanitaria realizó una magnífica obra Martí Ibáñez, quien más adelante, en Norteamérica, publicó multitud de trabajos sobre historia de la medicina, humanidades y temas muy variados y dirigió una revista de medicina y humanidades tan buena como la mejor, alcanzando así la fama internacional que merecía. Finalmente, en Cataluña comenzaron a emplear las sulfonamidas, sintetizadas por Esteve, discípulo de Fourneau, que sintetizó en España por primera vez el Neosalvarsan, las sulfonamidas coloreadas, la sulfanilamida y el sulfatiazol.

2. En todas las guerras, y mucho más en las civiles, se suceden, junto a hechos y conductas gloriosos, otros execrables, vergonzosos y hasta evidentemente delictivos. Nuestra contienda civil no podía ser una excepción. Se produjeron hechos criminales en una y otra zona. En homenaje a las víctimas sufridas por el Cuerpo Médico de Sanidad Nacional voy a permitirme establecer un balance de las mismas durante tan trágico período. En la llamada «Zona Roja» hubo compañeros de Sanidad Nacional perseguidos; otros, excluidos; unos y otros encontraron siempre compañeros que los defendieron y protegieron. Ninguno sufrió daño irremediable. En la «Zona Nacional» perdimos seis compañeros por ejecución. Entre ellos, por encima de todos, es de notar el fusilamiento ocurrido en los primeros días de la guerra de Sadi de Buen. Este era entonces inspector general de Instituciones Sanitarias, dirigía la lucha antipalúdica, y había ido a Andalucía a estudios relacionados con esta última. Sadi de Buen había realizado durante toda su vida investigaciones y había publicado trabajos internacionalmente muy apreciados. Sus investigaciones sobre lepra y paludismo son notabilísimos, pero, además, era el único español moderno que había descubierto totalmente una enfermedad (tifus recurrente español), su germen causal, su artrópodo vector, etcétera. Sadi de Buen es para la Sanidad algo equivalente a lo que García Lorca fue para la literatura, y no es justo que todavía no se haya dedicado el homenaje que merece el recuerdo de tan ilustre investigador, tan prematura e injustamente sacrificado. Tan sólo en un par de libros de Moreno Gómez sobre la guerra y represión en la provincia de Córdoba es narrada tal muerte y son citados sus autores.

(1) En febrero de 1986, al corregir estas cuartillas, dichosa o lamentablemente he cumplido ya los noventa años.